Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?
Traducción de Ángela Pérez
Título original:
© Dan Fesperman, 2006
PRÓLOGO
El estadounidense con uniforme de camuflaje llegó a la orilla de noche y permaneció horas en la playa a oscuras, tan quieto como un espía, un infiltrado en las líneas enemigas.
Lo localizó primero una iguana enorme, que husmeó sus bolsillos empapados junto al agua justo cuando el sol naciente teñía de rosa el horizonte. El soldado no se movió.
Después lo iluminó el sol, que calentó la arena cuando bajó la marea. El hombre siguió sin moverse, incluso cuando un soldado cubano, llamado Vargas, apareció caminando por la ladera más arriba de las dunas, y sus botas crujieron en el sendero coralino.
La ronda matinal había sido tan tranquila como de costumbre y Vargas todavía estaba un poco soñoliento a aquella hora. Colina abajo, a su izquierda, se extendía el Caribe, de un color turquesa relumbrante, tan cerca que se oían las olas rompiendo en la arena, aunque la vista quedaba bloqueada por un bosquecillo de matorrales y cactus. Colina arriba y a su derecha, se alzaba su objetivo diario: una atalaya sobre pilotes, encaramada en el alba como una garza dispuesta a atacar. Era lo que podía llamarse su oficina. Años antes habrían observado su llegada dos soldados: el turno de noche que esperaba el relevo. Pero, debido a la reducción de presupuestos, ya no había guardia nocturna, y la torre de vigilancia permanecía vacía y silenciosa. Eso suponía que Rodríguez, el compañero de Vargas, aún no había llegado con la radio y el café. La radio era un regalo de su tía de Hialeah, una voluminosa caja plateada en la que resonaban siempre congas y charanga. Demasiado fuerte para la hora del desayuno, pero Vargas lo soportaba mientras la provisión de cafeína fuese continua. Rodríguez llevaba siempre un termo lleno de un brebaje espeso, negro y dulzón, que se servían a dedalitos y tomaban a sorbos para que durase toda la mañana.
Detrás de la torre se extendía la vista que hacía notable el lugar y que mantenía a Vargas y a sus camaradas en la Brigada de la Frontera: la base naval estadounidense, cuyo lado oriental estaba delimitado por una alambrada. Ésta era disparatadamente alta en algunos tramos (tres veces más que una canasta de baloncesto), y estaba coronada por alambre de concertina. Su perímetro de casi 28 kilómetros rodeaba la parte inferior de la bahía de Guantánamo.
Vargas se había criado en La Habana, un mundo alejado de aquel reducto rústico, y cuando empezó a trabajar allí hacía un año, se había tomado la presencia de los estadounidenses en Guantánamo como una ofensa personal. Todos los días arrojaba piedras por la alambrada colérico, aunque procuraba mantener una prudente distancia para no pisar una mina. Y se enfurecía todavía más cuando localizaba a una patrulla de marines estadounidenses que cruzaban la maleza al otro lado, y les gritaba consignas revolucionarias creyendo que eso les provocaría y les obligaría a cometer un disparate.
Rodríguez era seis años mayor que Vargas y nunca participaba en aquellas provocaciones. Se reía y le contaba historias de la época en que los cubanos enfocaban un reflector sobre el cuartel más próximo de los marines día y noche para perturbar el sueño del enemigo.
Pero, a medida que transcurrieron los meses, la rutina fue haciéndose aburrida, y el celo de Vargas se templó. Acabó considerando a los intrusos parte del paisaje, y observaba sus actividades como observaría un naturalista los hábitos de apareamiento de una especie exótica pero invasora.
Podían escudriñar con los prismáticos su pequeña población de la bahía, sus tiendas y colegios, sus campos de pelota, el autocine, la cancha de golf y los establecimientos de comida rápida.
La última novedad era una prisión grande e irregular que habían construido el año anterior: alambradas dentro de la alambrada, círculos concéntricos de cautividad. Los prisioneros vestían monos de color naranja y, vistos a través de los prismáticos, destacaban como partículas radiactivas moviéndose en la platina de un microscopio. Ahora eran los estadounidenses quienes mantenían las luces encendidas día y noche; y, en los meses de invierno, cuando Vargas empezaba la ronda antes de que saliera el sol, la selva de altas lámparas de vapor de la prisión difuminaba el cielo como un falso amanecer.
En los últimos meses había aumentado la actividad de construcción, pues habían levantado barracones para los soldados que guardaban a los prisioneros. Vargas se habría puesto nervioso al ver a tantos recién llegados si no hubiese sabido lo que tramaban. Superaban en más de dos a uno a su propia guarnición de Boquerón, una ciudad que habían rebautizado como Mártires de la Frontera, aunque todos seguían usando el nombre anterior. Rodríguez le contó que antiguamente aquello habría sido una provocación.
Vargas pensó bastante en ello, y su resentimiento se reavivó. Claro que la base yanqui llevaba allí más de cien años, pero era una auténtica desfachatez que los estadounidenses siguieran en Guantánamo cuarenta y tantos años después de la Revolución. Para los cubanos era algo así como divorciarse de una esposa extravagante y que la madre de ésta, severa y adusta, se apalancara en el sofá y se negara a marcharse, haciendo lo que le diera la gana, aunque no le dirigieses nunca la palabra ni intercambiarais cumplidos, y a pesar de recordar a veces sin poder evitarlo cuánto amaste en tiempos a su hija, hace tiempo, sobre todo cuando ambos jugabais y bailabais en La Habana como si no existiera el futuro.
Pero los arrebatos de mal humor de Vargas no solían durar mucho. En realidad, sólo había un aspecto de Guantánamo al que no conseguía acostumbrarse, y era la alarmante presencia de las iguanas. Enormes, verdosas y engañosamente veloces, le ponían la carne de gallina, sobre todo por su forma de acercarse tan tranquilas casi a mendigar. Algo que Rodríguez empeoraba todavía más dándoles comida, inclinándose a ofrecerles trozos de pan o de banana. Corrían hacia él como mascotas, moviendo la lengua y agitando la cola con sus torpes andares. Vargas también había visto a los estadounidenses darles de comer: dulces, patatas fritas y demás basura empaquetada. Los lagartos se habían acostumbrado hasta tal punto a gorronear que él no podía tender una mano sin miedo a que una confundiera su dedo con algún producto comestible salido de una máquina expendedora, y lanzara un mordisco rápido. Rodríguez le dijo que no se preocupara, que las iguanas eran herbívoras. Pero Vargas tenía sus dudas.
El sol iba subiendo y Vargas se acercaba al final de la ronda. Enseguida daría la vuelta e iniciaría la subida, dirigiéndose hacia la alambrada que llevaba a su torre. Pero antes tenía que hacer un breve reconocimiento de la costa desde el punto en que el sendero bordeaba la parte posterior de las dunas. A veces daba un rodeo por la playa cuando hacía buen tiempo. Y si hacía bastante calor, incluso podía quitarse las botas y caminar por el agua poco profunda esperando a los bancos destellantes de pececillos que arrastraban las grandes olas. Aquél era un día como cualquier otro, al parecer, sobre todo porque todavía no se oía música en la torre.
Se le hundían las botas en la arena mientras subía la duna. Vargas divisó entonces la playa y se paralizó. Había un hombre allá abajo, un soldado con uniforme de camuflaje, por lo que supo de inmediato que era estadounidense, y se agachó con el fusil listo, tanteando el gatillo mientras la hierba alta le rozaba la mejilla. Introdujo un proyectil en la recámara y se sobresaltó con el ruido. Se despejó de repente. Estaba tan alerta como si se hubiese tomado tres tazas del café de Rodríguez, y notó las manos sudorosas sobre la culata.
¿Estaría desembarcando el enemigo? ¿Sería el soldado de la playa sólo el primero de muchos? ¿O habrían llegado ya otros que se habían escondido? Miró detrás, le latía el corazón con fuerza. A lo mejor había uno a punto de a abalanzarse sobre él y degollarlo en aquel preciso momento. Pero todo estaba en calma, y, cuando Vargas volvió a mirar hacia la playa, advirtió que el soldado no movía ni un músculo. Se fijó también en que tenía el uniforme empapado, oscurecido por el mar de la cabeza a los pies.
Vargas se levantó despacio. Advirtió entonces un movimiento súbito y a duras penas se contuvo para no gritar aterrado. Era una iguana, una iguana enorme que alzó la cabeza junto a la cintura del soldado. Había estado husmeando, investigando los bolsillos del soldado, y movía los ojos de reptil como torretas hacia Vargas. Éste no sabía qué era más inquietante, el cuerpo del soldado o la forma en que la iguana reivindicaba su derecho al mismo, aunque ya estaba seguro de que el hombre que veía estaba muerto o borracho. Sólo eso explicaría que alguien dejara que aquel animal le metiera el hocico en los bolsillos.
Vargas se encaminó hacia la playa y, por un momento, la iguana se demoró, volviendo la mirada. Una cresta de escamas como dientes le recorría la espina dorsal arqueada, y abrió la boca despacio para desplegar la lengua en un enorme túnel sonrosado que, por todo lo que sabía Vargas, conducía directamente a la época de los reptiles. En aquella pose, era la viva imagen del monstruo horripilante de una película de terror mala. Vargas contuvo un estremecimiento.
Decidió que ya era suficiente y dio un grito (un alarido de cólera y disgusto). Luego bajó corriendo las dunas: un soldado al ataque con el fusil extendido, levantando la arena a su paso.
La iguana escapó al instante y recorrió veinte metros antes de pararse a mirar atrás. Vargas había llegado junto al soldado y ya no la perseguía. Ahora le tocó a él husmear el cuerpo.
La situación no parecía muy halagüeña: el hombre tenía la cara pálida e hirsuta, cubierta de algas, empapada e hinchada como pan en remojo. Y lo peor de todo eran las cuencas oculares vacías, como si criaturas más hambrientas y voraces que la iguana le hubiesen sacado los ojos.
Vargas se apartó y se inclinó, sacudido por fuertes arcadas. Se le contrajo el estómago y echó un hilillo de mucosidad brillante. Se limpió la boca en una manga y recobró el control para volver a mirar; luego alzó la vista hacia la torre. No le parecía correcto dejar allí abandonado al soldado. Seguro que volvería la iguana; y las gaviotas y los zopilotes no tardarían en reunirse con ella.
Pero su obligación era llegar a la torre y comunicar el hallazgo. Rodríguez no se lo creería, y mucho menos sus oficiales de Boquerón. Era insólito, verdaderamente extraordinario. Causaría un revuelo que tendría repercusiones en La Habana.
Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo, y eso era motivo de alarma.
1
El primer día de su transición de captor a cautivo, Revere Falk se encontraba descalzo en el césped iluminado por las estrellas a las cuatro de la madrugada, todavía ingenuamente seguro del lugar que ocupaba entre quienes hacían las preguntas y acaparaban los secretos.
Falk era experto en ocultación, adiestrado desde su nacimiento. Semejante habilidad resultaba muy útil a un interrogador del FBI. ¿Quién podía descubrir mejor los artificios de otros que alguien que conocía todos los escondites? Y todavía mejor: hablaba árabe.
No es que empleara mucho su talento en Guantánamo. Y en aquel momento estaba furioso, pues acababa de regresar de una sesión malograda que resumía lo que aborrecía de aquel lugar: demasiado pocos detenidos de auténtico valor, demasiados organismos peleándose por los restos, y demasiado calor, en todos los sentidos del término.
Incluso a aquella hora le rodaban por el cuero cabelludo las gotas de sudor. Pero, en cuanto el sol empezara a apretar, sería otro día de bandera negra, que el ejército izaba siempre que la temperatura superaba lo razonable. Un símbolo adecuado, se dijo Falk, como un agujero rectangular en el cielo, en el que podrías caer y desaparecer para siempre. Un estandarte nacional para la república de nadie que era el Campo Delta, poblada por 640 prisioneros de cuarenta países, ninguno de los cuales tenía la menor idea del tiempo que permanecería allí. Luego estaban los otros 2.400 recién llegados a la fuerza de seguridad de la prisión, casi todos reservistas y soldados de la Guardia Nacional, que preferirían estar en cualquier otro sitio. Añádase el pequeño subgrupo de Falk (unos 120 interrogadores, traductores y analistas del ejército y de la mitad de las divisiones del gobierno federal) y tendrías todos los elementos de un inmenso experimento psicológico sobre comportamiento bajo presión.
Falk era de Maine, hijo de un langostero, y lo que más añoraba precisamente entonces era el rocío, el frío, el musgo, los helechos y el bálsamo de los abetos cubiertos de niebla. A falta de todo aquello, habría preferido acurrucarse en el cuello perfumado de Pam Cobb, una capitana del ejército nada severa, una vez aceptadas las condiciones de mutua entrega.
Falk suspiró, miró el cielo como un marinero que estudia las estrellas y apretó una botella de cerveza en su frente. La había sacado de la nevera al llegar a su casa hacía sólo unos minutos y ya estaba tibia. El aire acondicionado no funcionaba, así que Falk se había quitado los zapatos y los calcetines y había buscado refugio en el césped. Pero cuando movió los dedos de los pies notó la hierba abrasada, crujiente. Como si caminara sobre coco quemado.
Si creyera que serviría de algo, rezaría para que lloviese. Casi todas las tardes se formaban grandes nubarrones en el oeste, a lo largo de la línea verde de las montañas de Castro, que luego se disolvían en el crepúsculo sin que cayera una gota. En aquella ladera abrasada ni siquiera se oía el relajante rumor del Caribe. Pero el mar estaba allí, y Falk lo sabía, tras la oscuridad del horizonte meridional. Lo sentía como una fosforescencia estancada bajo los acantilados coralinos, resplandeciente como una luz en un armario cerrado. O tal vez fuese una ilusión, efecto de un vulgar caso de locura de Guantánamo.
No era el primer brote que tenía. Había estado destinado allí tres años, hacía ya doce, como infante de la Marina. Ya casi había olvidado aquella sensación de que el perímetro de la base se contraía un poco más cada hora, y su trampa de vallas y humedad se apretaba por momentos. Un folleto del Pentágono para recién llegados decía que Gitmo (el nombre preferido en la jerga militar para este puesto avanzado) tenía una extensión de 116 kilómetros cuadrados. Pero eso era tan engañoso como mucho de lo que decía el alto mando. Porque buena parte de la superficie era agua o marisma. El terreno habitable se limitaba a una cuña de silíceo de 16 kilómetros cuadrados. El terreno ocupado por el Campo Delta y el cuartel de las fuerzas de seguridad era aún más pequeño, comprimido junto al mar en menos de 40 hectáreas.
Falk estaba unos kilómetros al norte del campo. Desde su posición ventajosa y con unos prismáticos potentes, de día, podían verse las atalayas cubanas en casi todas direcciones. Se agazapaban a lo largo de una tierra de nadie de alambradas, campos de minas, marañas húmedas de manglares y colinas cubiertas de maleza y cactus retorcidos. La fauna parecía directamente sacada de una tira cómica del creador de la familia Adams, Charles Addams: buitres, boas, hutías, escorpiones e iguanas gigantescas. Las revistas y periódicos que se vendían en el Naval Exchange llegaban con dos semanas de retraso. La telefonía móvil no funcionaba bien, las otras líneas no eran seguras, y el correo electrónico estaba controlado. Cualquiera que se quedara allí un periodo largo aprendía a funcionar con el sobreentendido de que todo lo que hiciera o dijera podían verlo u oírlo los del otro lado o los del suyo. Incluso en el terreno libre de un alojamiento civil como el de Falk, nunca se sabía quién podía estar escuchando en secreto, y más ahora que la Seguridad Operativa, la OPSEC, se había convertido en el mantra del secretismo en el Campo Delta. Todo ello bastaba para que Falk deseara que Gitmo siguiera llamándose La Roca, el antiguo apodo de la infantería de Marina. Como Alcatraz.
Tomó otro trago de cerveza caliente, procurando calmarse. Sonó el teléfono en la cocina. Se apresuró a contestar, con la esperanza de que no despertara a su compañero de vivienda, el agente especial Cal Whitaker. Oyó la voz de Mitch Tyndall. Tyndall trabajaba para la Otra Agencia del Gobierno, la OGA que hasta el soldado raso más insignificante sabía que era como llamaban en Gitmo a la CIA.
– No te habré despertado, ¿verdad? -preguntó Tyndall.
– No podría dormir después de aquello.
– Ya lo suponía. Sólo quería limar asperezas.
– ¿Las que has creado? -se apresuró a contestar Falk colérico.
– Me declaro culpable de la acusación.
Tyndall parecía avergonzado, algo nuevo en él, aunque no era mal tipo, en general. Del centro de Estados Unidos, alto y bastante tranquilo, procuraba ser complaciente, siempre y cuando eso no requiriese compartir información. Falk solía sacarle más que los otros, aunque sólo fuese porque formaban parte del mismo «equipo tigre» de cinco miembros, el equivalente organizativo a una unidad en la operación de inteligencia de Gitmo. Había unos veinticinco equipos en total, pequeños grupos de estudio, integrados por interrogadores y psicólogos, que se repartían el territorio por el idioma y la patria de los detenidos. El equipo de Falk era uno de los muchos especializados en saudíes y yemeníes.
– Mira, no me di cuenta -añadió Tyndall-. Sencillamente entré a saco. No pensé lo que hacía.
Gajes del oficio con vosotros los de la Agencia, pensó Falk, aunque no se lo dijo. Suponía que la arrogancia irreflexiva era natural cuando estás en la cima de la cadena alimentaria y no tienes que rendir cuentas prácticamente a nadie, incluido el Pentágono. Compañeros de equipo o no, había muchos lugares a los que Tyndall podía ir y Falk no. La CIA empleaba a veces otras instalaciones para los interrogatorios, y últimamente incluso había construido su propia cárcel: el Campo Eco. Era una cárcel dentro de la cárcel en Gitmo, y el puñado de prisioneros especiales se identificaban con números en vez de con nombres.
– Sí, bueno, parece que abunda la insensatez últimamente -dijo Falk.
– De acuerdo. Considéralo una oferta de paz. O una disculpa, por lo menos. También podríamos besarnos y hacer las paces, considerando el rumbo que están tomando las cosas.
– ¿Te refieres a los rumores? ¿Espías entre nosotros? ¿Especialistas en árabe entregados a una yihad secreta?
– Te aseguro que no se trata de rumores en absoluto.
Aquello era significativo, viniendo de Tyndall, así que Falk intentó sonsacarle más.
– Bueno, yo no me creería todo lo que se cuenta, Mitch.
Tyndall parecía a punto de morder el anzuelo, pero se contuvo con un suspiro.
– Como quieras. En cualquier caso, ¿sin resentimientos?
– Ninguno que no puedas eliminar con un par de favores. Y tal vez algunas cervezas en el Tiki Bar. Deberías preocuparte por los sentimientos de Adnan. Suerte tendré si le saco dos palabras después de esa pequeña explosión. Se trata de confianza, Mitch. La confianza es esencial con estos individuos. -Tendría que haberlo dejado ahí, pero recordó de pronto una diapositiva que les enseñaban siempre en la Academia del FBI de Quantico, una pantalla llena de grandes letras mayúsculas que decían: «El interrogatorio consiste en vencer la resistencia mediante la compasión». Así que prolongó demasiado la frase-: Tal vez lo comprendierais si no les quitarais la ropa con la habitación a poco más de cuatro grados.
– Yo no me creería todo lo que se cuenta -dijo bruscamente Tyndall.
– Muy bien. Pero no te acerques a Adnan. Es mercancía dañada, tal como están las cosas.
– Ninguna discusión en eso. Mañana, entonces.
– Tempranito. Y recuerda, me debes algo.
Falk colgó el teléfono y se quedó mirándolo, preguntándose si alguien se molestaría en escuchar a aquella hora. Whitaker ya no roncaba en su habitación.
– Lo siento -dijo Falk, sólo por si acaso-. Era Tyndall. De la maldita Agencia.
No hubo respuesta. Menos mal. Cuanta menos gente se enterara de su trifulca, mejor. Los que chocaban con Mitch Tyndall se veían pronto rechazados. Y no era la encantadora personalidad del tipo lo que volvía a todos contra ti, sino la idea de que él conocía la película principal, mientras que los demás sólo veían algunas instantáneas borrosas. Así que si estabas a malas con Tyndall, tenía que haber una razón importante, aunque nadie más que él supiera cuál. Hacía tiempo que Falk había llegado a la conclusión de que Tyndall no era plenamente consciente de sus misteriosos poderes, y tal vez fuese imprudente indicárselo.
El tema de su discusión aquella noche era un yemení de diecinueve años, Adnan Al-Hamdi, el proyecto preferido de Falk, aunque sólo fuese porque no hablaba con nadie más. Adnan había sido capturado en Afganistán hacía casi dos años en una escaramuza al oeste de Jalalabad. Él y otros sesenta yihadistas inadaptados de Pakistán, Chechenia y los Estados del Golfo habían sido capturados por los combatientes tayikos de la Alianza del Norte, tras la precipitada retirada de los talibanes hacia el sur. Pasaron seis semanas pudriéndose en una cárcel provincial hasta que los estadounidenses los descubrieron. Adnan atrajo especial interés, sobre todo porque un compañero de viaje, un viejo paquistaní excitable, juró que Adnan era un cabecilla. Y él, con sus respuestas monosilábicas habituales, no se esforzó en confirmarlo o negarlo, así que cayó en la red, uniéndose a una de las primeras hornadas de importaciones a Guantánamo. Llegó con los ojos vendados y vestido con un mono en el vientre de un avión de carga estruendoso, en la época en que el centro de detención era una instalación rudimentaria de jaulas para simios llamado Campo Rayos X.
Cuando llegó Falk más de un año después, los loqueros residentes de Gitmo (el equipo asesor de especialistas en comportamiento llamado Biscuit) habían dado a Adnan por una causa perdida. No hablaba y tiraba regularmente sus heces a los guardias, a veces después de mezclarla con pasta de dientes y puré de patatas.
Así que se lo endosaron a Falk, cuya especialidad lingüística era precisamente el dialecto de Sana, la ciudad natal de Adnan, sólo porque había visitado el lugar cuando el FBI investigó la explosión del buque estadounidense
Falk emprendió la tarea de someter al joven con rumores y mentiras, historias adornadas con pinceladas coloristas que recordaba de las polvorientas callejuelas de Sana. Al poco tiempo, Adnan empezó a escuchar en vez de gritar o taparse los oídos con las manos, como solía hacer antes. Incluso hablaba de vez en cuando, aunque sólo fuese para corregir pequeños errores de interpretación de Falk. El progreso fue lento, pero Falk sabía por experiencia que la dificultad en una etapa tan temprana no significaba que no quedaran puntos vulnerables. A diferencia de la mayoría de los detenidos, Adnan ni siquiera podía dejarse crecer una barba completa, y a Falk le parecía casi conmovedor la pelusa de su mentón, como la florescencia desnutrida de un jardín abandonado.
Tal vez Falk reconociese en Adnan a otro solitario. Porque de hecho también él estaba solo en el mundo a sus treinta y tres años. No tenía esposa ni hijos ni perro, ni ninguna novia que le esperara en Washington. Figuraba como huérfano en el registro del personal del FBI, una conclusión deducida de una mentira que le había dicho hacía quince años al oficial de reclutamiento de la infantería de Marina de Bangor, Maine, por resentimiento y por el deseo del fugitivo de una ruptura total. El sargento de reclutamiento podría haber averiguado la verdad indagando un poco más. Pero, teniendo que alcanzar una cuota de alistamiento mensual y con el permiso de una semana colgando en la balanza, no se había sentido muy inclinado a cuestionar su buena fortuna cuando Falk cruzó la puerta.
Además, casi era verdad. La madre de Falk se había marchado de casa cuando él tenía diez años. Y su padre había iniciado el idilio con la botella poco después. Para entonces, por lo que sabía Falk, habría muerto, ahogado en alcohol o en agua de mar.
No todos sus recuerdos del hogar eran tan malos. Una granja de tablas de madera blanca en una carretera curvada de la isla de Deer Isle, con abedules detrás, cuyas hojas destellaban como monedas de plata. Entonces eran cinco en la familia: un hermano mayor, una hermana mayor, sus padres y él. Para estar calientes en invierno dormían en sacos alrededor de una vieja estufa de leña, colocados como fichas de dominó en el crujiente suelo de pino. A la hora del baño, se metían en una bañera de aluminio y echaban agua caliente directamente de la olla, su madre le restregaba bien mientras su hermana se reía y se tapaba la boca.
En la primavera, su padre iba a diario a Stonington, donde tenía amarrado el barco langostero. Se despertaba a las cuatro y ponía en marcha la furgoneta Ford hasta que retumbaba como un B-17 al despegar, porque tenía el silenciador destrozado por el aire salino. Cuando Falk cumplió doce años, le acompañaba las mañanas de verano, aunque recordaba poco de aquellas duras jornadas de trabajo en el mar, aparte del viento helado a primeros de junio, el frío cortante y que las manos y los pies no le entraban en calor hasta finales de septiembre. O tal vez no quisiera recordar más, porque para entonces su padre bebía y su madre se había marchado.
En un año perdieron la casa y se trasladaron al bosque, a un lugar pedregoso, con cardos y varas de oro, donde el hogar era una caravana verde deprimente, con las paredes cubiertas de cajas de cereales aplastadas como aislante. Cuando había tormenta, se bamboleaba y crujía como un barco en el mar. Ya no durmieron más reunidos. Se dispersaban en distintos rincones, y su hermano y su hermana se largaron en cuanto tuvieron edad para hacerlo.
En aquella época, Falk buscaba refugio donde podía encontrarlo: en el bosque, en una cala o en las bibliotecas, las de madera diminutas que había en todas las comunidades. Le gustaba especialmente la de la ciudad Deer Isle, no sólo porque era la que quedaba más cerca sino también porque era el dominio de la señorita Clarkson. Ella imponía silencio, que era exactamente lo que necesitaba Falk, y no toleraba tonterías ni intromisiones, sobre todo de los varones ebrios que subían furiosos los escalones en busca de sus díscolos hijos. Al recordar ahora a la señorita Clarkson, Falk comprendió que era la clase de mujer que le atraería siempre: una mujer que podía deducir lo máximo de la mínima conversación, como si poseyera una destreza lingüística especial. Guardaba cierto parecido con un buen interrogador.
Falk cumplió dieciocho años un mes después de recibir su diploma de secundaria y se fue a dedo a Bangor, donde se instaló en un motel barato el tiempo suficiente para sacarse un nuevo permiso de conducir con una dirección local que pudiera presentar en la oficina de reclutamiento. Después de la instrucción elemental, llegó a Gitmo con la obligatoria cabeza afeitada y la cara bronceada. No había vuelto nunca a Maine ni había enviado jamás noticia de su paradero.
Falk debía muchísimo a la Infantería de Marina: su equilibrio, su paciencia, el suficiente dinero para ir a la universidad. Trabó amistad con algunos hombres buenos a los que todavía ahora confiaría su vida. Pero como había soportado las pruebas más duras a una edad más temprana de lo esencial, se resistió a las presiones de adoctrinamiento más fuertes. Ni siquiera tres años del
Y, debido a esa actitud independiente y a su progreso con Adnan, había adquirido fama de tener el tacto preciso para los detenidos desorientados en los niveles bajo y medio del Campo Delta. Esto suponía que casi nunca echaba un vistazo a las pocas docenas de detenidos considerados las posesiones más preciadas de Gitmo: lo «peor de lo peor».
En su lugar, se reunía con ancianos solitarios y canosos, o con individuos perturbados de veintitantos años (albañiles, taxistas, zapateros y campesinos) que se habían alistado como soldados de infantería de la yihad, sujetos de dudoso valor informativo, a quienes los escépticos aludían a veces como «campesinos».
En el curso de aquellas sesiones, Falk descubrió las virtudes apaciguadoras de los alimentos (los dulces, sobre todo), y los había empleado con Adnan últimamente. Todavía la semana anterior, una porción de baclava chorreante había propiciado una prolongada discusión sobre técnicas de explosivos, y una descripción bastante buena de su instructor en el uso de armas, que coincidía con la de otro detenido que recordaba el nombre. Era de suponer que otros empleaban el mismo método en algún otro lugar.
Un psicólogo militar del equipo Biscuit definió la técnica de cambiar alimentos por información como «carne para los leones». En el caso concreto de Adnan, se parecía más a dulces y leche tras un largo día de escuela, un convite para serenar el alma y ponerse a hacer los deberes. Falk le había llevado incluso una vez un Happy Meal del McDonald's de la base.
– Hoy mereces un descanso -le dijo, entregándole una caja de color rojo chillón.
La ironía publicitaria pasó volando sobre la cabeza de Adnan, pero el joven devoró agradecido la pequeña hamburguesa; la mostaza le caía por la comisura de los labios, agrietados por el sol, mientras masticaba. El único momento tenso llegó al final, cuando Falk tuvo que reclamar el juguete de plástico. Era un minúsculo Buzz Lightyear (hasta los Happy Meal estaban anticuados en Gitmo) y Adnan sólo cedió al ver al policía militar dar un paso al frente con la porra en la mano.
Siguió un breve enfurruñamiento y farfulló algunas palabrotas.
– Lo siento, Adnan. Es contrabando -entonó Falk en árabe de buen poli.
El juguete de plástico estaba ahora en el alféizar sobre el fregadero de Falk, su valeroso compañero en la búsqueda de la Verdad. También había quienes veían con escepticismo el progreso de Falk con Adnan.
– ¿Por qué molestarse? -había preguntado Tyndall hacía unas semanas en el almuerzo, con la boca llena de fritos del ejército-. Está como un cencerro. La única vez que estuve con él tuvimos que sedarle. Y luego parecía un chiflado hablando en sueños. Seguro que mascó demasiadas hojas de
– ¡Demonios, Mitch! Tiene diecinueve años.
– Exactamente. Demasiado mayor, pero no tanto como para saber de veras lo que ve, quién le entrenó o quién era decisivo en su red. No merece la pena el esfuerzo.
– Entonces que le dejen marcharse. Que le manden a casa si no tiene puto valor.
– Me parece perfecto. Pero no es decisión mía. Redacta un telegrama para el SOD y lo firmaré.
Se refería al secretario de Defensa, que tenía la última palabra en aquellos asuntos.
Falk fue tan estúpido que se tomó la idea en serio; pero, en el curso de sus pesquisas a favor de Adnan, el alto mando se enteró de su relación, lo que condenó a Adnan a seguir detenido.
– Trabaje con él -le dijo un funcionario visitante del Servicio de Información de la Defensa-. Conviértalo en un proyecto personal. Que no intervenga nadie más, y ya veremos cómo va.
Traducción: volverá a casa sólo cuando nos diga lo que sabe, y le corresponde a usted conseguirlo. Lo cual dejaba a Falk dueño del destino del joven, como si dijéramos. Así que aquella misma semana había decidido probar un nuevo curso de acción: despertaría a Adnan de madrugada (una técnica que al Pentágono le gustaba llamar «ajuste del sueño»), con la esperanza de conectar con un flujo de conciencia distinto del diurno.
Falk había llegado a la verja de entrada al Campo Delta a las 2:20. Un policía militar hosco y aburrido verificó su documento de identidad en la lista de visitas programadas y abrió la verja de la primera entrada. Estas operaciones nunca requerían intercambio de nombres. Los interrogadores firmaban el registro con números. Los policías militares, por su parte, se cubrían los nombres con cinta adhesiva para impedir que sus nombres pasaran a una red oscura de Oriente Próximo que pudiera localizar a su familia algún día en Ypsilanti, Toledo o Skokie. Antes de abrir la siguiente puerta, el policía volvió a cerrar la anterior, y repitió la operación en otras dos. Con tanto ruido metálico, parecía que Falk estuviese entrando en un patio trasero suburbano, y daba la impresión de que el lugar fuese una perrera. Y olía como si lo fuera; apestaba a excrementos, a sudor y a desinfectante. Las duchas estaban estrictamente racionadas y no había aire acondicionado que contrarrestara el calor cubano, y cada bloque de celdas hedía como un vestuario que necesitara una buena limpieza.
El lugar podía ser ingobernable de día. Los prisioneros no siempre aceptaban el castigo por las buenas, sobre todo cuando los trasladaban de sitio. Había refriegas, huelgas de hambre y griteríos. Cuando alguien se pasaba de la raya, los guardias recurrían a su versión de ataque aéreo: una fuerza de reacción inicial o IRF. Era una especie de fila de la conga de combate de cinco guardias con cascos, gruesas protecciones, guantes de cuero negro, sprays paralizantes y escudos antidisturbios. Cuando entraban en acción, golpeando rítmicamente las botas en el suelo, los prisioneros contestaban gritando todos a una:
Pese a lo mucho que se habla de que Delta es una especie de torre de Babel con sus diecinueve idiomas, las lenguas mayoritarias eran el árabe y el pashto, y quienes llevaban la batuta eran los árabes, que adoptaban un aire despectivo con los adustos pashtunes de las montañas afganas y paquistaníes. Una actitud extrañamente acorde con la de los interrogadores y psicólogos, que consideraban campesinos a casi todos los pashtunes.
Algunos prisioneros árabes se habían convertido en predicadores carcelarios y podían silenciar todos los bloques de celdas con sus sermones, invocando la cólera divina con encendidos versículos coránicos. Eso desquiciaba a los policías militares, aunque Falk encontraba las exhibiciones curiosamente entretenidas, tal vez porque le recordaban a las emisiones radiofónicas de los domingos por la mañana de su infancia, fúnebres advertencias de muerte y condenación entre las interferencias y zumbidos del dial de amplitud modulada.
Pero de madrugada, el Campo Delta estaba más silencioso, más tranquilo. Hasta el olor era diferente. A veces, llegaba el olorcillo salobre del mar. Falk imaginaba que tenía que resultar seductor a los prisioneros que se les recordara que el oleaje del mar rompía sólo a cien metros de la alambrada. Porque si Gitmo era claustrofóbico, el Campo Delta resultaba absolutamente asfixiante, una campana neumática. Pocas horas en el interior de la alambrada y notabas la cabeza a punto de estallar.
Las primeras semanas que pasó allí, Falk había visitado a menudo el Campo Delta de noche, sobre todo para ver a los prisioneros a su cargo mientras dormían. Familiarízate con sus ritmos nocturnos, se decía, y quizá descubras un punto de entrada oculto a su memoria. Así que pasaba junto a las celdas, mirando por la tela metálica, atento a la respiración, las toses y los ronquidos, intentando en vano descifrar los códigos de silencios en las horas previas a la oración del amanecer.
En los bloques de máxima seguridad que le gustaba recorrer, cada prisionero se acurrucaba en una pequeña litera, con un brazo sobre la cara para protegerse de la luz, que no se apagaba nunca. Algunos permanecían siempre despiertos, observando desde la almohada con un ojo abierto. Falk no demostraba que lo advertía, aunque carraspeaba en cuanto pasaba. Lo hacía para que se dieran cuenta de que no estaban soñando y para inculcarles la idea de que (sólo quizás) estaba siempre allí fuera, acechando tras la puerta.
Alguna que otra vez había encontrado a uno retorciéndose de íntima pasión, masturbándose o soñando con un amor. Falk pensaba en lo que debía ser salir de aquello, viajar tan lejos de esta orilla rocosa de Cuba, sólo para volver a despertar en el punto de partida, atontado por el calor, mientras un reservista de Ohio de diecinueve años gritaba en inglés que era hora de levantarse. Primero para rezar, luego para desayunar, y después para el interrogatorio, que era donde Falk volvía a entrar en sus vidas: el acechador de las celdas, duchado y afeitado ahora, a plena luz del día.
Falk se inscribió para ver a Adnan y luego repasó las notas que había tomado mientras esperaba en una de las ocho cabinas de interrogación idénticas. Su lugar de trabajo no era gran cosa: poco más de 3,5 m2, suelo de linóleo blanco, paneles gris claro y luz fluorescente. Sin ventanas, sólo un espejo-ventana en una de las paredes, que daba a la sala de observación, casi siempre vacía. No había adornos, aunque el ejército había colocado hacía poco carteles de una madre árabe afligida con una leyenda que decía cuánto deseaba que su hijo volviera a casa. Los habían colocado en la pared frente al detenido, y el mensaje implícito era: «El deseo de la madre se cumplirá si hablas». Falk ya se había ganado una reprimenda por quitar uno antes de su última sesión con Adnan. Volvió a hacer lo mismo ahora, lo enrolló bien y lo dejó al lado de la puerta.
El sujeto se sentaba siempre en una silla plegable de acero detrás de una mesa plegable, con tablero de formica, como las de las comidas parroquiales y los reclutamientos juveniles de fútbol. El interrogador disponía de una cómoda silla de oficina, giratoria y con ruedas, que le convertía en el jefe. Si no fuese por la argolla del suelo para enganchar los grilletes del prisionero, la estancia parecería un lugar para rellenar solicitudes de préstamos o formularios de seguros.
Su insipidez no había impedido a Falk inventarse una imagen más elegante del lugar la primera vez que lo vio. Como casi todos los interrogadores que llegaban a Guantánamo, él había desembarcado convencido de que su trabajo sería decisivo. Había jurado que conseguiría que aquella cabina se convirtiera en «la sala en la que desaparecieron los secretos», con él, por supuesto, como ejecutor modélico, que sacaría tesoros de información vital de las cabezas, armado únicamente con paciencia y astucia, sinceridad e ingenio.
Uno de sus instructores del FBI había comparado la labor de los interrogadores con la talla de gemas. No se trataba de «quebrar» a un sujeto; eso era simple brutalidad, un acto de fuerza que convertía en dudoso cuanto confesara. Consistía, por el contrario, en preparación: estudiar los ángulos, buscar el resquicio en el que un golpecito firme y preciso convertiría la gema en bruto en objeto de belleza, que revelaría sus secretos. Establecías comunicación, edificabas confianza y dejabas caer las preguntas como migas en el camino a la revelación.
La confianza de Falk es esos métodos se basaba más en pragmatismo que en altruismo. Sus técnicas no sólo eran más puras, sino también mejores. Pero cuando él llegó a Gitmo, casi todos los prisioneros llevaban ya meses allí; y algunos, más de un año. Las gemas más preciosas ya habían sido apartadas para otros, y las pocas de valor restantes habían sido sometidas a las mismas preguntas tantas veces y desde tantos ángulos distintos (incluidos algunos de lo más estrambótico), que los hombres se habían recluido en el mutismo y se mostraban reacios o, todavía peor, decían lo que creían que los interrogadores querían oír.
Adnan llegó soñoliento y con el pelo alborotado, lo cual le daba un aspecto más juvenil.
– ¿Quiere que me quede o que espere fuera, señor? -preguntó el policía militar en un tono clarísimo de que le traía sin cuidado.
Los agentes de la policía militar no eran siempre hoscos, ni siquiera a aquellas horas, pero reservaban un desdén especial para los interrogadores que hablaban árabe, como si fuese una forma de traición. Si hablabas el idioma de los terroristas, tal vez bebieras de otra forma de sus copas de veneno.
– Fuera. Y, por favor, soldado, quítele las esposas.
– Allá usted -contestó él, obedeciendo de mala gana. Falk se preguntó si hablaría igual a los interrogadores militares. No lo creía.
– ¿Por qué me ha levantado tan temprano? -preguntó Adnan, más confuso que irritado.
– Pensé que podría venirnos bien a los dos. Estamos un poco estancados últimamente, ¿no crees?
Adnan se encogió de hombros y bostezó. Falk lamentó no haber llevado algo de comida. Un vaso de leche antes de dormirse. Tal vez fuese una idea absurda.
Pero ya había notado al menos una señal prometedora. Había advertido en sus muchas conversaciones que Adnan manifestaba algunos tics y tendencias muy simples, hábitos que a veces le convertían en un libro abierto.
Cuando el joven miraba arriba y a la derecha, casi siempre estaba mintiendo, como si fuese allí donde buscaba inspiración, mientras cavilaba tratando de inventar una historia. Si miraba arriba y a la izquierda significaba que se había estancado y que esperaba que Falk cambiase de tema. Si bajaba la vista hacia la mesa, solía estar absorto, pensando en algún otro aspecto de su vida. En esos momentos, podías fiarte de todo lo que dijera. Eran sus mejores momentos. En tales intervalos Falk casi podía pretender que ninguno de ellos oía los grilletes que se deslizaban en el suelo al moverse en la silla. Simplemente estaban pasando el rato en un bar, tal vez, o al menos ése era el escenario que prefería imaginar Falk. Se preguntó cuál imaginaría Adnan. Tal vez un puesto del mercado junto al zoco, tomando un yogur fresco un día cálido, rodeado de la arquitectura de Sana, a la sombra de sus muros de adobe. Con un café árabe cargado a mano, con sus posos oscuros y su pizca de cardamomo. Se sentarían ante un tablero de
Momentos tranquilos como aquéllos habían desembocado en las pocas confesiones sinceras de Adnan. Y cuando pasaban, el prisionero solía alzar la vista de su ensueño y clavarla directamente en los ojos de Falk.
Fuese cual fuese la razón, no obstante, Adnan se había aferrado a la información que más necesitaba Falk: el nombre de su patrocinador de la célula de Al Qaeda en Sana. No el nombre del propagandista o el imán que le había dado la idea de la yihad en Afganistán, sino el de su protector y financiador. Porque en algún punto más alto de la cadena de mando de Falk, tal vez en Langley, en Foggy Bottom o en el Pentágono, los sumos sacerdotes habían llegado a la conclusión de que el pagador de Adnan era alguien importante, una figura sin rostro de su manoseada baraja. Así que necesitaban el nombre, por supuesto; y cuanto antes, mejor. Lo cual significaba que, a pesar de las burlas de los colegas de Falk, Adnan seguía siendo un cliente habitual, aunque últimamente parecía que sólo hablaban del hogar, de la infancia, o del modo especial en que guisaba su madre el cordero en las festividades.
Aquella mañana, Falk comprobó satisfecho que Adnan ya estaba a la deriva, que no miraba a la derecha ni a la izquierda sino totalmente relajado. Sólo tendría que inducirle a dar el paso siguiente y mirarle a los ojos. Procuró conversar de naderías un rato, preparando el terreno poco a poco para la pregunta que los interrumpía siempre. Eran casi las 3:10 cuando Falk hizo su jugada.
– ¿Quién era tu padrino entonces, Adnan? -le preguntó de pasada en una pausa-. ¿Quién era el ricachón que tenía los billetes de avión y llevaba la voz cantante? ¿El hombre del plan?
Adnan, desprevenido, alzó un momento la vista de la mesa, con gesto de sentirse vagamente traicionado. Luego se encogió de hombros y volvió a bajar la vista. Al menos era mejor que su reacción habitual, consistente en alzar la vista hacia la derecha y decir: «No me acuerdo».
En las ocasiones anteriores, Falk había intentado engatusarle con regalos, que, en realidad, le inducían a seguir balbuceando sobre el hogar. Era posible que Falk se hubiese vuelto un incauto. Ni siquiera en un caso delicado como Adnan hacía daño poner un poco de firmeza en el tono de la voz alguna que otra vez.
– Quizá tengamos que preguntar a tus hermanas entonces. ¿Qué te parece, Adnan? ¿Enviamos a alguien a Sana? Seguro que ellas lo saben, ¿no crees?
Adnan clavó la vista en Falk, indignado. No es que Falk fuera a hacerlo así: los matones de la seguridad del gobierno local echarían abajo la puerta y agarrarían a las primeras mujeres jóvenes que encontraran. Pero Adnan no lo sabía y se quedó mirando fijamente el espejo-ventana como si la causa del nuevo enfoque pudiese ser algún otro.
– No hay nadie ahí esta noche, Adnan. Sólo estamos tú, yo y las chinches. Pero ya ha pasado el tiempo de los tentempiés y las risas. Tú me conoces y yo te conozco a ti y sabes lo que necesito para ayudarte a salir de aquí a salvo. Así que sé sincero conmigo. Porque, ¿sabes una cosa? Yo no estaré aquí siempre, y, en cuanto tengas un nuevo superior, empezarán a pensar seriamente en hacer algunas preguntas a tu familia. Y sabes igual que yo que el Ministerio del Interior yemení no repartirá pastelitos. Así que, ¿qué me dices, Adnan? ¿Quién era el hombre?
Adnan le sostuvo la mirada enfadado, aunque parecía también al borde de otra emoción. Era una expresión nueva que Falk no le había visto nunca. El joven bajó la vista unos segundos, como si estuviera ordenando los pensamientos, y, cuando volvió a alzarla, estaba más tranquilo.
– Muy bien, entonces. Se lo diré. -Hizo una pausa, mirando directamente a Falk, que no se atrevía a buscar la pluma y el cuaderno de notas-. Hussein. Se llama Hussein.
– ¿Hussein?
– Sí.
– ¿Y qué más? ¿Hussein qué? Dime su nombre completo, Adnan.
– Eso es todo lo que necesita.
– Lo reduce a unos cuantos miles de Husseines.
¡Jesús! Casi lo había conseguido.
– Hus-
¿Hussay? ¿Qué nombre era aquél? ¿Una variante yemení? Falk no lo había oído nunca, aunque ya había comprobado varias veces que sabía poquísimo de los diversos matices culturales del país. Claro que podía ser un nombre tan raro que ayudara de verdad, así que sería mejor asegurarse de que lo tenía realmente en el bolsillo.
– ¿Hu-
– ¡Hussay! -gritó Adnan, dando una palmada en la mesa. Luego frunció el entrecejo y negó con la cabeza, enfadado y preocupado. Los grilletes resonaron-. Te he hecho un gran regalo y eres tan estúpido que no lo ves -dijo, alzando la voz un poco más con cada palabra-. ¡Un gran regalo! ¡Porque mis secretos son iguales que los tuyos!
– ¿Iguales que los míos? -No tenía sentido, pero resultaba extrañamente desconcertante.
– ¿No lo comprendes? ¿Tan estúpido eres?
Falk no había visto nunca nada parecido. Adnan farfullaba de cólera realmente, con una animación que él había esperado, pero nunca había sospechado.
Y fue precisamente entonces cuando Mitch Tyndall entró tranquilamente, recién duchado y afeitado y oliendo a humedad nocturna, tan vigoroso como el presentador de un concurso cuando sonrió y señaló su reloj, dando golpecitos a la esfera de un Rolex enorme.
– Disculpa la interrupción, amigo, pero me dejé aquí un cuaderno de notas antes. Y espero a un pez gordo que llega de incomunicación dentro de unos cinco minutos. Así que si no te importa…
Era evidente que no había estado observando en la puerta contigua, y mucho menos escuchando su conversación con un intérprete. Sencillamente había irrumpido allí igual que todos los que pensaban que cualquier conversación con Adnan era prescindible.
Falk se habría puesto en pie de un salto vociferando si no hubiese deseado tan desesperadamente salvar el momento. Se agarró con ambas manos fuertemente al asiento. Pero una ojeada a Adnan le indicó que la causa estaba perdida. El joven le miraba fijamente, pasmado, con abatida expresión de que le había traicionado. ¿No acababa de decirle Falk que sólo estaban allí ellos dos? ¿Que nadie más lo sabría? Así que Adnan le había ofrecido su «gran regalo», por muy críptico que fuese, sólo para que lo acogiese aquel patán risueño con traje.
– ¡Maldita sea, Mitch! -exclamó bruscamente Falk-. Sólo cinco minutos, ¿de acuerdo? ¡Cinco malditos minutos y te dejo en paz!
Tyndall retrocedió, y su sonrisa se apagó un poco, sin desaparecer. Se suponía que nadie podía quedar mal nunca delante de los detenidos. Aquel tipo de rapapolvo estaba estrictamente prohibido.
– Tranquilo, tío -miró de nuevo su reloj-. Está ahí mismo detrás. Lo cojo y me voy. Me largo.
Falk no contestó, ni siquiera asintió. Y cuando se cerró la puerta, miró implorante otra vez a Adnan, intentando transmitirle lo indignado que se sentía y disculparse al mismo tiempo.
– No lo sabía -dijo-. De verdad que no lo sabía. Y estoy seguro de que no ha oído ni una palabra, o jamás nos habría interrumpido. Es un estúpido con prisa, simplemente. Un payaso ambulante.
Adnan no le veía la gracia, desde luego. Y la precipitada jerga de Falk tal vez no se hubiese traducido al árabe con tanta soltura como le hubiese gustado. ¿Qué significaría, en realidad, la noción de «payaso ambulante» para un yemení?
Adnan no diría una palabra más, y cuando volvió el guardia para escoltarle, se puso los brazos alrededor del tronco en una imitación involuntaria de una camisa de fuerza, eludiendo a Falk y mirando furioso la puerta abierta.
Estupendo, pensó Falk. Realmente grandioso. Nada como perder semanas de trabajo. Estaba seguro de que eso era lo que había ocurrido exactamente. El «gran regalo» de Adnan estaba arruinado en la mesa, seguía siendo un misterio oculto en el nombre de «Hussay».
Falk se marchó antes de que regresara Tyndall. Quería evitar un enfrentamiento, así que prefería no volver a verle la cara. Salió furioso, haciendo crujir la grava con sus pisadas y echando chispas mientras esperaba a que el guardia le abriera las sucesivas puertas. Y ahora, de vuelta a casa, cuando acababa de colgar el teléfono, tras la oferta de paz de Tyndall, cogió otra cerveza y volvió a grandes zancadas al césped, todavía intentando aplacar la cólera que sentía.
Pero ¿qué era lo que llegaba ahora en la oscuridad? Los faros que se acercaban venían de la dirección del campo. Era un Humvee, a juzgar por el amplio espacio de las luces, que pasaban la cancha de golf, y hacían luego una pausa antes de tomar su calle, Iguana Terrace. Avanzaba lenta y deliberadamente. Una visita de trabajo, seguro.
El destello de los faros le cegó cuando el vehículo dio un viraje brusco y tomó el camino de entrada. Falk consideró su aspecto: pantalones caqui, polo negro y el pelo empapado de sudor. Un soldado bajó del asiento del conductor y se dirigió a la puerta principal. Era extraño, pero no había visto a Falk en el césped y estaba llamando enérgicamente, sacudiendo la mosquitera con sus grandes nudillos.
– ¡Eh, soldado!
El individuo jadeó sorprendido y se volvió rápidamente. Falk se preguntó si se habría llevado la mano al costado buscando el arma, pero no podía determinarlo en la oscuridad.
– ¿Señor Falk? ¿Señor?
– Soy yo. Descanse, soldado. Y no tiene que llamarme señor.
– ¡Sí, señor! -Acento monótono. Otro del Medio Oeste.
Falk se acercó despreocupadamente, sintiendo el cosquilleo de la hierba en los pies. Abrió la puerta chirriante e indicó al hombre que le siguiera al interior, donde la atmósfera estaba tan cargada que resultaba asfixiante. Falk puso el ventilador del techo y fue como revolver una olla de sopa caliente. Se volvió hacia la puerta, pero el soldado seguía en el porche.
– Pase, por favor.
– Verá, señor, he venido a buscarle.
– ¿Problemas en el recinto?
El soldado vaciló.
– ¿Y bien? -preguntó Falk. Se le ocurrió de pronto algo aterrador-. No se trata de Adnan, ¿verdad?
– ¿El Adnan paquistaní o el saudí?
– El Adnan yemení. ¿No habrá intentado…?
– No, señor. Esta vez no.
Siempre eludían el tema del suicidio. Había habido cinco tentativas frustradas en el recinto de la alambrada las dos últimas semanas, y más de treinta desde la llegada de los prisioneros. Y ésas sólo eran las cifras oficiales, un total que había bajado espectacularmente en cuanto el Pentágono empezó a clasificar muchos como casos de SIB o «comportamiento manipulador autolesivo». Por entonces, más de la quinta parte de los detenidos tomaban Prozac u otros antidepresivos.
Adnan no había intentado suicidarse nunca y se había negado a tomar pastillas. Pero a Falk no le habría sorprendido nada después de lo ocurrido en la última hora.
– Así que todo va bien, entonces. ¿No hay que sedar ni lavar a nadie con manguera?
– No, señor. El problema es de nuestra parte.
Falk se alegró de no haber dado todavía la luz, porque por un breve instante casi se tambalea con un estremecimiento del pasado que le recorrió de pies a cabeza. Le recordó cómo se agita y tiembla la superficie del agua cuando un pez raya mueve súbitamente las aletas para surcar los bajíos. ¿Saldría un segundo policía ahora del Humvee para arrestarle?
– ¿De nuestra parte?
– Un tal sargento Earl Ludwig ha desaparecido. No lo ha visto nadie desde la hora de la cena.
Falk suspiró, de alivio y de fatiga al mismo tiempo.
– Continúe.
– Los hombres de su unidad creyeron que habría cambiado de turno. Pero comprobaron que no era así y empezaron a preocuparse. Hace más o menos una hora alguien encontró sus cosas en la Playa Molino.
– ¿Sus cosas?
– La cartera y la gorra.
– ¿El uniforme no?
– No, señor. Ni las botas.
– ¿Se lo han dicho a la policía militar?
– Sí, señor, pero creen…
– Que puedo ayudar. Por ser del FBI.
– Sí, señor. Teniendo en cuenta toda la… bueno, la sensibilidad aquí abajo, señor.
Una forma delicada de decir paranoia. El tipo llegaría lejos.
– Claro. Comprendo -empezó a calmársele el pulso-. ¿Adónde vamos, entonces?
– A la playa, señor. Han dejado sus cosas donde las encontraron. Como si fuera el escenario de un crimen, sólo por si acaso.
– Bien pensado.
Sobre todo para el ejército. O al menos eso creía el marine que Falk llevaba dentro. Pero era la idea del sargento Ludwig lo que le intrigaba. Perderse en Guantánamo era una verdadera hazaña, al parecer sin precedentes. Falk no sabía si aplaudir o inquietarse. Sabía que si el sargento no aparecía enseguida se armaría un revuelo considerable, digna de verse, aunque sólo fuese por su valor novedoso.
La vida en La Roca estaba a punto de ponerse interesante.
2
Siguieron la carretera de la playa hasta el laberinto de barricadas del puesto de control del Campo Delta, donde enseñaron las tarjetas de identificación a un policía militar aburrido, mientras otro los observaba por la mira de una ametralladora calibre 0.50. La prisión estaba iluminada igual que la Super Bowl, como de costumbre. El resplandor de las lámparas a aquella distancia provocaba la impresión de que las alambradas y las torretas de guardia emanaran un vapor anaranjado claro. Con los tejados blancos alargados y las campanas de ventilación de los bloques de celdas, el lugar parecía una granja avícola más que una penitenciaría.
El Humvee cruzó la verja principal, dobló luego por la esquina hacia el Campo América y siguió despacio pasados los barracones, caravanas y casas en las que dormían más de dos mil soldados. Playa Molino quedaba a kilómetro y medio. El pavimento terminaba en una espesura de cactus y zarzales, al pie de un pequeño acantilado coralino, y la playa propiamente dicha era un amplio semicírculo de arena de unos cien metros de diámetro. Junto a la misma, había una zona herbosa con mesas y un pequeño pabellón descubierto con una plancha de cemento resguardada. Antes de que construyeran el Campo Delta, la playa estaba aislada y apenas se usaba. Falk recordaba algunos idilios apasionados allí de sus tiempos de marine. Había compartido uno con la esposa de un alférez, representando la escena de la playa de la película
Ahora el lugar era una salida perfecta, escenario de frecuentes fiestas y comidas al aire libre para desahogarse. Aquella noche no había luna, pero la playa estaba llena de linternas. Cuatro policías militares registraban la arena como niños cazando cangrejos fantasma en las vacaciones de verano. Las luces de las linternas se inmovilizaron al oír llegar a Falk. Los soldados tal vez creyeran que era un oficial. Él observó divertido cómo los cuatro trabajaban de espaldas al agua. El mar nocturno solía producir ese efecto: toda aquella oscuridad sin límites, sorbiendo y retumbando invisible, como si amenazara con arrastrarte a lo desconocido si mirabas demasiado tiempo. O tal vez temieran que el cuerpo del sargento Ludwig estuviera allí, flotando hacia ellos en la marea.
Falk no estaba inquieto en absoluto, sobre todo porque había crecido junto al mar. El litoral de sus recuerdos era un lugar acogedor, con calas, islas, campos verdes y arrecifes pedregosos en los que gritaban las gaviotas y los cormoranes. El mar nocturno le resultaba tan acogedor como la sala de estar de su casa a oscuras. Sabía que siempre encontraría el camino hasta la puerta sin tropezar.
El viento se había calmado y las crestas de las olas brillaban iridiscentes. A pesar de lo que le había dicho el soldado que había ido a buscarle, parecía que lo habían revuelto todo. No era de extrañar, ya que alguien tenía que haber registrado la cartera para la identificación. Pero le disgustó ver huellas de botas casi en cada palmo de arena.
Un soldado iluminó con la linterna las pertenencias de Ludwig: una cartera, una gorra de camuflaje y un juego de llaves. ¿Para qué serían las llaves, a menos que el individuo aún llevara encima las de casa? Falk no creía que un simple sargento tuviese coche propio. El pequeño parque de automóviles de alquiler de Gitmo había sido acaparado hacía mucho por los oficiales superiores y los civiles como él. Todos los demás compartían furgonetas o recorrían la isla en una flota de viejos autobuses escolares, la versión de transporte público en el Campo Delta. Algunos soldados se compraban decrépitos «especiales Gitmo» (coches usados que se heredaban de un reemplazo a otro), pero eso rara vez ocurría con los reservistas.
El uniforme de Ludwig no aparecía. A menos que hubiese llegado allí caminando en bañador, o bien había decidido darse un chapuzón con botas y equipo de camuflaje o adentrarse en las colinas cercanas dejando atrás la gorra y la cartera. Ambas posibilidades parecían improbables, pero si Falk tuviese que elegir una de las dos, elegiría la segunda.
– Hay que retirar esto, señor -dijo el agente más próximo-. La marea está subiendo.
Eso suponía que ya había desaparecido todo rastro de las huellas de las botas de Ludwig dirigiéndose hacia el mar, y prácticamente no existía forma de distinguir sus pisadas de todas las demás. A pesar de la palabrería acerca de que el Campo Delta alojaba a los criminales más peligrosos del mundo, lo cierto era que estaba pésimamente equipado para procesar el verdadero escenario de un crimen. Era más probable que tuviese el equipo adecuado la patrulla costera de la base naval. El máximo esfuerzo de sus oficiales para conseguir mejor equipo parecía concentrarse en las comodidades materiales para los inquietos habitantes: televisores de pantalla grande para ver los deportes vía satélite con antenas parabólicas, cabinas de internet, una enorme terraza nueva para el Club Survivor, que era una versión frente al mar del Tiki Bar del Campo América. Aún estaban construyendo muchas casitas de playa, y el reducto empezaba a parecer una de esas ciudades de crecimiento rápido que acompañan a las fiebres del oro y a las ocupaciones militares. Incluso la semana anterior había llegado una banda de rock de Estados Unidos gracias al Programa Militar MWR: Moral, Bienestar y Recreación. Y antes había aterrizado en la bahía con su hidroavión el cantante Jimmy Buffett. Y esperaban a un humorista el fin de semana. Había torneos de golf, embarcaciones de alquiler, ligas de
– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Falk.
– El soldado Calhoun. Está arriba en el cuartel.
– ¿Cómo se llama usted, soldado?
El policía se miró el uniforme y advirtió avergonzado que no se había quitado la cinta adhesiva del turno anterior en el interior de la alambrada. Se la quitó.
– Belkin, señor. Cabo Belkin.
– Bien, cabo. Necesito hablar con Calhoun lo antes posible.
– Sí, señor.
– ¿Lo conoce usted?
– ¿A Calhoun?
– A Ludwig.
– Sí, señor. De mi unidad. Movilizada de Pontiac, Michigan.
– ¿Lo conoce bien?
Belkin se encogió de hombros y contestó:
– Bastante bien, supongo.
– ¿Es bebedor?
– Suele tomar alguna que otra cerveza. Poco más.
– ¿Le gusta nadar?
– Lo he visto nadar en la piscina. Pero nunca en la playa. Claro que yo no vengo aquí mucho.
– ¿Ha avisado alguien a las patrullas de a pie? ¿Por si se hubiese ido a las colinas?
Los marines aún recorrían el perímetro de la base a todas horas, y en los sinuosos caminos del Campo Delta solía haber patrullas del ejército, cuatro soldados en fila india, ataviados con maquillaje teatral y dieciocho kilos de equipo. Falk conocía la rutina perfectamente.
– Sí, señor. Los han interrogado a todos. Ningún rastro.
Falk negó con la cabeza y miró a Belkin a los ojos, procurando descifrar su expresión en la oscuridad.
– ¿Qué me dice de suicidio? ¿Cree que él podría ser ese tipo de persona?
– Imposible, señor.
– ¿Por qué? Ellos lo intentan -repuso Falk, señalando con un gesto la mancha de luz sobre el Campo Delta-. ¿Por qué nosotros no?
– ¿Dónde está la nota, entonces? -preguntó a su vez el soldado con cierta insolencia.
Tal vez Ludwig fuese más amigo suyo de lo que había admitido.
– No es su estilo, ¿eh?
– No, señor. Mujer e hijos. Buen trabajo.
– ¿Qué clase de trabajo?
– Director de banco. Le habían ascendido poco antes del despliegue.
Así que probablemente fuese un tipo cuidadoso, que se atenía a las normas. Claro que Falk no estaba dispuesto a aceptarlo sin más sólo para no irritar a un amigo.
– La nota podría haber volado. Y quizás el banco tenga problemas. ¿Han registrado la cartera?
– Sólo la documentación. -Ahora el tono era desabrido. Belkin estaba claramente irritado-. Suponía que querría hacer usted el resto.
Falk se inclinó a recogerla. Era una cartera de cuero castaño oscuro, tan empapada ya del aire marino que tuvo que hacer fuerza para separar las partes. No contenía gran cosa. Algunas tarjetas de crédito. Un billete de veinte dólares mustio. Un par de recibos del Naval Exchange, un permiso de conducir expedido en Michigan y el resguardo de un depósito bancario arrugado, tal vez de su propio banco. Ninguna fotografía de la mujer y los hijos, lo que significaba que tendría algunas clavadas junto a su litera.
La aparición de otro Humvee interrumpió la inspección de Falk. Dejó con cuidado la cartera en la arena, y se volvió a tiempo de ver apagarse los faros. En la penumbra, sólo se distinguía un banderín con dos estrellas. Había llegado el alto mando.
Se acercó a ellos a grandes zancadas el general de división Ellsworth Trabert,
Trabert llevaba seis meses al mando de la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo, y dirigía todas las operaciones desde un edificio administrativo que quedaba al otro extremo de la base, al que llamaban Palacio Rosa por el color del estucado. Trabert era un ex paracaidista de Alabama, y nunca se cansaba de mencionarlo, un individuo enjuto y fuerte, que confiaba en las fuerzas aerotransportadas, en la Biblia y en el fútbol de Crimson Tide. Reacio a ceder el nivel de confianza en sus subordinados, lo que facilitaba el funcionamiento de la cadena de mando, era no obstante un perfeccionista obsesivo, que insistía en atenerse siempre estrictamente a las normas.
El problema consistía en que nadie había escrito aún las normas para dirigir un lugar como el Campo Delta y el general tenía que inventárselas sobre la marcha. Hasta el momento, los jefes de Falk del FBI no estaban lo que se dice entusiasmados con los resultados.
Falk había oído los comentarios de otros agentes meses antes de su propia llegada: peleas a gritos en el Palacio Rosa, Trabert rojo de cólera, inclinado al otro lado del escritorio imponiendo plazos y propuestas tácticas a los interrogadores civiles.
– Si sus métodos son tan superiores -había dicho, según un informe de la Oficina-, entonces tráigame resultados a finales de semana. Si Para entonces aún no ha conseguido nada, lo haremos a mi manera.
Su sistema consistía en buena medida en lanzar a la palestra a legiones de interrogadores entrenados precipitadamente, pero muy motivados, con mínima preparación y múltiples accesorios dramáticos: luces estroboscópicas, potentes estéreos, capuchas y cadenas cortas, perros gruñidores y minifaldas. Como si todos hubiesen visto las mismas películas malas en las que los sujetos lo soltaban todo a la primera señal de incomodidad prolongada o de una chica cachonda con escote. Era la clase de estupidez a la que había aludido Falk en su anterior disputa con Tyndall: subir el aire acondicionado, dejar desnudo al detenido y salir de la habitación unas horas mientras el prisionero se retuerce de forma inquietante, doblado porque está atado a la argolla del suelo por una cadena de tres palmos. Someterlos a los destellos de las luces estroboscópicas y al sonido a todo volumen de música
Claro que no todas las sesiones discurrían del mismo modo. Pero Falk había visto y oído lo suficiente para dar muestras de desaprobación de vez en cuando. Y, al igual que sus predecesores, se había quejado a la oficina central y buscado consejo sobre lo que debía hacer al respecto. Todas las respuestas de la oficina de Hoover tenían el mismo tono: «Lo esencial es que el personal del FBI no se involucre en ningún método que se desvíe de nuestra política. La orientación específica que nosotros hemos dado ha sido siempre la de no leerle sus derechos, pero siguiendo la política del FBI y el Departamento de Justicia, como lo haría en su oficina de campo. Emplee el sentido común. Utilice nuestros métodos, de probada eficacia».
El resultado fue que prohibieron a Falk asistir u observar los interrogatorios dirigidos por el Pentágono, por miedo a que eso le impidiera declarar en el futuro ante cualquier jurado civil en el continente. La prohibición hacía referencia también a los interrogatorios dirigidos por la CIA, como si la Agencia se lo hubiese permitido en cualquier caso.
Las quejas de Falk se remitieron al general Trabert. Era una de las razones de que no creyera nunca que las líneas de información de su portátil fuesen seguras, a pesar de las garantías del Pentágono. Así que podríamos decir que los dos hombres no estaban precisamente predispuestos a tener una conversación agradable a las 4:30 de la madrugada en la playa.
Los agentes de la policía militar se cuadraron mientras el general se acercaba. Parecía MacArthur en Corregidor, sólo que él llegaba por tierra en vez de por mar. Dos soldados iluminaron su camino con las linternas y se oyeron los saludos alrededor. Falk tuvo que contenerse para no alzar también la mano derecha.
– Obligados por el honor -soltaron dos soldados.
– A defender la libertad -respondió el general devolviéndoles el saludo.
Trabert había ordenado que se introdujeran esas frases en la mezcla diaria de saludos, tomándolas del lema que figuraba en el omnipresente logotipo de la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo: «Obligados por el honor a defender la libertad». Falk percibía siempre lo irónico de ver gritar a los soldados «defender la libertad» entre los muros de una prisión, si bien, por lo demás, resultaba demasiado efectista para su gusto, aunque tenía que admitir que parecía haber levantado realmente la moral a algunos soldados.
Transcurrieron unos segundos de tenso silencio, tras los que se hizo evidente que nadie por encima del rango de cabo se había hecho cargo de la situación todavía, el tipo de fallo que se encontraría sólo en una unidad de la reserva o de la Guardia Nacional. Así que Falk tomó la iniciativa. Al hacerlo, evocó algunos antiguos códigos de comportamiento de los que nunca se había librado del todo. Asintió bruscamente (la versión civil del saludo) y habló alto con voz firme y vigorosa.
– Buenos días, general Trabert.
– Buenos días, Falk. ¿Le han sacado de la cama? -Su expresión parecía inquirir de la cama de quién.
– No, señor. Estaba levantado.
– Bien. Es usted un ave nocturna.
Algunos guardias de la policía militar se habían quejado de las rondas nocturnas de Falk, alegando que inquietaba inútilmente a los prisioneros y complicaba su trabajo. Trabert, dicho sea en su honor, les había pedido que se esforzaran, aunque seguramente a él tampoco le gustaba.
– ¿Le han informado ya de lo sucedido? -preguntó Falk.
– Me han dicho que tenemos un ausente sin permiso. El primero aquí, al menos durante mi mando.
Trabert no había coincidido con su predecesor, un general de brigada de la unidad de la Guardia Nacional de California. Una de sus primeras medidas había sido poner fin a las grandes fiestas que se celebraban en la zona residencial de la base, que había sido ocupada por los subalternos del Campo Delta. No soportaba la idea de todos aquellos charlatanes en el mismo sitio, donde corría el alcohol y se mezclaban libremente civiles y militares. Pero su mayor obsesión era conseguir que los trenes fuesen puntuales, y se suponía que todos los trenes que llevaban información a Washington salían cargados de nuevos descubrimientos.
– ¿Ha tenido tiempo de establecer alguna hipótesis? -preguntó el general.
Si se lo hubiese preguntado alguien del FBI, Falk se habría limitado a contestar que no. Para Trabert hizo un pequeño zapateado.
– Como todos los demás, supongo. Si se ha ahogado, tendría el uniforme puesto, botas y todo, lo que parece extrañísimo, a menos que sea un suicida. Un compañero suyo me ha dicho que no lo es. Si se ha alejado caminando, las patrullas no lo han visto, y no ha explotado nada en los viejos campos de minas esta noche, que yo sepa. Si estaba borracho, supongo que podría haber perdido el conocimiento bajo un arbusto en algún sitio, lo cual significa que aparecerá en cuanto amanezca. Pero, al parecer, ése tampoco es su estilo. Aún no he preguntado si tiene un apaño en algún sitio.
El general retrocedió como si en su ejército no se hablara de aquello, al menos no delante de otros.
– Bueno, por lo que me han dado a entender quienes deben saberlo, simplemente ha desaparecido sin más.
– ¿Su oficial al mando?
– ¡Quienes deben saberlo!
El tono del general indicaba claramente que no entraría en más detalles. Falk se preguntó quién habría tomado la decisión de despertar a Trabert por aquel asunto y a quién más se lo habrían comunicado. Todos los que trabajaban allí, tanto militares como civiles, sabían que siempre había un nivel del que no tenían conocimiento, un punto en el que llegaban a una línea que no podían cruzar sin un permiso especial. Y la sopa de letras era una mezcla de sabores abundante y compleja, y a las órdenes de Trabert parecía estar siempre en ebullición. Lo cual suponía, entre otras cosas, que el reducido grupo de la playa tenía innumerables posibilidades de descarriarse.
– Bien, de momento, Falk, ¿por qué no reduce su trabajo habitual y se ocupa de esta investigación? Suponiendo que se sienta cómodo con la responsabilidad. Me parece que la Oficina le ha estado empleando últimamente más como lo que solía llamarse arabista que como una especie de detective.
Lo dijo con un rictus desdeñoso, como si hubiese sacado «arabista» de una lista de sospechosos del Departamento de Defensa.
– El que haga interrogatorios en árabe no quiere decir que haya olvidado cómo ser policía -dijo Falk-. Sigo siendo un agente especial, lo cual significa que estoy en mi elemento dirigiendo una investigación y encargándome del escenario de un crimen.
– Suponiendo que se trate del escenario de un crimen. En realidad, yo supongo que no lo es hasta que me demuestren lo contrario.
– Yo me sentiría mucho más seguro de ese supuesto si sus hombres no hubiesen pisoteado todo el lugar.
– La instrucción de la policía militar hoy día tiene más en cuenta la seguridad y la protección, señor Falk. En la guerra global contra el terrorismo no es muy necesario que un soldado sepa obtener las huellas dactilares.
– Entonces supongo que a sus hombres no les molestará que les dé amablemente algún que otro consejo mientras lo investigamos.
Trabert asintió, lacónico.
– Lo que haga falta. Mientras tanto… -Consultó la esfera luminosa de un reloj de pulsera enorme-. Al amanecer, dentro de unos treinta minutos, iniciaremos una operación de búsqueda y rescate en toda regla. Aire, mar y tierra. Al completo.
Era evidente que pasaba por alto las peculiares limitaciones de Guantánamo.
– Es probable que sea un poco restrictivo, ¿no, señor?
Tardó unos segundos, pero al fin dio en el blanco.
– Se refiere al espacio aéreo cubano.
– Y a las aguas territoriales.
– Supongo que eso podría complicar las cosas si hubiese entrado en el mar tan cerca de su zona. ¿Estamos a kilómetro y medio de la alambrada, más o menos?
– Más bien a dos kilómetros. Pero, por lo que recuerdo de las corrientes, tendría que recalar en nuestra zona. A menos que se encarguen de él los tiburones, claro.
– Se crió usted en el mar, ¿verdad? ¿En una aldea pesquera o algo así?
– En Deer Isle, Maine. Los tipos del Palacio Rosa tienen que leer muchísimo para saber eso.
– Forma parte del trabajo.
El general se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo a los pocos pasos.
– Hay otra cosa que debe saber, Falk -dijo-. Mañana a última hora llegarán algunos refuerzos. Con un poco de suerte, podrá volver usted a su trabajo habitual. Washington envía un equipo.
– ¿Un equipo?
– Dos o tres personas. Por razones de seguridad.
– Un poco pronto para llamar a la caballería, ¿no cree?
– En cualquier otro sitio, tal vez sí. Pero aquí no.
– ¿Vendrán en un vuelo regular?
Trabert negó con la cabeza.
– Chárter. Gulfstream de Washington.
Igual que los peces gordos visitantes del Congreso y del Pentágono. Lo cual decía más sobre la gravedad del asunto que ninguna otra cosa hasta el momento. Los chárters en Gitmo eran como oro. El chapuzón del sargento Ludwig, si es que de un chapuzón se trataba, ya estaba provocando algunas ondas muy amplias.
3
«Todos trabajamos firmemente en la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo, y nos gusta relajarnos igual. Lamentablemente, tendemos a divulgar información que es mejor callarse cuando estamos en compañía de otros. Está muy bien ser sociable y simpático; no obstante, si esto se aplica en el medio equivocado, puede comprometer información operativa. Hay muchos lugares de encuentro populares en esta isla y mucha gente con quien comentar los temas del día. Ténganlo en cuenta y seleccionen los temas cuando se reúnen con sus amigos o compañeros de trabajo para almorzar, ver una película, o simplemente para una conversación casual; y piensen antes de hablar. Nunca se sabe quién puede estar escuchando sus conversaciones "casuales". "Piensen en la OPSEC."»
De la columna «OPSEC Corner», semanario
de la JTF-GTMO
Guando Falk llegó a desayunar, ya se habían enterado todos. No sólo de la desaparición del sargento Ludwig, sino también de lo demás: la llegada del general a la playa antes de amanecer, el vuelo especial que llegaría de Washington, y el desconcierto absoluto de las autoridades. Se había propagado incluso el comentario de Falk sobre la posibilidad de que Ludwig tuviera «un apaño», que había dado lugar a algunas bromas mientras tomaban los huevos revueltos.
Para ser un lugar tan consagrado al secreto, el funcionamiento interno de Gitmo goteaba como un bloque de cilindros averiado, filtrando una marea negra de rumores en las bases. Y por si alguien precisaba que le recordaran que estaba en marcha algo extraordinario, un helicóptero de los guardacostas había sobrevolado el litoral toda la mañana, cruzando estruendosamente la bahía y el Atlántico y tensando delicadamente su arco al acercarse al espacio aéreo cubano. La nueva misión de Falk era la comidilla del lugar, como suele decirse.
El comedor de la costa de Campo América parecía un cobertizo prefabricado con pretensiones: dos salas con paredes semicirculares de plástico blanco elástico, con ventanas minúsculas. Daba la impresión de que estuvieran comiendo en el interior de una bombilla gigantesca. Falk llenó un vaso de plástico del peor café del Caribe y se dirigió a su mesa habitual, ocupada por una serie de interrogadores, intérpretes, psicólogos y funcionarios civiles y militares.
Gitmo estaba estratificado como cualquier sociedad. El proletariado de la policía militar del J-DOG, o Grupo de Operaciones de Detención Conjuntas, solía mantenerse apartado, alimentando su desconfianza de la presunta élite de Falk en el JIG, o Grupo de Inteligencia Conjunta.
Los mercenarios de las empresas privadas también formaban parte de la mezcla, sobre todo para ayudar a suplir la escasez de hablantes de árabe y demás lingüistas en el ejército y las Fuerzas de Seguridad del Estado. Los dos actores más importantes, United Security Corporation y Global Networks, Inc., eran también feroces rivales, y últimamente andaban buscando riña. Había abogados por medio. Se habían interpuesto denuncias oficiales. Así que ahora sus soldados de infantería solían sentarse a sus propias mesas. La rivalidad era divertida o desalentadora, según lo íntimamente que tuvieses que trabajar con ellos. Falk no precisaba sus servicios y disfrutaba fomentando la teoría de que las empresas acabarían yendo a la guerra entre ellas en alguna remota costa ocupada por Estados Unidos, y que la vencedora declararía su propia república.
Tyndall era uno de los pocos agentes de la CIA que se sentaba a la mesa de Falk, y le hizo señas desde un lado cuando lo vio acercarse. Su semblante no revelaba el menor rastro de la discusión de la noche anterior. Pero Falk no estaba de humor. Además, Pam le llamaba desde el otro extremo de la mesa, donde le había guardado un asiento.
La relación de Falk con Pam Cobb era otro de los secretos a voces de Gitmo. Constituía un ejemplo del clima sexual que imperaba en el lugar, al mismo tiempo reprimido y rico, un
Falk apostaría a que había más libidos reprimidas por kilómetro cuadrado en aquel pequeño talón raspado de Cuba que en ninguna ciudad de América. ¿Y por qué no? Un clima de sauna en confinamiento, añádanse soldados y más soldados, y ya está. Y para aumentar la tensión, los hombres superaban con mucho en número a las mujeres. La amplia disparidad convertía a algunos hombres en cazadores recolectores, que rastreaban el terreno babeantes. El estatus marital tenía poco que ver con ello. Se parecía a esos anuncios de Las Vegas. Lo que ocurría en Gitmo, no salía de Gitmo. O al menos lo esperabas.
Hasta Falk se sorprendió volviendo a emplear algunas de sus antiguas tácticas de marine, equipándose con los habituales artículos de cortejo en su primera salida de compras al Naval Exchange: una batidora para los margaritas, una coctelera para los martinis, una parrilla hibachi para el patio y una caja de condones para las emergencias.
Era el único acto prohibido respecto al que las autoridades habían acordado tácitamente mirar para otro lado. Como si hubiese elección. Intentad acabar con ello y explotaría todo el lugar, dejando a unos 640 presos dirigir el manicomio.
Los planes de alojamiento en Gitmo aumentaban la intriga. Los pocos miembros de la policía militar que aún no se habían trasladado al nuevo cuartel, se alojaban en los apartamentos libres de la base, hasta ocho en una unidad de cinco habitaciones. Los interrogadores y lingüistas también habían sido alojados en las viviendas libres, que eran numerosas ahora que la población local naval estaba alcanzando el nivel más bajo. Los barrios más populares eran Villa Mar y Windward Loop, donde solían alojarse cuatro por unidad y dos por dormitorio. Era como volver a la universidad, con idénticos desafíos a la intimidad romántica (llevar a una chica a la habitación a escondidas, mantener a raya a los compañeros de habitación y a los amigos haciendo conjeturas, y todos en sus literas al amanecer sin que los viera la policía del campus).
Falk y Whitaker tuvieron suerte. Al principio compartieron un dormitorio en Villa Mar, con dos individuos del Servicio de Información de la Defensa en una habitación del pasillo. Pero cuando hubo goteras en el tremendo y único chaparrón que había caído desde que estaban allí, les asignaron una casa adosada de dos dormitorios que acababan de inaugurar en Iguana Terrace, bastante apartada. Sus vecinos a ambos lados eran familias de marines destacados en la base, con un barco de recreo en una entrada de coches y una cama elástica en la otra.
Pamela había llegado a Gitmo una semana después que Falk. Llegó un jueves, y el domingo por la noche ya la habían invitado a una fiesta con baño en la piscina, a una fogata en la playa, a ver una película en el autocine y a una tarde de navegación.
La acogida a nivel profesional fue más tibia. Ella hablaba árabe con fluidez, pero acababa de terminar la formación de interrogadora. Los varones residentes eran escépticos al respecto. ¿Una mujer que interrogaba a musulmanes? Y no a musulmanes corrientes, sino a elementos formados del material más duro, pasado por el islam del siglo xv, curtidos en la lucha y en el rígido aislamiento del Campo Delta. Se reirían de aquella muchacha de Oklahoma. O todavía peor, soltarían un escupitajo de piadosa cólera en su rostro descubierto e impuro.
Ya les había ocurrido a otras mujeres, y cuando los primeros sujetos de Pam respondieron a ese esquema, los enterados de Langley, la Oficina y el Pentágono asintieron satisfechos. La teoría aceptada fue que ella era otro fallido intento de «ingeniería social» por parte de Washington.
Entonces ocurrió algo curioso. Algún que otro árabe primero, luego tres o cuatro, y después una docena (una auténtica oleada), empezaron a contestar a las preguntas de Pam como no habían respondido a las de los interrogadores varones. De un modo paciente y sereno, que persistió y se afirmó, ella se transformó gradualmente en sus madres, sus hermanas, sus hijas, e incluso (desde una respetuosa distancia, y sólo en la mente de los sujetos), en sus enamoradas. Y brotaron pensamientos y expresiones que los combatientes veteranos habían dado por muertos. Uno en concreto se prendó tan perdidamente de ella que empezó a inventar historias tan grandiosas que ni siquiera los analistas más crédulos estaban dispuestos a creerlas. Tuvieron que retirarle de su ronda, enfurruñado y suspirando.
Así que no sólo habían aceptado a Pam en la tribu de inteligencia, sino que además su éxito le permitió evitar que la reclutaran para uno de los experimentos más infames del general Trabert: la tentativa de obtener información de los prisioneros sometiéndolos a humillaciones sexuales. Una de las compañeras de vivienda de Pam, más hermosa y menos afortunada, acabó quedándose en ropa interior en una de esas tentativas. Claro que les salió el tiro por la culata. Los sujetos se replegaron más en un silencio colérico. Y la interrogadora tampoco salió bien parada. Se pasó una hora encerrada en el baño, sollozando avergonzada.
Pam y Falk se conocieron una mañana en el recinto de la alambrada. Él ya se había fijado en ella la noche anterior en el Tiki Bar, pero entonces la acompañaban al menos cinco individuos y, desde su ventajoso punto de observación a unas cuantas mesas, a Falk le había parecido más que capaz de defenderse, eludiendo sus insinuaciones con ingenio y aplomo, así que había mantenido la distancia. Además, no le gustaba coger número para esperar su turno.
Se encontraron cara a cara al día siguiente por la mañana en la prisión. Falk tenía una cita a las once para interrogar a un joven árabe de ciudadanía indeterminada, probablemente saudí. Pam quería una sesión con el mismo individuo, aunque no estaba programada en su agenda hasta el día siguiente.
La jerarquía sobre estos conflictos estaba bien establecida. Los interrogadores civiles como Falk casi siempre tenían prioridad sobre sus compañeros militares. Y lo que es más, Falk había reservado la sesión. Pero en vez de ponerse en plan territorial, dejó tranquilamente que Pam expusiera su problema, que resultó ser de lo más apremiante: otro detenido acababa de dar a su equipo información decisiva sobre la identidad y el papel de aquel otro, y ella quería verificarla lo antes posible. Falk se hizo a un lado muy galante, sintiéndose un poco como sir Walter Raleigh echando su capa en el barro para que pasara la reina. Se guardó de darle mayor importancia. Ya sabría ella dónde encontrarlo luego.
Aquella noche en el Tiki Bar, Pam se separó del círculo de admiradores para darle las gracias e invitarle a una cerveza. Falk comprendió por qué era eficaz en su trabajo. Lo bastante simpática para atraerte, y lo bastante franca para responder con amabilidad. Falk se sorprendió hablando tranquilamente con ella de cosas que no le había comentado a nadie en años. Casi mete la pata incluso y le cuenta una vieja historia de su padre. Al día siguiente, se despertó pensando que tenía que haber sido la cerveza, el encanto de sus ojos azules o la forma que tenía de retirarse el pelo que le caía sobre la ceja izquierda con una gracia irresistible y que resaltaba la fina línea de su cuello, una aparente invitación a plantarle un beso tierno en la delicada piel de detrás de la oreja. Exactamente al lado de donde se habría puesto los toques de perfume que él todavía notaba a la mañana siguiente, aunque su habitación apestaba a sudor, suciedad y periódicos viejos.
Falk se preguntaba a veces si se habría fijado en ella en otro entorno, entre el rico botín de Washington, por ejemplo. Pam podía ser un poco brusca a veces, un defecto que Falk había observado en algunas militares. Era una técnica de supervivencia en su medio, sobre todo para las oficiales: la fachada dura que indicaba que no se dejarían manipular fácilmente. Perfecto, supuso él, aunque se sorprendió en algún momento desprevenido tanteando aquella fachada, como para calcular su dureza. Cuando Pam soltó una retahíla de tacos mientras hablaban del fútbol de Nebraska (como natural de Oklahoma, ella odiaba a Nebraska), se extrañó lo suficiente para preguntar: «¿Quién te enseñó a hablar así, tu padre o tu sargento instructor?».
Hubiese jurado que ella se había ruborizado un poco, pero entonces siguió adelante:
– Mi padre fue mi sargento de instrucción. El primero, en todo caso. O podría haberlo sido.
– Estaría orgulloso.
– Sí, lo estaría, siempre que supiese que defiendo a los Sooners.
Desconcertaba mucho más a Falk la idea de salir con alguien a quien le traía sin cuidado la aprobación de la cadena de mando.
Teniendo en cuenta la competencia masculina de Gitmo, no entendía qué veía Pam en él. No era un individuo especialmente atractivo. Muchas personas creían que ya le habían visto cuando le conocían (en la cafetería de la oficina, en el banco de atrás en la iglesia o en las líneas de banda de los partidos de fútbol de sus hijos). Tenía esa pinta: afable, alguien que no te importa tener cerca, pero prácticamente invisible. Sus ojos de un azul desvaído invitaban a la confianza aun cuando pidieran cortésmente distancia, con arrugas que podrían ser de risa o de preocupación. Alrededor de los treinta, suponían casi todos, quedándose cortos por pocos años. Pero cuando pensaban indagar más allá de esas cualidades comunes, normalmente se había marchado, dejándolos con la duda de si sería un individuo no tan joven con prisa o simplemente alguien que prefería que no lo encasillaran.
Fuera como fuese, lo cierto ahora es que estaba enganchado, y, al parecer, también ella, al margen de lo que pudiese haber ocurrido en otro sitio. Si el contexto era el elemento mágico de su relación, Falk suponía que ambos lo descubrirían cuando volvieran al continente. Aunque últimamente se sorprendía deseando que no fuese así.
– Tengo entendido que has dado un paseo por la playa con el general -le dijo ella cuando se sentaron.
– Tú y todos los demás.
– ¿Solucionado?
Él se encogió de hombros.
– Sigo creyendo que duerme la mona en la litera de alguna señorita, con las medias de ella en la cabeza.
Ella sonrió y se ruborizó un poco, que era lo que él pretendía.
– ¿Das por sentado que es como tú?
– Y como cualquier otro de esta mesa.
Ella alzó la vista al oír eso, cohibida un momento. Las mujeres nunca podían pasar allí mucho tiempo sin que les recordaran que destacaban. Falk lamentó el comentario al ver la expresión de ella, y cambió de tema.
– Sin embargo, seguro que me fastidia el programa. Anoche estaba progresando de verdad con Adnan. Hasta que nos interrumpió Tyndall.
– ¿Tyndall interrumpió la sesión?
– Ni siquiera llamó. Dijo que se le había olvidado algo.
– Y con Adnan, nada menos. Como tirar una serpiente cascabel a un potro nervioso.
Pam se contaba entre las pocas personas que le habían animado siempre a seguir intentándolo con Adnan. También ella lidiaba con su parte de almas perdidas.
– Estaba a punto de confesar, además. Incluso me dio un nombre. No uno completo, claro, o no sería Adnan. Pero sin duda lo consideraba valioso. Creyó que Mitchell había estado escuchando detrás del espejo y se cabreó.
