Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera
Guido Guerrieri 02
Traducción de María Antonia Menini
Título original: Ad occhi chiusi
PRIMERA PARTE
1
Nadie deja de fumar.
Como mucho, se deja en suspenso. Durante unos días. O unos meses; o unos años. Pero nadie deja de hacerlo. El cigarrillo sigue ahí, al acecho. Algunas veces aparece en mitad de un sueño, puede que incluso después de cinco o diez años de haberlo «dejado».
Entonces notas el tacto de los dedos sobre el papel; notas el ligero, sordo y tranquilizador ruido que produce cuando lo golpeas sobre la superficie del escritorio; notas el contacto de los labios con el filtro ocre; notas el chasquido de la cerilla y ves la llama amarilla de base azul.
Notas hasta el golpe en los pulmones y ves el humo que se disipa entre los papeles, los libros, la tacita de café.
Entonces te despiertas. Y piensas que un cigarrillo, uno solo, no puede hacer daño. Que lo podrías encender porque siempre tienes aquella cajetilla de emergencia guardada en el cajón del escritorio o en algún otro sitio. Pero después te dices, naturalmente, que la cosa no funciona de esta manera; que, si enciendes uno, encenderás otro y después otro, etc., etc. A veces funciona; otras no. Pase lo que pase, en aquellos momentos comprendes que la expresión dejar de fumar es un concepto abstracto. La realidad es distinta.
Y, además, hay ocasiones más concretas que los sueños. Las pesadillas, por ejemplo.
Ya hacía varios meses que no fumaba.
Regresaba de la Fiscalía del Estado, donde me había pasado un buen rato examinando las actas de un proceso en el que tenía que constituirme en parte civil. Y sentía unas ganas terribles de entrar en un estanco, comprarme un paquete de cigarrillos ásperos y fuertes -tal vez unos MS amarillos- y fumármelos hasta reventarme los pulmones.
El encargo me lo habían confiado los padres de una niña que había caído en la trampa de un pedófilo. Éste se había acercado a la puerta de una escuela, había llamado a la niña y ella lo había seguido. Ambos habían entrado juntos en el portal de un viejo edificio. Una bedela que había presenciado la escena también entró en el portal. El cerdo estaba restregando la pata sobre el rostro de la niña, que mantenía los ojos cerrados y no decía nada.
La bedela gritó. El cerdo se largó, levantándose el cuello de la chaqueta. Un recurso habitual pero eficaz, pues la bedela no consiguió verle bien la cara.
Cuando la niña habló, con la ayuda de una experta psicóloga, se descubrió que no había sido la primera vez. Y ni siquiera la segunda o la tercera.
Los agentes de la policía hicieron bien su trabajo, identificaron al maníaco y lo fotografiaron a escondidas. Delante de la oficina municipal donde trabajaba como un funcionario modelo. La niña lo reconoció. Señalando la fotografía con el dedo mientras le castañeteaban los dientes y apartando finalmente la mirada.
Cuando fueron a detenerlo, los agentes encontraron una colección de fotografías. De pesadilla.
Las mismas que yo había visto aquella mañana en el expediente.
Tenía ganas de romperle la cara a alguien. Al cerdo, a ser posible. O a su abogado. Había escrito que «las declaraciones de la niña ofrecen una evidente falta de credibilidad, fruto de las fantasías morbosas típicas de ciertos sujetos en edad preadolescente». Le habría partido la cara. También se la habría partido a los jueces que presidieron el recurso de solicitud de la condicional y que habían dejado al preso bajo arresto domiciliario. En aquella resolución se leía que «para evitar el riesgo de reiteración de conductas innegablemente graves como las contempladas en el expediente era suficiente una restricción de la libertad personal en la forma atenuada del arresto domiciliario».
Tenían razón. Técnicamente, tenían razón. Bien lo sabía yo, que era abogado. Yo mismo me había mostrado favorable a aquella medida en numerosas ocasiones. Para mis clientes. Ladrones, estafadores, atracadores, individuos en quiebra e incluso algún que otro camello.
Pero no violadores de niños.
En cualquier caso, quería romperle la cara a alguien.
O fumar.
O hacer cualquier otra cosa que no fuera regresar a mi despacho y ponerme a trabajar.
2
Pero regresé al despacho y trabajé sin hacer ninguna pausa, ni siquiera para ir a comer algo, hasta bien entrada la tarde. Después le dije a Maria Teresa que tenía algo urgente que hacer y me fui a la librería.
Estuve dando vueltas entre las estanterías hasta la hora del cierre y fui el último en salir, cuando la persiana metálica ya estaba medio bajada y los dependientes permanecían todos en fila junto a la caja, mirándome sin la menor simpatía.
Llamé al timbre de casa de Margherita y esperé a que me abriera.