– Yo tuve una sesión extraña también, de ese tipo.
Le miró de una forma rara, como si él ya lo supiera.
– ¿Sí?
Parecía reacia a continuar, así que él esperó, con la mirada fija. Eran sus ojos lo que más deseaba conquistar, decidió él. De un intenso azul, perspicaces, casi anhelantes. Deseabas ser lo que ella anhelaba. Quizá fuese ése su secreto con los árabes.
– Sí -respondió Pam al fin, bajando la vista un momento hacia un trozo magullado de melón. Aquella mirada otra vez-. Se mencionó tu nombre. Fue extraño.
– ¿Mi nombre?
Precisamente lo que querías saber, que alguien del interior de la alambrada había rasgado tu velo de anonimato. Tal vez un policía militar indignado había maldecido su nombre lo bastante cerca de una celda para que lo oyeran.
– No tu nombre real. Sólo una descripción que coincide muchísimo contigo. Ex marine, destinado en Gitmo anteriormente, interrogador oficial ahora.
– Sí que es extraño. ¿Quién era el sujeto?
– Nisuar al-Halabi. Un chiflado sirio. Dice que se lo oyó a los yemeníes. Radio macuto del Campo 3. ¿Le has contado todo eso a Adnan?
– Adnan cree que soy un poli de California. Y nunca le he dicho a nadie una palabra sobre el cuerpo. -Mentían de forma sistemática sobre sí mismos incluso a los sujetos más dispuestos a colaborar. Sería absurdo darles ventaja-. Pero ya sabes cómo funciona. Si hablas con ellos el tiempo suficiente, surgen de algún modo indicios de tu verdadero yo. Adnan es un chaval listo. Tal vez lo haya deducido, o tal vez lo haya inventado y ha dado en el clavo.
– Tuviste alguna relación con él o con algún otro yemení antes? ¿De la investigación del
– No lo había visto en mi vida hasta hace dos meses. Ni a él ni a ninguno de los otros yemeníes.
– No te preguntaba si los habías conocido. Sólo si había existido alguna conexión. Tal vez por un expediente, o un testigo. Algo relacionado con tu trabajo anterior.
– Pero ¿qué es esto, Pam? ¿Quieres que vayamos a una sala de interrogación?
– Dímelo tú.
Arribos habían bajado la cabeza y la voz. Los compañeros de mesa debían creer que hablaban de cosas íntimas o estaban acordando una cita. Falk miró al otro extremo de la mesa y vio que Tyndall les observaba con aire de entendido. Pam se inclinó entonces, tocando casi con las manos las de Falk entre las bandejas de ambos, y bajó todavía más la voz.
– Sólo quiero saber qué debo hacer con esto, eso es todo -susurró-. Si la Oficina ha hecho antes investigaciones sobre alguno de los yemeníes, o los incluyó en alguna lista de sospechosos antes de que llegaran aquí, fuera o no mediante tu trabajo, entonces sería útil. Pero, por lo que dices, parece que no es así.
– No que yo sepa. -Ella le lanzó una mirada perspicaz-. No es una treta. De verdad que no lo sé. Pero me han dicho que no existen expedientes sobre él ni sobre ningún otro con los que trato. No del
– ¿Ni siquiera desde un ángulo cubano?
– ¿Cubano? ¿En Gitmo?
– No lo sé.
– La verdad, esto resulta cada vez más extraño.
Ahora fue él quien se acaloró. Esperaba no ruborizarse.
– Sí, a mí también me lo pareció.
– ¿Pero qué diablos dijo exactamente?
– Si no lo incluyo en mi informe, entonces seguramente no deba contárselo a nadie. Ni siquiera a ti. No hasta que pueda repasarlo con Nisuar de nuevo.
Falk no sabía qué pensar al respecto. ¿Omitiría ella el detalle para ahorrarle problemas a él o para evitar presiones de arriba? Ambas cosas, tal vez. Con los interrogadores militares, siempre había consideraciones concernientes a los oficiales superiores y sus posibles reacciones.
Pero lo que más intrigaba a Falk era de dónde podría haber salido la información. Juraría que nunca se le había escapado ningún detalle concreto sobre su pasado en el curso de su toma y daca con Adnan.
– ¿Quién más estaba en la sesión? -preguntó.
– Nadie, por suerte. Sólo el policía militar. Que no sabe una palabra de árabe. No te preocupes, si figura alguna vez en un informe, tú serás el primero en saberlo.
– Gracias. Supongo.
Ella esbozó una sonrisa, quizás un tanto forzada; pero antes de que pudiese añadir nada, les interrumpió Tyndall, que ocupó una silla que acababa de quedar libre a la izquierda de Falk.
– La vida es cada día más dulce aquí abajo, ¿verdad? -señaló con un gesto una bola de helado de chocolate. Era la última atracción del comedor, aunque Mitch era el único que lo tomaba para desayunar-. Seguro que la semana que viene ponen filetes a la brasa.
Tyndall se dio cuenta de que ni Falk ni Pam contestaban enseguida y se le ocurrió que tal vez molestara.
– Lo siento. ¿Soy inoportuno?
– No más de lo habitual -contestó Falk.
– Ya te dije anoche que lamento de veras lo que pasó. Sencillamente sólo disponía de dos horas para intentar sacar una red entera a mi hombre Mohamed.
– Sí, claro -repuso Falk.
– ¡Oye! Culpa al director de nuestro equipo. Es un cabrón exigente, sobre todo por nimiedades.
– ¿Nimiedades? -Llegó una voz nueva de la cola. Era Whitaker, el compañero de habitación de Falk, que buscaba asiento-. ¿No estarás discutiendo el valor del producto otra vez, eh, Mitch?
– Siéntate aquí -dijo Falk, levantándose.
Las muchas horas sin dormir parecieron superarle de pronto al levantarse. Lo que más necesitaba era ducharse y dar una cabezada. Sin duda habría papeleo pendiente, y colegas de Ludwig que interrogar, más otras pistas que seguir, y el general lo querría todo listo para ayer. Pero si no dormía un poco no conseguiría hacer nada.
– Precisamente quería verte -dijo Whitaker-. Sobre todo si vuelves a nuestro castillo.
– ¿Necesitas algo?
– No. Sólo que mires el correo de la mesa de la cocina. No llega todos los días un sobre perfumado de Puerto Rico. Letra bonita, además. ¿Preparando el terreno para el próximo permiso, tío grande?
– ¡Caramba! -exclamó Tyndall, avivando el fuego.
Ninguno se volvió hacia Pam, pero Falk sabía que se morían por una mirada. Les complació marchándose.
– Anda, Whitaker. Ocupa mi asiento. Os dejaré haceros confidencias, muchachos.
Ella le quitó importancia, pero no sin echar una ojeada a Falk varios grados más fría que un momento antes. Bastaba de confidencias.
Pero aquélla era la menor de las preocupaciones de Falk. Ante la mención del sobre perfumado (de Puerto Rico, nada menos) ya podía imaginar la fragancia, un aroma que afloró a sus sentidos a pesar del olor rancio del comedor a huevos recocidos y fregonas húmedas. Era un aroma isleño, especias e hibisco a la vez, y surgía de las profundidades de su pasado. Se le doblaban las rodillas sólo pensar en la carta sobre la mesa de la cocina, donde podía abrirla cualquiera. Más valía que se fuera.
– Hasta luego -dijo, apresurándose con la bandeja. Al menos nadie sabía la verdadera razón de su rubor.
4
La carta podría ser una bomba por la forma en que Falk se acercó a ella. Estaba sobre la mesa de la cocina, según lo prometido, pero él seguía armándose de valor para tocarla. Se inclinó para verla mejor y reconoció la letra de inmediato. Y percibió la fragancia, que emanaba como humo de una fogata. Era de ella, sin lugar a dudas, por inverosímil que pareciese.
Los planes de Falk para el día hasta el momento habían sido simples. Se ocuparía del caso Ludwig y procuraría hacer un hueco para otra sesión con Adnan. El general Trabert le había dicho que dejara a un lado los deberes habituales, pero no era el tipo de trabajo que puedes desconectar con un golpe de interruptor, y menos con sujetos como Adnan. Un avance podía ser como un corte de papel, que se cierra rápidamente a menos que ahondes más. Claro que la interrupción de Tyndall podría haber actuado ya como sutura.
Pero ahora tenía que ocuparse de la carta. Falk rodeó la mesa. Optó primero por una acción retardada, dirigiéndose con brío pasillo adelante, sudando a mares en un acceso de energía nerviosa. El calor, la falta de sueño y aquel nuevo acontecimiento tenían su motor al borde de la sobrecarga.
Se paró ante la puerta de su dormitorio para hacer una inspección cautelosa. Todo parecía en orden. No es que pudiese advertirse cualquier cambio en aquel desastre: la cama deshecha, los cajones abiertos, una camiseta todavía empapada de sudor de un día en una silla. Periódicos y revistas esparcidos sobre la mesita, junto a la carpeta que debería haber devuelto ayer. Una mirada juiciosa habría detectado una serie de razones para indagar más.
Falk prosiguió su cauteloso registro habitación por habitación, tanto para tranquilizarse como para detectar posibles anomalías. El cuarto de Whitaker estaba como una patena. Había una carta a casa sin terminar en la mesita de noche junto al despertador. Falk captó las palabras «aburrimiento» y «cariño» antes de seguir, avergonzado. Suponía que Whitaker habría ido directamente a desayunar, y la carta tenía que haber llegado poco antes, un reparto temprano, aunque allí los horarios solían variar. Falk no había vuelto a casa desde que se había marchado a Playa Molino a las cuatro de la madrugada. En Gitmo, la intimidad no estaba garantizada ni siquiera en las viviendas privadas. Cualquiera podría haber entrado y salido de la casa mientras tanto.
Falk volvió a la cocina y cogió el sobre. Estaba pegado con cinta adhesiva, tal vez como precaución especial. ¿O lo habría hecho alguien en la base después de inspeccionar el contenido? El matasellos era de hacía tres días. No estaba mal para Gitmo. Debía de haber llegado en el avión del día anterior desde la base aeronaval Roosevelt Roads de Puerto Rico. Levantó la pestaña y se intensificó el olor a hibisco. A pesar de la paranoia momentánea, se despertaron en él muchos recuerdos agradables. Falk recordó su primer baile, el roce de la mejilla de ella en la suya. Después, el aroma había llenado la habitación del hotel, el joven marine no podía creer su buena suerte. Meses después, incluso cuando sabía mucho más, no había dejado de creer en la lealtad de ella, al menos a cierto nivel. Ella lo había dicho además, en cartas como aquélla, menos en la cinta. Pero aquélla había sido otra época, otra etapa allí en La Roca.
En el sobre había dos hojas de papel de carta rosa. Antes de leerlas, Falk miró por encima del hombro; luego se acercó a la puerta de entrada, miró calle abajo hacia el campo de golf y cerró la puerta. Se sentó en el sofá marrón junto a la ventana. Primero contó los párrafos. Cinco. Lo importante se exponía siempre en el tercer párrafo, aunque empezó por el principio, por nostalgia:
Querido Revere:
Te he echado mucho de menos, muchísimo. Han pasado muchos años y aún puedo verte conmigo. ¿Recuerdas las noches maravillosas que pasamos juntos? Nos veo en mis sueños bailando tarde a la luz de las estrellas.
Hasta ahí igual que siempre: la redacción vacilante, encantadora en su torpe sintaxis. ¿No sería perfecto si ella fuese profesional? Pero ¿no se prendaría cualquiera de una frase tan perfectamente imperfecta como «bailando tarde a la luz de las estrellas»?
El mes pasado me enteré de que estás en Cuba, trabajando para el país. Me alegro por ti. Espero que encuentres tiempo ahí para pensar en mí y para escribirme.
Y ahora, al grano.
¿Recuerdas a nuestro amigo Harry que vive cerca? Él está deseando verte también y espera que sea pronto. De esa forma cuando nos visites puedes vernos a todos.
El verano no ha sido tan malo y yo tengo a veces un trabajo nuevo.
Y así sucesivamente, unas cuantas frases más de escasa importancia, trivialidades sin gracia, después del prometedor comienzo. Luego, la conclusión habitual, con sus floreos de colegiala.
Con cariño,
Elena
xxxooo
Abrazos y besos, como siempre. Sólo que esta vez parecían simples piezas de juego que esperaban que las utilizaran, con un resultado incierto.
Falk suspiró, volvió a doblar el delicado papel y lo guardó en el sobre. ¿Debería quemar la carta? ¿Triturarla? ¿Comérsela? Todas las alternativas parecían tardías. Su existencia constaría ya en algún sitio de la base. Así que se la guardó en el bolsillo de los pantalones, y se dio cuenta demasiado tarde de que ahora llevaría el aroma si veía después a Pam.
Al parecer, la noticia era que su «viejo amigo» Harry quería un encuentro. Pues tendría que esperar. Y a lo mejor ni siquiera hacía caso de la petición. De todos modos, lo que más necesitaba precisamente en aquel momento era dormir un poco, torturado o no.
Se le daba bien descansar bajo presión, había aprendido a temprana edad a cerrar los ojos mientras el infierno se desataba en la habitación contigua, metiéndose entre las sábanas como si nadara buscando aguas profundas, un refugio gélido al que nadie se molestaría en seguirle. La técnica fue doblemente eficaz en Gitmo, pues no sólo le permitía distanciarse de los problemas sino también del calor, que le agobiaba en cuanto se acostaba. Más profundo ahora, pensó, respirando despacio y regularmente. La luz se desvaneció mientras sentía una extraña presión en los oídos, como si fuese un buceador, y enseguida alcanzó el nivel deseado.
A los pocos segundos, al parecer, se debatía para salir a la superficie, arrastrado por un ruido persistente que ya no podía desoír. Se debatió jadeante, bañado en sudor. Y lo oyó de nuevo: un golpe en la puerta. Una llamada, una voz vagamente familiar.
– ¿Señor? ¿Señor Falk? -Otra andanada de golpes-. ¿Está ahí, señor?
Era el policía militar que había ido a buscarle por la mañana. Falk consultó el reloj y se sorprendió al ver que eran las dos de la tarde. Había dormido cinco horas.
– ¡Un momento, soldado! Ya voy.
Se puso una camisa, debatiéndose aún con el sueño. Se apresuró hacia la puerta. No pudo evitar echar una ojeada a la mesa de la cocina al pasar, y se sobresaltó al ver que la carta había desaparecido. Pero al momento recordó que se la había guardado en el bolsillo.
– ¿Qué pasa?
El policía dio un paso al frente, con la gorra en la mano.
– Es el sargento Ludwig, señor. Ha aparecido.
– ¿Vivo?
– No, señor. Ahogado.
Mala noticia, pero sin duda una resolución rápida y feliz. Más fácil para la familia y, desde luego, más fácil para Falk. Seguro que el análisis de alcoholemia daría positivo, a pesar de lo que opinaran los amigos de Ludwig. En Gitmo casi todos sucumbían al alcohol, aunque sólo fuese una noche.
– Lo lamento. Pero gracias por comunicármelo. Supongo que tendré que ir.
– Así es, señor. Tengo que llevarle a una reunión.
– ¿Una reunión?
Sería una reunión de control de daños. Idea de Trabert.
– Con los cubanos, señor. En la Puerta Nordeste. Ludwig ha aparecido en su zona.
– No puede ser.
Era insólito. Absolutamente imposible.
– Sí, señor. El general quiere que acompañe usted al capitán Lewis cuando vaya a recoger el cuerpo. Parece que están un poco disgustados.
Ya podían estarlo. A menos que hubiesen cambiado súbitamente las pautas seculares del viento y las corrientes, o que Ludwig hubiese batido un récord de resistencia a nado, era imposible que hubiese acabado en la costa cubana.
Se acabaron las resoluciones rápidas.
– Adelante, soldado. Será como en otros tiempos.
5
«La Puerta Nordeste es una advertencia del empeño de nuestros adversarios en obtener información sobre nuestras operaciones y de su capacidad para lograrlo. Nos ven sin problema, nos oyen mediante aparatos de transmisión perfeccionados y no dejan de manipular y distorsionar nuestro verdadero objetivo en la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo.»
De la columna «OPSEC Corner», semanario
La Puerta Nordeste quedaba en un remoto rincón de la base. Era un puesto de control apartado, con palmeras, siendo lo más importante que sus enfrentamientos se producían al margen de la opinión pública.
Durante la Guerra Fría, ambos lados habían colocado bombas en los caminos circundantes y sembrado de minas las llanuras. A veces, intercambiaron cañonazos. Pero era más frecuente que la tensión acabara en algo parecido a bromas caseras. Los cubanos solían disfrutar arrojando piedras al Puesto de Observación de la Marina 31, un pequeño cuartel y torre de vigilancia de hormigón que dominaba la puerta desde una colina. Les gustaba especialmente hacerlo de noche, suponiendo que un golpe certero despertaría a cualquier soldado que intentara dormir. Los infantes de Marina estadounidenses respondieron bloqueando la línea de fuego con una valla de unos doce metros, como las que colocan en los campos de golf junto a las carreteras para impedir que las pelotas golpeen a los coches. Los cubanos contraatacaron trepando a la nueva valla para colocar perchas que resonaban y repicaban en la noche como carillones. Luego iluminaron el cuartel con un reflector, que los americanos apagaron sin disparar un tiro, desplegando un inmenso emblema rojo y dorado de la infantería de Marina en la ladera iluminada.
Falk había patrullado a veces la zona en su época de marine, recorriendo los caminos cercanos con el sofocante equipo de campaña completo: arma, bengalas, radio, raciones y ocho cargadores de munición. Era un pequeño mundo extraño, que resultaba terrorífico en cuanto oscurecía. Irradiaba un verde fosforescente visto con las lentes de sus gafas protectoras de visión nocturna. Cualquier roedor que se agitara en la maleza semejaba un comando de asalto.
El primer año de su destino allí había caído el muro de Berlín y la alambrada estuvo tensa unas semanas. El último intercambio de fuego conocido tuvo lugar al mes siguiente. Pero a finales del tercer año de su estancia allí, la tambaleante Unión Soviética había roto los compromisos económicos con Cuba, lo cual planteó al enemigo problemas más graves que unos cuantos marines burlones. La corriente había arrastrado a algunos cadáveres cubanos a la costa estadounidense, pero no de soldados sino de civiles: presuntos refugiados que habían buscado la libertad a nado. Nadie armaba mucho jaleo por ello, siempre que los estadounidenses devolvieran los cuerpos; y, de vez en cuando, algunos lo conseguían.
Ahora el ambiente era más tranquilo que nunca. Los estadounidenses habían desmantelado las bombas y retirado las minas, sustituyéndolas por detectores sónicos. Y, a pesar de toda la palabrería sobre seguridad operativa y vigilancia renovada, ya no proveían de personal el puesto de observación las veinticuatro horas del día; en su lugar, contaban con patrullas motorizadas. El general Trabert había ordenado hacía poco la eliminación de algunos rollos de alambre de espino.
Los cubanos no habían llegado nunca a retirar sus minas, y siempre que había un incendio en la maleza explotaban unas cuantas más como balas arrojadas en una fogata. Las pocas perchas que quedaban en la alambrada se habían oxidado.
Pero la Puerta Nordeste seguía siendo el único punto del perímetro en el que los dos viejos adversarios se veían regularmente cara a cara. Era el único paso para los pocos cubanos envejecidos que aún acudían a trabajar en la base a diario. En los primeros años sesenta, eran tres mil, que soportaban cada día los insultos y malos tratos de los guardias de Castro a cambio de salarios en dólares. Ahora sólo quedaban nueve, y el más joven tenía sesenta y cuatro años. Llegaban a las 5:30 de la mañana y se marchaban a las 16:30 de la tarde; cada quince días, regresaban a casa con los sobres de la paga llenos de dinero estadounidense para ellos y para unos cien pensionistas.
El otro único contacto regular era la reunión mensual del comandante de la base naval de Guantánamo, el capitán Rodrick Lewis, y su homólogo cubano de la Brigada de la Frontera del Ejército Revolucionario, el general Jorge Cabral. Sus encuentros eran cordiales y discretos. Para evitar sorpresas desagradables, siempre que iban a construir algo nuevo o a realizar maniobras militares en uno u otro lado, se lo comunicaban previamente. El general Cabral se había enterado de la inminente llegada de centenares de prisioneros de Afganistán mucho antes que la mayoría del público estadounidense.
Se turnaban como anfitriones. No solían tener temas oficiales que tratar, así que hablaban de béisbol, de pesca o de la comida que les habían servido. Y a veces realizaban pequeños trueques de contrabando, como si quisieran afirmar el carácter informal de su relación: una caja de cigarros puros cubanos por un cartón de cigarrillos Marlboro, un CD de música
Pero el descubrimiento del cadáver del sargento Ludwig requería medidas extraordinarias. Ningún estadounidense había aparecido nunca muerto al otro lado de la alambrada. De momento, la tensión de la Guerra Fría parecía de nuevo en boga, y Falk estaba a punto de conseguir un asiento de primera fila.
Llegó al puesto de observación, donde había ya tres Humvees aparcados. Uno llevaba el banderín de dos estrellas del general. En el interior estaba Trabert, que esperaba para ocuparse de las presentaciones necesarias.
– Falk, le presento al capitán Lewis. Quiero que le acompañe cuando los cubanos entreguen el cuerpo.
El capitán tenía una estampa impresionante. Era un afroamericano alto y esbelto, de porte sereno. Tenía que serlo. Su labor como comandante de la base requería las dotes de alcalde de una pequeña población tanto como las de un dirigente militar. Las familias de la base se asustaban enseguida cuando estaban tan aisladas. No les había entusiasmado la idea de que construyeran una prisión de Al-Qaeda al lado, pero les había sorprendido gratamente el vigor que había inyectado a la vida de la base. Lewis había bromeado incluso acerca de volver a instalar el primer y único semáforo de la ciudad, que se había retirado al museo de la base. Por lo que le habían contado a Falk, el capitán se había dado por satisfecho dejando en paz a Trabert, y viceversa, por lo que aquel encuentro resultaba todavía más tenso.
– Le presentaré al general Cabral -dijo el capitán Lewis.
– ¿En calidad de qué?
Lewis se volvió hacia el general.
– ¿Cuál era la terminología acordada, señor?
– Enlace de la parte civil, representante de la familia del sargento Ludwig. No se mencionará a su empleador. El capitán llevará toda la conversación, Falk, pero usted abra bien los ojos.
– ¿Por algo en particular?
– Cualquier cosa fuera de lo común.
– Todo este asunto parece fuera de lo común.
– Razón de más para otros dos ojos.
Falk se preguntó si su presencia incomodaría a Lewis. Desbaratar la intimidad habitual entre los dos, sobre todo con un civil, resultaba como mínimo indiscreto. Se fijó en que Lewis llevaba un número reciente de
– ¿Cómo se hará el trabajo, entonces? -le preguntó a Lewis.
– Como siempre. Bajaremos al puesto de guardia de nuestro lado de la alambrada con un par de marines. Los cubanos enviarán una escolta que nos acompañará. Es un asunto suyo, así que nos encontraremos en la que suele ser la caseta de intercambio, en su zona.
– ¿Irá usted también? -preguntó Falk al general.
Trabert negó con la cabeza.
– No quiero desmesurarlo más de lo que está. Pero quería venir por si había alguna complicación.
– ¿Existe alguna razón para pensarlo?
– Con terreno nuevo y viejos enemigos nunca se sabe.
Falk captó el leve gesto ceñudo de Lewis, pero el capitán se contuvo. Luego dijo, mirando hacia la ventanilla:
– Parece que ya llegan. Ése es el vehículo del general Cabral.
Una furgoneta verde con cubierta de lona paró en el lado cubano bajo un gran letrero blanco con letras rojas y negras que decía: «República de Cuba. Territorio Libre de América». Era un sarcasmo cubano. Los soldados bajaron de un salto por la puerta de atrás.
– Parece que traen algunos más de lo habitual -dijo Lewis, que no parecía asustado. Trabert asintió como si se hubiesen confirmado sus peores sospechas. Luego enfocó unos prismáticos sobre la escena.
– Vamos -dijo Lewis-. Acabemos de una vez.
Abrieron la marcha dos marines. También acompañaba al capitán un intérprete. La luz del sol les golpeó como un puñal en cuanto salieron de la sombra del puesto de observación. Una iguana enorme se escabulló del camino apresurada cuando bajaron la colina frente al globo rojo y amarillo del emblema de la infantería de Marina. Parecía que alguien hubiese retocado últimamente la pintura. Dos zopilotes sobrevolaban en círculo el lugar, en formación con cuatro aves más flacas y aterradoras que parecían sacadas de un grabado gótico. Habría resultado un mal augurio si no fuesen ya una visión tan habitual.
– La fuerza aérea cubana -dijo Lewis.
– Sí, valiente escolta.
– ¿Alguna cosa que quiera usted que pregunte?
– Necesitamos saber el lugar exacto en que encontraron el cuerpo. Conforme a las coordenadas GPS si es posible, no es que espere nada. Y la hora exacta en que lo encontraron, más las observaciones médicas que hayan registrado sobre el cuerpo.
Lewis asintió. Habían cruzado la línea de barreras de tanques rojos y dorados pintados con las siglas USMC (Infantería de Marina de Estados Unidos) y llegaron al cuartel estadounidense, donde un marine con el equipo completo abrió una verja lo justo para que pasaran en fila india. Lewis vaciló a la cabeza de su contingente, esperando a los dos soldados cubanos que cruzaban en aquel momento la franja pavimentada del centro de una tierra de nadie de veinte metros. Sólo se oían sus pisadas.
– Nuestros marines nos esperarían normalmente aquí -susurró Lewis-. Pero el general Cabral dice en su mensaje electrónico que nos acompañen para transportar el cadáver.
– ¿Así se enteró de esto? ¿Por correo electrónico?
– Poco antes de almorzar. Excelente para la digestión.
– ¿Le decía algo más?
Lewis negó con la cabeza.
– Es muy hablador en general. Pero ya veremos.
Los cubanos esperaban ya a la sombra de la aduana de yeso blanco. La ventana estaba abierta y se oía una conversación en español que cesó en cuanto cruzaron la puerta de cristal.
La atmósfera resultaba agobiante. Un ordenanza estaba abriendo todavía las ventanas, mientras otro enchufaba un ventilador oscilante que parecía sacado de un catálogo de Sears de los años treinta. El individuo que ocupaba la cabecera de una mesa pequeña, y que debía ser el general Cabral, siguió sentado, fumando un puro. A juzgar por la indecisión del capitán Lewis, Falk supuso que el general solía levantarse con más presteza. Al final lo hizo, corpulento, bien afeitado, con los ojos color avellana rebosantes de preguntas. Vestía uniforme verde oliva, sin más adorno que la insignia de una estrella en cada hombro. Sin complicaciones, supuso Falk, como el Gran Jefe de La Habana. Se quitó el puro de la boca, pero no tendió la mano a Lewis.
– Siéntense, por favor.
El capitán y su intérprete tomaron asiento en viejas sillas de madera, que crujieron como si llevaran allí desde la guerra hispanoamericana. No había asiento para Falk, así que esperó junto a los marines detrás de Lewis, escudriñando los rostros sombríos de los cubanos. También ellos habían llevado a un individuo vestido de paisano. Tal vez un médico, aunque más probablemente del lado político, de la Dirección de Inteligencia o de alguna otra sección del Ministerio del Interior.
No había nada de comer, pero entró un ordenanza con una bandeja con tacitas llenas de café cubano hasta el borde. Sólo para los dos jefes y sus intérpretes, igual que las sillas.
Tomó entonces la palabra el general Cabral, que, al parecer, había decidido que la presentación de los actores secundarios era innecesaria.
– Lo siento… -empezó; Falk estaba pendiente del intérprete, que repetía los comentarios del general con el lenguaje artificioso característico de la traducción simultánea-. Lamento las circunstancias que nos han reunido, capitán Lewis. Enseguida les entregaremos el cuerpo de su soldado. Pero antes he de comentar que esto me preocupa.
– A mí también -repuso Lewis.
Cabral escuchó la traducción y negó con la cabeza.
– No, no. Mis problemas son de otro cariz. Usted tiene una baja, y por eso le doy mi más sentido pésame. Pero mi problema es mucho más grave. ¿Qué voy a decirles a mis comandantes cuando me pregunten cómo es posible que llegase a tierra un soldado estadounidense, incluso uno muerto, y no se descubriera en horas? -Lewis abrió la boca, pero Cabral alzó una mano y prosiguió, empleando el puro a modo de puntero para señalar cada tema-. ¿Cómo podemos saber con seguridad que estaba muerto cuando llegó a nuestras aguas? ¿Por qué, si sólo estaba nadando, llevaba puesto el uniforme? ¿No nos indicaría eso, a usted y a mí, como militares que somos, que, o bien venía de un barco o cumplía alguna misión?
Buenas preguntas. Todas. Falk advirtió que el civil cubano tomaba notas.
– Puedo asegurarle, hablando por todos los grupos de nuestro lado -empezó el capitán Lewis- que el sargento Ludwig no cumplía ninguna misión, ni oficial ni de otro tipo. En cuanto a lo que hacía en el océano, y no digamos ya en su zona, nos desconcierta tanto como a ustedes. Pero puedo decirle con absoluta certeza que no actuaba como soldado de Estados Unidos. Ya le decía en el mensaje electrónico que su unidad había comunicado su desaparición, y algunas de sus pertenencias habían aparecido en una de nuestras playas, a tres kilómetros de la valla.
La minuciosa franqueza del capitán sorprendió mucho a Falk, aunque supuso que estaría justificada.
– Es tranquilizador saber lo del informe de «desaparecido» -repuso Cabral por mediación de su intérprete-, aunque quizás eso también sea una circunstancia conveniente por su parte. Pero la consideraré con mis comandantes. Hemos iniciado una investigación del asunto, por supuesto.
– Nosotros también. Por lo que cualquier información que puedan proporcionarnos sobre la hora y el lugar en que llegó a tierra, su estado inicial y demás, nos ayudará a ambos a encontrar las respuestas a sus preguntas lo antes posible.
– Todo a su debido tiempo. Primero tenemos que asegurarnos de la índole del cometido del sargento.
Quería decir que no era probable que las heridas causadas por aquello se curaran rápidamente. Y, como para confirmarlo, Cabral se levantó, dando por terminada la reunión bruscamente. Lewis aún tenía la revista enrollada en la mano derecha. Cabral hizo una seña a un soldado que esperaba junto a la puerta, y que desapareció.
– Ahora traerán el cuerpo de la camioneta. Sus marines se lo llevarán de aquí.
Habían metido el cuerpo del sargento Ludwig en una bolsa para cadáveres de fabricación soviética y lo colocaron en una camilla. Los hombres de la habitación contemplaron el torpe traslado por una ventana lateral. Todos guardaron un tenso silencio, como si no se atreviesen a marcharse antes de que terminaran las formalidades. Lewis se dirigió hacia la puerta sin decir nada más. Nadie se estrechó las manos ni se despidió.
– Eso fue agradable -masculló el capitán cuando se dirigían a la zona estadounidense, siguiendo al escaso cortejo de dos marines y la camilla cargada. Falk no hizo ningún comentario. Al mirar hacia el cielo, vio que los zopilotes se habían ido hacia el sur, hacia los restos más sustanciosos del vertedero de la base.
De nuevo en el interior del puesto de observación, el general Trabert llevó aparte a Lewis unos minutos y mantuvieron una conversación con gestos sombríos. Falk no podía oír lo que hablaban. Lewis se marchó luego, mientras Trabert cruzaba la estancia.
– Parece que se lo están tomando mal -dijo el general-. Supongo que también tendrá que atar usted algunos cabos sueltos.
– Por no decir más. Para empezar, necesitaremos una autopsia.
– Lógicamente. Aunque deduzco que los cubanos han llegado a la conclusión de que ha muerto ahogado, o habrían dicho lo contrario.
– Mientras tanto, necesitaré sus documentos, acceso a sus compañeros, aquí y en Estados Unidos, y también a su familia. Las cartas recientes de casa, todo eso. Más todas las listas de turnos de su unidad, para ver la última vez que estuvo de guardia y con quién. Necesitaremos un informe completo de sus movimientos en las últimas veinticuatro horas.
Trabert parecía desconcertado.
– ¿Realmente es necesario todo eso? A no ser que sepa usted algo que yo ignoro.
¿Era aquél el mismo individuo que menos de doce horas antes había hablado de que necesitaban ayuda exterior?
– Bueno, aun en el caso de que se ahogara, los cubanos tienen razón en una cosa. Es extrañísimo que acabara donde lo encontraron.
– De eso no estoy tan seguro. El capitán Lewis dice que las corrientes del litoral son más traidoras de lo que se cree. Él opina que Ludwig encontró una corriente extraña o algo así.
¿Así que ésa sería la línea adoptada? ¿Una corriente insólita? Tal vez aquél fuese el verdadero trabajo del «equipo especial» que esperaban. Una tarea de relaciones públicas para encubrir las cosas. En cualquier caso, Falk tendría que comprobar las cartas de la Marina, y así se lo dijo a Trabert.
El general se quedó mirándolo.
– Bien. La oficina de control del puerto naval las tendrá. Pero me parece que le preocupa algo más. Hable claro, Falk.
Hable claro. Una proposición sospechosa viniendo de un individuo con dos estrellas en la manga. Falk decidió ser franco de todos modos.
– Supongo que estoy un poco desconcertado, señor. Usted es quien llamó a esa delegación de Washington y, que yo sepa, lo había dispuesto incluso antes de que yo llegara a la playa.
El general se frotó la barbilla con gesto adusto. Luego inclinó la cabeza y soltó una risilla.
– Discúlpeme, Falk. -Bajó la voz-. Dicho sea entre nosotros, estaba utilizándole.
– ¿Cómo, señor?
– Esta delegación lleva funcionando semanas. Se me ocurrió correr la voz de la desaparición del sargento en cuanto me enteré, por supuesto; son ese tipo de gente que no quieren ninguna sorpresa. Pero cualquier participación en este asunto sería menos importante que su verdadera razón para venir.
– ¿Qué es?
– Secreto. Se aclarará en cuanto lleguen. Las habladurías habituales. Y si la gente quiere creer que su principal objetivo es la desaparición del sargento Ludwig, por mí está bien. Y por ellos también.
– ¿Así que no les interesa en absoluto este caso?
– Sólo en la medida en que afecte a su trabajo. Hace cinco minutos, le habría contestado que era una posibilidad nula. Pero con todo lo que pide usted ahora, no sé, podría hacerles sospechar.
– Realmente es lo mínimo, señor.
– Muy bien. Pero luego no se queje cuando empiecen a jorobarle a usted y a todos los demás.
– ¿A qué vienen exactamente, señor? Dicho sea entre nosotros.
Trabert se quedó mirándole fijamente.
– Asuntos de seguridad. Una parte no será agradable. -Así que tal vez los rumores fuesen ciertos, después de todo, precisamente como había dicho Tyndall-. Pero se lo diré, Falk. Le guardaré las espaldas si me hace un favor.
– ¿De qué se trata, señor?
– Téngame al corriente. Cuando actúen, quiero saberlo. Será usted mis ojos y mis oídos con esa gente.
– No estoy seguro de que pueda serle de mucha utilidad. Es muy probable que esté un poco, en fin, apurado.
– Quizá cambie de idea cuando les conozca. Hay un amigo suyo a bordo. O eso dice él. Ted Bokamper.
A pesar de la sorpresa de oír hablar de Ted Bokamper al general, Falk supuso que no debía extrañarse, sabiendo lo que sabía del individuo. Pero entonces la misión del equipo le pareció todavía más enigmática.
– Sí, señor. Le conozco. De acuerdo. Haré lo que pueda.
– Bien. Entonces acompáñeme a la recepción. Llegarán a Leeward Point a las dieciocho. Esté en el muelle a las diecisiete treinta.
– No me lo perdería por nada, señor.
Hablaba en serio, para variar.
6
Siempre que Gonzalo Rubiero sentía añoranza de Cuba, algo que le ocurría casi a diario últimamente, iba en bicicleta o en autobús a un parque pequeño que quedaba entre la calle Collins y la Calle 21. Era un parque con la hierba recortada, palmeras majestuosas y una exuberante arboleda de cocolobos, aunque el verdadero atractivo era la vista. Era uno de los pocos lugares de South Beach en que el océano no estaba tapado por las nuevas torres de apartamentos o restauraciones de
Gonzalo prefería las mañanas, y se sentaba a la sombra, en un banco del paseo entarimado que apestaba a orines de gato, y contemplaba el mar. Los buques de carga de contenedores se alineaban a cierta distancia de la costa como dianas de una galería de tiro, recortables rojos y blancos que se movían lentamente hacia el sur sobre el horizonte azul. Si miraba el tiempo suficiente se imaginaba a bordo: agarraba con las manos la barandilla húmeda mientras la brisa marina le hinchaba la camisa y los delfines saltaban entre las olas guiándole de vuelta a casa.
Convenientemente calmado, bajaba luego a la playa y caminaba una hora hasta llegar al muelle pesquero y el rompeolas de piedra en el extremo inferior. Ver a los pescadores le producía más nostalgia: recordaba a su padre con sombrero de paja de ala ancha, metido en el agua hasta la rodilla, echando la red a los bancos de pececillos. Cuando tenía buena puntería, el agua clara burbujeaba como la gaseosa.
Se suponía que los espías no languidecían de aquel modo, y menos los veteranos en territorio hostil. Pero corrían tiempos inquietantes y el peregrinaje a la playa se había convertido en un medio de pensar con calma entre el desorden creciente. Lo cual parecía especialmente importante precisamente entonces, al final de una semana en la que le habían encargado dos nuevas misiones difíciles en rápida sucesión.
La primera empezó como una tarea puramente subalterna. Había muchas parecidas últimamente: tareas de limpieza y valoración de daños, tras el desmantelamiento de redes por incursiones y arrestos. Habían deportado y encerrado a muchos agentes cubanos en los últimos años, y Gonzalo siempre se había quedado atrás para resistir las consecuencias: radios silenciadas, buzones saqueados, disquetes robados. Él actuaba sigilosamente después de cada desastre, como un inspector de seguros después de un huracán, tramando la reconstrucción incluso mientras buscaba tejados agujereados y cimientos agrietados. Solía encontrar ambos con demasiada frecuencia.
Los problemas actuales de su jefe se remontaban a una remodelación de 1989, aunque la peor de todas las desdichas actuales había empezado hacía dos años, cuando descubrieron, arrestaron y encarcelaron a un agente que se había infiltrado en las altas esferas del servicio de información de la Defensa. La última secuela de aquel desastre había tenido lugar hacía sólo dos meses, con la expulsión de catorce agentes que trabajaban con cobertura diplomática en Washington y Nueva York. Entre las bajas se contaba el presunto protector de Gonzalo, un individuo nervioso que había jugado en la Bolsa tan impulsivamente como en el espionaje, intentando en vano mantener a sus cuatro hijas en los colegios adecuados y procurarles los mejores vestidos de fiesta mientras seguía viviendo en el Upper West Side. Siempre resultaba muy irónico que los apegos materiales se cargaran a los enemigos del capitalismo.
Por suerte, el individuo nunca supo el verdadero nombre y dirección de Gonzalo y no había escasez de agentes en funciones. Al jefe de Gonzalo, un veterano jadeante de la Dirección de Inteligencia (o DI) le gustaba bromear con que la nómina de Florida del Sur superaba la del Ministerio del Interior.
Pero era el momento de pasar inadvertido desde Union City, New Jersey, hasta la Pequeña Habana. Lo cual no planteaba problemas a Gonzalo, porque pasar inadvertido siempre había formado parte de sus responsabilidades. Le había tocado en suerte espiar a los suyos casi tanto como a los estadounidenses, prestando especial atención a los enlaces débiles, estafadores, bocazas y posibles desertores.
Ese papel, como cabía esperar, le mantenía aislado. En las plantas superiores de la sede central de la Dirección de Inteligencia sólo conocían su existencia algunos elegidos, que le consideraban una de las pocas Ranas del Árbol, llamados así por un tipo de rana arbórea cubana que había invadido el ecosistema de Florida hacía ocho años, estableciéndose como depredador dominante y bien camuflado en las regiones más húmedas y oscuras del estado.
Por eso incluso su protector, Fernández, el jugador de la Bolsa del Upper West Side, sólo conocía a Gonzalo como «Paco», su nombre clave. Fernández era un simple enlace, que se ocupaba de atender las ocasionales necesidades de Gonzalo. El único momento de supervisión independiente se produjo poco antes de su expulsión, cuando ordenó a Gonzalo a la ligera que vaciara las direcciones postales de los agentes descubiertos en Hialeah, Coral Gables y Kendall.
Gonzalo sabía que era un encargo estúpido e hizo caso omiso de la orden, aunque practicó un reconocimiento de los tres lugares, por curiosidad, y, tal como esperaba, descubrió que los tres estaban vigilados por agentes especiales del FBI. Reconoció a dos de unas fotos que había plastificado y pegado a la puerta de un armario debajo del fregadero. El primero se había aposentado junto a la ventana de una cafetería al otro lado de la calle. El segundo vestía ropa de pintor en el siguiente emplazamiento, y estaba rascando la carpintería de la fachada de una tienda abandonada. Gonzalo no reconoció a nadie en el tercer punto de contacto, pero al final llegó a la conclusión de que su rival era el tipo que iba y venía de una furgoneta de Verizon. Le tomó unas instantáneas para su galería y luego celebró la adquisición con un banquete al mediodía a base de cerdo asado y batido de papaya en el Versailles, un restaurante de la Pequeña Habana con decorado chillón de espejos murales, un mal gusto exagerado que hacía a Gonzalo sonreírse de sus colegas expatriados, pero con afecto, sin burlarse de ellos. Tanto esfuerzo perdido en medio del griterío de las conversaciones políticas enfurecidas. Nunca dejaban de pregonar su afán de derrocar al Comandante, aunque él estaba seguro de que si alguna vez lo conseguían, no volvería a Cuba ni el diez por ciento más que de visita, a menos que alguien fuese tan estúpido como para ponerlos a ellos al mando, una posibilidad que sólo atribuía a los ideólogos estadounidenses del Departamento de Estado.
Gonzalo era generoso con los frutos de sus triunfos. A última hora de la tarde había enviado la foto del agente por correo electrónico en JPEG a un intermediario seguro de Union City, que borró las huellas electrónicas de Gonzalo antes de remitir la imagen a La Habana desde un cibercafé de Pasaic. A finales de semana, todos los agentes de campo en Estados Unidos tenían una copia, excepto los que se contaban entre los últimos caídos en desgracia, como el desafortunado Fernández, que ya estaba haciendo las maletas y dando la noticia a sus llorosas hijas.
El comunicado de las últimas misiones de Gonzalo había llegado por los conductos regulares. Cuando era necesario, transmitían los mensajes de la oficina central en una emisión a las ocho de la mañana por radio de onda corta de alta frecuencia. Poner la radio y la grabadora para la transmisión diaria formaba parte del ritual matinal de Gonzalo, lo mismo que preparar café. Y siempre se repetía la emisión por la tarde, por si no estaban en casa o tenían compañía.
La señal no duraba nunca más que unos segundos. Daba una serie de números que Gonzalo grababa, mientras se oía la televisión altísima en la habitación contigua, por si los vecinos estaban escuchando. Luego copiaba los números en un Toshiba portátil, borraba la cinta y sacaba un disquete de descifrado de su escondrijo detrás del espejo del baño. Una búsqueda profesional lo descubriría en pocos minutos, pero a Gonzalo le preocupaban más los peligros casuales (un ladrón, un amigo demasiado curioso, o cualquiera que pudiese descubrir accidentalmente el disquete y preguntar: «Anda, ¿y esto?»).
Gonzalo activó el programa con unos golpes de tecla. Siete años antes era lo más novedoso, igual que el Toshiba. Ahora, ambos eran dinosaurios. Cualquier adolescente del condado de Dade dispuesto a dejar a un lado su videoconsola unas horas descifraría la clave. Pero los presupuestos estaban por los suelos (llevaban años así) y las remesas de equipo nuevo seguían yendo a los que pillaban.
El mensaje provocó un suspiro de resignación.
Otro que muerde el polvo, pensó Gonzalo. Un piso franco de Kendall corría peligro, seguramente por un arresto que aún no había llegado a los periódicos. Era trabajo de Gonzalo limpiar los locales, una tarea casi tan delicada como una llamada casera al policía de ronda. Era un incordio que podía resultar peligroso en cualquier momento. Cuanto antes lo liquidara, mejor.
Para aquellas ocasiones vestía ropa de pintor, y tenía acceso fuera de horas a una furgoneta del contratista aparcada en Coral Gables. La casa en cuestión era una de esas anodinas subdivisiones de apartamentos muy parecidos a tantos de los suburbios achicharrantes de la autopista Dixie.
Gonzalo llegó al oscurecer y encontró el piso hecho un desastre: bandejas llenas, cazuelas sucias en el fregadero, círculos de café en las encimeras. Todas las superficies estaban cubiertas de polvo y los visualizadores digitales del microondas y del vídeo destellaban, lo que parecía indicar que no los habían programado desde el último apagón. Era imposible enseñar a los espías a ser buenos amos de casa, aunque aquel grado de abandono resultaba especialmente atroz.
Pero la suciedad y los cacharros no eran de su incumbencia. Su misión consistía en un juego de búsqueda perfeccionado. Tenía que localizar y eliminar todos los rastros de actividad de espionaje. El único correo era un montón de anuncios y cupones de pizza que habían echado por la ranura de la puerta y que estaban en la alfombra. A juzgar por los matasellos, no había habido nadie en la casa en los últimos cuatro días.
Buscó luego las cintas de vídeo y encontró el vídeo vacío. Recogió con cuidado los cuatro micrófonos diminutos ocultos de los lugares habituales: detrás del espejo del baño, debajo de la mesita de centro de la sala y detrás de la cabecera de la cama de cada uno de los dormitorios de la planta de arriba.
Gonzalo registró una habitación tras otra, guardando aquellos tesoros en una bolsa de lona, el
Encontró la infracción de seguridad más grave en el segundo dormitorio, cuando retiró las faldas de una cama de matrimonio normal y descubrió una caja de cartón escondida debajo. La sacó, arrastrándola sobre la alfombra, y vio consternado que estaba casi llena de documentos: telegramas, faxes y copias impresas de mensajes electrónicos, exactamente el tipo de insignificancias que podían desmoronar toda la red. Estupidez mayúscula. No era extraño que hubieran pillado a alguien relacionado con aquel lugar. Otro ex militar, si tenía que adivinarlo Gonzalo, uno de los sicarios de la gran purga de 1989, cuando Raúl Castro (hermano del Comandante y jefe del ejército) había superado todos los niveles burocráticos de La Habana, instalando a uno de sus generales por encima del ministro del Interior, que llevaba la Dirección de Inteligencia. El general, a su vez, había retirado de la Dirección a algunos de los mejores y más inteligentes, sustituyéndolos por pencos militares, fieles pero inexpertos. Los hombres de Fidel como Gonzalo todavía estaban pagando las consecuencias de aquel error. En los últimos años, la Dirección de Inteligencia había empezado a contratar de nuevo a algunos de los trabajadores antiguos y más fieles que habían sido purgados, pero el daño ya estaba hecho.
Gonzalo levantó la caja con cuidado, como si su contenido fuese radiactivo. Si hubiese habido una chimenea cerca (algo casi tan probable en Miami como las ventanas basculantes en Alaska) habría quemado el contenido en el acto. Consideró un momento la posibilidad de meter la carga en el horno o buscar fuera una barbacoa. Pero lo primero sería demasiado lento y no estaba muy seguro de los vecinos para lo segundo.
Así que echó los documentos en la bolsa, y al hacerlo, una de las hojas del fondo cayó al suelo oscilando como un paracaidista. A punto estaba de embutirla en la bolsa cuando le llamó la atención el encabezamiento.
De: MX
Re: Rosa del Desierto, vía Guadalupe.
Bien, veamos.
MX era el superior de la Dirección, y el sujeto en cuestión había sido la fuente de numerosas especulaciones y rumores internos en los últimos meses. Gonzalo estaba seguro de que si conservaba aquel documento más tiempo, acabaría leyéndolo, y no quería saber lo que decía. Demasiado oneroso, la clase de información que podría atenazarte los tobillos y llevarte al fondo de la bahía Biscayne. Echó el papel con delicadeza en la bolsa, la cerró, se la colgó a la espalda y se encaminó hacia las escaleras. ¿Por qué guardaría alguien una nota como aquélla? Y era una fotocopia, nada menos, lo cual parecía indicar que algún estúpido local había sacado unas cuantas copias para darle mayor difusión.
Gonzalo llegó abajo sudando, en parte por el ejercicio pero también por los nervios. Oyó un portazo cuando cruzaba la sala y se paró en seco. Tenso y callado, oyó voces: risas y cuchicheos en inglés de dos mujeres. Estaban fuera, probablemente acabaran de salir del apartamento de al lado. Los tabiques finos como el papel y la mala construcción eran un riesgo inevitable en los pisos francos del sur de Florida. Durante el huracán
Gonzalo miró entre las persianas. Vio a las dos mujeres subir a un Mazda que había aparcado en el bordillo, al parecer inofensivo; pero le recordó que podría presentarse alguien en cualquier momento. Por si acaso, dejó caer la bolsa junto a la puerta y recorrió la casa, volviendo sobre sus pasos para comprobar si había pasado algo por alto. Casi como una idea tardía, se le ocurrió alzar el teléfono y pulsar el botón de «marcado rápido» y el uno. El aparato se puso en acción con un pitido, marcando sabe Dios qué número. Colgó de inmediato y montó en cólera.
– ¡Cabrones negligentes, vagos, estúpidos! ¡Cretinos de mierda! -exclamó en inglés. Después de veinte años en Florida, Gonzalo maldecía casi siempre en inglés.
No sabía desprogramar el teléfono bien, así que lo intentó en vano unos segundos, lo desenchufó y lo echó en la bolsa. Recuperó los supletorios de arriba y luego abrió la puerta para marcharse, mirando a los lados desde el pequeño porche. La calle estaba despejada. El calor más fuerte del día se fundía en calzadas y aceras, conservando su fuerza para la mañana. Gonzalo decidió no cerrar la puerta al salir. Si entraban ladrones y saqueaban el resto, tanto mejor. A saber qué correspondencia podría llegar los próximos días, a juzgar por la monumental estupidez ya manifiesta. Pero él no podía hacer nada al respecto.
Procuró no conducir con demasiado cuidado en el camino de vuelta, aunque miraba compulsivamente los retrovisores para ver si le seguían. Lo único que podía llamar la atención de un policía más que una carrera de coches trucados por la autopista Dixie, era que un conductor observara escrupulosamente el límite de velocidad. Añádase pegarse al vehículo de delante, acelerones excesivos después de los semáforos y quedar como un idiota con frecuentes cambios de vía. Si no te pitaba nadie al menos una vez cada ocho kilómetros, seguro que dejabas mucho que desear.
En el aparcamiento, subió a su coche, un Corolla de nueve años. Se sintió como un ladrón al cargar la bolsa en el coche, y fue todo el camino echando ojeadas al asiento de al lado. En algún lugar del interior, creciendo como un tumor tal vez, iba la nota de MX. No le extrañaría que se incendiase de pronto, revelando espontáneamente su presencia a los otros conductores. Había una barbacoa de carbón en la parte trasera del edificio de apartamentos en el que vivía, y sus vecinos estaban acostumbrados a que él la usara. Colocaría los documentos bajo un montón de pastillas de carbón y los quemaría. Sólo tardaría unos minutos, y la brisa nocturna se llevaría las cenizas al océano. Un entierro en el mar, todos aquellos secretos prohibidos seguros al fin. Luego asaría unas salchichas, abriría una cerveza y se relajaría. Ya se ocuparía de los teléfonos y del equipo electrónico más tarde.
Pero cuando se encontró arriba en casa y a salvo, le venció la curiosidad. Si MX estaba enviando notas urgentes y, todavía peor, si los jefes se atrevían a hacer copias para los agentes descuidados, entonces, ¿por qué no debía conocer él al menos la última, aunque sólo fuese como medida de protección? Si bien su relativa autonomía como «rana del árbol» solía redundar en su beneficio, también le convertía en víctima fácil de los supervisores deseosos de emplear sus servicios para minar a sus rivales. Lo que sus supervisores no comprendían al encargarle aquellas misiones era que, en el proceso, Gonzalo solía enterarse de su debilidad tanto como de la de sus objetivos. Divulgando tal conocimiento violaban la norma más importante del oficio: no había que decir nunca a nadie más de lo estrictamente necesario. Gonzalo incurría en el mismo error leyendo el memorando prohibido.
Sabía de sobra por descubrimientos anteriores que cualquier directriz de MX que implicara fuente Guadalupe y agente Rosa del Desierto era probable precursora de renovada agitación. Pero mientras miraba la bolsa que había dejado sobre la mesa de la cocina, pensó que, para variar, sería mejor saber más de lo que se suponía que sabía. Encontró el documento sin problema, ya que había sido el último que había metido en la bolsa. Estaba un poco arrugado del viaje en coche desde la otra punta de la ciudad, así que lo estiró y lo alisó en la mesa de la cocina.
Comprobó primero la fecha. Hacía nueve días, lo bastante reciente para ser fresco y lo bastante antiguo para haber sido superado por los acontecimientos. Se preguntó si se relacionaría de algún modo con el inminente descubrimiento del agente local.
La lista de destinatarios era misteriosa. Además de a Miami, habían enviado la nota a los jefes en Madrid, Jartum y Damasco. Madrid era el eje de Europa, Jartum ocupaba el centro de los actuales problemas de Sudán, y Damasco era con frecuencia el centro de intercambio de información sobre las operaciones en Oriente Próximo, aunque aquel escenario llevaba inactivo mucho tiempo, desde que la Dirección había roto las relaciones con varias facciones palestinas, algunas de las cuales habían enviado hacía tiempo combatientes a Cuba para su instrucción en armas y explosivos.
El mensaje era breve:
Guadalupe informa aborto incompleto. Rosa del Desierto, José I y otros tres, incomunicados. Pidan ayuda inmediata a todas las posiciones. Máxima urgencia.
Gonzalo sabía que Guadalupe era una especie de autónomo refinado, con deberes parecidos a los de él, pero que actuaba en un campo más amplio. Rosa del Desierto era un nombre que no se había encontrado desde hacía años, databa de los días de cooperación más activa con los palestinos. José I no le sonaba, pero parecía haberse unido a Rosa del Desierto y a los «otros tres». Al parecer, la Dirección intentaba impedir que el quinteto siguiera haciendo lo que fuese, aunque no lo había conseguido hasta el momento. Si ahora consideraban fuera de control a los cinco, entonces tenían que haber cruzado los límites de la ortodoxia de la Dirección.
Convencido de que tenía que haber más información sobre un tema tan importante, Gonzalo buscó entre los documentos restantes, pero todo el montón era basura, tan poco valioso como los cupones de pizzas que habían echado por la ranura del correo. Justificantes de gastos y logística administrativa. Algunas reprimendas por gastar demasiado respondían a peticiones de fondos quejumbrosas. El toma y daca habitual entre la central y cualquier oficina regional, fuese el producto zapatos o secretos.
La nota era lo único importante de toda la bolsa, así que Gonzalo volvió a leerla, por si había pasado algo por alto la primera vez. La lista de destinatarios seguía intrigándole. Negó con la cabeza, pensando que sería mejor que encendiera el fuego. Pasara lo que pasase, parecía un buen momento para mantenerse al margen.
Pero no pudo, debido al mensaje que llegó al día siguiente por la mañana en onda corta. Cada dos días, como la aguja disparada de un sismógrafo. Y el segundo era tan inquietante como el primero, a su modo:
Peregrino en nido. Organice reunión. Máxima urgencia. Más detalles
Puma.
Gonzalo solía borrar los mensajes en cuanto los leía. Dejó aquél en la pantalla varios minutos, mientras caminaba de un lado a otro de la cocina y conectaba la cafetera. Encendió un cigarrillo y volvió para echar una segunda ojeada. Pulsó la tecla Borrar, pero sólo una vez, y recuperó el mensaje para hacer una última lectura, aunque sólo fuese para convencerse de que no era un espejismo, un fallo.
Peregrino era un nombre que representaba uno de sus triunfos más interesantes y sus fracasos más estrepitosos, aunque sus superiores mantenían una idea optimista de la operación. Había esperado mucho tiempo la oportunidad de rescatar algo del naufragio, por lo que en ese sentido estaba satisfecho. Pero qué extraño que Peregrino hubiese vuelto a su percha original, o «nido», como decía el mensaje. Tal vez los detalles, que llegarían pronto al buzón Puma, aclarasen las circunstancias de tan misterioso suceso.
En todo caso, Gonzalo creía que tendría que correr riesgos pronto, debido a los nombres implicados. Y comprendió algo alarmante al calcular los riesgos: se sentía a gusto allí. Instalado. Feliz, incluso. Y cayó en la cuenta de que ésa era precisamente la causa de sus recientes accesos de añoranza. Eran los dolores de la separación, el reconocimiento de que se estaba desprendiendo. El territorio enemigo se había convertido en hogar, a pesar de todos sus defectos, y eso era peligroso en su profesión.
También le preocupaba la fecha de este mensaje. El hecho de que hubiese llegado sólo diez días después de la fecha del memorando MX le indujo a creer que tenía que existir alguna relación entre ambos, aunque no hubiese sido intención de La Habana que él leyera el primero. Fuera cual fuese la tormenta que se estaba fraguando, se había visto arrastrado a ella.
Gonzalo borró el mensaje definitivamente, y dio los pasos siguientes que, según le habían asegurado los técnicos, lo eliminaría del disco duro. Confiaba en que fuese verdad. Si caían en las manos equivocadas, aquellas pocas palabras serían tan dañinas como una bolsa de cocaína o una barra de uranio enriquecido.
Luego se puso manos a la obra. Salió del aparcamiento en su Corolla, cruzó la vía elevada MacArthur hasta el bulevar Biscayne, donde torció hacia el norte y buscó una cabina telefónica. No podía ser ninguna de las que había usado otras veces. Pero cada vez era más difícil encontrarlas, sobre todo las que funcionaban con monedas. Gonzalo sabía que algunos agentes habían empezado a usar tarjetas genéricas. Descuidados. Al fin localizó un teléfono en el aparcamiento de un Denny's. Decidió hacer la llamada allí, disfrutar luego de un desayuno americano, las grasientas patatas rehogadas con cebolla a las que se había aficionado. A 3,99 dólares, ¿cómo podía resistirse?
Exploró el aparcamiento para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiese oír la conversación, introdujo unas cuantas monedas de 25 centavos y marcó el número de un busca de Long Island. Todas las líneas de Manhattan se consideraban peligrosas. Se oyó un mensaje grabado y marcó una secuencia de números, un código de acuse de recibo que indicaría a La Habana: «Mensaje recibido, urgencia reconocida, a la espera de instrucciones». Suponía que el cartero no llegaría a la dirección postal Puma hasta el mediodía, así que decidió no arriesgarse a una visita prematura.
No le quedaba más remedio que esperar. Así que, mientras desayunaba, leyó las dos ediciones del
Gonzalo había encontrado muchos aspectos despreciables en Estados Unidos al principio. Había llegado cuando el éxodo del Mariel, mezclándose sin problema con los diez mil refugiados de la gigantesca flotilla. Ahora se sabía a ciencia cierta que Castro había incorporado a la mezcla unos miles de presos, lo que contribuyó a desencadenar una oleada colosal de delincuencia en el sur de Florida. No era tan sabido que el dictador había añadido unas cuantas docenas de agentes elegidos, como Gonzalo.
Miami ofrecía numerosos blancos fáciles a alguien deseoso de criticar. Muchísima riqueza al lado de muchísima miseria. Comunidades protegidas con verjas de lujo feudal. Gonzalo vio puentes levadizos de carreteras elevadas abiertos para yates enormes mientras miles esperaban en coches sofocantes. La administración pública despilfarraba millones en estadios deportivos para atletas ricos y sus admiradores adinerados, mientras a pocas manzanas se pudrían comunidades enteras. En una visita a Fort Launderdale, vio a un pescador haitiano andrajoso que intentaba conseguir comida en un canal al lado de un aparcamiento en el que un letrero decía: «Sólo lavado. No se admiten billetes superiores a 20 dólares». Era fácil ver el lugar como Roma en decadencia, Babilonia en la Bahía. Gonzalo podía ser todo lo petulante que quisiera.
La población de las clases medias era la única a la que no comprendía, así que, al atardecer, solía pasar en coche entre los cuidados laberintos de casas de una planta de los suburbios, como si intentara cruzar una última puerta sin cerrar. Ojalá pudiese atravesar sus muros de estuco, unirse a ellos en sus sofás delante de las parpadeantes pantallas de televisión, o en sus humeantes barbacoas o con sus estruendosas segadoras.
No tuvo tanta suerte. Parecía que existieran en otra dimensión, y Gonzalo siempre regresaba a casa frustrado y resentido, o maldiciendo el tráfico. Así que renunció, bajó la cabeza, se ocupó de sus obligaciones, se relajó y se fundió poco a poco con el entorno. Y mirad dónde había acabado: tenía novia, ingresos fijos y un piso acogedor en la avenida Washington, sólo a cuatro manzanas de la playa, por 550 dólares al mes. Así que daba igual que su aparcamiento quedara en la parte de atrás junto al contenedor, y que hubiera barrotes en sus ventanas, y que el seguro del coche le costara un riñón, aunque era un Corolla de nueve años. Tenía cuanto necesitaba allí en la playa, que podía recorrer en su bicicleta, guardada abajo en un soporte.
Gonzalo hizo memoria y creyó que había tenido el primer indicio de la apurada situación actual hacía unas semanas, en uno de sus primeros viajes al banco del parque de la esquina de Collins y la Calle 21. Le había llamado la atención un fragmento de graffiti garabateado en una cabina telefónica: «Caída de Castro. Marchaos a casa». Un código de señales colérico, típico de algún anglo harto del bazar bilingüe de Miami. Pero a Gonzalo el mensaje le planteó una verdad perturbadora. El Comandante no viviría eternamente y, cuando muriera, él se quedaría sin trabajo, sin ingresos y sin pasaporte. ¿Marcharse a casa? Sí, tendría que hacerlo.
Cavilaba todo esto mientras caminaba despacio por la playa después de recibir su nueva misión, esquivando algas y medusas muertas. Se preguntó si la Dirección habría contactado ya con los otros de la antigua red de Peregrino. Tal vez hubiesen empezado a funcionar ya los engranajes. Lo sabría con certeza en cuanto recuperara el mensaje del buzón Puma.
Gonzalo prefería caminar por la orilla del agua en sus paseos por la playa, alejado de las máquinas que limpiaban la arena para los huéspedes de los hoteles con sus tumbonas y casetas. Ésa era otra razón de que le agradase su pequeño reducto junto al rompeolas. Las máquinas nunca llegaban tan lejos, ni tampoco la mayoría de los turistas. Allí acudían reducidos grupos de habituales que habían gravitado hacia el lugar buscando su propio rincón de paraíso, igual que él.
Una familia haitiana, los Lepinasse, acudía dos veces a la semana en autobús desde Allapattah, los martes y los jueves, los días libres del padre. Llevaban siempre a sus tres hijos, una manta grande y una nevera abollada con fruta y refrescos caribeños.
También iban Karl y Brigitte Stolz, un matrimonio retirado de Alemania que había decidido probar Miami hacía un año y que todavía parecían anonadados por su fuerza hipercinética.
Luego estaba Ed Harbin, un cincuentón de pelo rapado, ex militar, con un bronceado tan oscuro que parecía habérselo aplicado en capas, cada una más fina y más fuerte que la anterior. Ed nadaba todos los días hasta las boyas que señalaban la zona de exclusión para barcos de pesca y motos náuticas que surcaban la costa arriba y abajo, y el final de los paseos de Gonzalo coincidía a veces con una parte del baño de Harbin. Gonzalo se sentaba a mirar desde las piedras del rompeolas mientras Harbin iba y venía sin parar, sin cambiar nunca el ritmo ni el estilo, al parecer, lloviera o brillara el sol, hiciera frío o calor. Harbin era fuerte y enjuto, con los músculos reducidos a su esencia, excepto por un poco de barriga. Salía del agua con dos juegos de placas de identificación que relumbraban y sonaban sobre el goteante vello húmedo de su pecho.
Gonzalo se había preguntado a veces por aquellas placas. Sin duda un par era de Harbin; pero ¿y el otro? ¿De un hijo? ¿De un amigo? ¿Muerto o vivo? Gonzalo nunca se atrevió a preguntárselo. No era un gran espía en asuntos como aquéllos, suponía.
Harbin preguntaba siempre por la salud y el paradero de Lucinda, a quien había visto alguna vez, y a Gonzalo le complacía e incluso le enorgullecía mantenerle informado. Le gustaba creer que después de nadar, Harbin se permitía un almuerzo pantagruélico en algún sitio de la playa, en Jerry's Famous Deli, tal vez, ventilándose algo empalagoso como una hamburguesa de queso con un batido espeso. La verdad es que Gonzalo no tenía ni idea de lo que hacía Harbin. El mundo compartido de estos asiduos de la playa se limitaba a lo que hacían en su reducida extensión de arena, donde todos se atenían por acuerdo tácito a no entrometerse en los asuntos de los demás sin invitación.
Aquel día Harbin estaba haciendo sus últimos cincuenta metros cuando llegó Gonzalo al malecón. Le vio salir del agua y buscar la toalla, con los ojos de color castaño brillantes al sol del final de la mañana.
– Le ha ido bien hoy -dijo Gonzalo a modo de saludo-. Casi hasta Bermudas.
Harbin sonrió, secándose con la toalla mientras las placas de identificación sonaban.
– Cualquier día de estos iré hacia el sur, y pararé en Cuba.
Sonrió, dando pie a Gonzalo para que siguiera. Pero Gonzalo no estaba de humor, y se limitó a sonreír también, diciendo:
– No se olvide de saludar a mi padre, entonces.
Harbin no se habría atrevido a preguntarle si su padre vivía aún, lo mismo que Gonzalo no se hubiera atrevido a preguntarle qué nombre figuraba en el segundo juego de placas. A lo mejor no tenía hijos y era gay. Habría sido bastante acorde con la cultura de South Beach.
– ¿Ha visto a los Lepinasse? -preguntó Harbin.
– Charles dijo la semana pasada que no vendrían hoy. Un cumpleaños familiar, creo. Una tía suya de Overtown.
– Vaya. El jueves no será lo mismo sin ellos. Como un viernes sin los Stolz. Vuelven a Alemania, ¿sabe?
– ¡No! No lo sabía. -Otro pequeño temblor en su mundo seguro.
Harbin negó con la cabeza.
– Los vi el fin de semana en el Publix.
Incluso la idea de encontrarse en otro sitio más que allí resultaba extraña. Gonzalo no estaba seguro de que supiese siquiera cómo actuar.
– Brigitte tiene añoranza, creo. Echa de menos a sus hijos.
– Que supongo han dejado de visitarla, ahora que tienen hijos.
– Sí. Precisamente cuando más necesitas verlos.
Las placas tintinearon de nuevo cuando Harbin guardó silencio. Así que quizá pertenecieran a un hijo.
– Bueno -dijo Harbin, enrollando tan cuidadosamente como siempre la toalla, formando un lío tan apretado como una salchicha-. Hasta mañana.
– Hasta mañana.
No tenía sentido mencionar que no iría al día siguiente, que tal vez no fuera en días. Ya sería bastante difícil decírselo a Lucinda. Y hablando del rey de Roma… Se alegró al verla bajar de la acera del parque a la arena. Le hacía señas, los ojos dorados parpadeantes como una vela, sus emociones ardiendo en ellos como una llama.
– Es un hombre afortunado, Gonzalo -dijo Harbin.
– Tiene usted razón, como de costumbre, soldado Joe.
Harbin se marchó de la playa riéndose. Gonzalo vio que se paraba a hablar con Lucinda. Se preguntó un instante de qué hablarían, y una punzada de desconfianza se registró en algún rincón de su mente, adiestrada para recelar. No podía desconectarlo nunca del todo, y menos después de un mensaje como el que había recibido aquella mañana. Estaría tenso todo el día. Lucinda lo notaría y le preguntaría por qué, ella siempre lo notaba y él siempre inventaba algo sobre el jefe de su trabajo fijo. Era administrativo del departamento de seguridad del South Bay Club, una torre de apartamentos que dominaba la bahía y que a Lucinda le gustaba porque les permitía usar la piscina. Habían pasado muchas veladas agradables preparando churrascos junto al agua en un patio que olía a cloro y a loción para el sol, con la brisa marina agitando las palmeras. Tal vez lo hicieran aquella noche.
Harbin siguió su camino y Lucinda sonrió a Gonzalo con una generosidad que disipó todas las dudas y le hizo avergonzarse.
El nombre completo de ella era Lucinda Bustillo. Era venezolana, y se había trasladado allí de adolescente, cuando su padre había comprado un edificio de apartamentos en cayo Biscayne. Tenía una sonrisa lánguida y tupido cabello ondulado dorado oscuro, del color que podría encontrarse en un joyero de reliquias, aunque ella parecía siempre descontenta con él, y tan pronto se hacía mechas como se lo rizaba, una experta en disfraces, sin proponérselo.
– Sin bicicleta -le dijo, mirando alrededor-. Hoy has venido en autobús.
Lucinda prefería que Gonzalo llevase la bici, aunque eso suponía que tenía que empujarla luego cuando iban caminando a almorzar. Creía que le sentaba bien un poco de ejercicio extra, que le ayudaba a eliminar el pequeño michelín del vientre, que le pellizcaba a veces en la cama. Pero sólo era un subterfugio. Sólo se había enfadado de verdad con Gonzalo cuando hacía de voluntario para las organizaciones cubano-americanas, a las que a él le gustaba no perder de vista.
Los llamaba «derechistas chiflados» y los aborrecía más que Gonzalo, aunque él no podía confesarlo. Como venezolana, la política de los expatriados cubanos le parecía ridícula. Durante el fiasco de Elián González, no le había hablado en una semana cuando se enteró de que uno de los grupos con los que colaboraba llevaba la voz cantante de las concentraciones y protestas diarias.
Él le había propuesto que dejaran de hablar de aquellos temas por el bien de la paz. Ella había aceptado, pero últimamente había empezado a plantear una solución diferente. ¿Por qué no se trasladaban? ¿Por qué no se marchaban del sur de Florida y de todo aquel jaleo?
Lo había mencionado primero cuando iban paseando por la Calle 8 en una de sus raras excursiones como pareja al centro de la Pequeña Habana. Al pasar por Domino Park, le recordó cómo los comerciantes locales habían intentado echar a los ancianos y las mesas de juego, quejándose de que se estaba llenando de vagabundos y traficantes de drogas. Cuando cruzaron el Paseo de la Fama, una versión latinizada del de Hollywood, ella no pudo evitar bromear sobre la forma en que sus patrocinadores habían sido acusados de sobornar los planes e intentar llegar a un acuerdo con un concejal.
– ¿Y éstos son los genios que creen que deberían gobernar Cuba en lugar de Fidel? -le preguntó, llenando la calle con su risa.
– No se demostró nunca nada -repuso Gonzalo irritado, creyéndose obligado a defender a los cubanos, incluso a los estúpidos-. No llegaron a inculpar a nadie.
– No -dijo ella-. Nunca inculpan a nadie. Pero siguen haciendo las mismas estupideces. Y si no viviéramos aquí, no tendríamos que volver a discutir nunca por ellos.
Gonzalo no podía trasladarse, claro, pero no podía explicarle a ella la razón. Así que vaciló, alegando que quería estar cerca de sus raíces y de sus costumbres. Ella no discutió, limitándose a sacudir la cabeza.
– Algún día -dijo lentamente en un tono de profunda tristeza-. Algún día me confesarás la verdadera razón de que sigas con esta ficción.
Gonzalo comprendió entonces que ella le conocía mejor que nadie. Y esto le complació personalmente, pero profesionalmente le alarmó.
Tal como esperaba, Lucinda se disgustó cuando le dijo que estaría un tiempo ocupado, porque acababa de aceptar una nueva tarea para los locos de la Pequeña Habana.
– O sea que no te quedarás a pasar la noche.
– Hay demasiado que hacer. Al menos durante unos días.
– Fanáticos y estúpidos. Pidiendo siempre un cambio cuando no han ido a Cuba en años. ¿Qué saben ellos cómo es en realidad?
Lo mismo que él, suponía Gonzalo. Con relación a la patria, se sentía como un amigo por correspondencia que no ha escrito en siglos. La Habana de su infancia (su padre echando la red y su madre trabajando como camarera de hotel por unos céntimos la hora) le parecía ahora más próxima que La Habana que existía cuando se había marchado, siendo un joven pletórico de pasión por la causa.
– ¿Así que trabajarás para ellos? -preguntó Lucinda desdeñosa.
– Por favor, nada de política. Lo acordamos.
– No esperes que sea tan comprensiva. No cuando les dedicas tanto tiempo. ¿Habrás acabado el domingo?
– Ojalá lo supiera.
– No será peligroso, ¿verdad?
No se lo había preguntado nunca, pero Gonzalo ya había considerado esa posibilidad. También había estado pensando si necesitaría ayuda aquella vez, no de los agentes fijos de la Dirección sino de su propio personal, que había reclutado él mismo. Eran inmigrantes ilegales de otros países latinoamericanos que ignoraban el verdadero nombre de Gonzalo y para quién trabajaba. Sólo sabían que era el individuo que les había procurado nuevas identidades tomadas de lápidas de Texas y California, de difuntos que compartían la misma fecha de nacimiento que ellos. De esa forma eran más leales, sobre todo si recurrías a ellos sólo para una tarea y luego los dejabas libres, que era la práctica habitual de Gonzalo.
O sea que sí, tal vez este trabajo fuese peligroso, y Lucinda había detectado su ansiedad. Era casi enervante que le conociera tan bien, aunque formaba parte de su encanto. Tendría que mentirle de todos modos.
– ¡Qué va! -le contestó-. No es peligroso en absoluto. Sólo mucho trabajo. Y yo no soy el jefe.
– No quiero saber nada más, por favor.
– Será lo último que me oigas. Disfrutemos de la tarde.
Lo hicieron, seguido de una velada junto a la piscina, con un gran bistec a la parrilla. Él la acompañó luego en coche a casa cerca de Alton Road, un edificio tranquilo a la sombra de un ceibo perfumado por flores de azahar.
Ella abrió la puerta sólo lo suficiente para que oliera la esencia del lugar: el aroma de su limpiador, de su cocina, de sus jabones y fragancias; una combinación que intensificó su deseo de entrar.
– ¿Pasas? -le preguntó, ofreciéndole con la mirada una noche de dulzura y languidez.
Vio la luz ambarina de la lámpara junto al sofá, del mismo color que el cabello de ella. La casa era segura y agradable, y, por unos segundos, Gonzalo vaciló como no lo había hecho nunca cuando le reclamaba el deber. Qué fácil sería decir que sí y dejar que el mensaje de La Habana se pudriera en su dirección postal, mientras él dormía apoyado en la espalda de Lucinda y el estruendo del tráfico entraba por las celosías y el ventilador del techo repiqueteaba. Una canción de cuna cubana justo allí en Alton Road.
Pero predominó su sensatez. Aunque también sentía curiosidad, la verdad sea dicha. Algo importante aguardaba a la vuelta de la esquina, y tenía que averiguar qué.
– Me marcharé -dijo él, afrontando la mirada de ella una última vez-. Hay mucho que hacer, incluso esta noche.
Ella frunció el entrecejo, sin saber que se iba por otras razones.
– Esos cubanos locos -dijo, como si Gonzalo no tuviese nada que ver con Cuba-. Siempre intentando armar follón.
La intuición de ella dio en el clavo de nuevo.
7
El pequeño y elegante Gulfstream se acercó a Guantánamo desde el sur como un mosquito, pasando por el rosado atardecer en la limitada trayectoria de vuelo que fascinaba a los pilotos. No se sabía qué constituía mayor peligro: violar el espacio aéreo cubano o hundirse en el Caribe. Pero parecía que todos llegaban siempre de una pieza.
El aparato rodó por la pista de aterrizaje hacia la enorme entrada del hangar, donde Falk esperaba con el general Trabert y un grupo de oficiales de inteligencia y detención. Junto a ellos había algunos mecánicos y un enjambre activo de moscas enanas. Era la hora de comer de éstas, y Falk se dio un manotazo en el cuello y aplastó una. Eran minúsculas, pero chupaban la sangre y dejaban un grano del tamaño de una moneda de cinco centavos: la delegación de recibimiento ideal para un equipo de Washington, en opinión de Falk.
Los tres visitantes bajaron a la pista; la brisa marina les agitaba el cabello. Dos vestían como si acabaran de despegar de los lobbies de Washington DC. El tercero vestía uniforme militar verde oscuro con galones de campaña suficientes para cubrir un salpicadero.
Bokamper era uno de los ejecutivos y bajó el último. Localizó de inmediato a Falk, indicando que le reconocía con un brillo especial en la mirada, el júbilo apenas contenido del cofrade que acaba de hacer la petaca en todas las camas de la residencia. Pero conservaba el mismo aire de dominio de siempre: porte erguido, andares casi arrogantes, una desenvoltura que irradiaba tranquilidad y control.
La amistad de Falk y de Bokamper había empezado de la forma más inverosímil. Durante la instrucción básica, Bokamper había sido el oficial, joven e inteligente, del díscolo recluta Falk. Sin la orientación del primero, el segundo habría abandonado fácilmente. Sin la estimulante curiosidad del segundo, el primero se habría asentado en la carrera militar. O al menos así lo afirmaría él después.
Llegaron a respetarse tanto que cuando Falk dejó la infantería de Marina para matricularse en la Universidad Americana de Washington tres años más tarde, Bo fue a la primera persona a quien acudió en busca de compañerismo y consejo. Y cuando demostró dotes para los idiomas, fue Bo quien le orientó hacia el árabe («El auténtico futuro, espera y verás»). Su posición le permitía saberlo ya entonces, como nuevo funcionario del Servicio Exterior, que trabajaba a la vuelta de la esquina del Departamento de Estado. A partir de entonces, ambos habían seguido su camino: Bokamper, hacia una sucesión de embajadas en Jordania, Managua y Bahrein, mientras Falk pasaba dos años en la Universidad Americana de Beirut, ampliando sus estudios de las culturas árabes y de Oriente Próximo.
Un sumo sacerdote de Foggy Bottom catalogó a Bokamper como nueva promesa y lo llevó a casa para prepararle como acólito de la camarilla, el grupo de profesionales que rige siempre la diplomacia, al margen de quien lleve las riendas. Falk pasó unos años más en el extranjero trabajando como asesor de seguridad empresarial y luego ingresó en la Oficina Federal de Inteligencia (FBI), que estaba deseando conseguir sus conocimientos lingüísticos. Llegó a Washington al cabo de un año del regreso de Bokamper, por pura casualidad. Sin la influencia de Bo, Falk podría haber encontrado a sus nuevos jefes demasiado rígidos y grises, aunque su árabe pulido casi le garantizaba una promoción rápida. Los conocimientos compartidos de Falk sobre el mundo árabe, mientras tanto, ayudaron a Bo a ampliar su audiencia de patrocinadores entre la creciente afluencia de neoconservadores del Estado, aunque él creía que esa tendencia no tardaría en cambiar, como tantas otras anteriores.
Los caminos de ambos se habían cruzado desde entonces alguna que otra vez: en Yemen durante la investigación del
De todos modos, el hecho de que el destino los reuniese ahora en Guantánamo desconcertó un tanto a Falk. Tenían un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que Falk preferiría no tocar. Y además, desempeñaría el desacostumbrado papel de anfitrión y mentor, después de haber dejado durante años que Bob marcara la pauta.
– Hagamos que se sientan como en casa -dijo Trabert mientras los tres miembros de la delegación se acercaban-. Denles todo lo que pidan. Sobre todo usted, Falk.
– Sí, señor -contestó él, un poco más rápido de la cuenta.
El general devolvió el saludo al oficial del ejército y luego anunció:
– Caballeros, bienvenidos a Guantánamo, la perla de las Antillas.
Bokamper fue el único que soltó una risilla, y provocó una mirada irritada del otro civil, que, según Falk supo tras las presentaciones, era Ward Fowler, el jefe del equipo, del Departamento de Seguridad Nacional. El uniforme pertenecía al coronel Neil Cartwright, de la Oficina del Secretario de Defensa. Bokamper fue presentado como el nuevo enlace del secretario de Estado con el destacamento Guantánamo, lo cual demostraba que seguía subiendo.
Trabert no presentó a Falk como interrogador, sino como «agente especial, encargado de la investigación del asunto Ludwig», lo que provocó una sonrisa, aunque por suerte no otra risa de Bo. Cuando terminaron las presentaciones y los saludos, la atmósfera ya era rígida y formal y el general no contribuyó precisamente a aligerarla con los siguientes comentarios:
– La policía militar empleará perros para detectar explosivos en su equipaje. Luego tomaremos el trasbordador hasta el lado de barlovento, donde les enseñarán sus alojamientos. Los que deseen hacer vida social esta tarde, dispondrán de escoltas de la policía militar para ir adonde quieran. Pero les haré una advertencia: mientras dure su estancia aquí, no olviden nunca que hay temas operativos de los que no hablamos en público. No prestamos ayuda y consuelo al enemigo. ¿Preguntas?
Nadie quería saber más, por si acaso alguno procuraba ayuda y consuelo accidentalmente.
– Bien, entonces nos veremos mañana en mi despacho, a las ocho según su horario.
Dio media vuelta rápidamente para abrir la marcha, y todos le siguieron en formación y en silencio.
Falk se apoyó en la barandilla de babor mientras el trasbordador gris y sólido surcaba el agua luminosa en la travesía de veinte minutos. Hacia la popa, la última luz del sol se derramaba en las colinas, y hacia el norte, a lo lejos, parpadeaban en el horizonte las luces de un pueblo cubano. Sólo iban a bordo ocho pasajeros, lo que dejaba abundante espacio para extenderse en la cubierta de acero. Bokamper se acercó sigiloso a Falk por la izquierda.
– Enhorabuena por el ascenso -le dijo Falk.
– No sé muy bien si lo es.
– Lo parecía cuando me lo dijo el general.
– ¿Detecto un tonillo mordaz?
– No es tan difícil ponerse en contacto conmigo.
– A lo mejor quería que fuese una sorpresa. Teniendo en cuenta que éste fue tu antiguo lugar predilecto y demás.
– Sí. Y demás.
Sólo ellos podían entender el significado de esas palabras, pero Falk echó un vistazo alrededor de todos modos, para asegurarse de que no les oía nadie. Era la ocasión perfecta para mencionar la carta de Elena que había llegado aquella mañana, pero decidió dejarlo para una ocasión más íntima.
– El general ha adoptado una actitud de médico de cabecera -dijo Bo-. Sabe tranquilizar a la tropa.
– Suponía que haríais buenas migas. ¿De qué va vuestro grupo? ¿Quiénes son estos tipos, en realidad?
– ¿Por dónde quieres que empiece?
– ¿Qué tal por el jefe? El tipo de Seguridad Nacional.
– ¿Fowler? Si tuviera que elegir a sus tres héroes principales, elegiría a George Patton, a John Madden y a Dale Carnegie. Les das fuerte, vas a por todas y complaces siempre al cliente. Un poco mojigato, pero cree sinceramente.
– ¿En qué?
– En la misión.
– ¿Y cuál es?
– Lo que le diga el jefe pero que él no me dice a mí.
– Pero tú formas parte del equipo.
– Sí y no. Aparte de eso, no debo decir demasiado. Ya les preocupa que estropee el grupo.
– Trabert dijo que habría sorpresas.
Bokamper asintió, mirando la estela espumosa del trasbordador en el agua. Sólo se oía el estruendo de los motores, cuyas vibraciones estremecían toda la cubierta. Bob ladeó la cabeza hacia el norte.
– Aquellas luces. ¿Cubanas?
– Sí. Caimanera, creo. O algún otro pueblo. Te acostumbrarás. ¿Y el de uniforme, Neil Cartwright?
– El recadero de Fowler. Y, considerando que cuenta con el respaldo del secretario de Defensa, debe ser un recadero muy hábil.
– ¿Cómo es?
– Del tipo tranquilo.
– ¿Quieres decir peligroso?
– O estúpido. No lo sé. Tal vez un cero a la izquierda, o tal vez el próximo subsecretario. Parece un individuo bastante bueno. Casi tan cordial como un funerario, pero eso va con el oficio. Ha sido designado principal detonante de sorpresas. El que encenderá las velas del pastel.
– ¿Cuándo es la fiesta?
– Pronto. Tal vez mañana.
– ¿Estoy invitado?
– Mejor espera que no. Pero no he visto la lista de invitados completa.
Era peligrosamente indefinido, aunque quizás estuviera bromeando, conociendo a fondo como conocía las flaquezas de Falk.
– ¿Qué más?
– Eso es todo lo que sé. Conozco a Fowler hace tiempo, pero hasta ayer no sabía absolutamente nada de Cartwright. Nos conocimos en el avión. -Falk alzó las cejas-. Ya te he dicho que no soy miembro original de «la tribu de los Brady». Adopción de última hora. El jefe quería que me mojara los pies, y ésta parece una buena oportunidad.
– Hablando de los Brady, ¿qué tal Karen y los chicos?
– Creciendo demasiado deprisa. Karen estupenda, se ofrece para lo que haya a la vista. Convirtiéndose en demócrata, aunque supongo que es el riesgo de vivir en Bethesda.
Bokamper tenía cuatro hijos, cada uno al parecer más polémico y complicado que el anterior, igualito que su querido papá. Estaba creando una prole entusiasta y bulliciosa como en la que se había criado él. Una visita a su casa hacía un año había sido una de las pocas veces en que Falk se había sentido tentado con la idea de casarse y tener hijos, establecerse en un lugar el tiempo suficiente para ver crecer y florecer tus semillas mientras podabas, escardabas y rezabas por la gracia de los elementos.
En las casas de sus amigos solía entrever peleas y poses, las presiones acumuladas de los excesivos planes de trabajo, o tal vez la amargura de una esposa cuya carrera había sido arrollada en la estampida de criar a los hijos. Falk solía despedirse aliviado y volvía a casa respirando hondo todo el camino.
Pero cuando se marchó de casa de Bob aquel día, sólo sentía envidia, tras haber presenciado la intensidad del amor que se crea cuando cada cambio de fortuna se afronta con plena energía y ambos esposos trabajan unidos, demasiado concentrados en proteger al otro para fijarse en las amenazas propias.
Le había conmovido sobre todo el ritual de acostar a los niños. Las cabecitas asomando de los cuellos del pijama cuando se vistieron para dormir. Sus semblantes confiados y satisfechos cuando Bo les arropaba. Falk suponía que él podría tener todo aquello también si se lo propusiera y lo intentaba con más empeño. Pero algunas personas no estaban hechas para esa vida, aunque la desearan.
Hablaron un poco más de los hijos de Bo, hasta que el trasbordador tocó el muelle de Punta Pescadores, y los motores se agitaron marcha atrás. Los bancos de caballas vacilaban en la corriente abajo, iluminados por las luces del muelle.
En la grada contigua, cuatro guardacostas cubrían los cañones de cubierta de su Boston Whaler, una lancha patrullera que Falk codiciaba siempre que la veía surcar la bahía. Con una lancha como aquélla podrías ganarte la vida allí. Una mujer alta y rubia secaba las salpicaduras del cañón más grande, uno de calibre 50 montado en la proa.
– ¿Hay muchas iguales aquí? -preguntó Bokamper.
Falk sabía que no se refería a la lancha ni al cañón. Al padre de familia seguían yéndosele los ojos detrás de las mujeres.
– No exactamente. Pero si quieres ver el campo completo, conozco el sitio. ¿Habéis cenado?
– Lo del vuelo. No muy malo.
– O sea, no muy bueno.
– Ya me conoces. Paladar de estibador.
– Cuando acabes de instalarte, baja al Tiki Bar. El local para estar y que te vean en La Roca.
– ¿Y el transporte? ¿Dispondremos de coches o se encargará el general que nos lleven a todas partes?
– Yo diría que la línea oficial será que está todo alquilado, lo cual es cierto. Pero también conveniente.
– ¿Crees que quiere vigilarnos?
– ¿No lo harías tú?
– Si fuese un pequeño paracaidista intransigente y entrometido como él, sí, supongo que sí.
La rampa de desembarque golpeó tierra. La voz del general Trabert se oyó cuando los recién llegados buscaban sus bolsas.
– Caballeros, tengo trabajo que acabar, así que me marcho -señaló su despacho en el cuartel general del destacamento de Guantánamo, el llamado Palacio Rosa, situado en lo alto del acantilado coralino de enfrente-. Sus alojamientos quedan a pocos kilómetros de aquí. Ahí está su autobús esperando con los faros encendidos.
– Primera clase todo el camino -masculló Bokamper.
– Acostúmbrese a eso, soldado -dijo Falk.
8
El Tiki Bar ofrecía el ambiente de isla tropical según la idea militar: un pequeño tejado de palmas, unas cuantas sombrillas de papel para las bebidas más extravagantes y cajas de cervezas suficientes para hundir una canoa de balancín. No era gran cosa -mesas blancas de plástico en una plataforma de cemento-, pero las bebidas eran frescas, la vista de la bahía, agradable y los precios se mantenían a un nivel de subsidio. Y mejor todavía, su emplazamiento a pocas manzanas de la calle principal de la avenida Sherman permitía escapar de los enjambres de la clase marginada de policías militares que ahora disponían de su propio bar al aire libre, el Club Survivor, abajo en la playa del Campo América.
Así que el Tiki Bar se había convertido en el centro de la vida social nocturna de la clase parloteante de Gitmo: interrogadores, lingüistas y analistas, aunque había pocas experiencias más desconcertantes que pasar seis horas en una habitación vacía sonsacándole información a un viejo saudí sobre su vida entre las pulgas de mar, y regresar luego con una Coronita bajo la sombra de una palmera mientras tus colegas repiten un antiguo episodio de
Falk hizo un rápido reconocimiento para ver si había llegado Pam, pero localizó en su lugar a Whitaker, que había llegado pronto con la esperanza de ver a los visitantes de Washington. Ya había augurado que serían la fuente de mucha diversión en los días siguientes y no quería perderse el primer acto.
A los pocos minutos llegaron Bokamper y los otros. Los tres se apearon de un autobús escolar amarillo. Todos se habían cambiado de indumentaria menos Fowler, cada uno según la propia idea de ropa de sport, que, en el caso de Cartwright, era pantalones cortos y camiseta de manga corta. Las moscas enanas se lo comerían vivo. Fowler al menos se había quitado la chaqueta y la corbata, y se empeñó en invitar a la primera ronda.
Falk hizo las presentaciones, y todos hablaron un rato de temas triviales, sobre el viaje, el tiempo que hacía en Washington y la temporada de béisbol en Baltimore. Por último, Whitaker ya no pudo contener más la curiosidad.
– ¿Y qué podéis contarnos de lo que tramáis? -preguntó con una sonrisa.
Bokamper sonrió también, pero no contestó. Cartwright miró a Fowler, que tomó la iniciativa.
– Poca cosa, me temo. Hablaremos con muchos de vosotros en los próximos días. Tendréis que confiar en mí cuando digo que queremos ser lo más discretos posible. Creedme, sabemos la importancia del trabajo que realizáis.
A Whitaker no le pareció convincente.
– Esperaba cierto trastorno, la verdad. Que nos diera algo mejor que hacer un tiempo. O más interesante, en todo caso.
Todos rieron, aunque con cierta cortesía.
– Sea como sea -dijo Fowler sin dejar de sonreír-, no estoy del todo seguro de que comprendáis lo afortunados que sois de estar aquí. No tenéis ni idea de las muchas personas de mi trabajo a las que les encantaría probar esta acción. Darían cualquier cosa por estar en vuestro lugar.
– ¿Cualquier cosa? A mí me bastaría con una bolsa nueva de palos de golf marca Titleists, si están tan locos por la idea. Sobre todo si pudiera usarlos en algún sitio donde no haya que imitar a un galán.
Esto provocó más risillas de todos menos de Fowler.
– Está bien reírse de ello, pero sabéis lo que quiero decir. O deberíais saberlo. Aparte de Irak, Gitmo es el frente más importante de la GCT precisamente ahora.
– ¿Geceté? -preguntó Cartwright, dándose un manotazo en el muslo para matar a una mosca.
Le contestó Falk:
– Guerra Global contra el Terrorismo. Acrónimo 12-b de Gitmo. Los conoceréis todos en cuarenta y ocho horas. Yo os animaría a usar el término «enérgico» en las próximas veinticuatro.
Fowler le miró con frialdad, lo que cabreó a Falk tanto que le devolvió la mirada, la cerveza le hizo efecto demasiado rápidamente tras su día maratoniano. No había comido nada desde el desayuno. Decidió que tal vez fuese mejor hacer las paces antes de que las cosas se torcieran más. Hasta el celo de los fanáticos solía calmarse cuando llevaban un tiempo de concentración en La Roca. En una semana o así, Fowler sería soportable, así que Falk señaló la cerveza del individuo y alzó la suya, que estaba vacía.
– Déjame invitarte a otra, tienes el vaso medio vacío.
– Vamos, Falk -dijo Whitaker-. Fowler es de los que lo ven siempre medio lleno.
– Tal vez debas largarte, con ese tipo de actitud -dijo Fowler.
– Calma, chicos. -Terció Bokamper, que actuaba de pacificador, un papel que solía interpretar sólo después de disfrutar de la discusión a base de bien-. Ha sido un día largo, pero la última vez que me fijé estábamos del mismo lado.
Whitaker dijo algo entre dientes y acarició la etiqueta de su Bud. Fowler hizo alarde de consultar su reloj y luego se levantó.
– Gracias, pero tengo que retirarme. -El tono y la sonrisa eran tan ceremoniosos y secos que a Falk no le habría sorprendido que les hiciera una venia, o le dijera a Whitaker que se reuniese con él al amanecer con pistolas y padrinos-. Tengo que poner al día algo de trabajo antes de acostarme.
Cartwright se levantó también en un gesto de solidaridad con el jefe, pero, cuando Fowler le despidió con un ademán, se dejó caer obediente de nuevo en su asiento. Un verdadero sacrificio, teniendo en cuenta la lucha que mantenía con los insectos. Whitaker estaba rojo de vergüenza, o tal vez sólo estuviese borracho. Falk se preguntó cuánto llevaría dándole. Se estaba convirtiendo en un hábito en su compañero de casa. Pero cuando Fowler subió al autobús, Whitaker volvió a la vida con un gruñido.
– A rezar por nuestras almas, supongo.
Bokamper sonrió, y se tomó un buen trago.
– Eso ha sido sólo el sermoncito.
– Ward siempre ha sido muy exaltado -dijo Cartwright.
– Pero también un trabajador fascinante -dijo Bokamper-. Dale tiempo, Whit. Te convencerá.
A Whitaker no le gustaba que le llamaran Whit, pero esta vez no le importó, al parecer.
– ¿Lo conocéis muy bien?
Bokamper se encogió de hombros.
– Al estilo de Washington. Trabajaba al fondo del pasillo en la Secretaría antes de dar el salto a Seguridad Nacional. De los de la nueva generación, que salvan al mundo conquista a conquista. Estuve en su casa una vez. A una cena, seguramente idea de su mujer. Conversación incesante sobre el trabajo. El hombre más culto del mundo, a juzgar por los libros. Prácticamente los había catalogado por el sistema decimal Dewey.
– A lo mejor se los había hecho enviar por un asesor. Uno de esos clubs con encuadernación de cuero y las páginas en blanco. El Palacio de los Libros sin Leer.
Bo sonrió, negando con la cabeza.
– No es su estilo. Es más probable que se los aprendiera todos de memoria, de la primera a la última página. Lo que no debes hacer es subestimarlo. Además, es bastante fácil ver por qué está desquiciado. Quiero decir, mira este sitio. Es asombroso. Yihadistas en el interior, Fidel en el perímetro. La mitad de los jóvenes robustos del Medio Oeste en su cuartel a orillas del mar, sentándose a comer en uniforme de camuflaje y diciendo «Obligados por honor» cada vez que saludan. Al menos eso es lo que leí en el
Sólo Bokamper podía mezclar reverencia y subversión tan ingeniosamente y luego rematarlo con una palmada verbal en la espalda. Al parecer, Cartwright lo consideró bastante laudatorio y se unió a las risillas. El único que no se reía era Whitaker, que seguía dolido por el desaire de Fowler.
– Entiendo que las cosas sean muy distintas con el general Trabert -dijo Cartwright, en un tono que parecía deseoso de confirmación-. El volumen de información ha aumentado, de todos modos. Tengo entendido que ahora se hacen más de cien interrogatorios a la semana. Bastante impresionante.
– Se trata de forzar los límites -dijo Whitaker-. El lema del mes. Yo soy un tipo de la Oficina. ¿Y qué sé?
– No todos están de acuerdo con la técnica -explicó Falk-. Sobre todo los que nos hemos formado para ser un poco más sutiles. Y no hablo de leerles sus derechos. Me refiero a los desafueros que en Estados Unidos desestimarían sin contemplaciones la confesión.
Cartwright dio un capirotazo a otra mosca que le estaba picando la rodilla.
– Bueno, no es que no exista algún precedente bastante noble de forzar las normas. Lincoln suspendió el
– Sí, ¿qué pasa con eso, Falk? -preguntó Whitaker-. Todos dicen que las corrientes tenían que haberlo arrastrado a nuestro lado.
Falk frunció el entrecejo.
– En realidad, eso depende de donde entrara. O tal vez todos estén mirando las cartas de navegación equivocadas. ¡Demonios, no lo sé! A lo mejor le llevó a dar una vuelta un delfín. Preguntádselo al general Trabert. Creo que me lleva la delantera en esto. -Se volvió hacia Cartwright-. Eso sin contaros a vosotros, por supuesto. Me han dicho que tendréis algunas noticias para nosotros por la mañana.
– Bueno, yo estoy donde todos los demás, en realidad, todavía intento encajar las piezas. -Dio una palmada a otra mosca y se quedó mirándose las rodillas nudosas. Se notaba que no estaba acostumbrado a mentir-. Cumpliremos nuestras pequeñas misiones y luego nos quitaremos de en medio del camino de todos los demás. Lo cual me recuerda que yo también tengo algo que hacer antes de acostarme. Más vale que me ponga en marcha si quiero servir para algo por la mañana.
Así que también él se marchó. El taciturno Whitaker se retiró a la barra, donde se entretuvo al lado de un grupo de juerguistas que en realidad incluía a dos mujeres, para variar, aunque ninguna era la que buscaba Falk. Bokamper los vio retirarse con evidente regocijo.
– Buen trabajo, Falk. Tú y tu compañero de alojamiento habéis despejado la mesa. Pero ahora que he conseguido una audiencia privada, dime. ¿Qué diablos pasa con este asunto de Ludwig?
– ¿Te refieres a que yo intente resolver un ahogamiento, o a la tormenta de mierda que está provocando?
– Ya me conoces. Lo segundo.
– Los cubanos no están contentos, eso es indudable. Ambas partes han colocado patrullas a lo largo de la alambrada. Supongo que ellos presentarán algún tipo de protesta oficial. No tengo ni idea de las razones que alegarán. La invasión de un hombre muerto no me parece una amenaza grave a la soberanía. Por otro lado, yo estoy cerca del fondo de la cadena alimentaria de Gitmo para saber algo más. Creía que tú tendrías algunas respuestas, viniendo de Washington.
– Estoy en el mismo barco que tú, al menos en esta delegación.
– ¿Entonces cuál es tu función en la «tribu de los Brady»? ¿O es que sólo has venido de carabina, para vigilar a Greg y a Marcia?
– Ojalá tuviéramos una Marcia. Digamos sólo que una parte interesada quería colocar un contrapeso.
– ¿Un contrapeso a qué? ¿O a quién?
– Ya lo verás. Si prestas atención.
– ¿Quién es la parte interesada?
– No es un tema abierto a la discusión.
– Vamos, Bo. Ya eres demasiado mayor para empezar a ser pelota.
Siguió una pausa, que se prolongó unos segundos más de lo necesario. Por sus muchos años de amistad, Falk sabía que era probable que siguiera a la misma algo importante.
– Lo siento, pero no puedo decir nada más. Órdenes del doctor.
Era cuanto necesitaba Falk. Desde hacía mucho tiempo, el benefactor de Bo en el Departamento de Estado era Saul Endler, un jefe de la alta política que había acumulado tantos doctorados que Bo le llamaba simplemente el doctor. Una parte Kissinger y dos partes alquimista, Endler parecía inmiscuirse sólo cuando se requería prestidigitación política y las apuestas estaban al máximo. E incluso entonces, su nombre no aparecía en la prensa, excepto en aquellas revistas poco conocidas que publicaban informes internos meses después de los acontecimientos, en larguísimas notas al pie que sólo leían los expertos.
– Entendido -dijo Falk.
– Sabía que lo harías.
– Así que en realidad no has venido por el secretario.
– Bueno, cumplo sus órdenes. Al menos oficialmente.
– Pero ¿también es algún tipo de tapadera?
– ¿Oficialmente? En absoluto.
– ¿Entonces por qué me lo dices?
– ¿Extraoficialmente? Porque necesito tu ayuda. -Se inclinó, acercándose más, y bajó la voz-. En una serie de cosas. Tal vez incluso en el asunto Ludwig, según a donde lleve. En cuanto al resto, ambos tendremos una idea más clara cuando se cierre el asunto mañana.
– ¿Arrestos? Es lo que se rumorea.
– Tú no pierdas de vista a Cartwright.
– ¿Y qué harás tú? ¿Vigilar a Fowler?
Bokamper negó, no como respuesta, sino como evidente negativa a decirle algo más.
– Piensa en OPSEC, Falk.
– Muy bien. Aprendes deprisa.
Pero la atención de Bokamper había pasado bruscamente a otro lado. Frunció la frente, con una expresión valorativa que Falk había visto suficientes veces para darse cuenta de que se acercaba una mujer. Falk estaba a punto de volverse para hacer su propia valoración cuando notó que le rozaban el hombro y oyó una voz conocida:
– Sabía que te encontraría aquí. Parece que tus nuevos amigos se han ido todos a la cama.
– Todos menos uno -dijo Bo, levantándose.
– Te presento a Pam Cobb -le dijo Falk-. Capitana Cobb para ti. Y él es Ted Bokamper, que también está aquí para trasnochar. Así que cuidado con lo que dices. Es muy oficial.
– Menos mal que sólo sois dos -dijo ella-. Envejece ser la única mujer en una mesa para seis.
– Por lo que he visto, es casi lo normal.
– ¿Le has explicado cómo funciona la estadística en Gitmo? -le preguntó ella a Falk.
– Es la vieja escala de diez puntos -explicó Falk-. Sólo que en el momento en que bajas del avión, el índice de cada varón baja tres puntos y el de cada mujer sube tres.
– ¿Y eso qué supone? -preguntó Bokamper a Pam-. ¿Sobre un doce?
– Veamos, ya estás deformado por la inflación. Soy un seis en el continente y un nueve en Gitmo; y aun así, he acabado con este tipo -contestó ella sonriendo.
Por suerte, ya no parecía irritada por la noticia de la carta perfumada de la mañana. Falk estaba a punto de ofrecerle una copa, pero se fijó en que ya tenía su bebida habitual,
– ¿Entonces qué haces aquí, aparte de mantenerle a raya? -preguntó Bo.
– Interrogadora. Saudíes, sobre todo.
– Es militar profesional. Domina el árabe, así que la enviaron a la Escuela de Inteligencia de Fort Huachuca.
– ¡Vaya! -dijo Bokamper-. Un prodigio de los cursos de tres meses. Tengo entendido que ha habido una lucha por algunos de vosotros.
Falk se crispó, pero Pam se lo tomó con calma, al parecer.
– Siempre hay un gráfico de aprendizaje. Pero podría decirse que también para los profesionales. Seguro que no hay más de cinco o seis que hayan tratado nunca directamente con árabe parlantes, no digamos con los que hablan pashto o dari, que son casi todos los afganos. Podrías hacer todo un libro de chistes sobre algunas pifiadas culturales.
– Excepto en el caso de nuestro amigo aquí presente, Míster Arabista -dijo Bo. Ella sonrió por primera vez desde las presentaciones. Falk quería tomar el terreno común y mantenerlo, pero Bo ya se había lanzado hacia la siguiente colina.
– No me refería a las pifiadas culturales tanto como a algunos de los otros horrores -dijo Bo-. Novatos que pierden el control del interrogatorio. Que se enfrentan a sus intérpretes en vez de a los sujetos. Que se cohíben incluso. Me han contado que algunos de los casos más difíciles prácticamente se burlan de vosotros.
– Eso sería antes de que yo llegara.
– Tal vez. Pero ¿qué me dices del rollo sexual?
– ¿Te refieres a las pullas? ¿A lo de «Eh, muchachote, ¿qué tal un poco de diversión?», que pidieron a algunas mujeres que probaran?
– Tengo entendido que era algo peor. Frotarse las tetas contra ellos. Pintar a los pobrecillos individuos piadosos con esmalte de uñas y decirles que era sangre menstrual. Desquiciarlos totalmente.
Pam se ruborizó. Que era exactamente lo que quería Bo, en opinión de Falk. Éste se avergonzó un poco al recordar todas las veces que él había intentado causar el mismo efecto.
– Ése no ha sido nunca mi terreno -repuso ella escuetamente-. Hubo algo de eso, pero se ha eliminado. Fue un desastre, algo que podría haberles dicho tras pasar unos minutos con estos individuos.
– ¡Vamos! No me digas que tú no has pestañeado alguna que otra vez. O que no lo harías si te dieran las señales correctas. Un aliciente es un aliciente. Y si les hace hablar, ¿por qué no?
– No buscas un aliciente cuando intentas ser su madre. O su hermana. Aunque lo intentara, no me interesa ofrecer mamadas a cambio de unos cuantos nombres de la red.
– Calma, hermana. ¿O debo decir madre? No hace falta hablar de mamadas. Sólo estoy tirando de tu cadena.
– ¿Y dónde lo has aprendido todo sobre interrogatorios?
– Hablando con gente como este tipo. Materia de lectura.
– Un experto en noventa páginas. Hay que ser muy jeta para venir aquí hablando como un profesional, ¿no te parece?
– ¿«Jeta»? -preguntó Bo, sonriendo con evidente satisfacción. Falk se encogió, previendo lo que seguiría-. Sé que eres militar, pero te has estado haciendo un verdadero favor moderando un pelín el número de tía dura.
Falk supo por la mirada de Pam que el comentario le dolía y que se moría por contestarle con un rápido: «Vete a la mierda». Pero debió comprender que eso sería seguirle el juego. Así que respiró hondo, se volvió a Falk y preguntó, con calma forzada:
– ¿Es tu amigo tan agradable siempre?
Bo contestó primero:
– Falk es demasiado educado para decirlo delante de mí, pero hay que tomar todo lo que digo con cierta reserva. A veces, con mucha.
Ella no contestó, pero resopló enfadada, con un brillo en la mirada que advertía que estaba buscando una oportunidad para contraatacar. Era molesto ver a sus dos amigos discutir, pero había otra emoción tras la desazón de Falk. Había visto a Bokamper meterse en aquel tipo de enfrentamientos con otras mujeres y siempre desembocaban en enemistad permanente o en relaciones apasionadas. Ninguna de esas perspectivas sería muy agradable en el reducido espacio de Gitmo. Afortunadamente, Bo pareció retroceder un poco, recostándose y poniéndose cómodo en su silla. Luego, como si leyera el pensamiento a Falk, se volvió y le dijo aparte:
– No te preocupes. Estoy casado. Además, no soy cazador furtivo.
– ¿Ha dicho «cazador furtivo»? -preguntó Pam-. Increíble. Así que tienes un ego tan descomunal como la bocaza.
– Calma -dijo Bo, riéndose ahora-. No te ofendas. Es como me educaron.
– ¿Otro marine?
– Eso también -dijo Falk-, pero se refiere a su familia. Si los conocieras, lo comprenderías. Seis hermanos y hermanas y una pelea cada dos por tres, y su padre azuzándoles como un amaestrador.
– Combate constructivo -dijo Bokamper-. Así lo llamaba papá. Era un viejo sargento de infantería y empleaba una versión propia del método socrático. Proponía un tema en la cena y dejaba que los retoños se arrancaran los pulmones unos a otros. Si no eras el más bocazas, te echaban del podio. Una especie de rey verbal de la colina.
– ¿Así que les decías siempre a tus hermanas que acabaran con el número del gallito?
– Oh, mucho peor que eso.
Ella sonrió a su pesar, luego negó rápidamente con la cabeza, como si intentase retirarlo.
– ¿Y qué has venido a hacer aquí?
– Soy el nuevo enlace del secretario de Estado con el destacamento.
– No te he preguntado tu título. Te he preguntado lo que haces.
– Vaya, le estás cogiendo el tranquillo. Pero punto en boca. Ya le he dicho a Falk más de lo que debía, así que tendrás que preguntárselo a él luego.
Falk se tranquilizó al ver que no empleaba la expresión «conversación de almohada» y creyó que lo peor ya había pasado. Unos momentos de relativa calma parecieron restablecer el equilibrio de la mesa, y Falk aprovechó la oportunidad para ir a la barra a buscar otra ronda. Seguro que Bo sería más amable si él no estaba delante, y deseaba que no se rompiera aquel alto el fuego.
– Así que ¿cómo os conocisteis vosotros dos? -le preguntó Pam a Bokamper en cuanto Falk ya no podía oír.
– Estaba a punto de preguntarte lo mismo.
– Pero yo he preguntado primero.
– Apuesto a que lo haces siempre.
– ¿Piensas contestarme?
– Yo era el oficial al mando de su sargento de instrucción, isla de Parris.
– No es precisamente como empiezan la mayoría de las amistades.
– Tienes razón. Pero yo era bastante nuevo en el trabajo y él estaba luchando contra nosotros. Necesitaba que alguien le ayudara a pasar lo peor.
– ¿Una figura paterna?
– No, pero eso era lo que me decía continuamente el sargento, sólo porque todos interpretaban mal al pobre desgraciado. Falk era tan puñetero que estaban seguros de que nunca lo conseguiría. Cualquier tipo de actitud paternal le irritaba. Lo que necesitaba era un hermano mayor, alguien que le enseñara a tratar con las autoridades mediante el ejemplo, no con más autoridad.
– Parece alguien que se había hartado de sus padres.
– ¿Te ha hablado alguna vez de ellos?
– Una pareja de borrachos, por lo que he deducido. Murieron cuando él era adolescente. Bastante grave cuando tu padre te pone un nombre por puro resentimiento.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Nunca te ha contado cómo le pusieron el nombre? -Pam se ruborizó con la alegría de una victoria menor.
– Claro. Le pusieron el nombre por Paul Revere. Su padre era hincha de los Red Sox, empeñado en cualquier conexión con Boston, y su madre ya había rechazado «Yaz».
– Eso es parte de la historia. Pero también tenía cierta conexión con Maine. Parece ser que durante la guerra de independencia, Paul Revere dirigió su desastrosa expedición naval Penobscot arriba. Perdió una flotilla de barcos y huyó por el bosque como un cobarde. Así es como le conocían en Deer Isle, al menos los mayores. Valiente bromita para gastársela a tu hijo, ¿eh? Claro que a Falk eso se lo contó su madre, así que vete a saber.
– Curioso. ¿Te contó él todo eso?
Ella asintió.
– Entonces supongo que también te habrá contado lo de su compromiso. -Pam se quedó boquiabierta-. Creía que sí. No te preocupes. Fue hace siglos. Acababa de terminar la universidad. Hubiera sido un gran error, y supongo que al final se dio cuenta. Desde entonces, sólo intima realmente con las mujeres cuando sabe que no se quedará mucho tiempo. Como en Yemen durante la investigación del
– O en Gitmo. No es que fueras a decirlo. Qué amable en avisarme.
– No quiero decir que vaya a ocurrirte a ti, por supuesto. Pero ¿sabes cuáles son los tres factores decisivos de las relaciones? Emplazamiento, emplazamiento y emplazamiento. Igual que los inmuebles.
– Así que ahora soy una propiedad costera, ¿eh? -esbozó una sonrisa tallada en hielo-. ¿Una ventaja del destino actual?
– ¿No has sido tú quien me ha explicado el sistema de puntos de Gitmo? Otra variación del mismo tema, eso es todo. Yo sólo digo que no debes descartar ninguna posibilidad, porque él nunca lo hace.
– ¡Valiente amigo estás tú hecho! Creía que los marines os ateníais al
– Pues claro. Haría cualquier cosa por Falk. Si estuviera ahora mismo allí robando al camarero y viera a un policía militar alzar el arma para dispararle, me lanzaría sobre él. Sin vacilación.
– Eso es lealtad, ¿eh?
– Para siempre jamás.
– Tal vez sea porque nunca habéis estado en bandos opuestos cuando algo importaba de verdad.
Antes de que Bo pudiese contestar, volvió a la mesa Falk, seguido de cerca por Whitaker, que parecía haberse recuperado.
– Estaba diciéndole a Falk que regreso al rancho enseguida, si alguien quiere que le lleve -dijo Whitaker.
– ¿Tienes coche? -preguntó Bokamper.
– Con Falk. Dile a Fowler que si se porta bien se lo dejaré para que dé una vuelta.
– Si te acuerdas -dijo Falk-, pon el ventilador de mi ventana cuando llegues.
– Con un poco de suerte no tendré que hacerlo. El técnico pasó esta tarde, dos días antes de lo previsto. Te recuerda de la infantería de Marina. Me dijo que te saludara.
A Falk le dio un vuelco el corazón.
– ¿Entendiste su nombre?
– Harry. Lo cual tiene gracia, porque juraría que es cubano, uno de los viejos trabajadores que iban y venían a diario. De todos modos, me dijo que fueras a verle alguna vez.
Falk supuso que tendría que hacerlo. Ahora parecía evidente que el mensaje de Elena era más urgente de lo que había pensado. Pero con un soldado muerto, arrestos en perspectiva y un equipo de fisgones de Washington sueltos, el momento no podía ser más inoportuno. Gitmo seguía encogiéndose a cada minuto.
Lo que menos le apetecía a Falk después de aquella conversación era mirar a Bo a los ojos, así que se volvió hacia Pam y detectó cierta cólera latente. Se preguntó qué le habría contado Bo en su ausencia.
– Creo que os dejaré hablar de vuestras cosas -dijo ella, con una sonrisa forzada-. Encantada de conocerte, Bo.
Su tono era indiferente, pero Bo le devolvió la sonrisa.
Whitaker, ajeno a todo, volvió al tema de Fowler y Cartwright en cuanto se marchó Pam. Pero también él se despidió a los pocos minutos.
Falk se sentía inclinado a hacer lo mismo.
– ¿Quieres que te lleve en coche? -le preguntó a Bo.
– Mejor no. Parece que el autobús sigue esperando. Seguro que Fowler quiere verme regresar así.
– ¿Desde cuándo te importan las apariencias? Esta misión tiene que ser verdaderamente importante.
– Ojalá supiera cuál es la misión. -Se inclinó sobre la mesa y añadió en voz baja-: Tenemos que volver a hablar. Pronto. En algún sitio donde tengamos intimidad. Voz y demás.
– Bueno, a ver. ¿Qué te parece mañana después del desayuno, un paseo por la playa?
– Perfecto.
– Te enseñaré dónde apareció Ludwig.
– Todavía mejor.
– Es un asunto grave, ¿verdad?
– Mañana, Falk. Mañana después del desayuno.
9
Adnan Al-Hamdi había aprendido a pensar en sí mismo como si fuese un ratón en una madriguera, que sobrevivía en un desierto lleno de tigres y serpientes. Era un paisaje abrasado, donde el sol blanco no se ponía nunca.
Los halcones eran una presencia permanente, sus sombras revoloteaban sobre la cabeza de Adnan a intervalos perfectamente cronometrados, como si giraran al ritmo de un tambor. El toque eran sus pisadas, el paso de las botas de los guardias que se acercaba incesante y se perdía luego en los corredores del Campo 3. Una vez por minuto. Dos veces por minuto. A todas las horas todos los días.
A veces los observaba desde su litera, el ratón enterrado debajo de las sábanas con el hocico al aire, moviéndose sólo lo suficiente para verles pasar: garras, pico y plumaje envueltos en camuflaje militar, el arma lista; una vista amenazadora, pero inofensiva siempre que no gritara ni se moviera como solía hacer al principio. La atenta observación había revelado una debilidad en su porte. En el lugar de sus uniformes donde se suponía que tenían que aparecer sus nombres, llevaban tiras de cinta adhesiva. Al parecer, ellos también temían este lugar.
Adnan no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí, sobre todo porque los primeros días (¿meses, tal vez? ¿años incluso?) eran ahora un borrón, y sólo recordaba algunos.
Le habían capturado en el campo de batalla cuando llevaba pocos meses en Afganistán, tras haber dejado su patria con un sentido de fervor y espíritu aventurero. Para unirse a la yihad. La obra de Dios llamaba allende los mares y desiertos. Aterrizó en Pakistán, donde los santos varones de las montañas le llevaron al norte desde Karachi, y luego al oeste, al otro lado de los desfiladeros yermos. No había suficientes fusiles para todos, y la nieve y el terreno de las elevaciones más altas le habían sobresaltado y entumecido. Durante semanas hicieron poco más que esperar o marchar; y entonces, aparecieron los bombarderos. En una semana murieron la mitad de los hombres. Explosiones enormes por doquier, y luego un viaje caótico hacia el sur. Les pilló una banda de tayikos. Los amontonaron en un camión pintoresco y luego los metieron a todos en un calabozo hediondo en medio de un naranjal, donde permanecieron semanas, hasta que le sacaron a la luz del sol delante de dos hombres con pantalones planchados y gafas de sol. Hablaban por aparatos emisores receptores y bebían agua clara de botellas de plástico. Uno hablaba algo de árabe, pero no muy bien.
– Eres un jefe -le dijeron los hombres.
– Soy un soldado -replicó Adrian-. Un defensor, sí, alabado sea Dios, el más santo, pero sólo soy un soldado.
– No -dijeron ellos-. Los hombres que te trajeron aquí dicen que eres un líder, un organizador.
Siguieron más preguntas. ¿Dónde te entrenaste? ¿Quién te pagó? ¿Cómo los reclutaste? Tomaron su ignorancia por obstinación, luego le llevaron al norte, medio día de camino valle arriba, otros dos días en un cajón metálico caluroso a la orilla de una pista de aterrizaje, rodeada de minas. Le pusieron un mono naranja, le vendaron los ojos y le metieron una bolsa por la cabeza, como a un pollo para degollarlo, que le tapó la cara mientras otro le ponía grilletes en las muñecas y en los tobillos. Le llevaron por un paso de tablones a un aeroplano, cuyos motores ya resonaban y el suelo vibraba debajo de sus pies. Luego más grilletes cuando se sentó, que le sujetaron al suelo. Sintió un portazo, luego oscuridad y el impulso del despegue antes de un viaje que le pareció que duraba días. Hundido en sus propios vómitos, heces y orines mientras el avión se balanceaba en los cielos fríos, siempre en la oscuridad estruendosa. Tiritaba y gritaba, pero sólo oía los chillidos de sus compañeros en el interior del tubo metálico hueco que los transportaba. En determinado momento, alguien le puso una manzana en las manos y consiguió estirarse el tiempo suficiente para dar unos bocados: el sabor y los jugos eran abrumadores. Pero era demasiado difícil seguir comiendo, amarrado como estaba, y cuando el avión rebotó en alguna turbulencia se le cayó la manzana. Oyó que rodaba entre sus piernas por el suelo.
Transcurrieron más horas hasta que, al fin, el avión golpeó con fuerza el suelo y se detuvo vibrante. Adnan oyó abrirse la trampilla trasera y notó la luz que traspasó la bolsa y la venda de los ojos. Oyó gritos, algunos en una lengua extranjera y algunos en árabe rudimentario, que le mandaban levantarse mientras alguien le soltaba del armazón del avión. Intentó incorporarse y se le doblaron las rodillas. Le pegaron con un palo en las pantorrillas y alguien le gritó al oído algo incomprensible. Luego le agarraron bruscamente de los brazos y le arrastraron, con las piernas hormigueantes. Notó el olor de aire marino y sintió una ráfaga de polvo y arena en las manos. El aire era un manto húmedo del que no se había librado desde entonces.
Cuando le quitaron al fin la caperuza y la venda de los ojos, estaba en una habitación blanca y helada, sentado en una silla metálica con las piernas encadenadas al suelo.
Le interrogaron cuatro horas seguidas, las mismas preguntas que le habían hecho los hombres de Afganistán. ¿Dónde te entrenaste? ¿Quién te pagó? ¿Cómo los reclutaste? Adnan contestó una y otra vez que no lo sabía, y luego le encerraron en su madriguera. No en la que vivía ahora, sino en una especie de jaula entre otras jaulas. Después le habían trasladado donde estaba ahora, todavía ofuscado por temores y extrañeza.
Hacía semanas que había empezado a percibir este nuevo mundo. Ocurrió después de darse cuenta de que la única forma de recuperar el equilibrio era imponiendo su propio orden natural. Pondría nombres a los objetos que le rodeaban, los clasificaría, los ordenaría y los enumeraría a su modo. Y había elegido la idea de los halcones y las serpientes como primeras etiquetas zoológicas, una taxonomía que esperaba ampliar mediante meticulosa observación.
Algunos aspectos de este universo resistían la simple clasificación. El día y la noche, por ejemplo. Los paneles fluorescentes del Campo 3 (Adnan había oído a un halcón decir el número de este lugar) emitían un resplandor crudo permanente. Era un limbo gélido entre sol y luna, que dejó la brújula de Adnan girando sin ancla hasta que redescubrió las posibilidades magnéticas de la oración. Ahora se guiaba por las cinco llamadas que llegaban regularmente por los altavoces de la prisión, cayendo al reducido espacio del suelo con celo famélico. Se orientaba hacia la Meca por una pequeña flecha negra marcada en el suelo a los pies de su cama, luego se arrodillaba en una alfombrilla fina de espuma.
Había poco espacio para mucho más. La habitación medía 1,80 por 2,60 metros, y la cama ocupaba aproximadamente un tercio. Adnan pasaba allí todas las horas del día, excepto las que le obligaban a volver a la habitación blanca, el nido pulcro y frío de las serpientes. Por lo demás, sólo hacía un viaje semanal a las duchas, escoltado a punta de pistola, para que se lavara bajo los rollos de alambre de espino, más media hora al día de «ejercicio», un poco de ocio en un rincón de cemento mientras miraba las madrigueras de los otros ratones que hablaban en otras lenguas.
Tenía pocas pertenencias, sólo las que le habían dado en una bolsita el primer día, y que reponían a medida que se le acababa cada provisión: su mono anaranjado, chancletas para la ducha, un gorro de oración, una colchoneta de espuma más una sábana y dos mantas para la cama, una manopla para lavarse, dos toallas pequeñas, un cepillo de dientes corto y grueso que se encajaba en la yema de un dedo, jabón, champú, la alfombrilla de oración y un Corán en una bolsa de plástico.
El retrete era un agujero en el suelo, en un rincón. En otro rincón estaba el lavabo, donde el agua salía en un chorrillo amarillento tan tibia y viciada como el aire. Tenía que agacharse para lavarse las manos, y agacharse más para beber directamente del grifo. Los halcones no le daban vaso porque decían que era un peligro para la seguridad. Podrías usarlo para arrojarnos tus excrementos y orines como hiciste anteriormente. Él no lo recordaba, pero no tenía razón para pensar que no fuese cierto. O podrías hacer algo con él, incluso un arma. Le dijeron que el lavabo era bajo para que pudiera lavarse los pies más cómodamente para rezar.
Pero Adnan ya no se preocupaba de las abluciones, porque la piedad ya no motivaba sus rezos. Había sido religioso en Yemen, y todavía más en Afganistán, cuando perdió las esperanzas de aventura ante los cañonazos y la penuria. Siempre que se acercaba la muerte, Dios parecía acechar detrás de él como un aliento cálido en la nuca. Pero en este lugar sólo sentía a Dios como una ausencia, un vacío. Dios, en su infinita sabiduría, había escapado y no se había llevado a nadie con él, desvaneciéndose en los vapores del calor sin una palabra. Así que la oración se convirtió en una simple rueda del reloj interno de Adnan y, cuando coincidía con la hora de comer, le indicaba la hora aproximada del día. En un mundo sin horizontes, bajo un cielo sin estrellas, la orientación temporal era su salvación. La rueda de su día giraba así: oraciones del amanecer, desayuno, ducha (sólo una vez a la semana), llamada para los enfermos, oraciones del mediodía, almuerzo, media hora en el patio de ejercicios, llamada para el correo, oraciones del crepúsculo, cena, oraciones de la noche.
Los únicos acontecimientos que llegaban sin aviso eran las llamadas para acudir a los nidos de las serpientes. Al principio (o lo que podía recordar de entonces), le habían llevado a diario, atado con cadenas y grilletes por los halcones, que luego le acompañaban a los nidos. Los halcones lo transportaban en una carretilla que se deslizaba por los caminos de grava. Las cámaras de las víboras se dividían en ocho habitaciones en hilera, como una huevera gigantesca, un lugar donde tal vez gestasen, se reprodujesen. O no, decidió Adnan, corrigiendo su versión del orden natural, quizás aquellas habitaciones se alinearan como los estómagos de un camello, cada uno con su propia función digestiva. Pero a él siempre le llevaban a la misma. Siempre la tercera puerta, detrás de la que esperaban dos hombres, siempre los mismos, que trabajaban a dúo. A veces, había también un tercer hombre detrás de un espejo, donde él podía detectar movimiento suficiente cuando cambiaba la luz para darse cuenta de que el espejo era en realidad una ventana. Al final desechó la imagen de los estómagos de camello y empezó a considerar las habitaciones como agujeros en el suelo, lugares profundos donde las serpientes acechaban detrás de sus espejos y debajo de sus mesas.
En los primeros días, las serpientes le extendían, le desnudaban y le mantuvieron bien expuesto a su silbido. Daban vueltas y se balanceaban como las cobras, ensanchando sus cuellos para enseñar sus capuchones, mientras las ruedecillas de sus asientos emitían chillidos ratoniles que se hacían eco de los suyos cuando daban vueltas hacia él para atacar. Hombres ceremoniosos que hablaban árabe se sentaban a un lado (chacales, los llamó Adnan después), y traducían al árabe las palabras de las serpientes. A veces los que hacían las preguntas se levantaban de las sillas para estar muy por encima de él, y le traspasaban con el diente y el veneno. Otras veces intentaban tragárselo entero, aplastándole los huesos con sus cuerpos hasta que absorbían en sus sistemas todos sus jugos.
Adnan recordaba vagamente que había empezado a balbucear en defensa propia, a hablar disparatadamente, pero ellos se limitaron a apretar más fuerte, hasta que ya no sabía lo que decía. O tal vez no dijera nada en absoluto, con la mandíbula rígida por el veneno, cerrada. Tenía que haber sido así, porque al final llegó el día en que le dejaron en paz, arrojándole otra vez a su madriguera para unas semanas de descanso bajo las sombras de los halcones revoloteantes, que ya no iban a buscarle en la noche iluminada.
Precisamente en aquel periodo había empezado a recuperar el sentido del orden, el reloj de sus días, y entonces empezó a poner nombres y a clasificar. Y más o menos por entonces también había llegado la última criatura. Que reclamó también la presencia de Adnan en la guarida de las serpientes, aunque él era diferente. Más tranquilo. Más lento. Daba vueltas a cierta distancia, y no silbaba en la lengua de los otros ni dependía de un chacal para que interpretara sus palabras. Adnan se asustó al oírle hablar árabe, como si hubiese entrado sigilosamente en el hogar de Sana, hubiese robado las palabras a sus padres y a sus hermanas y las retorciera luego hasta hacerlas casi irreconocibles con su acento de serpiente. Formulaba las vocales yemeníes y pronunciaba las palabras de moda del bazar, pero el acento lo delataba como intruso. Claro que al menos él nunca enseñaba los colmillos. A veces incluso decidía dar vueltas con los halcones, sobre todo de noche, en las horas tranquilas en que la luz permanente era más cruda, o en la penumbra que precedía a las primeras oraciones, cuando la noción del tiempo de Adnan era más débil.
No le había dicho su nombre, lo mismo que los otros animales que habitaban el mundo exterior de la madriguera de Adnan. Así que tuvo que idear él uno, y eligió Lagarto. También un reptil, pero sin la mordedura de serpiente. Se parecía más a las grandes criaturas verdosas que había visto Adnan al otro lado de las vallas, y que seguramente eran también intrusos disfrazados que esperaban a mudar la piel para adoptar forma humana.
Adnan decidió entonces que su vida mejoraría un poco si complacía al Lagarto, y así empezó su diálogo, cauteloso y vacilante al principio, pero lo bastante inofensivo para que empezara a recibir casi con alegría sus sesiones, pues ahora le resultaba un alivio salir de la madriguera. El Lagarto no decía nunca mucho de sí mismo, pero no hacía falta. Podías saber mucho de una criatura como él si prestabas atención. Había sido soldado una vez, Adnan estaba seguro. Y había vivido en aquel lugar antes, hacía mucho tiempo. El hecho de que no vistiese uniforme significaba que ahora trabajaba para algún servicio de seguridad de los que había oído hablar casi todo el mundo, incluso en Sana: la CIA o el FBI. Todo eso despertó la curiosidad de Adnan por razones que aún no estaba dispuesto a revelar. Cuando volvió a la madriguera de uno de sus encuentros, hizo algo que no había probado nunca (que él recordara): gritó a los otros ratones de las celdas que le rodeaban.
– ¡No les he dicho nada! -gritó, porque había oído a otros gritar lo mismo.
Se oyeron aplausos, algunas palabras de ánimo en árabe.
–
Ya no se trataba de Dios. Se trataba de hacer correr la voz, de poner al corriente a los demás comunicando la noticia de este mundo nuevo que Adnan estaba empezando a comprender al fin.
Hasta el momento, suponía, había sido un eslabón roto en la cadena de comunicación que propagaba las noticias entre las celdas del Campo 3. Los últimos que habían llegado les habían comunicado que estaban en Cuba. Otros les habían dicho que todo el mundo conocía su existencia. Cada información ampliaba su nueva noción de las cosas. Corrió la voz de que algunas docenas de hombres habían vuelto a casa realmente, habían cruzado de nuevo el mar en el mismo avión que los había llevado allí. Adnan, que siempre se había mantenido al margen de las conversaciones de una celda a otra, se enmendó y se incorporó a ellas, diciéndoles a los otros más incluso de lo que le había dicho al Lagarto. Porque él tenía secretos. Y ahora sabía instintivamente que si las serpientes y el Lagarto querían descubrirlos, tal vez les fuesen útiles también a los otros ratones.
La noche anterior, el Lagarto le había sorprendido, incluso le había asustado un poco, yendo a buscarle a la peor hora. Eso le había desconcertado, haciéndole desear acelerar la conversación. Quizá fuese eso lo que había desatado uno de los recuerdos más profundos de sus tiempos en Yemen, algo que hasta entonces había permanecido irremediablemente enterrado. Era el nombre de Hussay, el hombre que había pagado los viajes de Adnan a través de los mares. Agente de viajes y mecenas al mismo tiempo, Hussay era otro extranjero con un acento pésimo.
Pero, al parecer, la revelación de Adnan no había producido ningún efecto. Parecía que el Lagarto creía que Hussay era simplemente otro yemení, e indignó a Adnan insistiendo en preguntarle su apellido, como si la gente como Hussay lo dijeran alguna vez. Y para empeorar todavía más las cosas, una de las serpientes antiguas había irrumpido entonces en la habitación. Adnan reconoció de inmediato su gesto de reptil, la chaqueta gris que se quitaba como una piel vieja siempre que empezaba el apretón, despegándose en el respaldo de la silla para quedarse en el sitio cuando la serpiente se levantaba de su asiento dispuesta a atacar.
Así que Adnan se negó a decir nada más, aunque le parecía que el Lagarto estaba tan indignado como él con la serpiente, una rareza que no perdió un minuto en comunicar a sus vecinos en cuanto volvió a la madriguera.
Adnan seguía considerando aún las implicaciones del asunto cuando se levantó de la cama aproximadamente a las diez de la noche, según sus cálculos. Era hora de dar una vuelta, un paseo por Sana, su ciudad natal. Aquellos paseos eran otro añadido reciente a su plan. Caminaba a uno y otro lado de la celda e imaginaba su regreso a casa, paso a paso. Si acortaba los pasos sólo un poco, podía reducir a cuatro zancadas cada recorrido, y dar otras cuatro para la vuelta. Solía tardar unos diez minutos en dejar atrás la celda y encontrarse en las calles y callejuelas de su ciudad, cuya arquitectura extraña y atemporal daba a los edificios el aspecto de una tarta helada rellena de piedras claras y pintura blanca, con adornos en todas las puertas y ventanas. Adónde ir hoy, pues, a última hora de la tarde, con la luz del sol deslizándose al otro lado de las montañas, un caramelo refrescante que suavizaba todas las esquinas y los tejados. Cruzó los adoquines, y luego los caminos embarrados, abriéndose paso hacia poniente por las salas de
– ¡Adnan!
Era un halcón. Abrieron la puerta de su madriguera y le lanzaron una ráfaga de palabras, incomprensibles todas menos la última, que se había convertido en una contraseña que significaba que era hora de ver al Lagarto.
– ¡Muévete, Adnan! Te quieren en interrogatorios.
Su primera parada fue en otra madriguera, una vacía donde esperaba siempre a la carretilla que le llevaba a las guaridas. Pero esta vez la rutina fue diferente. Le subieron a empujones a un furgón, uno verde grande como los que usaban los ejércitos en las marchas, con alerones de lona en la parte posterior. Le sujetaron con pernos y arrancaron. Y, lo más extraño, cruzaron una verja y luego otra. Adnan veía su avance por una rendija entre las lonas.
¿Sería posible? ¿Se marchaba de allí? ¿Se marchaba a casa, volvería al avión que le llevaría a la libertad, con su madre y sus hermanas?
El viaje prosiguió a oscuras, su primera experiencia de la caída de la noche desde hacía siglos. La oscuridad natural no era en absoluto alarmante, sino balsámica; el aire era más fresco y olía a plantas y a tierra, un mundo en el que sentías en los pies el terreno en vez del cemento. En su excitación creciente, Adnan se permitió suspirar aliviado. El vehículo subió una ladera y, cuando el conductor hacía pausas para cambiar de marcha, Adnan creía oír los coros de insectos del desierto nocturno, que le conmovieron más profundamente todavía.
Sus esperanzas se hundieron, sin embargo, cuando el vehículo se detuvo en otra verja, donde había halcones en menor número, que daban vueltas con linternas y se gritaban unos a otros, acompañando al furgón al interior. Adnan se dio cuenta de que conocía aquel lugar. Vivía en los recuerdos más vagos y confusos de su llegada. Había pasado allí meses antes de acabar en su madriguera actual. Era el lugar en el que habían amontonado las jaulas de un lado a otro. Pero ahora, incluso en la oscuridad, vio que estaban vacías y cubiertas de maleza, que las había invadido desde la ladera cercana, esta antigua casa odiosa entregada a la jungla.
Le sacaron del vehículo, con los pasos acortados por los grilletes de los tobillos, y le empujaron hacia una caravana como la que contenía las guaridas. Se abrió la puerta de una habitación iluminada, con una mesa, dos sillas y un espejo en la pared. Pero no veía por ningún lado al Lagarto.
Entonces llegaron las serpientes. Eran dos, y Adnan no las conocía. Una vestía el plumaje verdoso moteado de los halcones. La otra lucía un atuendo más típico de serpiente, aunque no la piel gris que les gustaba mudar a algunos. Hacía mucho frío. Unos cuatro grados, después del calor del exterior, y parecía que habían puesto al máximo la caja de la pared que echaba aire frío y resonaba.
Un halcón le encadenó los grilletes a la argolla del suelo. Entonces la serpiente verde moteada masculló una orden y el halcón le alzó la camisa sobre la cabeza. Adnan no era tan estúpido como para forcejear, aunque sintió un frío congelante sin la camisa. Parecía haber cierta confusión en cuanto a lo que tenían que hacer a continuación, hasta que al fin el halcón le soltó los grilletes para sacarle los pantalones y los calzoncillos, volviendo a sujetarle rápidamente. Adnan se movió para recostarse en la silla, pero la serpiente gris le empujó en la espalda hasta que se cayó al suelo. El halcón le esposó y sacó una cadena, que enganchó a los grilletes, apretándola hasta que la segunda serpiente le gritó una orden. Adnan se quedó allí, encorvado y helado; le picaba la garganta y notaba los senos nasales obstruidos. Le pusieron una capucha en la cabeza, y él empezó a ofrecer resistencia entonces, pero ya era demasiado tarde. Le echaron algún tipo de cuerda al cuello, lo bastante prieta para impedir que se le cayera la capucha. Oyó entonces que movían los muebles y arrastraban las sillas. A los pocos segundos pusieron música, como el chillido de algo electrónico y chirriante, un sonido palpitante como los latidos del corazón, que se fundía todo en una especie de dolor en los oídos. Luego subieron más el volumen. Adnan apenas oía las voces de las serpientes con aquel estruendo.
Esto se prolongó lo que le parecieron horas, hasta que al fin bajaron la música. Le zumbaban los oídos, doloridos por la música y el frío. Notó entonces que una de las serpientes se acercaba más y se inclinaba, y sintió su aliento en el oído, casi agradable aunque sólo fuese por el calor.
La serpiente hablaba su propio idioma y uno de los chacales repitió sus palabras en árabe distorsionado:
– Háblame de Hussay, Adnan. Háblame de él y de todos los demás con los que trabajaba. ¿De dónde era Hussay, Adnan? Lo sabes, ¿verdad? ¿De dónde era? ¿Dónde estaba su hogar?
Adnan ni siquiera se molestó en negar. La serpiente esperó un rato y le repitió las mismas preguntas. Y luego otra vez. Adnan permaneció callado e inmóvil, y notó que la serpiente se apartaba de él. Y entonces empezó de nuevo la música, más fuerte que antes. Y alguien agarró la cadena sujeta al suelo y la apretó más. El dolor de las articulaciones y de la espalda arqueada hizo sentirse a Adnan como si alguien le estuviese retorciendo como un trapo húmedo, y el frío le producía dolores punzantes en los huesos.
¿Cómo había llamado a aquella información sobre Hussay, el recuerdo que le había ofrecido al Lagarto ayer mismo? Su gran regalo. Sí, un regalo del que ahora se arrepentía. Creía que alguna serpiente tenía que haber entendido lo importante que era, aunque el Lagarto no lo hiciese. Y si eso era cierto, probablemente no hubiese ningún medio de que interrumpieran aquel tratamiento pronto. No lo harían hasta que consiguieran todos sus secretos.
Pero Adnan decidió que no los tendrían nunca. Ya no. Ninguno de ellos, ni las serpientes ni el Lagarto. Aunque le mataran. Ya no era un ratón. Ahora era un topo, ciego a sus luces y a aquel mundo exterior.
Y cada minuto que transcurría, cavaba más profundamente.
10
«Nuestros enemigos intentan sacarnos información a diario, empleando toda suerte de medios. A veces, pueden preguntaros directamente después de haber hablado […] Si alguien, aparte de un compañero, os aborda y os pregunta sobre nuestra misión, unidades, o cualquier cosa relacionada con nuestra operación general, tenéis la obligación de comunicarlo de inmediato. Mientras tanto, recordad que vuestras conversaciones no son nunca confidenciales en público ni por teléfono, sobre todo en nuestro medio. Así que desempeñad vuestro papel para anular la capacidad de obtener información de nuestros adversarios. "Pensad en la OPSEC."»
De la columna «OPSEC Corner», semanario
El primer arresto se produjo antes del desayuno, cuando un estruendoso convoy de vehículos Humvee llegó a la puerta de una casa de Villa Mar. Buscaban a Lawrence Boustani, un lingüista árabe empleado por United Security, una de las dos grandes empresas contratistas de seguridad. Le esposaron en pijama, mientras sus compañeros de vivienda observaban desde la cocina, parpadeando soñolientos.
Boustani trabajaba habitualmente en el equipo de Pam, que se vio rodeada de curiosos en cuanto llegó a desayunar aquella mañana. Todos querían saber los detalles, pero no los conocía nadie, al parecer.
– Su padre es libanés, tal vez ése sea el vínculo -dijo Pam.
Los habituales, entre los que se contaba Falk, se inclinaron más para no perderse una palabra. Todos inclinaban la cabeza en todas las mesas del comedor, y todos hablaban en voz baja. Y todos parecían convencidos de que aquélla sólo era la primera de muchas detenciones similares.
– ¿No es de la Marina? -preguntó Whitaker-. ¿Retirado o algo?
– Ejército de Tierra -corrigió Pam-. Aerotransportado 82. Bragg y algunos destinos en el extranjero. Lo dejó en 1999. Es un buen tipo.
– Muchos buenos tipos nos han fastidiado antes -comentó Phil LaFarge, miembro del equipo tigre de Falk y psicólogo del Servicio de Inteligencia del ejército.
– O sea que se da por sentado que es culpable, ¿no? -dijo Whitaker-. Recordad que ésta es una operación del Pentágono.
– Bueno, yo sé que Tyndall nunca ha confiado en él.
– A Tyndall no le gustaba. Nunca le oí decir nada sobre confianza.
– Tal vez porque no se fía de ti, por ser de la Oficina.
– Entonces supongo que seré el siguiente.
Risa nerviosa. Humor negro. Era fácil predecir cómo transcurriría el día. A la hora del almuerzo, habría chistes recién acuñados y una nueva serie de conjeturas. A la hora de la cena, ya habrían enviado los chistes por correo electrónico a colegas de Washington y de varias bases militares en Estados Unidos. En algunos círculos considerarían a Boustani la mayor amenaza para la seguridad nacional desde Osama bin Laden. En otros, sería un chivo expiatorio, el nuevo Dreyfus.
– Supongo que esto te quita de la primera plana -le dijo Whitaker a Falk, refiriéndose al revuelo del día anterior por Ludwig.
– Como si todo esto apareciese alguna vez en
– Pensad en la OPSEC, amigos -gorjeó Whitaker-. ¡Vaya! Hablando del rey de Roma…
Allí estaban los tres miembros del equipo, que entraron en el comedor, recién llegados de la cacería. Tan extraños como siempre, desde luego no tenían pinta de cazaespías. El uniforme de Cartwright parecía haber sido almidonado y planchado durante la noche. Fowler vestía un polo dorado y pantalones caqui de sport, y parecía un agente inmobiliario. Bokamper se rezagó unos pasos, a propósito en opinión de Falk. Calzaba mocasines sin calcetines, y asintió mirando a Falk desde el otro extremo de la estancia, mientras se dirigía a una mesa en un rincón lejano. Desayuno de negocios.
– Tramando el siguiente movimiento -dijo LaFarge-. Con un poco de suerte, podrás tomar el de las diez diez a Jacksonville, Whitaker.
– Contrataré a un abogado especialista en demandas por daños e invocaré la Quinta.
Falk captó la mirada de Pam. Tenía la misma expresión que los demás, una parte de preocupación y dos partes de entusiasmo. Igual que la agitación de cualquier oficina o gran organización. Incluso cuando la noticia era mala, provocaba una descarga de adrenalina, una ráfaga de energía que se consumía en cotillear, escribir a mano y en una frenética fascinación. La productividad se iría por el desagüe el resto de la semana, que seguramente era lo que más temía Trabert de este destacamento. Falk se preguntó si los prisioneros advertirían la diferencia en el sutil cambio de presión del aire. La idea le recordó a Adnan. Tenía que encontrar tiempo como fuese para una sesión complementaria con él, aunque otros asuntos figurasen primero en su apretada agenda. Ya se había atrasado en el caso de Ludwig. Y estaba también el acuciante asunto de «Harry», a quien tendría que visitar.
Notó que Pam seguía mirándole y alzó la vista. Después de salir del Tiki Bar la noche anterior, había parado en casa de ella para recogerla y habían pasado una agradable velada tardía. Fueron en coche a casa de él, donde competían los ronquidos de Whitaker y el zumbido del aparato de aire acondicionado reparado, que mantenía la casa tan fresca como un hospital. Tomaron otra copa en el sofá y luego pasaron una hora agradable en la cama. Falk descubrió que echaba de menos la agilidad habitual de sus cuerpos, aunque jugar en el frío le recordó el aparcamiento de Maine una noche de otoño: el ulular de los búhos en los árboles mientras vigilabas por si aparecía el único poli nocturno de Deer Isle.
Falk había acompañado luego a Pam a casa. Era algo que formaba parte de la farsa en Gitmo. Todos de vuelta en su cama al amanecer. Recorrieron las calles estrechas y sinuosas, pasados los cactus, bajo un inmenso cielo estrellado; los faros les ofrecían destellos de barrios residenciales estadounidenses trasplantados.
Cuando pararon junto a la casa de ella en Windward Loop, en la que no se veían luces (las compañeras debían estar durmiendo), Pam se apoyó en la puerta y se estiró como un felino. Todavía olía como en la cama, y Falk sabía que cuando regresara a su habitación, todo el lugar estaría impregnado de su perfume. La brisa nocturna entraba por las ventanillas abiertas con el aroma a hierba seca de la tierra calcinada.
– ¿Así que es verdad lo que dicen? -preguntó Pam con una sonrisa traviesa-. ¿Que las amas y las dejas? ¿Una chica en cada puerto?
Falk sabía muy bien de dónde había sacado la idea; pero, teniendo en cuenta su historial, supuso que la pregunta era razonable.
– Así ha sido a veces. Hace unas semanas, habría dicho que sería igual ahora. Pero últimamente no es lo mismo. Me cuesta mucho creer que nos diremos adiós sin más en cuanto termine nuestro destino aquí.
– A mí me pasa lo mismo. Sería bastante doloroso. El tipo de dolor que procuro evitar si es posible.
Él supuso que era el momento de retirarse gentilmente si no estaba seguro de un futuro juntos. Sonrió, aunque no dijo nada.
– ¿Te incomoda hablar de esto? -preguntó ella-. Podemos hacerlo en otro momento.
– No. Sólo es falta de práctica. Han transcurrido años.
– Me parece bien la falta de práctica. Me preocupaba más que hubieras tenido demasiada, que esto fuera parte de la rutina.
Falk negó.
– Es curioso que tengamos esta conversación, si lo piensas, considerando lo que hacemos aquí. Nos ganamos la vida haciendo preguntas. Quiero decir que no es como si no supiéramos llegar al fondo. Pero estamos aquí sentados, esperando que el otro dé el primer paso.
– Tal vez yo sólo esté observando tus claves no verbales.
Falk esbozó una sonrisa forzada. Suponía que ambos se preguntaban el escrutinio que podían soportar en aquella etapa del juego. Siempre que un interrogatorio llegaba a un punto delicado, la norma primordial era la confianza. Se preguntó si estarían dispuestos a comprobar esa confianza revelando todos sus sentimientos, y recordó de pronto el antiguo consejo de Quantico, la parte acerca de «vencer la resistencia mediante la compasión». Pero ¿admitiría uno de los dos que ofrecía resistencia precisamente entonces?
– Bueno, considerando que somos una pareja de profesionales -le dijo Pam-, ¿puedo hacer otra pregunta indiscreta?
Falk asintió.
– ¿Existe alguien de quien debiera saber? ¿Alguien en Washington, o, bueno, en cualquier otro sitio?
Falk supuso que era su modo de preguntar por la carta perfumada. Tal vez fuese lo que había provocado la conversación.
– Nadie importante -dijo él, devolviéndole la mirada-. ¿Y en tu caso?
– Lo mismo.
– Bien, ¿qué más te contó Bo de mí mientras fui a buscar las bebidas?
– Que estuviste prometido una vez.
Él se ruborizó, y se alegró de estar a oscuras.
– Un error de juventud.
– ¿Que no se repetirá nunca?
– No puede repetirse. Ya no soy joven. Cualquier error futuro será el error plenamente consciente de un profesional maduro.
– Puedo soportarlo.
– Sin duda comprenderás que ahora tendré que pedir a Bo un informe detallado sobre el final de vuestra conversación.
– Por supuesto.
– Bien, porque será a quien vea primero esta mañana.
Pam frunció el entrecejo.
– Ten cuidado con él.
– ¿Con Bo? ¡Diablos! Nos conocemos hace años. Es como un…
– ¿Hermano mayor?
– Sí.
– Él también me lo dijo.
– Pues ya lo ves. -Aunque ahora se sentía un poco traicionado por su amigo, y, al parecer, Pam lo advirtió.
– No te preocupes. Seguro que sólo intentaba ligar.
– ¡No me tomes el pelo!
– ¿Por qué? ¿Porque está casado?
– Para empezar.
– Eso no significa nada para los tipos como él. Ni tampoco la «caza furtiva». Te lo aseguro.
– Sólo es un poco fanfarrón. Siempre lo ha sido.
– Y apuesto a que lo seguirá siendo. No es que él quiera que lo sepa su hermano pequeño. Así que no seas ingenuo. Sobre todo, no hasta que sepamos lo que se proponen realmente esos desgraciados. Recuerda que es uno de ellos.
– Bo dice que él no está en el círculo interno.
Ella puso los ojos en blanco, destellos blancos a la luz de las estrellas.
– ¡No me digas! -exclamó, pero menos tensa.
Se inclinó para acariciarle la mejilla, atrayéndole sobre el asiento de vinilo, con un crujido de los muelles. Volvían a ser escolares adolescentes, concentrados en un prolongado besuqueo junto a la acera. Falk casi esperaba oír los gritos de un papá irritado en el porche.
– ¿Así que esto es sólo otra parte de mi número de «chica dura»? -susurró ella, debatiéndose para respirar.
– Eso te sacó realmente de quicio, ¿verdad?
– El único que me saca de quicio eres tú.
Otra caricia, una ráfaga de sudor y jazmín, así que Falk lo dejó. Aunque aún le preocupaba, porque había visto la misma reacción antes con Bo: la cólera inicial, las mujeres afirmando que le aborrecían. Y luego daban un giro de 180 grados y se enamoraban de él, cruzando la línea entre la cólera y la pasión de un solo paso ligero.
Falk dormía profundamente cuando sonó el teléfono pocas horas más tarde. Whitaker llamó a la puerta del dormitorio para decirle que preguntaban por él. Eran las seis de la mañana. Falk se dio cuenta de que había soñado con La Habana, el perfume de Elena se había mezclado con el de Pam. Una habitación de hotel con un ventilador en el techo y el sonido de tambores que llegaba de la calle. Todo eso se fundía en su mente cuando se levantó vacilante. Recorrió el pasillo confuso, reprochándose no haber visto a Adnan. Demasiado preocupado por mujeres y amigos. La cocina estaba congelada, notó el linóleo gélido en las plantas de los pies descalzos. Gritó la inconfundible voz de Bokamper:
– Hay que cancelar nuestro paseo por la playa, amigo. Tengo una guerra urgente a la que asistir.
Falk se despertó al instante.
– Así que ha empezado. ¿Tenéis un nombre?
– Como te dije, yo sólo estoy aquí para observar.
Y ahora, mientras Falk permanecía sentado en la mesa del desayuno en el comedor, se preguntó si Bo había sido franco con él. Pam no lo creía, desde luego, pero ella no le conocía, ni conocía la historia de ambos, las tormentas que habían capeado, la confianza que habían establecido. Fuera cual fuese el caso, Fowler debía haber decidido por la noche tomar medidas de inmediato, pues, de lo contrario, Bo no habría cancelado su cita en la playa, para empezar. Tal vez toda la charla irreverente del Tiki Bar hubiese convencido a Fowler de que tenía que actuar enseguida.
– ¡Vaya! ¿Qué os parece eso? -se asombró LaFarge.
Tres recién llegados al comedor se dirigían a grandes zancadas hacia el equipo. Fowler hizo las presentaciones mientras Cartwright acercaba sillas para todos. Según todas las apariencias, eran invitados.
– ¿Qué os parece? ¿Víctimas o colaboradores? -preguntó Whitaker.
– El capitán Rieger no es ninguna sorpresa -dijo LaFarge-. Walt es el jefe de contraespionaje del ejército de la JTF, así que tienen que contar con él. Protocolo.
– Pero, ¿Van Meter y Lawson? -preguntó Falk.
Se refería al capitán Carl Van Meter y a Allen Lawson. El primero vestía uniforme. El segundo no.
– Lawson es de la organización. Global Networks.
– Eso no tiene nada de extraño -dijo Whitaker-. Lawson es competencia de Boustani. Seguro que consigue un bono por ayudar a enviarlo a chirona.
– O tal vez haga sólo lo correcto -terció Stu Sharp, un investigador de las Fuerzas Aéreas-. Van Meter es el único que no me encaja. ¿Cuál es su título oficial?
– Oficial de inteligencia para las Fuerzas de Seguridad -dijo Whitaker-. Informador del J-DOG.
– Sólo en lo tocante a los árabes -dijo Sharp-. Se cabrea cuando ve a uno de los lingüistas rezando. Debe creer que están recitando el juramento a la yihad o algo parecido.
– Reconozco que a mí también me pone los pelos de punta -dijo LaFarge-. Sé que no debería, pero cuando ves a los prisioneros haciéndolo todo el día y luego uno de tus intérpretes empieza también… -negó con la cabeza.
– Van Meter me dijo una vez que cree que estamos en una guerra por la supervivencia de nuestra cultura -dijo Whitaker riéndose.
– Tiene razón -sentenció LaFarge.
– ¿También con Boustani? ¿Es él el enemigo? Diablos, Boustani se crió en Brooklyn.
– Eso no tiene nada que ver en cuanto te haces religioso. Pero reconozco una cosa. Van Meter tiene tirria a Boustani. Cree que es demasiado amable con los saudíes. Debe de haber presentado un montón de quejas sobre ello a Rieger.
– Pues parece ser que han dado resultado.
– Vamos, tíos, ninguno de nosotros sabe qué más tienen. Ni lo que han encontrado en casa de Boustani.
– Pareces un fiscal -dijo Falk-. ¿Seguro que no eres el fiscal del distrito, LaFarge?
– Bueno, os garantizo una cosa -dijo Whitaker-. Este arresto tendrá mucho éxito entre los soldados. Seguro que habéis visto las miradas que echaban a Boustani los policías militares cuando se ponía a hablar de la paz y la belleza del islam.
Falk recordó su época de joven pardillo. También a él le habrían irritado las oraciones y las lecturas. Si su carrera hubiese seguido otro rumbo u otro idioma, podría seguir siendo igual. Y sabía por su experiencia en el ejército que muchos soldados de las fuerzas de seguridad no cambiarían nunca de punto de vista, ya fuese por pereza intelectual o por ciega lealtad a su forma de vida. Era una opinión fácilmente reforzada cuando la otra parte empezaba a lanzar aviones contra los edificios.
– ¿No creó problemas Boustani a un policía militar? -le preguntó Sharp.
– Sí -contestó Whitaker-. Por tirar al suelo el Corán de un prisionero. Le riñó delante del prisionero, nada menos. Lo presenciaron muchos y no sentó nada bien.
– Inteligente. Discreto, además.
– Lo mismo que los policías militares. En cuanto Boustani se marchó, unos cuantos le llamaron «negro».
– Estupendo -dijo LaFarge-. Pero eso no significa que él esté libre de culpa.
– ¿Ya no rige lo de inocente hasta que no se demuestre lo contrario?
– Perfecto. Siempre que apliques la misma norma a Van Meter. Que, por cierto, no está acusado de nada.
– Excepto de ser un pendejo.
Más risillas nerviosas, todos empezaban a sentir cómo retumbarían las réplicas en el lugar dentro de unas semanas, creando nuevas tensiones y fisuras, sobre todo si había más detenciones.
– Esto favorecerá muchísimo al trabajo en equipo -dijo Sharp con un suspiro cansado.
– Habrá que acostumbrarse -dijo Whitaker-. Con esos seis sueltos, la cosa sólo puede empeorar.
Curioso, pensó Falk, cómo habían decidido ya algunos que los seis individuos que ocupaban la otra mesa formaban parte del mismo «equipo». Otra forma de culpabilidad por asociación.
– Bueno, a mí no me incluyáis entre los negativistas -dijo al fin LaFarge-. Por lo que sabemos, esos tipos nos están haciendo un favor inmenso. No olvidéis para qué estamos aquí.
Era cierto también, y Falk asintió con los demás. La posibilidad de que hubiera auténticos espías entre ellos quizá fuese la más aleccionadora de todas las perspectivas posibles. Tal vez fuese la razón de que algunos desearan tanto tomársela a broma o imaginar una investigación exageradamente celosa. Las consecuencias de una verdadera quiebra de la seguridad podrían ser atroces. Por unos minutos, sólo se oyó el repiqueteo de los cubiertos en los platos. Luego se acercó Mitch Tyndall con un plato de huevos humeante.
– ¿Quién se ha muerto? -preguntó, riéndose-. Si estáis de duelo por Boustani, podéis ahorrároslo. Deberíais estar agradecidos.
– No te molestes en razonar con ellos -dijo LaFarge, contento de contar con un aliado-. Es como hablar con la Unión de Libertades Civiles del Campo Delta.
– Parece que sabes algo -dijo Falk-. ¿Estuviste allí, Mitch?
Tyndall negó con la cabeza.
– Pero he oído algo. Llevaba encima algunas cintas extrañas. De audio, no de vídeo. Y algunos disquetes cuestionables. Y tenía una lista de nombres de prisioneros en su portátil.
– Será mejor que borre la mía, entonces -dijo Whitaker con un bufido-. ¡Demonios, Mitch! Es probable que todos los que estamos sentados ahora a esta mesa tengamos algo en casa o en el portátil que no debiéramos tener técnicamente. No es lo mismo que largarse de aquí en coche con una carpeta llena de documentos.
– Él también tenía un montón de cartas en casa. De los prisioneros. ¿Tienes tú alguna?
Whitaker negó, escarmentado, al parecer.
– Por lo visto, las había metido en sus valijas para el continente e iba a enviarlas por correo -prosiguió Tyndall.
Falk pensó en la carta que había recibido. No de un prisionero, y además no estaba escrita en árabe ni en pashto, sino en inglés. Pero el contenido podría levantar sospechas en aquel ambiente, sobre todo si alguien supiese la razón de la misma.
Se hizo de nuevo el silencio en la mesa. Aquella noche habría bebidas hasta altas horas en el Tiki Bar. Las indiscreciones hundían muchos barcos. Falk esperaba que no hundiesen el suyo. Ni el de Pam. Algunos opinaban que todo el que hablara árabe podía estar ahora bajo sospecha. Las cosas podrían ponerse feas rápidamente si este equipo no era cuidadoso.
Falk pensó de nuevo en Harry, que esperaría impaciente su visita. Bueno, que esperara. Tenía que ver a otras personas primero. Se levantó con la bandeja.
– ¿Adónde vas? -preguntó Whitaker-. ¿A informar de nuestra conversación a tu amigo el señor Bokamper?
– Tranquilo, Whit. El tipo al que voy a ver sabe tener la boca cerrada.
– Tiene que ser Adnan, entonces.
Eso provocó al fin algunas risas.
– Este tipo hace que Adnan parezca un parlanchín. Se llama Ludwig.
– Ah, vaya, el tipo muerto.
– Que espera en la mesa de autopsias. Acábate el bacon antes de que se enfríe, Whit. Hasta la próxima, caballeros. Y señora.
Una mirada de despedida a Pam. Al menos en aquel apartado todo parecía correcto.
– Dale recuerdos de nuestra parte -dijo Whitaker.
Había tapado el bacon con una servilleta.
11
El cuerpo de Ludwig ya no estaba en la mesa de autopsias, en realidad. Lo habían metido en un féretro militar, cubierto con una bandera, para el embarque.
Cuando llegó Falk al hospital, estaba en la zona de carga, esperando a que lo llevaran a Leewart Point para el vuelo siguiente. Un ordenanza lo acompañó abajo para que echara una ojeada, aunque había poco que ver, aparte de la enseña nacional. La primera y única baja del Campo Delta (a menos que se contara al prisionero suicida que seguía vegetando en coma) estaba preparada para volver a casa.
Falk se sintió ligeramente perturbado. En Estados Unidos habría reñido al forense por precipitarse sin decirle nada. Pero allí, eso sólo supondría crear problemas, generando una cadena de papeleo como represalia. Al menos había un informe de la autopsia que leer.
El médico era un tal capitán Ebert y parecía bastante afable. No debía estar acostumbrado a tratar con agentes de la ley y parecía ajeno a su metedura de pata.
– Todavía faltan las pruebas de toxicología -dijo Ebert, leyendo por encima del hombro de Falk-. Pero no tenía alcohol en la sangre.
Que era más o menos lo que esperaban.
– ¿Agua en los pulmones?
– Repletos. Aunque sería lo mismo si no se hubiese ahogado, después de pasar tanto tiempo en el mar.
– ¿Cuántas horas, según sus cálculos?
– Siete u ocho. Tal vez más. Haber estado en la playa un rato lo enturbia. ¿A qué hora lo encontraron los cubanos? Los documentos eran un tanto vagos.
– Siete, siete y media. No se deshicieron precisamente en información, dadas las circunstancias.
– De todos modos, fue ahogamiento. Nadie le disparó, ni le apuñaló ni le estranguló.
– ¿Ni le golpearon en la cabeza?
– Tampoco.
– ¿Podrían haberle mantenido debajo del agua?
– Sí, claro. No hay marcas que lo demuestren, pero eso no significa que no ocurriese. Los peces lo encontraron después de un rato, así que no estoy seguro de que algunas marcas fuesen tan claras.
– ¿Ha encontrado algo que explique por qué habría ido a nadar con botas y uniforme?
Ebert negó.
– Ya le he dicho que no estaba borracho. Pudo meterse en el agua por algo, supongo. Tal vez fuese por la orilla y se cayera. Y luego las olas lo arrastraran. Ocurre.
– Pero ha dicho usted que no tenía ningún golpe en la cabeza. Así que no parece probable que se golpeara al caer y perdiera el conocimiento.
– Es cierto.
– Y supongo que también podría haber tomado alguna droga.
– ¿De dónde? Por todas las historias que me cuentan de los tejemanejes del Campo América, eso es algo que está por llegar. ¿Bebida? Seguro. El estilo del soldado. ¿Drogas? No, a menos que tomara alguna medicación por prescripción facultativa. Pero ya le avisaré cuando lleguen los resultados de los análisis.
– ¿Cuándo será?
– Todavía tardarán unos días. Lo lamento. Las muestras se enviaron a Estados Unidos. Por eso tenía tanta prisa para sacarlo de aquí. Enviarán el cuerpo en el vuelo de las diez a Jacksonville.
– Tenga mi número.
– Será usted el primero en saberlo. Usted y el general Trabert.
– No sé por qué, pero estaba seguro de que lo diría. ¿Ha estado él «haciendo indagaciones», como suele decirse?
Ebert sonrió, pero no contestó a la pregunta: el buen soldado que respetaba la cadena de mando.
Aparte del suicidio, a Falk no se le ocurría nada que explicara por qué había dejado Ludwig la cartera en la playa, pero no se había quitado las botas ni el uniforme. La muerte accidental seguía teniendo poco sentido.
Falk fue directamente desde el hospital al puesto de control del puerto, donde se observaban por radar y por radio las idas y venidas de todos los barcos. No era un lugar de mucho movimiento. Gitmo rara vez recibía visitas de embarcaciones grandes aparte del guardacostas y del buque de abastecimiento de Jacksonville. El alférez Osgood se encargaba del puesto, y parecía deseoso de compañía. Complació a Falk desenrollando una enorme carta marina blanca llena de gris, blanco y azul claro, y cubierta de curvas de nivel y lecturas de profundidad. Se titulaba «Bahía de Guantánamo, desde la bocana hasta Caimanera». Osgood empezó por explicarle lo que significaban las señales.
– No se moleste -le dijo Falk-. Sé interpretarlas.
– ¿De la Armada?
– De infantería de Marina. Pero me crié a la orilla del mar.
– ¿Dónde?
– En el norte. -Si eres bastante impreciso suelen dejar la línea de interrogatorio-. Así que dígame, Osgood. Si alguien entra aquí -señaló un punto justo frente a Playa Molino- y se adentra en el mar a nado unos cien metros como máximo, y luego da la vuelta y nada, paralelo al litoral, digamos, otros cien metros hacia el este… -Con uniforme y botas, nada menos… Falk todavía no conseguía quitárselo de la cabeza-. Y entonces, digamos que se ahoga. ¿Dónde cree que llegaría a tierra?
– ¿A cien metros de la orilla? -Osgood se lo pensó un momento, luego deslizó el dedo unos centímetros hacia el oeste, a unos ochocientos metros de la zona cubana, y señaló un lugar señalizado como «Playa Ciega»-. Ése sería mi cálculo. En la carta pone «Playa Ciega» porque no se ve desde el mar, pero aquí todos la llaman Playa Escondida. Claro que existe una posibilidad de que la corriente lo desviara incluso más lejos. -Osgood movió el dedo otros cuantos centímetros hacia el oeste-. Tal vez hasta Plaza Azul. Los vientos alisios del este son bastante constantes en esta costa. Y las corrientes, también. Los barcos que chocan contra ella dicen que suele costarles un gran esfuerzo doblar el cabo.
– ¿Ocurrió algo anteanoche que pudiese haber cambiado la situación? ¿Un frente meteorológico? ¿Una embarcación grande en las proximidades, tal vez? ¿Un cambio insólito del viento? ¡Demonios! Cualquier cosa.
– Me he preguntado lo mismo. Supongo que me pregunta por el sargento Ludwig. Cuando me dijeron dónde lo encontraron, comprobé las lecturas del viento, los programas de navegación, todo. También pensé en una posible tormenta costera, algo que pudiese haber provocado una corriente de resaca, arrastrarle al mar. Pero… -Se encogió de hombros.
– ¿Nada?
– Lo lamento. Lo que no puedo tener en cuenta son las lanchas patrulleras cubanas. Supongo que podría haber entrado en nuestra zona una por error. Y haberle golpeado, o algo. Ya la han pifiado antes, aunque fue hace años. Y nunca han llegado tan lejos. No a Playa Molino.
– Que sepamos.
– Sí, señor.
– ¿Habrían aparecido en su equipo de radar?
– Las más pequeñas no. Pero las habrían localizado los de vigilancia marina. O las habrían oído.
– ¿Vigilancia marina?
– La Unidad Móvil 204 para la guerra submarina costera, si quiere todo el trabalenguas. Una unidad de la reserva naval. Montaron dos puestos de observación en las colinas cuando se inauguró el Campo Delta. Si una patrullera cubana hubiese entrado en nuestra zona aquella noche, o cualquier noche, creo que a estas alturas lo sabría hasta el último mono.
– Tiene razón, alférez.
Aun en el improbable caso de que los cubanos se hubiesen adentrado en su zona sin que los detectaran lo suficiente para recoger a Ludwig o haberle matado accidentalmente, en ese supuesto, no habrían comunicado el hallazgo del cuerpo. Habrían procurado ocultarlo por todos los medios. Y ahora estaría enterrado en su zona en una tumba anónima, o lo habrían devuelto al mar para que la corriente lo arrastrara hacia el oeste.
– Veamos ahora esto -dijo Falk-. Parece que el general Trabert cree, o tal vez se lo haya dicho alguien, que las corrientes pueden ser bastante traicioneras, justo frente a Playa Molino. Resacas o lo que sea. A él no le parece tan insólito que Ludwig acabara donde lo encontraron.
Osgood casi se cuadra al oír el nombre del general Trabert. Se ruborizó cuando empezó a hablar.
– No puedo atreverme a comprometer a un general del ejército, señor.
– No le pido que lo haga.
Osgood expulsó el aire de las mejillas hinchadas.
– Bueno, usted puede ver las curvas de nivel y las señales de profundidad igual que yo, señor. Es facilísimo. Y le enseñaré las lecturas del viento de esa noche, si quiere.
– Sería estupendo. Pero no hace falta ahora mismo. Sin embargo, puede enseñarme una cosa. Indíqueme dónde cree usted que habría tenido que hundirse para acabar donde lo hizo, que fue aproximadamente… bien, demonios, ni siquiera figura en esta carta.
– Tengo otra, señor. Cubre una zona más amplia.
Osgood recuperó una carta a una escala un poco mayor, etiquetada «Accesos a Bahía Guantánamo». El extremo oriental se prolongaba varios kilómetros desde la alambrada, justo hasta pasada la entrada a un pequeño brazo de mar en Punta Barlovento.
– Apareció justo aquí -dijo Falk, dando golpecitos en el litoral cubano-. A unos ochocientos metros de la alambrada. Sólo su opinión, por supuesto.
Osgood vaciló.
– ¿Podría indicar en cualquier informe que haga usted que es realmente su opinión? Basada en los datos meteorológicos y náuticos de esta oficina, por supuesto.
– Con mucho gusto, alférez.
Él asintió, y el color volvió a su rostro.
– Lo mire por donde lo mire, entró en aguas cubanas, señor. Con mucho. Y si había pasado mucho de aquí -Osgood señaló un punto justo frente a la costa donde había aparecido Ludwig-, entonces habría sido arrastrado a esta pequeña bahía suya, en Punta Barlovento. Sé que una lancha patrullera chocó en un bajío ahí una vez. Se rompió el motor y la corriente la arrastró a la ensenada. Y fue a plena luz del día, además.
Era evidente que Osgood no tenía muy buena opinión del arte de navegar de los cubanos.
– ¿Significa eso que tuvo que ahogarse muy cerca de la costa?
– Sí, señor. Yo diría que a unos cien metros.
– Pero en su lado. Al menos ochocientos metros.
Osgood asintió. Falk cruzó los brazos, más perplejo que nunca.
– ¿No tiene sentido?
– No, señor.
– ¿Cree que podría conseguir yo una de éstas? -preguntó Falk, señalando la carta de navegación.
– Claro. Volvamos a la sala de cartas.
Falk podría haberse pasado horas allí, desplegándolas todas para desentrañar sus secretos. Las cartas de navegación estaban hechas a la medida para las fantasías. Encontrabas en ellas marcas de minas y naufragios antiguos. Falk estudió las lecturas de profundidad de bajíos y bancos de arena; casi podía sentir el temblor de un casco rozando el fondo. Al leer los números más grandes, imaginó las oscuras profundidades de las depresiones. Toda aquella sabiduría oculta debajo del oleaje: un mundo silencioso, habitado por peces, barcos olvidados hacía mucho tiempo y los cadáveres a la deriva de todos los que se habían perdido en el mar y no habían sido rescatados nunca. Ludwig podría haber acabado así fácilmente. Dos amigos de infancia de Falk seguían allí, perdidos en temporales de verano cerca de Stonington, hijos de langosteros, igual que él. A veces, cuando estudiaba las curvas de nivel, se sentía como un policía escrutando un mapa de las callejuelas más oscuras y peligrosas de una ciudad. En otras ocasiones, era como examinar un gran plan de fuga, una variedad de bocas de túneles que llevaban a cualquier lugar que hubieses elegido. Porque, en cuanto estabas en el agua, podías acabar casi en cualquier sitio, siempre y cuando supieras lo que hacías.
– Tenemos una serie completa de éstas -dijo Osgood-. Tres cartas de la zona, si le interesan.
– Claro -dijo Falk-. Tal vez ponga una en la cocina. Mejoraría el lugar. Y tendría algo que contemplar aparte de las manchas de grasa.
– Tenga. -El alférez las enrolló y las metió en un tubo de cartón-. Tenemos muchas y vamos a recibir más. La Marina está siempre retrazando las rutas marítimas hasta aquí para nosotros y para la guardia costera.
– ¿Para perseguir a los traficantes de drogas?
– Y a los refugiados.
– Me olvidaba de ellos.
– Es un lugar muy concurrido a veces. No en nuestra zona.
Falk llegó al cuartel de Ludwig una media hora antes del almuerzo. El comandante de la unidad, un coronel de la reserva, había concertado la cita con recelo.
Ludwig se había alojado en un acuartelamiento de paneles, el último estilo de alojamiento en Campo América, en una evolución que anteriormente incluía tiendas y endebles casitas de playa. Las unidades contaban con dos hileras de doce camas cada una, y estaban equipadas con aire acondicionado, pero no tenían ventanas. La de Ludwig era la segunda de un grupo de cinco, en una de las zonas más nuevas del campo. Había cerca una nueva cancha de baloncesto al aire libre, muy concurrida a pesar del sofocante calor del mediodía. El terreno que rodeaba los barracones no era de césped sino de grava, lo cual aumentaba el calor. Si te quedas aquí fuera el tiempo suficiente, empiezas a alucinar, pensó Falk.
Había fuera una barbacoa y dos bicicletas. Junto a la entrada había un tablón de anuncios donde alguien había colocado un mensaje que ofrecía una caña de pescar con una caja de aparejos completa por treinta dólares. Un soldado que volvía a casa, seguro.
Falk entró sin llamar, y lo primero que vio fue un cartel a todo color de las torres del World Trade Center en llamas, sobre la leyenda típicamente torpe de un cartel propagandístico del ejército: «¿Os encontráis en un estado de ánimo neoyorquino? No filtréis información que pueden usar nuestros enemigos para matar a los soldados estadounidenses o a más personas inocentes».
– Debe ser usted el agente especial Falk.
– ¿Y usted, el coronel Davis?
– El mismo.
Le acompañaban algunos soldados, en una atmósfera de serena hostilidad. A la tensión habitual en cualquier unidad que acaba de perder a un soldado, se sumaba la desconfianza entre civiles y militares que solía darse en otras partes de Gitmo. Esa desconfianza se duplicaba si sabían que hablabas árabe. Estos individuos solían escuchar a sus oficiales veinticuatro horas al día, siete días a la semana, que todos y cada uno de los prisioneros eran asesinos endurecidos y terroristas expertos, que compartían de algún modo la responsabilidad del 11-S. Era algo que formaba parte del esfuerzo para mantenerlos motivados y estimular su moral. A Falk no le sorprendía lo más mínimo que con ese tipo de adoctrinamiento desconfiaran de cualquiera que pensara de otro modo. En su opinión, Falk se contaba entre los que eran complacientes y hacían tratos, un individuo que no sólo hablaba el idioma del enemigo, sino que además se había quejado de algunos de los tratamientos más duros durante los interrogatorios. Y ahora había ido allí a hacerles preguntas, sin importarle si les fastidiaba o no.
– Hemos procurado que nadie toque sus cosas -dijo Davis-. No es que nadie quisiera hacerlo. Ha sido bastante duro para ellos mantener su litera vacía.
– Lo comprendo. Yo también fui marine hace tiempo. ¿Tenía una llave este baúl?
– La hemos guardado para usted. En cuanto dé el visto bueno, enviaremos sus cosas a casa.
– Pueden enviar esta misma tarde todo lo que no decida quedarme. Su pueblo natal era Buxton, Michigan, ¿no?
– Sí. A unos ciento sesenta kilómetros de Lansing.
– Casi todos los de su unidad son de esa región, ¿verdad?
– Sí, la mayoría.