Tenía las llaves, pero casi nunca las utilizaba. Lo mismo hacía ella con mi apartamento, dos pisos más abajo.
Cada uno conservaba su vivienda, con los libros, los pósters, los discos y todo lo demás; el desorden, concretamente en mi pequeño apartamento. El suyo era un ático grande, bonito y ordenado. No de manera obsesiva. El orden propio de quien controla con serenidad la situación. Entre nosotros dos, el control lo ejercía ella, pero a mí me parecía bien.
El único cambio tuvo lugar en su casa. Compramos una cama enorme. La más grande que había, y la colocamos en su dormitorio. Me apropié del rincón de un armario y dejé allí unas cuantas cosas mías. Después ocupé un estante del cuarto de baño. Y nada más.
A menudo me quedaba a dormir en su casa. Pero no siempre. A veces me apetecía quedarme a ver la televisión hasta muy tarde -cada vez menos- y a veces quería leer hasta muy tarde. A veces era ella la que quería dormir sola, sin nadie a su alrededor. A veces, uno de los dos salía con sus amigos. A veces ella viajaba por asuntos de trabajo y yo me quedaba en mi casa. No entraba nunca en la suya cuando ella no estaba. Y la echaba de menos a las pocas horas de haberse ido.
Volví a pulsar el timbre justo en el momento en que se abría la puerta.
– ¿Nervioso?
– ¿Sorda?
– Si quieres quedarte en ayunas, basta con que lo digas. No es necesario andarse con indirectas ni rodeos.
No quería quedarme en ayunas y desde el interior del apartamento me llegaban los deliciosos efluvios de una comida recién preparada. Levanté las manos a la altura del pecho, le enseñé las palmas en señal de rendición y entré pasando entre su cuerpo y el marco de la puerta.
– ¿Te he dado permiso para entrar?
– Te he comprado un libro.
Ella me miró las manos vacías y yo me saqué del bolsillo de la trenca la bolsita de la librería. Entonces cerró la puerta.
– ¿Qué es?
– Constantinos Kavafis. Es un poeta griego. Escucha esto: Ítaca.
Abrí el librito blanco, me senté en el sofá y leí.
– Tienes que desear que el camino sea largo. / Que sean muchas las mañanas de verano / cuando en los puertos -al final y con cuánta alegría- / tú toques tierra por vez primera: / detente en los emporios fenicios y compra nácares corales y ámbares / valiosas mercancías todas ellas, también perfumes / penetrantes de todas clases, todos los embriagadores / perfumes que puedas, / visita muchas ciudades egipcias / aprende muchas cosas de los sabios. / Que tengas siempre Ítaca en la mente / que llegar a ella sea tu constante pensamiento. / Por encima de todo, no apresures el viaje, / cuida de que dure mucho tiempo, años…
Margherita me quitó el libro de las manos. Marcando la página con un dedo, miró la tapa -ninguna ilustración, sólo una poesía, también allí-, pasó los dedos por la cartulina blanca y lisa; leyó la contraportada. Después regresó al poema que yo le estaba leyendo y vi que movía en silencio los labios.
Al final, me volvió a mirar y me dio un rápido beso.
– De acuerdo. Te puedes quedar a cenar. Lávate las manos. Pon un disco y pon la mesa. En este orden.
Me lavé las manos. Puse a Tracy Chapman. Puse la mesa y me serví un vaso de vino. Todavía me apetecía un cigarrillo, pero por aquel día el peor momento ya había pasado.
3
Después de cenar a ambos nos apetecía salir. Decidimos ir a un local que había abierto unos cuantos meses atrás. Una vieja nave industrial reformada donde se podía comer, se podía beber, se podía coger un libro, o un periódico, o un juego. Sobre todo, había una minúscula sala de cine donde, a partir de medianoche y hasta la madrugada, pasaban viejas películas ininterrumpidamente.
Podías presentarte a cualquier hora de la noche y siempre había gente. Me parecía una especie de avanzadilla contra la trivialidad de los ritmos ordinarios. Día / trabajo / vigilia / gente. Noche / casa / descanso / soledad.
El cine, sobre todo, era precioso. Mi cine ideal.
Había unas cincuenta localidades, no estaba prohibido hablar, la gente se podía mover y se permitía beber. A veces, entre una película y otra, servían espaguetis, o, cerca ya de la madrugada, café con leche en grandes tazas sin asa y croissants rellenos de nocilla.
A la mañana siguiente yo no tenía ninguna vista y, por consiguiente, me lo podía tomar todo con un poco más de calma. Margherita trabajaba las horas que ella quería. Así que nos vestimos y salimos de muy buen humor.