Falk vio las fotografías que esperaba encontrar sobre la cama. Una linda esposa, una hija de aspecto saludable, que tendría unos cuatro o cinco años, y un bebé de pocos meses. Ludwig aparecía en una foto, y Falk se sorprendió momentáneamente. Reconoció el rostro por algunas de sus visitas nocturnas al Campo 3, la zona de Adnan. Supuso que era lógico, al ver que Ludwig hacía el turno de ocho de la tarde a cuatro de la madrugada. Y ningún miembro del JIG como él tenía que conocer el nombre de los guardias, y viceversa, para evitar que a alguien se le escapara un nombre al alcance del oído de un prisionero. Por eso empleaban los guardias apodos falsos, árabes con frecuencia, sólo para divertirse.
El baúl estaba casi lleno. Encima de todo había un manoseado ejemplar en rústica de Tom Clancy, aunque era el único libro. Si no leías mucho allí, no leerías mucho en ningún sitio. Había ropa de paisano, otro uniforme, algunos artículos de afeitar, unos cuantos discos compactos de música y un reproductor portátil con auriculares. Celine Dion y Garth Brooks. Música de banquero para el nuevo milenio. Algunos sobres, papel de carta para escribir a casa y un par de bolígrafos. Una toalla, un guante de
– ¿Cuáles eran sus deberes habituales?
– Suboficial al mando de su turno en el Campo 3.
Que significaba suboficial responsable. Falk tendría que ver la lista de turnos, consultar con otros soldados del turno de Ludwig.
– ¿Ha comentado alguien algo sobre su estado de ánimo? ¿Estaba disgustado? ¿Deprimido?
– Ludwig era muy reservado. Pero he preguntado y todos dicen que no advirtieron nada especial. El soldado Calhoun aquí presente seguramente fuese su mejor amigo.
Falk se volvió para ver a un soldado raso de cara redonda, sentado tres literas más abajo, con la gorra en la mano y tan expectante como el aspirante a un trabajo.
– El cabo Belkin me habló de usted la otra noche en la playa -le dijo Falk a Calhoun.
– También a mí me ha hablado de usted -repuso Calhoun, en un tono que indicaba que no le había gustado lo que le había contado. ¡Santo cielo! Qué susceptibles eran aquellos individuos.
– Estas preguntas hay que hacerlas, soldado, aunque algunas sean desagradables. Me han dicho que fue usted el último que lo vio. ¿Es así todavía, al menos que usted sepa?
– Sí, señor.
– ¿Y dónde fue?
– A cenar. A la cocina de la playa.
– ¿Recuerda usted de qué hablaron?
Calhoun se encogió de hombros y volvió la mirada hacia el rincón. O estaba ocultando algo o le importaba un bledo lo que pensara Falk.
– ¿Y bien? ¿Fútbol? ¿Mujeres?
– Sí. Algo parecido. Temas triviales.
– ¿A qué hora acabaron?
– Hacia las seis y media.
– ¿Y después?
– Algunos nos fuimos a ver la televisión. Él dijo que iba a dar un paseo. Lo hacía algunas veces después de cenar.
El banquero que da su paseo después de cenar, igual que en Main Street. Sólo que aquél no había regresado. Quedarían aún algunas horas de luz. Tal vez las pasara en la playa, contemplando la puesta de sol mientras se hundía en una espiral de depresión.
– ¿Y no lo vio nadie después de eso?
Calhoun negó, ahora mirándose los pies.
– ¿Eran ustedes amigos en Buxton?
– Sí, señor. Solíamos ir de caza juntos. Y salíamos juntos con las novias antes de casarnos.
– ¿Y cómo era su matrimonio?
– Feliz -contestó Calhoun, alzando la vista con expresión desafiante.
– ¿Qué le gustaba hacer aquí en su tiempo libre?
– Lo mismo que a los demás. Ir al cine. Conectarse a la red. Sí, era todo un aficionado al correo electrónico, de eso no hay duda.
– ¿Daba paseos en barco?
– Ninguno lo hacíamos. No hay mucha agua en Buxton. Creo que no apreciamos bien este lugar.
– ¿Nadaba?
– Lo hacía en el mar. -Un poco a la defensiva, le pareció a Falk.
– Resulta extraño, porque parece que no tiene ningún bañador.
Calhoun se encogió de hombros. Le tenía sin cuidado.
– Disculpe que sea poco delicado, soldado, pero ¿tenía algo aquí, una amante, tal vez?
Parker enrojeció, pero no de bochorno sino de cólera.
– No, señor. Era recto como una flecha. Era banquero. -Como si eso zanjara la cuestión.
– ¿Cómo se llama su banco? -Falk telefonearía.
– Farmers Federal. Le ascendieron a director de la sucursal un mes antes de que nos desplegaran. No te ascienden en un lugar así cuando las cosas son raras o tienes problemas personales.
– Entendido, soldado. Dígame una última cosa. Incluso antes de estos últimos días, ¿le pareció algo deprimido? ¿Preocupado?
– Mire a su alrededor, señor -contestó Calhoun, con un gesto que incluía a los otros tres soldados-. ¿Le parecemos contentísimos? Llevamos aquí diez meses y nos quedan otros dos. Quien no se deprima un poco por eso sin duda necesita que le examinen la cabeza. Pero no pensamos en el suicidio. Éste es el último lugar del mundo en el que desearíamos acabar nuestra vida.
– Mensaje recibido, soldado. -Falk cerró el cuaderno de notas y luego el baúl-. Puede enviarlo a casa cuando quiera, coronel. Pero necesitaría una copia de sus expedientes personales.
– Algunos tendrán que enviármelos por fax de la oficina central de Michigan.
– Está bien. Sólo echaré una última ojeada, entonces.
El coronel asintió y se marchó. Los otros dos soldados le siguieron, pero Calhoun se quedó, como si velara las pertenencias de su amigo. Falk volvió a mirar las fotos. Al lado de las mismas había una postal navideña desvaída. Miró debajo de la cama, pero no había nada en el suelo ni debajo del colchón. Seguía preocupándole la ausencia de cartas. Tenía que haber algo, además del correo electrónico, sobre todo tratándose de un individuo que había conservado una felicitación navideña más de siete meses.
– ¿Reciben ustedes mucho correo de casa? -le preguntó a Calhoun.
– Ya vinieron ellos a buscar sus cartas.
Falk alzó la vista.
– ¿Quiénes?
– Los de seguridad. Dijeron que tenían autorización.
– ¿Les acompañaba su comandante?
– No. Pero tenían la llave del baúl, así que supusimos que contaban con autorización.
¿La llave del baúl? ¿O tal vez una especie de llave maestra? Abrir baúles como aquél era pan comido si sabías lo que estabas haciendo.
– ¿A qué se refiere con los de seguridad?
– Al destacamento del J-DOG.
La gente de Van Meter. Deberían habérselo dicho a Falk.
– ¿Oyó el nombre de alguno?
Calhoun negó.
– Pero uno era capitán. Le vi los galones.
Tal vez fuese el propio Van Meter.
– Se me ocurre algo, Calhoun. Cuando vuelva a verle en el pueblo, averigüe su nombre y anótelo. Luego me llama.
Le apuntó su número de teléfono.
Al menos esto pareció interesar a Calhoun, tal vez porque le hacía sentirse parte del proceso. Quizá por eso le diera la siguiente información:
– Podría mirar usted en la oficina postal. Lo que se llevaron ellos era la correspondencia antigua.
– ¿No reciben ustedes el correo aquí?
– No, señor. Tenemos que ir a recogerlo. Earl lo comprobaba todos los días. Algunos lo hacemos. Cuando la cola es muy larga, perdemos media hora.
Habían pasado dos días de correo desde la desaparición de Ludwig, así que merecería la pena probar. Era posible que un capitán como Van Meter, acostumbrado a que le entregaran el correo directamente en su despacho, no hubiese caído en la cuenta.
– Gracias, soldado.
Calhoun asintió, hosco de nuevo. Se quedó en la litera mientras Falk se marchaba.
La «Oficina Postal» del Campo América era un barracón remodelado. Ya había una cola realmente larga. Falk la esquivó hasta el mostrador.
– ¿Busca usted algo? -le preguntó un sargento.
Falk le enseñó su identificación del FBI.
– Vengo por el caso de Ludwig. Necesito la correspondencia que no recogiera.
– Necesitará algo más que eso si quiere verla, no digamos hacerse cargo de ella.
– ¿Bastaría la palabra del general Trabert?
Eso al menos suavizó la actitud del sargento.
– ¿Tiene usted una orden escrita?
– No. ¿Tienen teléfono?
– No para personal no autorizado.
Falk comprobó el nombre del uniforme. Keaton.
– Muy bien, sálgase con la suya. Iré directamente al Palacio Rosa y le diré al general que un condenado sargento Keaton me ha obligado a ir e interrumpir lo que esté haciendo sólo para conseguir una carta de autorización. Perfecto.
– El teléfono está en el escritorio -dijo Keaton.
No sólo contestó el general, sino que llevaba intentando localizar a Falk más de una hora.
– Buenos días, señor.
– Casi buenas tardes, maldita sea, pero me complace saber que está haciendo la ronda. Cuanto antes acabe con esto mejor, teniendo en cuenta los anteriores sucesos del día. Supongo que se ha enterado.
– Sí, señor.
– Lo cual me lleva al motivo de esta llamada -añadió el general, como si le hubiese telefoneado él-. Uno de los miembros del equipo ha estado intentando localizarle. Necesitan una audiencia con usted y parece que creen que yo sabía cómo ponerme en contacto.
Falk miró al oficioso sargento Keaton, que había alzado una carpeta de pinza e intentaba actuar como si no estuviese atento a la conversación.
– ¿Algún motivo particular?
– No lo ha mencionado. Es su amigo Ted Bokamper.
Falk se tranquilizó. Muy propio de Bo, intentar localizarle por medio del general. Liándolos a los dos mientras conseguía lo que necesitaba.
– Tiene que verlo a la una en punto en el puerto deportivo.
Falk consultó el reloj. Tenía el tiempo justo de pasar por casa, comer algo rápido y cambiarse de ropa para salir a navegar. Bo y él tendrían su charla privada, después de todo, y no se le ocurría un sitio mejor que la cubierta de un velero en la bahía de Guantánamo. Menos mal que el general no podía ver su sonrisa.
– Sí, señor. Allí estaré.
– Bueno. Habrá llamado usted por algo.
– La correspondencia de Ludwig. Estoy en la oficina postal del Campo América y necesito autorización para recogerla. Hay un sargento dispuesto a colaborar que dice que todo lo que necesita es una autorización verbal.
– Que se ponga.
Falk le pasó el teléfono y observó a Keaton asentir muy rígido, diciendo «Sí, señor» tres veces seguidas. Después de la tercera, le devolvió el receptor.
– Quiere hablar con usted otra vez. Buscaré la correspondencia.
Falk cogió el teléfono mientras Keaton desaparecía.
– ¿Señor?
– Una cosa más, Falk. Mientras hace sus rondas no olvide mis deseos. Quiero saber todo lo que averigüe. Antes que ellos. En realidad…
Se oyó ruido de papeles, una mano que tapaba el micrófono mientras Trabert consultaba con alguien.
– ¿Por qué no pasa por mi oficina esta tarde? Digamos a las seis en punto. Para cenar y darme un informe. Los dos solos. Mejor así.
– Será un placer, señor.
Era mentira. Falk se preguntó cuántas mentiras tendría que decir antes de que acabara el día.
12
Falk prefería el puerto deportivo al Tiki Bar como medio de evasión en Gitmo. Procuraba encontrar tiempo para salir a navegar una vez a la semana, y había optado por un Hunter de ocho metros como terapia. Estaba un poco estropeado, pero el alquiler era barato. Y no existía nada más alejado del confinamiento de la cabina de interrogatorios que surcar el mar abierto de la bahía: el agua salada en la cara y el sol en la espalda y, a veces, un manatí de escolta, un bulto pardo debajo del oleaje. Comparada con la gelidez de los bajíos rocosos de Maine que Falk había surcado tantas veces de muchacho, la bahía de Guantánamo le parecía una gran piscina, cálida como una bañera y verde como una ponchera. Con unas cervezas a bordo, Falk podía pasarse horas dando bordadas y navegando, halando las escotas hasta que las velas se ceñían al viento.
Era donde había llevado a Pam en su primera cita de verdad y la había impresionado con su pericia marinera. Un fin de semana después, cargaron equipo de acampada en un esquife y partieron rumbo a Cayo Hospital, una lengua de tierra en la que pasaron la noche. Fue la única vez durante su destino allí que Falk sintió que estaba en otro lugar.
Las autoridades habían relajado un poco las normas y permitían a los navegantes salir de la bahía, una concesión sobre todo a los pescadores deseosos de pescar en mar abierto. De todos modos, uno se veía limitado a una zona aproximada de once millas náuticas cuadradas llamada Caja de Pesca, para impedir que entraras sin querer en aguas cubanas. Falk no había salido nunca de la bahía hasta entonces, pero hoy tenía otras ideas. Aquélla sería una excursión de trabajo.
Mientras se preparaba para zarpar, Falk echó de nuevo una ojeada al botín de correspondencia de Ludwig de la oficina de correos. Era decepcionante: una carta sellada con un remite manuscrito de Buxton (Michigan), y una circular franqueada del banco de Ludwig, Farmers Federal, también con matasellos de Boston.
Apremiado por el tiempo, Falk las dejó sobre la cama y se cambió rápidamente de ropa. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta y cogió una gorra, un chubasquero y un GPS al salir. Las posibilidades de mal tiempo eran casi nulas, pero Falk nunca subestimaba el mar.
Bokamper estaba esperándole en la cafetería del puerto deportivo, leyendo un periódico de hacía una semana, sentado a una mesa con bancos, mientras la radio emitía el anuncio de interés público característico de la radiodifusión militar: «Las uñas, ¡usadlas y cuidadlas!».
– ¿Cómo has conseguido zafarte del resto del equipo? -preguntó Falk.
– Sería mejor preguntar cómo he tardado tanto en hacerlo. Fowler y Cartwright me pidieron que me fuera a pasear un rato.
– ¿Planean el paso siguiente?
– Con sus nuevos amigos.
– ¿Van Meter y compañía?
– Supongo que viste la reunión en el desayuno.
– ¿Y quién no? ¿Fue intencionado?
Bo asintió.
– Fowler quería mostrar un frente unido con los locales y los eligió a ellos. No tranquilizó a las tropas, ¿eh?
– Bueno, a las tropas seguramente les encantó. Es el Grupo de Inteligencia Conjunta el que se ha asustado. Sobre todo teniendo en cuenta el gusto de Fowler en cuanto a amistades. Rieger no, los otros dos.
– Van Meter y Lawson. Precisamente quería hablarte de ellos.
– En el agua -repuso Falk, señalando con un gesto a Skip, el encargado del puerto deportivo, que también estaba leyendo un periódico, pero lo bastante cerca para oír lo que hablaban.
– Piensa en la OPSEC -dijo Bo en un susurro.
– Aprendes muy rápido, pero sigues siendo un sabelotodo.
Falk desenrolló sobre el mostrador una de las cartas marinas que le había regalado el alférez Osgood y expuso su plan a Skip, un individuo cuarentón y corpulento, que vestía pantalones cortos y camisa hawaiana. Olía a aceite de motor y a loción bronceadora.
– Forzaré un poco los límites -dijo, y le divirtió emplear una expresión favorita del general-, pero no crearé problemas a nadie.
Skip frunció la frente, luego asintió lentamente.
– Tendría que coger uno de esos Sea Chaser. Toma las olas de cinco metros en un minuto ahí fuera.
Los Sea Chaser eran lanchas motoras. Nada especial.
– El Hunter lo soportará bien -dijo Falk-. Vamos, Skip, sabes que se me da bien.
– De acuerdo. Pero tendré que avisar al puesto de observación. No están acostumbrados a ver veleros allí fuera.
– ¿Vamos a salir de la bahía? -preguntó Bokamper cuando se dirigían al embarcadero.
– He pensado que podría mirar dónde entró Ludwig desde el mar.
– ¿Alguna razón particular?
– Lo sabré cuando lo vea. Un nuevo enfoque, supongo. El océano lo mató, así que por qué no probar el punto de vista del océano.
– Perfil criminal de una fuerza natural. ¿Ese tipo de sandez mística enseña ahora la Oficina?
– Calma. Soy el capitán y tú el tripulante. Al primer comentario sedicioso te reduzco las raciones de cerveza.
– ¡A la orden, mi capitán!
– ¿Y si echas una mano con estas fundas de vela?
A los pocos minutos, estaban en marcha. El suave oleaje golpeaba el casco mientras Falk guiaba la embarcación en la dirección del viento. Era un día soleado y caluroso de nuevo, otro día de bandera pirata, pero la brisa marina era un alivio y Falk empezó a relajarse enseguida. Se apoyó contra la escora de cubierta con las manos en el vibrante timón cuando una ráfaga soltó el foque mayor.
– Va muy bien -dijo Bo.
– Tus impuestos en funcionamiento. Es muy indulgente. Quizás incluso lo bastante para que tomes tú el timón.
– No, gracias. Sólo déjame averiguar qué cabos debo agarrar.
– Escotas, no cabos.
– ¿Qué te parece entonces si nos ponemos a tono? Pásame una cerveza.
– La nevera está abajo, grumete. Cuidado con la cabeza.
Pocos ex marines se jactaban tanto, en apariencia, de su ignorancia náutica como Bokamper. Falk sospechaba hacía tiempo que era su modo de subrayar que no era un esnob de la Academia Naval. Él había asistido a la escuela de oficiales después de graduarse en la Universidad de Virginia, académicamente rigurosa pero socialmente abierta.
Bo le dio una cerveza. Sabía mejor en el mar. Tal vez fuese la sal de la brisa, como el aroma en el borde de la copa de un margarita. Lástima que tuviesen que hablar del trabajo.
– Háblame de Allen Lawson -le dijo Bo-. El ejecutivo. Diablos, ni siquiera es ex militar, ¿verdad? No es que pase nada por eso.
– Es la clase de individuo que lo diría si hubiera servido en el ejército. Lleva aquí seis meses. Sobre todo como intérprete, aunque hace algunos interrogatorios. Decisivo en Global Networks, lo cual significa que es el primer competidor de Boustani. Gracias a Dios, yo hablo el idioma, o habría acabado en medio de una de sus trifulcas. Todos los demás lo han hecho. Nadie se sorprendió al ver a Lawson en plan colega con los tipos que trincaron a Boustani.
– ¿Así que tú crees que han amañado las cuentas contra Boustani?
– Dímelo tú.
– Muchos indicios parecen triviales. Pero no me dejarán acercarme para poder verlo directamente. Complicaciones que comprometen los intereses de la empresa, según Fowler.
– Eso es una sandez. Sólo una excusa para dejarte al margen.
– Tal vez. Pero hazme un favor. Me gustaría echar una ojeada a las listas de interrogatorios de las últimas semanas. Para ver con quién han estado tratando Lawson y Boustani. Y Van Meter también. ¿Cómo funciona, en realidad? ¿Firmas en una tarjeta de baile o algo parecido?
– Normalmente presentas una lista de tus objetivos el día anterior, que pasa por la cadena de mando de inteligencia para su aprobación. Rutinario, a menos que todos soliciten interrogar al mismo individuo. Una copia va a la unidad de apoyo de la policía militar, y cuando llegas a las verjas registras tu número de identificación y vas a buscar al individuo a la celda, o simplemente esperas en la cabina.
– ¿Y se conservarán todavía todas las hojas de solicitudes firmadas?
– Seguro. Pero no me necesitas para verlas. Sólo tienes que comprobarlo en el puesto de la policía militar.
Bokamper negó.
– No quiero llamar la atención innecesariamente.
– ¿Qué es lo que buscas?
– Yemeníes. O a cualquier interrogador que haya demostrado últimamente excesivo interés por los yemeníes.
– Podría ser yo, todos los de mi equipo y más o menos la mitad de los miembros del grupo del Golfo.
– No de tu equipo. Intrusos. Gente que, por lo demás, no tendría por qué hablar con los yemeníes.
– Interesante. ¿Alguna razón especial?
– Ninguna que pueda explicarte.
– Entonces compruébalo tú mismo.
– Vamos, Falk. No tienes más que echar una ojeada la próxima vez que vayas. O hacerlo como parte de la investigación sobre Ludwig.
– Tengo que mirar las listas de turnos de Ludwig. Pero no tienen nada que ver con lo que buscas tú.
– A lo mejor te llevas una sorpresa.
– ¿Qué me ocultas, Bo?
Bo sonrió. Era muy propio de él burlarse así, llevarte hasta el umbral de la revelación y desviarte entonces en otra dirección.
– Una cosa sí puedo decirte -le contestó-. Fowler estuvo ocupadísimo anoche.
– ¿Organizando el arresto?
– Entre otras cosas. Como pasar por casa de Van Meter.
– Un hombre muy ocupado también. Recogió la correspondencia de Ludwig.
– Me parece que Van Meter tiene las manos metidas en demasiados pasteles. Entre nosotros, fue él quien puso en marcha este arresto. Sus informes a Washington pusieron en guardia a todo el mundo de aquí hasta la Casa Blanca.
Falk no pudo por menos que recordar el comentario de Whitaker, que había dicho que Van Meter tenía tirria a Boustani. En la estructura de mando de Gitmo, la estrecha relación laboral de Van Meter con Lawson era absolutamente razonable, pero su colaboración en esta ofensiva resultaba inquietante.
– ¿Y cuándo fue Fowler a casa de Van Meter?
– Tarde. Bien pasada la media noche.
– Parece que tú también estuviste muy ocupado.
– Seguro que ni la mitad que tú -repuso Bo, con desenfado-. Ella es estupenda.
Falk ya se había preguntado cuándo saldría a relucir Pam.
– Ojalá pudiese decirte que ella opina lo mismo de ti.
Bokamper soltó una risotada, casi un rugido.
– Ya se le pasará. En cuanto se convenza de que no me propongo acostarme con ella.
– Parece que os habéis calado el uno al otro rápidamente.
– Lo tomaré como un cumplido. -Entonces desorbitó los ojos. Miró de pronto hacia la proa-. ¿Qué era eso, un manatí?
Falk también había advertido el movimiento.
– ¿A babor?
– Si eso significa a la izquierda, sí.
– Delfín. Hay muchos aquí. Y rayas también, arriba en los bajíos. Sigue alerta. Volverá a salir a la superficie.
Transcurrieron unos segundos en silencio mientras miraban con los ojos entrecerrados el resplandor en el agua. Luego reverberó en el agua y emergió el cuerpo grisáceo, que avanzaba a la misma velocidad que el velero. Saltó graciosamente en el aire y desapareció de nuevo casi sin ruido ni salpicaduras.
– Bellísimo -dijo Bo-. ¿No lo echas de menos?
– ¿Qué?
– Vivir en el mar. ¿No creciste prácticamente en un barco? Antes de que murieran tus padres, quiero decir.
Incluso Bob, que sabía más de él que la mayoría, ignoraba los secretos de la presunta vida de Falk como huérfano.
– A veces.
– Entonces tiene que ser muy agradable estar aquí.
– Es difícil considerar esto «estar en el mar». Demasiado calor, como una pecera. Sigo pensando que cualquier día miraré y veré a uno de esos submarinistas con burbujas saliendo del casco, plantado junto a un castillo de imitación. El mar auténtico es frío. Es donde se hace el trabajo. Esto es ocio, no es amenazador, parece sacado de Disneylandia.
– No sé. Fue bastante amenazador para el sargento Ludwig.
– Tal vez quisiera morir. Lo que me preocupa es cómo acabó flotando hacia el este.
– Buena pregunta. ¿Tienes alguna respuesta?
Falk negó con la cabeza.
– Pero es hora de que te pongas a trabajar. Suelta esa escota y prepárate para virar al viento.
– ¿Traducción?
– Suelta el cabo, pasa luego al otro lado y acoda la opuesta. Otra bordada nos sacará de la bahía.
Falk sacó el GPS del bolsillo mientras salían de la bahía. Quería señalar varios puntos para comprobarlos después en la carta.
– ¿Qué es ese aparatito?
– Un GPS. Estoy comprobando nuestra posición.
– ¿Tienes miedo de que nos perdamos?
– Lo hago por diversión. Es un regalo.
– ¿De ella? -Falk asintió-. Buen regalo. No exactamente el típico de enamorado, pero bonito.
Falk sonrió. Se dio cuenta de que eran casi las mismas palabras que le había dicho él a Pam y se ruborizó, sobre todo por la palabra «enamorado». Le había complacido incluso más la respuesta de ella: «Bueno, creía que eras marinero, y no del estilo club de yates. Además, pareces un tipo que siempre quiere saber exactamente dónde está».
Ella tenía razón. Siempre era consciente de que se orientaba, de que conocía la posición de sus velas, sobre todo si había un banco de arena delante, ya fuese en la forma de autoridad conflictiva o de una mujer que esperaba más de lo que él podía dar. No es que le hubiese explicado ese aspecto a Pam.
El foque orzó un poco cuando Falk se ciñó demasiado al viento.
– ¡Eh, tenorio! -gritó Bo-. Concéntrate en la navegación. Un ahogado a la semana es suficiente.
El alférez Osgood estaba en lo cierto. Era difícil seguir rumbo este una vez pasado Windward Point. Los alisios eran constantes, y la corriente seguía el mismo curso. Siguieron bordeando la costa; cada ola golpeaba con un estallido de espuma en el casco a barlovento. Bo parecía un poco asustado al principio, pero aguantó, y enseguida le cogió el tranquillo a ir de un lado a otro debajo del botalón oscilante, acodando la escota de foque mientras Falk restablecía el curso.
Los promontorios coralinos de punta Windward brillaban a su izquierda, dando paso a la minúscula media luna de la Playa del Cable El litoral parecía más escarpado de lo que Falk esperaba: arrecifes y afloramientos rocosos, con rompientes que revelaban otros puntos poco profundos. Media milla más adelante pasaron otra abertura en los acantilados, en la Playa de Cuzco, donde los submarinistas disfrutaban explorando el arrecife. Falk localizó algunas boyas en la superficie, que indicaban la presencia de submarinistas debajo.
Playa Escondida, fiel a su nombre, apenas era visible desde el mar. Pero era imposible no ver Playa Molino. El amplio arco de arena les sonrió cuando llevaban navegando rumbo este casi una hora.
– ¿Qué es la casita del acantilado? -preguntó Bo.
– Fue vivienda de oficiales hace mucho tiempo. Ahora es el Campo Iguana, por eso hay una valla.
– ¿Donde tienen a los prisioneros menores?
– A tres menores. De doce a catorce años cuando llegaron. Pero de eso hace un año.
También ellos habían llegado del campo de batalla de Afganistán, y su permanencia en el lugar había creado un revuelo internacional. Las autoridades seguían diciendo que los habían enviado a casa enseguida, pero de momento seguían allí. A Falk le habían contado que a veces atraían a las iguanas para entretenerse en el césped en el que lanzaban un balón de fútbol americano y contemplaban el mar.
– A lo mejor ellos vieron algo -dijo Bokamper-. La noche que salió Ludwig.
Falk negó.
– Lo dudo. No les dejan salir después de ciertas horas. Además, es probable que haya que remover cielo y tierra para verlos.
De todos modos, merecía la pena comprobarlo.
Falk escudriñó la playa. Había algunas toallas extendidas en la arena. Una sombrilla de rayas brotaba como una flor. Sólo se veía un nadador en el agua, que movía la cabeza en el suave oleaje. Falk no estaba seguro de lo que esperaba ver desde aquella posición, pero desde luego no era aquella calma. El viento había sido más fuerte la otra noche, pero nada fuera de lo normal.
Siguieron, pasando el gran acantilado debajo del Campo Iguana, hasta que avistaron la extensión del Campo Delta y los largos tejados del bloque de celdas que brillaban al sol.
Falk viró hacia alta mar hasta alejarse lo suficiente para localizar la entrada a la pequeña bahía de Punta Barlovento en la zona cubana.
– ¿Dónde está la alambrada? -preguntó Bo-. Ah, espera, ya la veo. Y una atalaya.
La atalaya se alzaba a unos ochocientos metros al otro lado de la alambrada, más cerca de la costa de lo que había supuesto Falk.
– Uno de sus guardias encontró el cuerpo cuando hacía la ronda de la mañana a pie -comentó Falk-. Tiene que haber sido una conmoción.
– No me extraña que estén tan cabreados. Podría haber desembarcado toda una división de marines.
No tenía mucho sentido seguir más lejos. Debían estar acercándose a los límites admitidos ya, así que Falk giró el timón entre el viento y puso rumbo a casa, con las velas flameando mientras cambiaban de dirección. En cuanto empezaron a navegar con la corriente y el viento en popa, parecía que alguien hubiese desconectado una máquina ruidosa. El barco se movía con soltura, surcando el agua costa adelante sin el menor embate del oleaje.
– Y bien, ¿qué te ha aclarado todo esto? -preguntó Bokamper, que ya no tenía que gritar para que le oyera.
– Que tengo hambre.
– ¿Nada más?
Falk negó.
– Mala idea, supongo. Pero buen día para navegar.
– Cualquier cosa que te saque de La Roca un rato no puede ser del todo mala.
Llegaron a la bocana de la bahía en un momento, y enseguida avistaron el puerto deportivo. Habían transcurrido casi cuatro horas desde que habían zarpado, y el sol estaba más bajo.
– ¿Vamos a cenar? -preguntó Bo.
– Ve tú. Yo tengo una cita con el general.
– Estás prosperando mucho.
– Quiere saber lo que tramáis vosotros. ¿Qué debo decirle?
– ¡Demonios, Falk! Seguro que él sabe más que yo. Pero al menos tomarás comida decente.
– Deberías comer en el Jerk House.
– Parece otro nombre para el club de oficiales.
– No eres el primero que hace ese comentario. Es un tugurio jamaicano que queda cerca del Tiki Bar.
– Parece ideal. Pero, una última pregunta antes de que atraquemos de nuevo en Segurilandia.
– Adelante.
– No te ofendas, por favor, pero quiero preguntártelo desde que llegué, y tal vez ésta sea la última ocasión de hacerlo en un tiempo. -Hizo una pausa, como para amortiguar el golpe-. No has sabido nada de los cubanos últimamente, ¿verdad?
Mira por dónde. Eso sí que no se lo esperaba.
Una ráfaga fresca del este agitó el borde del foque y el timón vaciló en las manos de Falk. Pero se sintió aliviado, en cierto modo. Estaba bien sacar a relucir el tema, aunque pensó inquieto si la pregunta de Bo sería un acierto fortuito o una conjetura fundamentada.
– Es curioso que me lo preguntes -contestó, notando la boca seca.
No le apetecía seguir navegando. Preferiría estar lejos del agua, con una bebida más fuerte que la cerveza a mano, y unas horas libres. Aquél era un tema para confesiones íntimas de bar, de noches tranquilas en las que lo ponías todo sobre el tapete y esperabas lo mejor. Un día soleado en el mar no era apropiado para hablar de un tema tan serio. El asunto de Cuba dominaba hasta tal punto el pasado de Falk, que podía desbaratar todo el día.
Pero también era posible que hubiesen llegado al lugar adecuado, porque Falk sólo tenía que mirar hacia las verdes colinas que se alzaban más allá del puerto deportivo para ver dónde había empezado todo.
– Será mejor que me lo cuentes todo -dijo Bo-. Y esperemos que Fowler y Cartwright no se hayan enterado ya por algún otro.
– Cambiemos de dirección, entonces. Estamos cerca del puerto y ya sabes cómo viaja el sonido sobre el agua.
– Pensemos en la OPSEC -susurró Bo. Pero esta vez en serio.
13
Todo había empezado en la época en que Falk era marine, cuando le enviaron a lo que en Gitmo equivalía a una broma pesada.
Llevaba tres semanas en la base cuando cometió el error de preguntar al sargento de su acuartelamiento cómo podía solicitar permiso para visitar La Habana, la auténtica Cuba, en su opinión, con orquestas de mambo y bailarinas con frutas en la cabeza. El sargento ya conocía aquel tipo de estupidez imberbe y sabía qué hacer.
– Es facilísimo -le contestó-. Mire, soldado Falk, le eximiré de la marcha de esta mañana si quiere hacerlo ya. ¿Qué le parece?
Falk asintió, asombrado de su buena suerte. Se tragó el anzuelo.
El sargento se dio la vuelta, garabateó una nota en su escritorio y la metió en un sobre.
– Entregue esta nota en el puesto de observación 31 de la Puerta Nordeste. Allí es donde lo tramitan. Jenkins le llevará. ¡Quién sabe! A lo mejor pasa usted el fin de semana en La Habana.
Hasta las habituales bandadas de buitres parecían presagios de buenas nuevas en el viaje al puesto de observación, y los centinelas de la Puerta Nordeste se mostraron complacientes, y sonrieron al abrir el sobre y leer la nota. Luego cargaron una mochila con veinticuatro kilos de piedras y enseñaron la nota a Falk:
Aquí tienen a otro que cree que puede visitar a Fidel. Denle el premio habitual y devuélvanlo por los medios acostumbrados.
– No puedes ir, hijo -le dijo con voz cansina un amable georgiano mientras le cargaba la mochila a la espalda-. Al menos, no hasta que muera Castro. En el próximo permiso que vayas a Estados Unidos, visita la Pequeña Habana de Miami. Es lo más parecido, y te hartarás en una hora. Con lo cual, te quedará mucho tiempo para la playa y las mujeres. Buena caminata.
Falk sudó la gota gorda para hacer los ocho kilómetros de vuelta, más agobiado por el bochorno que por el calor. Tardó otra semana en aunar el valor suficiente para preguntar si de verdad existía una «Pequeña Habana». Y, como no tenía familia que visitar, decidió seguir el consejo del georgiano.
Aprovechó la ocasión al cabo de un año. Tomó un vuelo de la Marina a Jacksonville y viajó en autobús desde allí hasta Miami. Encontró un motel barato cerca del centro, al sur del río Miami. Luego salió a dar una vuelta, pasando bajo las largas sombras de la I-95 elevada hasta llegar a la Calle 8, la calle principal, que le llevó al centro de la Pequeña Habana.
Al principio, no le impresionó en absoluto. Había mucho tráfico y caos urbanístico: casas achaparradas, tiendas atestadas de artículos y letreros en español; todo muy parecido al resto de Miami que había visto hasta entonces. Pero ya que había llegado hasta allí, siguió caminando. Y, al cabo de una hora o así, empezó a animarse con los pequeños detalles peculiares: cafés diminutos con escaparates que ofrecían dedalitos de café cubano y croquetas en estuches de cristal; las bodegas, las joyerías y las factorías de cigarros del paseo marítimo, que olían a tabaco curado; vendedores de yuca, mango y plátano.
El ritmo de este comercio era la salsa, que resonaba en casi todos los portales. Mientras Falk caminaba hacia el oeste, cada canción enlazaba con la siguiente, como si las bandas desfilaran por la calle a su lado.
Pero el hipnótico sonido de fondo que más le impresionaba era el del español. Sólo dominándolo se sentiría a gusto allí alguna vez; y, de pronto, le pareció inteligente hacerlo. Falk todavía asociaba su pasión por los idiomas extranjeros con aquel momento, el instante en el que comprendió que los idiomas eran incluso más importantes que los pasaportes y los billetes de avión.
Se entretuvo un rato en el parque de Máximo Gómez, donde el chasquido y el repiqueteo de los dominós punteaban las conversaciones de los ancianos inclinados sobre las mesas mientras arrancaban las fichas de pequeños armazones de madera. Parecía que ninguno se preocupaba del marine de pelo rapado que miraba boquiabierto por encima de sus hombros. Podría haber sido invisible. La barrera del idioma otra vez. O tal vez estuviesen acostumbrados a los anglos que los miraban como curiosidades.
Le desconcertó el bulevar sombreado de monumentos de piedra de la Tercera Avenida. El primero y más alto era una columna de mármol dedicada a «Los Mártires de la Brigada de Asalto» de abril de 1961. ¿Bahía Cochinos? Tenía que ser. Estaba coronada por una vana «llama eterna», que apenas advertían los niños que pasaban estruendosos en bicicleta. Mucho más impresionante que ningún objeto creado por el hombre era una inmensa ceiba, cuyas raíces le llegaban al hombro.
Falk tampoco supo a qué atenerse con el Paseo de las Estrellas, una lastimosa versión latina del Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Era cubana Celia Cruz? Él creía que no. Y le chocó muchísimo descubrir de pronto un McDonald's en un aparcamiento inmenso, con una estatua de tamaño natural de Ronald McDonald. ¿O allí le llamarían Ronaldo?
Falk recorrió los pasillos de un supermercado llamado El Presidente buscando música sin objetivo y luego comió un emparedado cubano sólo para ver de qué era. Después fue en autobús a la playa, pasó la tarde nadando y regresó por la noche a un club de baile que había localizado. Y, precisamente en aquel club, el lugar lo conquistó.
Falk no sabía bailar la salsa mejor de lo que entendía lo que hablaba la gente. Pero la cerveza y el exagerado entusiasmo le ayudaron a superar ambos obstáculos de tal forma que, al poco rato, creía haber llegado a una frontera lejana.
Falk intentaría determinar después lo que le había convertido en un blanco tan fácil aquella noche. Tal vez fuese el corte de pelo militar. O algo que había dicho. Lo cierto es que cuando llevaba en el club una hora, se le acercó un individuo afable, con una mujer hermosa del brazo, que le habló en perfecto inglés. Ávido de conversación, Falk se animó enseguida y descubrió que el hombre era muy simpático.
Se llamaba Paco y era un tipo jovial, algo barrigudo, con una cajetilla de Kent asomando del bolsillo de la camisa. Había llegado a Miami en 1981, le dijo con un gemido.
– Usted cree que lo tiene mal -le dijo Falk-. Pero yo vivo allí y ni siquiera puedo ver el lugar. Estoy destinado en Gitmo.
Salió el resto de su historia: el infante de Marina que sólo podía atisbar por la alambrada, denegado el billete que podría satisfacer su curiosidad. ¡Bueno! ¡Vaya! Tal vez algún día.
– ¡Oh, no! -dijo Paco con la mirada encendida-. Se cuenta usted entre los afortunados. Si yo intentara ir, me arrestarían. ¡Fidel me metería en la cárcel! ¿Pero usted? ¡Usted puede ir realmente!
– No, no puedo ir. Ya lo he comprobado, créame.
– Como soldado no, por supuesto. ¡Pero sí como turista! Es muy fácil.
– ¿Legalmente?
Paco tendió una mano, moviéndola a un lado y a otro.
– Más o menos. Unos amigos míos tienen una agencia de viajes. Lo organizan continuamente. Lo hacen muchísimos estadounidenses. Ni siquiera les sellan el pasaporte.
– Gracias, pero no. Gracias -dijo Falk.
Le parecía una forma rápida de aterrizar en el calabozo. Y Paco tuvo el buen juicio de no insistir. Pero al día siguiente en la playa, Falk empezó a darle vueltas. A los dieciocho años, parece que «más o menos» puede ser bastante seguro. Así que volvió por la noche al mismo club, y allí estaba el animoso Paco, sólo que entonces con una mujer distinta.
– Sí -le dijo-. Le ayudaré con mucho gusto. Llamaré a mis amigos y lo arreglaré, porque ellos no hablan inglés muy bien.
Dispusieron el viaje para diciembre, dos meses después. A Falk le preocupaba un poco el dinero, pero Paco se ocupó de eso también, y consiguió reducción de tarifas en el vuelo y en el hotel, gangas que a Falk le parecían increíbles.
– Es porque necesitan dólares -le explicó Paco-. Fidel está ávido de dólares, sobre todo ahora que los rusos se están marchando.
Falk regresó a Gitmo y consideró unos días la posibilidad de volverse atrás. Pero cuanto más pensaba en ello, más le atraía. No hay nada como la idea de lo prohibido para convertir unas simples vacaciones en una aventura. Y sería un medio de ajustar las cuentas al sargento por su petulancia. Además, ya había entregado doscientos dólares en metálico y no podía permitirse ir a ningún otro sitio.
Los recelos de Falk volvieron poco después de que el vuelo de Miami aterrizara en ciudad de México. Un individuo de la agencia de viajes le esperaba en la terminal, según lo prometido, aunque parecía apuradísimo.
– Su pasaporte, por favor.
Falk se lo entregó. El individuo le dio un sobre. Contenía un billete para La Habana y otro pasaporte (británico, no estadounidense, pero con la fotografía de Falk). ¿De dónde la habrían sacado? Recordó entonces que Paco le había pedido fotos, diciéndole que eran para los documentos de vacunación.
– ¿Qué es esto? -preguntó entonces al hombre de la agencia, desconcertado. Tanto el pasaporte como el billete de avión estaban a nombre de Ned Morris, con una dirección de Manchester-. Creía que no los sellaban, así que devuélvame el mío.
– Después. Cuando regrese -le dijo el emisario, perdiéndose entre la multitud sin darle tiempo a replicar.
Falk se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba el individuo. Estaba a punto de dejarse arrastrar por el pánico cuando se le acercó otro, que le puso una mano tranquilizadora en la espalda y le dijo:
– Venga, por aquí. Tiene que apresurarse. Su vuelo está a punto de salir. Le devolverán su pasaporte a la vuelta. Se hace así siempre. La bolsa, por favor.
Falk no quería dársela, pero habían llegado a la puerta de embarque y el hombre le estaba haciendo señas para que la colocara en la cinta transportadora.
Casi antes de que se diera cuenta, el avión despegó. Examinó otra vez el billete y vio que el importe que figuraba en el mismo era más o menos el triple de lo que había pagado. Condiciones especiales, le había dicho Paco. Empezó a temerse lo peor. Se convenció de que habría una delegación de recibimiento del ejército cubano esperándole: se imaginó esposado mientras disparaban los flashes para los periódicos comunistas. Marine capturado por Castro, pescado como un tarugo.
Pero no ocurrió nada de eso, y Falk ya había empezado a relajarse cuando el taxi llegó al hotel. Era un acuerdo sospechoso, por supuesto, que sin duda incluiría comisiones y sobornos. Probablemente hubiera cargos adicionales del hotel, ahora que ya no podía hacer nada. ¿Y qué? Ya había visto a otros estadounidenses allí, y más o menos a la mitad de los europeos. Ninguno hablaba de Castro ni parecía preocupado.
Mientras Falk paseaba por la ciudad, le asaltó de vez en cuando la espeluznante sensación de que le seguían, aunque, por lo demás, lo pasó bien, a pesar de la espantosa comida, que le recordaba el rancho de la infantería de Marina. Todos los hoteles y los restaurantes servían una versión insulsa de cocina anglo.
Falk se acostumbró enseguida a que le llamaran Míster Morris. Parecía coincidir con los métodos que había empleado él para deshacerse de su familia. Bastaba escribir unas palabras en un documento oficial y se hacían realidad por arte de magia. ¿Qué mejor forma de ocultarse? Decidió que se sentiría bastante cómodo siendo Ned Morris un tiempo.
Entonces conoció a Elena. Él le sonrió en el desayuno a pocas mesas de distancia. Y eso fue todo, al parecer; porque cuando volvió a mirar, ella había desaparecido. Se decepcionó al principio, creyendo que había encontrado algo especial. Pero aquella noche en el Amigo Club, la vio pasar mientras hablaba francés macarrónico con una mujer bastante atractiva que había estado hablando inglés macarrónico. Hubo aquella sonrisa de nuevo mientras ella se dirigía a la barra. A los pocos momentos, pasó en la otra dirección.
–
La encontró en una mesa del rincón con dos amigas. Ninguna cita a la vista. Ella hablaba un inglés elemental, que pareció mejorar a medida que practicaba. Él la invitó a una copa. Bailaron. Ella inclinó la cabeza hacia la de él, prometedoramente, su perfume como el regalo que una flor ofrecía al aire nocturno después de todo el día al sol. Se movió frente a él en la pista, un ajuste perfecto. Cuando volvieron a la mesa, las amigas de ella se habían marchado.
A Falk no se le pasó por la cabeza en ningún momento la posibilidad de que hubiese una cámara oculta detrás de un espejo, en la habitación del hotel luego, ni ninguna de las cinco noches siguientes que pasaron juntos. No se enteró de aquella pequeña trampa hasta que recibió las fotos un mes después, cuando ella ya le había convencido de su sinceridad con cartas enviadas vía parientes en Puerto Rico. Decía que le preocupaba que pudiese crearle problemas recibir cartas directamente de Cuba.
No escribía a Ned Morris, claro. Porque la tercera noche que pasaron juntos, él estaba tan entusiasmado que se lo contó todo y le confesó su verdadero nombre.
Elena también le confesó su doble juego por fin, aunque no lo hizo hasta meses después, en una carta manchada de lágrimas. Eso decía ella. Pero el daño ya estaba hecho. Falk había recibido las fotografías en una carta escrita a máquina, sellada en New Jersey (enviada por los compinches de Paco, supuso). Incluía órdenes categóricas de que visitara el taller de reparación de Gitmo la próxima vez que estuviese en la zona (después de destruir aquella carta, por supuesto). Si no obedecía, enviarían copias de las fotografías a su comandante, con una fotocopia del pasaporte de Ned Morris.
Así conoció Falk a «Harry», el notable encargado de mantenimiento cubano, que acudía a diario a trabajar a la base desde su casa en la ciudad de Guantánamo. Harry organizó un programa para que Falk le transmitiera informes verbales una vez al mes. Los cubanos nunca le pedían gran cosa, y Falk se preguntaba a veces por qué se tomarían la molestia. Era evidente que ya estaban enterados de todo lo que les contaba él. Era probable que alguien de La Habana disfrutara pudiendo decir que contaban con un confidente en Gitmo. Les remitía breves informes sobre llegadas de barcos y rumores de la base sobre traslados y efectivos, todo lo cual podían verlo por sí mismos desde sus atalayas. Menos mal. Así no se sentía culpable. Bueno, no demasiado culpable. Al menos, no durante un tiempo. Porque al tercer mes, la conciencia pudo más que él y decidió confesar.
La última persona a la que se lo habría contado era a su sargento. Sería absurdo premiar al mismo individuo cuya broma pesada le había inducido a saltarse las barreras. Así que pagó una llamada de larga distancia a Ted Bokamper, que por entonces era un joven muy prometedor de la Secretaría de Estado, que trabajaba ya para uno de los subsecretarios mejor conectado.
– Tenemos que vernos cuando vaya a Estados Unidos -le dijo-. Tengo información que podría ayudarte, según lo que piense de la misma tu jefe.
No añadió nada más, porque ya entonces preocupaba la OPSEC, la Seguridad Operativa, aunque se llamaba de otro modo. Se vieron un mes más tarde en casa de Bo en Alexandria, en Virginia. Su primer hijo gateaba ya por la moqueta. Bob se tomó la historia con bastante calma, y acordaron hablarlo con su jefe Saul Endler, que, según Bo, tenía antiguos contactos con los servicios de inteligencia.
Mantuvieron una breve conversación en el despacho de Endler, que escuchó inmutable y apenas hizo comentarios. La noche siguiente se reunieron de nuevo en la residencia de Endler en Georgetown y analizaron el paso siguiente entre estanterías de libros que ocupaban todas las paredes, mientras sonaba música de Stravinsky a un volumen discreto en bafles muy caros, y la señora Endler les servía vasos helados de
– Latinoamérica y el Caribe son una parte especial de mi jurisdicción -comentó Endler-, y Cuba es mi pasión personal, así que comprendo que se convirtiese en la suya tan rápidamente.
Expuso todo esto con la actitud sosegada y superior del profesor que ha aceptado ampliar su horario, sólo por esta vez, para ayudar a un alumno obstinado. No se mencionaron las palabras «traición» y «espionaje». Entre la delicada omisión de esos términos y la cuantiosa provisión de comida y bebida, Falk enseguida estuvo pendiente de cada palabra del hombre. De perdidos al río, que habría dicho Ned Morris.
– Sigámosles el juego un poco más, y podrá empezar a informarme directamente a mí -propuso Endler en tono cordial, como si todo el acuerdo con los cubanos hubiese sido idea de Falk.
Luego sirvió una última ronda de
Bueno, en tal caso, ¿para qué eran los amigos?
– ¿Se lo dirá a alguien? -preguntó Falk. Era la última duda que le inquietaba.
– Teniendo en cuenta lo que me ha dicho, en realidad no es necesario. La información que les transmita usted me ayudará a confirmar el propio juicio sobre determinados asuntos. Mientras La Habana no aumente sus requerimientos, no es necesario que lo sepa nadie más.
– ¿Ni siquiera la Agencia? -preguntó Bo.
Fue el único desacierto que cometió en la velada. Endler torció el gesto y repuso, adoptando un tono doctoral:
– La Agencia sólo complicaría las cosas a todos los involucrados. Nuestro amigo aquí presente podría afrontar incluso acusaciones.
– Pero ¿y si ellos aumentaran sus requerimientos, como ha dicho usted? -preguntó Falk.
– Una pregunta muy razonable. -Endler asintió, de nuevo con la actitud de experto mentor-. Si tal cosa ocurriese, obraríamos en consecuencia. Aun así, no veo ninguna necesidad urgente de revelar su nombre. La Agencia cuenta con que tengamos nuestras propias fuentes. Tendría que hacer usted algunos favores extra, por supuesto. Pero nada más. No se preocupe. No es probable que se convierta en un problema.
Falk sintió ganas de decir: «Perdóneme, padre». Así debían sentirse los fieles católicos cuando recibían la absolución. Se pasó el resto de la velada levitando en un estado de gracia achispada.
Poco después se despidieron. Bo se quedó para más consultas, mientras que Falk le dio un apretón de manos conmovedor y bajó tambaleante el camino enladrillado hasta el taxi que esperaba. Cuando el coche arrancó, se dio la vuelta en el asiento para despedirse con la mano, pero ya habían cerrado la puerta y las cortinas.
Los encuentros de Falk con Harry se sucedieron, y cada nueva petición siguió siendo tan trivial como la anterior. Pero después de recibir la lacrimosa excusa de Elena al cabo de tres meses, habían cesado las peticiones. ¿Se habrían dado cuenta de que se lo había contado a alguien? Lo único que sabía Falk a ciencia cierta era que su siguiente visita a Harry aportó poco más que una negativa.
– Nuestro negocio ha terminado, señor -le dijo Harry, alzando la mirada del banco de trabajo en el que estaba colocando una pieza de metal en un torno.
Endler le envió recado de que lo intentara una vez más, pero Harry ni siquiera le dejó pasar de la puerta. En el permiso siguiente que pasó en Estados Unidos, Falk volvió a la Pequeña Habana por cuenta del Departamento de Estado y visitó el mismo club nocturno tres noches seguidas. Pero no encontró ni rastro de Paco.
Tampoco volvió a saber nada de Endler, y Bo no mencionaba su nombre cuando se veían, normalmente en un club deportivo del distrito de Columbia o en casa de Bo, donde la conversación se veía inevitablemente interrumpida por el alboroto de los niños.
El tema había salido a colación sólo otra vez, cuando Falk estaba pasando la inspección del FBI. Bo era uno de sus avales, y cuando el FBI le llamó para una entrevista, él a su vez telefoneó a Falk y le propuso que se vieran en un restaurante elegante de la Calle K de Washington.
El ambiente incomodó a Falk desde el principio. Tenía más de centro de cabildeo que los tugurios en que solían reunirse. Y Bo sólo aumentó su malestar yendo directamente al grano mientras tomaban a sorbetones media docena de ostras crudas.
– ¿Estás seguro de este asunto? Me refiero al FBI. ¿De verdad eres el tipo adecuado?
– ¡Diablos, no! No lo soy en absoluto. Pero el trabajo parece interesante, y con mis conocimientos de árabe en realidad soy mercancía de primera.
– Aun así.
– ¿Aun así qué?
– ¿Es que tengo que deletrearlo?
– Te refieres a La Habana.
– Es evidente.
– Eso acabó hace años.
– Esas cosas no «acaban» nunca, no cuando vas a hacer este tipo de trabajo.
– O sea, que vas a decírselo.
– Claro que no.
– ¿Es Endler el único que se preocupa?
– No. Estamos preocupados los dos. Sencillamente es delicado.
– Mientras ambos tengáis la boca cerrada como prometisteis, no veo dónde está el problema. Pero no tienes más que decir una palabra y retiro la solicitud.
Se le encogió el alma al decirlo, pero sabía que era necesario que lo propusiera.
– ¿De verdad lo harías? -preguntó Bo, y, por un momento, Falk creyó que su amigo aprovecharía la ocasión.
– Sí -contestó con un suspiro-. Supongo que sí. Vosotros me sacasteis de apuros, así que es lo mínimo que podría hacer.
– Olvídalo. Jamás te lo pediría.
– Endler sí.
– Pero él no está aquí, ¿verdad? Mira, creo que sólo quería recordarte que, al responder por ti, me arriesgo tanto como tú.
– Entendido.
Después se le ocurriría que la elección del restaurante, con sus murmullos y los manteles almidonados, había sido la forma de Bo de indicarle la gravedad de lo que le esperaba, un aviso de que si La Habana volvía a ponerse en contacto, ya no estarían en el secreto sólo ellos tres. Su nuevo trabajo complicaba las cosas, empujándole a él (y a cualquier futura relación con los cubanos) al centro del poder de Washington.
Era una idea perturbadora, pero hasta que no había llegado la carta de Elena el día anterior por la mañana, nunca le habría parecido que pudiese tomarlo en serio. Ahora, allí, en las aguas turquesa de la Bahía de Guantánamo, aquel asunto era un nubarrón en el horizonte.
Falk le habló de la última carta de Elena, y luego, de la petición de Harry de un encuentro por medio de un tercero.
– ¿Harry sigue siendo el mensajero?
– Sí. Increíble. Siempre me ha asombrado que conservara el trabajo.
– Endler pensó en conseguir que lo despidieran. Pero eso les indicaría que te habías chivado. Por lo que sabe el doctor, eras su único cliente. Además, a Harry le registran todos los días cuando viene y va, no es lo mismo que si pudiese salir con las joyas de la corona. Y no está en posición de ver ni oír algo que no sepan ya.
– Y no es que nunca les diera mucho. Siempre me ha extrañado que se tomaran la molestia.
– Creo que estamos a punto de descubrirlo. Es posible que te consideren una especie de agente durmiente. Bien situado y ascendiendo en la cadena alimentaria.
– Estupendo.
Bo se rió entre dientes.
– ¿Por qué crees que estaba hecho un manojo de nervios justo antes de que te incorporaras al FBI?
– Lo vi un día, ¿sabes? A Harry. La primera semana después de regresar aquí.
– ¿Dónde?
– En McDonald's.
– Creía que detestaba McDonald's. ¿No le habías llevado una vez?
Lo había hecho, como un gesto de normalidad poco entusiasta del ingenuo marine, para justificar su amistad con el habilidoso hombrecillo de mantenimiento, por si alguien preguntaba alguna vez por sus visitas regulares al taller de reparación. Harry sólo había tomado unos bocados de su hamburguesa, y luego envolvió el resto y lo tiró a la basura.
– Es mejor la comida cubana -comentó, y guardó silencio mientras Falk se sentía cada vez más avergonzado.
– Sí, seguro que lo odiaba -dijo Falk-. Por eso supuse que la única razón de que fuese era verme, o dejarse ver. Asomar la cara para que yo supiera que aún estaba allí.
– ¿Cómo sabía él que irías?
– Buena pregunta.
– ¿Has tenido otros contactos? ¿Alguno de su lado?
– ¡Vamos, Bo!
– Bastaría un simple «no».
– No.
– Lo siento. Es el trabajo que hacemos. Si esto se supiese, se armaría la de Dios.
– ¡A quién se lo vas a contar! Pero ¿cómo te has enterado de que he tenido noticias suyas?
– No lo sabía. Fue un presentimiento de Endler.
– ¿Basado en qué?
– Eso tendrás que preguntárselo a él. Pero es una de las razones de que me enviara.
– ¿Qué importaría? A menos que el trabajo de Fowler tenga alguna conexión con Cuba.
– Bueno, él es Seguridad Nacional y Cartwright es el Pentágono. Sin mencionar que los dos se mueven en los círculos oficiales que meten la nariz en todo lo demás ahora, así que ¿por qué no Cuba?
– Cabe suponer que, precisamente ahora, están un poco preocupados con Irak.
– Misión cumplida, en lo que a ellos respecta. Ya consiguieron su guerra. Ahora tal vez estén buscando el siguiente objetivo. Fowler pertenece a la nueva especie, al grupo de los que creen que pueden inventar la realidad sobre la marcha. Es más fácil comprender su trabajo considerándolos expertos en fusiones y adquisiciones. Aunque se trate de países y no de empresas. En cuanto se seca la tinta de la siguiente serie de documentos, ya están buscando algo nuevo. No les interesan las consecuencias. Sólo quieren ser los primeros en negociar el siguiente acuerdo.
– Pero ¿con Cuba?
– O con Irán, Siria o Corea del Norte. Donde primero surja la oportunidad.
– ¿Quieres decir que toda esta investigación de seguridad es una farsa?
– En absoluto. Sin duda creen que han venido a desarticular una red de espionaje, hacer algunos amigos en Gitmo y anotarse algunos tantos en Washington. Sólo digo que tal vez haya algo más en el asunto. Algunas conexiones que aún no conocemos.
– Pero os gustaría.
– Con tu ayuda, por supuesto. Es una razón de que quiera ver los programas de los interrogatorios. Y es por lo que quiero que veas a Harry. Averigua qué quiere. Quién sabe, a lo mejor la otra parte se ha enterado de algo también.
– Pensaba ir a verlo mañana por la mañana.
– Estupendo. No olvides que ya no estamos en los viejos tiempos. No creas que será tan fácil.
– Ya lo he pensado. La pequeña caza de brujas de Van Meters resultaría divertidísima con un tipo como yo. A menos que interviniese Endler en mi favor, claro.
– Sería una posibilidad.
– Pero no muy grande. Supongo que es eso lo que quieres decir. Que en realidad estoy solo.
– No. Todavía me tienes a mí. Podrías decir que realmente estamos en el mismo barco.
Los dos se rieron, Falk de forma un poco tensa.
– ¿Y qué más piensa Endler? Sobre Harry y sobre mí, quiero decir.
– ¿De verdad quieres saberlo?
Falk asintió.
– Cree que Harry va a proponerte una pequeña reunión en Miami.
– ¿Con Paco?
– Sí. Y a Endler le encantaría echar un vistazo a Paco.
– ¿Y cómo encontraré tiempo para esa pequeña reunión?
– Todo tiene arreglo. -Bokamper movió la cabeza señalando la proa-. ¿No es hora de que cambiemos de rumbo?
Se habían alejado bastante en la bahía rumbo a Cayo Hospital.
– Vale más que volvamos al muelle si quiero llegar a mi cita con el general.
– Cogeré la escota de foque.
– El viejo Bo lo llamaría cabo.
– Tranquilo, Falk. Todavía somos amigos.
Desde luego, lo esperaba.
14
La cena en el despacho del general Trabert no fue ningún banquete especial: estofado de carne, arroz, ensalada y bizcocho de vainilla, todo llevado directamente del comedor de la base.
Algunos generales eran así, compartían la comida con los invitados sólo cuando se trataba del rancho de los soldados, como si ellos lo tomaran siempre.
– Lo hacen cada día mejor en la cocina de la costa, ¿no le parece?
– ¿La comida? No está mal.
– Cuando llegué, los hombres apenas pasaban de las raciones preparadas. Nada caliente a menos que lo calentara uno mismo. Ahora sirven tres comidas decentes al día a más de dos mil soldados, sin repetir el menú en tres semanas.
– Tal vez necesiten un marcador como los de McDonald's. «Millones servidos.»
Humor de civil. No era del agrado del general. Falk suponía que, en el mundo de los oficiales, las alabanzas a la nueva máquina de helados marcaban tantos puntos como los mejores datos de la semana conseguidos en interrogatorios.
– Bueno, cuénteme lo que sabe -dijo el general, limpiándose la barbilla con la servilleta-. ¿Cuál es la situación ahora?
– ¿Acerca de Ludwig?
– Ya llegaremos a eso. Ha pasado usted unas horas con el señor Bokamper. ¿Cuál es su interpretación del plan de este equipo?
– ¿En cuanto a los arrestos? -preguntó Falk, deseando que Trabert fuese directamente al grano.
– En cuanto a su alcance. Hasta dónde va a llegar.
Podría haberle contestado que hasta La Habana, pero no estaba seguro de que el general lo entendiera.
– Soy amigo de Bo, pero no me lo cuenta todo. Y tengo la impresión de que, en algunos aspectos, sabe tan poco como los demás.
Era la respuesta de un burócrata, pero le pareció que tranquilizaba a Trabert. Tal vez fuese lo que quería saber el general: que Bo y él seguían excluidos del plan. Era imposible determinar de qué lado estaba Trabert, o cuál era su agenda.
– Bueno, darán por terminado el asunto dentro de una semana, espero. Necesitamos limpiar nuestras cuadras y seguir adelante. Me indignó muchísimo lo de Boustani, se lo aseguro. Ese hombre contaba con nuestra confianza, y mire lo que hizo con ella.
– ¿Tienen realmente mucho contra él?
– Ha hecho algunos amigos en Estados Unidos con los que seguramente usted no se sentiría cómodo. Allí y en otros lugares. Es todo lo que puedo decir de momento. ¿Cómo está reaccionando la gente?
El general comía muy deprisa. Ya había pasado al pastel.
– Como era de esperar, más o menos. Mucho chismorreo. Algunos creen que se trata de una caza de brujas, la peor desde Aldrich Ames.
El general asintió.
– Nada bueno, ninguna de las dos cosas. ¿Y su trabajo? ¿Progresa?
– Me vendría bien un poco de ayuda. Los de inteligencia del J-DOG se llevaron la correspondencia de Ludwig antes de que yo pudiera echarle una ojeada.
– Es culpa mía -dijo Trabert-. Asumo toda la responsabilidad de eso.
– ¿Hablará con ellos, entonces?
– En realidad, ellos querían que hablara con usted. Es el motivo de esta cena, en parte. Parece ser que he molestado a algunos. He decidido que sería mejor para todos los interesados que entregara usted sus descubrimientos al J-DOG. De ese modo, podrá volver a concentrarse en los interrogatorios.
– ¿Es una sugerencia?
– Una orden. Vigente de inmediato. En compensación por el tiempo que ha dedicado a este asunto, le concedo un permiso de tres días en el continente, con mis felicitaciones.
– ¿Es una orden también?
– ¿Es que va a rechazar un permiso?
– Pensaba que el FBI tendría algo que decir al respecto.
– Lo que haga usted con su tiempo fuera de aquí, es asunto de ellos. Su tiempo en GTF-Gitmo es de mi incumbencia. Cuando regrese usted de sus días de asueto, empezará de nuevo.
– ¿A quién he cabreado?
– Como ya le he dicho, ha sido una metedura de pata mía. Deberíamos haber manejado a Ludwig como un asunto interno desde el principio. Tiene una plaza reservada en el vuelo de mañana por la mañana a JAX.
– ¿Me encontraré los muebles en la calle cuando regrese?
– Será mejor recibido que nunca aquí en cuanto se despeje el humo. Creo que incluso su amigo Bokamper estaría de acuerdo.
– ¿Está enterado él de esto?
– Ha sido una decisión mía y sólo mía, Falk. Tiene que entregar sus notas y cualesquiera otras conclusiones al capitán Van Meter a las nueve de la noche.
Otra vez Van Meter. Otro dedo en otro pastel. Falk todavía tenía muchas preguntas que hacer, pero era evidente que el general no estaba de humor, y ya no le quedaba nada en el plato. Era probable que hubiese llegado a algún acuerdo. Meter toda la ropa sucia en la misma bolsa limpia (la investigación de seguridad, Ludwig y lo demás), con tal de que acabara todo rápidamente. De ese modo, ganaba él, ganaban ellos y el nuevo amigo de todos, Van Meter, seguía construyendo su pequeño imperio.
¿O habría tramado Endler el viaje rápido de Falk fuera de allí, tal vez como tapadera que se reuniera con Paco?
Trabert se levantó, dando la velada por terminada. El plato de Falk seguía medio lleno.
– Bueno, nos veremos el lunes cuando aterrice a máxima velocidad.
– Desde luego me marcho a máxima velocidad.
El general se irguió, sin sonreír. Falk tuvo que contenerse para no ponerse firme y saludarle.
Telefoneó a Bo en cuanto llegó a casa. De pronto tenía muchísimo que hacer y poco tiempo para ello, pero lo único que necesitaba más que tiempo, eran respuestas. La tarea más pesada era su planeada visita a Harry. Lo habría liquidado aquella misma noche si hubiese podido, pero Harry estaría ya en su casa de la ciudad de Guantánamo, a treinta kilómetros de la alambrada. Los cubanos que trabajaban en Gitmo llegaban todos los días a primera hora de la mañana, así que ésa sería la mejor ocasión para Falk.
Se preguntó qué haría en aquel permiso forzoso, sobre todo si no había ningún encuentro con Paco. Tal vez se quedara sin más en Jacksonville. Iría en coche a alguna playa cercana y descansaría. Pensó vagamente en tomar un vuelo a Maine. La posibilidad de una larga caminata por los bosques a solas y aislado le parecía ideal en aquel momento. Era extraño que pensara tanto en casa últimamente. Volver a Gitmo había sido como regresar al pasado. Era el primer lugar al que había ido después de abandonar Maine y del entrenamiento básico. En cierto sentido, había vuelto al umbral de su infancia, su punto de partida, así que, ¿por qué no usarlo como el portal para su regreso? Se preguntó si su padre seguiría vivo. Seguro que alguien sabía dónde estaba.
Pero lo primero era lo primero. Por suerte, era fácil localizar a Bo.
– Parece que han decidido echarme de la isla -comentó Falk-. El general Trabert me ha concedido magnánimamente permiso el fin de semana. No es que tuviese ninguna oportunidad. Tengo que salir en el vuelo de la mañana a Jacksonville. ¿Alguna idea de por qué no me quiere aquí?
– Ninguna.
– ¿Seguro?
– ¿Cómo demonios voy a saberlo yo?
– Se me ocurrió que podrías tener algo que ver con ello. Tú o tu jefe. Sobre todo si cree que mi antiguo compinche quiere encontrarse cara a cara conmigo. -No se atrevió a pronunciar los nombres «Harry» y «Paco» por aquella línea, y esperaba que Bokamper fuese lo bastante prudente para hacer lo propio.
– Tranquilo, Falk. Yo no te haría semejante jugarreta.
– Pero tu jefe sí.
– No sin decírmelo. Es más probable que sea cosa de Fowler.
– ¿Por qué?
– Supongo que lo sabremos mientras estés fuera. Por cierto, ¿piensas ver a tu viejo amigo antes de irte?
– Mañana antes del desayuno.
– Bien pensado. ¿Y qué pasa con Ludwig mientras no estés?
– Caso descartado. Tengo que entregar todas las notas a Van Meter.
– El señor Polifacético. ¿Cuándo regresas?
– El lunes. Suponiendo que Trabert no les haga anular mi vuelo de vuelta.
– No creo que le gustara a la Oficina.
– Tampoco le gusta Trabert. Así que no creo que importe mucho.
– Bueno, te prometería mantenerte al corriente de todo lo que te estés perdiendo por correo electrónico, pero desde aquí…
– Ni se te ocurra.
– Hablando de lo cual…
– Lo sé. Ya hemos hablado bastante.
– Dame un toque por la mañana. Después de tu… esto… «desayuno».
– Lo haré.
Falk telefoneó luego a Pam, que contestó al primer timbrazo, como si estuviera esperando llamada. No le hizo gracia la noticia.
– ¿Así que me echas a los lobos? Ya sabes que mi índice subirá tres puntos mientras no estés. -Falk no pudo evitar preguntarse qué ocurriría si ella y Bo se veían cara a cara. Como para disipar esas dudas, ella añadió-: Supongo que podría aprovechar algunas veladas. Hoy ha sido agotador, con todo el jaleo por lo de Boustani. A los demás les parece divertidísimo, pero nuestro equipo cuenta con un hombre menos. Ni siquiera nos dejan disponer de sus cuadernos de notas. He tenido que hacer de intérprete a otros dos, además de mis propios interrogatorios. Esta noche me gustaría emborracharme, pero lo que de verdad necesito es una buena noche de sueño.
Su referencia al trabajo recordó algo a Falk.
– Adnan -dijo.
– ¿Qué?
– Disculpa. Me lo has recordado. Tengo que ver a Adnan antes de largarme. No he vuelto desde la otra noche. Quién sabe lo que pensará si dejo pasar otros tres días. Seguro que ya se siente explotado y abandonado.
– Pues que se una al club. Al menos él tendrá una visita de despedida.
– Escucha, Pam, no ha sido decisión mía. Trabert prácticamente me ha ordenado que abandone la base.
– Recuérdame que no me siente a tu lado la próxima vez que el general entre en el comedor.
– ¿Puede saberse qué quieres decir con eso?
– Era una broma. Aunque creo que has olvidado cómo funcionan las cosas en el ejército. Tengo que ser más cuidadosa que tú en cuanto a la impresión que causo, eso es todo. Pero tienes razón en lo de Adnan. Necesitas verlo, aunque sólo sea en la ronda de madrugada.
– Llevará más que eso. Necesitamos una sentada. Como si no tuviese bastante que hacer. Me espera una noche larga.
– Supongo que no te veré hasta el desayuno.
– Y entonces tampoco. Tengo que hacer un recado.
– ¿Para Trabert?
– Para Bo. No puedo entrar en detalles.
Ella se enfurruñó entonces y la conversación no acabó como le habría gustado a él, sino en una tibia despedida que le inquietó. También le preocupaba el comentario irónico que había hecho sobre que el general la viese con él. Tal vez fuese sólo una broma, pero Falk no pudo evitar la idea de cómo reaccionaría ella si descubriera que era mercancía dañada.
Echó la bolsa de viaje en la cama y se fijó en las cartas de Ludwig, que seguían sobre la almohada. Estaba a punto de abrir una, cuando algo le advirtió que esperara, que actuara con cautela. Sería mejor que Van Meter creyera que no las había leído. Whitaker estaba aún en el trabajo, así que Falk fue a la cocina con las dos cartas, llenó una tetera de agua en el fregadero y la puso al fuego. Cuando empezó a hervir, acercó los sobres al vapor hasta que se despegaron las solapas sin romper el papel.
Era un método conocido, no de sus días de agente especial (el FBI tenía métodos mucho más perfeccionados para aquel tipo de tarea), sino de la infancia. Se había convertido en detective en su propio hogar buscando respuestas cuando todo empezó a desmoronarse. Cuando su madre desapareció y su padre se vio arrastrado a la inutilidad, Falk había visto los avisos de la oficina fiscal y de los cobradores amontonarse en el sofá, sin que nadie se molestara en abrirlos. Así que los abría él en la casa vacía y exploraba el interior, interpretando a escondidas las señales del camino de su familia a la ruina. Él se había enterado antes que nadie de la inminente ejecución de la hipoteca y la subasta, y también había leído la carta con matasellos de Boston de una esposa rebelde que se había marchado y que juraba que no volvería nunca. Eso no era nada, en comparación. Solamente otra treta de sabueso tomada del libro de juegos de Frank y Joe Hardy en la biblioteca pública de Deer Isle.
Falk leyó primero la carta personal y anotó el nombre de la esposa de Ludwig, Doris, su dirección en Buxton y el nombre de un cuñado, Bob, que mencionaba en la primera hoja. Bob estaba deseando volver a ir de pesca la próxima vez que Ludwig fuese a casa, y quería saber lo que picaba en el Caribe. Al parecer, Ludwig se desenvolvía bastante bien en el agua.
Casi toda la carta versaba sobre temas triviales: las tomateras habían florecido, pero el fruto era pequeño y las hojas se estaban rizando; el bebé estaba mejor de la otitis; su hija Misty todavía añoraba a su papá; había telefoneado Ed del banco y había dicho que seguiría en contacto; había muerto el señor Williams, el viudo simpático de la calle, y le había dejado todo a su vecina de la casa de al lado, la señora Packard, que seguía casada, de momento; habían abierto un nuevo Sam's Club en la carretera de circunvalación, gracias a Dios, treinta kilómetros más cerca que el de Revell. Falk leyó las cuatro hojas, las volvió a meter en el sobre, lo cerró y lo alisó bien. Pero volvió a abrirse, claro, y no tenía nada para pegarlo. ¡Al diablo los viejos trucos!
Consideró la posibilidad de no abrir la carta del banco. Pero le preocupaba algo en la alusión de la primera a «Ed del banco». Volvió a sacarla.
Ed del banco llamó para ponerse en contacto, así que le di tu dirección y te escribirá. Es sobre negocios.
¿No tendría el banco la dirección de Ludwig? Aquello más parecía un aviso velado, así que sacó la carta del segundo sobre.
Era bastante oficial, mecanografiada a un solo espacio y con el membrete del «Farmers Federal» en la parte superior. El corresponsal era el subdirector de la sucursal Ed Sample, un título señorial para un individuo que seguramente sólo era superior en rango a unos cuantos cajeros y encargados de préstamos. La primera parte eran las consabidas frases formularias: Espero que te encuentres bien, el trabajo ha sido constante, etcétera. El resto de la carta era extraño, por no decir más.
Todavía no sé qué hacer exactamente con las transferencias telegráficas que autorizaste la semana pasada a bancos de Perú y las islas Caimán. He puesto una demora de diez días en las transacciones, a la espera de instrucciones. Por favor, notifícalo.
Luego, vuelta a los formulismos, como si la duda sobre las transferencias fuese la clase de asunto sobre el que preguntaría cualquier banquero de un pueblo de Michigan. Mencionar «Perú», «las islas Caimán» y «transferencias bancarias» en la misma línea era igual que agitar una señal de peligro a los reguladores bancarios y a la DEA, la Fuerza Administrativa Antidrogas. En un juego de asociación de palabras, la respuesta sería «dinero de cocaína». Había que tener pelotas para autorizar algo así desde cualquier sitio, pero hacerlo desde Gitmo sin duda era más que temerario.
Falk apuntó el número de teléfono de Ed Sample que figuraba en el membrete. Luego colocó las cartas debajo de las hojas de su bloc reglamentario. Le entregaría a Van Meters las demás notas, pero aquello tal vez le interesara al FBI. Al menos, eso sería lo que alegaría si Van Meter preguntaba alguna vez por qué había retenido las pruebas.
Salió de casa hacia el Campo Delta. La prisión tenía cuatro secciones principales, y Adnan estaba en el ala de máxima seguridad, el llamado Campo 3. Los Campos 2 y 1 tenían normas cada vez menos severas, aunque el Campo 4, en contra de lo que cabría esperar, ofrecía las condiciones más relajadas de los cuatro, con bloques de celdas comunales, monos blancos, comidas más abundantes y más tiempo para ejercicio y duchas. Los guardias lo llamaban
Falk cruzó las cuatro puertas hasta el Campo 3 al oscurecer. Era la hora del día en que el lugar empezaba a calmarse. Aún se percibía el olor de la cena sobre la nube de exhalaciones y ventosidades colectivas de los centenares de prisioneros que se preparaban para la noche en sus minúsculas celdas.
Falk no había tenido tiempo de inscribirse para una sesión con Adnan el día anterior, así que fue directamente a la celda del joven, esperando encontrarlo en su postura habitual: escondido bajo las sábanas, a pesar del calor. Pero encontró la celda vacía. Reaccionó de forma inmediata y visceral. Alguien se había metido en terreno vedado. Alguien se estaba buscando problemas serios.
– ¡Guardia!
Un soldado dobló la esquina corriendo, con la cara colorada. Parecía creer que Falk tenía algún problema.
– ¿Dónde está el prisionero, soldado?
– Figura en el registro de salida, señor.
– ¿Con quién?
– No lo sé. Lo comprobaré.
– Hágalo. Deprisa.
Falk esperó en la puerta, como si Adnan pudiera volver de un momento a otro. En su lugar, volvió el soldado, caminando a paso ligero. Retrocedió cuando un detenido gritó algo en un idioma que Falk no entendía.
– ¿Y bien?
El soldado se inclinó y Falk no comprendió por qué, hasta que se le ocurrió que intentaba impedir que le oyeran los detenidos.
– Era un OGA, señor -susurró el guardia; el acrónimo local de la CIA-. Éste es su número de identificación.
Falk lo anotó, aunque lo había reconocido porque tenía el prefijo de su propio equipo.
– ¡Maldita sea! -masculló-. Gracias, soldado.
Pocos minutos después se dirigía a la caravana de interrogatorios, hecho una furia; enseñó su documentación a otro policía antes de empujar la puerta. Tal vez por eso le mandaran fuera el fin de semana. Tenían que ordenar muchas cosas en su ausencia. Abrió de golpe la puerta de la primera cabina. Vacía. Luego, la segunda. Vacía. Y lo mismo la tercera y la cuarta; aquello parecía una comedia mala: el marido celoso que busca al amante de su mujer en los armarios. Portazo. Nada. Portazo. Nada. Siguió toda la hilera hasta que llegó a la séptima cabina, donde un sargento del ejército, al que reconoció como uno de los compañeros de clase de Pam en Fort Huachuca, alzó la vista irritado. Sentado a la mesa en una pose relajada había un prisionero vestido de blanco, lo que indicaba que era de seguridad media.
– Lo siento -soltó Falk. Luego no pudo evitar añadir-: ¿Ha visto a Tyndall?
No hubo respuesta. Sólo una negación colérica.
Escarmentado, Falk cerró la puerta con cuidado antes de mirar en la última cabina, donde tampoco había nadie a aquella hora. Supuso que Tyndall se había llevado a Adnan a las cabinas de la CIA en otra caravana, aunque no solía ser su estilo. Volvió casi corriendo al bloque de celdas a buscar al soldado, pasando de la cólera al pánico, notando el sudor que le corría por la espalda.
– Soldado, ¿qué hora de salida figura en el registro de este detenido?
– Iba a decírselo antes, señor, pero tenía usted mucha prisa. Fue anoche. O esta madrugada, si quiere ser técnico. A las tres de la mañana.
– ¿Puede saberse dónde está el prisionero, entonces?
El soldado se encogió de hombros.
Falk fue a echar otra ojeada a la celda de Adnan, como si el joven pudiese haberse materializado mientras tanto. Ahora se fijó en que faltaban el cepillo de dientes, el jabón, la toalla, la alfombrilla de rezos y el Corán. Habían vaciado la celda. Ni siquiera los viajes a la enfermería justificaban aquello.
– ¿Ha habido algún incidente médico hoy? -preguntó al soldado, que le había seguido al trote y estaba casi sin respiración.
– No, señor.
– ¿Y traslados al Campo 4? -se refería a seguridad media.
Tal vez Adnan hubiese conseguido un descanso al fin.
– No, señor. Tampoco.
A efectos prácticos del Campo Delta, entonces, Adnan Al-Hamdi ya no existía. Pero Mitch Tyndall sí, y Falk sabía dónde podía encontrarlo.
Tyndall estaba realmente en su jaula vespertina habitual, celebrando audiencia junto al camarero con otro pendejo de la Agencia y una oficial embelesada de una unidad de reservistas de Kentucky. Falk no perdió el tiempo con preámbulos. Posó una mano en el hombro derecho de Tyndall y ejerció un poco de presión extra.
– ¡Eh! ¿A qué viene la tenaza vulcana?
Tyndall enrojeció nada más ver a Falk.
– Una palabra. Si puedo. En privado.
– Iba a explicártelo, pero recibí órdenes urgentes y no te encontré.
– ¡No me digas! ¡Vamos!
La oficial de Kentucky los miraba boquiabierta, pero Falk no le hizo caso. Tyndall disuadió con un gesto a su colega de la Agencia al ver que se disponía a intervenir.
– Déjalo, Don. Es personal. Guárdame la cerveza tibia, ¿quieres?
Falk llevó a Tyndall a la periferia de las mesas. Todavía no era demasiado tarde para muchos clientes.
– Muy bien. ¿Qué demonios has hecho con él?
– Tranquilo. Iba a contártelo todo, pero no te encontré en casa anoche, y esta tarde habías salido en barco o no sé qué.
– Muy oportuno. Así que pensabas esperar a que volviera, supongo.
– ¿Volver de dónde? -preguntó Tyndall, ceñudo.
Si era teatro, resultaba muy convincente.
– Es una larga historia, pero estaré fuera el fin de semana. Así que dime dónde está Adnan.
Tyndall miró alrededor. Don todavía observaba desde la barra. La linda policía tenía aspecto de que no podría superarlo en semanas.
– Vamos, bajemos a la orilla.
– Aquí estamos bien. Dímelo al oído, como si estuviéramos dentro de la alambrada.
Tyndall volvió a fruncir la frente, pero accedió, y bajó la voz tanto que Falk tuvo que agacharse más.
– Le han trasladado al Campo Eco.
El Campo Eco era una zona prohibida para Falk. Era la prisión de la CIA dentro de la prisión, la casa de los
– ¡Por Dios, Mitch! ¿Le han convertido en un fantasma? ¿Por qué?
Tyndall negó con la cabeza.
– Cálmate, por favor. No es un fantasma. Demasiado tarde para eso. La Cruz Roja tiene su nombre. Tendrán que dar cuentas de él, de un modo u otro.
– Entonces estáis jugando con fuego.
– ¡A mí vas a decírmelo!
– Entonces, ¿por qué hacerlo?
– Órdenes de arriba.
– ¿Trabert?
Negó.
– Mi grupo. Petición especial de la clientela, al parecer.
– ¿Qué cliente?
Tyndall volvió a mirar alrededor. Falk no lo había visto nunca tan nervioso. Tyndall esperó que pasara hacia otra mesa una pareja de bebedores para hablar de nuevo, y lo hizo tan bajo que Falk casi no le oía:
– No puedes decírselo a nadie. Y mucho menos a Whitaker ni a nadie de la Oficina.
– Sigue.
– Ha sido Fowler. Él y su perrillo faldero Cartwright. Han estado muy ocupados. Adnan no es su única adquisición.
– ¿Cuántos más?
– Otros dos, que yo sepa.
– ¿Nombres?
– Sólo sé el de Adnan. Alguien firmó por los otros dos. Podría haber sido Don. Pero son todos yemeníes, como Adnan. Es posible que tenga algo que ver con Boustani.
– Boustani nunca ha tratado con los yemeníes. Sólo con libaneses. Y con algunos sirios.
– Podría ser por las cartas de los detenidos, las que iba a echar al correo. Podrían ser de cualquiera.
– Tal vez.
– De todos modos, yo no te he dicho nada. Pero creía que te lo debía por lo de la otra noche.
– Tal como lo veo yo, ahora me debes otra.
– Lo que sea. Siempre y cuando esto quede entre nosotros. Sólo me faltaría cabrear a esos dos.
Muy impresionante, cuando podías asustar a un agente de la CIA, pero Falk no culpaba a Tyndall. Él mismo sentía la presión. Sabía que las posibilidades de que Boustani recogiese cartas de los yemeníes eran prácticamente nulas. Sólo un puñado de interrogadores y psicólogos de Gitmo tenía regularmente acceso a esos detenidos, y Falk se contaba entre ellos. Si Fowler y Cartwright estaban concentrándose en los yemeníes, entonces era casi seguro que tenían la mira puesta en él. Largarse de allí empezaba a parecer una idea excelente.
15
Apenas había salido el sol, pero Pam Cobb ya se había puesto el uniforme matinal: pantalones cortos del ejército, camiseta de manga corta y las zapatillas de deporte con las que había recorrido kilómetros de caminos polvorientos y endurecidos. Se sentó en el linóleo de la cocina con las largas piernas separadas para estirarse. Era el rincón de la casa más alejado de los dormitorios, y siempre hacía estiramientos allí para no despertar a sus compañeras.
Pam bostezó, y luego se dobló por la cintura y arqueó el cuello, alargando las manos lentamente hacia los tobillos y tensando las pantorrillas. Podía haber dormido un poco más, pero tenía que encontrar fuerza en aquella rutina diaria, el ritmo tranquilizador que le permitía seguir en la dirección correcta incluso cuando todo lo demás perdía el rumbo.
La estrategia le había sido muy útil en varias ocasiones allí en Gitmo. Recordó la mañana después de enterarse del plan del general Trabert de provocar sexualmente a algunos detenidos. Pam se había pasado toda la noche preocupada, barajando la posibilidad de que la incluyeran en el plan, y sólo había dormido unas horas. A la mañana siguiente corrió casi diez kilómetros, con el creciente calor del amanecer, y había conseguido la lucidez y la determinación necesarias para una entrevista con el general. Pasó casi una hora exponiendo la insensatez del plan, aunque no se atrevió a emplear un término tan poco diplomático como «insensatez».
Había adoptado el enfoque habitual de oficial subordinado, considerando el plan una buena idea potencialmente que merecía una tentativa, pero no el tipo de prueba que requiriera su participación. No correspondía a sus estrategias, le dijo al general. Era perjudicial para su enfoque estratégico. Pam había aprendido que en las conversaciones con los oficiales superiores, sobre todo con los varones, siempre era útil emplear metáforas futbolísticas, lo mismo que en las conversaciones futbolísticas lo era emplear metáforas militares.
Trabert la dejó al margen del plan, no sin haber especificado claramente que la exención era condicional. Si la estrategia funcionaba en otros casos, entonces ella también tendría que incluirla en su manual de juego. Dijo «manual de juego», sí.
La situación en Gitmo requería de nuevo una base sólida aquella mañana, cuando Pam estableció el programa del día por adelantado. El arresto de Boustani la había impresionado. O bien los investigadores la habían cagado, o Boustani había engañado completamente a ella y a todo el equipo tigre. Y, para colmo de males, Revere Falk, el único otro elemento fiable de su vida allí, estaba a punto de marcharse el fin de semana, Dios sabría por qué, y ni siquiera se verían en el desayuno.
Pam volvió a inclinarse, alcanzando con los dedos las suelas de las zapatillas y tocando una piedrecita que se le había enganchado en el camino. Se oía el goteo del grifo en el agua grasienta del fregadero. ¿Harían los fregaderos de aquellos alojamientos algo más que gotear? Había algo intrínsecamente depresivo en las cocinas de las viviendas militares. Ella había conocido algunas en las viviendas de oficiales de los destinos anteriores. Siempre el mismo cajón anticuado de formica y linóleo, como si hubiese salido de una fábrica de municiones de los años setenta. Neveras y encimeras de un blanco verdoso. Ni un electrodoméstico decente. Los quemadores de la cocina brillaban intensamente en unos sitios y débilmente en otros, como estrellas moribundas. Nada que ver con la cocina de la casa en la que había crecido, con el fregadero de cerámica y los quemadores de propano, una encimera de madera fuerte y gruesa, con un montón de sartenes de hierro colado y pucheros, más un horno lo bastante grande para asar cualquier animal que cazaran su padre y sus hermanos. Los recordó una mañana de otoño, con las caras húmedas y coloradas, y el olor a hojas húmedas y a sangre cálida.
¿Qué dirían ellos si la vieran allí, hablando duro con el general y diligentemente con jóvenes árabes hoscos, citándose con un agente del FBI por la noche, tonteando en su coche como en una cita en el auto-cine del pueblo? Se preguntó qué haría Falk aquella mañana. Había mencionando que tenía que hacer un recado que le impediría acudir al comedor. Un recado para su amigo Ted Bokamper. Valiente cretino. Supuestamente otro ejecutivo de Washington, pero más parecido a casi todos los oficiales con los que tenía que lidiar ella a diario. Por la forma en que la trataban a veces, nadie diría que tenía el mismo rango que ellos, o superior: sus insinuaciones atrevidas y facilonas, el burdo humor sexual, siempre intentando tomarle el pelo. No era tan idiota como para tragarse el anzuelo. Bueno, en general.
Pero Bokamper no estaba en su cadena de mando, así que ella se había soltado un rato la noche anterior. Su reacción sin duda había incomodado a Falk, y ella había lamentado por un momento las palabras mordaces. Luego recordó a Bo diciendo: «Yo no cazo en terreno vedado», lo bastante alto para que ella lo oyera, y masculló un taco. Pam se agarró con fuerza las plantas de los pies y tensó al máximo los músculos gemelos.
Se soltó, se levantó y se apoyó en la encimera, estirando las piernas inclinadas sin separar los pies del suelo. Casi a punto de caerse. Bueno, con un poco de suerte, Bokamper y los otros recién llegados se marcharían pronto. Unos cuantos arrestos más para enturbiar más las aguas y amargar la vida a todos en general, y se cansarían del calor y de los mosquitos y se largarían.
Falk le planteaba una serie de preocupaciones más complejas. Recordó algo que había dicho el general hacía una semana en una fogata de la playa después de verlos a Falk y a ella paseando cogidos de la mano. El primer impulso de ella había sido soltarse, como si la hubiesen sorprendido fumando en los aseos de las chicas. Recordó abochornada su cólera cuando Falk se resistió a soltarla, el chico peligroso, decidido a mostrarse desafiante. Trabert había bromeado sobre «confraternizar», y luego se había reído. Pero ella se había fijado en su mandíbula tensa, como si le costara tomarlo a la ligera. Luego había dado media vuelta como un comandante en una plaza de armas. ¿Habría sido una advertencia, un aviso para que no dejara que las cosas se le fueran de la mano? Ella sabía que el FBI y el alto mando estaban enfrentados por la táctica. Desde el punto de vista de Trabert, ella se acostaba con el enemigo, y Falk no era precisamente el compañero que esperaba la mayoría de la gente cuando pensaban en agentes especiales. Eso formaba parte de su atractivo, suponía ella. Eso y su forma de ver a través del caparazón en el que ella se parapetaba para sobrevivir profesionalmente. La mayoría no lo traspasaba nunca, o intentaban abrirse paso con burlas, como Bokamper. Falk lo había reconocido de inmediato como un farol, quizá porque él también tenía sus parapetos. Pam recordó de nuevo la historia que le habían contado en los interrogatorios, la vieja historia del infante de Marina con la conexión cubana, el marine que se había convertido en agente del FBI.
«Habla con los cubanos, les vende secretos -había dicho Niswar-. Es uno de los vuestros y habla con los cubanos.»
En realidad, habría sido más inquietante si no fuese tan absurdo. ¿Cómo diablos sabía un grupo de yihadistas que se había pasado toda la vida en los desiertos árabes y en las montañas afganas algo de los cubanos, y no digamos ya de un estadounidense que hablaba con ellos? Pam sabía de sobra lo fácil que era que el rumor y la fantasía alzaran el vuelo entre las enfebrecidas imaginaciones del interior de la alambrada. Hacía sólo tres días que otro prisionero le había hablado de la camarilla de conspiradores judíos que aconsejaban en secreto a la familia real saudí.
No obstante, tal vez fuese más seguro ponerlo por escrito en algún sitio oficial, estrictamente como rutina. Pero esperaría a que regresase Falk el lunes. Se lo había prometido. Seguro que Niswar habría cambiado su historia para entonces, de todos modos.
Pam dio por terminados los ejercicios y miró por la ventana. Se le había hecho tarde, y eso allí podía ser decisivo. Solía salir siempre media hora antes. Necesitaba una cinta para la cabeza y fue a su habitación a buscarla, procurando no hacer ruido. Se cruzó en el pasillo con una compañera que iba a trompicones, adormilada, a la cocina.
– ¿Has preparado café?
– Lo siento, Patty. Voy a salir a correr un poco.
Patty refunfuñó. Necesitaba siempre varias tazas de café para despertarse del todo.
Pam abrió un cajón y buscó la cinta entre las medias. Cuando se la puso, le pareció oír un portazo. Sería el armario de la cocina, Patty revolviendo. Entonces apareció Patty a la puerta del dormitorio, con los ojos tan abiertos como si se hubiese tomado ya toda una cafetera.
– ¿Qué pasa?
– Tienes visita -contestó Patty con voz aguda.
Falk no habría provocado aquella reacción. ¿Sería Bokamper, entonces, que ya andaba husmeando antes incluso de que su «hermano pequeño» se marchara?
– ¿Quién es?
– Son tres. Una pareja de la policía militar y uno de los tipos de Washington. Fowler, me parece que ha dicho.
Pam pasó del desdén a la alarma. Luego se tranquilizó. Boustani. Debían estar visitando a todos los de su equipo. Aunque era una hora muy extraña para presentarse. Y demasiado tarde para retrasarla cuando se disponía a hacer una larga carrera. A aquel paso, no saldría de casa en horas.
16
El operario cubano a quien llamaban Harry en Gitmo, tenía sesenta y cinco años y trabajaba en la base desde los diecinueve. Su verdadero nombre era Javier Pérez. Hacía varios decenios, un alférez demasiado campechano había empezado a llamarle Harry en vez de Javi, y se quedó con ese nombre. No es que le molestara. Había aprendido a ser complaciente. Le había contratado la Dirección de Inteligencia cubana pocos meses antes de que le pusieran ese sobrenombre. Una persona que gana dos salarios por un solo trabajo aprende a ser flexible.
A pesar de la petulante opinión del doctor Endler, Harry había trabajado con otros estadounidenses además de Falk: con un oficial de la Marina en los años ochenta, y con otro marine poco después de que se marchara Falk. Ambos habían sido atraídos a La Habana igual que Falk. Tres clientes en dos décadas no era precisamente un gran negocio, pero la clientela de Harry, no obstante, se convirtió en objetivo de un pequeño santuario en el cubículo habanero de su manipulador, que puso las fotografías comprometedoras de los tres soldados en un lugar de honor encima de su puerta.
Pese a todo eso, el valor de Harry había sido siempre simbólico en buena medida. A sus jefes de la Dirección de Inteligencia les complacía la idea de contar con alguien en una base militar estadounidense, aunque ya sabían y oían todo lo que pasaba en aquélla. Y, si bien Harry nunca aportó realmente gran cosa en el sentido de información útil, suponían que su presencia en la base acabaría de dos formas posibles: aportaría un dividendo insólito por pura suerte (que un antiguo cliente volviera a la base como agente del FBI, por ejemplo), o sería descubierto por las autoridades militares. Ambas posibilidades serían un golpe; la primera, por razones evidentes; y la segunda, porque sumiría la base en una agitación de divertido bochorno. Los jefes de Harry se preocupaban poco de la posibilidad de traición, ya que su único contacto con la Dirección de Inteligencia era el individuo que le había reclutado. No podría identificar a ningún otro agente, con la posible excepción de su vecino farmacéutico, que Harry había sospechado siempre que era informador del Ministerio del Interior.
Harry dedicaba muchas horas a sus dos empleos, e inició la mañana de su encuentro con Falk como cualquier otro día laboral. Se levantó a las cuatro en su humilde casa de la ciudad de Guantánamo, y se vistió, mientras su mujer preparaba café y untaba con mantequilla una rebanada de pan para ponerla en la sartén. Ella volvió a la cama mientras él migaba la tostada crujiente en el café con leche. Harry salió de casa cuando empezaban a cantar los gallos, y recorrió seis manzanas hasta la parada de autobús, pasando por delante de las casas de seis de sus hijos y una docena de nietos. Tenía otros dos hijos que vivían en Union City, New Jersey, y una hija que vivía en Miami Lakes. Éstos le escribían a la base, y él no era tan tonto como para llevarse las cartas a casa: era uno de los pocos secretos que no compartió nunca con la Dirección. Había aprendido a memorizar la información de sus agentes para informar a su contacto, y no tenía problema para recitarle las cartas de los hijos a su mujer.
El autobús recogió a nueve pasajeros que iban a la base a diario. Cuatro se retirarían a final de año, pero Harry no. Salieron de la ciudad rumbo sureste, en un trayecto de treinta y dos kilómetros, bordeando el extremo septentrional de la bahía y el pueblecito de Boquerón hasta llegar a la última parada, que quedaba a kilómetro y medio escaso de la Puerta Nordeste. Eran entonces más o menos las cinco y media, y el sol estival avanzaba despacio sobre las colinas de cactus. Los trabajadores tenían que recorrer a pie el último kilómetro y medio, por un sendero polvoriento y empinado, bordeado de minas de tierra, al que llamaban «la rampa del ganado».
En el pasado, sobre todo en los años sesenta, los primeros de la Revolución, los guardias de la Brigada de la Frontera hacían la vida imposible a los trabajadores de la base cuando se acercaban a la Puerta Nordeste. Empujaban, abucheaban y registraban a todos de pies a cabeza. Algunos solían escupir, o intentaban pegarles, empujándoles en la espalda. El salario en dólares apenas compensaba, pero, a medida que transcurrieron los años, el número de trabajadores disminuyó, y también los insultos. Ahora la caminata y el registro diario transcurrían en silencio. Cuando Harry y los otros ocho cobraban los cheques de la Marina estadounidense en el banco de Gitmo cada dos semanas, lo hacían sabiendo que Cuba no cobraría impuestos. Tal vez fuesen los únicos empleados del mundo que se beneficiaban simultáneamente de las teorías económicas de Adam Smith y de Carl Marx.
En cuanto llegaban al lado estadounidense de la puerta, tenían que pasar otro control de seguridad, y cuando Harry pasaba al fin (hacia las seis de la mañana), estaba esperándole un marine, que le entregaba las llaves de una furgoneta Dodge. Subían a bordo con él otros dos trabajadores. Los dejaba en el Hospital Naval y seguía a su destino: su taller de mantenimiento, un cobertizo de chapa de zinc. Hacía años, Harry había escrito en un lado del cobertizo con pintura blanca: «¡Abajo Fidel!». Una buena tapadera, había pensado siempre Falk, aunque Harry lo hiciese sin malicia. En la época, le preocupaba la escasez de alimentos y medicamentos en la ciudad de Guantánamo. Otra pequeña singularidad para los anales secretos de Gitmo.
El trabajo de Harry consistía en reparar lo que fuese, electrodomésticos, coches, camiones y autobuses que funcionaban en la base. Como cubano, lo sabía todo para mantener los aparatos viejos en funcionamiento, a pesar de la escasez de piezas de recambio. Había conservado su propio Chevy de 1959 funcionando más de cuarenta años, así que, ¿qué dificultad podía plantearle mantener en perfecto estado un Chrysler de siete años?
Falk se despertó de un sueño inquieto aquella mañana más o menos a la hora en que llegó Harry a la Puerta Nordeste. Pensó primero en Adnan, que residía ahora entre los fantasmas, encerrado en el Campo Eco, fuera de su alcance. Se preguntó qué habría dicho o hecho el joven yemení para merecer semejante trato. ¿O le habría puesto en peligro el simple hecho de ser uno de los sujetos de Falk? Éste apenas había tenido tiempo de pensar en Harry. Si no hubiese sido por Bo, habría dejado el asunto para después del fin de semana.
Necesitaba un pretexto para la visita, así que Falk registró la cocina a la luz de la mañana y eligió la batidora. Para que fuese convincente, echó un plátano, un cilindro de zumo de naranja congelado y media bandeja de hielo, y pulsó el botón de batido. Por lo menos conseguiría un buen desayuno. Los cubos de hielo saltaron y se movieron con sacudidas mientras el pequeño motor crujía. Al fin la masa se paró a media vuelta. Falk miró la hora del reloj del microondas que pasaba a las 6:04 mientras esperaba a que el motor de la batidora se quemara. No dio al botón de apagado hasta que empezó a salir humo de las aberturas de ventilación de la parte posterior.
Bebió rápidamente el batido y enjuagó el vaso de plástico. Se llevó la licuadora al Chrysler y partió hacia el otro lado de la base. Se sentía un poco estúpido por la artimaña. Nunca había tomado medidas semejantes cuando era marine. Pero aquello había sido antes del 11-S y del Campo Delta, de «pensar en la OPSEC» y de que un general de división le desterrara el fin de semana.
No se veía a nadie en la avenida Sherman. Los campos de fútbol y los aparcamientos de las escuelas y las tiendas estaban vacíos. La base siempre tenía un aspecto extraño a aquella hora del día. La arquitectura residencial y el trazado urbano, sacados directamente de
El cobertizo de Harry se alzaba en una pequeña loma. Falk subió por un largo camino de coral prensado cuando un enorme cangrejo de tierra desaparecía de la vista, agitando desafiante las pinzas rojas. Harry se asomó a la puerta antes de que Falk apagara el motor.
– ¡Buenos días, señor! -dijo, sonriendo. Cualquiera diría que eran viejos amigos-. Tantos años, señor Falk. Y usted es tan importante ahora, pero yo aún le considero un soldado.
– Sí, bueno. -Falk salió del Chrysler-. Cuesta mucho olvidar las costumbres. ¿Qué tal la familia?
La conversación parecía más extraña a cada segundo. Falk nunca había preguntado a Harry por su familia, pero él le contestó como si fuese lo más normal del mundo.
– Todos bien. Muy bien, señor. Por favor, dígame qué necesita reparar. Ah, ya veo. La batidora, ¿eh? Adelante. Pase, pase.
En el interior estaban ya a treinta y dos grados. El lugar olía a aceite de motor. La mesa abollada de acero de Harry estaba cubierta de herramientas, piezas de repuesto y facturas de reparaciones. Despejó un espacio y colocó en el mismo la batidora.
– Muy bien, señor. Dígame, ¿qué hay de nuevo?
– Nada, en realidad, supongo.
Falk miró alrededor con cautela. Parecía que no había nadie más que ellos allí. Los compañeros de trabajo de Harry, un filipino y un puertorriqueño, vivían en la base con algunos cientos de trabajadores contratados en un edificio alto destartalado llamado Torre Colina Dorada. Ellos no llegarían al trabajo hasta dentro de una hora por lo menos.
– En realidad, Harry, me interesa más cualquier noticia que tenga usted para mí.
Acabemos de una vez, pensó.
Harry asintió con gracia, mientras tocaba los botones de la batidora, haciendo leves chasquidos mientras subía la escala de rayar a puré.
– Éstos son todos falsos, ¿sabe? Tantos nombres para estas posiciones y, en realidad, hacen todos lo mismo. Supongo que es para que uno crea que consigue más por su dinero. Ingenioso, ¿eh?
Falk asintió.
– Creo que podré arreglarla hoy. Pero necesito una pieza del almacén. Si quiere acompañarme…
Harry indicó con un gesto la puerta trasera, que daba al depósito de desguace. Luego sonrió y alzó ambos brazos, señalando las paredes y el techo, como si dijese: «Nunca se sabe quién puede estar escuchando, ¿verdad?». Era la primera vez que tomaba tantas precauciones. Tal vez él también estuviera asustado por el nuevo ambiente. O acaso hubiese mucho más en juego en esta ocasión. Cogió la batidora y se dirigieron a la puerta.
Fue un alivio salir al aire libre de nuevo, aunque el sol ya relumbraba implacable en los parabrisas agrietados y en las planchas metálicas abolladas.
– Aquí, me parece -dijo Harry, mirando por encima del hombro al cobertizo.
– Sí -respondió Falk, notando que la tensión era contagiosa.
Sabía desde el principio que aquel encuentro podría crearle problemas. Por eso lo había aplazado. Pero hasta entonces no había pensado en las verdaderas consecuencias: lo que dijese Harry a continuación podría cambiar su vida, y seguramente no sería para bien.
– ¿Recuerda a su amigo Paco, de Miami? -preguntó Harry, cuya sonrisa había perdido intensidad.
– Lo recuerdo perfectamente. ¿Es usted amigo suyo también?
– Por supuesto -repuso Harry, volviendo a mirar hacia el cobertizo. Seguro que no distinguía a Paco del ministro del Interior-. Quiere que vuelvan a verse. Enseguida. Me lo ha dicho, y éstas son sus palabras exactas: «Dígale al señor Falk que deje lo que esté haciendo y que venga a verme a Miami». El mismo alojamiento que antes, me dijo.
Debía referirse al mismo hotelucho, cerca de la Pequeña Habana. Maldita sea si no había acertado Endler, se dijo Falk preguntándose de nuevo por el motivo de su permiso de fin de semana. Le indujo a pensar en muchas cosas.
– ¿Le dijo algo más?
– No. -Harry sonreía radiante de nuevo. Aliviado, tal vez, por haber recordado todas las frases y porque la actuación prácticamente había concluido-. Pero insistió en que fuese usted. Y en que si no lo hace… -¿Sí?
Harry adoptó una actitud seria y prudente, acariciando la batidora, pensativo.
– Entonces dice que contará a todos sus primos y tíos que ha sido usted un amigo desleal.
– Así que tendré que verlo, ¿eh? Dígale que estaré en Miami mañana. Tal vez esta noche.
Si Harry estaba sorprendido, no lo demostró.
– Se lo diré -repuso-. En cuanto a la batidora, estará arreglada cuando regrese usted.
– Muy bien.
Falk se dio la vuelta para marcharse, tomando el camino que bordeaba el cobertizo.
– Tal vez le haga algún que otro arreglo -gritó Harry a su espalda-. Quedará mejor que antes.
– Muy bien -contestó Falk-. Hágalo.
Incluso con un asiento reservado, Falk tenía que estar en la terminal de Leeward Point una hora antes de la salida del vuelo, para solucionar todo el follón de seguridad. Si el vuelo era como todos los que salían de allí, iría lleno de familias de marinos, niños llorones y bebés vociferantes, con los compartimentos de equipaje de mano repletos de sillitas y portacunas.
Tenía el tiempo justo de ver a Bo camino del trasbordador para contarle la nueva situación con Harry. Endler se alegraría de ver confirmado su presentimiento. Le abrió la puerta Cartwright en pijama, con una taza de café en la mano. Se sorprendió al ver a Falk, parecía incluso receloso. Cuando Falk preguntó por Bo, negó con la cabeza.
– Ha salido muy pronto esta mañana. Recibió una llamada telefónica a eso de las cinco.
¿Endler, tal vez?
– Dile que he pasado y que nos veremos el lunes.
– Se lo diré.
Casi no llega al trasbordador. Los delfines ya estaban saltando en la bahía, destellando a la luz del sol mientras Falk, de pie junto a la barandilla de popa, contemplaba la base que se alejaba en su estela. Lamentaba no haber tenido tiempo de ver a Pam. Hubiese sido aún mejor que fuese a su lado en aquel momento, rumbo a Estados Unidos con él.
La sala de espera del hangar era un zoo, y Falk se quedó fuera con los fumadores mientras pudo, y fue el último en la cola de embarque. Un soldado registró a fondo sus bolsas y su cartera, pero no mostró el menor interés por las cartas de Ludwig ni por sus documentos. Falk había hecho una copia de todas sus notas antes de entregar los originales la noche anterior en la sede del J-DOG, en un sobre grande para Van Meter.
El suelo ya estaba blando del calor, y la pista de despegue estaba cubierta de carburante. Los motores hacían tanto ruido que no pudo oír bien a un policía militar que le dijo algo junto a la escalerilla cuando iba a subir a bordo.
– ¿Qué? -le preguntó, gritando por encima del ruido.
En vez de chillar de nuevo, el agente señaló el hangar. Falk se volvió y vio a Bo, que corría hacia ellos, seguido de otro policía militar furioso.
Ambos alcanzaron a Falk al mismo tiempo, aunque el policía habló primero:
– ¡Señor, no puede entrar!
– ¡Ya se lo he dicho, maldita sea! Estoy autorizado.
Bo le enseñó un papel y Falk vio que tenía el membrete del general Trabert. Al parecer, funcionó. El policía le saludó incluso y se retiró a una prudente distancia, mientras Bo se acercó más y se inclinó para gritar a Falk al oído. La estela del motor les agitó las camisas como si fuesen banderas.
– Una mañana infernal, ¿eh? ¿Qué tal con Harry?
Falk unió y ahuecó las manos y gritó a Bo al oído.
– Intenté localizarte en tu alojamiento. Endler tenía razón. Paco quiere un encuentro.
– ¿En Miami? -gritó Bo.
Falk asintió.
– Iré al mismo hotelucho que la otra vez.
Bo buscó en el bolsillo y sacó de la cartera una tarjeta que el viento casi le arranca de la mano.
– Llama a este individuo cuando llegues a Estados Unidos. -Aquello era como mantener una conversación en un túnel aerodinámico-. Desde un teléfono público.
La tarjeta tenía el logo y el número del Departamento de Estado, pero Falk no reconoció el nombre. Su reacción inmediata fue de indignación.
– Creía que sólo estabais al tanto de todo esto Endler y tú. ¿A cuántas personas se lo habéis contado?
– Él no conoce los detalles. Sólo sabe que eres un actor. No puedo dirigirlo desde aquí.
– Y Endler no puede tomarse la molestia de mancharse las manos, ¿verdad?
– No es eso, créeme. Telefonéale. Puedes ser todo lo impreciso que quieras, pero telefonéale. Yo creía que precisamente tú entenderías una pequeña confusión después de todo lo que ha caído esta mañana.
¿Habría habido otro arresto?
– ¿De qué demonios hablas?
Bo le miró con dureza, con el cabello revuelto disparatadamente mientras los estruendosos motores aceleraban un poco más. El policía militar que estaba más cerca dio un paso al frente.
– ¡Por Dios, Falk! ¿No te has enterado?
– ¿De qué?
– Han arrestado a Pam.
Se le cayó el alma a los pies. El ruido y el viento eran un zumbido resonante en sus oídos. El policía militar agarró a Bo de la manga y gritó a Falk:
– Tiene que subir al avión, señor. Y nosotros tenemos que bajar de la escalerilla. Es hora de que su amigo salga de la pista.
Bo dio un paso atrás, pero Falk no se movió; seguía muy aturdido para hacerlo. Se sentía como un toro recién apuntillado en la plaza. Vio los rostros en las ventanillas del avión, todos observándole crispados, mientras los motores rugían como una multitud pidiendo sangre.
– ¿Por qué? -gritó.
Pero Bo no le oía o no lo sabía, y se limitó a negar.
– Suba al avión, señor. ¡Ahora!
Falk se volvió en silencio y cuando el policía militar le empujó suavemente en la parte inferior de la espalda, no supo si sentirse furioso o traicionado, así que optó por ambas cosas, y un nudo de cólera impotente se le desató en la garganta:
– ¡Basta ya, maldita sea! ¡Quíteme las manos de encima!
Subió laboriosamente la escalera, seguido de cerca por el policía. Cuando llegó arriba, se volvió.
– ¡Ya voy!
El policía retrocedió al verle la cara. Una azafata con semblante preocupado salió de la cabina, le tomó del brazo amablemente y le guió al interior, cerrando la puerta. Eso amortiguó el ruido, y Falk se encontró desconcertado frente a los viajeros, soldados y familiares, que le miraban preguntándose qué diablos pasaba.
Nada más abrocharse Falk el cinturón, se pusieron en marcha. Entonces, otro pensamiento desencadenó un nuevo arrebato de cólera. No era extraño que Trabert quisiera que se largara. Así podían arrestar a su novia sin problemas e interrogarla todo el fin de semana sin miedo a interferencias. En las últimas veinticuatro horas habían puesto fuera de su alcance a dos de las tres personas con quienes mantenía una relación más estrecha en Gitmo (resultaba extraño reconocer que una de ellas era un prisionero), enviando a una al olvido de la Agencia y a la otra Dios sabía dónde.
Y allí estaba Bo, que podría haber mentido o no en cuanto a que había mantenido la relación de Falk con los cubanos en secreto todos aquellos años. Miró de nuevo la tarjeta que le había dado y leyó el título de apariencia benigna: «Ayudante especial del subsecretario». ¿Él y cuántos más? ¿En cuántos expedientes figuraba ahora el nombre de Falk y hasta qué punto circulaban?
El avión aceleró y luego se inclinó hacia arriba al despegar. Un bebé empezó a gemir dos filas detrás de Falk. Ya somos dos, pequeño. Falk miró por la ventanilla para ver por última vez Gitmo mientras el aparato se ladeaba sobre el mar relumbrante, y se preguntó si volvería a ver aquel lugar. Si se lo hubiese planteado unos días antes, habría dicho hasta nunca y habría abierto una cerveza fresca. Ahora le parecía absolutamente decisivo regresar como fuese, tanto si era bien recibido como si no.
17
Falk se sintió vigilado y acosado desde el mismo instante en que aterrizó. Se abrió paso entre los familiares que esperaban fuera de la terminal, mirando a los lados. Luego tomó el autobús de enlace hasta la puerta de Yorktown, en la ruta 17, donde había dispuesto que le esperara un coche de alquiler.
Sin detenerse apenas, se dirigió hacia la I-95. Pero, en cuanto llegó a la carretera, se dio cuenta de lo abatido que estaba y tomó la primera salida. Esperó quince minutos, sentado en el aparcamiento de un supermercado, y tomó a sorbos un café recalentado y un donut rancio.
Entre el disgusto por el arresto de Pam y el nerviosismo por lo que le aguardaba, se sentía como un fugitivo que ha perdido la ventaja, un mago sin accesorios. Él siempre había tenido un refugio cerca, ya fuese la biblioteca de Deer Isle, un escondrijo del bosque cubierto de musgo, o un bar tranquilo junto a la línea roja del metro en Washington, un local oscuro y mohoso en el nordeste, sin gente del FBI, intrigantes ni empleados del Congreso. En Gitmo contaba con la relativa libertad de la bahía. Allí, ni siquiera los kilómetros de campo abierto llano y los millares de coches de paso podían convencerle de que se fundía con el entorno. Se sentía completamente desprotegido a cada paso.
En cuanto a Pam, ¿adónde demonios la habrían llevado? ¿A una celda de Gitmo? ¿O estaría ya en un vuelo chárter camino de una prisión de la Marina en Northfolk o en Carolina del Sur? Tal vez sólo la hubiesen puesto en arresto domiciliario. Bo le había dicho que la habían «arrestado», pero no había mencionado que la hubieran «acusado». Era una distinción a la que aferrarse, la única chispa de esperanza que persistía en el desastre.
Falk se sorprendió pensando cómo se acercaría a ella siendo interrogador, sabiendo lo que sabía de sus faltas y flaquezas. Pam se había criado en una granja, erigiéndose en conciliadora de un padre estricto y una madre cansada. La constante entre entonces y ahora era la llamada del deber o, desde el punto de vista de Falk, el ritual de la obediencia. La vida itinerante de los militares les exigía mucho, pero, a cambio, les permitía liberarse de tener que tomar muchas de las decisiones más difíciles de la vida. Si necesitaban algo de ella sería facilísimo conseguirlo sencillamente amenazando su estilo de vida. No tendrían más que decirle que acabarían con su carrera, retirarle el apoyo de la única institución en la que confiaba. Luego demostrarían que sus necesidades eran las mismas que las de ella y apelarían a su lealtad, a su profunda necesidad de obrar correctamente.
Esos mismos elementos impedían que hubiese hecho algo que arriesgase todo aquello. ¿Habría actuado en connivencia con algún detenido sin darse cuenta? Incluso eso parecía imposible. De ser cierto, habría engañado a todos. (¿Acaso no lo había hecho Falk durante años?) Tal vez fuesen iguales en más aspectos de los que él creía.
Falk se acordó de la conversación que habían mantenido hacía poco en el desayuno, cuando ella le había advertido de una historia que circulaba en el recinto de la alambrada. Él estaba entonces tan preocupado por otros asuntos que no le había dado mayor importancia: algo que había dicho un sirio sobre un ex soldado y los cubanos. Imposible, pero allí estaba: un hilo de verdad sacado de algún modo de su propia vida por un árabe encarcelado.
Así que a lo mejor sólo querían información, secretos que de otro modo se resistiría a revelar. ¿Relacionados con él? ¿Con Boustani? ¿Con las notas de ella?
Falk giró la llave de contacto y esperó un poco más. Sacó la cartera y recuperó la tarjeta que le había dado Bo en la pista: Chris Morrow. Un desconocido. Aquélla había sido siempre su peor pesadilla acerca del montaje con Endler y con Bo: que hubieran ampliado el círculo. Aunque tal vez Bo hubiese dicho la verdad y el tal Morrow no conociera ningún detalle. El único medio de averiguarlo era llamando, como le había dicho Bo, así que apagó el motor y fue caminando al teléfono público que había en la esquina del aparcamiento.
Llamó a cobro revertido, y Morrow descolgó al primer timbrazo. Una voz joven, veintitantos años como mucho, calculó Falk, sintiéndose ofendido. Por su saludo entusiasta, parecía exactamente el tipo de individuo que hablaría de aquello en el almuerzo.
– Esperaba su llamada -dijo-. Bo me dijo que telefonearía.
Bo. Como si fuesen amigos hacía siglos.
– ¿Has hablado con él?
– Recibí un mensaje electrónico. Todo lo que sé es que hay que atenderle en cuanto llegue a Miami. El jefe se encarga de todo lo demás.
– ¿Endler?
– Sí.
– ¿Dice Bo algo sobre Pam?
– ¿Pam? ¿Tenía que hacerlo?
– Supongo que no. Cuando vuelva a ponerse en contacto, dile que lo he preguntado.
– ¿P-A-M? ¿Como el spray de cocinar?
¡Por Dios!
– Sí.
– Lo haré. Y él, bueno, dice que le pregunte por lo último. Si ha arreglado el encuentro. Su paradero.
– ¿El encuentro con quién?
– Eso no me lo dice.
– Bien. Mi paradero es Florida. Espero llegar a Miami en seis o siete horas. Creo que no sabré más hasta entonces.
– Él menciona un hotel de mala muerte en el que se alojaría.
– Es cierto.
– ¿Cómo se llama?
– Volveré a telefonear.
– ¿Un número de contacto?
– Ya he dicho que volveré a telefonear. Y, ¿Morrow?
– ¿Sí?
– La próxima vez quiero hablar con Endler. Con él o con nadie.
– Daré el recado.
Falk empezó a preocuparse por el coche de alquiler antes incluso de dar marcha atrás. Había hecho la reserva por teléfono el día anterior, lo cual dejaba tiempo de sobra para que alguien colocara un micrófono o un localizador. Una idea descabellada, tal vez, pero la conversación con Morrow le había inquietado lo suficiente para buscar la oficina de Hertz más próxima en el plano. Vio que quedaba a unos diecisiete kilómetros y dio la vuelta hacia el norte. Retrocedería un poco, pediría otro coche y esperaría a que el encargado comprobara que no había nada extraño.
La operación le llevó cuarenta minutos, y el empleado le miró como si creyera que estaba loco. Pero cuando se puso de nuevo en camino hacia el sur, rumbo a Miami, había recuperado al menos cierta apariencia de serenidad. Tal vez sólo necesitaba empezar a tomar decisiones, por insignificantes que fuesen. Gitmo reprimía de alguna forma esos impulsos; pero allí, en el continente, tenía que pensar de otro modo.
El Motel Mar Azul no quedaba cerca del océano, a pesar del nombre. No había cambiado nada, aparte de que las habitaciones costaban ahora treinta dólares más por noche. Por lo demás, las paredes tenían las mismas manchas de humedad, se respiraba el mismo olor rancio a humo de cigarrillos, y las cortinas elásticas de la ducha eran las mismas. Incluso las mismas cucarachas gigantes corrieron a esconderse en cuanto dio la luz del cuarto de baño.
Falk ni siquiera había abierto la bolsa cuando sonó el teléfono. Si era Morrow o Endler se dispararía. Pero oyó una voz con acento cubano (nada insólito allí), aunque estaba seguro de que no era Paco. Le hubiera conocido a pesar del tiempo transcurrido.
– ¿Señor Falk?
– Al habla.
– Mañana. A las doce y media. Para el almuerzo. ¿Tiene un lápiz?
– Y un cuaderno.
– Café Casa Luna, bloque 100 de la calle Primera Nordeste. Queda en el centro. Siéntese a una mesa fuera. Lleve una bolsa de Walgreens con una botella de agua. Si hay otras personas, aunque no estén con usted en la mesa, coloque la bolsa debajo de la mesa. Si no está acompañado, ponga la botella encima. Y ahora, el atuendo que llevará: vaqueros, camisa blanca con las mangas remangadas hasta el codo, gafas de sol y una gorra de los Dolphins de Miami. Será fácil encontrarla.
También el resto de la indumentaria. Aparte de la gorra, era exactamente lo que llevaba puesto Falk en aquel momento. Se inclinó hacia la ventana desde la cama y corrió una cortina para ver el aparcamiento. Nadie a la vista con teléfono móvil, nadie en la cabina telefónica. Su coche aún era el único aparcado.
– ¿Algo más? -preguntó.
– Vaya solo o deje la bolsa debajo de la mesa. De lo contrario, se cancela la reunión.
Falk colgó el teléfono y buscó el lugar en el plano urbano; luego salió a dar una vuelta. Se llevó la cartera, por si acaso. Antes de darse cuenta, estaba camino de la Pequeña Habana, como en el pasado. Se paró en la siguiente cabina telefónica y marcó el número de Morrow.
Contestó Endler.
– ¿Qué le ha pasado al chico de los recados?
– Tranquilo, Falk. Él no sabe nada. Es sólo un asistente.
– Todo el que sabe mi nombre está enterado, en lo que a mí concierne. Por cierto, estoy citado mañana a las doce y media. Para almorzar.
– ¿Paco?
– Es lo que dijo Harry. Otro sólo llamó para acordarlo.
– ¿Sabe el lugar?
– Un café del centro, Casa Luna, en la Primera Nordeste. Una manzana al norte de Flagler.
– Entendido.
– No llevaré micrófono.
– No le pedimos que lo lleve. Es lo primero que comprobaría él.
– Y dicen que nada de canguros.
– Por supuesto. ¿Cuál es la luz verde?
– Botella de agua en una bolsa de Walgreens sobre la mesa. Debajo si tengo compañía. Dijeron que pasarán de largo si localizan observadores.
– Por eso precisamente tendremos más cuidado. Ni siquiera usted se enterará de que estamos allí. ¿Algo más?
– Hay un código de atuendo. Vaqueros, camisa blanca remangada, y gorra de los Dolphins.
– ¿Le han dicho lo que tiene que llevar puesto? -preguntó Endler con una risilla. La risa patricia reservada de invitado a un cóctel-. Si no supiera más, diría que ha olvidado su aspecto. Tal vez no sea tan bueno como yo creía.
– Parece que lo sabe usted todo de él.
– Nos hemos enterado de muchas cosas a lo largo de los años, pero nadie ha averiguado su nombre, dirección ni fotografía. Siempre que vigilamos un buzón lo abandona. Es meticuloso, es bueno y es un lobo solitario en gran medida. Ésta es nuestra única oportunidad de desenmascararlo.
– O de que me desenmascare yo.
– Que es por lo que me preocupa. Me gustaría muchísimo pescar a esta rana. Es como los llaman, ¿sabes? A los agentes autónomos como Paco. Las Ranas del Árbol. Pero también quiero protegerle a usted, y me gustaría saber lo que él tiene pensado para usted, por supuesto. Una última cosa. Tenemos un paquete para usted. Un teléfono móvil que le irá bien en cualquier caso. Le ahorrará algunas monedas.
– Seguiré usando los teléfonos públicos.
– No tiene que usarlo, ni siquiera conectarlo. Sólo llevarlo.
– ¿Un localizador?
– Por si él es más listo de lo que creemos. ¿Dónde lo entregamos? En el Motel Sin-Nombre, ¿no?
Falk vaciló. Pero supuso que le seguirían la pista al día siguiente de todos modos. Y si conseguían lo que necesitaban, tal vez aquello pusiera fin al asunto, un final feliz.
– El Mar Azul.
– Viaja a lo grande. ¿Número de habitación?
– Doce.
– Llegará en una caja de pizza. Espero que le guste el salchichón.
– Mejor que no hagan la entrega los de la Oficina, ni la vigilancia mañana. Conozco a la mitad de los de Miami.
– Tenemos recursos propios.
– ¿Suyos o de la Agencia?
– Le ahorraré los detalles, Falk. Usted simplemente vaya. Y lleve el teléfono. Si esto sale bien, será su actuación final. Espero que le complazca.
– ¡El eufemismo del año!
Falk volvió a su habitación y la pizza llegó perfectamente a los veinte minutos con una llamada a la puerta. El repartidor tenía veintitantos años, uniforme azul y rojo y una cara que Falk no reconoció, gracias a Dios.
El teléfono estaba sujeto con cinta adhesiva en una bolsa de plástico hermética. Falk tenía apetito suficiente para tomar unos pedazos enseguida y luego salió a comprar la gorra, que encontró sin problema. Después fue a la Calle 8 y paró a tomar el postre en el Versailles. Los espejos murales eran tan recargados como los recordaba. Se oía el murmullo de conversaciones en español a su alrededor, y echó una ojeada al local mientras tomaba el flan; casi esperaba localizar a Paco acechando en un rincón. Dado su estado de ánimo, no le habría sorprendido lo más mínimo ver el rostro bronceado y la cabeza rapada de su yo más joven sentado a otra mesa: el explorador impaciente con mil preguntas, pero ninguna correcta, a la hora de la verdad. Y ahora, Paco estaba a punto de pescarle por segunda vez. A lo mejor en esta ocasión conseguía arrastrar al pescador consigo al fondo.
Falk regresó al motel al oscurecer; necesitaba una copa. Quitó la tapa de papel de un vaso del motel y luego llenó un cubo de plástico con hielo en una máquina resonante que había en el pasillo. El minibar estaba atestado, y se abrió paso entre el surtido, empezando con una tónica con ginebra. Falk procuraba no beber nunca a solas, en general, aparte de alguna que otra cerveza. Lo había visto hacer demasiadas veces cuando era más joven. Pero entonces, mientras apuraba la ginebra, siguió con un
Pero antes de quedarse dormido pensó en Pam. Ánimo, le dijo. Y duerme bien, estés donde estés. Esperaba que fuese un lugar en el que apagaran realmente las luces.
18
Falk se despertó a las siete, por el horario de Gitmo todavía, aunque el aliento fétido y el punzante dolor de cabeza le recordaron de inmediato su pésima seguridad operativa la noche anterior. Se arrastró hasta la ducha, donde un enorme insecto marrón desapareció por el desagüe cuando abrió la cortina.
Alguien había echado un anuncio de otra pizzería por debajo de la puerta durante la noche. Falk iba a tirarlo cuando vio escrito a mano al pie del mismo: «Deshágase del teléfono. Demasiado arriesgado».
Menos mal. Ahora se preguntaba si habría sido una artimaña para localizarle. Seguro que le vigilaban desde entonces. Cerró las cortinas.
Antes de desayunar, miró los periódicos para ver si había noticias de Pam, pero no había nada. Le pareció buena señal. En los informativos por cable seguían hablando de Boustani. Fox se refería a él ya como «el traductor traidor». Falk se preguntó qué dirían de un agente del FBI que mantenía contactos con la inteligencia cubana hacía mucho tiempo.
Necesitaba un café con urgencia, y se adentró en la Pequeña Habana para tomar un doble de café cubano y una tostada grasienta. El lugar estaba despertando, empezaba el tráfico y el calor todavía no apretaba. Los vendedores de música guardaban silencio. Sin el pulso de la salsa, predominaba un ambiente de animación suspendida.
Falk barajó la idea de dar otra vuelta por el barrio, pero toda la nostalgia se había disipado la noche anterior, así que volvió al motel. Le quedaban dos horas para dejar libre la habitación, y otra hora y media para la reunión. El día parecía destinado a transcurrir con una lentitud angustiosa, así que quizá debiera hacer algo.
Abrió la cartera y vio las cartas de Ludwig. Podría llamar al banquero y a la esposa de Ludwig desde allí (todavía mejor, desde un teléfono público). A menos que uno de ellos levantara la liebre, no se enteraría nadie en Gitmo. Si Van Meter y compañía encerraban a sus amigos, no veía nada malo en realizar un poco de indagación furtiva en represalia, sobre todo para matar el tiempo. Volvió caminando al teléfono público de la calle.
No tenía sentido llamar al banco Farmers Federal siendo sábado, así que pidió el número particular de Ed Sample a Información. Contestó su esposa. Falk se identificó como agente especial del FBI y ella le pidió cautelosamente que volviera a llamar a las once.
Doris Ludwig contestó al tercer timbrazo y parecía irritada desde el principio, aunque se tranquilizó un poco cuando Falk le dijo que seguía investigando.
– Bueno, la verdad es que ya era hora, pero me alegra que lo hayan reconsiderado.
– ¿Reconsiderado?
– Me dijeron que el caso estaba cerrado. Muerte accidental por ahogamiento o un disparate parecido. Como si él hubiese salido de verdad a darse un baño de noche.
– Alguien debe haberse hecho un lío. ¿Quién le dijo eso?
– ¿Cómo me ha dicho usted que se llama? -Ahora también parecía recelosa.
– Revere Falk. Agente especial. Puedo darle una serie de números de teléfono de Washington y de Guantánamo a los que puede llamar si quiere verificar mis credenciales. -«Pero por favor, por favor, no lo haga», pensó.
– Parece que no saben ustedes lo que hacen. Uno llama diciendo que todo está solucionado. Corrido un tupido velo, a mi modo de ver. Creo que me complace que alguien recobre el juicio.
– Esa llamada anterior. ¿Era de…?
– El capitán Van Meter. Rígido y maleducado, dadas las circunstancias. Dos hijos y una viuda y él sólo quería hablar del protocolo y la debida diligencia. Tenía todas las excusas oficiales imaginables.
– ¿Pero le dijo que el caso estaba cerrado?
– ¿Es que ustedes no hablan unos con otros?
– No siempre, por absurdo que parezca. Él es del ejército y yo del Departamento de Justicia. A veces no hablamos de lo mismo.
O eso era lo que le diría a Van Meter si se planteaban preguntas. Siempre podría alterar la fecha y hora de la llamada, al menos un tiempo.
– Mire, si hubiese conocido a Earl sabría que es un disparate que él estuviese nadando en plena noche.
– ¿No nadaba?
– Sí nadaba. No es que le diese miedo el agua. -Un poco a la defensiva ahora-. Espere un momento.
Falk oyó gritar a un niño. El teléfono golpeó la encimera. Estaría en la cocina, un sábado estival por la mañana en el Medio Oeste. La señora Ludwig gritó una orden a su hija, la niña que echaba de menos a su padre cuando escribió la carta.
– Misty, deja eso ahora mismo antes de que lo rompas. ¡Obedece!
Por el tono de voz, Falk estaba seguro de que Misty obedecería volando. Se le ocurrió que tal vez Ludwig no hubiese lamentado tanto sus cortas vacaciones cubanas. Le habrían desplegado justo cuando empezaba la temporada fría, dejando atrás un trabajo en el banco de nueve a cinco, un hijo recién nacido y una esposa que parecía saber cómo mantener a raya a la gente. Aunque quizás ella sólo tuviese un mal día, uno de tantos. Que tal vez sean muchos cuando acabas de saber que tu marido ha muerto ahogado mientras guardaba a chiflados encerrados a más de mil seiscientos kilómetros del hogar.
– ¿Dónde estábamos? -preguntó ella.
– Me estaba diciendo que él no tenía miedo del agua.
– Así es. Sabía nadar. Normalmente lo hacía en una piscina. Y es cierto que el mar le ponía la carne de gallina. El lago Michigan también. Cualquier sitio en el que no pudiese ver la otra orilla. No soportaba la resaca. Por eso es absurda la idea de que fuese a nadar de noche.
O suicida. Falk recordó la sospechosa carta del banco.
– ¿Quién más piensa lo mismo? ¿Alguien que le conozca muy bien con quien deba hablar?
– Mi hermano Bob. Bob Torrance. Ya eran amigos antes de que Earl y yo nos conociéramos. Él dice que no puede creer que el ejército no haga más. Y yo tampoco.
Falk recordó el nombre de Bob de la carta de ella. El que preguntaba por la pesca en el Caribe.
– ¿Tiene su número?
Ella se lo dijo de un tirón, luego preguntó:
– El entierro es pasado mañana. ¿Vendrá usted?
– Lo lamento, pero me temo que no -contestó Falk, y oyó el suspiro exasperado de la mujer-. ¿A quién enviará el ejército?
– A un portaestandarte. A algunos individuos que disparen unos rifles. Su comandante vendrá en avión de Cuba, pero todos los demás tienen que quedarse en Gitmo. Me han dicho que celebraron un pequeño acto en su memoria, abajo en la playa.
Era la primera noticia que tenía Falk, y se sintió bastante estúpido.
– Siga con esto, por favor -dijo ella-. Y comuníqueme lo que averigüe.
– Lo haré. -Otra pausa-. Pero, verá, he de hacerle una última pregunta.
– Adelante. -Escueta, como si lo hubiese supuesto.
– ¿Pasaba algo en casa, en el banco, en Gitmo o donde fuese que le impulsara a sentir que tenía que hacerlo?
– ¡Santo cielo! Es usted igual que el otro individuo. Están todos juntos en esto, ¿verdad? El maldito ejército y todos los demás. Señalan a quien sea menos a sí mismos.
– No, señora. No es eso en absoluto. Sólo nos…
Clic.
Falk no podía culparla. Él no era más que otro escéptico que le sugería que su marido había deseado escapar de este mundo e, implícitamente, de ella y de los hijos. Así que se aferraría a cualquier clavo ardiendo que sugiriese lo contrario.
Falk marcó el número del cuñado de Ludwig y oyó el contestador automático. Todavía tenía tiempo de sobra antes de volver a llamar a Ed Sample, así que subió la calle para tomar otra dosis vigorizante de café y luego pagó la habitación y dejó el hotel. Ya llevaba puestos los vaqueros y la camisa blanca, el atuendo obligatorio del día, y echó la gorra de los Dolphins en el asiento delantero del coche. No se llevó el teléfono móvil.
Se dirigió primero al centro y localizó enseguida un Walgreens, así que paró para recoger la bolsa y la botella de agua requeridas. Luego esperó en el coche hasta que el reloj del salpicadero marcó las once. Llamó entonces a Ed Sample desde un teléfono público que había delante de la tienda. Esta vez contestó Ed.
– Señor Sample, supongo que se ha enterado usted de la muerte del capitán Ludwig en Cuba.
– Sí, señor. Nos ha afectado mucho a todos. El nuestro es un banco pequeño. No a un nivel empresarial, claro, pero sí aquí. Éramos un equipo muy familiar hasta que nos compró Farmers Federal.
– ¿Y cuándo fue eso?
– Hace año y medio. Earl fue uno de los pocos directores locales que mantuvieron y ascendieron, sobre todo porque habría habido una sublevación de clientes si no lo hubiesen hecho.
Igual que el antiguo empréstito de
– ¿Seguía él en estrecho contacto con el negocio bancario mientras estaba en Guantánamo?
– Todo lo que cabía esperar. Siempre quería ver los totales mensuales, enterarse de cualquier problema especial.
– ¿Algo más?
– Bueno, no sé. Esto y lo otro. Supongo que tendría que conocer usted el negocio.
– ¿Incluía «esto y lo otro» transacciones bancarias extranjeras? ¿Como, por ejemplo, transferencias telegráficas?
Falk oyó un suspiro al otro lado de la línea.
– Mire… ¿Cómo ha dicho que se llama usted? -Falk le oyó escribir en un bloc de notas.
– Revere Falk. FBI. -Repitió el rollo que le había soltado a Doris Ludwig sobre números de teléfono y verificaciones. Nadie le tomaba nunca la palabra, y Sample no fue una excepción.
– Iré al grano -añadió luego-. Leí la última carta que le escribió usted y apostaría que sentía usted tanta curiosidad como yo por esas transacciones.
Sample hizo una pausa, tal vez sopesando el prestigio del banco y la propia lealtad a su difunto jefe.
– ¿Forma esto parte de alguna investigación bancaria?
– La banca no es mi terreno, señor Sample. Eso sería competencia del Departamento del Tesoro o de otro personal del FBI. Si alguien se pone en contacto con usted por ese tema, no digo que vaya a hacerlo, lo más probable es que sea un ayudante del fiscal general. Pero yo no estaré en contacto con ellos, si eso es lo que se pregunta.
Sample respiró, al parecer aliviado.
– Fue la cantidad lo que más me sorprendió. Entiéndame, ¿dos millones? Es más de lo que podemos facturar en meses aquí.
– Sí, es mucho, claro.
– Sobre todo en esas condiciones.
– ¿Cuáles eran?
– Creía que estaba enterado usted de todo esto.
– Sólo de lo que figuraba en su carta. La que estaba fechada el jueves pasado.
– Era un medio de dejar constancia de desaprobación del modo más suave posible pero sin ser demasiado específico. Él me había inducido a creer que leían su correspondencia.
– ¿O sea que se estaba guardando las espaldas?
– Supongo que es una forma de expresarlo. Esto llegó inesperadamente. Ni una llamada telefónica, ni una carta. Sólo un formulario de transferencia en un fax, seguido de una nota firmada por él en papel del banco, dándonos el visto bueno.
– ¿Disponía él en Guantánamo de papel de escribir del banco?
– Debía tenerlos, porque lo envió. Luego, tres días después de que llegara el dinero, quiso volver a enviar toda la cantidad al First Bank de Georgetown, en las islas Caimán. Con su visto bueno de nuevo.
Cualquier banquero sabía que las islas Caimán eran la capital mundial del dinero sucio.
– ¿Cuándo debía efectuarse?
– El viernes de hace una semana, un día después de que enviara yo la carta. Así que ya comprenderá por qué estaba yo un poco alterado. No merecía la pena arriesgarnos por tres días de interés a corto plazo.
– A menos que pensara especializarse en ello.
– ¿Earl Ludwig? Es evidente que no le conocía usted.
– ¿Honrado a carta cabal?
– Lo último que podría decirse de Earl es que era un jugador empedernido. Le quitaba el sueño que nuestros índices hipotecarios cambiaran un octavo de punto. En cualquier dirección. Cualquier cosa que supusiera el menor riesgo, llamaba por teléfono a la central para tener una segunda opinión. Por eso les gustaba. Una cosa era la buena voluntad local, pero sabían que no iba a arriesgar su dinero, ni siquiera por alguien a quien conociera hacía muchos años.
Así que un poco del señor Potter y de George Bailey.
– ¿Han trabajado alguna vez con ese banco peruano? ¿Cómo dijo que se llamaba?
– Conquistador Nacional. No había oído hablar de él nunca. Y ésa es otra razón por la que estuviese un poco preocupado por la respuesta de Earl. Pero lo siguiente que supe es que había muerto.
– ¿Alguna hipótesis sobre lo que se traía entre manos?
– Con cualquier otro, habría supuesto lo habitual. Una mujer. Una drogadicción secreta. ¿Con Earl? No tengo ni idea. Y ha estado en Cuba todo este tiempo. Prácticamente el final de la tierra, por lo que cuenta, disculpe, contaba, sobre el lugar. Parecía el último sitio en el que se le ocurriría a uno meterse en esos problemas.
– ¿Qué le contó exactamente de Gitmo?
– Bueno, ya sabe. Tórrido. Extraño. Lagartos enormes. Que todos se sentían solos. Que algunos hombres de su unidad bebían demasiado. Trabajo patriótico y mucho compañerismo, pero, a las pocas semanas, estaban todos asqueados. Decía que los árabes les tiraban porquería, pero que algunos no eran tan malos. Decía que también era corporativo. Creo que eso le sorprendió.
– ¿Qué quiere decir con «corporativo»?
– Que se parecía a cuando nos compró Farmers Federal. Cualquier pequeña operación se convertía en algo burocrático. Cada cual con sus propias normas y procedimientos, con cinco capas sobre la propia atosigándote por los resultados. Creo que las presiones de todo eso le sorprendieron.
– Ya, bueno, eso es el ejército. Una gran empresa, en la que todo el mundo desea cubrirse las espaldas.
– Igual que yo, ¿verdad? Ahora pienso que tendría que haberle llamado. Ofrecerle comprensión.
– Yo que usted no me culparía. Lo mejor que puede hacer ahora por él es informar de cualquier cosa que se le ocurra o de la que se entere. -Falk le dio su dirección de correo electrónico-. Y algo más. Hemos tenido nuestros líos burocráticos sobre esto, como cabría esperar. Necesito saber si alguien más de Gitmo le ha telefoneado por lo mismo.
– ¿Se refiere a la transacción?
– La transacción o la muerte del sargento Ludwig.
– No. Es usted el primero. Y, francamente, yo suponía que si llamaba alguien sería como ha dicho usted, algún fiscal para comprobar los movimientos bancarios. ¿Algún consejo si lo hacen?
– En eso no puedo ayudarle.
– Sabía que lo diría.
Falk sentía ahora más curiosidad que nunca, y todavía le quedaba tiempo para hacer otra llamada. Mejor hacerla desde allí que desde Gitmo, donde el general no le dejaría en paz, sin mencionar a Van Meter. Miró el aparcamiento de Walgreens para comprobar que no había nadie demasiado interesado en él. Luego intentó otra vez hablar con Bob Torrance, el cuñado.
– ¿Doris?
– No. Soy Revere Falk, FBI.
– Hablando del rey de Roma… Doris acaba de llamarme para hablarme de usted, pero tuvo que colgar. Algo con uno de los niños. La ha alterado usted mucho.
– No era ésa mi intención. Lo lamento. Es posible que haya interpretado mal lo que quiero.
– Es lo que le he dicho yo. Que ustedes tienen que verificarlo todo desde todos los puntos de vista, incluso de los que no queremos oír hablar. -Era indudable que el individuo veía películas policíacas, que, por una vez, parecían haber producido un efecto positivo-. La verdad es que yo también pensé en el suicidio.
– ¿Cómo se le ocurrió?
– Pues porque ninguna otra cosa encaja. Earl era de los que se atienen siempre a las normas, incluso cuando cuesta. -Cuéntaselo al Departamento del Tesoro, pensó Falk-. Cuando recibía una orden, hacía lo que le mandaban. Supongo que eso le hacía siempre un poco cerrado. El tipo más amable que uno deseara conocer, aunque tal vez la procesión fuese por dentro. Pero ¡demonios!, ¿meterse en el mar de ese modo? Creo que Doris ya le ha hablado a usted de él y el agua.
– Me ha dicho que no le gustaba mucho. Al menos, no las grandes extensiones.
– Incluso el lago Town, si había que salir muy lejos. Cuanto más pequeño fuese el barco, peor. Me costaba Dios y ayuda conseguir que saliera en mi bote. No se quitaba para nada el chaleco salvavidas. Ni siquiera llevaba la cartera y las llaves a bordo.
– ¿Cómo ha dicho?
– La cartera y las llaves. Las dejaba en tierra por si volcábamos. Tenía que esperar diez minutos mientras él volvía al coche. Al principio me ofendía. Imaginaba que creía que no sabía manejar una barca. Pero era estupendo en mi yate. Incluso en el lago Michigan. Así que creo que era el tamaño de la embarcación lo que le asustaba. Un bote no tiene calado.
– ¿Qué tamaño tiene su yate?
– Ocho metros con la cabina. Supongo que eso cambiaba las cosas.
– ¿Llevaba él la cartera y las llaves en ése?
– Oh, sí. Ya le he dicho que en el grande no tenía problema.
Hablaron un poco más, sobre temas insignificantes del pueblo y del entierro inminente, pero Falk no conseguía olvidar la imagen de la cartera y las llaves de Ludwig en el montoncito pulcro aquella noche en la Playa Molino.
Cuando al fin colgaron, pasaban unos minutos del mediodía. Era hora de acudir a la reunión. Se puso la gorra de los Dolphins y se dirigió al centro.
19
Falk se sorprendió al descubrir que algunas zonas del centro estaban tan latinizadas como la Pequeña Habana. El Café Casa Luna quedaba encajado entre una joyería y una tienda de comestibles. Falk aparcó en un garaje cubierto, a pocas manzanas de distancia, y luego recorrió a pie la zona, haciendo tiempo algo nervioso hasta las doce y media. En el momento señalado, se sentó a una mesa vacía, debajo de una sombrilla de Cinzano, sacó la botella de agua de la bolsa de Walgreens y la dejó sobre la mesa.
Miró alrededor para ver si le había seguido alguien, pero no vio a nadie claramente sospechoso. No había ningún anglo fuera de lugar (bueno, aparte de él), ni nadie a quien le quedara mal la ropa. Ni rastro de Paco, tampoco.
Se le acercó un vendedor de flores con gafas de sol y sombrero de paja, a enseñarle un ramo de claveles. Falk estaba a punto de indicarle que se largara, suponiendo que le había tomado por turista, cuando le oyó decir en voz baja:
– Hay un mensaje para usted en el servicio de caballeros. Deje la botella de agua en la mesa. -Luego añadió mucho más alto-: ¿Flores, señor? ¿Para su mujer?
Falk negó con la cabeza y se levantó de la silla mientras el vendedor se perdía entre la multitud de la acera. El servicio de caballeros quedaba en un corredor pequeño entre el café y la joyería. En el interior, la luz estaba apagada y Falk buscó a tientas el interruptor, momento en el que alguien le tapó la boca con la mano y le puso el cañón de una pistola en la espalda. Sabía algunos movimientos de fuga del entrenamiento del FBI, pero se quedó inmóvil. Oyó entonces una voz que le dijo al oído:
– Un momento, señor. Está completamente a salvo.
La cerradura chasqueó en el pomo de la puerta y el cañón se retiró de su espalda. Falk se tranquilizó, pero cuando intentó darse la vuelta, una mano le impidió hacerlo.
– Esto llevará sólo un segundo, pero siga mirando en esa dirección. Vacíese los bolsillos.
Seguían completamente a oscuras, a no ser por la luz que entraba por la rendija de la puerta. El lugar olía a esas pastillas de olor que colocan en los urinarios. Sólo se oía el goteo de un grifo y el rumor de la ropa de Falk mientras sacaba las llaves, la cartera y el pasaporte. A continuación, el individuo le cacheó, palpándole la camisa con las manos frías, sin rastro de sudor, y luego las axilas. Un rápido examen de la entrepierna y de ambas piernas, la parte interior y la exterior, con un leve cosquilleo en las rodillas.
– Quítese los zapatos.
Falk se los sacó con las puntas de los pies. No reconoció la voz del individuo, pero no era Paco. Oyó el crujido de una bolsa de plástico, que el individuo le puso en las manos. Parecía que contenía ropa.
– Entre en el retrete y cámbiese de ropa. Páseme la que lleva puesta por la parte de arriba.
Falk le dio primero la gorra de los Dolphins. Ya se había acostumbrado a la oscuridad y podía ver lo suficiente para orientarse. Miró por la abertura del compartimento hacia el lavabo, esperando captar un reflejo de su escolta en el espejo, pero alguien lo había quitado. En la bolsa encontró unos pantalones cortos, una camisa ancha y unas sandalias. Oyó que el individuo se estaba cambiando de ropa también, supuestamente poniéndose la de Falk. Oyó un pitido, seguramente de un escáner verificando su cartera, las llaves y el pasaporte, que luego se deslizaron por el suelo en el retrete.
– Ahora me marcho -le dijo el individuo-. Cuando oiga cerrarse la puerta, cuente despacio hasta treinta antes de salir. Salga por la derecha, no por la izquierda. Estará esperándole alguien para asegurarse de que encuentra el camino.
La luz se encendió en cuanto se cerró la puerta. Falk parpadeó, deslumbrado por la súbita claridad, y salió del retrete contando despacio. Cuando llegó a treinta, giró el pomo de la puerta y salió. Fue hacia la derecha, tal como le había dicho el hombre que hiciera, aunque era imposible que se equivocara, porque el vendedor de flores apareció por la izquierda y le agarró del brazo, guiándole por el corredor hasta una puerta que daba a una cocina.
Un cocinero corpulento con la camiseta empapada alzó la vista de un fogón y gritó furioso algo en español.
– Sí, sí, un momento -le contestó a su vez el vendedor de flores.
Cruzaron corriendo el suelo húmedo de la cocina y salieron por una puerta posterior a una callejuela que desembocaba en la calle Flagler. Allí, Falk vio una plataforma elevada que cruzaba la calle, con caballetes de hormigón y una escalera mecánica hasta arriba. Era el tren elevado. El vendedor de flores le dio un billete y le habló al oído mientras subían.
– El que va al sur. El siguiente tren. Una parada. Le estarán esperando. Si no toma el tren o no sale, no habrá reunión.
Su viaje por la escalera mecánica estaba perfectamente cronometrado. Entró en la estación un tren en dirección sur justo cuando levantaron la barrera. Falk no se sentó, pero el vendedor sí. Vio por la ventanilla a una mujer que corría hacia el tren con la cara colorada, y luego maldecía y resbalaba hasta pararse cuando se cerraron las puertas y el tren salió de la estación. Sacó rápidamente un teléfono móvil del bolso. Una niñera frustrada, pensó Falk, preguntándose cuántas piezas tendría aún Endler en la mesa.
El tren era angustiosamente lento, pero una ojeada calle abajo aclaraba las razones de esta etapa del viaje. Avanzaban en dirección contraria al tráfico de una sola dirección y, en cada semáforo, con la aglomeración de la hora del almuerzo, el tráfico quedaba prácticamente paralizado. El caos habitual de la circulación de Miami se hallaba en pleno apogeo: jubilados de vacaciones que avanzaban muy despacio en Caddies con etiquetas de Connecticut y Jersey, furgonetas de reparto aparcadas en doble fila en cada esquina, turistas que estudiaban planos, oficinistas pegados a los móviles y recién llegados de quién sabe dónde (Haití, Cuba, lo que quieras) que todavía estaban orientándose.
Así que, lento o no, el tren adelantó al caos de abajo, doblando majestuosamente por una esquina a la derecha, tomando el bulevar Biscayne hacia un rascacielos pardo muy feo en el punto en que el río Miami desembocaba en la bahía.
El vagón no iba atestado y sólo bajaron con Falk otros dos viajeros en la siguiente parada. El vendedor de flores no era uno de ellos. El nuevo escolta de Falk vestía como un corredor de Bolsa y llevaba un
– Su vehículo es un Datsun azul, que espera abajo. Suba por la puerta trasera.
Y así era. El conductor, que también hablaba por un teléfono móvil, acababa de parar junto al bordillo cuando Falk bajó de la escalera. La puerta trasera se abrió y el banquero siguió su camino. En cuanto subió, el coche arrancó y los seguros de las puertas se bajaron. En el otro lado del asiento de atrás iba un muchacho de unos quince años, aunque la punta del cañón de un revólver asomaba por debajo del faldón suelto de la camisa. Delante iban mamá y papá, o al menos eso pensaría cualquiera que mirara al interior del coche. La nueva indumentaria de Falk casaba a la perfección con el atuendo de ellos, aunque seguía siendo claramente el anglo al que llevaban.
El coche se dirigió hacia el norte en el bulevar Biscayne, donde los carriles extra descongestionaban el tráfico. Ya iban mucho más rápido que todos los vehículos encerrados en el tráfico alrededor de Casa Luna. Falk no pudo por menos que admirar la eficacia de la recogida. Nada extravagante, y, por lo que parecía, Paco había empleado el mínimo personal. Otros tres, más aquel trío (que ahora estaba convencido de que formaban realmente una familia), aunque el coche, las etiquetas o todo probablemente eran robados. Tal vez hubiese apostado a algún otro individuo como vigía para sincronizar su llegada a la parada del tren. Y también había empleado la mínima tecnología, pero se había planificado todo minuciosamente y se había ejecutado de forma impecable. Exactamente el tipo de trabajo que caracterizaba a los cubanos, aunque al parecer no se hubiese realizado en años. No era de extrañar que Endler quisiera un nombre y una foto. Paco era buenísimo.
Dejaron atrás a la derecha el último complejo turístico Bayside Marketplace. Se oía la música de los altavoces y la brisa marina arrastraba el olor a fritos. Avanzaban sin problema ahora, adelantando a un autobús zigzagueante que les cortaba el paso, y cruzaron lentamente los carriles para girar a la izquierda. Falk miró a través de la luneta para comprobar si los seguían, pero habían dado esquinazo a la gente de Endler, al parecer.
– Mire al frente, por favor -le dijo el muchacho del revólver.
Poco después tomaron una rampa hasta la carretera elevada Mac-Arthur, que cruzaba la bahía. El edificio del
La mujer del asiento delantero bajó la ventanilla para que entrara más aire, un olor salobre y cálido. La bahía era de un verde brumoso fantástico, relumbrante al sol. Grandes transatlánticos blancos estaban amarrados a su derecha como enormes tartas nupciales. El viaje era como una película a la que le faltaba la banda sonora, algo con un contrabajo punteado y tambores eléctricos. Tal vez el conductor lo creyera también, porque puso la radio mientras miraba a Falk por el retrovisor con una sonrisa que era casi un acicate: mire todo lo que quiera, pero jamás volverá a vernos.
El muchacho hizo una pregunta en español que Falk no pudo descifrar, pero los tres conversaron un momento muy animados. Falk sólo captó la frase de dos palabras
No le cabía la menor duda de que tenían razón. No estaba nada mal para un lobo solitario. O, ¿qué término había empleado Endler? ¿Rana del árbol? Físicamente era muy acertado, por lo que recordaba Falk de Paco: cara redonda y sudorosa, respiración de fumador un tanto fatigosa y un poco barrigudo. Falk pensó en una rana mugidora de piel flácida y vejiga hinchada. No, eso era una exageración. Entonces, de pronto no podía recordar en absoluto la cara de Paco. Demasiado nervioso.
Llegaron a un atasco de tráfico, y aminoraron al pasar Parrot Jungle a la izquierda; luego aceleraron, y pasaron volando la carretera hacia Star Island, con sus enormes casas entre los árboles, y un yate grande balanceándose en cada embarcadero. Llegaron al fin a Miami Beach, dejando la rampa hacia el sur. Hacia el Joe's Stone Crab, recordó Falk, y se preguntó si el local funcionaría todavía. Los camareros vestían un esmoquin gastado cuando él lo había visitado. No aceptaban reservas, y él no había querido esperar, así que sólo había tomado una copa en la barra. Una locura, con aquellos precios, sobre todo para un joven marine. Era extraño lo que pensaba uno en momentos como aquél.
Siguieron unas cuantas manzanas y algunas desviaciones, cruzaron el aparcamiento de un puerto deportivo y pararon en el embarcadero. El muchacho bajó con Falk, esta vez sin enseñar el revólver. Falk miró por encima del hombro para ver el número de placa, pero el coche estaba aparcado de lado. El muchacho marcó un código de seguridad para abrir la verja del embarcadero y le llevó hasta el final, al enlace para barcos de visita.
Sólo había un modesto yate de recreo, la embarcación más pequeña y fea entre la espléndida flota de los impresionantes monstruos marinos del puerto deportivo. Falk supuso que no era un barco alquilado, sino prestado. Una mirada más atenta le indicó que habían tapado cuidadosamente los números de registro del casco con cinta adhesiva blanca que no desentonaba con la pintura. Habían pegado otra serie de números encima. Falsos, sin duda. No habían pasado por alto ningún detalle. Al menos, no todavía.
Una cabeza de cabello negro emergió de la parte inferior.
– Suba a bordo -dijo una voz.
Era Paco. A Falk le latía el corazón deprisa, pero se sorprendió disfrutando extrañamente del momento. Subió a cubierta mientras el muchacho soltaba las cuerdas de popa y de proa del muelle. Aquélla sería la segunda reunión de Falk en un barco en tres días. Tal vez fuese el único lugar en el que uno podía escapar de vigilantes, gorilas y micrófonos. Pero tenía una vaga sensación de haber vuelto a su territorio.
Paco se volvió hacia él. No se había molestado en ponerse gafas de sol y parecía bastante dispuesto a dejarse ver. Había cambiado. Tenía las sienes canosas y algunas arrugas más. Pero estaba en mejor forma, aunque todavía llevaba una cajetilla de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Estaba más bronceado y menos fofo. La piel de rana se le había tensado. Tal vez hubiese una mujer en su vida. Antes tenía algo que parecía no comprometido, demasiado inquieto y alerta, y no precisamente al estilo de su profesión. Claro que a lo mejor la fatigada mente de Falk tramara esas conclusiones por puro nerviosismo.
– Vamos -dijo Paco.
El muchacho soltó las amarras y volvió sin decir una palabra al coche que esperaba. El motor del barco ya estaba en marcha, así que salieron del embarcadero en cuestión de segundos, surcando el agua hacia mar abierto. Parecía que Paco se dirigía al espacio entre las islas Lummus y Fisher, que estaba cruzando un trasbordador de coches a una distancia próxima. Paco lo observó con cautela, pero parecía que no le preocupaba demasiado ser observado. ¿Y por qué iba a preocuparse? Se encontraban solos ahora, sin escoltas ni guardaespaldas.
Falk no detectó ningún bulto revelador de armas en la ropa de Paco. Suponía que tenía que haber un revólver a bordo en algún sitio, pero el individuo parecía demasiado concentrado en dirigir la embarcación para hacer algún movimiento defensivo súbito si Falk hubiese decidido abalanzarse sobre él.
Pero ¿por qué estropear la tarde? Falk decidió relajarse y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Tomó asiento, mirando hacia popa, y estiró los brazos sobre la borda de estribor, volviendo la cara hacia el sol. Dejaría que Paco rompiera el hielo.
Captó su atención el ruido de un monomotor. ¿Vigilancia? No, se dirigía recto a la playa, remolcando una de esas pancartas alargadas de publicidad, con letras rojas aleteantes: «Gran fiesta en la playa. Sex@ Crobar. Ven y consíguelo. 2. noches». Falk se preguntó qué le parecería aquello a un buen comunista, pero Paco ya había vuelto la mirada hacia el agua.
– ¿Sabe? -dijo Paco-. He considerado la posibilidad de pasar una hora navegando sin abrir la boca.
– Por mí, estupendo.
Paco sonrió de buena gana.
– Pensé que lo sería. Pero, por desgracia, tengo órdenes. -Falk se enderezó un poco-. Verá, en realidad no creo en usted. No sé si lo he hecho alguna vez. Y cuando se incorporó al FBI, bueno, eso confirmó mis sospechas. Son ustedes mercancía dañada, eso es lo que pienso.
– ¿Por eso no volví a tener noticias suyas?
Paco asintió.
– Y es por lo que hoy hemos montado este numerito para usted. Por si tenía compañía.
– ¿La tenía?
Paco se encogió de hombros.
– Lo sabe usted mejor que yo. Pero no se han esforzado, eso seguro. Yo esperaba de algún modo que se esforzaran más.
– ¿Quería que le atraparan? No es que nadie le siguiera forzosamente.
– Quería que demostraran que les intereso más yo que lo que tenga que decir.
Curioso. Los había calado a la perfección.
– ¿Por qué estoy yo aquí entonces, si cree que no valgo nada?
– Porque mis superiores todavía creen que es una gran adquisición. Una gran baza. O, en el peor de los casos, un riesgo que merece la pena correr. Creo que hay división de opiniones.
– Parecen desesperados.
– Creo que su apreciación es correcta. Que es por lo que no estoy seguro de creer ya en ellos tampoco. Ni en sus aptitudes.
– ¿Y cree todavía en algo?
– ¡Oh, sí! Creo que hace mucho un joven soldado cometió una gran estupidez. Un error de juventud. Traicionó a sus amigos, a sus oficiales y a su país. Una traición pequeña, en realidad. Una insensatez de fin de semana en La Habana. Pero él sabía que era un delito que se agravaría con el tiempo. Así que se lo contó a alguien. No a sus oficiales. Ellos le habrían metido en el calabozo. Nosotros nos habríamos enterado. Ni a la CIA. Ellos habrían reaccionado exageradamente, se habrían vuelto locos. Y tampoco al FBI, porque nunca podría haber trabajado con ellos después con esa mancha en su historial. Así que tuvo que haber sido a alguien fuera de la comunidad habitual. Alguien más próximo a su círculo de amistades. ¿Cómo lo hago hasta ahora?
Estaba dando todas en el clavo, pero Falk no podía decírselo, claro.
– Interesante historia. Aunque me parece que reconoce más mérito del que merece al joven soldado estúpido.
– O tal vez él me reconozca menos mérito del que merezco.
Falk estudió el rostro de Paco, preguntándose cómo habría atado los cabos. Claro que no sería tan difícil si disponías de doce años para hacerlo, se dijo.
– Por favor, beba algo -dijo Paco, señalando una pequeña nevera que había al lado de la popa.
Falk buscó entre el hielo y encontró dos Coca-Colas y dos Piñas, un refresco que les gustaba a los cubanos.
– ¿Quiere una?
– Coca-Cola -contestó Paco, así que Falk contradijo el prototipo también y cogió una Piña.
– Un día estupendo, ¿verdad? -dijo Paco abriendo el tapón y tomando un buen trago, exactamente como un individuo que disfruta de su día libre.
– ¿Es suyo el barco?
– ¿Cómo? ¿Cree que estoy loco?
– Me fijé en los números falsos. De un amigo, supongo. Sería demasiado fácil localizar uno alquilado. -Paco siguió tomando la Coca-Cola a sorbos, sin molestarse en contestar-. Me decía antes que tiene órdenes.
– Se espera que transmita un mensaje.
– Pero no quiere hacerlo.
– Exacto.
– Pues no lo haga.
– No tengo más remedio. Yo no soy como el joven marine estúpido. Cuando es mi obligación, cumplo las órdenes.
– Pues cuando guste, soy todo oídos.
Paco negó con la cabeza, frunciendo la frente, y cuando empezó a hablar, sus palabras fluyeron rápidamente, como si quisiera liquidar el asunto lo antes posible:
– Hay un prisionero en Guantánamo. Adnan Al-Hamdi. Tiene usted que hacerle callar, por los medios que sea, o conseguir que lo envíen a casa. Fin del mensaje.
Falk casi se atraganta con el refresco. No se habría sorprendido más si Paco le hubiese comunicado que Pam y Bokamper estaban casados y eran agentes dobles. Recordó de pronto el «gran regalo» de Adnan, el nombre «Hussay». ¿Sería eso lo que querían los cubanos, o lo que les preocupaba?
El semblante de Falk debió registrar su perplejidad, pero, por primera vez, Paco no lo interpretó bien, y dijo:
– Si no conoce a ese prisionero, le diré que es yemení.
– Sé quién es -repuso Falk, y se dio cuenta mientras hablaba de que debería haber guardado silencio. Había llegado al callejón sin salida en el que acaban encontrándose todos los que juegan a dos bandas, en especial los aficionados absolutos como él, y no sabía qué hacer a continuación. ¿Debía intentar engañarlos (aunque Paco no se lo tragara), prometiendo que haría todo lo posible? ¿O sería mejor adoptar una actitud inescrutable y aceptar el mensaje con un simple movimiento de cabeza? Había una tercera alternativa: desconcertarlos confesando y admitiendo que sí, tiene razón, estoy estropeado y ahora los suyos están realmente en un aprieto. Endler no le había dado instrucciones.
Paco siguió en silencio, y Falk decidió al fin desechar los tres enfoques. Interpretaría el papel de sí mismo, para variar: el individuo confuso en medio, medio dentro y medio fuera, que se abría paso a tientas en la oscuridad sin contar con la confianza de nadie, un individuo que seguía buscando respuestas, igual que Paco. Daría un poco con la esperanza de recibir un poco.
– Lo siento, pero me temo que no puedo ayudarle -dijo Falk-. Han trasladado a Adnan fuera de mi alcance, y le aseguro que no volverá a casa pronto. Créame, ya intenté convencerles de que lo hicieran.
Estúpidamente, parecería ahora, si eso era también lo que querían los cubanos.
– Lo comunicaré -dijo Paco girando el timón, mientras se deslizaban sobre la estela del trasbordador-. ¿Algo más?
– Sí. ¿Cómo dieron con ese nombre? Si fue por alguien del Campo Delta, entonces no necesitarían mi ayuda.
– Aunque se lo preguntara, no me lo dirían. Y si lo supiera, no se lo diría a usted.
– Entonces, ¿ha considerado alguna vez la posibilidad de que yo esté tan fuera del círculo como usted? ¿Que sólo cumplo órdenes del lado que sea, tal vez ambos, pero que en realidad no sé de qué va todo esto?
Paco se le quedó mirando muy serio mientras el motor zumbaba, como si tratara de averiguar por qué se había vuelto tan hablador de pronto Falk.
– Nuestra situación me recuerda un viejo chiste cubano -dijo Paco-. Un chiste político. Le gustará. Trata de dos buenos amigos que no se ven desde antes de la Revolución. Y entonces, un día, coinciden en un bar de La Habana. Ninguno de los dos quiere mencionar la política, por supuesto. Los dos tienen miedo a meter la pata. Pero ambos se mueren por saber lo que piensa el otro, así que al final el primero se arma de valor y pregunta: «Dime, amigo, ¿qué piensas de nuestro régimen socialista?». El segundo también es cauteloso, así que le contesta: «Bueno, lo mismo que tú, por supuesto». Así que el primero frunce el ceño y exclama: «¡Entonces tendré que arrestarte por contrarrevolucionario!».
Falk sonrió.
– Sí, la situación se parece mucho a la nuestra. Así que tal vez debiéramos sincerarnos.
– ¿Qué? ¿Unir nuestros secretos y venderlos al mejor postor? Sería una solución muy americana: dejar que decida el mercado.
– Sólo digo que nos convendría estar mejor informados, por nuestro propio interés.
– En teoría. El problema es que uno de los dos tiene que ser el primero.
– Cierto.
– Primero usted, entonces.
Falk se echó a reír.
– Yo creía que le tocaba romper el hielo al anfitrión.
– Citando esa expresión suya, tan delicada culturalmente: «¡Ni hablar, José!».
Falk sonrió de nuevo, suponiendo que así era. Pero el comentario de Paco le recordó algo. No las palabras, en realidad, sino la pronunciación.
– ¿Quiere repetirlo?
– ¿Qué? ¿Ni hablar, José?
Era el «José». Los angloparlantes, él mismo incluido, siempre pronunciaban la «s» como una «z». Paco daba a la ese un siseo rápido, terminando con un nombre que se parecía más a
– Bien, Paco -dijo lentamente Falk-. Seré yo el primero, siempre que pueda empezar con una pregunta. ¿Tenían algunos agentes fuera (en Yemen, por ejemplo), hace dos o tres años, digamos, que usaran el nombre clave de José?
Paco reaccionó un poco más rápidamente de la cuenta.
– Una pregunta interesante. ¿Qué le induce a hacerla?
– No, no. Es su turno.
– Ya le he dicho que su plan funciona sólo en teoría. Así que vuelve al punto de partida.
– En realidad, no. Olvida usted lo que he estado haciendo para ganarme la vida. Interrogatorios. Día tras día. Su reacción es muy expresiva. No tiene que decir nada, porque estaba todo en su semblante. Lo denominamos pistas no verbales.
– ¿Se refiere a lo mismo que expresa usted con su elección de las preguntas?
– Exacto. Ése es un riesgo del interrogador: revelar más de lo que le revelan a él. De todos modos, creo que ambos sabemos más que cuando empezamos.
Paco esbozó una levísima sonrisa, como de reconocimiento. Luego giró el timón levemente, y el barco se inclinó a estribor. Habían pasado la isla Lummus y se dirigían hacia el noroeste. El perfil de Miami se alzaba delante de ellos como una postal, luminoso al sol del mediodía.
Entonces oyeron el zumbido de un helicóptero que sobrevolaba la zona un poco más bajo cuando ellos pasaron. Paco alzó la vista irritado, seguramente pensando lo mismo que Falk. No podía saber si pertenecía a un canal de televisión local o si era privado.
– ¿Amigos suyos? -preguntó.
– ¡Quién sabe!
Siguió entonces su camino por la bahía hacia Coconut Grove, pasando demasiado rápido para algo más que una ligera ojeada a aquella bañera que surcaba las olas. Pero la interrupción fue lo bastante enervante para sumirlos de nuevo en el silencio. Parecía evidente que no habría más revelaciones. O quizás hubiesen hablado demasiado ambos.
Por el rumbo que seguía, parecía que Paco se dirigía hacia Bayside Marketplace. Ya se olía la grasa y se oía la música enlatada.
– Voy a dejarle en Miamarina -dijo Paco-. Desde allí, sólo tendrá que caminar unas cuantas manzanas hasta su coche.
– Muy amable. ¿Volveré a tener noticias suyas?
– Eso no depende de mí.
– Bueno, si cambia de idea, ya sabe dónde encontrarme.
Cuando llegaron al muelle, Paco ni siquiera se molestó en amarrar el barco. Sujetó una cornamusa cuando se balanceó, mientras Falk saltaba a las tablas. Falk se volvió para despedirse, sintiéndose torpe una vez más; pero habló antes Paco, que, por primera vez en su conversación, parecía vacilante, indeciso:
– Tal vez tenga razón. Tal vez debiéramos mantener una vía de comunicación abierta, a falta de un término mejor. Extraoficialmente, por supuesto.
– Creía que lo consideraba un caso de hasta nunca.
Paco echó una ojeada rápida alrededor. Sólo había una persona cerca, un jornalero que limpiaba la cubierta de un yate cuatro niveles más abajo, con la radio a todo volumen. En aquel lugar, con el equipo adecuado, casi cualquiera podía haber tomado su foto o registrado lo que hablaban.
– Operativamente sí.
– ¿Pero?
– Pero tengo la sensación de que aún podemos necesitar la ayuda del otro.
– ¿Usted y yo, o nuestros jefes?
– Nosotros dos. Debido a la posición en que nos hallamos, fuera de la comunidad convencional. En su caso más que en el mío. Dígame, ¿no tiene la impresión de que está a punto de producirse un descarrilamiento?
– Sí. Creo que sí.
– Bien, si llega ese día, desearía poder salir de la vía del tren, y también usted. Y nunca viene mal contar con alguien a quien recurrir.
¿Estaba proponiendo Paco una posible huida a Estados Unidos, o le estaba ofreciendo un salvoconducto para otro lugar? Falk sintió más curiosidad que nunca por enterarse de lo que tenía que saber Paco.
– Muy bien. Siempre tendremos a Harry, supongo.
– Hablando de mercancías dañadas. Pero a veces no hay más remedio.
Paco miró nervioso alrededor, sujetando todavía la cornamusa mientras el barco se balanceaba.
– Y ahora, mi regalo de despedida para la tarde. Mi secreto para corresponder al suyo. Tiene razón sobre el agente llamado José. ¿Yemen? De eso no estoy seguro. Pero en algún lugar de Oriente Próximo. Los nuestros lo están buscando. O lo estaban, al menos la semana pasada. Ahora le toca a usted decir algo.
– En teoría, está absolutamente en lo cierto. Pero tendré que volver a ponerme en contacto con usted.
Falk se marchó sin añadir nada, sin atreverse a mirar por encima del hombro. Esperaba que Paco estuviese sonriendo.
20
Falk sabía que los hombres de Endler le estarían buscando, así que se abrió paso entre el gentío del fin de semana hasta la calle para tomar un taxi. Le quedaba un día entero hasta el vuelo de regreso a Gitmo, y no le apetecía en absoluto pasarlo al otro lado de una mesa de interrogatorios, dando parte a algún ayudante desconocido en quien no confiaba. Guardaría sus secretos para Bokamper, que incluso podría interpretar algunas revelaciones de Paco.
Era hora de deshacerse del coche alquilado. Probablemente le esperaran allí, sentados pacientemente a la sombra del aparcamiento con sus transmisores-receptores y sus gafas de sol, observando las idas y venidas de los turistas. Tendría que dejar atrás la ropa, las cosas de afeitarse y la cartera, pero la empresa de alquiler se las remitiría.
– Aeropuerto -le dijo al taxista, que quiso la suerte que fuese árabe; el rosario colgaba del espejo retrovisor.
Le recordó primero a Adnan y luego a Pam. Su mundo, nuestro mundo, el mundo de Paco: todo se mezclaba en su mente, un revoltijo de yihadistas, cubanos y secretos distorsionados. Lo extraño era que de momento sentía tanta afinidad con Paco, un hombre cuya verdadera identidad ni siquiera conocía, como con cualquier otro. Paco estaba dispuesto a dar algo para recibir algo. Al contrario que Endler y los suyos, que sólo exigían. Paco era como él, que avanzaba a tientas sin mapa.
Al menos ahora creía que había solucionado el enigma del «gran regalo» de Adnan. Si el mecenas de Adnan en Yemen había sido realmente un cubano -y uno que se había soltado ahora la correa, nada menos-, no era extraño que Adnan fuese tan valioso. La cuestión era si habría revelado ya los secretos a Fowler y compañía ahora que había desaparecido en el Campo Eco. Falk lo lamentaba por el joven. Sabe Dios las tácticas que habría afrontado ya. «Acción enérgica», así lo calificaban ahora, el nuevo eufemismo para rápido y sucio. No creía que les diera buen resultado con Adnan. Cuanto más le presionaran, más se alejaría del sentido y la cordura; y esta vez quizá no regresara.
Falk se dio la vuelta en el asiento para escudriñar el tráfico. Los cubanos sabían el punto de entrega en Miamarina y podrían seguirle. El parabrisas de atrás no mostraba más que el resplandor del sol vespertino, cada vehículo parecía tan agresivamente a la caza como el siguiente.
– He cambiado de idea -le dijo al conductor-. Lléveme al sur, hacia Coral Gables. Tome la autopista Dixie.
El taxista asintió y giró el volante sin decir nada, mientras el rosario sonaba y se balanceaba. A los pocos minutos, bajaban a toda prisa por la avenida Brickell, pasadas las torres de apartamentos, alineadas como lápices de colores gigantescos a lo largo de la bahía. Falk todavía estaba considerando el siguiente paso cuando aminoraron en la autopista Dixie y localizó las vías del tren elevado, que se alzaban a la derecha sobre soportes de hormigón. Poco más de kilómetro y medio más adelante, vio una estación.
– Aquí me va bien. Pare.
Dejó veinte dólares en el asiento delantero y bajó corriendo. Consiguió pasar entre las barreras justo a tiempo para subir a un tren del norte que volvía al centro. Muy oportuno, pero aprovecharía las oportunidades cuando se presentaran. Siguió en el tren otros veinte minutos, todo el trayecto hasta Brownsville. Para entonces, ya casi no quedaban viajeros a bordo, y el suyo era el único rostro blanco en la salida. Tuvo que caminar seis manzanas hasta que encontró un taxi, que le llevó al aeropuerto, seguro al fin de que lo había conseguido, aunque lo había hecho de cualquier modo, totalmente a la carrera.
En la terminal, miró el tablero de salidas y compró un billete para el próximo vuelo a Jacksonville, uno de ida y vuelta para no llamar la atención. Luego entregó las llaves del coche en el mostrador de Hertz y les dijo dónde podían recoger el vehículo.
– Estaba apurado para tomar un vuelo y tuve que dejar atrás algunas cosas -explicó al desconcertado empleado-. ¿Podrían enviarme la bolsa y la cartera a su oficina de Jacksonville? Las recogeré mañana por la mañana. Necesitará algo de gasolina, también.
Cobrarían muchísimo por el servicio, pero ya lo solucionarían los contables de la Oficina. Nadie daría la alarma por lo menos hasta dentro de unas semanas. Además, a partir del día siguiente, pagaría de su propia cuenta y en metálico. Sacó trescientos dólares de un cajero automático y se compró una muda de ropa en una tienda del aeropuerto, vigilando por si le seguían cuando se marchó. Como le quedaban dos horas, tomó otro taxi, esta vez hasta un banco cercano, donde retiró otros mil doscientos dólares de la tarjeta de crédito. Más valía sacar lo que pudiese ahora, razonó. Si le impedían tomar el vuelo a Gitmo en Jacksonville, tendría que pasar inadvertido más días y no quería que rastreasen sus movimientos siguiendo la pista de las operaciones de crédito. Además, intuía que era hora de prepararse para lo peor, como el marinero que asegura las provisiones bajo cubierta antes de una tormenta. Tenía la impresión de que le estaban empujando al centro en una lucha entre adversarios poderosos pero ocultos, así que ¿por qué no empezar a buscar una salida de emergencia?
En Jacksonville, pagó el alquiler de un día de un coche y encontró un motel en la autovía 17. Aparcó en la parte de atrás y se registró con nombre falso. Repasó rápidamente los noticieros de la televisión por cable, pero seguían sin mencionar nada de Pam, y empezó a dudar de la información de Bo. No sería la primera vez que un rumor reciente resultaba ser falso en Gitmo.
Una cena de comida rápida a base de burritos y soda le hizo sentirse hinchado, así que se recostó en la cama a ver un partido de béisbol, se quedó dormido con la televisión puesta y despertó sobresaltado a la una con el estruendo de un programa de madrugada.
La mañana siguiente se quedó en la cama, aliviado por no tener que afrontar reuniones ni plazos de entrega. Los hombres de Endler estarían furiosos a aquella hora. ¿O habrían previsto que actuara así? Una desaparición inofensiva antes de reaparecer en Gitmo. La sensación de haberse escabullido entre las rendijas era familiar, como viejas prendas de vestir cómodas, y se sorprendió todo el día pensando en Maine y en su padre. ¿Habría tenido éste también momentos frenéticos de inquietud cuando Falk había desaparecido? Sólo cuando estaba lo bastante sobrio. Tal vez hubiese aceptado la desaparición de su hijo como algo inevitable.
A última hora de la tarde hizo una llamada en un teléfono público a Cal Perkins, un amigo de la Oficina experto en blanqueo de dinero. Cuando empezó a dejar el mensaje después de oír la señal, Cal descolgó.
– ¿Estás trabajando un domingo?
– ¡Pues mira quién habla, Falk! Tiene que ser algo urgente.
– En realidad, no. Sólo quería consultarte una cosa. Los nombres de un par de bancos. Si no estás demasiado ocupado, claro.
– Ya sabes cómo son los domingos. Esto parece un depósito de cadáveres. Sólo poniendo al día algunos trámites. Dime los nombres.
– El primero es peruano, Conquistador Nacional. El segundo… Sorpresa, sorpresa… está en las islas Caimán, Primer Banco de Georgetown. ¿Te suenan?
Cal soltó una risilla.
– Verás. Ambos son importantes objetivos de la DEA. Conductos de los cárteles peruanos, y, si mal no recuerdo, consiguieron colocar a un agente infiltrado en el Conquistador. Acumuló porquería suficiente para convencer a la directiva del banco de que les encantaría cooperar.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace unos cinco o seis años. Tendría que comprobarlo. ¿Por qué el interés? ¿Los han nombrado en alguno de tus interrogatorios?
– ¿Deberían?
– Bueno, el dinero del tráfico de drogas no era su única actividad suplementaria. También manejaban cuentas que canalizaban donaciones estadounidenses para algunas de las organizaciones benéficas menos limpias de Oriente Próximo. Al Conquistador le congelaron algunos de los primeros activos del exterior después del 11-S, principalmente por lo que había detectado este agente infiltrado.
– ¿Comunicó la DEA buena parte de lo que había averiguado?
– Eso nos dijeron. Es probable que la Agencia supiese más, pero ya sabes cómo funciona. En cualquier caso, conseguimos suficiente para tener ocupados a dos jurados de acusación. Y, según mis últimas noticias, el de Chicago sigue en ello.
– ¿Quién era el agente infiltrado?
– Excelente pregunta. Un secreto bien guardado en su momento, aunque seguro que a estas alturas es del dominio público. ¿Quieres que mire lo que puedo averiguar?
– Sería estupendo.
– ¿Alguna razón concreta?
– Curiosidad profesional.
Perkins soltó una risilla. Casi toda la gente de la Oficina que conocía estaba acostumbrada a la forma de actuar de Falk, aunque a algunos no les gustaba su estilo. Por suerte, a Perkins no le importaba, siempre que Falk estuviese dispuesto a devolver el favor.
– Me pondré en contacto contigo. Pero es bastante extraño que hayas llamado. Hay bastante curiosidad por ti últimamente. Ahora mismo no estás en Gitmo, ¿verdad?
– No.
– Entonces, ¿dónde?
– No puedo decírtelo.
– No hace falta. El número es de Florida. ¿Jacksonville?
– Un teléfono público de la carretera.
– ¡Vaya! Un hombre que no para.
– Escapada de fin de semana. Te aseguro que lo comprenderías si pasaras más de quince días en Gitmo alguna vez.
– Eso me ha contado Whitaker. Dice que si no sale de allí en un mes será alcohólico.
– Él y muchos más. ¿Y qué es lo que te han dicho de mí?
– Bueno, lo habitual. No juega bien con otros. No es un hombre de equipo.
– ¿En serio?
– Yo no le daría importancia. Viene del exterior, y aquí es una señal de honor, teniendo en cuenta los roces que hemos tenido allí.
– Ya, bueno. Si te enteras de algo más específico, hazme un favor y mándame un mensaje electrónico. Y el nombre del infiltrado si lo averiguas. Pero con cautela. Se supone que nuestras líneas de datos son seguras, pero nunca se sabe.
– Entendido. Típico del DOD.
Al día siguiente a primera hora, Falk fue en el coche a recoger la bolsa y la cartera a la agencia de Hertz. Luego fue directamente al puesto aeronaval, aunque el vuelo no salía hasta mediodía, suponiendo que podría liquidar la facturación y los trámites de seguridad. Además, si los hombres de Endler seguían buscándole, habrían reestablecido el contacto en la oficina de Hertz, así que ya no tenía sentido dar más vueltas. De todos modos, no advirtió indicios de que le siguieran.
La sorpresa llegó en el mostrador de facturación, cuando entregó el billete y le dijeron:
– Tiene suerte. Algunos familiares han cancelado el billete esta mañana, así que tendría que hacerlo en lista de espera. De lo contrario, habría tenido que esperar como mínimo hasta el jueves.
– ¿Qué quiere decir? Tengo reserva.
– La tenía hasta que la canceló. ¿Qué ha pasado? ¿Ha vuelto a cambiar de idea?
– ¿Cuándo se canceló?
El individuo dio a unas cuantas teclas.
– Ayer, según lo que figura en la pantalla.
Falk se inclinó sobre el mostrador, estirando el cuello mientras el empleado giraba el monitor para que pudiese ver.
– Mire, aquí está el código de cancelación.
– Pero yo no llamé.
– Tal vez lo haya hecho su comandante.
– No soy militar.
– Pues su jefe, entonces. Claro que también podría ser un problema técnico. No sería la primera vez. En cualquier caso, puede arreglarlo ahora. Hemos tenido diez cancelaciones ya, y seguro que habrá más después del último parte meteorológico.
– ¿Cuál es el pronóstico?
El hombre miró a Falk como si le preguntase si había estado viviendo en una caverna.
– Tormenta tropical
– Estupendo.
– Eso es lo que dicen todos. Mire el lado bueno. Le permite embarcar.
El vuelo tenía muchos asientos vacíos, en realidad, pero nadie habría dicho que se acercaba una tormenta por el tiempo que hacía en Gitmo cuando aterrizaron. El mismo cielo azul y el mismo mar verde y cristalino, y todas las colinas pardas seguían pidiendo lluvia a gritos. Hacía también calma chicha, y Falk respiró con dificultad mientras bajaba la escalerilla metálica hasta la pista.
Bo estaba esperando a la sombra del hangar. Mejor él que una compañía de la policía militar, pensó Falk, aunque no había perdido la esperanza de ver a Pam. Se fijó en el bronceado y la camisa estampada que lucía Bo; sólo le faltaba una piña colada.
– ¡Que me aspen si no es el mismísimo Tommy Bahama!
– ¡Vaya! Y tú eres el desaparecido en acción en Florida del Sur. ¿Qué has estado haciendo? ¿Correteando con Paco? Ayer tuve que soportar todo el santo día los lamentos de ese chaval, Morrow. Dice que los dejaste tirados. Creo que al final captaron el mensaje de que no querías verlos cuando apareció en el aparcamiento el tipo de Hertz.
Falk se rió entre dientes, y también Bo, a quien no parecía importarle Morrow más que a Falk.
Doblaron por la esquina, hasta donde los perros acababan de olfatear el equipaje. Falk se inclinó hacia Bo y le susurró, con el corazón en un puño:
– ¿Alguna noticia de Pam?
Bo se limitó a negar, se le borró la sonrisa de los labios y echó una ojeada alrededor.
– Hablaremos de eso luego.
Todos hablaban de la llegada de
Había mucho alboroto en cubierta, a pesar del ruido de los motores: las personas mayores atestaban las barandillas y los niños gritaban y jugaban a corre que te pillo. Todos estaban casi alocados con la idea de afrontar una tormenta. Las olas que llegaban del mar parecían más grandes de lo habitual.
– Creen que no alcanzará fuerza de huracán -dijo Bo, mirando el mar-. Los vientos más fuertes ahora sólo llegan a cincuenta.
– Si hubieras estado alguna vez en una tormenta no dirías «sólo a cincuenta». Es cosa seria.
– Parece que siempre volviste de una pieza.
– Pura suerte. Bueno, ¿dónde podemos hablar? ¿Otra vuelta en velero?
– No hay tiempo. Había pensado que fuéramos en coche a Molino. Daremos al fin aquel paseo por la playa.
Cuando el trasbordador llegó a Punta Pescadores, Bo sacó un juego de llaves del coche de Falk.
– Requisé tu vehículo en tu ausencia -dijo con una mueca-. Espero que no te importe.
– No, siempre que no tenga que vérmelas contigo para recuperarlo.
– ¡Oye! Lo que era tuyo es tuyo.
Al parecer, había conseguido un juego de llaves nuevo en la agencia de coches de alquiler de la base. Sólo Bo podía haberles convencido. Había dejado las ventanillas subidas y el interior era un horno. Falk creyó captar vagamente el perfume de Pam, lo que le causó una punzada de nostalgia hasta que empezó a preguntarse de cuándo sería. Pero aquel viejo trasto llevaba recogiendo olores más de diez años. A veces, todavía detectaba el antiguo tufillo grasiento a patatas fritas y cerveza, así que ¿por qué no el perfume de hacía menos de cinco días?
– Háblame de Pam -le pidió Falk en cuanto arrancaron-. ¿Qué ha pasado mientras he estado fuera?
– No han presentado acusaciones contra ella. Ésa es la buena noticia. La interrogaron casi un día entero y la dejaron irse. Y está en arresto domiciliario desde anoche.
– Pero ¿de qué demonios va todo esto?
– Al parecer, de ti. Quienquiera que esté detrás de todo quiere impedir que intercambiéis impresiones. O eso, o es que les preocupa que te pongas furioso con ella y lo hacen para protegerla.
– ¿Furioso con ella?
Bo se encogió de hombros.
– Piénsalo. Tal vez haya estado diciendo cosas que no querías que dijera. Contando cuentos. ¿Hay algo que ella sepa y que tú no quisieras que contara a nadie?
– Nada que pueda importarle a nadie aquí.
Recordó entonces el rumor del desayuno, lo que le había dicho sobre el ex marine. Ahora que sabía que un cubano había trabajado hacía tiempo con Adnan, empezó a comprender cómo podría haberse propagado la historia. Habladurías oficiales de La Habana abriéndose paso hasta un agente del Yemen. Pam había quedado en que mantendría en secreto lo que le habían dicho, pero quizá lo hubiese contado bajo presión.
– Parece que pensabas en algo.
– Nada concreto. ¿Qué has oído tú?
– Tendrás que preguntárselo a Fowler. A mí no me cuentan los detalles.
– ¿Es él quien la interrogó?
– Sí. Y algunos más.
– ¿Y no te has enterado de nada?
– De ningún detalle. Pero la idea general es que será mejor que te andes con ojo. No es extraño, teniendo en cuenta cómo van las cosas aquí.
– ¿Más arrestos?
Falk procuraba mantener la calma, pero notaba el estómago como plomo. ¿Le habría hecho aquello Pam? ¿Se lo habría hecho él a ella si se hubiese visto en su lugar? ¿Quién sabía lo que podías decir cuando ellos tenían fuerza suficiente y todo el tiempo del mundo? Y allí dispondrían de ambos, lo mismo que con los detenidos.
– ¿Escuchas lo que te digo o no? -Bob debía haber seguido hablando unos segundos.
– Disculpa. ¿Qué decías?
– Decía que se rumorea que habrá más arrestos el fin de semana. No se dan nombres, pero se sospecha al menos de doce personas.
– ¿Doce? ¿Pero de dónde demonios viene todo esto?
– ¿De dónde no? Todo el mundo habla de ello. De ello y del dichoso
– Alguien quería que lo hiciera. -Le contó lo de la cancelación de la reserva.
– Mi opinión es que fue Fowler o Trabert. Supongo que no querían que fuese demasiado obvio, o te habrían vetado de plano. Trabert puede hacerlo, ya lo sabes.
– Se me había ocurrido. O sea, que soy uno de los doce, ¿verdad?
– Ya te he dicho que nada de nombres. Pero, al parecer, no es buen momento para saber árabe.
Otro ataque, tanto contra Pam como contra él.
Hubo una pausa tensa, tras la que Falk planteó la pregunta que quería hacer desde que habían subido al coche.
– ¿Así que la viste mientras estaba libre? A Pam, quiero decir.
– Sólo una vez. -Bo no apartaba la mirada de la carretera.
– ¿Y?
– ¿Y qué? Tuve la impresión de que le caigo mal. Así que sería raro que me hubiera dicho gran cosa. Hablamos sobre todo de ti.
– ¿Algo que puedas contarme?
– Mira, Falk -Bo aminoró la marcha y se volvió para hablar-. Seré sincero contigo. Está entre la espada y la pared. Sea lo que sea lo que sabe de ti, o ya se lo ha contado o lo hará antes de que esto acabe.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
Bo aceleró y volvió a concentrarse en la carretera.
– Porque es ese tipo de persona. Alguien que quiere ascender.
– Como nosotros, quieres decir. O al menos como tú.
– No. Como todas las mujeres que quieren subir de rango en el ejército. La única forma de conseguir lo que se proponen es demostrar que son más implacables y están más dispuestas que los chicos a aceptar lo que sea por el equipo, aunque eso suponga acabar con sus amigos. No es justo, pero así es como funciona, y ella lo sabe.
– Así que tú crees que me entregaría por otro galón. Suponiendo que hubiera algo que entregar, que no lo hay.
– Olvida el galón. Sólo intenta sobrevivir. Salir de aquí de una pieza antes de que Fowler acabe con su carrera. Entre su relación con Boustani y ahora contigo, prácticamente es radiactiva, según las pautas actuales. No me preguntes qué es lo que hace saltar la aguja (aparte de nuestro pequeño acuerdo, por supuesto), pero parece ser que has conseguido un lugar destacado en el último organigrama de las conspiraciones de Fowler. Y si Pam puede agregar algunos esbozos, lo hará. Así que no llores su pérdida, es lo único que te digo. De todos modos, vosotros dos habríais acabado cuando terminara este número.
¿De veras? ¿Estaría Bo celoso simplemente? En cualquier caso, ahora Falk estaba cabreado.
– ¡Oye! El que una mujer no se rinda a tus pies no significa que sea un problema para todos los hombres.
– ¡Ojalá estés en lo cierto! -repuso Bo, con una risa sarcástica-. Pero no lo olvides. No es necesario que vayas a pique por ella si es ella quien te ha llevado allí. Eso es lo que estoy diciendo.
– En tu opinión.
– Sí. En mi humilde opinión.
Siguieron en silencio casi medio kilómetro y pararon en el puesto de control del Campo Delta. El centinela se apoyó en la ventanilla para mirar sus documentos.
Falk descubrió que después de haber pasado unos días fuera, volvía a ver con ojos nuevos las vistas del lugar. Nunca se le había ocurrido hasta qué punto deja su huella en un paisaje una operación militar (incluso una que sólo construye una prisión). No pudo evitar fijarse en los puestos protegidos con sacos de arena, excavados en la línea de dunas cerca de la playa. Habían abierto el terreno para los refugios y la alambrada. Vio claramente una atalaya cubana en el dorsal de una montaña que se alzaba a una distancia cercana hacia el este. Tal vez alguien siguiera desde allí sus pasos en aquel preciso momento. A la derecha, en una ladera pedregosa cubierta de cactus que dominaba los barracones del Campo América, los policías militares habían pintado los números de su unidad y otros graffitis, su dudosa recompensa por haber completado la subida a la cima, a menudo por aburrimiento.
Al fin llegaron a la playa y aparcaron en el arcén. No se veía un alma en el paseo marítimo ni en la zona de excursiones, pero Bo no abordó el meollo de la cuestión hasta que no llegaron a la orilla del agua, donde el embate del oleaje se tragaría todas las palabras.
– Así que supongo que no pasaste los dos días completos con Paco.
– Pasamos más o menos una hora juntos. Genial.
– ¿Dónde os encontrasteis al fin? Los hombres de Endler te perdieron en el tren elevado.
– Eso me pareció. Me llevaron a Miami Beach. A un puerto deportivo del extremo sur. Él me estaba esperando en un barco prestado con números de registro falsos.
– Parece que pensó en todo.
– Me impresionó. Hicimos un pequeño crucero por la bahía. Luego me dejó a unas cuatro manzanas del coche.
– Que entonces abandonaste, chico listo. Bueno, ¿y qué quería?
– Me encargó una tarea. Una misión en la que él no creía, sobre todo porque estaba convencido de que estoy tocado. No me molesté en decirle que tenía razón. Pero me lo encargó de todos modos. Es curioso, tuve la impresión de que él quería que lo supiéramos. De todos modos es una petición la mar de extraña.
– ¿Cuál?
– Sacar de aquí a Adnan Al-Hamdi. Mi Adnan. El que está ahora en el Campo Eco. Los cubanos quieren que lo silencien o lo envíen a casa. Cualquier cosa, con tal de impedir que más americanos le saquen lo que sea.
Falk supuso que debía contarle también a Bo lo del «gran regalo» del nombre «Hussay»; o José, como había descubierto ahora. Pero se mordió la lengua, sin saber por qué. Aquél era un lugar peligroso para soltar información, incluso entre amigos, como demostraba ahora el arresto de Pam. Se guardaría lo que pudiese hasta que supiera más.
– Es asombroso -dijo Bo-. Parecen desesperados.
– Es lo que le dije yo, y él estaba de acuerdo. Y todavía hay más. Me contó una teoría suya sobre un agente cubano en Oriente Próximo que se ausentó sin permiso.
Bo enarcó las cejas.
– ¿Te lo expuso así sin más?
– Sí.
– Tienes razón. Quieren que nos enteremos. Siempre que sean las personas adecuadas.
– ¿Y quiénes serían las «personas adecuadas»?
– Endler y yo, por supuesto -contestó Bo, con una sonrisa burlona.
– ¿Tiene alguna relación todo esto con los arrestos?
– No estoy seguro. Tal vez sea sólo una cortina de humo.
– Demasiado destructivo para ser una cortina de humo.
– Razón de más para que necesite que vuelvas al interior de la alambrada y me consigas esas listas de interrogatorios. Cuando se marche este equipo, tendré que marcharme con ellos, y se me está acabando el tiempo.
– ¿Todavía te interesan los yemeníes?
– Ellos y los que han estado hablando con ellos.
– Adnan es yemení.
– Ya lo sé.
– Bueno, desde luego alguien se ha tomado un interés excesivo por él, si le han trasladado a Eco.
– Es un hecho comprobado. Así que concéntrate ahora en los otros.
– ¿Crees que tienen alguna conexión cubana?
– Es una de las muchas cosas que intento averiguar. Con tu ayuda, por supuesto. Necesito fechas y horas, todo lo que parezca fuera de lo normal. Y no quiero copias. Necesito los originales.
– ¡Eh, vamos! -Falk se paró en seco. El oleaje llegaba a pocos pasos-. ¿Me estás pidiendo que robe las hojas?
– Quizá sea la única forma de aclarar esto definitivamente.
– Entonces copiaré la información. No en mi cuaderno de notas, sino en una máquina. Si hay algo comprometedor puedes conseguir los originales después.
Bo negó, inflexible.
– En cuanto se enteren de que has estado husmeando, y te aseguro que se enterarán, no perderán un segundo en volver a eliminar todo lo que pueda perjudicarles. Vamos, no te causará más problemas de los que ya tienes.
– Gracias por el voto de confianza.
– Sí, bueno, bromas aparte, merece la pena el riesgo.
– En tu caso, tal vez. Pero quizá yo no comparta tu urgencia.
Ahora fue Bo quien se paró, hundiendo los talones en la arena mientras se volvía rápidamente muy serio, con la expresión de un individuo dispuesto a dar lo que fuese por hacer su trabajo. Era el soldado leal que había en él lo que olvidaba Falk a veces cuando estaban riéndose o tomando una cerveza.
– ¿Tienes idea de lo que harían algunas personas con cierta información de aquí aunque no se acerque ni remotamente a la verdad?
– ¿Te refieres a alguna vaga conexión cubana con Al-Qaeda? Avergonzar a Fidel, supongo. Alborotar en la ONU unos cuantos días.
– Es más probable una guerra. Si cayera en las manos equivocadas, con el efecto adecuado detrás. Cuba como mecenas de Al-Qaeda sería dinamita diplomática.
– Entonces, ¿por qué no nos piden que lo consigamos por ellos? -Sobre todo, teniendo en cuenta que Falk probablemente ya lo había averiguado.
– Porque vosotros lo pondríais en su contexto apropiado, y así es como lo recibiría la clientela: un vaquero estúpido en el campo, que sobrepasaba su autoridad y se mezclaba con quien no debía, lo que dejaría a La Habana salir del atolladero. El contexto lo es todo. Y quien consigue la información primero controla el contexto.
– No sé… -dijo Falk negando, escéptico.
– ¿Cómo crees que se desencadenó lo de Irak? Cuatro o cinco teóricos neoconservadores completamente entregados a la causa, con informes dudosos de un puñado de informadores a sueldo, en absoluto fidedignos, más un memorando falsificado sobre uranio enriquecido y una fotografía de satélite de un laboratorio químico ambulante, que en realidad fabricaba insecticida en vez de ántrax. Muy poco convincente, ¿verdad? Pero acto seguido nos enteramos de que 135.000 soldados estaban cruzando laboriosamente el desierto hacia Bagdad. El contexto lo es todo. Y si crees que estos anticastristas no pueden llevar a cabo la misma jugada, más vale que lo reconsideres. Además, es buena política. ¿Qué bloque electoral crees que decidió las últimas elecciones presidenciales? La buena y vieja Pequeña Habana. Y has conseguido satisfacer a los clientes, al menos hasta la próxima. Todo depende de quién consiga la información primero.
– Muy bien. Ya has expuesto tu opinión. O la de Endler, al menos.
Falk se quedó mirando el mar, preguntándose si Bo lo creería realmente. Le parecía improbable. Claro que una guerra en Irak habría parecido igualmente descabellada unos años antes, y ahora la mitad del planeta parecía en estado de alerta, esperando con nerviosismo a ver dónde caía a continuación el mazo estadounidense.
Mientras contemplaba el oleaje, Falk recordó el cuerpo de Ludwig, zarandeado en el mar hasta acabar de algún modo dos millas a barlovento. Incluso ahora se había levantado una brisa que empujaba las olas hacia el oeste. Escudriñó el horizonte como si pudiera encontrar en él una clave de la anomalía, pero sólo se veía la línea azul del cielo. Cuando alzó la mirada, vio un acantilado, y, en lo alto del mismo, una cerca cubierta de una maraña verde. Detrás estaba el Campo Iguana, la miniprisión en la que retenían a tres detenidos menores, y el único lugar de la isla desde el que se dominaba la Playa Molino.
– ¿Así que lo harás, entonces? -preguntó Bo, interrumpiendo sus pensamientos. Apremiante todavía, como un perro hambriento pidiendo una golosina.
– ¿Hacer qué?
– Conseguir esas hojas del registro.
– Lo intentaré. Déjame ponerme en contacto con mi equipo tigre primero. Buscaré algunos nombres nuevos para interrogatorio, como excusa para volver al interior.
No necesitaba explicar a Bo por qué creía que necesitaba una excusa. El panorama había cambiado. Ya no le permitirían recorrer los bloques de celdas después de oscurecer como antes, ahora que el lugar había pasado a confinamiento virtual, incluso para los carceleros. Consultó el reloj.
– Será mejor que me ponga en marcha. La reunión informativa semanal de nuestro equipo empieza dentro de media hora.
– Estoy seguro de que se alegrarán mucho de que hayas vuelto.
– Sin duda -dijo Falk-. Todos aman a los parias.
21
La reunión ya había empezado cuando llegó Falk. Casi todos los personajes habituales habían adoptado la pose acostumbrada de los lunes por la tarde, recostados en los sillones alrededor de una mesa, que estaba cubierta de carpetas, cuadernos reglamentarios y algunas latas de refrescos. Dos ya habían conectado sus portátiles. El aire acondicionado estaba lo bastante fuerte para el almacenamiento de prendas de piel.
El ambiente se parecía al de una sala de profesores o al camarote del capitán de un barco: informal pero respetuoso, una mezcla tibia, salpicada de chistes interiores y alusiones irónicas al alto mando. Con frecuencia, había nuevas historias de la primera línea de los interrogatorios: «No vais a creeros lo que el loco de Mahfouz está diciendo ahora sobre su red…» y demás.
Pero Falk no estaba acostumbrado al efecto que su llegada produjo en el cuadro.
Se interrumpió la conversación.
Ninguno le saludó. Los cuatro colegas se incorporaron un poco en los asientos, le echaron una rápida ojeada y bajaron la cabeza hacia sus notas. Todos, excepto Phil LaFarge, el analista de información militar, que mantuvo la mirada con expresión de desprecio absoluto, como el anfitrión de una fiesta que acaba de sorprender a un borracho echando mano a la plata.
– ¿Es por algo que he dicho? -preguntó Falk.
– Bueno, no -contestó Jerry Parsons, de la DIA, el educado del grupo-. Es que nos dijeron que no volverías. Es decir, al equipo.
– ¿Y a qué otro sitio se supone que iría?
Parsons se encogió de hombros, miró a sus compañeros buscando apoyo, pero ninguno se lo prestó.
– Nos dieron a entender que tenías que ocuparte de otros asuntos, eso es todo.
– ¿O quizá que yo mismo era uno de esos asuntos?
Parsons sonrió, pero se le enrojecieron las mejillas.
– Ya sabes cómo son los rumores.
– Sí, bueno, aquí estoy. A falta de algo de trabajo para ponerme al corriente. Por cierto, ¿dónde está Mitch Tyndall?
– Ya sabes cómo va la cosa con los tipos de la Agencia -contestó LaFarge-. A veces están con nosotros, a veces tienen…
– ¿Que ocuparse de otros asuntos?
– No es eso lo que iba a decir.
– Da igual. Ya lo encontraré. Todavía nos hablábamos la última vez que lo comprobé.
Falk no tenía nada que aportar a la reunión, pues había estado fuera o preocupado con otras obligaciones desde la última sesión. Se puso cómodo para escuchar lo que tenían que decir los otros, pero advirtió que todos medían cuidadosamente sus palabras.
No es que en aquellas reuniones se trataran siempre temas esenciales. Falk suponía que en el mundo perfecto imaginado por los artífices del Campo Delta, aquellos foros semanales tenían que haberse convertido en el equivalente de información a las reuniones de señoras para hacer edredones: cada persona ofrecía un retazo de información vital para encajarla en el grandioso diseño general, mientras todos buscaban modelos, alineamientos, enlaces.
Pocas veces ocurría. Casi nadie ofrecía retazos, sino hebras, y aun así solía ser el mismo material deshilachado una semana tras otra. De todos los secretos de Gitmo, éste podría haber sido el más profundo y oscuro. Cuanto más le daban diariamente a la lengua, menos producía. El grueso de la población del Campo Delta se había vaciado durante meses. Cualquiera de auténtico valor había sido enviado a otro lugar del invisible archipiélago de la CIA o internado en el Campo Eco. Pero ésta era la única conclusión que no se mencionaba nunca en los comunicados que llegaban al público.
Falk tuvo que insistir bastante, pero consiguió convencer al equipo de que le asignaran a Jalid Al-Mustafá, un joven saudí, para posterior interrogatorio. Al-Mustafá tenía escaso valor, incluso conforme a los baremos de Gitmo. Hacía semanas que nadie hablaba con él, y Falk sólo le conocía de pasada como a un individuo listo que hablaba inglés bastante bien, un hombre rico de veintitantos años, de formación universitaria, que, con un poco más de adoctrinamiento y unos años más de lucha, podría haber sido un Bin Laden juvenil, pasando al terreno de los plenamente entregados, con los fondos familiares a su disposición.
En vez de eso había demostrado ser demasiado blando y consentido para lo que había empezado, que fue una de las razones por las que le habían capturado. Según los informes de campo, casi se había alegrado de que le capturaran, hasta que terminó con un billete de ida para Gitmo.
Al Mustafá era la presunta fuente de un chiste popular que circulaba cuando llegó Falk a Gitmo: «¿Cómo cantas un bingo de al-Qaeda? ¡Gritando B-52!».
Hacía varias semanas que le habían trasladado al
Tyndall apareció finalmente al final de la reunión. Al menos él no se mostró tan sorprendido al ver a Falk, y le saludó con una sonrisa y una venia, como casi siempre. Falk le llevó luego aparte, cosa nada difícil, ya que todos se marcharon lo más rápido posible.
– Voy a cobrarte ahora el favor que me debes -le dijo Falk-. Necesito entrar en el Campo Eco a ver a Adnan. Cuanto antes, mejor.
Mitch soltó un bufido.
– ¡Por Dios! Pides demasiado. -Miró alrededor para asegurarse de que los otros ya habían salido-. No es que sea imposible, pero doy por sentado que hay determinados aspectos del asunto que no querrías saber.
– Pareces enchufado.
– No tanto como me gustaría. Tal vez tú puedas decirme lo que pasa entre Fowler y Bokamper.
– Eso tendrás que sacárselo a ellos.
– Está bien. Pero no puedo llevarte al Campo Eco sin que se entere el equipo de seguridad de Fowler. Quizá no de inmediato, pero bastante pronto. Te aseguro que no querrás dejarte meter en lo que estén haciendo.
– La gente parece creer que ya estoy metido, así que correré el riesgo. Sólo necesito una hora.
– Puedo conseguirte media.
– Algo es algo. ¿Cuándo?
– Déjame comprobarlo. El problema es que a lo mejor no sigue allí mucho más tiempo.
– Entonces, tal vez deba esperar a que vuelva al Campo 3.
– No. Hablan de una entrega.
– ¿A Yemen?
– Eso dicen.
– ¿ Fowler?
– Lo siento, Falk. No puedo decírtelo.
– Sé leer entre líneas.
– No estoy seguro. Pero no puedo ayudarte más. Media hora, y no se lo cuentes a nadie. Y estate preparado para ir de inmediato en cuanto te avise.
– Sabes dónde encontrarme.
– Lo sabía hasta este fin de semana. ¿De qué iba todo el número de desaparición? Y con Pam en chirona, nada menos.
– Si no lo sabes de verdad, esto es más grave de lo que creía.
Tyndall guardó silencio, negó con la cabeza y se marchó.
Falk al fin tuvo ocasión de dejar las cosas en casa. Al menos el aire acondicionado todavía funcionaba. Buen trabajo, Harry. Miró el correo, pero sólo había una nota doblada de Whitaker:
Al fin consigo un permiso de este lugar horrendo. Una semana (¡maldita sea!). Lamento lo de Pam, pero me han dicho que no es tan grave. Apuesto que ya está fuera cuando regrese. Cruzo los dedos. Conserva la cerveza fresca. Whit.
Así que Whitaker al fin había conseguido lo que quería. ¡Estupendo! ¿O habría visto él también los malos augurios y habría decidido que no quería estar allí cuando las cosas se torcieran para su compañero? Tal vez hubiese tomado otro la decisión por él. Sin duda les resultaría más fácil tratar con Falk ahora que Whitaker no estaba en la casa.
Falk retiró la cortina de la sala de estar, casi esperando ver un Humvee aparcado y policías militares subiendo por el camino. En su lugar, atrajo su atención el cielo. Un cúmulo de nubes se acercaba por el sureste, la primera señal de
Los ruidos del estómago recordaron a Falk que era la hora de cenar. La cocina de la costa no parecía una opción agradable en aquel momento. Sólo encontraría más miradas y nuevas preguntas. Sacó un poco de lechuga mustia y una loncha de jamón de un paquete que pasaba tres días de la fecha de caducidad, los metió entre rebanadas rancias de pan de trigo y se tomó el emparedado en la encimera. La penumbra llenó la casa al son del goteo del grifo de la cocina.
Lavó el plato y cerró el grifo apretándolo muy fuerte, pero siguió goteando. Otro trabajo para Harry. No sabía qué hacer a continuación. Tenía una noche que matar por delante, pero no le apetecía leer, y en la casa no había televisor. Decidió mirar el correo electrónico, entrando al sistema por la línea que había instalado la base en la casa. Se preguntó despreocupadamente si haría aquel trabajo Harry también, aunque suponía que se habría encargado de ello algún contratista privado. Aquellos empleados no eran más seguros que Harry, en cierto modo. Típico. Construías la prisión más segura del mundo, la rodeabas de más de 2.400 soldados, y luego dejabas que un contratista privado llevara trabajadores mal pagados de todo el mundo para instalar las líneas de comunicación más esenciales.
Falk entró en el sistema y vio que Perkins, su colega del FBI, le había contestado hacía sólo una hora.
El mensaje decía:
///Para tu información: el infiltrado se llama Lawson. Ya no está en la DEA.
Salud, Perkins.///
Lawson. Casi seguro que se trataba de Allen Lawson, ahora de Global Networks, y aliado de Van Meter en el equipo de seguridad, además de rival empresarial del pobre Boustani. Parecía casi demasiado bueno para ser verdad, y Falk contestó a Perkins pidiéndole el nombre propio o la inicial. Si se trataba realmente del mismo individuo, entonces Lawson habría sido lo bastante amigo de los bancos de Perú y de las islas Caimán para improvisar algún tipo de transferencia rápida al banco de Ludwig. Pero ¿por qué, a menos que Lawson necesitara presionar de algún modo a Ludwig? Su amigo Van Meter ya era superior de éste. ¿Por qué iban a necesitar más presión?
La idea le recordó el Campo Iguana y su excelente ubicación estratégica. Aunque no le dejaran entrar, seguro que una visita al lugar sería mejor que quedarse esperando en la casa vacía.
Era hora de dar una vuelta en coche.
22
El Campo Iguana era un motivo de bochorno en un lugar que por lo demás no se excusaba. Era una casita blanca situada en un terreno con hierba, encaramada en lo alto de un acantilado y rodeada de una sola valla. A diferencia de la alambrada del Campo Delta, ésta no llegaba a cuatro metros de altura, y no tenía torres de vigilancia ni alambre de espinos.
Los propios prisioneros eran polémicos: tres muchachos afganos, que tenían de doce a catorce años cuando llegaron. Desde entonces, todos habían pasado un cumpleaños en cautividad.
El general Trabert aún se refería a ellos en público como «combatientes enemigos juveniles», pero los policías militares que atendían a diario sus necesidades los llamaban «los chicos», y se habían convertido en una causa célebre internacional entre los críticos de Gitmo.
Debido a ello, el Campo Iguana constituía ahora una parada regular de las visitas de los medios de comunicación a Gitmo, para que las autoridades pudieran enseñar las dependencias limpias, espaciosas y con aire acondicionado. Llevaban siempre a los muchachos rápidamente a otra habitación, y los mantenían en silencio y fuera de la vista mientras los periodistas inspeccionaban los dormitorios y la zona común.
Una de las partes obligatorias de la visita era un agujero de unos seis metros de largo que las autoridades habían cortado en la valla verde. Esto permitía a los chicos una vista panorámica del mar, y eran precisamente las posibilidades de esa vista lo que intrigaba a Falk.
Como se presentó sin invitación, le costó un poco más entrar que a los grupos de visitantes. Un policía militar avisó a un tal sargento Wallace, a quien no impresionó la identificación del FBI de Falk.
– Los muchachos están en clase de matemáticas -le dijo-. Podemos fijar una hora para mañana.
– Tengo bastante prisa.
– Quizás ellos también.
Como si cualquier prisionero de Gitmo tuviese prisa. Falk enarcó las cejas y Wallace comprendió lo disparatado del comentario, al parecer.
– Lo siento, pero es que tenemos muchas solicitudes y soy un poco protector.
– Entiendo -repuso Falk-. Será un momento.
Cuando no estaba cumpliendo con su deber de la reserva, era profesor. De bachiller elemental, nada menos, y había descubierto que los muchachos de Gitmo tenían en buena medida las mismas peculiaridades, angustias y cambios de humor que sus alumnos de Estados Unidos, con la excepción de que, en su caso, también se relacionaban con la carga emocional de la guerra y el encarcelamiento.
– Permítame prepararlos -le dijo Wallace-. Deben estar en sus habitaciones mientras hablamos.
Un par de minutos después, el policía le acompañó al interior. La puerta daba a una pequeña cocina y a un cuarto de televisión más pequeño, con un sofá y una mesita.
– ¿Ven la televisión por cable?
– Ya me gustaría. Sólo vídeos.
Había una pila de videocintas en la mesa del televisor. Sobre todo de
Un pasillo corto llevaba a los dormitorios y al cuarto de baño. Ninguna de esas habitaciones tenía puerta, supuestamente para reducir las posibilidades de suicidio. Sería embarazoso ahora.
Un rostro moreno se asomaba de uno de los dormitorios, con grandes ojos oscuros y mirada inquisitiva. El muchacho desapareció rápidamente al ver que Falk lo miraba. Era difícil imaginar a alguien con una cara como aquélla cargando un
– ¿Qué necesita? -preguntó Wallace.
Antes de que Falk pudiera contestar, se oyó una voz infantil en el pasillo.
– ¿
Tímida, más una súplica que una pregunta.
– Espere un momento -le dijo Wallace a Falk-. Vuelvo enseguida.
Falk aprovechó para curiosear un poco más. Entró en la pequeña cocina, que estaba pulcrísima, aparte de los restos de la merienda en cuatro bandejas en el fregadero. Wallace debía haber comido con los chicos. Falk abrió la nevera y vio cartones de zumo y de leche, una tableta de chocolate, unas barritas de zanahoria y unas bandejas de cecina.
– ¿Tiene hambre? -preguntó Wallace con voz tensa.
– No. Sólo curiosidad.
– Como todos -dijo él en tono fatigado-. Sólo son niños, en realidad. No importa lo que puedan haber hecho antes de llegar aquí.
– Seguro que tiene razón. ¿Todo bien allí?
– Sólo una pregunta sobre los deberes.
Falk señaló con la cabeza la cocina blanca reluciente.
– ¿Se hacen ellos mismos las comidas?
– No está enchufada. Sólo propósitos estéticos.
Puro escaparate, sin duda, pero no dejaba de ser un detalle extraño. Tomarse tantas molestias para subir hasta allí una cocina con el único fin de dar cierto aire hogareño al lugar. O tal vez hubiese estado siempre allí.
– ¿Qué le parece si va al grano? -preguntó Wallace.
– Supongo que se ha enterado de la desaparición del soldado, de abajo, de la Playa Molino.
– ¡Por Dios! ¿Otra vez eso? ¿No le bastó ya al capitán?
– ¿El capitán?
– El tipo de seguridad.
– ¿El capitán Van Meter?
– El mismo. Llegó como un energúmeno. Los chicos casi se mueren de miedo. Se sentó en sus camas y se pasó casi media hora acribillándoles a preguntas. Por supuesto, yo me lo perdí y todos se disgustaron todavía más. Así que olvídelo, no volveremos a ese tema de nuevo.
– Lo siento. No tenía ni idea.
– ¿Es que no hablan ustedes unos con otros?
– Existe un problema de jurisdicción. La verdad es que no intercambiamos la información.
Wallace negó con la cabeza.
– Como todas las puñeteras cosas aquí. No es que deba emplear ese lenguaje delante de los chicos. Tendría que ver usted las peleas sobre cómo sonsacarles. Cuánto tiempo retenerlos. ¿Ha intentado alguna vez conseguir libros de texto del Pentágono? Yo al final tomé dos prestados del colegio de la base. Increíble. Pero se puede conseguir lo que sea del capitán Van Meter.
– Me temo que no es tan fácil.
– Nunca lo es.
– Verá. Ni siquiera necesito molestar a los chicos. Sólo me preguntaba si alguno de ellos habría visto alguna cosa aquella noche.
– Están bastante encerrados desde que oscurece.
– ¿No tienen ventanas?
Él asintió.
– Pero no se ve la playa. La tapa la valla. Sólo se ve el horizonte marino. Y por la noche, nada.
– ¿Así que los tres estarían dentro?
– Es exactamente lo que le dijeron al capitán como se llame, y lo que le dirían a usted.
– Entonces me marcharé. ¿Le importa que eche una ojeada fuera primero?
– Lo que sea con tal de que se marche.
Wallace le acompañó a la puerta y se dio la vuelta. Cuando habló de nuevo lo hizo en voz más baja, como si quisiera que los niños no lo oyeran.
– No quería echarle una bronca. Pero es que uno de los chicos tuvo pesadillas dos noches después de la visita de ese cretino, y no quiero que se repita. Shakeel era el más desquiciado al principio, pero progresó mucho con asesoramiento. No soportaría que se quedara en nada.
– Debería decírselo al general.
Wallace negó. Tal vez ya lo hubiese intentado.
– Vamos, le enseñaré el recinto de la propiedad.
La parte posterior era un prado de hierba parda de unos cinco por ocho metros escasos, con una mesa y bancos y una portería pequeña de fútbol a un extremo. Había un balón de fútbol americano en el suelo.
– ¿Lo usan alguna vez?
– Lo lanzan. Son muy buenos. Prefieren jugar al fútbol pero el balón se fue sobre la valla hace unos días.
– Vaya. Más solicitudes.
– Lo ha entendido.
Según lo anunciado, había un corte largo en la malla. La vista del mar era espectacular.
– No es extraño que les guste estar aquí fuera.
– Por eso tienen todos esos vídeos de la naturaleza. No se cansan de aprender cosas sobre el océano, los peces, todo lo relacionado con el mar. No lo habían visto nunca antes de llegar aquí.
Qué lugar tan extraño para ampliar tus horizontes. Él suponía que si volvían a su país alguna vez, la experiencia podría serles beneficiosa. Falk se adelantó para verlo mejor. Sólo pegándose a la valla se veía la Playa Molino. Y tal vez no se viera nada cuando oscurecía, como había dicho Wallace. Y los chicos estarían en sus habitaciones, de todos modos. En otras palabras, había perdido el tiempo yendo hasta allí.
– Bueno, ya está bien. Perdone la molestia.
– No se preocupe -repuso Wallace.
Se dirigieron hacia la salida.
– ¿Se irán a casa pronto?
– Ha habido conversaciones. Y muchísimo papeleo. Pero hasta el momento, no ha pasado de ahí.
Falk regresó, pasando por el Campo América y por la prisión, salvando el control, y volvió a casa. Había anochecido, e imperaba un sentimiento de desolación mientras tomaba las curvas. Llevado por un impulso, decidió pasar por el apartamento de Pam en Windward Loop. Como mínimo, averiguaría la atención que le dedicaban. Con un poco de suerte, ella estaría mirando por la ventana y lo vería. Otra similitud con un idilio adolescente, pensó. El muchacho enamorado paseándose en coche por la calle de sus sueños.
El vecindario estaba tranquilo, y Falk se acercó lo más despacio posible, sin llamar demasiado la atención. Había un Humvee aparcado enfrente y un centinela junto a la puerta. Ya sabía que ella estaba bajo arresto domiciliario, pero se sintió consternado por las medidas de seguridad. Ni siquiera la habían acusado de un delito. ¿Hacían todo aquello para impedir que él se acercara? ¿Y si la visitaba algún otro? Seguro que Van Meter lo hacía sin problema. ¿Y Bo? ¿Cuáles serían las normas en su caso? ¿Y cómo habría sido su única visita en su ausencia? Falk se preguntó también cómo habrían reaccionado las compañeras de casa de Pam. A lo mejor seguían siendo una gran familia feliz, la atmósfera habitual de residencia de hermandad femenina, sólo con cierta severidad especial para asegurarse de que sus citas las acompañaban a casa puntualmente. Y nada de besos robados en el porche.
Venció el impulso de parar y siguió hasta la avenida Sherman, torciendo a la izquierda para dar la vuelta y dirigirse de nuevo a Iguana Terrace. También podía parar en el Tiki Bar, dado su estado de ánimo, aunque sólo fuese para buscar compañía. Dormiría mejor si tomaba unas cervezas. Con un poco de suerte, los cotilleos se habrían aplacado.
El bar bullía de actividad. Los arrestos tal vez hubiesen minado la moral, pero no le habían quitado la sed a nadie. Falk decidió tomar algo más fuerte, para variar, y pidió una tónica con ginebra. Estaba bastante aguada, así que pidió otra enseguida, y esperó en la barra mientras escrutaba a la numerosa clientela en busca de algún conocido.
No encontró a nadie y cogió un número de
La única referencia a la desaparición del sargento Ludwig era una breve nota sobre la ceremonia que habían celebrado por él y que Falk se había perdido. Decía también que Ludwig se había ahogado mientras nadaba a última hora en la Playa Molino.
Falk estaba enrollando el periódico y se disponía a regresar a casa cuando le distrajo el alboroto de unos recién llegados, guiados por una pareja de policías militares todavía uniformados. Uno lo miró extrañado, asintió al reconocerle y susurró algo a sus amigos.
Estupendo, pensó Falk. Exactamente lo que quería evitar. Ahora el tipo se acercaba a él, con la cerveza en la mano y asintiendo de nuevo.
– ¿Estuvo usted en Iguana, verdad? ¿Del FBI?
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque yo estaba en la parte de atrás con los chicos. Lo vi por la ventana cuando fue a dar un paseo con Wallace. Acabé el turno nada más marcharse usted.
– Su sargento es muy protector.
– Es un buen hombre. Y ellos son buenos chicos, en realidad. Se merecían algo mejor que acabar secuestrados por los talibanes y que les pusieran una metralleta en la mano. Cuesta imaginarlo, ¿verdad?
– Sí, bueno. Así es la guerra en su país, supongo.
– Es la verdad.
Ambos guardaron silencio un rato, y Falk supuso que el individuo estaba a punto de volver con sus amigos. Pero en vez de marcharse, se entretuvo con torpeza, mirándose los pies mientras arrancaba la etiqueta de su cerveza.
– Wallace dijo que no trabajaba usted con ese otro tipo, Van Meter.
– Es cierto.
– ¿Algún embrollo jurisdiccional?
– Algo parecido -repuso Falk, encogiéndose de hombros, y procurando no mentir más de lo necesario.
– Bueno, no le cuente nunca a Wallace que se lo he dicho, seguramente fue culpa mía que ese gilipollas fuera a ver a los chicos, para empezar.
– ¿Por qué?
El policía miró a su alrededor con recelo. Falk se fijó mejor ahora y vio que parecía tener unos diecinueve años, sólo cuatro más que el chico mayor de Iguana. Los niños cuidaban a los niños, todos ellos lejos del hogar.
– Quizá no debiera hablar de ello aquí -dijo el soldado.
– Vamos. -Falk agitó el hielo en el vaso vacío-. Déjeme refrescarme con esto, y luego iremos a dar un paseo.
El muchacho fue a hablar con sus amigos mientras Falk pedía la tercera tónica con ginebra. Luego, ambos se encaminaron pasadas las mesas hacia el mar, bajaron por una pequeña pendiente hasta un estrecho dique flotante en el que entraban a veces los botes de recreo. Una lancha pequeña zumbaba lejos de la costa en la creciente oscuridad, rumbo al puerto deportivo, con las luces de navegación verdes y rojas encendidas. El dique se balanceó con el oleaje de su estela, crujiendo sobre los pilares.
Aquél era un lugar oportuno para escapar del bar a veces. Los que sentían una súbita punzada de añoranza entre copa y copa se refugiaban allí para animarse antes de reincorporarse a la pandilla. También servía de terreno de pruebas para los hombres y mujeres que consideraban la posibilidad de emparejarse para pasar la noche, un lugar para comprobar cómo iban las cosas con cierta intimidad. Pam y Falk habían ido allí la primera noche que ella le invitó a una cerveza, un recuerdo que le clavó una pequeña puñalada en el pecho. Pensó en ella encerrada en la casa, castigada sin privilegios, sólo porque su malvado novio había cabreado de algún modo a los profesores.
Aquella noche sólo había allí una pareja, acaramelada a un lado de la luz de la farola. Falk guió al policía militar hacia el otro lado, junto a la orilla del agua.
– ¿Cómo se llama, soldado?
El muchacho bajó la vista y vio que llevaba la placa cubierta con cinta adhesiva todavía. ¡Y eso que confiaban plenamente en los chicos!, pensó Falk.
– Disculpe -dijo él, quitándose la cinta-. Especialista Hilger. De Kentucky.
– Cuénteme lo que ocurrió.
– Fue todo por algo que se me escapó. Conté a unos tipos una noche en la cena algo de Shakeel, uno de los niños. Tiene trece años y ha tenido pesadillas. Algunas semanas, todas las noches. Se despierta gritando y bañado de sudor. Al final, decidimos que el mejor modo de calmarle era sacarle al aire libre. Las normas lo prohíben, no pueden salir en cuanto oscurece. Pero, demonios, funciona; y es mejor que dejar que despierte a los otros. Se calma paseando a la luz de la luna, hasta donde puede oír el ruido del oleaje sobre las rocas. Y el caso es que se corrió la voz, como pasa siempre, y ese capitán Van Meter debió enterarse.
– Y decidió tener una charla con Shakeel.
– Así es.
– Hubiese sido agradable que Wallace me lo contara.
– Supongo que creía que no tenía sentido. Shakeel le dijo a Van Meter que aquella noche no había salido. Así que no tenía sentido interrogarle otra vez para nada.
– ¿Y por qué me lo cuenta ahora? No puedo hacer absolutamente nada respecto a Van Meter.
– Porque Shakeel salió aquella noche. Y yo también. Era mi última semana de turno de noche, y estaba sentado a la mesa de fuera fumando un cigarrillo mientras Shakeel se calmaba paseando. Los dos estábamos demasiado asustados para contárselo al gilipollas de Van Meter, así que acabamos por no decírselo tampoco a Wallace. Pero creía que debería saberlo alguien. Sólo para aclarar las cosas.
– O para cubrirse las espaldas.
Hilger negó enérgicamente.
– No. Aceptaré con mucho gusto la culpa. Demonios, a lo mejor me mandan a casa. Quien me preocupa es Shakeel. Está previsto que vuelva a su país. En realidad, todos, si el alto mando deja de posponerlo. Pero si Van Meter descubre que Shakeel le mintió, bueno… -Se encogió de hombros-. Sabe Dios lo que pasará. Podría quedarse aquí atascado hasta los dieciocho años. Luego le trasladarían al Delta y a nadie le importaría una mierda.
– Entendido. No diré nada a nadie.
– Todavía no lo comprende, ¿verdad? Shakeel no sólo estaba allí fuera, sino que vio algo. En el agua. La misma noche que desapareció el sargento.
Falk miró alrededor para comprobar que estaban solos, atónito y preocupado de pronto. No se habría sentido más vulnerable si alguien hubiera tirado una granada bajo sus pies. La pareja que se besuqueaba seguía concentrada en lo suyo a unos seis metros de distancia, y parecía completamente ajena a todo lo demás. Pero había que cubrirse, pensar en la Seguridad Operativa.
– Vamos al muelle -dijo Falk mirando alrededor-. Y no le diga una palabra de esto a nadie. ¿Comprendido?
– Por supuesto. Es lo que prefiero.
Las tablas crujieron bajo sus pies cuando se encaminaron hacia el final, fuera del círculo de luz que proyectaba una lámpara sobre un pilar. Un pez aleteó en la superficie y desapareció.
– ¿Qué es lo que vio?
– Una lancha. No una grande. Una de esas neumáticas pequeñas.
– ¿Hinchable?
– Sí, como las que usan los comandos.
– ¿La vio usted?
Hilger negó.
– Yo estaba distraído, medio dormido. Shakeel no me lo contó hasta la noche siguiente. Creo que le asustaba, como si supiera que era algo que no debería haber visto.
– Pero si ni siquiera se ve la playa desde allí.
– Es que no la vio en la playa. La lancha pasó, justo más allá de la rompiente.
– ¿En qué dirección?
– Hacia el este.
– ¿Hacia el Campo América? ¿Hacia el lado cubano?
Hilger asintió.
– Los tres.
– ¿Tres botes?
– Tres personas. Una lancha. Son las personas que vio Shakeel.
Falk pensó un momento en ello. Algo no cuadraba.
– Ni siquiera había luna aquella noche. ¿Cómo pudo haber visto algo, no digamos ya hacer un recuento?
– Por las luces de nuestro campo. Están encendidas toda la noche. No son tan intensas como las del Delta, pero sí lo suficiente. Lo vio, de eso no hay duda. No tenía ninguna razón para inventarlo. Y sé que no ha oído nunca nada de ese sargento.
– ¿Y estaba seguro de que eran tres?
– Sí.
– ¿Y por qué no se lo contaron a Van Meter?
– Ya se lo he dicho. Por los chicos. Yo no estaba allí cuando fue Van Meter. No me enteré hasta después. No soportaría que destrozaran a Shakeel, encerrado aquí para siempre.
– ¿Y cree que es eso lo que ocurriría?
– Van Meter se lo dijo a los tres. «Si me mentís no saldréis nunca de aquí.»
– Valiente mamarracho. -Sin mencionar que era un interrogador estúpido. Otro idiota que había visto demasiadas pelis policíacas en las que los gilipollas agresivos consiguen las pruebas.
– Además, supongo que si tres tipos salen a hacer el memo en una balsa y uno de ellos se ahoga, al final uno de los otros dos lo confesará, ¿verdad? Y si no… -Se encogió de hombros-. Entonces supongo que tendrán que vivir con eso.
– Así que, ¿qué cree que pasó? ¿Tres tipos que van a dar una vuelta furtivamente después de oscurecer? ¿Tal vez un breve viaje hasta la zona prohibida, sólo por diversión?
– ¿Qué otra cosa podría ser?
– No lo sé.
Pero en opinión de Falk, cualquier individuo que se había tomado la molestia de dejar la cartera y las llaves no encajaba en el cuadro. Una lancha neumática era precisamente el tipo de embarcación a la que se habría sentido menos inclinado a subir Ludwig.
– Bueno, no se preocupe, Hilger. Ha hecho lo que tenía que hacer contándomelo.
– Eso espero. Le confieso que he estado a punto de no hacerlo por, bueno, por lo que dicen.
– ¿Y de qué se trata?
– Oh, ya sabe. Las cosas habituales sobre los que hablan árabe. Uno de mi grupo dijo que creía que usted era uno de ellos.
– Bueno, ya sabe cómo son los rumores. Ya le he dicho que ha hecho lo que debía.
– Gracias, señor.
Hilger se marchó colina arriba con sus amigos sin añadir nada, mientras Falk miraba desde el dique balanceante. Los tortolitos habían desaparecido. Falk pensó en los rumores que estarían corriendo. Y se preguntó de nuevo qué estaría diciendo Pam. A lo mejor tenía razón Bo y ella lo contaría todo para salvar el pellejo.
Siguió dándole vueltas mientras se encaminaba a una de las mesas de la periferia del Tiki Bar acabando la tercera ginebra, y luego empezó la cuarta. Ya estaba bastante cargado para dar con un plan para averiguar más, y conocía a la única persona que podía ayudarle a hacerlo.
Volvió al coche y metió a tientas la llave de contacto, sin apoyarse un momento en el volante para hacer acopio de los restos de sobriedad. Sólo le faltaba caerse en una zanja con el coche, chocar con un cactus grande, o que le parara la patrulla de seguridad por conducir en estado de embriaguez. Encendió el motor, arrancó y se adentró en la noche, mirando por el retrovisor en cada curva para asegurarse de que no le seguía nadie.
Le costó trabajo encontrar la salida en la oscuridad. Y todavía más con los faros apagados. Bajó la ventanilla al acercarse al cobertizo de chapa ondulada y escuchó el tictac del motor, un metrónomo para el coro discordante de insectos nocturnos. Apagó la luz interior antes de abrir la puerta, y se dio la vuelta en el asiento para comprobar que no le habían seguido.
Sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo de la cartera y esperó unos segundos, sentado, pensando lo que iba a escribir. Quería que las instrucciones fuesen bastante vagas para no despertar sospechas en caso de que leyera primero la nota otra persona.
///Necesito que revise el aire acondicionado de Iguana Terrace otra vez -escribió a oscuras, esperando que fuese legible-. Hace un ruido detrás de la rejilla de ventilación. Gracias. Falk.///
Lo reconsideró, y añadió una posdata: «Cuanto antes, mejor».
Dobló dos veces la nota, escribió en ella «Para Harry» y luego fue hasta la puerta metálica cerrada con candado e introdujo la nota detrás del cierre del mismo. Miró el cielo. Todavía nublado. Con un poco de suerte, no llovería hasta la mañana.
Cuando llegó a casa ya había decidido lo que diría en la segunda nota, y la escribió sentado en el coche en el camino de entrada. Esta vez dobló la hoja incluso más fuerte y luego caminó a oscuras hasta la parte trasera. Apartó las ramas bajas de un gomero para llegar a la unidad del aire acondicionado que sobresalía de la sala de estar y metió la nota en una ranura de la rejilla de ventilación. El follaje impediría que los vecinos vieran la nota y a Harry. La cuestión era si éste tendría las agallas de hacer lo que le pedía Falk.
En la intimidad de la casa, se tomó tres pastillas de ibuprofeno para el dolor de cabeza que le daba siempre la ginebra. Luego, con la sensación de haber hecho todo lo que tenía que hacer de momento, se quedó en calzoncillos y se metió entre las sábanas frescas.
Sólo reposar la cabeza en la almohada, se preguntó si le habría contestado Perkins de Washington. Encendió el portátil que estaba a los pies de la cama, y la pantalla emitió un brillo difuso mientras se abría paso hasta el servidor del correo electrónico. No había nada nuevo. Y, por extraño que parezca, el mensaje anterior de Perkins parecía haber desaparecido también. ¿Lo habría borrado él sin darse cuenta? Tampoco estaba en Mensajes eliminados. Miró en Mensajes enviados rápidamente, aterrado, con un nudo en la garganta. También se había desvanecido el mensaje que él le había enviado a Perkins. Borrado por un intruso o por algún subalterno informático de la base, encerrado en algún cuarto sin ventanas donde la OPSEC no dormía nunca.
Falk no sabía bien si estaba furioso, asustado, o ambas cosas, pero saltó de la cama descalzo. Necesitaba tomar una cerveza y dar un paseo por el césped enseguida para calmarse; pero no le pareció muy juicioso hacerlo después de las cuatro ginebras. Además, se sentiría vulnerable fuera de la casa. Un blanco fácil.
Así que se quedó donde estaba y consideró las posibilidades que tenía. Sólo él y las cuatro paredes del dormitorio, que le hacían sentirse mucho más confinado que nunca. Ni siquiera en sus peores momentos de marine le había parecido La Roca tan pequeña como ahora.
23
Sedado por la ginebra, Falk durmió hasta las nueve y media. Y menos mal, pensó, porque si el día se desarrollaba tal como lo había planeado, necesitaría hasta el último gramo de energía que le quedara.
No tenía ni rastro de resaca, afortunadamente. Y otro golpe de suerte: no había llovido. Falk miró el aire acondicionado y comprobó que Harry había retirado la nota mientras dormía. Todo bien, de momento.
Lo primero que tenía que hacer era comprobar las hojas del registro de interrogatorios en el Campo Delta, así que preparó café mientras repasaba el expediente de Jalid al-Mustafá, el prisionero saudí al que iba a interrogar. La información confirmaba que se había agotado como fuente de información valiosa. El comentario del equipo Biscuit era especialmente revelador:
Origen aristocrático y formación universitaria en Londres. Dicción pulida. Dispuesto a cooperar en los interrogatorios en general. Jalid al-Mustafá es un aficionado entre los comprometidos. Un «caballero yihadista», según comentó un observador. La idea de aventura le atraía más como conquista personal que por celo religioso. Suele adornar los relatos narrativos, una tendencia debida al deseo de pulir la propia imagen de hombre de acción. Los informes de sus contemporáneos evidencian que en los once meses que permaneció en Afganistán acumuló poca o ninguna responsabilidad de mando. Lo más probable es que el carácter ocasional de su participación se tolerase por el valor financiero de su familia en Yidda. Parece deseoso de dar cualquier información necesaria para conseguir la libertad. Se recomienda que toda la información enjuiciable de este sujeto sea sometida a doble verificación.
Estupendo. Estaba a punto de perder una hora conversando con un fabulador simplista, un amigo de al-Qaeda al que le gustaba fotografiarse con alfanje, aunque era más diestro con el talonario de cheques. No era mucho a pagar por meter las manos en los informes, supuso.
Se habían tomado medidas de seguridad más estrictas mientras Falk había estado fuera. Tardó más de media hora sólo en entrar. Los trámites que solían durar unos segundos se prolongaron minutos, mientras el primero y luego un segundo centinela verificaban la identificación y las autorizaciones.
No era de extrañar. Si un guardia del Campo Iguana oía rumores sobre los que hablaban árabe, era fácil imaginar lo que oirían los del Campo Delta.
Un sargento cooperativo le recibió en la jefatura de la policía militar. Falk anotó el nombre de Mustafá en una carpeta de pinza, con una serie de letras y números cifrados. Escribió siete caracteres en total, con un guión a continuación de los tres primeros, como un número telefónico. El prefijo (una letra seguida de dos números), el grupo propio y el equipo tigre. Falk era S04, el equipo número cuatro del grupo saudí-yemení. Los últimos cuatro números identificaban al individuo.
Algunos interrogadores se divertían intentando descubrir y memorizar los números de amigos y colegas, convirtiéndolo en broma de salón para divertir (o aterrorizar) a sus compañeros de copas. Falk había dado con el número de Tyndall después de seguirle una tarde al interior de la alambrada y lo había memorizado, aunque sólo fuese porque creía que un agente del FBI no debía perder de vista a la competencia. Corría el rumor de que la CIA conocía todos los números y tenía acceso directo a la lista general del archivo del Palacio Rosa.
– Vaya, ha venido usted por Mustafá -dijo el sargento-. Se pondrá contentísimo. Hace semanas que no habla con nadie. Tendrá toda suerte de noticias para usted.
– ¿Así que sigue siendo conversador?
El sargento sonrió e hizo un gesto de cotorrear con la mano.
– Es lo único que pueden hacer los otros cuando están en el patio para que se calle. Y habla inglés bastante bien, así que da la lata también a los guardias.
Era extraño que ningún detenido hubiese intentado hacerle daño. La población del Campo Delta solía ver con muy malos ojos a los bocazas. Claro que no era probable que los prisioneros inclinados a la venganza llegaran al
– Le llevaremos a la cabina -dijo el sargento.
– Estupendo. Ah, y si no es demasiada molestia, necesito comprobar algunas de las últimas hojas de registro. Refrescarme la memoria sobre parte del terreno que he estado cubriendo.
– ¿Se refiere a éstas? -preguntó el sargento, dando un golpecito a la tablilla con sujetapapeles.
– Y las de las últimas semanas. Tengo que echar una ojeada a las listas de guardias también. Ya conoce a la Oficina. Hay que poner los puntos sobre las íes, o se creen que nos pasamos todo el tiempo en la playa.
– No hay problema -repuso el sargento, que no parecía dispuesto a darle demasiada importancia-. Las buscaré mientras habla usted con Mustafá. ¿Sólo necesita los registros del Campo 4?
– Los del tres, en realidad. Es donde he trabajado casi siempre últimamente.
Eso detuvo un momento al sargento, al parecer. Los detenidos del Campo 3 eran los casos más difíciles. Pero al final asintió y dijo que haría lo que pudiese.
– Muy bien. Procuraré informar sobre su buena disposición, sargento…
– Badusky -repuso éste, retirando la cinta como un exhibicionista que se abre la trinchera-. Sargento Phil Badusky. Del 112.
Mustafá parecía entusiasmado por salir del patio. También debía haberle tentado un poco la idea del aire acondicionado. El guardia no se molestó en sujetarle los grilletes al suelo en cuanto llegaron, y el prisionero insistió en hablar inglés. Lo hablaba mejor de lo que recordaba Falk.
– He estado practicando -dijo, con un floreo-. Cuando estudiaba en Londres, siempre me iba bien, pero luego se me olvidó un poco. Así que ahora hablo inglés todos los días. Y se lo enseño a otros de mi pabellón. Me vendrá bien para los negocios cuando esté en casa.
– Suponiendo que vuelvas.
– Volveré. Algún día volveremos todos. Ni siquiera Donald Rumsfeld quiere alimentarnos siempre. Por cierto, eso me recuerda que podría decirle usted al
– Cocinero.
–
– Lo comentaré.
Falk repasó parte del terreno anterior por el protocolo, y dedicaron unos minutos a verificar los nombres de la unidad de Mustafá, sus funciones y actividades en Afganistán. Ambos se aburrieron enseguida, y Falk no se resistió cuando Mustafá se limitó a intentar conversar. Fue entonces cuando Mustafá le pilló desprevenido.
– Así que, dime, ¿quién de ustedes es el marine? ¿Eres tú, quizás?
– ¿El marine?
– El que dicen que conoce a los cubanos. ¿Es verdad esa historia?
Falk notó el calor en las mejillas. Sabía que para un observador experto debía haberse encendido como una alarma. ¿Sería aquél el mismo cabo que había atado Pam?
– Verás, en realidad yo no…
– Tienes que haberlo oído también, ¿no?
– No puedo decir que sí. ¿Es así como pasáis ahora el rato vosotros, inventando historias sobre nosotros?
– Qué va, esto no ha salido de nosotros. Fue uno de vosotros.
– ¿Nosotros?
– Del interrogatorio. De las preguntas, no de las respuestas. Los nuevos que hacen preguntas, ellos lo han estado diciendo.
– ¿Quiénes?
– Dos de ellos. Con muchas preguntas extrañas. Pero tienes que saberlo. Te estás burlando de mí.
¿Qué podía decir Falk? Todas las posibles respuestas llevaban a un punto peligroso. Se alegró de haber recobrado la compostura antes de que el simple Mustafá se diera cuenta. Un detenido más atento -como Adnan, por ejemplo-, lo habría advertido de inmediato. Falk consideró la posibilidad de hacerle más preguntas sobre «los nuevos», pero sólo habría añadido leña al fuego de los rumores. Así que se irguió más en la silla, procuró adoptar la expresión más impasible y desvió la conversación hacia otro tema. A los pocos minutos estaban aburridos de nuevo, la mirada de Mustafá se había apagado.
Después, de nuevo en la jefatura, Falk seguía dando vueltas a las implicaciones de la historia de Mustafá cuando de pronto apareció el sargento Badusky con un registro y un archivador verde.
– Aquí tiene, señor. La lista de guardias del Campo 3 en el cuaderno y los registros de interrogatorios en la carpeta. Cubren más o menos un mes.
– Gracias. No me llevará mucho.
– Tómese el tiempo que necesite. Hay poca actividad. Toda la semana ha sido así.
Falk buscaba yemeníes, que no era complicado porque conocía todos los nombres, aunque a veces una lista de cualquier país islámico parecía incluir por lo menos doce individuos llamados Mohamed.
Empezó cuatro semanas antes, y el primer nombre que encontró fue el de Adnan, una sesión a las cuatro de la tarde veinticuatro días antes en la cabina tres. El equipo y los números de identificación eran los suyos. En la misma página, había otros dos yemeníes, ambos interrogados por otros miembros del equipo de Falk. La semana siguiente encontró más anotaciones iguales de alguno de los sujetos yemeníes adjudicados a otros equipos, que también formaban parte del grupo saudí-yemení. Intentó recordar algunos nombres y rostros de aquellos equipos. Eran individuos razonables que habrían interrogado a los sujetos de forma rutinaria. Siempre que aparecía Adnan, figuraba el nombre de Falk. No habría esperado otra cosa.
Todo parecía normal hasta que encontró una referencia de hacía dos semanas, un martes a las 20:20 de la tarde, en que habían sacado a otro yemení para interrogarlo. Era una hora extraña, en el periodo de calma entre el horario diurno y el aumento de actividad que comenzaba habitualmente a las nueve o las diez de la noche. A aquella hora, casi todos los psicólogos e interrogadores se relajaban después de la cena, bien en sus casas o en el Tiki Bar.
Falk recorrió con un dedo la página hasta la última columna, pero en el espacio en el que debía figurar el número del interrogador y de su equipo figuraban las iniciales «OGF-NCOIC» escritas con mano firme.
– ¿Qué demonios? -susurró.
– ¿Algún problema? -preguntó Badusky, alzando la vista de la revista que estaba leyendo.
– Sí. Dígame qué significa esto.
Dio la vuelta a la hoja mientras Badusky se acercaba a mirar.
– Bueno, NCOIC es…
– Suboficial al mando. Eso ya lo sé, pero ¿qué hace en lugar de la identificación del interrogador?
– Es que el suboficial firmó la salida del prisionero para una sesión en otra instalación. Normalmente el Campo Rayos X. El campo abandonado con las viejas jaulas. A algunos les gusta llevar allí a los detenidos para cambiar de escenario. Los transportan a la jungla de noche. Por lo visto, se mueren de miedo.
Falk ya conocía la táctica, pero no creía que alguien la practicara de verdad. Parecía casi absurdo. Un toque de terror tropical. Supuso que sería espeluznante que te llevaran al Campo Rayos X, que estaba prácticamente cubierto de maleza.
– Parece razonable. Pero ¿no debería figurar de todos modos un número de identificación?
– Tendría que preguntárselo usted al suboficial del turno. Y estará registrado en el cuaderno.
Falk comprobó primero las hojas restantes para ver si había más anotaciones misteriosas. Encontró una en cada uno de los cinco días siguientes. Todas correspondían a un detenido yemení, y todas entre las 20:10 y las 20:45. Eso suponía que había seis en total, en días sucesivos. Cada una afectaba a un detenido yemení diferente, y la última había tenido lugar un domingo, hacía nueve días. ¿Por qué se habían interrumpido? Conocía al menos a otros seis yemeníes con los que aún no habían hablado, y uno era Adnan.
Abrió rápidamente el registro de guardias, pasó unos segundos orientándose y luego buscó el martes de dos semanas antes. Localizó el turno de ocho de la tarde a dos de la mañana del Campo 3 y reconoció la escritura firme que había visto en la hoja de salida. Fue la firma lo que le desconcertó completamente: «Sargento Earl Ludwig, 112th MP Co.».
Ludwig era el suboficial de guardia a la misma hora los seis días siguientes. Y también había estado de guardia el lunes siguiente, en el que no figuraba ninguna salida al Campo Rayos X. Y el día después, martes, Ludwig no acudió al trabajo. Fue la noche que desapareció en el mar, en una lancha neumática rumbo a las aguas cubanas con otros dos hombres.
Falk volvió a las hojas del registro y repasó más detenidamente las últimas semanas. Volvió a la página del último miércoles (el día de la desaparición de Ludwig y el día que Falk había hablado por última vez con Adnan) y buscó yemeníes. Encontró enseguida su firma para interrogar a Adnan al principio de la página, a las 2:30 de la madrugada. Como tenía que ser. Pero al final de la página vio que Adnan había vuelto a salir a las 23:54. Y al lado figuraba otra referencia de salida a otra instalación, lo cual significaba que alguien le había llevado al Campo Rayos X incluso antes de trasladarle al Campo Eco. Esta vez figuraba el número de identificación del interrogador, un número que Falk no reconoció. Sólo sabía que no pertenecía a ninguno de los tres equipos que trataban regularmente con los yemeníes.
Falk volvió a repasar aquel día, procurando recordar lo que había hecho él a aquella hora. Sobre todo recordaba lo cansado que estaba por las largas horas que habían seguido a la desaparición de Ludwig. Le habían mandado acudir a la Puerta Nordeste para recuperar el cadáver a primera hora de la tarde. Luego había acudido a recibir a Bo y al equipo de investigación a Leeward Point alrededor de las siete, antes de retirarse al Tiki Bar, seguido de una cita tardía con Pam. Debía haberla dejado en su casa a eso de las once. El interrogatorio había tenido lugar en la hora siguiente.
Falk no podía imaginar que la táctica funcionase, no en el estado en que se encontraba Adnan. Tal vez fuese entonces cuando habían decidido trasladarle al Campo Eco. Anotó el número de identificación y luego repasó rápidamente las demás hojas, pero no encontró nada que despertara su curiosidad.
Precisamente entonces recordó la petición de Bo: trae las páginas. No simples copias. Era una orden difícil de cumplir con Badusky sentado a pocos pasos.
– Estos números de identificación de los interrogadores… ¿tienen ustedes una lista general?
Badusky negó, mirando ahora con recelo a Falk.
– Eso está en comandancia -contestó-. Lo que me recuerda que no me ha dicho su nombre. Quiero decir que, normalmente no tengo que pedirlo, y ha mencionado usted algo sobre que pertenece a la Oficina, que está bien. Pero creí que sólo iba a investigar su calendario de interrogatorios. Si está averiguando otros, necesitaré alguna identificación mejor. Así que si no le importa…
– Falk. Revere Falk, agente especial del FBI.
Badusky le pidió que lo deletreara y lo anotó.
– ¿Y qué me dice de estas excepciones de salidas aquí? ¿No deberían incluir todas un número de identificación, y no sólo las siglas NCOIC?
– Seguramente -contestó Badusky, que empezaba a dar muestras de arrepentirse por haberse metido en aquello-. Me ha extrañado bastante cuando me lo ha enseñado.
– ¿Hay algún otro registro de esas sesiones?
– Que yo sepa, no.
– ¿Podría comprobarlo, sólo para asegurarnos? ¿Quién es su comandante?
– Iré a buscarle -dijo Badusky, tenso como un tambor.
En cuanto cerró la puerta al salir, Falk arrancó con cuidado las hojas con referencias OGF, más las de los días correspondientes de los registros de guardias. Las dobló, las guardó en la cartera y lo ordenó todo antes de colocar el cuaderno y el registro en el escritorio del sargento.
Pocos minutos después, volvió Badusky con un capitán de gesto contrariado, que alzó la voz sin dar tiempo a Falk a presentarse.
– Lo lamento, señor, pero he de pedirle que abandone el edificio de inmediato.
– No hace falta que se enfade, capitán, ya me marcho. Solamente una última pregunta sobre esas anotaciones especiales.
– La respuesta es no, no guardamos otro diario. Si necesita aclaraciones, tendrá que acudir al suboficial en cuestión.
– Eso va a ser un tanto difícil -repuso Falk-. Era el sargento Earl Ludwig.
Badusky y el capitán se miraron sorprendidos, sin saber qué decir.
Falk pasó a su lado y cruzó la puerta.
Falk miró el cielo cuando cruzó las verjas.
Los marines disfrutaban subiendo a la cima de vez en cuando, sólo para demostrar que podían hacerlo, con las miras puestas en la bandera estadounidense que ondeaba en lo alto. El lugar guardaba numerosas reliquias de la Guerra Fría: emplazamientos de artillería abandonados hacía mucho tiempo, una estación de radar y refugios subterráneos para tiradores, también vacíos.
Los últimos planes del Pentágono requerían la construcción de una serie de grandes molinos de viento blancos que permitirían aprovechar al máximo la central eléctrica a diesel, cuyo mantenimiento resultaba más costoso cada día, debido a los mismos trastornos que habían llevado a los prisioneros al Campo Delta. Falk pasó junto a la estación de radar, saludando con un gesto lánguido de la mano al personal sentado en una tienda. Se detuvo un poco más adelante, cuando creyó haber llegado a la salida, una pista de coral triturado que bajaba la pared del arrecife. La tomó y avanzó despacio, entre los chirridos de los viejos muelles y amortiguadores del Plymouth.
Recorrió así unos cuatrocientos metros y llegó a su destino. Era otro puesto entoldado, excavado en la ladera, habitado entonces por unos cuantos reservistas de la Marina de New Jersey, miembros de la Unidad Móvil para la Guerra Submarina Costera. Habían montado unos prismáticos enormes en una plataforma giratoria del lado que daba al mar. No podía moverse nada en el océano que no vieran aquellos individuos desde allí arriba, aunque Falk no sabía lo que se vería de noche, incluso con lentes de visión nocturna.
Los dos individuos que hacían guardia se levantaron y salieron de la sombra cuando Falk bajó del Plymouth.
– ¿Qué tal, amigos?
– ¿Te has perdido o qué? -Ni rastro de sarcasmo. Parecían sinceramente perplejos al ver a un visitante civil.
– Precisamente quería veros a vosotros, lo creáis o no. Revere Falk, FBI.
La identificación del FBI solía afectar más a los reservistas que al ejército regular, sobre todo cuando estaban fuera de la alambrada. Los dos individuos parecían bastante impresionados.
– Sólo tengo que revisar algunos puntos de los sucesos de la semana pasada y figuráis en la lista de control.
La imprecisión no les preocupó, al parecer, y ambos asintieron.
– ¿Hay mucho que ver ahí fuera siempre? Me refiero al tráfico de embarcaciones.
– Barcos de pesca a veces, o un yate de crucero por el caribe, a una milla o así de la costa -contestó uno-. Un poco más cerca, suele verse la lancha de abastecimiento de JAX o una patrullera. Los nuestros vienen de frente, y a veces se ven los suyos en aquella dirección. -Señaló hacia el este-. Pero seguro que si salen los localizamos.
– Estupendo. ¿Lleváis un registro diario de todos?
– Claro -exclamó el segundo.
– ¿Conserváis el de hace una semana? ¿El del martes pasado, por ejemplo?
– Seguramente. -Se dio la vuelta para ir a buscarlo a la tienda, sin dejar de hablar-. ¿Quién ha autorizado esto?
– El general Trabert -contestó Falk sin inmutarse. Era bastante cierto, aunque el general rescindiese después su autorización.
– Perfecto -dijo el primero.
– ¿Os gusta estar aquí arriba?
– Más que allá abajo -contestó el primero, señalando con un gesto los lejanos tejados del Campo Delta, que incluso desde allí parecían achicharrarse en la calima-. Buena sombra. Brisa constante. Tal vez un poco solitario.
– Aquí está -dijo entonces el segundo individuo, acercándose con un diario en un estuche metálico-. La página del martes pasado parece bastante vacía.
Lo habitual. Se mencionaban las condiciones meteorológicas y la visibilidad, todo claro y normal. Ni tormentas ni lluvias nocturnas ni cambios de viento importantes. Lo mismo que había dicho el encargado del puesto de control del puerto. La única mención de botes era un barco de pesca cubano a lo lejos hacia el este, y una patrullera de la Marina avistada de madrugada.
El resto de la página estaba en blanco, sin actividad después de oscurecer. Con tan poco que hacer, Falk se preguntó si dormitarían o jugarían a las cartas. Él lo había hecho de marine. Y razón de más para no perderse nada. Estarían absolutamente deseosos de actividad.
– Gracias -dijo Falk, devolviéndoselo-. Tiene que ser bastante aburrido.
El primero se encogió de hombros.
– Algunas patrullas paran aquí. También ellos se aburren un poco. Claro que se creen que esto en jauja. Uno llama a este sitio el cenador, como si nos pasáramos la noche con los pies en alto bebiendo cerveza. Y lo mismo los de las lanchas neumáticas. Nos hacen una visita de paso hacia la salida y a veces sueltan una pulla también.
– ¿Lanchas neumáticas? -preguntó Falk, procurando adoptar un tono indiferente.
– El contraespionaje militar los lleva al mar a veces -contestó-. Constituyen una especie de patrulla costera informal por la noche. Pero se supone que no lo sabe todo el mundo, y por eso no lo anotamos.
– Pero Trabert lo autorizó -dijo el segundo individuo.
– Sí, es legal y todo eso.
– ¿Con qué frecuencia lo hacen?
Ambos se encogieron de hombros.
– No es que anuncien un programa -contestó el segundo.
– ¿Y dónde está su punto de salida?
– En la Playa Azul. Pasan por aquí para llegar a la carretera de acceso.
Quedaba pocos kilómetros al oeste de donde había salido Ludwig.
– ¿Pasaron por aquí el martes pasado por la noche?
Los dos hombres se lo pensaron un momento y luego cabecearon.
– Se habrían parado. Casi siempre lo hacen.
– ¿Casi siempre?
– Siempre.
– ¿La misma tripulación cada vez?
– No sé si la llamaría tripulación. Dos por bote. Diferentes individuos. Supongo que lo establecen por rotación.
– ¿Quién es su almirante, a falta de una denominación mejor?
– El capitán Van Meter. Él siempre para aquí. Es un buen tipo.
– Sí. Lo conozco. Muy experto.
– Por eso le aprecian sus hombres. Nunca les pide que hagan algo que él no haría.
Como surcar el oleaje de noche en un bote hinchable. Aunque no aquella noche concreta, al parecer. O no desde allí. De hecho, si querías hacer un viaje rápido a la Playa Molino, habría sido mejor punto de partida la Playa Escondida que la Playa Azul, sobre todo si no querías que te vieran al ir hacia allí. Pues no sólo quedaba más retirada, sino que Falk acababa de comprobar en su mapa que el acceso a la misma estaba prohibido oficialmente, cerrado para proteger el delicado ecosistema. Una de esas rarezas que encuentras de vez en cuando en las instalaciones militares, como una reserva de águilas junto a un polígono de artillería.
– ¿El general te ha dado algún tipo de orden que puedas enseñarnos? -preguntó el primer individuo, que tal vez hubiese empezado a desconfiar-. ¿Alguna nota?
– ¡No!-contestó Falk, dándose la vuelta para marcharse-. Sólo de palabra. Tendréis que fiaros.
– ¿Fiarnos?
– Sí. Y gracias por todo. Una última pregunta. ¿Cuándo llovió por última vez aquí arriba?
El segundo individuo, que parecía aún conforme con todo, miró el diario y silbó:
– Ni una gota en veintidós días.
O sea, bastante antes de que desapareciera Ludwig. Bien.
– Gracias, amigos. Que tengáis una noche tranquila.
– Siempre la tenemos.
Falk se dirigió en el coche a continuación hacia la carretera que llevaba a la Playa Escondida. Le llevó un par de intentos fallidos y giros erróneos, pero al fin encontró una pista que usaban las patrullas motorizadas y que parecía seguir la dirección correcta. Por suerte, todavía había bastante luz, aunque las nubes eran más amenazadoras que nunca. Allí arriba, el viento estaba cobrando fuerza, entre los quince y los veinte nudos. Según lo último que le habían dicho, no había peligro de que
Siguió la pista, apartándose lo imprescindible de la playa y aparcó. Localizó luego un sendero ancho que seguía cuesta abajo y siguió unos cientos de metros hacia la playa. Era coral triturado, lo que significaba que no quedarían huellas fácilmente.
En cuanto inició el descenso le sobresaltó un súbito susurro en la maleza a su izquierda. Se paró en seco, tenso, con las manos extendidas como un luchador que tiene que rechazar un ataque. Parecía que estuviese de guardia en la alambrada, sólo que se encontraba muy en el interior del territorio estadounidense. Prestó atención un poco más, pero no oyó más movimiento ni sonido. Habría sido una iguana que corría a ponerse a cubierto.
Falk esperaba que la Playa Escondida tuviese algo de arena. Algunas playas allí eran de roca y piedras, lo que los británicos llamaban «guijarral». Eso no le ayudaría mucho.
Resultó ser una mezcla. Casi toda la playa era de guijarros, pero había una franja de arena de unos tres metros de ancho que lo cruzaba a pocos pasos detrás de la playa, justo donde desembocaba el sendero y que fue donde Falk encontró lo que había ido a buscar. Sin lluvia en las últimas tres semanas que lo hubiesen borrado, y al abrigo de las rocas y la maleza que mantenían el viento a raya, la arena que quedaba sobre la línea de la marea constituía una tabla rasa para cualquiera que la hubiese cruzado hacía una semana o así. Y allí en el centro, en línea directa entre el sendero y el mar, había una huella débil pero inequívoca, una marca de metro y medio de ancho en la arena. Era la marca que quedaría arrastrando algo pesado, como una lancha neumática con un motor fuera borda. Falk extendió el mapa, que había llevado del coche, y cotejó la distancia con la escala, sólo para asegurarse de que no exageraba la conveniencia. La Playa Molino quedaba sólo a unos ochocientos metros, justo a la vuelta de la esquina a su izquierda, mirando al mar.
Mientras doblaba el mapa, empezaron a caer las primeras gotas. Cuando llegó al coche, llovía a cántaros, y el polvo y la humedad del parabrisas era un lodo pardo lechoso. Falk alzó la vista hacia la tormenta, sintiéndose tan reconfortado por ella como sólo podría sentirse un marinero. Para entonces, el sendero llano de la playa ya habría desaparecido. Las gotas de lluvia tenían un sabor salobre, un regalo del Caribe, llevado hasta allí por fuerzas lejanas.
Adelante, pensó. Estaba preparado.
24
Falk esperó a que oscureciera para ponerse en marcha. Llovía torrencialmente, la lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas en ángulos disparatados cuando subió despacio Skyline Drive. Aparcó a unos ochocientos metros de su destino, resignándose a un buen remojón a pesar de que llevaba puesto el chubasquero y un sombrero de ala ancha que usaba a veces para navegar. Llevaba una linterna en un bolsillo lateral cerrado con cremallera.
No se había molestado en cenar, tomando en su lugar un emparedado de la cooperativa después de su visita a la Playa Escondida. Estaba demasiado nervioso para otra cosa y sólo podía pensar en Harry, que en aquel momento estaría cómodamente en su casa de la ciudad de Guantánamo, descansando después de otro viaje por la Puerta Nordeste. Falk esperaba que el buen hombre hubiese conseguido cumplir su parte del trato.
Tuvo que adivinar dónde atajar entre las casas de apartamentos mientras cruzaba acechante los prados a oscuras de Windward Loop hacia el patio trasero de su objetivo final. Tuvo suerte, y salió sólo a un edificio de distancia. Pensó que la lluvia era una ventaja. Obligaba a todos a quedarse en casa y era un manto húmedo que le protegía de miradas indiscretas.
Se acercó a la parte posterior del apartamento, plenamente consciente de que dejaba huellas, imaginando a un especialista en pruebas haciendo moldes. Llegó al muro y se abrió paso a tientas por los toscos ladrillos como un escalador al pie de un acantilado.
La ventana de ella era la tercera inferior. Había llegado la hora de la verdad. La lluvia cayó a raudales del ala del sombrero cuando buscó la señal inequívoca, la luz verde. Si no la veía, daría la vuelta y regresaría a casa, sabiendo que o bien había fallado Harry o bien Pam le había abandonado. Después de lo que le había dicho Bo, suponía que no sería muy sorprendente. Buscó la pequeña linterna, resbaladiza en sus manos mojadas, y la encendió sólo un segundo, lo suficiente para poder ver una tira pequeña de cinta aislante plateada en la esquina inferior derecha del marco. Le dio un brinco el corazón al verla, una sensación tan grata como oír sonar una boya de campana en la niebla.
Falk dio unos golpecitos leves en la ventana, sólo tres, tal como decía la nota. Se movieron las cortinas y vio dos manos que accionaban el seguro. El marco se soltó con un crujido y un deslizamiento.
– Deprisa -susurró Pam, en voz apenas audible por el ruido de la lluvia-. Sube. He colocado toallas en el suelo.
El umbral llegaba más o menos al muslo, y Falk se debatió en el alféizar, goteando como un perro viejo y deseando poder sacudirse como si lo fuera. La habitación quedó en silencio en cuanto ella cerró la ventana y cesó el estruendo del chaparrón; Falk se abrió la chaqueta y la dejó caer en las toallas embarradas. Fue un inmenso alivio verla, saber que había estado esperando. Se miraron emocionados en la oscuridad, la mirada chispeante de ella parecía nerviosa, tal vez un poco preocupada. Se arriesgaba mucho. ¿Era aquello realmente lo que más había deseado él? ¿Una prueba de su lealtad? Iba a decir algo, pero ella le puso un dedo en los labios y negó con la cabeza.
– Espera -dijo, moviendo los labios sin voz-. Las compañeras.
Y, acto seguido, antes de que él pudiera moverse, le rodeó con los brazos, toda calidez y consuelo sobre la humedad de su camisa. Falk llevaba casi toda la tarde con los nervios a flor de piel, y aquello fue casi un shock para su organismo. Pero se relajó enseguida, como si se hubiese deslizado en un baño caliente. La excitación llegó después, el olor de su piel y de su cabello, la caricia de sus manos en la espalda, todo ello produjo la oleada de atracción que tenían siempre a flor de piel cuando estaban juntos.
Cuando pasó el primer arrebato del momento, ella se apartó, volviendo el oído hacia la puerta y escuchando. Se acercó a la radio que había sobre la cómoda y la puso, una súbita estridencia de salsa que llegaba del otro lado de la alambrada, otro recordatorio del lugar en que se encontraban.
El siguiente abrazo fue más largo, con un beso lento y profundo. Pero ninguno de los dos corría aquel riesgo por una relación amorosa, y en cuanto se separaron para respirar, surgieron súbitamente entre ambos las múltiples preguntas sin responder, como otro umbral que cruzar. Falk percibió la tensión, y se sintió obligado a hablar él primero, porque era quien había pedido el encuentro.
– Es un placer poder verte -dijo, en un susurro.
– No estaba segura de que te dejaran volver a la isla.
– Es probable que lo hubieran impedido si no les hubiera dado miedo ser demasiado evidentes. ¿Cómo lo llevas tú?
Ella negó.
– Enloqueciendo. Desquiciada por el aislamiento, más la preocupación. Sueño muchísimo, si de verdad quieres saberlo, y no dejo de pensar si será éste el final de mi carrera. Cada noche un sueño diferente, todos malos.
Falk hizo una mueca por el comentario sobre su carrera. Exactamente a lo que había aludido Bo.
– ¿Y qué tal tú? -preguntó ella-. ¿Cómo va todo ahí fuera? Mis compañeras de casa no me cuentan nada. Me he convertido en una leprosa. «¡Oh, más vale que no hablemos!» y muchas otras sandeces de Seguridad Operativa. Supongo que me han expulsado de la hermandad.
– Igual que a mí. Los de mi equipo apenas me dirigieron la palabra ayer. Y supongo que eso me dio qué pensar.
– ¿Pensar en qué?
– En lo que les has dicho a los interrogadores. -La mirada de ella se ensombreció-. Permíteme expresarlo de otro modo: me preguntaba qué preguntas te habrán estado haciendo.
– ¿Así que por eso querías que nos viéramos? ¿Para averiguar si he divulgado tus secretos? Me parece que olvidas que soy yo quien está en arresto domiciliario. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que mi problema puedes ser tú?
– Lo siento. Es exactamente lo que dijo Bo.
– ¿Bo? -preguntó ella, frunciendo el entrecejo-. ¿A quién crees que informan esos idiotas?
– A Fowler.
– Él no es el único. Es mucho más complicado.
– ¿Quién lo dice?
– Nadie. Simplemente lo sabes por lo que preguntan, por las cosas que dicen. Pasa algo extraño en el Palacio Rosa, pero ni siquiera estoy segura de que Trabert lo controle.
– ¿Qué preguntan?
– ¿Quién ha estado hablando con los yemeníes? ¿Quién redacta las preguntas? ¿Cómo acabó siendo el único interrogador de Adnan su amigo Falk? ¿De quién fue la idea? ¿Quién le permitió hacerlo? ¿Quién ve nuestros informes? Y quieren saber acerca del rumor, el de detrás de la alambrada.
– ¿El rumor sobre el ex marine? Creo que yo…
Pam desorbitó los ojos asustada y se llevó un dedo a los labios de pronto. Miró hacia la puerta y Falk oyó pisadas en el pasillo. Ambos contuvieron la respiración, y luego Pam respiró lentamente y se volvió hacia él.
– Sí, ese rumor. El que te mencioné en el desayuno.
– Pero no me dijiste nada más acerca del mismo.
– Lo hice por tu bien. Esperaba que no llegara a más.
Falk negó.
– Ahora está en boca de todos. Me lo ha contado incluso un saudí.
– En cierto modo, esperaba que no volvieras. Mucho mejor quedarse atascado en JAX que aquí, créeme.
– ¿Y quién habría cuidado de ti entonces?
– ¿Cómo? ¿Allanando mi habitación? -preguntó ella, sonriendo-. Muy bien. Lo acepté de muy buena gana, aunque sólo sea para decirte que tengas mucho cuidado. Y que no te fíes de nadie.
– ¿De nadie?
– Salvo de mí, por supuesto. Y de tu recadero. Por cierto, ¿qué es lo que hace?
– ¿Harry? Es una larga historia.
– ¿Otra de la época de marine?
– Ya te lo contaré. Cuando tengamos más tiempo.
– Si lo tenemos alguna vez. Ah, también trajo esto. Dijo que era para ti. Saludos de alguien llamado Paco.
Falk se asustó al oír el nombre de Paco en aquel momento y en aquel lugar. Esperaba que la oscuridad impidiese a Pam ver su sorpresa. Ella le entregó un sobre marrón con membrete del Departamento de Marina. Estaba usado, con matasellos antiguo y remite de algún oficial de intendencia de Washington. Tenía manchas de grasa, seguramente del taller de maquinaria, y Harry lo había pegado con cinta aislante.
– ¿No vas a abrirlo? -preguntó en tono irónico, no desafiante, pero no había forma de que lo abriera delante de Pam. Si Harry había corrido aquel riesgo significaba que tenía que ser algo urgente.
– Estoy seguro de que no es importante -contestó Falk-. Además, tengo que preguntarte muchas cosas. ¿Quién hace todo el interrogatorio, para empezar?
– Principalmente Fowler, y es el más insistente. Pero a veces se encarga Van Meter.
– ¿Trabajan juntos?
– No. Pero preguntan prácticamente lo mismo. Estoy empezando a comprender por qué enloquece a los detenidos. Las mismas preguntas una y otra vez. Cualquiera diría que cambian impresiones. La única vez que Fowler no apareció solo, le acompañaba Cartwright, el único de uniforme. Lo que me faltaba, tener a un teniente coronel atosigándome.
– ¿Y Van Meter? ¿Solo?
– Excepto una vez.
– ¿Con Lawson o con Rieger?
– Con ninguno de los dos. Con Bokamper.
– ¿Con Bo?
Pam asintió, como si eso zanjase la cuestión. Pero ella no conocía a Bokamper como Falk. Seguro que había ido para vigilar a Van Meter. Para espiar al espía. Tal vez hubiese estado vigilando a Pam también, en beneficio de Falk.
– Bueno, cuéntale lo menos posible a Van Meter.
– Para ti es fácil decirlo.
– Hablo en serio. Está metido en algo que va mucho más lejos de todo este lío. Y si…
Le hizo callarse otra vez; volvieron a oírse pisadas, y esta vez se detuvieron junto a la puerta, seguidas de un golpe apagado.
– ¿Pam? -era una de las compañeras de casa, en tono preocupado.
– ¿Qué pasa?
– ¿Estás bien?
– Perfectamente.
– Me había parecido oír…
– ¿Qué?
– Llanto. No sé, parecía un sollozo. -¿O una voz grave, tal vez?
– Estoy muy bien, de verdad. Hablaba sola. Oyendo música y farfullando. Es lo que pasa cuando la gente te aísla.
– Sabes que no depende de mí -respondió la compañera en el tono ofendido que adoptan siempre los que obedecen órdenes.
Las pisadas se alejaron sin más palabras.
– Tienes que marcharte -le dijo Pam a Falk en voz casi inaudible-. Ella me denunciaría si lo supiera. En serio. Quizá ya lo haya hecho.
– ¿Está todavía conectado el teléfono?
– Sólo el de la habitación de ella. Y la cierra con llave cuando se marcha.
– Gente encantadora.
– No peor que tus amigos, te lo aseguro.
– Lo tendré en cuenta.
Era evidente que la antipatía entre Pam y Bo seguía siendo recíproca, y así era como acababa bajo presión, cada uno acusando al otro. No era especialmente apropiado por parte de ninguno de los dos. Pero ¿dónde dejaba eso a Falk?
Se besaron de nuevo, suavemente esta vez, el marido que se apresura a tomar el tren para ir al trabajo. Luego se contuvieron mientras ella corría el pestillo de la ventana y la hoja se abría chirriando sobre el ruido discordante de la tormenta. Falk subió gateando al alféizar y se volvió para despedirse. Cuando ella susurró algo sólo pudo leer los labios:
– Vete por ahí -le dijo, señalando la dirección contraria a la que había tomado antes-. Así no pasarás por la ventana de ella.
– Gracias -dijo él, mientras el agua caía a raudales del sombrero-. Confío en ti.
Precisamente entonces era lo mejor que podía decirle, pensó Falk. En vez de asentir o contestar algo, ella se inclinó hacia él bajo la lluvia y acercó la cara a la suya; él volvió instintivamente la cabeza para que le dijera al oído el mensaje de despedida.
– Cuando estemos fuera, cuando pase todo esto, si pasa alguna vez, quiero que me estés esperando.
– Lo haré -dijo él, y se dio cuenta de que lo decía en serio. Así que lo repitió, aunque fuese sólo para convencerse-. Lo haré. -Como una promesa solemne, un paso a un terreno más alto que habría que mantener a toda costa.
Ella asintió, rozándole los labios con los suyos, y retrocedió al interior. Le goteaba el pelo mientras cerró la ventana, todavía mirándole. Luego cerró también las cortinas, cortando la línea de comunicación. Falk notó el nudo en el estómago y dio un paso en la dirección equivocada antes de caer en la cuenta, como un soldado a punto de pisar la mina.
Pensó en las muchas preguntas que había querido hacerle. Pero la más importante de todas era la siguiente: cuando pasara todo aquello, ¿estaría todavía ella allí esperándole? Sabía cuál sería la respuesta ahora, pero ¿y cuándo descubriera más sobre su implicación, sus pasos en falso? Su historial no era precisamente el de alguien con quien puedes permitirte que te relacionen cuando intentabas subir en la cadena de mando.
Atento cautelosamente a una ráfaga de luz o a la aparición de un centinela, cruzó la hierba empapada entre los edificios hacia la parte posterior, de nuevo en la noche lluviosa hacia su coche.
Todavía estaba empapado cuando llegó a la entrada quince minutos más tarde. Apagó el motor y siguió sentado unos segundos mientras la lluvia golpeaba el techo. Era un alivio que no hubiese habido complicaciones. Se sentía lo bastante a gusto para ver ya lo que le había enviado Harry. Dio la luz interior, arrancó la cinta del viejo sobre y buscó el contenido, recordando los días en que metía la mano en las cajas de Cracker Jack buscando el premio en el fondo.
El sobre contenía un pasaporte británico, a nombre de Ned Morris de Manchester, con la fotografía de Falk. Era una versión actualizada del que había usado en el viaje a La Habana. La fotografía también era nueva. ¿Cuándo la habría hecho?, pensó. En algún momento en Miami, tal vez. No había ninguna nota.
Su primer impulso fue encontrar la forma más rápida de destruirlo. ¿Intentarían tenderle una trampa? Casi se muere del susto al oír un golpe en la ventanilla del lado del pasajero. Un rostro pálido y empapado atisbaba por el cristal. Era Tyndall.
– ¡Déjame entrar! -un grito amortiguado-. ¡Abre!
Falk se guardó el pasaporte y el sobre en el bolsillo de la chaqueta y luego abrió la portezuela. Entró en el vehículo el ruido del chaparrón con el hombre de la CIA, que estaba casi tan empapado como Falk. Un relámpago iluminó el cielo y los gomeros batidos por el viento.
– Me has dado un susto de muerte -dijo Falk-. ¿Dónde estabas escondido?
– ¿No ves mi coche aparcado ahí delante? Estaba esperando a que salieras para seguirte dentro. Pero al final he desistido.
– Lo siento -dijo Falk, todavía con el pulso acelerado-. No lo vi con este lío.
– Llevo media hora esperando. Has conseguido lo que querías, pero tiene que ser esta noche y no puedes decírselo a nadie.
– ¿Pero de qué hablas?
– Adnan. Tu media hora de gloria en el Campo Eco. Ahora o nunca, lo tomas o lo dejas.
– Lo tomaré.
– Pues entonces, en marcha.
– ¿En mi coche?
– ¿De verdad quieres empaparte otra vez cambiando ahora de coche?
– No.
– Además, preferiría que no me vieran dirigiendo esta expedición. Pero deprisa. No tenemos mucho tiempo.
Apurados o no, Falk tuvo que conducir despacio por la lluvia, el agua corría ahora en cascadas por el pavimento anegado de las curvas. El paisaje la absorbía a toda prisa, como si supiera que podría tener que vivir de aquel gran trago semanas, pero la tierra ya no podía más, y corrían riachuelos por los espacios entre los matorrales y los cactus.
Cuando viraron bruscamente en las barreras anaranjadas hacia el puesto de control, aparecieron detrás de ellos un par de faros y el destello del espejo retrovisor casi cegó a Falk.
– ¿Quién será ese majadero? -preguntó Tyndall.
– No lo sé.
– ¿Sabe alguien que vendrías aquí?
– No.
– Tal vez sea sólo un noctámbulo, entonces. Pero ¿con este tiempo asqueroso?
El guardia del control, cubierto con una parka empapada, echó una ojeada a sus documentos de identificación y les hizo señas para que pasaran. El conductor que les seguía debía tener el pase listo también, porque al momento estaba otra vez detrás de ellos.
– Pasa la entrada principal del Delta y toma la siguiente a la derecha.
Falk lo hizo, pero el otro coche todavía los seguía.
– ¿Qué demonios se propone? -preguntó Tyndall, volviéndose en el asiento-. No sé si sería mejor dar la vuelta y salir de aquí.
– Demasiado tarde -dijo Falk. Estaban llegando a otra verja, donde otro guardia con parka se inclinó hacia la ventanilla.
– Aparque ahí -les gritó, señalando un pequeño estacionamiento de grava que había al lado-. Luego entren en la caseta. Ellos les atenderán.
Aparcaron, y el otro coche se les acercó sigilosamente.
– Bueno, vamos a ver -dijo Tyndall, y ambos abrieron las puertas para echar a correr hacia la caseta de la policía militar.
Nada más entrar, Falk oyó una voz conocida.
– ¡Un momento, tíos!
Era Bo, que acababa de cruzar la puerta. Falk suspiró, aliviado. Bo seguía en mangas de camisa, ni siquiera llevaba una cazadora.
– No pasa nada -le dijo Falk a Tyndall.
Tyndall no contestó, pero no parecía muy convencido, y mantuvo un gesto hosco mientras Bo daba patadas en el suelo, sacudiéndose el agua de los pantalones. Un policía militar les miraba un tanto incrédulo desde el mostrador.
– ¿Cómo sabías dónde encontrarme? -preguntó Falk.
– Pura casualidad. Iba a tu casa cuando vi tu coche que doblaba en Iguana Terrace. Supuse que te alcanzaría. ¿Dónde estamos, por cierto?
– ¿De verdad no lo sabes? -le preguntó Tyndall.
– ¡Oye! Sigo siendo el tipo nuevo. Sólo buscaba a mi amigo.
Falk buscó en su gesto algún indicio de noticias urgentes, pero no pudo descifrarlo. Bo se pondría contentísimo con los descubrimientos de la hoja de firmas del registro y la lista de turnos. Pero aquello tendría que esperar.
– Estamos en el Campo Eco -dijo Tyndall.
– Bien, vaya.
– Aquí nos autorizarán -dijo, volviéndose a Falk, indicando con su lenguaje corporal un desaire casi resuelto a Bokamper-. Un guardia nos acompañará luego a una cabina. Yo también estaré presente, lo siento. Normas de la casa, ya que técnicamente es asunto nuestro.
– Voy a hablar con Adnan -le dijo Falk a Bo, lo cual no hizo mucha gracia a Tyndall, al parecer.
– ¿No os importa que os acompañe? -preguntó Bo-. Observando detrás del espejo, por supuesto.
– Tres son multitud -dijo Tyndall.
– No siempre -repuso Bo, deslizando una hoja de papel doblada bajo las narices de Tyndall, tan cerca que éste tuvo que retroceder para leerla. La retiró luego, antes de Falk pudiese echarle una ojeada.
– Tu amigo está bien relacionado -dijo Tyndall-. ¿No te importa que entre?
Falk ya no estaba seguro, pero no había tiempo para discutirlo.
– Siempre que se quede detrás del espejo. -Se volvió hacia Bo y preguntó-: ¿Qué dice esa nota? ¿Y quién la ha firmado? Y, por cierto, ¿dónde conseguiste el coche?
– Tecnicismos, caballeros, tecnicismos -respondió él, con una gran sonrisa-. Si tenemos que entrar, vamos yendo, señor Tyndall. Creía que había dicho que hay poco tiempo.
Lo había dicho, pensó Falk, pero no delante de él.
Tyndall abrió la puerta, y los tres salieron corriendo de nuevo a la lluvia.
25
Al menos esta vez no le despertaron con música fuerte. Ni a gritos, ni con agua, ni de un codazo en el pecho o una bofetada. Ni le obligaron a arrodillarse y a agacharse, dejándole allí horas seguidas hasta que las articulaciones se le agarrotaban, se le paralizaba la sangre y se le contraían los músculos como pelotas duras de caucho congelado. Nada de capuchas, luces estroboscópicas ni cadenas -bueno, sólo las de costumbre-, y, de momento, nada de serpientes con trajes grises silbándole en los oídos palpitantes.
En este lugar nuevo en el que vivía ahora Adnan, uno podía excavar cuanto quisiese, pero nunca era lo bastante hondo, porque los halcones y las serpientes se metían contigo. Así que se había recluido en el único refugio que le quedaba: un silencio en los rincones más recónditos de su mente, protegido por un escudo que se endurecía y se engrosaba a cada momento, casi orgánico por la forma en que crecía.
Le habían llevado allí hacía casi seis días, la mañana después del interrogatorio de medianoche de las serpientes en el lugar de las jaulas, con todas las enredaderas. Era una celda en sí misma, una de una serie de unas doce, a juzgar por lo que había visto al llegar: un barracón de bloques de hormigón sin vistas al exterior. Dentro estaba su habitación, incluso más pequeña que la madriguera anterior. Había también una segunda habitación con una mesa y sillas, el lugar en el que le ataban con correas e intentaban hablar con él varias veces al día.
Adnan había intentado seguir considerándose un ratón que se había convertido en topo, pero cuando comprobó la inutilidad de seguir excavando, recurrió a este otro refugio. La taxonomía que tan cuidadosamente había ideado no funcionaba en aquel lugar. Todo allí estaba demasiado programado y era demasiado artificial para que lo habitasen criaturas reales. Y ya no había llamadas a la oración por las que cronometrar su reloj interior. Las comidas seguían llegando, pero lo hacían a intervalos irregulares, al parecer, caprichosamente. Tampoco había allí ninguna cadena de habladurías ni vocerío. De los sonidos (o falta de sonidos), había deducido que aquél era un mundo más pequeño. A veces, se preguntaba si existiría el lugar anterior. Era como si las serpientes y los halcones se hubiesen hartado y hubiesen despojado las llanuras de todas las presas, dejando a su paso aquel páramo solitario. Suponía que él era un superviviente, en ese sentido.
Así que, de acuerdo con el aspecto artificial de su nuevo entorno, Adnan empezó a considerar su existencia comparable a un solo pixel en la pantalla de un televisor que alguien acababa de apagar, un punto brillante en el centro de un vacío que se lo tragaría inevitablemente cuando se encogiera y desapareciese de vista.
Pero, de momento, tenía que ser visible todavía, porque le habían encontrado de nuevo y le estaban sacando de forma mucho más amable de lo habitual. Había en la puerta un guardia que decía su nombre. Detrás de él, había otro hombre, que esperaba en silencio. Entonces habló el segundo hombre; y habló en árabe, y Adnan reconoció su acento de inmediato.
– ¿Adnan? ¿Estás bien? No tienes muy buen aspecto.
Era el lagarto, el individuo paciente que guardaba la calma y cavilaba y le observaba con lo que él había creído que era simpatía. Ahora sabía que era engaño, pues en cuanto le había dado su único gran secreto, el lagarto le había delatado a los otros, que le habían llevado allí.
La primera noche había sido casi como el viaje en avión de nuevo, con los vómitos y el frío y los temblores, el castañeteo de dientes tan fuerte como masticar hormigón una y otra vez.
Ahora oyó al lagarto hablar en inglés con el guardia, que negaba y le contestaba. El guardia le acercó a una silla, diciendo algo. Se suponía que tenía que sentarse, allí a la mesa. Los otros nunca le habían dejado sentarse. Le dejaban de pie en un rincón, o le hacían agacharse delante de una luz estroboscópica o de un altavoz con música a todo volumen. Luego le agobiaban con sus preguntas: «Háblanos de Hussay. Háblanos de Hussay y podrás irte a casa».
El guardia le empujó hacia la silla, así que Adnan se sentó, todavía observando la escena entre las capas opacas que había construido a su alrededor. Procuró apartarlas, pero sus manos no se movían, todavía unidas a la espalda. Debían habérselo hecho antes de despertarle. Pero estaba decidido a volver a la superficie, aunque sólo fuese un momento. El lagarto tenía que saber lo que le había pasado. Tenía que conocer el precio de la traición. Así que emergería, si podía, sólo el tiempo suficiente para desahogar la cólera. Luego se replegaría. Ya tendría tiempo de sobra para reconstruir todas las capas de su concha, para convertirse de nuevo en el pixel de la pantalla, el único punto de luz desvaneciéndose en la oscuridad.
26
Falk tuvo que pasar al menos diez minutos de su preciosa media hora tranquilizando a Adnan, y era fácil ver por qué. El joven estaba magullado, pálido y descarnado, parecía que hubiese adelgazado siete kilos. Sólo llevaba allí seis días, pero podría haber sido toda la vida.
Los accesorios de su destrucción estaban a la vista. Dos luces estroboscópicas instaladas en el suelo en un rincón, junto a una platina y un bafle de cien vatios (sólo uno, no hacía falta sonido estereofónico cuando lo único que importaba era el volumen). No había porras, pinchos ni grilletes extra, pero esos instrumentos eran portátiles.
En tales circunstancias, Falk no quería a nadie a la mesa más que Adnan y él, aunque primero tuvo que discutir con el guardia.
– Se supone que tengo que quedarme, y éste ha sido un problema. Me han dicho que no lo pierda de vista.
Falk le habría preguntado «quiénes» se lo habían dicho, pero sabía que no conseguiría nada. Había advertido al entrar que nadie cumplimentaba ningún formulario ni reseñaba en modo alguno su presencia para que constara. Podría deberse a que aquella visita no se registraba. O tal vez no se registrase ninguna visita al Campo Eco. Sus jefes de Washington habrían palidecido al saber que estaba allí, y no había ningún medio de que él les diera la información.
– No se preocupe, soldado. Asumo toda la responsabilidad. Sólo sujételo al suelo y espere fuera. Le llamaré si le necesito.
– De acuerdo, pero es muy difícil oír desde ahí fuera.
Sin duda, pensó Falk, mirando las paredes y la puerta. Quienquiera que hubiese construido el Campo Eco había pensado en todo, incluido el aislamiento acústico.
Tyndall y Bo estaban detrás del espejo, esperando a que empezara el espectáculo. Un espacio muy reducido y viciado, pero así era. Con el límite de tiempo, no sufrirían mucho y, teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba Falk, era improbable que la media hora fuese fructífera.
Falk había insistido en que no se asomaran ni hablaran alto en cuanto empezase la sesión. En el lamentable estado en que se encontraba el joven, sólo le faltaba a Falk otra intrusión que lo desquiciara, o lo hundiese más en el lugar en el que se hubiese refugiado. Y Adnan podría recordar a Tyndall de la semana anterior. Incluso una cara desconocida como la de Bo podría alterar el equilibrio.
Adnan jadeaba desde el momento en que entró en la habitación, y la hiperventilación no mejoró cuando reconoció a Falk. Dijo algo ininteligible, una especie de gruñido, e incluso eso le costó tanto esfuerzo que le cayó un espumarajo blanquecino en la barbilla. Le brillaban los ojos de cólera o de entusiasmo, o tal vez de ambas cosas. Pero resultaba evidente que quería decir algo para desahogarse.
– Tranquilo, vamos. Tranquilo, amigo. -Santo cielo, era como hablarle a un niño, a un perro. Falk tuvo que contenerse para no tender la mano y acariciarle la cabeza-. Todo irá bien ahora. -Pero no sería así, por supuesto, no si entregaban a Adnan al servicio de información yemení, cuyas tácticas serían todavía peores-. No sé si te lo han dicho, pero van a enviarte a Yemen dentro de pocos días. -Reprimió el impulso de decir «a casa», porque no habría sido la verdad. No pensaba mentir a Adnan. O eso había jurado-. Me han asegurado que van a hacerlo. -Pero dejarlo ahí, sin duda habría sido una mentira de omisión, así que Falk confesó-: Te entregarán a las autoridades, no a tu familia, aunque, con un poco de suerte, tal vez te dejen irte enseguida.
Le pareció oír una tos detrás del espejo. ¿Sería Tyndall que intentaba decirle que estaba contando cuentos? Demasiado tarde ya.
– Pero antes de que te marches, Adnan, tienes que decirme quién te ha hecho esto. Tienes que decirme quién te trajo aquí a esta habitación, y quién ha estado viniendo a verte.
– ¡Traidor! -balbuceó al fin Adnan, y la palabra pareció surgir de un lugar recóndito en el que se había calentado borboteando durante siglos-. Tú y las serpientes. ¡Traidores!
– ¿Las serpientes? -Era la primera vez que Falk le oía emplear aquella palabra.
– ¡Todos! ¡Sois serpientes todos!
El arrebato liberó suficiente presión para calmarle y cuando pasó, Falk se inclinó muy levemente, sin acercarse a él tanto como para resultar amenazador, sino sólo lo suficiente para poder bajar la voz y que le oyera.
– Escúchame, Adnan. Mírame. -Una mirada, la mantuvo casi. Luego apartó la vista hacia el rincón al que se volvía siempre cuando no tenía nada más que decir-. Tienes razón, Adnan. Tienes razón sobre las serpientes. Te han traicionado, pero yo quiero castigarlas por ello, y tú puedes ayudarme.
Falk esperó, y Adnan volvió la cabeza despacio, como un pivote que detuvo casi de frente. Pero siguió moviendo los ojos, los detuvo al encontrar los de Falk y los apartó de nuevo hacia el rincón.
– Puedes ayudarme -repitió Falk-. Puedes ayudarnos a los dos.
Bien, ya estaba, el engaño se deslizaba de nuevo en el enfoque, a pesar de las buenas intenciones. Pero ya no podía retirar las palabras, sobre todo porque parecía que surtían efecto. Adnan había vuelto la cara y clavó los ojos en los de Falk.
– Bien -musitó Falk, como el amo al perro-. Bien. Ahora voy a enseñarte unas fotos, Adnan. Algunas de las serpientes. Pero no te preocupes porque no están aquí, ni están esperando afuera ni volverán a hacerte daño. -Otra promesa que no podía cumplir, y sabía que seguiría haciéndole promesas mientras siguieran funcionando.
Falk sacó de la cartera el número de
– Éste -le dijo, sin dejar de mirarle a los ojos mientras daba un golpecito en la foto-. ¿Lo reconoces? Mira la foto, Adnan. La fotografía no puede hacerte daño.
Adnan bajó la vista, y durante un momento tenso, Falk creyó que lo había perdido, tal era la impasibilidad del semblante del joven al mirar la foto. Era como si mirara un pozo, sin enfocar la vista.
– ¿Lo conoces? -preguntó Falk-. ¿Ha estado aquí?
Adnan negó despacio, con gesto impasible.
– ¿No?
– No -respondió Adnan, afablemente, como si rechazara una ración extra de postre-. No lo conozco. No está entre las serpientes.
Falk obtuvo el mismo resultado con la fotografía de Cartwright. Luego le enseñó otra vez la de Fowler, sólo para asegurarse, y también a modo de prueba. Si Adnan reaccionaba como si la viera por primera vez, entonces tal vez tuviese la mente vacía, reprimiendo el recuerdo de todos los que le habían hecho daño.
Pero no fue eso lo que ocurrió.
– ¡Ya me has preguntado por él! -exclamó Adnan, alzando la voz-. ¡Él no está entre las serpientes!
Retrocedió al precipicio. Falk retiró la fotografía.
– Muy bien, entonces. Muy bien. No pasa nada. No volverás a ver esa foto.
Esto hizo pensar a Falk que tal vez estuviese haciendo los interrogatorios allí la misma persona que había interrogado a los yemeníes en el Campo Rayos X. Si se trataba de Van Meter, contaría con un intérprete, y lo más lógico era que éste fuese Allen Lawson. Tal vez Fowler sólo observara desde detrás del espejo.
Por desgracia, no tenía fotos de Van Meter para enseñárselas, y no creía que pudiese conseguir una antes de que Adnan se marchara o el general Trabert descubriera lo que se proponía Falk y le encerrara. Ya era bastante portentoso que hubiese conseguido entrar allí, pensó.
– De acuerdo, entonces -dijo, cambiando de táctica-. Hablemos de estas serpientes.
Adnan negó.
– ¿No quieres que las castiguen?
Adnan se miró los pies.
– Bueno, ¿no quieres?
Asintió levemente.
– Entonces, descríbemelas. Cómo vestían. El color del pelo, los ojos.
Adnan miró a Falk como si fuese imbécil. Parecía furioso.
– ¡Son serpientes! -gritó-. ¿Qué más necesitas saber? Parecen serpientes, muerden como las serpientes, se enrollan y golpean como las serpientes. ¡Son serpientes!
Así que esto era donde se notaba el daño, supuso. Lo que explicaría por qué ninguna de las fotografías tenía efecto. Enséñale una foto de una serpiente de cascabel y quizá se ponga en pie de un salto, señalándola furioso. Pero Falk siguió adelante pese a todo, hablando en voz baja y manteniendo la calma. No volvió a inclinarse ni se levantó. Cruzó las manos delante de él sobre la mesa, donde podía verlas Adnan.
Adnan reaccionó de la misma manera, hasta cierto punto. Se calmó y no volvió a levantar la voz. Pero, pese a las diversas formas que probó Falk para conseguir una descripción de sus torturadores, Adnan respondía siempre lo mismo:
– Es todo lo que puedo decir de ellos -decía con cautela y evidente exasperación-. Son serpientes.
– Muy bien, entonces. Bien. Pero ¿cuántos eran? ¿Cuántas serpientes han venido aquí?
– Tres -contestó Adnan. Seguro-. Tres en este sitio.
– ¿Y en el otro? ¿El de antes de que vinieras aquí?
– Demasiadas. Muchas más.
– ¿Pero algunas de aquí son las mismas que antes? ¿O aquí son todas nuevas?
– Dos son las mismas que antes. Una es nueva. Aquí y la última vez en la selva.
– ¿La selva?
– Donde vivían los monos.
Debía de referirse al Campo Rayos X. A la última sesión antes de que le trasladaran allí. Todas las demás serpientes debían de ser los que habían hablado con él antes de que se encargara de él Falk. Éste se preguntó qué estarían sacando en limpio Bo y Tyndall de todo aquello. Ninguno de los dos comprendía el árabe, así que sólo se fijarían en los gestos, en los cambios de inflexión y de volumen. Habrían visto a Falk sacar el periódico, pero no sabían lo que era ni lo que le preguntaba. Menos mal, sobre todo en el caso de Tyndall. ¿O estaría el hombre de la CIA grabándolo todo de algún modo? Tal vez, pensó, aunque ya era demasiado tarde para preocuparse.
Falk consultó el reloj y vio que sólo le quedaban cinco minutos. Tyndall le había dicho que le interrumpiría en cuanto acabara el tiempo. Y, por lo que sabía él, la entrega estaba programada para el amanecer, aunque era probable que el tráfico aéreo se interrumpiese al menos hasta que pasara
Hizo una última tentativa de conseguir una descripción de la serpiente más nueva, y fracasó; suspiró entonces, con la sensación de que no le quedaba nada que preguntar, al menos porque parecía que no quedaba nada que lograr. Adnan estaba más tranquilo ahora, pero su calma iba acompañada de un gesto de resignación tan ausente que Falk se sentía extrañamente desconsolado. Sólo faltaba una camisa de fuerza para completar el efecto, o las marcas de los puntos de una lobotomía. Adnan era un recipiente vacío, completamente agotado.
– De acuerdo, Adnan -le dijo amablemente-. Está bien. Lo has hecho bien hoy. Esto te ayudará.
Parecía que ni siquiera las mentiras importaran ya. El semblante de Adnan tenía la misma placidez rígida que un estanque congelado. Falk se levantó y llamó despacio a la puerta. El guardia entró de inmediato, con aire nervioso hasta que comprobó que no pasaba nada.
– Ya está -le dijo Falk-. Puede llevárselo.
La frase en inglés hizo reaccionar a Tyndall, que abrió un poco la puerta del cuarto de observación y susurró:
– Todavía te quedan tres minutos, ¿sabes? Si lo necesitas.
– Está agotado -dijo Falk-. No hay nada que hacer.
– ¿Agotado? -protestó Bo, sin molestarse en hablar en voz baja-. Yo no hablo árabe, joder, pero apenas lo has intentado. Parecías su terapeuta más que un interrogador. ¿Es eso lo que os enseñan en Quantico?
Falk oyó una súbita conmoción detrás, y luego un gemido desesperado de Adnan.
– ¡Serpiente! -dijo en árabe-. La oigo silbar.
Falk se dio la vuelta y vio a Adnan con la mirada brillante de miedo.
– ¿Y ahora qué demonios dice? -preguntó Bo.
– ¡Serpiente! -Adnan forcejeó con el guardia, que estaba sacando la porra del cinto.
– ¡Cállate! -masculló Falk por encima del hombro a Bo-. Y cierra la puerta. Quiero esos tres minutos. ¡Agente! Sujétele, pero no se atreva a golpearle. ¡Déjele ahí junto a la puerta, sólo un segundo más!
Falk sacó el periódico de la bolsa. Tenía el estómago revuelto pero mantuvo la compostura lo suficiente para que Adnan prestara atención, rogándole que se calmara para hacerle una última pregunta.
– ¿Es éste la serpiente? -le preguntó, en voz baja y firme, volvió la fotografía hacia el único rostro que aún no le había enseñado, el de Ted Bokamper, que vacilaba a la derecha de la foto.
– ¡Sí! -dijo Adnan, asintiendo rápidamente, y mirando luego furioso hacia el espejo de la pared opuesta-. Silba y está ahí. ¡Vive ahí!
– Cálmate, Adnan.
Pero Adnan ya no se calmaría, e incluso con esposas y grilletes, le dio problemas al joven policía militar, que acabó empujándole hasta su cama con las muñecas y los tobillos sujetos y cerró de golpe la puerta de la celda.
– Ha perdido el control -dijo el guardia despectivamente-. No es de extrañar que esté en este sitio.
– Sí. No es de extrañar -dijo Falk.
Cuando los tres volvieron corriendo bajo la lluvia al puesto de entrada, Falk ya había recuperado la compostura.
– Bo, ¿por qué no nos sigues hasta mi casa? Tú y yo tenemos que hablar.
– Opino lo mismo. -Falk le lanzó una mirada inquisitiva, pero sólo recibió a cambio la mueca insolente habitual-. Pero lamentablemente ahora mismo no puedo. Antes la obligación.
– ¿A las once de la noche?
– Eh, ya me conoces.
– Al menos, lo creía.
Pero Bo ya había cruzado la puerta, y corría hacia su coche en el chaparrón. Tyndall y Falk hicieron lo mismo y, después de cerrar la portezuela del Plymouth de golpe, el segundo se quedó un momento sentado con las manos sobre el volante, analizando las consecuencias de todo aquello.
– Todo esto me da muy mala espina -dijo Tyndall.
– No me extraña.
– ¿Qué es lo que pasó antes?
– No estoy seguro. Pero gracias por traerme.
– Faltaría más. Lo creo.
Falk estaba a punto de encender el coche, cuando se le ocurrió de pronto algo.
– ¡Joder! -exclamó, sintiéndose como un imbécil.
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
Sacó la linterna y se inclinó todo lo posible en el asiento, mirando bajo el volante.
– Busca a tientas bajo la guantera -le dijo a Tyndall.
Tyndall tanteó bajo la guantera.
– ¿Qué es lo que busco?
– Cualquier cosa que no deba estar ahí.
– ¿Te refieres a esto, por ejemplo?
Se oyó un chasquido agudo en el lado de Tyndall, y cuando Falk volvió la linterna, vio que tenía en la mano un disco de metal pequeño.
– Estaba enganchado a un cable -dijo Tyndall-. Seguro que va derecho a tu radio. Así lo transmite tu antena.
– O sea que ¿pueden oírme a dos kilómetros de distancia?
– No soy un experto, pero supongo que algo así. Tal vez más. -Tyndall era un tipo muy listo, así que dedujo el resto rápidamente-: Creo que esto explica que acabáramos con un escolta.
– Claro. Mi buen amigo.
– No es de extrañar.
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a él. Y a sus jefes. Parte de nuestra clientela especial de productos de aquí. Yo no te lo he dicho, por supuesto.
– ¿Clientela especial? ¿Desde cuándo?
– Desde siempre. O al menos desde el último cambio de administraciones. Tú eres amigo suyo. Yo había dado por sentado que los dos trabajabais juntos.
– ¿Qué? ¿Para el FBI?
– En realidad no para el FBI. Sólo como parte de su… bueno, como quiera que se llamen.
– ¿Y qué podría ser eso?
– Nadie me lo ha dicho nunca. Lo único que sé es que determinada gente de mi unidad me ha pedido que coopere siempre que me lo pidan. Pero me sorprende que no lo supieras. La forma de andar juntos y demás.
Tal vez Bo y él hubieran estado trabajando juntos, pensó Falk. Sólo que no de la forma en que él había imaginado.
– Ya que todos los demás saben tanto, dime una cosa. Esos tres individuos del equipo, Bo, Fowler, Cartwright, ¿tenían números de seguridad asignados para firmar el registro por los detenidos de Delta?
– Parece una suposición acertada.
– No quiero una suposición. Quiero una respuesta.
– La respuesta es que sí. Pero no voy a decirte sus números.
– Es razonable. Sólo necesito un sí o no de uno.
– Pides demasiado.
– Vamos, Mitch. Es un número de mierda. Yo lo digo y tú me dices si es de Bo.
– ¿Pero crees que tengo tan buena memoria?
– ¿Para recordar esos tres? Por supuesto que sí.
– De acuerdo. Para esos tres, tal vez. Pero no es que tenga todo el Campo Delta memorizado. Oyéndoos hablar a algunos de vosotros, parece que espiamos a todo el mundo. Fowler arresta a alguien y nos culpan a nosotros.
– Yo no culpo a nadie, sólo necesito información.
– Tú y todo el condenado mundo. ¿Cuál es el número?
Falk buscó en sus notas a la luz de la linterna y luego leyó en voz alta los dígitos que se habían registrado para interrogar a Adnan el miércoles anterior en el Campo Rayos X.
– Es el de Bo, ¿verdad?
Tyndall negó y le lanzó una mirada extraña, que parecía más de apuro que de desconcierto.
– Tiene que ser el de Van Meter, entonces.
– ¿Qué es esto, el juego de las veinte preguntas? Maldita sea, Falk, ya basta. Pero de todos los números, yo habría pensado que conocerías ése.
– Bueno, no es de nadie de mi equipo.
– Por supuesto que no. Es el de ella.
– ¿De ella? -Una pausa, mientras todo encajaba-. ¿El de Pam?
– ¿Ya estás satisfecho? Se acabaron las preguntas, ¿de acuerdo? Creo que los dos hemos tenido bastante.
– De acuerdo -dijo Falk con voz débil.
Y, por segunda vez en diez minutos, su mundo se desmoronó.
27
Cuando Tyndall salió corriendo hacia su coche, Falk siguió sentado unos minutos en la entrada con el motor en marcha. Su primer impulso fue volver a casa de Pam: aporrear la ventana hasta que despertara a toda la casa, compañeras y demás, y luego exigir una explicación de pie chorreando en su suelo. Se abandonaría a merced de la policía militar.
Tal vez tuviese que dejar la base. Le pondrían en un vuelo, apartándole de toda esta amargura. Se llevaría las pruebas y les avergonzaría a todos. Lo filtraría a la prensa, quemaría todas las naves. ¿Por qué no, ya que todas sus naves estaban ya en llamas?
Pero ¿por quién o por qué causa le estaban traicionando sus amigos? Que él supiera, tanto Pam como Bo habían interrogado a Adnan. Sin embargo, a menos que la antipatía entre ellos fuese puro teatro, algo que planteaba posibilidades que Falk no estaba dispuesto a considerar precisamente en aquel momento, entonces habían acudido a Adnan desde programas opuestos. ¿Trabajaba Pam para Fowler y su arresto era una especie de tapadera? Todo ello carecía de sentido y le hacía sentirse utilizado. Debían de haberse reído mientras él correteaba entre ellos, deseoso de complacer y mantener la paz.
Apagó el motor y abrió la puerta. El ruido de la tormenta le tragó en una cortina de agua que caía sesgada en el asiento. Le tenía sin cuidado. Y tampoco le importaba empaparse. Había cuatro cervezas en la nevera y una botella de ginebra en el mueble bar. La idea de un olvido temporal tenía su encanto precisamente en aquel momento, así que no le preocupaba lo más mínimo que la lluvia le golpeara todo el camino acera arriba.
Cerró de golpe la puerta al entrar, se quedó congelado por el aire acondicionado, e hizo una pausa para mirar el crujido y el zumbido tranquilizantes de la unidad de la ventana mientras se adaptaba a la oscuridad. La única luz procedía de una ventana de la cocina, a la derecha, donde temblaba el brillo anaranjado de una farola, que se filtraba entre la densa lluvia. Las hojas de una palmera arañaban una mosquitera. Era peligrosa aquella tormenta. Tal vez no fuese una borrasca, pero sí formidable para quienes tuviesen la desgracia de encontrarse en el mar. Lo lamentó por ellos un momento, estuviesen donde estuviesen, zarandeados y solos, concentrados únicamente en mantenerse a flote.
Cuando iba hacia la nevera le sobresaltó el chirrido de un encendedor y el brillo súbito de una llamita en la sala. Había alguien sentado en el sofá.
– ¿Quién está ahí?
No hubo respuesta.
– ¿Bo?
– Una reacción instructiva. -Falk no reconoció la voz.
Entonces se encendieron las luces, que le cegaron momentáneamente.
– ¿Le importaría aclarar por qué esperaba que Ted Bokamper estuviese esperándole a estas horas?
Era Fowler, y no estaba solo. Había un policía militar de pie en un rincón del fondo, con el arma enfundada y las manos a la espalda.
– ¿Qué significa todo esto?
– Tengo algunas preguntas. Tome asiento.
– ¿Y si se largan de aquí ahora mismo? Estoy cansado, necesito una copa, y no tengo ganas de charla.
– Sírvase la copa. Pero no me marcharé hasta que hablemos.
– ¿Ha venido a arrestarme?
– ¿Debería?
Falk negó y se volvió pasillo adelante, alejándose de la cocina.
– Me voy a la cama. Apaguen las luces al salir.
Pero había otro policía que bloqueaba la entrada a su habitación, y cuando Falk se detuvo a considerar qué hacer a continuación, el próximo paso, una mano golpeó la pared detrás de él. La de Fowler. Le había seguido con la rapidez de un comando y estaba tan cerca que Falk notó su aliento a dentífrico.
– Muy bien -dijo Fowler, muy serio ahora-. Basta de juguetear. Puede complicar esto cuanto quiera. Pero no me venga con idioteces sobre órdenes o sus derechos civiles, porque sabe perfectamente dónde estamos y lo que eso significa en lo que se refiere a los derechos de cualquiera. ¿La Constitución? Ni idea. Estamos en la zona de exclusión, y estoy autorizado por la máxima autoridad, así que escúcheme bien. Ahora, ¿qué tal si nos sentamos los dos?
Falk volvió a la sala, preguntándose a qué se referiría Fowler con lo de «máxima autoridad». ¿De la base? ¿Del destacamento? ¿O de Estados Unidos? Sería completamente distinto, según a lo que se refiriera. A lo mejor era un farol. Pero Falk estaba seguro de una cosa. Nadie iba a leerle sus derechos.
– Debería quitarse esa chaqueta empapada -le dijo Fowler, volviendo a sentarse en el sofá-. Esto podría llevarnos un rato.
Al abrirse la cremallera, Falk notó el pasaporte falso rígido en el bolsillo derecho y supo que no podía resistirse. Un toquecito rápido del policía militar y no lo contaba. Colocó con cuidado la chaqueta chorreante en un perchero que había junto a la puerta como si estuviese cargada de explosivos. Luego se sentó en un sillón frente a Fowler.
– Francamente, me sorprende que volviera de Jacksonville -le dijo Fowler-. Cuando me enteré de que se había largado de la ciudad supuse que se quedaría allí hasta que pasara todo y que volvería luego sigilosamente como si nada.
– Es evidente que no ha estado usted mucho tiempo en Jacksonville.
– Tampoco usted, por lo que me han dicho. Se fue hacia el sur y no volvieron a verlo hasta el día del vuelo. ¿No le importa decirme adónde fue?
– ¿Ahora tengo que dar cuenta de mi tiempo libre? Demonios, ni siquiera soy militar. Soy civil. No tengo que darle cuenta a usted de nada.
– Mire, sé que puede considerarme un fanfarrón patriótico. Como muchos otros aquí. Es una especie de fatiga de combate en Gitmo. Dos meses de misión y todos se vuelven cínicos. Así que adelante, pero queda advertido. Ahora mismo su lealtad está en entredicho.
– ¿Lealtad a qué?
– A este destacamento y a todo lo que significa. A su país, a su jefe.
– ¿Le importaría explicarme qué le induce a creerlo?
– ¿De verdad quiere la lista?
– Sí. Porque, francamente, ya no estoy seguro de quién trabaja para qué o por qué. Y eso incluye a mis mejores amigos y compañeros, y también a usted, por supuesto.
– Ya que lo menciona, hablemos de sus amigos. Ted Bokamper, por ejemplo.
– ¿Qué le pasa a él?
– ¿Qué se trae entre manos? ¿Y qué papel desempeña en ello?
– Mire, no sé en qué suposiciones erróneas se basará. Pero yo no estoy involucrado en nada. Lo que haga mi amigo Ted Bokamper es asunto suyo. Si le he hecho algunos favores en el camino, han sido exclusivamente eso, favores a un amigo, y me gustaría saber para qué demonios eran, además, ahora que merecen tanta atención.
Falk reprimió las ganas de decir: «Además, me colocó un micrófono en el coche».
– ¿Así que le ha ayudado?
– Le he contado los rumores habituales. Le he dado mi opinión sobre el terreno que pisa. No es ningún secreto que su pequeño equipo no ha sido precisamente el acontecimiento más feliz de la historia del Campo Delta. Algunos lo consideran una limpieza necesaria; y otros, una caza de brujas. Pero todos con los que he hablado parecen tan ignorantes como yo de lo que está pasando realmente.
– No he venido a hablar de los arrestos ni de nuestra pequeña investigación de seguridad, y creo que lo sabe. Hablo de las actividades extraoficiales en las que han participado su amigo el señor Bokamper y algunos de sus colegas locales. Van Meter. Lawson. Y usted. Son las cuatro piezas que conozco, y estamos buscando más, así que, ¿qué le parece algunas respuestas acertadas?
Cada vez que Falk creía que había entendido algo, se volvían las tornas de nuevo. Estaba más confuso que nunca.
– Pues tendrá que preguntárselo a Bokamper, porque yo no he intervenido ni quiero hacerlo.
– ¿De verdad sigue creyéndose inmune? ¿Es porque trabaja para el FBI? ¿O por los patrones de Bokamper y a quien representan? He venido a decirle que no está usted protegido por ninguno. En realidad, tiene usted dos puntos flacos importantes que no tiene ninguno de ellos.
Así que ahora Fowler empezaría a hablar de Cuba, de Harry y de Paco, supuso Falk. Y decidirían registrar la casa y dejarla patas arriba.
– Muy bien. Hábleme de mis puntos flacos.
– Uno es que está usted aquí, y bajo nuestra custodia. Sin abogados ni teléfonos. El suyo ha sido desconectado, por cierto. El más importante es éste: no hay nadie en Estados Unidos que pueda echarle de menos. Lo hemos comprobado. Ni esposa ni hijos. Ni madre ni padre. Ni hermanos ni hermanas. Ni novia. Ningún tío rico, ninguna tía amorosa. ¡Demonios, Falk! No tiene a nadie en el mundo, excepto a sus jefes. Y, créame, ellos cooperarán en cuanto sepan lo que hay en juego. En cuanto a su amiga, ella está en arresto domiciliario. Y su mejor amigo, en fin, tal vez no podamos tocarle todavía, pero si cree que él movería un dedo por usted, entonces tal vez sea verdad que no sabe lo que trama. Pero sigo pensando que hace el tonto y no voy a tolerarlo.
Falk negó y guardó silencio. Fowler prosiguió:
– Muy bien, entonces. Hablemos de los yemeníes. Son siete en total, creo, todos menos uno han sido interrogados, según el registro, por individuos que no dejaron sus números de identificación. ¿Por qué lo autorizó usted?
Así que Fowler también había visto aquellos registros, lo que le hizo ver el robo de los mismos para Bo a una luz completamente distinta.
– Yo no he autorizado nada, y menos eso. Y también a mí me gustaría saber quiénes han sido.
– Para ser del FBI, no se le da muy bien mentir, ¿sabe?
En aquel momento, Falk podía verse en un espejo. O, mejor dicho, como si se mirara en un espejo-ventana desde la sala de observación de una cabina de interrogatorios.
Estaba allí sentado, todavía chorreando, con cara de susto, con la luz un poco más brillante de la cuenta en los ojos mientras su fatiga empezaba a dejarse notar. Esquivaba las respuestas desviando la vista hacia el rincón. Evitaba mirar a Fowler a los ojos, manifestando ignorancia incluso cuando admitía conocimiento.
Fowler tenía razón. Falk era descuidado y actuaba estúpidamente o, peor todavía, como un mentiroso. Bien, pues se había acabado. Hora de tomar el control. Se dio la vuelta y miró a Fowler a los ojos, manteniendo las manos en el regazo y sin hacer gestos triviales ni evasivos. Adoptó la pose de quien no tienen nada que ocultar, y tampoco nada que proponer: bueno, nada, excepto un pequeño detalle para cubrir el paso en falso que acababa de dar admitiendo que estaba al tanto de los interrogatorios a los yemeníes. A partir de ese momento, no dejaría ni una sola pista que Fowler pudiese seguir.
– Mire, yo también comprobé esos registros. Lo mismo que debe haber hecho usted. Pero lo hice en el curso de la investigación de Ludwig. Verifiqué todas las salidas registradas durante su guardia. Un asunto rutinario. Pero yo no era ninguno de esos individuos, ni autoricé a ninguno. Habré hablado con tres de esos yemeníes en total, pero ante todo con Adnan. Y ahora le han trasladado donde no puedo verlo.
– ¿Ludwig? ¿El soldado que desapareció?
– El soldado que se ahogó. Y arrastrado luego a la orilla cubana. Debería investigarlo. Tal vez encuentre las huellas de algunos de sus amigos. Van Meter, por ejemplo, aunque parece insinuar que él ya no está de su lado.
Falk sabía que se había pasado de la raya con el comentario, pero eso mantendría a Fowler ocupado un rato.
– Su historia no cuela -dijo Fowler, aunque su tono ya no era tan convincente-. Sabemos que ha estado usted detrás de todos esos yemeníes, y sabemos, repito,
– Lo siento, pero se equivoca -dijo Falk.
No apartó la mirada. No separó las manos.
– Volvamos entonces a terreno más fértil. Bokamper. Todavía no ha rellenado usted los vacíos sobre él.
Falk empezaba a darse cuenta de que Fowler no era muy bueno en esto, así que decidió no añadir nada más, y no para proteger a nadie -¿acaso merecía protección alguno de sus amigos?-, sino porque no tenía ni idea de lo que se defendía. Había una nueva dinámica en juego, una que no había encontrado nunca hasta entonces, un nuevo código, incluso un nuevo lenguaje. Él hablaba árabe tan bien como cualquiera de los no musulmanes allí, pero en este extraño reino ideado por Bo, Fowler, Van Meter, Tyndall, Paco y, sí, tal vez también por Pam, lo que él necesitaba más que nada en aquel momento era un intérprete, alguien que señalara todas las palabras tendenciosas y que diferenciara a los traidores de los leales, a los taimados de los sinceros, y, francamente, a los peligrosos de los meramente pragmáticos.
Falk estaba decidido a seguir su propio consejo hasta que supiera hablar aquel lenguaje.
Fowler jugó una última carta, pero era una muy eficaz.
– Voy a hacerle una propuesta para que la considere durante la noche -le dijo-. ¿Le gustaría acabar dentro de la alambrada? En algún sitio en el que fuese nuestro y sólo nuestro. Yo podría conseguirlo, ¿sabe? Colocarle en el otro lado de la mesa, y para siempre. Sería usted uno de los fantasmas, sin padrino, ni abogado ni nadie en nuestro país que preguntara qué había sido del bueno como se llame. Así que piense en ello esta noche mientras intenta dormir. Entretanto, apostaré a estos policías a su puerta para que le protejan. No es que haya ningún sitio al que ir. Volveremos a hablar por la mañana. Y si todavía no está de humor, podremos probar un poco de lo que el general Trabert llama «forzar las cosas». Que duerma bien.
Fowler se levantó para marcharse y los dos centinelas le siguieron. Falk se quedó sentado.
Serpientes, sin duda.
28
Falk durmió bien, al menos un rato, gracias sobre todo al agotamiento, a un par de cervezas y al tamborileo hipnótico de la lluvia. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? Después de que se marchara Fowler, miró por la ventana y vio a un centinela en el portal y un Humvee en la acera.
Al paso que iba Fowler, pronto habría un Humvee y un centinela en cada edificio. Tal vez el Pentágono tuviese que llamar a filas a otra unidad de reservistas, sólo para que se ocuparan de los inadaptados y los riesgos de seguridad.
Falk se despertó con un golpeteo y un sonido como si intentara atravesar el muro un roedor gigantesco. Se incorporó en la cama y comprobó que el ruido llegaba de la ventana. Pensó primero en Pam. ¿Una visita de cumplido? Luego pensó si la dejaría entrar. Pero era Bo, que golpeaba el mosquitero, calado hasta los huesos con camiseta y pantalones cortos. Falk abrió el cierre de la ventana. Aquello se estaba convirtiendo en el sistema preferido en Gitmo para las visitas sociales.
– Tranquilo -le dijo Falk, adormilado, abriendo la ventana-. No la arranques. Yo lo soltaré.
Una vez más, la seguridad del «arresto domiciliario» de Fowler había resultado muy porosa. Pero tampoco era como si hubiese algún sitio al que pudiesen ir.
Falk fue a buscar una toalla al cuarto de baño y cuando Bo se estaba secando ya había recordado todos los motivos para no darle un recibimiento caluroso.
– ¿A qué debo tu visita? -preguntó-. ¿Vienes a colocar un micrófono en mi dormitorio también? ¿O ya te has ocupado de eso?
Bo negó.
– Lo hice en la sala de estar.
– ¿Cuándo, si puede saberse?
– Mientras no estabas. Después de que se marchara Whitaker.
– ¿Así que te habrás enterado de la breve visita de Fowler?
– De casi todo. Lo hiciste bien. Después de un comienzo un tanto torpe.
– Ya veremos lo que dices mañana cuando me encierre en el Campo Rayos X.
– Tranquilo. Es un farol.
– Para ti es muy fácil decirlo. ¿Por qué no te detiene a ti?
– Debe creer que tomas tú las decisiones.
– ¿Y quién le habrá dado semejante idea?
– A lo mejor es sólo que sabe que yo estoy mejor protegido.
– Si fuese cierto, ¿qué andas haciendo a…? ¿Qué hora es?
– Las doce y media.
– ¡Por Dios, Bo! Bueno, ya que estás aquí, ¿por qué no eliminas el maldito micrófono? No quiero perder toda la mañana buscándolo antes de que llegue la Inquisición.
Tomaron el silencioso pasillo hacia la sala.
– No levantes la voz -dijo Bo aparte-. El centinela está en el portal, a salvo de la lluvia. No des ninguna luz.
Falk contestó en un tono de voz normal.
– ¿De verdad crees que me importa que te agarren?
Bo metió la mano bajo la mesa del comedor y, con un ligero estallido, arrancó un artefacto muy parecido al que había conectado a la radio del coche de Falk. Entonces sonrió satisfecho, con más picardía que embarazo.
– Me parece que estás cabreado de veras, ¿eh? -dijo.
– ¿No lo estarías tú?
– Sin duda. Me declaro culpable con atenuante.
– Te escucho.
– Antes necesito una cerveza.
Falk fue a la nevera, sorprendido por sus sentimientos contradictorios. Sí, estaba furioso. La insolencia de Bo era muy irritante. Pero si estaba allí en aquel momento, tal vez su amistad aún significara algo. Y si bien Bo había ayudado a acorralarle, al menos parecía estar en el mismo atolladero.
Cogió la cerveza y se sirvió un vaso de agua. Bo puso la radio y subió el volumen. Más salsa del otro lado de la alambrada. Sin parar, como el latido del corazón.
– Dormías muy profundamente para ser un hombre condenado.
– ¿Es lo que soy ahora?
Bo se encogió de hombros, al fin parecía un poco inseguro. En cierto modo, fue la señal más alentadora que había visto hasta entonces Falk, así que aprovechó la ventaja.
– No estás lo que se dice volando con los ángeles en este lío cubano, ¿verdad?
– Vuelo con Endler, y punto. Yo trabajo para las personas, no para las causas. Confío en que el doctor acierte, y suele hacerlo.
No importaba que Falk tuviese ya lo que Bob y Endler querían. Pero habría compartido el bombazo de Adnan con Paco antes que con aquella pandilla.
– Sólo que esta vez comparte la suerte con los fanáticos. Me pregunto por qué no intentaste reclutarme desde el principio. Es indudable que contaba con todos los requisitos necesarios: Hablar con los yemeníes. Obtener resultados. Podrías haberme mentido, como lo has hecho de todos modos, y haber conseguido exactamente lo que querías.
– Habrías sido el primero de la lista, te lo aseguro. Pero Endler llegó tarde al juego y sus patronos ya estaban utilizando a Van Meter y a Lawson. Esos individuos no creían que estuvieses preparado para el gran momento. Dijeron que no eras de su estilo.
– Es lo mejor sobre mí que oigo en toda la semana.
– Estoy de acuerdo. Dos tontos muy tontos, esos dos. ¿Por qué crees que necesitaba ver las hojas del registro? Tenía que comprobar el rastro que habían dejado.
– Tal como yo lo recuerdo querías que las robara. Para borrar completamente el rastro.
– ¿Lo hiciste? -Estaba listo si creía que se lo iba a decir ahora.
– No pude. El policía militar estuvo allí todo el rato. Pero desde luego vi su rastro. Y supongo que ya sabes que mataron a Ludwig.
– Al menos lo sospechaba. No paraban de decir que tenían un infiltrado, alguien que les cubría las huellas y no incluía su nombre en los registros. Luego se acobardó, así que iban a intimidarle, a darle un susto de muerte.
– Pues desde luego lo consiguieron. La liaron con su banco y luego le llevaron a dar una vueltecita en bote.
– ¿Es eso lo que ocurrió?
– Lo encontraron en la playa. Luego seguramente lo llevaron hasta el límite sólo para estimularle un poco. Pero supongo que no sabían que solía desquiciarse en los barcos pequeños, así que debió tirarse por la borda. O tal vez lo empujaron. En cualquier caso, Son dos tontos muy tontos, como has dicho. ¿Por eso te enviaron a ti aquí en cuanto se enroló Endler? ¿A deshacer el lío e impedir que Fowler metiera las manos en el pastel?
– Sólo porque el doctor le dijo a los suyos que contaba con alguien aquí que podía ayudar.
– O sea, yo. Pero aún no tenían la información que querían. Así que decidiste involucrar a Pam.
– ¿Pam? -Bo se mostró primero perplejo y luego a punto de echarse a reír-. ¿Quieres decir por el último interrogatorio en Rayos X?
– Sí. -Falk no se reía.
– Lo siento. Una bromita mía.
– ¿A qué te refieres?
– Fue la primera noche que estaba aquí. Y… ¿cómo lo diría amablemente? Ella no había causado buena impresión. Así que cuando necesitamos un interrogatorio intensivo le dije a Van Meter que usara su número.
– Buen chico. -Falk procuró disimular el alivio que sentía. Al menos alguien no le había mentido-. ¿Pero cómo conseguiste su número? ¿Tyndall?
– ¿La Agencia? Ellos están fuera del círculo interno en esto.
– El Palacio Rosa, entonces. Supongo que como jefe de seguridad, Van Meter tenía los contactos.
– Cree lo que quieras. Ya he hablado bastante. Lamento que haya acabado así.
– ¿Por qué? Has conseguido lo que querías. Incluso trasladaste a Adnan al Campo Delta.
– Eso fue cosa de Fowler, para apartarlo de nosotros. Han estado exprimiendo al pobre desgraciado para averiguar lo que buscamos. No ha funcionado, por supuesto.
– Así que te aprovechaste de mí para entrar en Eco. Y ahora, déjame adivinarlo, Endler es el que tocó algunos resortes para que entregaran a Adnan. Dejáis que los yemeníes hagan el trabajo sucio por vosotros.
– Lo siento, Falk. No más explicaciones.
– Hasta que consigáis vuestra guerra. O lo que busquéis. Será un gran servicio público.
– ¿Eliminar a Castro? Sería perfecto. Y si un agente cubano se desvió lo suficiente para acostarse con un reclutador de al-Qaeda, ¿por qué no aprovecharlo al máximo? Ya te lo dije, no se trata de la información, sino de quién la controla. Y si la conseguimos antes que Fowler, lo tendremos.
– Castro morirá pronto, de todos modos. Creía que trabajabas para las personas, no para las causas.
– Trabajo por las personas, tú incluido. ¿Sabes lo que quería Endler? Se preocupaba por tu responsabilidad, así que quería que te arrestaran en cuanto acabaras con Paco en Miami. Una acusación falsa que le permitiría quitarte de en medio hasta que acabáramos nuestro trabajo. La única razón de que no lo hiciera fue que yo le disuadí.
– Por lealtad, claro.
– Demonios, sí, por lealtad.
– Pero no es así como convenciste a Endler.
– Pues claro que no. A él le dije que todavía te necesitábamos para llegar al fondo del asunto con Van Meter.
– ¿Estás seguro de que no era ésa tu verdadera razón?
– Puedes creer lo que quieras, pero estás aquí y no en la cárcel.
– Claro, y estoy mucho mejor fuera. En arresto domiciliario y a punto de ser destripado y descuartizado.
– Endler hará lo que pueda. Pero no esperes que sea de inmediato.
– Así que soy un hombre libre, siempre y cuando el doctor consiga su guerra. De lo contrario, adiós muy buenas.
– Tendrías que permanecer oculto un tiempo, eso es todo. Se le explicaría todo al FBI.
– ¿Y Van Meter? ¿Él se sale con la suya?
– Se ocuparán de él.
– Seguro. ¿Qué será, otro accidente en el mar, o muerto en acción en Irak?
– Mira, Falk, si necesitas culpar a alguien, puedes echarle la culpa al joven marine estúpido que decidió que sería estupendo pasar un fin de semana a La Habana. Pero Endler no te despachará porque yo no se lo permitiré. Ya sabes cómo funciona el cuerpo.
– Ya, nunca dejamos detrás a nuestros muertos. Supongo que ahora me toca a mí.
Bo negó, más enfadado de lo que Falk le había visto desde la instrucción.
Se marchó al poco rato, dejando a Falk desconsolado en el sofá para que considerara su futuro. Las alternativas parecían claras. Contárselo todo a Fowler y que le recogiera en la red la otra parte, y posiblemente enfrentarse a acusaciones de espionaje a cambio. O mantener la boca cerrada y esperar que llegara una pequeña guerra espléndida a salvarle el trasero. Nada como tener aquello en la conciencia, aunque las cosas no ocurran nunca. Lo más doloroso era que el último comentario de Bo fuese cierto: sólo podía culparse a sí mismo. Falk había aceptado el trato, y todavía lo estaba pagando.
Se levantó, vagó por la cocina, abrió la nevera y luego la cerró sin decidirse por nada. Se había desvelado. Volvió a la sala y miró la carta náutica que le había regalado el alférez Osgood. Era una preciosidad, el camino para pasar la vida en el mar. Tal vez debiera haber aguantado y haberse quedado en Maine. Podría haber acabado borracho o ahogado, pero era el tipo de vida a la que acompañaba una claridad reconfortante. El éxito o el fracaso se medían por el peso de tus trampas, y cada día que llegabas a casa a salvo era otra pequeña victoria.
Las ramas arañaron de nuevo la ventana con una fuerte ráfaga de viento, y Falk se sintió inspirado, se le ocurrió una idea. Era una insensatez, pero se apoderó de él como una corriente potente, exactamente el tipo de plan estúpido que cabría esperar del hijo de un langostero borracho después de unas copas para darse valor, sólo que Falk estaba ahora absolutamente sobrio.
Quitó las chinchetas de la pared, bajó con cuidado la carta y la colocó en la mesa. Luego sacó las otras dos cartas del tubo. Era poco más de la una de la madrugada.
Salió al pasillo y fue a preparar sus cosas.
29
El camino fue lento y difícil en cuanto Falk entró en la tormenta. Tenía que cubrir casi un kilómetro entre la maleza, cuesta abajo hacia la avenida Sherman. La ruta que seguía no era empinada, pero el terreno húmedo parecía moverse bajo sus pies. Perdió el equilibrio y se deslizó con los pies por delante en la base de un cactus enorme. El ruido de la lluvia era ensordecedor mientras permanecía en el suelo. Por suerte, ninguna espina le atravesó las suelas de los zapatos.
Mientras se debatía para levantarse, creyó oír que alguien se acercaba por detrás, por lo que esperó inmóvil un momento, con los nervios a flor de piel, otra vez el marine de patrulla. Llegó a la conclusión de que era el ruido de la tormenta que le había engañado y siguió el descenso; el agua saltaba en el ala del sombrero, embravecida con el viento y la lluvia.
La bolsa de lona que llevaba a la espalda no le facilitaba nada el avance. Había pasado media hora preparándose, primero haciendo el petate y luego trazando un curso aproximado en la mesa de la cocina.
Lo más pesado de la carga eran dos garrafas de leche de casi cuatro litros que había recuperado del cubo de reciclaje en la cocina, había enjuagado con agua muy caliente y que luego había llenado con agua del grifo. También llevaba una muda de ropa, un par de zapatos de repuesto y todas sus notas de la semana anterior, con las hojas que había robado del registro y las dos cartas a Ludwig. Lo había envuelto todo en una bolsa de basura, que ató bien y metió en una segunda bolsa, para mayor protección.
Guardó el pasaporte británico, la cartera y el dinero en metálico de Florida en bolsas Ziploc dobles, se preparó luego dos emparedados de manteca de cacahuete y cogió dos bananas de la encimera de la cocina.
Antes de envolver en plástico el tubo de las cartas náuticas, extendió una sobre la mesa y conectó el portátil. Le habían cortado el teléfono, pero, al parecer, se habían olvidado la línea, otra señal de su presunción de que no tenía escapatoria.
Buscó la información más reciente sobre la tormenta en la web de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica. Acababan de actualizarla.
Una vez determinado el curso previsto de la tormenta, Falk calculó que, cuando él saliera, estaría a unas treinta millas al sureste de la bocana de la bahía de Guantánamo. Las primeras horas tendría que capear los vientos más fuertes de la parte superior o derecha del remolino de la tormenta en sentido contrario a las agujas del reloj. No era precisamente lo que hubiese preferido, sobre todo en la embarcación que llevaría. La alternativa era esperar otras cuantas horas, lo cual reduciría considerablemente su ventaja, y supondría mar y cielo más tranquilos para sus posibles perseguidores. Con suerte (y necesitaría mucha), saliendo pronto casi habría llegado a su destino cuando alguien descubriera que se había marchado.
Lo último que hizo antes de salir gateando por la ventana fue anotar algunos puntos que esperaba alcanzar. Los guardó en una bolsa Ziploc más pequeña y se los metió en el bolso de la chaqueta junto al GPS de mano.
Tardó unos diez minutos en llegar a la avenida Sherman, y desde allí siguió el arcén, dispuesto a saltar corriendo a la maleza o a la cuneta si aparecía una patrulla de seguridad. No había mucho donde esconderse, pero las carreteras estaban vacías a aquella hora.
Falk estaba familiarizado con la elección de lanchas motoras por las excursiones de pesca que había hecho en Guantánamo. Las alternativas eran escasas: unas cuantas
Antes de verlo, Falk escucho el sonido del puerto deportivo por el ruido casi frenético de las drizas en los mástiles de los veleros, un sonido que en cualquier puerto parecía el repique de campanillas de aviso diciéndote que no salgas al mar. La oficina de alquiler estaba oscura y silenciosa. Entró sin problema, perforando el cristal de la puerta principal. En el continente, la oficina habría estado provista de un sistema de seguridad, que habría permitido a la policía llegar en pocos segundos. Pero, a pesar de toda la seguridad de Gitmo en el perímetro y en el Campo Delta, apenas se preocupaban de pequeños hurtos y robos con allanamiento, sobre todo en aquel lado de la base. Alguien le había contado que el índice de delincuencia de Gitmo era muy inferior al de las ciudades estadounidenses del mismo tamaño.
Falk se abrió paso a tientas en la oscuridad hacia la parte posterior, donde Skip, el encargado, guardaba las llaves de las lanchas motoras colgadas en un tablero detrás del mostrador. Falk lo encontró en el suelo, apoyado en el mostrador, justo debajo de la caja registradora.
Tendría que llenar el depósito de combustible al salir, una idea peliaguda con las sacudidas del oleaje en el puerto. El depósito de 500 litros de la
¿Qué más? Echó una ojeada alrededor en la oscuridad de la tienda. Un chaleco salvavidas, por supuesto, nunca prioritario para un langostero, pero imprescindible entonces para Falk. Cogió un rollo de cuerda extra para poder atarse a una cuerda de salvamento. Luego cogió otra cuerda y buscó entre los artículos de limpieza de un armario un cubo para usarlo de ancla flotante.
Cuando cerraba la puerta del armario, oyó un chasquido y se encendieron las luces. Falk alzó la vista asombrado. Vio a Van Meter plantado en la puerta de entrada, apuntándole con un revólver.
– Un poco tormentoso para una travesía, ¿no?
– ¿De dónde viene?
– Hice un pequeño examen de su casa y vi suelta una reja de atrás. Desde allí ha sido fácil. He visto venados heridos dejar menos rastro.
– ¿Entonces dónde están las luces intermitentes y la sirena? ¿El espectáculo para el jefe?
– Eso va después. Esos zoquetes de Fowler ni siquiera se han enterado de que se ha marchado.
Falk no sabía si alegrarse o alarmarse con la noticia, que sin duda correspondía al estilo de Van Meter.
– Todavía el Llanero Solitario, ¿eh?
– Menos gente que la cague.
– ¿Es eso lo que hizo Lawson en la balsa con Ludwig?
Van Meter se delató un momento, mirándole con ojos desorbitados. Enseguida se sonrió.
– Razón de más para ocuparme de esto por mi cuenta.
Falk miró a los lados, buscando algo que pudiese servirle de arma. El último comentario de Van Meter requería acción inmediata. ¿Sería de verdad tan estúpido como para cargarse a un agente especial? Sí, por supuesto. Y Falk ya había aportado muchas pruebas que indicaban provocación: huida del arresto domiciliario y allanamiento del puerto marítimo, con la llave de una lancha en un bolsillo y un GPS en la otra, más todos los artículos y un curso trazado.
No sería difícil convencer a las autoridades de que Falk había hecho algún movimiento súbito o amenazador. Pero no se le ocurrió nada que pareciese probable que diera resultado. Tirar el cubo no serviría de mucho. Unos pasos a la derecha había un ancla de esperanza que podría haber ido muy bien en combate medieval, pero no era rival para un revólver semiautomático Beretta calibre 9, el arma habitual de la policía militar.
Van Meter avanzó hacia él, sin bajar el arma mientras caminaba hasta pararse a menos de dos metros, justo fuera de su alcance, pero lo bastante cerca para no fallar el tiro. Una técnica perfecta, en otras palabras. Van Meter podía ser un vaquero estúpido, pero seguía su entrenamiento.
Falk estaba a punto de lanzar el cubo cuando vio movimiento en la entrada. Debió de traicionarle su semblante, porque Van Meter retrocedió.
Entró Bokamper.
– ¡Mecachis! -exclamó Bo, tan tranquilo y engreído como siempre-. ¿El marinero místico que vuelve a sus raíces?
Falk vio el disgusto en la cara de Van Meter. Era evidente que había contado con acabar la faena antes de que aparecieran testigos.
– Debías haberme llamado por radio, Carl. Tienes suerte de que yo haya estado haciendo el mismo recorrido. Y los tres tenemos suerte de que los policías militares que dejó Fowler sigan medio dormidos. Fowler es un alma de Dios en algunas cosas, hay que reconocerlo. ¿No estarías a punto de hacer algo que luego lamentarías, verdad, Carl?
– No lo lamentaría en absoluto, te lo aseguro.
– Esperaba que lo dijeras. ¿Qué tal si desaceleramos un minuto y decidimos el paso siguiente?
– ¿Qué hay que decidir? -preguntó a su vez Van Meter, pero bajó el arma, lo que permitió a Falk respirar al fin-. Aquí tu amigo estaba a punto de largarse en una lancha robada; y eso sin mencionar que parece saber lo que hemos hecho. Si quieres que se entere todo el mundo, será tu funeral.
– Y el tuyo también -dijo Bo.
– En tal caso, todavía tengo algo que hacer.
Alzó de nuevo el arma, colocándola en posición de tiro, y Falk estaba a punto de tirarse al suelo para protegerse, cuando Bokamper arremetió contra Van Meter por detrás, golpeándole lo bastante fuerte en la mano para desviar el tiro, una explosión que hizo añicos la luna de vidrio cilindrado que daba a la bahía. El viento y la lluvia entraron por la abertura con estruendo. En la lucha que siguió entre Bo y Van Meter, a éste se le cayó el revólver, que giró con un repiqueteo metálico. Falk se adelantó y lo recogió sin problema, tan tranquilamente como podría haber recuperado un lapicero que se le hubiese caído.
– ¡Basta ya, tíos! -gritó más fuerte que el viento, mientras los dos hombres se daban cuenta de la nueva realidad. La lluvia arrastrada por el viento los rociaba a los tres y el estruendo de la tormenta lo dominaba todo. A Falk le parecieron aplausos los ruidos de los masteleros.
– De pie, pero despacio. Venga.
– No puedes detenernos a los dos -dijo Van Meter, avanzando con cautela, todavía buscando pelea.
– Ya, pero te disparará a ti primero -dijo Bo-. Te lo garantizo.
– ¿Pero tú de qué lado estás, gilipollas? Le había cogido con las manos en la masa.
– Ya no se trata de lados. Aunque tú no lo comprenderías.
Se refería a la infantería de Marina. A la fraternidad del cuerpo. O tal vez sólo a los amigos. Pero Falk, como Van Meter, tenía un trabajo que hacer.
– Dentro del armario. Los dos.
Bo sonrió y negó, como si fuese objeto de una broma pesada especialmente ingeniosa y hubiese decidido tomárselo con ánimo deportivo. Van Meter era harina de otro costal.
– ¡Tendrás que dispararme primero!
– Entonces no te muevas, porque lo haré encantado. Si no, entra en el maldito armario.
Eso aplacó un poco el acaloramiento de su desafío, y entraron los dos en el armario.
– Ahora dejad las radios en el suelo y empujarlas.
Van Meter tiró la suya, apuntando claramente al revólver, pero falló por varios palmos. Eso convenció a Falk de que tenía que cerrar con llave el armario de inmediato. La puerta era muy fuerte y probablemente también la cerradura. La extravagancia gubernamental tenía sus ventajas a veces. Falk metió bajo la puerta un tope de goma del cuarto de baño. Tendrían tan poco espacio allí dentro que les costaría bastante agacharse lo suficiente para empujarla y soltarla y, en realidad, aplicar la fuerza de palanca suficiente para romper la cerradura. Estarían fuera de servicio hasta que llegara Skip a las nueve a abrir la tienda. Y con aquel tiempo, tal vez Skip durmiera hasta tarde.
Falk se encaminó a la puerta principal y apagó las luces, dejando de nuevo la habitación a oscuras, algo que le calmó los nervios de inmediato. Ahora sólo se oía la tormenta, cuyo estruendo sobrecogedor llegaba por la ventana rota. Pobre Skip. Se empaparía todo el local.
–
Van Meter sólo pudo soltar un angustiado «¡Mierda!», que fue más satisfactorio de lo que Falk estaba dispuesto a reconocer. Lo pasarían bien allí dentro. Sonrió por primera vez en muchas horas.
Pero todo aquello había sido la parte fácil de la noche. El mar era mucho más astuto que Van Meter, y le atacaría con todas sus armas. Su única esperanza eran las maniobras evasivas: todos los trucos de marinero que había aprendido de pequeño. Si vacilaba una vez, podía darse por muerto.
Diez minutos más tarde, Falk ya había llenado el depósito de gasolina y surcaba la bahía encrespada, lo bastante abrigada para permitirle mantener una velocidad de casi veinte nudos mientras el casco golpeaba y chapoteaba en las olas. Las boyas indicadoras del canal se balanceaban desaforadamente, luces verdes y rojas parpadeantes. Falk conectó la radio de la Marina. Todo era silencio en la emisora local. Si su partida aparecía en el radar de alguien -improbable-, o si alguien había oído su motor desde la costa -todavía más improbable con aquella vorágine-, entonces a nadie se le había ocurrido todavía dar la alarma ni intentar avisar al loco que iba al timón.
La estrategia general de Falk era bastante simple. La tormenta se centraba justo al sureste, lo que significaba que el viento y las olas le atacarían por el este cuando cruzara el arco superior del remolino. La corriente predominante seguía la misma dirección, por una dosis doble de fuerza de oleaje. En vez de lanzarse contra ellas y arriesgarse a orzar -una desesperada deriva de costado que permitiría que la ola siguiente lo hundiera- tomaría rumbo suroeste, empujado por mar de popa. Luego, cuando el remolino pasara, Falk ajustaría gradualmente el rumbo al sur para mantener el viento cambiante y el oleaje detrás.
Era un tango angustioso, y las primeras horas serían las más peligrosas. No importaba lo que dijera el Centro Nacional de Meteorología sobre el debilitamiento de
Al amanecer, si todavía seguía a flote, Falk se habría adentrado en la mitad inferior del remolino, donde el viento y el oleaje se moverían en dirección opuesta al avance de la tormenta, atenuando el embate. Falk planeaba seguir entonces rumbo sur, navegando contra la marejada. Consumiría más combustible e iría más despacio, pero cuando dejara atrás la tormenta aumentaría la velocidad. Falk se preparó cuando el barco salvó la Punta Windward, y el mar no le defraudó, recibiéndole con un ruido sibilante mientras las olas pasaban rápidamente de estribaciones a montañas. La media milla siguiente sería la más difícil, hasta que llegara a aguas más profundas.
Falk había capeado muchos temporales, incluso algunos después de oscurecer, pero lo sorprendente de éste era el calor, la atmósfera tropical cargada. La memoria muscular le indicaba que capear una tormenta suponía tener la cara entumecida y las extremidades doloridas, tal vez incluso una capa de hielo sobre las regalas y que el equilibrio se fuese al cuerno. En comparación, esto era una olla asfixiante en una oscuridad bullente. Pero cuando se aferró al timón, enseguida se hizo a la idea de que, sí, uno puede ahogarse incluso en una sauna.
La pequeña embarcación encajó el castigo muy bien, o al menos, mucho mejor que ningún barco en el que se hubiese hecho a la mar el círculo de langosteros de su padre. La primera embestida le llegó del este, y viró a estribor, encontrando el ángulo óptimo a tientas, porque en realidad no podía ver las olas hasta que las tenía prácticamente encima. Sólo podía notar la sacudida y el empuje bajo los pies cuando el casco aceptaba literalmente el reto.
Había poco que ver, aparte de sus luces de dirección o, cuando tenía tiempo e ingenio para comprobarlo, el pequeño rectángulo fantasmagórico del visualizador del GPS. La iluminación restante llegaba de las salpicaduras, trizas de algodón que pasaban como un rayo a su lado en la lluvia torrencial. A veces veía por encima del hombro izquierdo una ola que se alzaba en la popa, y vislumbraba las vetas blancas de espuma en su costado, como una inmensa ballena listada que saltaba del agua y caía luego estruendosamente, lanzándole miraditas.
Pero en algunos momentos casi le daban ganas de reír. Le producía un júbilo loco encontrar el ritmo, como el viaje en trineo de Nantucket del ballenero de Nueva Inglaterra, arrastrado a la gloria o la muerte en las cuerdas de los arpones clavados. Falk recordó la emoción y el espanto (siempre unidos) que había sentido al volver a casa en Stonington antes de una borrasca concreta. Los barriles iban llenos hasta el borde de chasqueantes bichos rayados, sacados durante el día de las nasas. Le olían las manos a cebo, y tenía la cara embadurnada de grasa de pescado, mientras contemplaba aterrado las olas que formaban murallas a su alrededor.
Pero aquella sensación de ritmo podía ser peligrosa, una nana siniestra, porque había inevitables sorpresas que te despertaban de golpe.
Una de esas sorpresas llegó hacia el final de la primera hora, justo cuando parecía que la tormenta empezaba a remitir. Hubo un destello blanco por encima del hombro. Una ráfaga de espuma pasó disparada como si la persiguiese algo terrible. Falk esperó en vilo cuando la lancha se deslizó de pronto en un seno, lo que indicaba que algo inmenso se alzaba detrás. Falk volvió la cabeza y vio alzarse la ola como un acantilado, una ola de casi diez metros que se abalanzó sobre él tan peligrosa y súbitamente que apenas le dio tiempo de girar el timón, desesperado por mover el casco a 45 grados. La popa se alzó, produciendo un efecto aspirante, como si la fuerza del oleaje hubiese eliminado toda la lluvia y el estruendo de la atmósfera. Era asombroso que no se hubiese hundido ya, que la popa no se hubiese sumergido, pero ése era sólo el primer obstáculo que tendría que salvar. Al instante, el barco colgaba al borde de un precipicio. Era la misma sensación de haber remontado una pendiente en la montaña rusa, el momento en que contemplas el vacío debajo y se te corta la respiración antes del descenso. Falk oyó el impulso del mar, y sintió el vértigo cuando el casco se deslizó por la cara de la ola, dejándose llevar ahora, demasiado rápido, lo último que él deseaba. El deslizamiento parecía eterno, la lancha con voluntad propia en un descenso en picado hacia el fondo del mar. Miró la proa, convencido de que atravesaría la negrura espumosa, arrastrando la lancha en un salto mortal. Entonces él se hundiría, la cuerda de salvamento le arrastraría hacia el fondo hasta que consiguiera soltar el nudo.
Pero la ola se extendió, el agua cruzó el espejo de popa por detrás. Eso aportó el contrapeso necesario para levantar la proa ligeramente, justo a tiempo para que planeara en vez de clavarse. Los remolinos de agua barrieron con fuerza la cubierta e hicieron resbalar a Falk, la última mala jugada. Se cayó de culo, pero consiguió no soltar la mano izquierda del timón, pues de lo contrario la fuerza del agua le habría arrastrado hasta que no pudiese más. Pero su frenético aferramiento movió el timón, y el barco cayó a babor violentamente, y, cuando Falk se levantó e intentó corregir el rumbo, el motor protestó con un zumbido, pues la hélice se había alzado por encima de la línea de flotación. La lancha era como un alpinista que ha perdido la sujeción, y la ola siguiente se acercaba para derribarle.
Se produjo entonces un ruido ahogado, un gargarismo humeante al tocar agua la hélice. El casco cayó a estribor, encontrando el ángulo correcto en el momento en que la ola siguiente pasaba por debajo. Falk aguantó, se tranquilizó y agradeció su suerte.
Hubo otras dos olas traicioneras aquellas primeras horas, pero ninguna tan amenazadora como la primera, y cuando la claridad del amanecer apuntó en el horizonte, Falk creyó que lo peor del viaje ya había pasado. Verificó su posición en el GPS y concluyó que había cruzado la sección central del remolino. De allí en adelante, las condiciones mejorarían. Quizá fuese el consuelo añadido de ver al fin la luz del día, pero también habría jurado que el oleaje se estaba calmando. Tal como se había pronosticado,
Falk consultó el anemómetro media hora después y la lectura era dieciocho nudos, con ráfagas de hasta treinta. Seguía siendo una borrasca corta, pero manejable. Falk se sintió más seguro cuando se iluminó el cielo. Iba a conseguirlo.
El problema ahora era mantener la concentración, no dejarse vencer por la fatiga. Hasta la débil luz del alba le hacía daño en los ojos. Después de las horas que había pasado parpadeando para esquivar las ráfagas de agua salada, el escozor era casi insoportable. Lo que más necesitaba era acurrucarse en cubierta y dormir, mientras la cálida película de agua chapoteaba y mecía el bote como una cuna.
Falk se preguntó qué pasaría en Gitmo, que había dejado unas cincuenta millas atrás en línea recta, aunque el curso arqueado que había seguido supondría unas sesenta y cinco millas de alta mar. Seguramente no tendría problema aunque Fowler hubiese ido a buscarle hacia las ocho, suponiendo que los guardias que había dejado vigilando fuera no hubiesen descubierto su desaparición. Y si Fowler esperaba hasta más tarde, entonces no descubrirían su ausencia hasta que Skip llegara al puerto deportivo, hacia las nueve. Sólo podía imaginar la historia que inventarían Bo y Van Meter. Si lo contaban todo, ambos quedarían en situaciones indefendibles. Y no era probable que ninguno de los dos aceptara la tapadera preferida del otro.
Fuera como fuese, lo peor de la tormenta habría pasado de Guantánamo. El equipo de búsqueda aérea dominaría el cielo. Tal vez la tripulación del helicóptero tuviera suerte y le localizara, pero lo dudaba. Era complicado buscar un bote pequeño solo. Falk había visto búsquedas que se prolongaban días en zonas de océano mucho más reducidas.
Más preocupante era que sólo había un limitado número de fondeaderos en sus destinos finales. La Marina avisaría a las autoridades portuarias y a los capitanes de puerto de Haití occidental y de Jamaica oriental del robo de una pieza militar estadounidense, para que estuviesen al acecho, aunque se tratara de una lancha de recreo. Si bien Haití no podía ofrecer la ayuda más eficaz, las autoridades no estarían preparadas para contener cualquier operación directa de búsqueda de Estados Unidos.
Esas circunstancias habían pesado considerablemente en las decisiones de Falk. Había optado por recalar en la isla Navassa, un rombo deshabitado de poco más de cinco kilómetros cuadrados, con acantilados abruptos y suelo muy árido, unas cien millas al sur de Guantánamo, y más o menos a un tercio del camino entre Haití y Jamaica.
Un alférez de la Guardia Costera había hablado a Falk de aquella isla en su época de marine, porque entonces había allí un faro. El lugar tenía una historia extraña. Contaba con abundantísimo guano, el excremento de ave que, tras siglos de acumulación, constituía buena parte de la masa terrestre isleña. El guano era un abono muy apreciado, por lo que Estados Unidos reclamaron la isla poco antes de la guerra de Secesión y cedieron la explotación a una empresa estadounidense. Las ínfimas condiciones de trabajo provocaron una sublevación cruenta, aunque sería el declive del mercado del guano lo que finalmente paralizó el lugar a principios de siglo. La Guardia Costera había cerrado el faro hacía siete años. Ahora los únicos visitantes estadounidenses oficiales eran equipos de investigación biológica del Departamento del Interior. Los visitantes más frecuentes eran pescadores haitianos que solían acampar allí de noche, sobre todo cuando tenían que aguantar una tormenta inminente como
Falk consiguió orientarse y encontrar el camino gracias al GPS. Porque la isla era tan pequeña que seguramente habría pasado de largo. Pero ya sin lluvia y a una velocidad de veinte nudos, con mar picada pero navegable, vio la isla Navassa justo delante: una protuberancia de acantilados grises a modo de frente, con una fina capa de matorrales.
Fue más fácil fondear de lo que había esperado, en una cala escasamente abrigada de la bahía Lulu, al suroeste de la isla. Lo mejor fue que sólo había anclado un maltrecho barco pesquero. El motor parecía sospechoso, y la pintura roja y blanca había visto mejores tiempos; pero Falk supuso que si había aguantado la noche pasada, soportaría unas horas más.
Le costó más trabajo llegar a tierra. Tuvo que hacerlo a nado, debatiéndose veinte yardas de mar todavía con marejada. Se agarró a una escala de hierro suspendida unos veinte metros en la pared del acantilado y le impresionó lo débiles que tenía los brazos y las piernas al subir al resbaladizo peldaño inferior. El oleaje le presionó el pecho contra el metal. Se sujetó con fuerza mientras retrocedía, con la ropa empapada, pesada como un ancla. Fue todo lo que pudo hacer para no caerse de espaldas en el mar esmeralda. Luego recobró el aliento lo bastante para iniciar la larga y lenta subida. Cuando iba por la mitad, el sol salió entre las nubes y sintió su calidez en la espalda. Llegó al final y subió a la tosca plataforma de hormigón, agotado. Podía seguir desde allí por una escalera de hormigón el resto del camino hasta la cima del acantilado. Pero estaba demasiado cansado y se quedó profundamente dormido enseguida.
Despertó a los pocos segundos, al parecer, sobresaltado por una sombra en la cara y fuertes pisadas de sandalias en el hormigón. Fue un momento oportuno, pensó, porque estaba soñando que llegaban muchos helicópteros a echar escalerillas desde el aire, cada una con un Van Meter oscilante al final. Abrió los ojos y vio el rostro moreno y curtido de un individuo fuerte y enjuto, con pantalones cortos harapientos. El hombre se protegió del sol llevándose una mano a la frente y le miró.
Falk miró el reloj. Sólo había dormido una hora. Tenía una sed insoportable, y un denso nudo de bilis en el estómago que le produjo arcadas. Pero primero lo primero.
– ¿Habla inglés? -preguntó.
El individuo negó y habló en un dialecto que Falk no entendía. Debía de ser criollo haitiano, pero un poco de francés podría resolver el problema. Así lo esperaba, porque era todo lo que tenía.
Al parecer, funcionó, porque a los pocos minutos habían acordado la transacción necesaria. El viejo pescador, que se llamaba Jean, era ahora el orgulloso propietario de un
Para ambos fue el acuerdo de su vida.
30
Gonzalo no había dejado de vigilar si le seguían en los cinco días transcurridos desde su reunión con Falk. No sabía lo que le aterraba más: que se presentaran en su casa agentes federales o secuaces enviados por La Habana.
Ambas visitas parecían posibles, como consecuencia de sus comentarios indiscretos en el barco. Pero después de dos décadas de trabajar solo en gran medida, había sentido la necesidad de contar con un aliado mientras Falk y él se balanceaban en el oleaje de la bahía Biscayne. Más extraño aún era que había percibido la misma necesidad en Falk, un aficionado en aquel terreno de juego, si alguna vez lo hubo, pero también un alma gemela.
O eso esperaba Gonzalo. Cómo explicar que hubiese corrido el riesgo adicional de pedir a su viejo intermediario Harry que le entregara un pasaporte actualizado, si no fuera porque creía que Falk, como él, necesitaría pronto más flexibilidad. Era el tipo de presentimiento que compensaba con creces o te creaba graves problemas, y no había dejado de preocuparle desde entonces. Tal vez hubiese sucumbido al fin a la temeridad que afligía a toda la Dirección.
También le inquietaba la posibilidad de perder el puesto. Lucinda influía mucho en eso. Sería un desastre personal que le hiciesen volver ahora. Se vería perdido y solo en La Habana. Como un exiliado.
La buena noticia era que, hasta el momento, no existía ningún motivo de alarma. No habían llegado visitas inesperadas al apartamento, ni pintores no solicitados, ni operarios de teléfono. Su núcleo de asiduos en South Beach seguía siendo constante y afable, las mismas criaturas de costumbres que siempre. Si algún extraño se hubiese acercado a uno de ellos preguntando por Gonzalo, se lo habrían dicho. Seguro, incluso el viejo soldado.
Lo que más le preocupaba era el extraño silencio radiofónico de La Habana. No había llegado ni un solo mensaje por onda corta desde que había entregado el informe de su encuentro con Falk.
«Transmitido mensaje a Peregrino», era todo lo que les había dicho, y todo lo que necesitaban.
Luego había disuelto su equipo de agentes, pagando dólares por un trabajo bien hecho y diciéndoles que no volvería a necesitar sus servicios. Agotabas mucho personal así, pero la recompensa casi siempre era un trabajo seguro.
La actuación de los estadounidenses aquella tarde no le había impresionado: un equipo mínimo, y con escasa experiencia. Una nueva confirmación de que trataba con alguna estructura oficiosa, un equipo independiente que carecía del lustre y la profesionalidad de sus adversarios habituales. La experiencia le había enseñado que un novato que actuara instintivamente en Estados Unidos solía acabar declarando ante una comisión del Congreso o sembrando graves discordias. Los que no iban a la cárcel, se presentaban a las elecciones o dirigían un programa radiofónico de entrevistas.
En cualquier caso, Gonzalo estaba lo bastante nervioso para haber empezado a controlar un buzón de emergencia que había dispuesto hacía años por si su jefe necesitaba contactar con él alguna vez sin pasar por los conductos habituales de la Dirección. Había cambiado la ubicación cada seis meses, pero hasta ahora nunca lo habían utilizado. Aun así, lo comprobaba a diario; iba todas las mañanas en bicicleta antes de la primera taza de café. En el camino de vuelta, tomaba un bollo de queso tierno con un café exprés doble, y luego daba el paseo habitual por la playa.
El emplazamiento actual de la dirección postal quedaba detrás de un ladrillo suelto del muro posterior de un aparcamiento comercial que lindaba con el parque Flamingo, un refugio umbrío con campos de pelota y canchas de tenis. Gonzalo se había sentido consternado al ver colocar hacía poco un letrero que indicaba la inminente construcción de un nuevo complejo de apartamentos. Pronto tendría que buscar otro sitio.
Al menos la noche anterior había sido un gran alivio de tantas preocupaciones. Lucinda y él se habían encontrado para cenar a las diez, la hora que prefería ella, porque le daba la sensación de estar de nuevo en Caracas, su ciudad natal, o en España. El único fallo de una velada, por lo demás perfecta, había sido la insistencia de ella en volver a hablar de trasladarse.
– ¿Por qué no Arizona? -le preguntó, tras haber renunciado a Manhattan y a Los Ángeles-. Allí todavía hay muchísima gente que habla español, y es bonito y cálido. De acuerdo, está en el desierto, pero a mí no me importa el desierto siempre que tú estés cerca de los cactus.
Gonzalo estaba demasiado cansado para discutir, y se limitó a encogerse de hombros. Lucinda lo tomó erróneamente como señal de que siguiera.
– ¿Es el dinero lo que te preocupa? -preguntó, intentando engatusarle más-. Porque ya sabes que yo me alegraría de…
– Por favor, Lucinda. ¿Tenemos que repetir todo esto otra vez?
Él lamentó de inmediato el exabrupto, sobre todo cuando ella apartó el postre a medias y susurró bajando los ojos:
– No, supongo que no. Quizá debería no volver a mencionarlo.
La señal de que el buzón estaba lleno era una chincheta roja clavada en una palmera de la acera del parque, a una manzana del buzón propiamente dicho. Gonzalo había pasado en bici junto al árbol cuatro días seguidos y, como no había visto nada, continuó hasta la bollería.
Aquella mañana, le pareció que había una mancha roja en la corteza gris lisa, a un metro ochenta de altura. Se acercó emocionado y se aseguró. Desmontó lo bastante lejos para echar una ojeada alrededor antes de cruzar la hierba y quitar la chincheta, que tiró luego a una alcantarilla. Ahora pedaleaba más fuerte, procurando mantener a raya la ansiedad.
Todavía no había ningún vigilante en el aparcamiento. Era uno de esos lugares en los que coges un ticket al entrar y luego pagas en una cabina al salir. Gonzalo fue a toda prisa al rincón izquierdo del fondo, cruzó el murete y localizó el ladrillo contando desde la izquierda y desde abajo. Lo sacó, y debajo había un papel doblado, que se guardó en el bolsillo. Colocó el ladrillo en su sitio, echó una ojeada alrededor de nuevo, y se alejó pedaleando a desayunar, notando las gotas de sudor que le corrían por el pecho.
No leyó el mensaje hasta que había cogido su bollo y un ejemplar del
Halcón peregrino abandona nido por mar. Destino desconocido. Águilas en persecución.
¿Había leído correctamente? ¿Se había ausentado Falk de Guantánamo sin permiso? En su vida había oído cosa semejante. Y en un bote, nada menos. Creyó recordar la mención de una tormenta tropical allá abajo y buscó rápidamente la página del tiempo en el
Huir de una base naval de aquel modo constituía un aviso implícito, una señal de que tanto su jefe como él operaban temporalmente en una zona peligrosa, fuera de los límites habituales de lo que la Dirección consideraba propio. Y en Cuba, ese comportamiento no merecía una candidatura ni un programa de radio. Allí el premio era un pelotón de fusilamiento.
Gonzalo intentó calcular el tiempo. Un mensaje que llegaba durante la noche por aquel conducto, tendría por lo menos doce horas, lo cual suponía que Harry (la única fuente plausible del soplo) se habría enterado de la noticia el día anterior y la había comunicado luego por teléfono a La Habana desde casa. Eso significaba que Falk tenía que haberse escapado en algún momento entre la noche del martes y el día anterior al mediodía. Si «las águilas» (es decir, el ejército estadounidense) habían salido en su búsqueda, era probable que ya le hubiesen encontrado. De lo contrario, podría estar en cualquier sitio en aquel momento. Siempre y cuando no se hubiese ahogado. Ningún simple agente del FBI podría haber pilotado un bote con aquel follón. Pero Gonzalo, con su meticulosidad habitual, nunca se había fiado de fuentes secundarias cuando se trataba de elegir y dirigir agentes. Hacía tiempo que había averiguado mucho más de Falk de lo que seguramente le habría dicho él a sus superiores del FBI. Era difícil saber a ciencia cierta lo que había impulsado a Gonzalo a profundizar tanto, pero cuando uno se dedica a crear identidades falsas, se le da muy bien detectarlas, y había algo en Falk que le intrigaba. Así que investigó su origen más a fondo de lo que lo haría nunca, por ejemplo, un reclutador de la infantería de Marina de Bangor. Por eso había elegido Gonzalo un barco para su reunión, como si transmitiera el mensaje: «Mira, conozco todos tus secretos, y sé dónde te sientes cómodo».
En cualquier caso, la noticia significaba que Gonzalo no disponía de tiempo para dar su paseo matinal de costumbre. Tenía asuntos urgentes que atender. Montó de nuevo en la bicicleta y pedaleó hasta el otro lado del parque. Cruzó Collins hasta la avenida Washington y se dirigió a casa.
Se acercó a su apartamento como siempre que iba en bicicleta: no por la parte delantera, sino rodeando y entrando en el aparcamiento de la parte de atrás, abriéndose paso entre un contenedor y un arbusto grande de cocolobo, donde estaba la rejilla de las bicis.
Dejó la bicicleta y se dirigió al hueco de la escalera. Por el corredor de aire localizó un coche desconocido en el bordillo de delante, un Lexus negro en una zona de «Prohibido aparcar». Sólo los repartidores se atrevían a aparcar allí más de unos minutos. Se puso en guardia. Subió las escaleras despacio, agachado.
Al llegar a la segunda planta se asomó por la esquina lo suficiente para ver su puerta. Todo tranquilo, así que se acercó más. La puerta estaba cerrada y las persianas seguían cerradas. Si había alguien dentro, habrían vigilado su llegada desde el dormitorio o la sala de estar, sin apartar la vista de la calle y del césped de delante del edificio. Pegó la oreja a la puerta. No se oía nada.
Empezó a calmársele el corazón acelerado. El Lexus debía ser de alguien que había ido a visitar a un vecino. Estaba neurótico. Iba a sacar las llaves cuando oyó un susurro, sólo unas palabras, ininteligibles, y unas pisadas en el suelo manchado de arena. Su desaliño en la casa le pareció de pronto una bendición. Oyó más voces. Hablaban en español y en voz tan baja que apenas pudo captar algunas palabras. Había al menos dos hombres. Se alejó de la puerta, dobló por la esquina y bajó las escaleras, procurando no hacer ruido. Seguro que le habían visto llegar. Habrían apostado a alguien en la parte de atrás también. Pero eran descuidados, tal como habían ido las cosas durante años.
Así que volvió a subir a la bicicleta y, convencido de que seguirían mirando en aquella dirección, pasó entre el contenedor y el cocolobo, cuyas grandes hojas cerosas sonaban como plástico. Salió a la callejuela que llevaba a una calle lateral.
¿Adónde iría, ahora? A casa de Lucinda no. Podrían estar allí también. Tenía que avisarla. Era casi la hora de ir al trabajo. Lo que necesitaba realmente era un piso franco, pero ninguno era bastante seguro en aquellas circunstancias. ¿Debería llamar a alguno de sus hombres? Tal vez ni siquiera pudiera confiar en ellos ahora.
Pensó entonces en sus amigos de la playa, el disperso grupo de asiduos. Era hora de dar el paso siguiente, de hurgar un poco más en sus vidas o dejar que lo hiciesen ellos en la suya. Pero ¿a cuál de ellos le pediría ayuda?
Al soldado Ed Harbin no. Haría demasiadas preguntas. Los alemanes, Karl y Brigitte serían cordiales y querrían obrar correctamente, pero también querrían claridad, orden, cada cosa en su lugar, lo cual exigiría explicaciones, una lógica que no podía ofrecer.
Los Lepinasse, por otro lado, eran de Haití. Ellos comprenderían mejor que nadie la importancia de no hacer preguntas en el momento inoportuno. Y era jueves, así que estarían allí. Gonzalo pedaleó hacia el sur.
Todos estaban en la playa, como si lo hubiesen planeado con antelación. Una pequeña despedida para un amigo que ni siquiera sabían que iba a marcharse. Harbin estaba en el agua, y nadaba regularmente hacia la boya, con la espalda bronceada brillando al sol, dura como carey. Los Stolze se sentaban bajo su sombrilla de rayas, con los sombreros aleteando en la brisa en torno a su pálida tez nórdica. Y allí estaban también los Lepinasse, sentados junto a su nevera, con el obsequio de un banquete tropical desplegado ante ellos sobre una vieja tela blanca.
Su hija de cuatro años, la menor de los tres hijos que tenían, se levantó y corrió hacia el agua turquesa.
– Hola, Gonzalo -le llamó Charles alegremente.
Karl y Brigitte le saludaron con la mano.
Era grosero precipitar las cosas, pero las circunstancias apremiaban.
– Necesito que me ayudes -dijo en voz baja, mirando a Charles a los ojos-. Que me lleves en coche a un sitio, lo antes posible. A dos sitios, en realidad, y uno queda en Fort Lauderdale. Te pagaré la gasolina. Janette y los niños pueden quedarse aquí.
Charles no vaciló.
– Iremos todos -repuso con firmeza, recogiendo una piña y varias naranjas para el camino-. Lo que te haga falta. Y no tienes que pagar nada. Somos amigos.
Y así se abrió una brecha en la muralla, sin problemas. Los niños protestaron un poco, no serían niños si no lo hiciesen. Dos horas en los asientos de vinilo con el picor de la arena y la sal en el trasero era mucho pedir. Fueron enfurruñados casi todo el camino. Pero Janette y Charles actuaron con un sentido de misión, siendo como eran de un lugar donde nunca se cuestionaba la necesidad de urgencia cuando alguien pedía ayuda.
La primera parada fue en un banco de Aventura, un barrio de renta alta, en el que cajeros y directores estaban acostumbrados a no hacer preguntas, aunque no estaban acostumbrados a que sus clientes llegaran al aparcamiento en un viejo Chevette herrumbroso con todas las ventanillas bajadas y tres niños morenos amontonados con su madre en la parte de atrás.
La transacción se hizo sin contratiempos. Gonzalo enseñó su identificación, les enseñó una llave que llevaba siempre en su cadena y le acompañaron a una oficina con paneles de madera, donde un subdirector le llevó una caja de seguridad y le dejó solo. En el interior de la caja había un permiso de conducir del estado de Nueva York con la fotografía de Gonzalo y varias tarjetas de pago. Todas llevaban un nombre que los jefes de Gonzalo no habían oído nunca, ni siquiera su jefe. También había un sobre con diez mil dólares en metálico, sus ahorros de años de trabajo como guardia de seguridad y oficinista. ¿No era aquello el estilo americano, en realidad, guardar aquellos ahorrillos para el futuro?
Al salir del banco, Gonzalo localizó una cabina telefónica y decidió hacer una llamada rápida. No sabía cuándo vería una que todavía aceptara monedas.
– ¿Lucinda?
– ¡Qué delicia recibir una llamada de mi novio a media mañana! -exclamó ella; luego, como si acabara de advertir el tono apurado de él, preguntó-: ¿Pasa algo?
– Tengo que irme de la ciudad unos días. Por trabajo, claro.
– ¡Vaya! -El entusiasmo había desaparecido-. Claro. -Añadiría algún comentario sobre «las locuras» a menos que él actuara con prontitud.
– Lucinda, tal vez algunas personas pregunten por mí dentro de un par de días. Me buscarán, diciendo que son mis amigos. No les digas nada, pero no te muestres inquieta.
– ¿Qué pasa, Gonzalo? ¿Qué ha ocurrido?
– Confía en mí, por favor. Se solucionará en pocos días. Entonces volveremos a hablar de algunas de tus ideas sobre el traslado, ¿de acuerdo? Las he estado considerando seriamente.
– ¿De verdad?
Él se dio cuenta de que ella no podía decidir si alegrarse o preocuparse.
– Sí. ¿Este sábado tal vez?
– Por supuesto. ¿En mi apartamento?
– Bueno, tal vez sea un poco más complicado. Quizá tengas que hacer la maleta. Pero ya lo hablaremos.
– De acuerdo.-Su tono era ahora apagado, atónito-. ¿Gonzalo? En realidad no eres uno de los chiflados, ¿verdad? -era más una afirmación que una pregunta.
– No.
– Creo que siempre lo he sabido.
– Está bien. Guárdatelo para ti.
– Lo haré. Ten cuidado.
– Por supuesto.
Había tanto tráfico como siempre en la I-95, pero, a los cuarenta y cinco minutos pararon en el bordillo del carril de salidas del aeropuerto internacional de Fort Lauderdale. Antes de bajar del Chevette, Gonzalo puso cinco billetes nuevos de veinte dólares en la mano a Charles, y luego rechazó las protestas de éste.
– Por favor. Es lo justo. Me habéis salvado la vida, de verdad. Y si alguien pregunta por mí, no digáis nada. Ni siquiera a Ed Harbin ni a Karl y Brigitte.
Charles asintió, con gesto decidido. Janette hizo lo mismo. Todos se despidieron, pero fue la despedida de Joseph, su hijo de ocho años, la que confundió a Gonzalo cuando dio la vuelta en la acera para marcharse.
– ¿Volveremos a verlo, señor Rubiero? -le preguntó con ternura, asomando la carita redonda por la ventanilla de atrás.
– No lo sé, Joseph. De verdad que no lo sé.
Y se apresuró a atender sus asuntos.
31
Falk suponía que siempre había sabido dónde acabaría su viaje, por muy tortuoso que fuese el curso. Pero, en realidad, no lo reconoció hasta que se lo dijo en voz alta aquella noche por teléfono al encargado de reservas de unas líneas aéreas.
Llamaba desde un hotel barato de las afueras de Kingston, sentado exhausto al borde de un colchón hundido, procurando mantenerse despierto, después de un restregado caliente en una ducha minúscula. Había cenado en el bar de al lado buñuelos de cocha y dos botellas de cerveza Red Stripe.
El último trecho desde la isla Navassa había sido de ochenta millas. Él y el viejo pescador habían trasladado sus equipos a sus nuevos barcos respectivos. Falk había dormido luego unas horas al sol mientras el mar seguía calmándose. Hacia la una de la tarde, después de beberse casi cuatro litros de agua y devorar los dos emparedados de manteca de cacahuete, se consideró en forma para aguantar otra buena tirada al timón.
A pesar de la limpieza de la lluvia tropical, el viejo barco apestaba a pescado podrido y a lubricante, pero respondió mejor de lo esperado. El motor era otra cuestión. Alcanzaba una velocidad máxima de quince nudos, lo que supuso que no llegó a Port Antonio de Jamaica hasta las seis y media aquella tarde. Habría llegado a Haití en un tercio del tiempo, pero entrar en Estados Unidos procedente de un aeropuerto haitiano habría sido mucho más problemático, sobre todo con pasaporte británico, y eso sin mencionar los peligros de tratar con las autoridades haitianas.
No oyó ningún helicóptero en la travesía. El silencio le indicaba que le habían dado por muerto, que estaban buscando en todos los sitios equivocados o que habían decidido correr un tupido velo. Los rumores habrían proliferado en la base, y montar una operación de búsqueda y rescate sólo habría servido para que se propagaran más rápidamente. Más valía guardar un discreto silencio. Esperarían que apareciera en algún cruce de frontera con su propio nombre. O tal vez creyeran que había navegado un poco costa abajo para entregarse a los cubanos: el viejo traidor astuto que demostraría así finalmente cómo era. Falk suponía que Fowler podría creerlo, en cuanto se enterara de la historia. Bo se guardaría de hacerlo, y esperaba que también Pam.
Prácticamente nadie le prestó mayor atención en el puerto de Port Antonio (otra señal alentadora), así que se echó la bolsa a la espalda y llamó a un taxi resollante para el tortuoso viaje de una hora a Kingston, bordeando el pie de las Montañas Azules.
Y allí estaba ahora, aferrado al teléfono en la habitación de atmósfera viciada mientras el crepúsculo doraba la ventana. Reservó una plaza en el vuelo de las 6:45 a Boston de American Airlines, vía Miami, a nombre de Ned Morris de Manchester (Reino Unido). Dijo al empleado que lo pagaría al contado en la ventanilla. Con tan escaso margen de tiempo, el precio era exorbitante. A aquel ritmo, se quedaría sin dinero antes del sábado.
Falk telefoneó a continuación a Hertz para reservar un coche en Boston, pero de pronto cayó en la cuenta de que Ned Morris no tenía permiso de conducir y colgó al primer timbrazo. ¡Mierda! Tendría que tomar un avión más pequeño hasta Bangor y hacer a dedo el resto del camino (otros cuantos cientos de dólares desperdiciados), o tomar un autobús desde Boston, lo cual parecía interminable, sobre todo a alguien que a duras penas conseguía mantener los ojos abiertos.
Mañana, se dijo, dejándose caer en la cama con un crujido de muelles herrumbrosos. Mañana organizaría las cosas. Se sumió en un profundo sueño, sintiendo todavía el movimiento del oleaje en los músculos cansados, como si se preparara para el embate de una gran ola en la oscuridad.
Por la mañana, con cara de sueño, casi sin tiempo para una taza de café, corrió al aeropuerto para tomar el primer vuelo. No se molestó en adoptar un acento británico (demasiado cansado) y durmió durante la breve escala en Miami. Hasta que ya estaban en la segunda etapa hacia Boston, no se le ocurrió que podría aparecer su cara en televisión, aunque no había habido ninguna noticia sobre Guantánamo en los informativos de la mañana. Así que pasó el resto del vuelo acurrucado detrás de una revista, por miedo a que le reconociese alguien.
Se puso nervioso en la cola de control de pasaportes de Logan, pero pasó casi sin una pausa. Se concentraron sobre todo en los jamaicanos, que asentían repetidamente mientras contestaban una pregunta tras otra. Los agentes de aduanas sonrieron con una venia cuando pasó Falk, agitando la mano, con la bolsa fiable manchada de agua del mar. Menos mal que aún no tomaban las huellas dactilares a los viajeros británicos. Luego cruzó las puertas y pasó la hilera parloteante de los que esperaban a los viajeros y de conductores de limusinas con carteles escritos a mano.
Lo había conseguido. Estaba oficialmente en el país. Pero aún tenía que recorrer kilómetros para poder dormir. Sacó un billete para el vuelo de las 5:17 a Bangor y corrió a un puesto de periódicos a comprar el
Tal vez el general Trabert estuviese maquinando todavía una tapadera. Parecía que al final Washington había conseguido en Gitmo su ideal en la dirección de los medios de comunicación. No salían noticias sin autorización o, al menos, sin semanas o incluso meses de retraso. Falk no era tan ingenuo como para sentirse orgulloso o seguro por esto; pero, de momento, era una ventaja a su favor. Cuando el avión aterrizó en Bangor poco después de las seis, había dormido y comido lo suficiente para recuperar la energía, e inició con entusiasmo el recorrido de los últimos cien kilómetros escasos. Sólo tardó unos minutos en conseguir que parara el primer coche, que le dejó en una salida nada más pasar Bucksport. Agitando la mano mientras el coche desaparecía en una curva, Falk experimentó una profunda sensación de consuelo en el silencio de la estrecha calzada. El cielo vespertino teñía el paisaje de un rosa encendido. Pinos y álamos se inclinaban en ambos arcenes de la carretera, y el rugoso pavimento estaba pandeado y arqueado. El aire olía a resina, a hierba y ligeramente a mar.
El segundo trayecto le llevó hasta South Penobscot. El conductor del tercer vehículo que le paró, un camión frigorífico que acababa de entregar un cargamento de langostas, le dijo que iba directamente a Stonington. Y de ese modo, sin haber tenido realmente tiempo para prepararse, Falk se vio rumbo a casa, botando en los baches de la carretera 15, mientras pasaban las entradas y las casas de antiguos amigos.
Justo antes de cruzar la ciudad de Deer Isle, pasaron la casa en que Falk había vivido sus primeros años. Habían restaurado los lados de madera y habían sustituido el encalado por un azul verdoso. El tejado estaba arreglado y el césped cortado. Al otro lado de la carretera, la casa de McCallum había superado el aburguesamiento, convirtiéndose en una galería de arte. Pero Falk vio en la puerta contigua al señor Simmons, que debía ser ya octogenario, llevando la segadora como lo había hecho siempre, balanceándose en una nube grasienta de gases mientras pasaba entre las cinco fuentes para pájaros que llevaban en su patio toda la vida. Uno de los primeros recuerdos de Falk era lanzar barcos de papel para que flotaran en sus plácidas aguas.
Las vistas se multiplicaron y el goteo de recuerdos se convirtió en un diluvio. Allí estaba el prado que llevaba a la pista del estanque de los lirios, su antiguo lugar para nadar. La ciudad de Deer Isle pasó volando, y Falk vislumbró la pequeña biblioteca en la que había pasado tanto tiempo. Habría cerrado ya a aquella hora, pero imaginó que veía por una ventana los estantes silenciosos, la mesa de roble y el reloj de la pared con su tictac característico. Vio los turistas que paseaban junto a las tiendas de antigüedades, aunque también podrían ser fantasmas que rondaban este museo de su infancia. Sí, podría ocultarse allí perfectamente, porque había mil escondrijos en los que había aprendido a hacerlo. Cuando llegaron a Stonington, literalmente al final de la carretera, encontró habitación en una pequeña pensión con un nombre francés mucho más extravagante que la decoración sencilla pero inmaculada. Era una casa de madera gris, situada en un cerro arbolado que daba a Greenhead Cove, la pequeña ensenada en la que su padre y todos sus amigos amarraban los barcos langosteros durante la temporada. La única habitación libre era una individual junto a la cocina, sin vista, con un baño en el pasillo.
– Mínimo dos noches, el desayuno es a las ocho -le dijo la posadera, que le sonrió pero le echó una ojeada.
No la conocía, ni ella a él. Sabía muy bien que necesitaba afeitarse y ducharse, y la bolsa parecía de pronto sospechosamente insuficiente para un turista apresurado.
– No aceptamos tarjetas.
Estupendo para él.
En cuanto pagó, salió a contemplar las aguas tranquilas de la ensenada, dorada por el crepúsculo. Buscó en vano el casco blanco familiar con su borde azul oscuro entre las muchas embarcaciones que se balanceaban en el agua. De niño, había podido nadar en aquel frío al menos dos meses todos los veranos, tan lustroso como una foca joven. Cuando llevaba un año de marine en Gitmo, Falk había visitado la costa de Massachusetts (nunca se había aventurado a acercarse tanto a casa hasta entonces). Y había descubierto que ya sólo podía soportar unos segundos las temperaturas congelantes del Atlántico Norte. En su momento, decidió que estaba bien, le pareció una señal de que se estaba adaptando a otros lugares. Ahora ya no estaba tan seguro.
Pasaba bastante de la hora de cierre de la cooperativa de langosteros del puerto de Stonington, donde algún viejo podría saber qué había sido de su padre, así que fue en su lugar a la minúscula calle principal. Un puesto de bicicletas de alquiler estaba a punto de cerrar, y Falk alquiló una por veinticuatro horas con el nombre de Ned Morris. Así podría hacer su primera parada a unos kilómetros, en la carretera del aeropuerto.
Pedaleó firme para llegar cuando todavía hubiera suficiente claridad. El ejercicio le sentó bien a los muslos y las pantorrillas mientras aspiraba bocanadas de aire puro y tonificante. Pero se le cayó el alma a los pies al ver la caravana. Estaba vacía y destartalada, las ventanas que le quedaban estaban agrietadas. El terreno estaba cubierto de cardos y hierba alta y el viejo barco langostero estaba colocado sobre bloques de madera. La maleza brotaba como un géiser verde del casco roto. Sólo quedaban algunas franjas desconchadas de la pintura. El resto de la madera era de un gris desvaído. Hacían falta años de abandono para llegar a aquel estado.
Sólo entonces se confesó Falk que había abrigado la esperanza de encontrar allí a su padre. Se había imaginado a un anciano tranquilo, los demonios dominados, que estaría fregando los platos de la cena mientras se oía en la radio un partido de los Red Sox junto a una ventana abierta.
Falk podría haber abierto la puerta de la caravana sin ningún problema, pero el lugar estaba tan obviamente abandonado que no se atrevió a acercarse más. Se quedó mirando desde la carretera mientras oscurecía, escuchando a las ranas arbóreas que se preparaban para la noche. Luego volvió a la pensión pedaleando y fue caminando a un restaurante del pueblo, el Fisherman's Friend, donde decidió derrochar en una langosta. Necesitaba un sabor extravagante a hogar que disipase el fantasma de la caravana que parecía haberle seguido al pueblo.
Creyó reconocer en un reservado del fondo a una antigua compañera, aunque pesaría unos quince kilos más y tenía tres niños, el más pequeño de los cuales no paraba de alejarse de la mesa. Ella miró una vez a Falk con curiosidad, con un atisbo de reconocimiento, y él dominó el nerviosismo lo suficiente para asentir y sonreír. Pero a ella la distrajo el niño, que estaba ahora detrás de la caja registradora sirviéndose un puñado de caramelos de menta.
– ¡Jeffrey! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Jeffrey recibió un azote ligero en los pantalones. Luego cruzó el local otra vez corriendo hacia el perchero que había junto a la puerta.
Después de cenar, Falk paseó por las calles del pueblo y pasó por una heladería muy concurrida, pero todos los clientes parecían forasteros. Tal vez se sintiera mejor acogido allí por la mañana, cuando la comunidad de pescadores y otros que vivían del mar volvieran al trabajo.
Cuando hizo la digestión de la cena, fue dominándole el agotamiento. Al prepararse para acostarse abrió la ventana de su habitación y notó un frescor que no había sentido en una noche de verano desde lo que le pareció una vida. Mientras abría la cama y oía los insectos nocturnos y el oleaje, le dominó una fuerte sensación de la presencia de su padre, como si pudiera oír su respiración en la habitación de al lado.
A la mañana siguiente, después de un desayuno opíparo y tres tazas de café fuerte, fue a la cooperativa. Al abrir la puerta de la oficina sonó una campanilla, y un anciano alzó la vista del mostrador. Era Bob Holman, y reconoció a Falk de inmediato.
– ¿Revere? ¿Revere Falk?
– ¿Qué hay, señor Holman?
– ¡Dios mío!
El anciano salió de detrás del mostrador y dio una palmada con torpeza a Falk en la espalda. Era agradable que le reconocieran, aunque hiciese peligrar su seguridad. De momento, al menos, aún confiaba en estar lo bastante aislado para ser invisible a quienes podían hacerle daño.
– Tu padre debe estar encantado de tenerte en casa.
Así que seguía vivo. Falk sintió que el corazón le latía más deprisa y se ruborizó.
– Acabo de llegar, en realidad. Ni siquiera he tenido tiempo de verlo.
– Entonces supongo que sabes la noticia.
– ¿La noticia?
Holman clavó la vista en el suelo y volvió hacia el mostrador arrastrando los pies.
– No es gran cosa, en realidad, aunque diría que estará deseando contártelo.
– Seguro. En cuanto llegue allí.
Dondequiera que fuese allí. Esperaba que el señor Holman mencionara un sitio sin tener que preguntárselo.
– ¿Te has dado buena vida, eh? Tu padre dice que has vivido en el extranjero. ¿Trabajas para el gobierno?
Peligrosamente cerca.
– ¿Le ha contado él todo eso?
– Pues claro. Menciona todas tus cartas desde Europa. ¿Diplomacia o algo así?
– Sí, algo parecido.
El señor Holman se echó a reír, relajándose de nuevo.
– Eres igualito que él. Lo mismo que describe él siempre, así que pensaremos que hay algo más. Un trabajo más secreto. Pero no te preocupes. No haré más preguntas.
– De acuerdo. Bueno, ¿sabe usted cómo están mis padres? Sobre todo mi padre.
– Dice que no te has casado. Que aún no has encontrado a la chica adecuada.
Falk tragó saliva. Era demasiado extraña la intuición del individuo. Llevaban dos décadas separados, su padre había inventado aquella historia de la nada y casi había adivinado el cuadro completo. Como uno de aquellos escultores forenses que reconstruían todo un rostro con unos fragmentos del cráneo. De pequeño, Falk siempre había creído que el viejo se había desconectado completamente de su familia y que sólo pensaba en sí mismo y en la bebida. Pero tenía que haberles prestado alguna atención. Y había sido el hijo quien había desaparecido completamente.
– Paré junto a la vieja caravana -dijo Falk.
El señor Holman pareció confuso un momento; pero enseguida cayó en la cuenta y se le iluminó la cara.
– Te refieres a la vieja caravana de tu padre. Había olvidado que también viviste allí, ha pasado tanto tiempo… Tuvo que dejarla cuando se trasladó a la residencia, claro. Pero allí está mejor. Le dan todas las comidas a su hora. ¡Demonios! Creo que la mitad de sus amigos pescadores estarán allí ahora. Dame a mí unos años más y ya veremos. -Se rió un poco más fuerte de la cuenta-. Pero ya te lo contará él todo, supongo.
– Sí, estoy seguro.
Sólo había una residencia de ancianos en la isla y quedaba a unos ochocientos metros de su antigua casa, junto a la carretera. Sonó la campanilla de la puerta y entró otra persona, un turista, a preguntar cuándo ponían a la venta la captura del día. Falk aprovechó la ocasión para iniciar su retirada.
– Ya nos veremos, señor Holman.
– Vuelve a vernos, Revere.
Pero Falk comprendió entonces que no tenía forma de llegar a la residencia, a menos que quisiera recorrer once kilómetros en bicicleta. Así que esperó junto a la puerta mientras el señor Holman le decía al turista que volviera más tarde, cuando los barcos estuvieran descargando en la báscula del puerto.
– Por cierto, señor Holman, lamento tener que pedirle un favor, pero me falló el coche de alquiler esta mañana y tuve que llegar al pueblo en autostop. ¿Podría dejarme…?
– Pues claro, hijo. Llévate mi furgoneta. Está ahí mismo.
Le tiró las llaves.
– No la necesito hasta las cuatro.
Y, por la forma de decirlo, Falk se preguntó si el señor Holman habría creído una palabra de los cuentos chinos sobre la carrera en el extranjero de Revere Falk.
Subió al vehículo y arrancó. El sonido del motor parecía el estruendo de una pequeña fábrica; tenía el silenciador destrozado por el aire salino y los crudos inviernos. No era de extrañar que allí todos los mayores de cincuenta hablaran a gritos después de tantos años de tener que hacerse oír con aquel ruido. La vibración del motor le recorrió la columna como señales de Morse enviándole un mensaje de todos los preamaneceres de su pasado, las horas frescas en que se soplaba las manos hasta que se calentaba el motor en el viaje a la bahía. Falk salió del aparcamiento y volvió hacia el pueblo, y luego tomó la carretera 15 hacia el norte. Así que había llegado el momento, suponía, y sentía el estómago ligero y palpitante. Y la sangre que se le agolpaba en la yema de los dedos. Un encuentro para la posteridad. Pero ¿qué demonios diría él?
Falk aceleró, y el motor retumbó. Siguió hacia el norte, tan absorto en las vistas que se desplegaban ante él que ni siquiera se fijó en el Ford azul oscuro que se metió detrás de él justo cuando salía de la ciudad.
El Ford se rezagó enseguida, manteniendo una distancia prudente pero sin perder nunca del todo el contacto.
32
El simple hecho de saber que su padre vivía aligeró la carga de Falk, aunque sólo fuese apartando sus pensamientos de Gitmo.
Una parte de él siempre había creído que cuando reuniera el valor suficiente para regresar encontraría sólo una lápida. En cambio, su padre estaba en aquel momento sólo a unos kilómetros en la carretera 15, tal vez charlando con sus viejos amigos en una sala de juegos, revisando las cartas mientras esperaba el siguiente reparto. Sobrio, nada menos.
Lo que preocupaba a Falk eran las implicaciones implícitas de la noticia que había mencionado Bob Holman, como si bordease de puntillas algo catastrófico. Falk supuso que podría encontrar a su padre conectado a tubos y monitores, con una mirada vidriosa y vacía, y el hijo olvidado hacía mucho.
Entró en el aparcamiento, bajo un dosel de árboles jóvenes. La Residencia Blue Cove era un edificio de ladrillo de una planta, que contaba sólo con treinta camas, no lucrativo y nada selecto. Falk imaginó que pagaría la cuenta alguna dotación gubernamental.
Se acercó a la recepcionista que había detrás del mostrador alargado. A primera vista, la joven le recordó a su hermana, a quien había visto por última vez cuando él tenía once años y ella dieciocho. Le dijo el nombre de su padre, y ella lo escribió en el ordenador mientras miraba una pantalla parpadeante. Cuando volvió a alzar la vista, Falk pensó que el parecido con su hermana se había esfumado y era como cualquier otra joven de cabello oscuro y ojos castaños.
– ¿Su nombre?
Falk vaciló un momento. ¿Y si las cadenas de televisión empezaban a transmitir su nombre en los noticiarios de la tarde?
– Revere Falk. Soy su hijo.
– ¡Vaya! -exclamó la joven, alegrándose-. No sabía que tuviese ningún… Bueno, a nadie.
Así que su padre no había seguido urdiendo sus historias allí, al parecer. Falk se preguntó si tendría alguna fotografía en la habitación. La recepcionista le indicó que siguiera un pasillo a la derecha.
– Si no está despierto, pida ayuda a una enfermera. Y también puede esperar en la habitación.
– Gracias.
El pasillo olía a medicamentos y a desayunos a medio terminar, a cuñas sin lavar y a productos antisépticos. Alguien tosía espasmódicamente en una habitación, y, en otra, alguien gemía. Y parecía que había un televisor a todo volumen en cada una de ellas. La atmósfera estaba cargada, como si estuviese puesta la calefacción. Todos estos pobres cuerpos se helaban enseguida. Cuando encontró al fin la habitación de su padre, había vuelto al precipicio del miedo.
La puerta estaba entornada. Llamó ligeramente y oyó agitarse las sábanas. Una voz ronca de anciano preguntó:
– ¿Sí?
Falk entró enseguida y vio un rostro vagamente familiar, pero reducido a los elementos esenciales, con la piel traslúcida. Reconoció primero los ojos (azul claro y un poco llorosos), que se animaron al reconocerlo cuando se acercó más. Afluyó el color a las mejillas del anciano, y el cambio fue espectacular, como si alguien hubiese aumentado su energía cincuenta mil vatios.
– ¿Papá?
El hombre sonrió ahora realmente, y se le formó una lágrima en la comisura de cada ojo. ¿O intentaría su padre sólo despejar la neblina de su campo de visión?
– ¿Hijo? ¿Revere?
Falk contestó con voz entrecortada:
– Sí, papá. Soy yo.
Cruzó el suelo de linóleo con piernas temblorosas y se acercó a las barras de aluminio de la cama. Tenía un tubo de respiración en la nariz, otro tubo en el brazo derecho, que goteaba un líquido claro de una bolsa suspendida, y un tercer tubo que salía de debajo de las sábanas hasta una bolsa de plástico llena de un fluido amarillento.
– Hijo -dijo su padre, con voz más reconocible ahora-. Así que te lo han contado.
– No, no me han contado nada, en realidad. Sólo decidí que era el momento. Que era cosa del pasado, en realidad.
– ¡Caramba, entonces! ¡Caramba! -aquella leve sonrisa de nuevo.
Su padre alzó una mano blanca y huesuda e intentó tocarle, pero no pudo salvar la barra, así que Falk se la cogió, estrechándosela junto a la muñeca mientras se agarraban con torpeza. Tenía la palma cálida y el dorso helado. La piel parecía tan quebradiza como papel de arroz, como si fuese a romperse con la presión. Falk sintió en la muñeca el levísimo latido del pulso de su padre. Le apretó la palma y su padre apretó también. Falk carraspeó.
– He visto a Bob Holman en la cooperativa. Me ha dejado la furgoneta para venir.
– ¿Qué? ¿Un tipo importante como tú no tiene coche propio? Y pensar toda la basura que les he estado contando.
– Ya me lo ha dicho el señor Holman. Que vivía en Europa. Que trabajaba para el gobierno. En realidad, no ibas muy desencaminado.
Asintió, como si fuese así sin duda.
– ¿Tienes hijos?
– No me he casado. Como imaginabas.
– ¿Dónde vives?
– En Washington.
Gitmo era demasiado difícil de explicar. Además, no quería pronunciar el nombre en voz alta, como si temiera que pudiese detectarle algún radar si lo hacía.
– ¿Trabajo gubernamental?
– Sí. FBI. -Ya había hablado más de la cuenta, por su propio bien. Pero el anciano había sabido al menos aquella parte de la verdad-. Soy agente especial, papá. Hablo árabe, hago muchos interrogatorios. Estoy bastante solicitado estos días.
– Lo sabía. -Sonrió abiertamente ahora-. Estaba convencido de que todas aquellas lecturas compensarían. Eras demasiado listo para seguir saliendo al mar hasta que te ahogaras.
Ojalá lo supiera. Pero ésa era una historia para después.
– Creo que ya no pescas mucho.
El anciano jadeó, pasando bruscamente de la risa a la tos, que consiguió dominar inclinándose ligeramente, conteniendo un estertor en el pecho.
– Hace años -estaba ronco otra vez-. ¿Has visto el barco?
– Ayer, cuando llegué. Está creciendo la hierba entre el casco.
Él asintió, sin extrañarse.
– No ha salido desde el noventa y ocho. Hiciste bien en marcharte, ¿sabes? En largarte cuando lo hiciste. Yo era un desastre, ninguna ayuda para nadie. Sólo quería que me lo dijeras luego. Sólo una dirección, ¿sabes? Una nota para hacerme saber que estabas bien.
– Lo sé. Lo siento.
– No. Yo sí que lo siento.
Su padre asintió de nuevo, una aceptación de cómo eran las cosas, una absolución, hecha con la gracia y la dignidad que había tenido siempre, aunque Falk lo hubiese olvidado después de presenciar tantos momentos de cólera y estupor.
– ¿Y dónde están Henry y Lucy? -preguntó Falk.
Resultaba extraño pronunciar los nombres de sus hermanos, como si hablaran de personas muertas hacía tiempo o citaran algún cuento de la historia antigua. Su padre negó, y las lágrimas afluyeron abundantes ahora a sus ojos, y rodaron despacio por sus mejillas tensas.
– No lo sé, hijo. Todos se fueron. Tu hermano, tu hermana, tu madre. Los ahuyentamos a todos, la bebida y yo. Tú eres el único que ha vuelto.
– Está bien, papá. No volveré a marcharme. Nunca más.
Tendió la mano sobre las barras y tomó la de su padre. El anciano parecía cómodo apoyado en la almohada.
– Lo intenté. Sé que nunca creíste que lo hiciera, pero lo intenté. Aunque nunca con suficiente empeño.
– Lo sé, papá. Está bien. Todo eso ya pasó.
Su padre asintió, hundiéndose más en la almohada, ahora que ambos estaban absueltos. Una calma especial cubrió su semblante. Apretó la mano de Falk, y luego la soltó.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
– Oh. Tres años, algo más. Fuera lo saben con certeza. No estuvo tan mal un tiempo. Pero en cuanto dejé de caminar, bueno… las cosas no han ido muy bien últimamente, eso es todo. Y el peso, prácticamente no peso nada. -Sonrió inexplicablemente-. Verás, cuando yo nací, el médico solía cobrar los partos según el peso. Mi madre se quejaba siempre por eso, porque decía que yo había pesado cuatro kilos, o sea que fui extra. Tal vez si aquí cobran por el peso pueda ahorrar algo de dinero al Estado.
Volvió la risa, y con ella el leve jadeo. Pero no apartaba los ojos de Falk, y Falk estaba seguro de que sabía por qué.
– Te estás muriendo, ¿verdad?
Él asintió, sin lágrimas esta vez, el marinero que afronta la tormenta con la cabeza alta.
– ¿Te lo ha dicho Bob?
– No hizo falta.
– Cáncer. Dicen que avanza rápido. Creen que no duraré mucho.
– Disculpe, señor Falk.
Ambos alzaron la vista al oír la voz de la enfermera, pero iba a buscar a su padre y entró en la habitación con un frufrú de algodón blanco.
– ¡Vaya, tiene una visita! Estupendo. Lamento interrumpir, pero es la hora del baño y la medicación.
– Él es mi hijo, Revere. Trabaja para el FBI, así que tenga cuidado.
Falk sonrió, complacido de haberle proporcionado un pequeño motivo de orgullo.
– Volveré luego -dijo, mientras la enfermera sacaba la cama de la habitación y un camillero se llevaba el gota a gota. Salieron al pasillo como ayudantes de una barcaza que avanzaba lentamente río abajo.
– Que sea mañana -le dijo su padre-. No valdré gran cosa cuando acaben conmigo.
La enfermera asintió desde el otro lado de la cama, afirmando lo acertado del consejo de su padre.
– De acuerdo entonces -respondió Falk. Pero, para entonces, las ruedas de la cama resonaban pasillo adelante.
Falk volvió a recepción un poco entumecido, sin acabar de creer que aquello fuese real. Miró por encima del hombro justo a tiempo para ver desaparecer la cama en la esquina del fondo. Se contuvo y recuperó el control. Ya se estaba preguntando cómo pasaría el tiempo hasta el día siguiente por la mañana, y se paró en recepción para dejar el nombre de la pensión, por si tenían que localizarle. La recepcionista alzó la vista como si hubiese olvidado algo y dijo:
– Ah, señor Falk, hay un caballero en el vestíbulo que quiere verlo.
– ¿A mí?
– Sí, señor. Está ahí mismo.
Señaló tímidamente, como si fuese de mala educación, manteniendo la mano debajo del mostrador; pero Falk no se atrevía a darse la vuelta. Quizá debiera decir que se le había olvidado algo, volver directamente por el pasillo a la habitación de su padre y saltar por la ventana. Quitar otra mampara para esconderse en el bosque. Robar otro bote y huir hacia Dios sabe dónde. Isle au Haut, tal vez, o la isla de los Cisnes. Pero ¿qué sentido tendría hacerlo ahora que le habían localizado?
Así que respiró hondo, se dio la vuelta y vio la cara redonda de Paco, que alzó la vista de una revista y le sonrió como un amigo travieso.
33
– Estamos los dos ausentes sin permiso, como dicen en su ejército, ¿verdad?
– Yo sólo puedo hablar por mí mismo -contestó Falk-. Pero ¿cómo sabía dónde…?
– Por favor -repuso Paco, alzando la mano como un policía de tráfico-. No me pida que revele secretos del oficio. Y pidamos algo de comer. Sería poco civilizado tratar estos asuntos con el estómago vacío.
Estaban sentados en un reservado del Fisherman's Friend. Paco había insistido en invitarle a comer antes de «hacer ningún trato», según sus palabras. Había subido luego a su Ford alquilado y había seguido a la ruidosa furgoneta de Bob Holman de vuelta a Stonington.
En el camino, Falk llegó a la conclusión de que Harry debía haber avisado a los cubanos de su huida. Tantas molestias por mantener a raya los rumores de la base. Pero ¿cómo sabía Paco que él iría allí? Y, si un cubano de Miami podía calcularlo, entonces seguramente lo harían también los estadounidenses.
Estaban repantigados en los asientos de vinilo del reservado como dos trabajadores a la hora del almuerzo, cuando se acercó una camarera con lápiz y bloc de notas.
– ¿No se supone que son buenas las almejas fritas? -preguntó Paco, parloteando como si hiciese aquello siempre. Su humor era contagioso, y Falk decidió disfrutar mientras pudiera.
– Eso o el rollo de langosta. Imposible fallar con ambas cosas.
– Las almejas entonces. -Paco cerró el menú de golpe.
– Que sean dos.
Irreal. Primero, una conversación con su padre moribundo, al que no había visto en veinte años. Y ahora, un almuerzo informal con el pequeño cubano que había vuelto su vida del revés.
– Tuvo que ser muy agradable crecer aquí.
– No comíamos así muy a menudo.
– Me refiero a los bosques, a la costa. Es precioso. Aunque supongo que los inviernos pueden ser muy malos.
– A veces era muy malo todo el año.
Paco se lo pensó un momento.
– ¿Por eso le mintió al reclutador de la infantería de Marina y le dijo que era huérfano?
– Por favor. No me pida que revele secretos del oficio.
Paco sonrió. Parecía que disfrutaba muchísimo.
– ¡Bueno! Ya me dirá qué quiere de mí -dijo Falk.
Paco tomó un buen sorbo de té helado antes de contestar:
– Creo que eso es algo que deberíamos plantearnos los dos, porque ambos podemos ayudarnos el uno al otro.
– ¿Ayudarnos? Mi próxima parada podría ser Canadá. Y después, ¿quién sabe? Claro que si es también un fugitivo, tal vez quiera acompañarme.
– No, no más carreras. Me refería a ayudarnos para poder quedarnos ambos. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el barco? ¿Dar un poco para recibir un poco?
– Sí.
– Sería un buen comienzo. Sólo que esta vez le toca primero.
– Creo recordar que fui el primero la última vez. Quizá pueda empezar contándome algo más sobre para quién trabaja.
– ¿Desde ayer? ¿El día que llegué a casa y me encontré a dos grises de La Habana registrando mi apartamento? Desde entonces trabajo por mi cuenta. Soy una nación de uno. Pero sin duda será bien acogido si solicita la ciudadanía.
De alguna forma, Falk le creyó. Tal vez fuese porque la idea de nación de Paco le resultaba demasiado familiar, no sólo respecto a sí mismo, sino a todos con los que había trabajado en Gitmo: un archipiélago entero de empresarios que trabajaban principalmente para sí mismos; una lucha de organismo contra organismo, conspirador contra conspirador, y que ganara el más sinvergüenza.
– De acuerdo, entonces -contestó Falk, mordiendo una almeja frita. El sabroso aroma a agua salada y grasa le llenó la lengua-. Jugaré. Empecemos el miércoles hace una semana, con el yemení del que quería que me ocupara, Adnan Al-Hamdi.
Paco asintió.
– Tiene razón -dijo-. Estas almejas son buenísimas. Siga, le escucho.
Falk contó su historia de los últimos diez días, mientras Paco aportaba a la misma detalles interesantes desde su punto de vista. A Falk se le ocurrió un par de veces que a lo mejor Paco no estaba huyendo; que a lo mejor todavía trabajaba para los cubanos. Pero ya no le importaba. Era un alivio confesarlo todo y desahogarse. Cuando acabaron de dar cuenta de las almejas, de algunos fritos y de dos enormes raciones de tarta (la de Falk, de crema de coco y la de Paco, de manzana), había llegado a la firme conclusión sobre su insólita alianza.
– He decidido -dijo, limpiándose la boca con una servilleta- que los dos hemos perdido el juicio.
– Quizás esté en lo cierto. Pero también existe la posibilidad de que ambos hayamos recuperado la razón.
– Me gusta más su versión, pero no me convence.
– Una respuesta muy racional. Que apoya mi posición.
En ese punto, no les quedó más remedio que reírse y pagar la cuenta. Falk dejó la propina, mientras Paco iba a la caja. Todavía no sabía qué hacer, aunque le aliviaba contar con un aliado; o con un cómplice, según el caso.
Concluidas las confesiones, dejaron los vehículos en el aparcamiento y fueron caminando hasta el embarcadero, analizando cuál sería su paso siguiente. Salieron a la calle School, que bajaba en pendiente hacia el pueblo. Era un día soleado, con el cielo azul nítido, y temperaturas de veintitantos grados; pero Paco era caribeño y se frotaba los brazos al aire para protegerse del frío. Falk, por otro lado, ya estaba a gusto allí, un camaleón que volvía a cambiar del turquesa tropical al frío azul norteño.
– Supongo que le encontrarán, o nos encontrarán, en un par de días -dijo Paco-. Nuestra gente en Jamaica dice que los federales han registrado a fondo el puerto de un sitio llamado Port Antonio. Incautaron un barco de pesca registrado en Haití y luego hablaron con taxistas y hoteleros.
– ¿Cuándo ha sido eso?
La noticia le impresionó, aunque suponía que no debía extrañarle.
– Ayer. A media tarde.
– Habrán encontrado la lancha de la Marina en Haití. Pobre viejo. Supongo que a estas alturas saben mi nombre falso.
– ¿Ned Morris, de Manchester?
– Por cierto, gracias por eso. ¿Cómo sabía que lo necesitaría?
– No lo sabía. Pero me pareció una buena precaución, teniendo en cuenta dónde estaba y lo que sabía.
– Así que ha seguido en contacto con La Habana. ¿Qué ha sido de la Nación de Uno?
– Sólo con mi jefe. Es el único en quien confío todavía. Llamé y dejé un mensaje en un busca de New Jersey, y él realmente me contestó en una línea sin garantía. Eso le indicará todo lo que necesita saber sobre lo desesperado que está. Me protegerá mientras pueda.
– ¿Y cuánto tiempo será?
– Un par de días. Entonces, los que están en los márgenes vendrán a buscarme.
– ¿Y qué hará entonces?
– Mi jefe cree que debería entregarme. El término operativo sería «desertar». Cree que es la única forma de parar el desastre que se está fraguando. Avisar a los suyos de la «cábala», como dicen ustedes. Los de ambos lados que tienen tantas ganas de provocar una pequeña pelea.
– Chiflados.
– Es lo que ocurre siempre cuando ambas partes están seguras de que ganarán.
– Entonces tal vez debiéramos marcharnos los dos a Canadá. Pero tendremos que llevar su coche. Si vamos en la furgoneta de Holman, nos quedaremos sordos antes de llegar a la frontera.
– Escapar no es la solución -dijo Paco-. Entre los dos, tenemos lo que más desean todos.
– ¿Información?
– Y no sólo sobre su amigo árabe, sino sobre todos los que han participado en esto, en ambos lados.
– Según mi presunto amigo Ted Bokamper, lo importante no es tener la información, sino conseguirla el primero y entonces manejarla como quieras.
– Tiene razón. Precisamente por eso hemos de actuar ahora nosotros. Pero necesitaremos papel y lápiz.
– ¿Para qué?
– Para escribir un mensaje electrónico. Uno para una amplia audiencia. O pequeña, si lo prefiere. Será el mejor juez de quién puede usarlo mejor. Pero tiene que ser a toda prueba, sin defectos ni lagunas. Ahora mismo, somos los únicos que lo sabemos todo, y ése es nuestro vale. El medio de conseguir el reconocimiento internacional para nuestra nación de dos.
– Tengo un cuaderno en la pensión. Podíamos trabajar allí en él.
– Me parece bien.
Llegaron al pie de la colina y torcieron a la derecha en la calle Mayor, junto a los muelles. El tráfico ya se estaba animando y parecía que Paco se divertía, mirando los escaparates y sonriendo a los transeúntes. Falk se paró a mitad de la manzana y alargó la mano para detener a su compañero.
– Están ahí -dijo-. Mire.
Había un Chevy Suburban aparcado delante del hostal.
– Eso sí que es delatarse -dijo Paco, demasiado familiarizado con las prioridades del FBI-. Fíjese. Un hombre en el portal, hablando con el posadero.
– Y lo peor es que casi seguro que son del FBI, probablemente de Bangor. Vayamos a los coches.
– ¿Quiere un consejo? Deje que tome el mando el profesional. Estoy acostumbrado a trabajar con su gente desde el otro lado. Haga lo que le diga y saldremos de aquí.
Otro cambio disparatado de los acontecimientos. Dejar que dirigiese el espectáculo el cubano para poder esquivar a los colegas que se habían entrenado del mismo modo que Falk.
– Adelante.
– Lo primero que hay que hacer es que salga usted de la calle. A lo mejor empiezan a patrullar antes de que consigamos llegar a los coches. Por lo que sabemos, ya tienen una descripción de su furgoneta.
Volvieron rápidamente cuesta arriba. Paco estaba en mejor forma de lo que hubiese imaginado Falk. Uno de los primeros sitios por los que pasaron fue el teatro de la ópera estilo granero. A la derecha, había un callejón, con espacio suficiente para un coche.
– Entre ahí y espere -dijo Paco, mirando alrededor-. Quédese en la parte posterior del edificio. Entraré con el coche en la callejuela para recogerle. Si la cosa se pone fea, lárguese y haga lo que pueda. Pero necesitaremos un refugio.
– La biblioteca -dijo Falk sin vacilar.
– ¿En la calle Mayor?
– En Stonington no. En Deer Isle, diez kilómetros al norte por la carretera 15.
– Perfecto. Completamente fuera del pueblo. Todavía haremos de usted un auténtico profesional. Pero, una pregunta. ¿Cómo va a ir?
– Soy de aquí. Encontraré el medio.
Eso convenció a Paco, que asintió y se fue cuesta arriba. Falk entró en la callejuela, pero su suerte se esfumó casi al momento. No bien había doblado la esquina al final del edificio, cuando se abrió la puerta de una entrada de artistas y salieron en tropel al pequeño aparcamiento tres adolescentes risueños, ataviados con camisetas y pantalones negros. Cargaron cajas en una furgoneta y luego uno de ellos aguantó abierta la puerta de la entrada de artistas y gritó:
– Muy bien, cargadla.
Era evidente que tardarían un rato, y uno de ellos se quedó mirando a Falk de forma extraña, como si se preguntara qué buscaría un hombre adulto allí a plena luz del día. Si le veían subir al Ford, tendrían una descripción del coche, y tal vez también de su conductor; así que Falk volvió por donde había llegado. Con un poco de suerte, alcanzaría a Paco cuando volviera con el coche.
Pero apenas se había dado la vuelta, cuando asomó el capó del Suburban al final de la callejuela. Se agachó rápidamente detrás de un contenedor, y luego vio al gran vehículo deslizarse cuesta arriba. Paco tenía razón. Si Falk se hubiese quedado un minuto más en las calles le habrían atrapado. Conducía el vehículo una mujer, lo que significaba que el individuo que habían visto en la pensión debía estar haciendo las visitas a pie. Falk se preguntó si contarían con refuerzos, o con ayuda local. En cualquier caso, ya no se atrevió a ir al encuentro de Paco. Ni a dejar que los chicos de detrás del teatro de la ópera le echaran otra ojeada.
Se fue cuesta abajo y luego torció a la izquierda para evitar la calle Mayor. Llegó a una entrada de coches que desembocaba en una hilera de hostales. Tal vez si atajaba por unos cuantos aparcamientos pudiese llegar a la carretera 15 e intentar allí que le llevara algún coche. No, entonces sería un blanco seguro. Era mejor parar antes en algún sitio para calmarse y planear el paso siguiente. Claro que si el agente que patrullaba a pie iba de puerta en puerta, seguiría atrapado.
Oyó detrás una voz de mujer:
– ¿Revere? ¿Revere Falk?
¡Mierda! Se acabó.
Falk se dispuso a salir corriendo y, al darse la vuelta, vio a la antigua compañera de clase a la que había reconocido la noche anterior en la cena, la que tenía tres niños y unos kilos de más. Ahora recordó su nombre como una bendición.
– ¿Jenny? ¿Jenny Kinlaw?
– ¡No me digas que te acuerdas! Anoche me pareció que me mirabas, pero con Jeffrey desquiciado no pude acercarme a saludarte.
– Ha pasado mucho tiempo. -Falk miró detrás de ella, sintiendo la necesidad imperiosa de desaparecer.
– ¡A quién se lo vas a contar! Pero tú estás estupendo. ¿Dónde vives ahora?
– En Washington.
– ¡Caramba! Parece importante.
– No tanto. ¿Y tú qué tal?
Tenía que largarse. De pronto le asaltó una idea.
– Estoy aquí mismo cuesta arriba, detrás de la pensión de mi madre. Precisamente iba a casa. Dos horas más de libertad antes de que acabe el servicio de guardería.
– Jenny, sé que te parecerá extraño, así de pronto; pero me encuentro en un apuro. Tengo el coche en el taller, he de ver a alguien en la biblioteca de Deer Isle dentro de cinco minutos, y no sé si podrías…
– ¿Llevarte? Pues claro.
Algo en su tono entusiasta parecía indicar que se lo estaba tomando como una insinuación, pero, en cualquier caso, había funcionado. Su furgoneta roja estaba calle abajo, y él subió con un suspiro de alivio, deseando no tener que agacharse bajo la guantera si pasaba el Suburban.
– ¿Y qué, estás casado? -preguntó Jenny cuando torcieron hacia el norte en la carretera 15.
– No. Supongo que a ti no tengo que preguntártelo, ¿eh?
– Bueno, lo estás haciendo. Divorciada hace dos meses.
– Vaya, lo siento.
– No lo sientas. Steve era una rata.
– De acuerdo.
– Acuesto a los niños hacia las nueve, si quieres pasar luego.
– Claro.
Cualquier cosa por un viaje, siempre qué él pudiera aguantar otros seis kilómetros. A lo mejor para entonces ya se habían prometido. Pero le pareció que ella notaba su nerviosismo, y tal vez lo atribuyera a su descaro. Fuera lo que fuese, desvió de nuevo la conversación hacia temas triviales, y le puso al corriente de las venturas y desventuras de los compañeros de clase a los que no había visto en veinte años. Cuando se le acabaron los nombres, se concentró otra vez en Falk.
– Estaba pensando que es bastante extraño reunirse con alguien en la biblioteca, pero a ti siempre te interesaron mucho los libros, ¿eh?
– Supongo que sí.
– ¡Así que eres gay!
– ¿Qué?
– ¿Eres gay?
– Ah, no.
– Bien, bueno. Entonces pasa cualquier rato antes de marcharte del pueblo.
Gracias a Dios acababan de entrar en el pequeño aparcamiento de la biblioteca de madera blanca.
– Lo haré -dijo él, brindándole su sonrisa más viril mientras abría la portezuela-. Y gracias por traerme.
– A cualquier hora después de las nueve.
– Entendido.
Falk se preocupó un poco al ver que no había rastro del Ford de Paco. Entró en la biblioteca y sus emociones dieron paso a la nostalgia. Lo que más le desconcertó fue el olor: la misma mezcla mohosa a encuadernaciones de tela y papel antiguo, y los estantes de roble y la mesa de lectura grande al lado, donde había pasado tantas horas tranquilas de refugio. También le impresionó el silencio, con su hermética característica, sobre todo si te sentabas junto a la ventana del fondo y contemplabas el juego de la luz del sol en la cala de las mareas. Habían cambiado algunas cosas. El viejo reloj con su tictac fuerte había sido sustituido por un modelo gris grande que zumbaba. Otras novedades eran una cabina de internet y una mesa en la que se exhibían las últimas adquisiciones. Casi todas eran títulos de la lista de más vendidos.
– ¿Puedo ayudarle?
He aquí otro cambio. La bibliotecaria era una mujer esbelta de cuarenta y tantos años. Ninguna relación con la señorita Clarkson, supuso Falk, severa pero afable, que siempre le dejaba quedarse cuanto quisiera, como si fuese discretamente consciente del infierno que se vivía en su casa.
– No, gracias. Estoy esperando a alguien para una breve consulta.
– Bueno, ya me dirá.
– Gracias.
Pocos minutos después apareció el coche de Paco en la calle, y no lo seguía ninguno. Parecía preocupado, hasta que cruzó la puerta y vio a Falk. Entonces esbozó una gran sonrisa y saludó con un gesto a la bibliotecaria.
– Así que lo conseguiste -le dijo en un susurro, respetando la santidad del lugar.
– Por los pelos. He tenido suerte. ¿Ahora dónde?
– Al cibercafé más próximo, supongo. Enviamos el mensaje y luego esperamos que pase la borrasca.
Falk preguntó a la bibliotecaria si conocía algún sitio adecuado.
– Es difícil. Blue Hill, tal vez. En Bangor seguro, pero queda lejos. Claro que siempre pueden usar éste.
Señaló la cabina. Falk se sintió como un idiota.
– ¿Podemos enviar un e-mail?
– Si tienen cuenta de servidor, sí.
– Manos a la obra.
La bibliotecaria les proporcionó unas hojas de papel de cuaderno, y se afanaron una hora, sentados a la gran mesa de roble, escribiendo con los lapiceros cortos y gruesos que suele haber en las bibliotecas. Falk sabía que en algún sitio bajo la mesa figuraban sus iniciales, marcadas con un lápiz igual hacía un cuarto de siglo. Lamentó no tener tiempo para echar una ojeada, aunque era probable que a aquellas alturas alguien las hubiera lijado. Quizá fuese mejor dar por sentado que seguían allí.
Trabajaron deprisa; formaban un equipo excelente. En cuanto se pusieron de acuerdo sobre los puntos esenciales y la idea general, se trasladaron al teclado del ordenador, y Falk empezó a darle. Primero, una breve exposición de su trabajo como agente doble extraoficial para Endler (Falk tenía la información, así que aplicaba su propio enfoque; al menos, aprendía rápido), y la epístola de ambos continuaba con la versión de Falk de las recientes actividades de Fowler, Bo, Endler y Van Meter en Gitmo. No escatimó ninguna prueba del asesinato de Ludwig y dejó constancia de todas las fechorías. Complementaban todo esto los hallazgos de Paco, que encajaban a la perfección. Exponían, por último, una conclusión conjunta de que los elementos delincuentes de los servicios de información estadounidenses y cubanos parecían decididos a provocar una confrontación empleando mal los hallazgos expuestos.
Como plato fuerte del informe (al menos en lo concerniente a los intereses del FBI), detallaban los planes del agente de la Dirección de Inteligencia cubana Gonzalo Rubiero, nombre en clave «Paco», de pasar a Estados Unidos, de forma efectiva y de inmediato, a cambio de la ciudadanía y el traslado confidencial. Falk explicaba brevemente a continuación los propios medios de escapar de Guantánamo, alegando que las actividades de los mencionados conspiradores no le habían dejado otra alternativa.
No era una obra magistral, pero sin duda era un bombazo.
– ¿Quieres añadir algo, Paco? -preguntó.
Después de todo este tiempo, todavía no se acostumbraba a la idea de llamarle Gonzalo.
– A mí me parece terminado.
– Es tan bueno que tendremos que ver con esto mucho tiempo. La cuestión ahora es a quién se lo enviamos. ¿A mi jefe o a sus superiores? ¿Al director, tal vez?
– A mi modo de ver, esto es como elegir entre las almejas fritas y el rollo de langosta. Es imposible fallar. Pero si está muy hambriento, ¿por qué no todo?
– Buen consejo.
Falk puso los nombres de los tres, pero cuando llegó el momento de enviarlo así, vaciló.
– ¿Qué pasa? -preguntó Paco.
– Sólo estaba recordando con quién tratamos. Pensaba en lo que le han hecho ya a las pocas personas que se interponían en su camino. Necesitamos algún respaldo.
Pulsó para volver a la línea «cc» y poner la dirección electrónica de un periodista con quien había tratado en la oficina de Washington del
Respiró hondo, pulsó Enviar y se recostó en la silla. Vieron la línea azul extenderse en la pantalla, una señal de socorro lanzada desde su pequeña balsa, que hacía aguas. Ya sólo era cuestión de quién les alcanzaría primero, sus salvadores o sus perseguidores.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Paco.
– No nos vendría mal tomar un café. Podremos volver en una hora a comprobar si hay respuestas.
– Me parece buena idea.
Falk se dio unas palmadas en los muslos y se levantó, un poco rígido tras la intensa sesión al teclado. Suponía que seguía cansado de la larga travesía por el mar agitado.
– ¡Madre mía! -exclamó la bibliotecaria mirando por la ventana-. Hay más movimiento que en toda la semana.
Otros dos usuarios acababan de salir de un Suburban negro familiar: una mujer con falda azul marino y blusa blanca, que miró por la ventanilla del Ford de Paco; y un hombre con un polo y pantalones caqui (Falk conocía bien el uniforme), que ya estaba subiendo las escaleras.
– Creo que nos quedaremos sin café -dijo Paco.
– Seguro que tendrán un poco en la oficina de Bangor -susurró Falk cuando se abrió la puerta y se oyeron los ruidos de la carretera y el grito de una gaviota-. Bienvenido a su nueva vida, Paco. Espero que sea realmente lo que deseaba.
EPÍLOGO
La historia no se publicó nunca. Demasiados desmentidos y muy pocas confirmaciones.
Además, estaba el asunto del llamado círculo de espías de Gitmo para desviar la atención de los medios de comunicación. Habían arrestado a otros dos intérpretes la semana que siguió a la huida de Falk, y, aunque acabaron retirando todas las acusaciones menos algunas insignificantes, el tema captó la atención del público durante semanas.
Pero cuatro meses después, Falk y Gonzalo seguían siendo hombres libres, lo que Falk consideraba suficiente victoria para su Nación de Dos.
La información de Gonzalo ocupó gran parte de ese tiempo, provocando otra oleada de deportaciones de las secciones de intereses cubanos en Washington y Nueva York. El FBI trasladó luego a Gonzalo con un nombre nuevo. Menos mal, porque Falk pensaría siempre en él como Paco. Falk intentó averiguar el posible paradero, pero nadie admitía saber nada, aunque un agente dejó caer firmes insinuaciones de que estaba en el oeste, tal vez cerca de Scottsdale. Por lo visto, le acompañaba una mujer, y Falk se preguntó si sería la misteriosa Elena, hasta que alguien comentó que era venezolana.
Falk conservó su trabajo, al menos nominalmente, aunque el FBI le había despojado de la autorización de seguridad y le había asignado un escritorio en el edificio Hoover, donde podían vigilarle a todas las horas.
Hubo bajas, por supuesto.
Una de ellas fue Adnan, que desapareció en el vientre de un avión de transporte al día siguiente de que Falk llegara a la isla Navassa. Lo máximo que había podido determinar Falk, basándose en comunicaciones encubiertas con Tyndall y con algunos otros que comprendían su apuro, era que Adnan se había desvanecido en un calabozo yemení para una vida de tormento o abandono, escondido como una de esas vergüenzas nacionales menores que podían hacer daño sólo si se permitía que volviesen a salir a la luz del día.
Cuando Falk pensaba en Adnan ahora -algo que ocurría casi a diario-, recordaba siempre el cartel de la cabina de interrogatorios, la fotografía estilizada de la madre acongojada que deseaba el regreso de su hijo.
El padre de Falk murió tres semanas después de su reencuentro, sin haber vuelto a ver a su hijo. Los interrogadores le dijeron que estaban demasiado ocupados para prescindir de él, aunque pudo telefonear algunas veces. Le permitieron asistir al entierro. El papeleo del patrimonio se resolvió en un día. Alguien tasó el terreno que ocupaba la caravana, y cuando la funeraria sumó los precios, ambas partes acordaron darlos por saldados si Falk firmaba la escritura de cesión. Enterraron a su padre en una colina que dominaba la antigua cantera de granito de la isla, en la que había desempeñado su primer trabajo cuando era joven y soltero y aún no se había hecho a la mar.
Pero eso fue a finales de agosto. Ahora era un miércoles de primeros de diciembre y, mientras Falk abría el correo, sentado a su escritorio en Washington, le llamó la atención el nombre de otro de los caídos, destacando en el remite de un sobre que había sobre el montón: «Doris Ludwig, Buxton (Michigan)».
Abrió el sobre con cuidado, como si los frágiles rastros del dolor de la mujer pudiesen caerse y fragmentarse en el escritorio. La letra era pulcra y clara, la caligrafía de alguien que procuraba no pedir demasiado.
Estimado señor Falk:
Después de todo este tiempo, me apena decir que no he conseguido que alguien responda a mis muchas preguntas sobre la muerte de mi marido en Guantánamo. Esperaba contar con su ayuda, ya que fue el investigador que me telefoneó el pasado mes de agosto. Un tal teniente Carrington del general auditor del cuerpo jurídico militar me dice que usted ya no se ocupa del caso, repitiéndome su anterior conclusión de que la desgracia de Earl, como la llamaba, ha sido dictaminada oficialmente «muerte accidental», debida a un accidente en una embarcación no autorizada.
Pero después de hablar con usted, y también con Ed Sample en el banco de mi marido, no estoy convencida de que el ejército haya investigado bien los asuntos. ¿Puedo preguntarle si está usted de acuerdo con sus conclusiones? No recuerdo exactamente sus palabras, pero me dijo usted algo así como que seguiría con ello. Así que supongo que es lo que le pido ahora. Abajo figura mi dirección electrónica, por si quiere contestarme de ese modo.
Saludos cordiales
Doris Ludwig
PD: NO se trata de dinero. El ejército ha sido más que generoso en ese aspecto. Pero en este momento, ya no sé a quién más recurrir.
De modo que le habían pagado, pero no lo suficiente para comprar su silencio. Bueno, bien hecho, Doris, aunque poco podía hacer Falk en su situación actual. Todo eso se había aclarado hacía sólo dos días, cuando Bokamper había roto un prolongado silencio, telefoneando y proponiendo un encuentro. Se habían indignado muchísimo uno al otro, pero Bob parecía interesado en comenzar de nuevo, o, al menos, en llegar a un acuerdo. Así que escogieron un bar de Georgetown (sin manteles almidonados esta vez) y quedaron a las nueve de la noche.
Bo, que nunca había sido puntual, y que seguramente no lo sería nunca, apareció con su aire arrogante de siempre.
– ¿Qué tal tu chica?
– Seguimos adelante -contestó Falk-. Ella pregunta por ti continuamente, claro.
– Ya lo supongo. Pero me alegra que sigáis juntos. Creo que ella ha demostrado que yo estaba equivocado.
No lo había hecho, en realidad. Pam y Falk se escribían todas las semanas, pero el tono apasionado de sus primeras cartas se había templado. Falk lo achacaba en parte a la distancia. Ella estaba destinada ahora en Fort Bragg, lo bastante lejos para que el viaje en coche los fines de semana fuese práctico. Aunque Falk sospechaba que el problema tenía más que ver con la primera intuición de Bo. Creía que Pam había retrocedido un poco cuando se enteró de su pasado, como si intentase determinar si aquel tipo de hombre encajaría bien con sus propias aspiraciones. Dos veces habían planeado verse el fin de semana, y en ambas ocasiones había surgido una tarea urgente a última hora. Por parte de ella, no de él. Falk no había renunciado, pero empezaba a preguntarse si no desearía ella que lo hiciese.
– Nunca te he dicho lo mucho que me impresionó cómo conseguiste salir de allí -dijo Bo-. En fin, sabía que eres navegante, pero ¡por Dios! ¿En una tormenta tropical?
– Borrasca tropical. Amainó casi en cuanto yo entré. Tampoco hay que exagerar.
– Lo que tú digas, capitán Ahab.
– Además, el verdadero escapista es Endler. Me han dicho que está recibiendo toda suerte de honores ahora por haber evitado una grave situación.
Los dos conspiradores principales de Endler, sin embargo, tampoco habían salido muy mal parados. Uno de ellos, un subsecretario de Estado, tal vez se llevase la peor parte: una jubilación anticipada con una pensión considerable. El otro, un civil del Servicio de Información de Defensa, con cierta propensión a la grandilocuencia, había sido más problemático, hasta que a alguien se le ocurrió la brillante idea de soltarlo en las Naciones Unidas como el siguiente embajador estadounidense. Pendiente de confirmación.
– ¿Qué puedo decir? -preguntó Bo, encogiéndose de hombros-. Otra razón para que sea tan estupendo trabajar para el doctor.
– Estaría de acuerdo, hasta cierto punto, si no hubiese dejado libre al canalla de Van Meter.
– Van Meter todavía no ha salido del apuro. Espera y verás. Le darán tiempo activo y baja deshonrosa.
– Pero no le acusarán de asesinato.
– No sin que todo el follón saliera en un consejo de guerra. Consigues lo que puedes.
– Cumplirá uno o dos años y luego se incorporará a alguna empresa de seguridad que le permitirá matar a iraquíes, cobrando tres veces más que en el ejército.
– Es una industria en expansión. Tal vez debieras enviar tu curriculum.
– Ya lo he considerado. El árabe al menos todavía es vendible.
Conversaron un poco más. Tomaron unas cuantas cervezas. Falk se interesó sinceramente por los hijos y la esposa de Bo, y Bo parecía sinceramente interesado en informarle.
Pero hasta que no pagaron la cuenta, Bo no planteó la pregunta que había colgado entre ambos durante la conversación.
– Entonces, ¿qué somos ahora, Falk? ¿Amigos, quizá?
– ¿Por qué no lo dejamos en compañeros de armas? Me parece que eso lo demostraste en el puerto deportivo.
– Creo que lo aceptaré de momento.
– Bien, pero ¿todavía puedes dormir de noche?
– ¡Oye! Ya me conoces.
– Demasiado bien.
Bo debió tomar el comentario como positivo, porque sonrió. O tal vez no, porque se puso a soltar un sermón que Falk comprendió luego que era el mensaje que había querido transmitirle todo el rato.
– Algo así nunca muere realmente, ¿sabes?
– ¿Algo como qué? -¿Se refería a la amistad?
– Todo ese lío de Cuba. La gente deja de hablar de ello después de un tiempo, pero no significa que haya muerto. Sólo entrará en remisión. Como un tumor. Si se hace algo por despertarlo será tan maligno como siempre.
– ¿Me estás haciendo una advertencia?
– La advertencia es para todos, yo incluido. Así que procura pasar inadvertido. Olvídalo, porque no merece la pena. Empieza a husmear otra vez y podrías despertar una mañana en tu propio Gitmo, uno de esos lugares sin nombre en los que nadie sabe la latitud ni la longitud, ni siquiera la hora del día.
Bo sonreía, como indicando que todo aquello era hiperbólico, o una especie de broma. Falk no le veía la gracia y guardó silencio.
– Vamos, hombre, no creerás que hablo en serio, ¿verdad? No es lo mismo que si les ayudara siempre a conseguir algo así.
– A lo mejor no lo necesitabas.
– Como decía. Uno mismo controla su futuro. Así que más vale no darles una excusa para que sea de otro modo. ¿Es demasiado pedir un amigo a otro?
Bo sonrió de nuevo, y le tendió luego la manaza para despedirse. Falk agitó a su vez la mano sin entusiasmo y salió del bar sin mirar atrás.
Y ahora, con la carta de Doris Ludwig reclamando su atención en la mesa, Falk vio al fin su petición de ayuda como lo que realmente era: la oportunidad de pinchar el tumor o dejarlo en remisión, tal vez para siempre.
Falk redactó tres respuestas distintas, esforzándose en cada una por lograr ese delicado equilibrio entre la compasión y pasar la pelota. Incluso insinuaba en una que quizás algo no hubiese estado a la altura en la investigación, y la instaba a que siguiese indagando.
Se la imaginó entonces volando a Washington con el dinero de Navidad de los niños, para poder pasar unos días recorriendo los pasillos de mármol del Congreso, entrando y saliendo de antesalas minúsculas y atestadas con jóvenes empleados serios, que asentirían y tomarían notas y prometerían actuar mientras rompían el delicado equilibrio entre la compasión y pasar la pelota. Y que olvidarían su nombre y su cara en cuanto tomaran rápidamente sus cafés con leche de la tarde.
Con esa desesperada imagen en la mente, Falk entró en internet, conectó con el servidor de su cuenta personal de correo electrónico y recuperó el menú de bandeja de elementos enviados. Y allí estaba, todavía vivo, aunque enterrado bajo la correspondencia de cuatro meses, más parecido a una bomba sin explotar que a un tumor. Supuso que a Paco no le importaría que lanzara aquel proyectil suyo en un último vuelo de la fantasía, así que hizo clic en Reenviar y escribió la dirección electrónica de Doris Ludwig. Luego añadió una breve introducción:
Estimada señora Ludwig:
Éstos son los hechos tal como yo los conozco. Por la fecha del original y los destinatarios, verá que las autoridades competentes ya fueron informadas. Puede emprender usted nuevas acciones si lo desea. Pero le diré, basándome en mi experiencia personal, que es probable que sus tentativas sólo les causen más dolor a usted y a sus seres queridos. Claro que ésa es una decisión suya y sólo suya. Como mínimo, tiene usted derecho a conocer estas cosas.
Atentamente
Revere Falk
Falk pulsó la tecla de Enviar y se relajó al fin, deseando por un instante que hubiese estado allí Paco para disfrutarlo con él.
Luego decidió que sería mejor que empezara a preparar aquel curriculum.
AGRADECIMIENTOS
Muchas gracias a Torin Nelson, a Mark Jacobson y a las numerosas personas que preferirían que no diese su nombre y que me proporcionaron aclaraciones útiles sobre el procedimiento de los interrogatorios en Guantánamo, y comentarios sobre las extrañas perturbaciones atmosféricas del lugar. Sin el infatigable empeño de la Unión de Libertades Civiles Estadounidense para conseguir la liberación de numerosos documentos del Campo Delta, basándose en la Ley de Libertad de Información, me habría perdido muchas ideas valiosas.
Gracias también a la teniente coronel Pamela Hart, encargada de relaciones públicas del ejército durante mi viaje a Guantánamo en el verano de 2003 para el
Muchos trabajadores del FBI que prefieren guardar el anonimato me prestaron una ayuda extraordinaria explicándome el funcionamiento de los agentes secretos cubanos en Estados Unidos.
Las descripciones de todos los asuntos náuticos del libro habrían sido muy confusas si no hubiese contado con la ayuda de mi padre Bill Fesperman, que podría superar a Revere Falk. Gracias también a mi buen amigo Chip Pearsall por las ideas de sus días de guardacostas.
Y a quienes se lo pregunten, sí, los extractos del semanario del Campo Delta
GLOSARIO
Alambrada, la: Línea divisoria de casi 28 kilómetros de la base naval estadounidense en Guantánamo (Cuba).
Biscuit: Equipo consultivo, integrado por expertos en comportamiento. Médicos que asesoran a los interrogadores sobre los antecedentes y el carácter de los detenidos.
Campo Delta: Principal complejo penitenciario estadounidense en la bahía de Guantánamo, con cuatro campos distintos: los Campos 1, 2 y 3 son de máxima seguridad, siendo el 3 el más estricto. El Campo 4, el ala más reciente, es de seguridad media, con mayores privilegios y bloques de celdas estilo barracones, situación que le ha valido el apodo de el Haj.
Campo Eco: Pequeña prisión dirigida por la CIA, que forma parte del complejo del Campo Delta.
Campo Iguana: Antigua vivienda de oficiales situada en un acantilado, que alberga a tres detenidos menores. Queda aproximadamente a 1,5 kilómetros del Campo Delta.
Campo Rayos X: Las instalaciones tipo jaula que albergaron a los primeros centenares de detenidos que llegaron a Guantánamo antes de la construcción del Campo Delta.
CIA: Agencia Central de Inteligencia. «La Agencia.»
DI: Dirección de Inteligencia de Cuba, equivalente a la CIA estadounidense.
DIA: Servicio de Información de la Defensa de Estados Unidos.
DOD: Departamento de Defensa de Estados Unidos.
Fantasma: Detenido, normalmente alojado en el Campo Eco, del que no existe registro oficial ni figura en el Comité Internacional de la Cruz Roja.
FBI: Oficina Federal de Investigación. «La Oficina.»
Gitmo; La Roca; GTMO: Nombres y acrónimo militar de la base estadounidense en la bahía de Guantánamo (Cuba).
GWOT: Guerra global contra el terrorismo; acrónimo del Pentágono.
JAX: Base de la Marina estadounidense y puesto aeronaval de Jacksonville (Florida).
J-DOG: Grupo de Operaciones de Detención Conjuntas, que aporta la dirección y la policía militar al Campo Delta.
JIG: Grupo de Inteligencia Conjunta, que coordina las operaciones de los interrogatorios en el Campo Delta.
JTF-GTMO: Fuerza de Área Conjunta Guantánamo, la estructura del mando para el Campo Delta y todas sus operaciones de seguridad e interrogatorios.
La Alambrada: Recinto cercado del Campo Delta.
NCOIC: Suboficial al mando, suele aplicarse al comandante de turno de la policía militar en el Campo Delta.
NEX: Establecimiento comercial de la marina. Equivalente a un economato militar.
OGA: Otra agencia del gobierno, abreviatura de Gitmo para la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
OPSEC: Seguridad Operativa.
OSD: Despacho del Secretario de Defensa.
RPG: Granada propulsada por cohete.
SIB: Conducta de manipulación autolesiva.
The Wire («la alambrada»): Nombre del semanario de la JTF-GTMO.
Dan Fesperman