Almacenes de Ultramar, se llamaba el local. Llegamos allí poco después de las once y, como de costumbre, había gente a pesar de que estábamos a media semana. A muchos de los que había sentados alrededor de las mesas los conocía de vista. Más o menos los que se veían en ciertos locales, en ciertos conciertos y en ciertas fiestas. Más o menos como yo.
Yo trataba de darme un aire distante y autoirónico en cuanto a mi presencia en aquellos ambientes -más o menos de izquierdas, más o menos intelectuales, más o menos sin problemas económicos, más o menos por encima de los treinta y por debajo de los cincuenta (bueno, no, también algunos por encima de los cincuenta)-, pero los seguía visitando. Como todos los demás.
Aquella noche la primera película del programa era House of Games. Una de mis diez películas preferidas. Una extraordinaria historia, nocturna y alucinada, de psiquiatras y estafadores.
Faltaban por lo menos tres cuartos de hora para el comienzo de la película. Margherita vio a dos amigas sentadas a una mesa, se acercó a saludarlas y ellas nos invitaron a sentarnos. Las amigas de Margherita eran novias y ambas se llamaban Giovanna. Y hasta se parecían. Ambas llevaban ropa de hombre y ambas se movían con gestos masculinos. Hasta el extremo de que me pregunté cuáles serían sus papeles -si es que los había- en la pareja. Iban al mismo gimnasio de artes marciales que Margherita.
– ¿Os quedáis a ver la película? -preguntó Margherita.
– No, no creo. Mañana Giovanna tiene que madrugar -dijo Giovanna.
– Sí, nos terminamos este ron y nos vamos a dormir -añadió Giovanna.
En cierto modo me ignoraban. Quiero decir que ambas se habían vuelto hacia Margherita, hablaban sólo con ella y habría podido jurar que no la miraban con inocencia.
En determinado momento Giovanna le preguntó a Margherita si había decidido apuntarse con ellas al curso de paracaidismo.
¿Qué curso de paracaidismo?
– Lo estoy pensando. Me encantaría. Es algo que quiero probar desde hace muchos años. Sólo que no estoy segura de que tenga tiempo.
Conseguí meterme en la conversación.
– Perdona, ¿qué es esta historia del curso de paracaidismo?
– Ah, un amigo de las Giovannas es instructor de paracaidismo. Las ha invitado un montón de veces a participar en un curso. Ya sabes, para sacarse el título. Y ellas me han invitado también a mí.
Te han invitado también a ti porque se te quieren tirar. Quieren que te saques el título de lesbiana. Eso es: el título de lesbiana voladora.
No se lo dije así. Claro. Nosotros, los hombres de izquierdas, no decimos estas cosas; como mucho, las pensamos. Y, además, las dos Giovannas parecían muy capaces de arrancarme las pelotas y de jugar con ellas al
Guardé silencio mientras ellas hablaban del curso de paracaidismo y de lo sensacional que iba a ser, del poco tiempo que exigía en realidad -dos horas semanales entre teoría y preparación física- y del hecho de que con sólo tres saltos te daban el título.
Me vino a la cabeza la idea de hacer algún comentario mordaz acerca del carácter imprescindible del título de paracaidista para una joven profesional urbana a la entrada del nuevo milenio. Y, claro, realmente era una suerte que con sólo tres lanzamientos se pudiera sacar aquel título. Pues sí, chicos, sólo tres lanzamientos.
Me quedé callado, e hice muy bien. Porque tener el valor de lanzarme desde un avión en el cielo, en el vacío, sin miedo, era uno de mis sueños más secretos y prohibidos. Un sueño que jamás había tenido el valor de revelar a nadie y que, lo sabía muy bien pasados los cuarenta, jamás tendría el valor de cumplir.
Un sueño que ahondaba en mis miedos y mis fantasías de niño y que estaba allí para recordarme el paso del tiempo. Y el resto de cosas -pequeñas y grandes- que habría querido hacer y que nunca había tenido el valor de hacer. Que nunca habría tenido el valor de hacer.
Consiguieron convencerla de que encontraría tiempo para seguir aquel curso. Se pusieron de acuerdo para verse dos días después en la sede de la asociación de paracaidismo deportivo, donde las tres se matricularían juntas con un descuento gracias al amigo de las dos Giovannas.
– Yo me voy a ver la película. Empieza dentro de dos o tres minutos. Pero tú no te preocupes, quédate charlando tranquila -dije dignamente.
– No, no. Yo también vengo. Ellas ya se van.
Las dos Giovannas asintieron. Una de las dos, con un gesto de auténtico duro de película, apuró lo que quedaba en su vaso. Nos saludaron -en realidad, saludaron a Margherita- y se fueron.
Nosotros entramos en la pequeña sala de cine cuando las luces ya se habían apagado y la película estaba empezando. Antes de abandonarme a las atmósferas nocturnas y surrealistas de David Mamet, pensé, sólo durante un segundo, en lo mucho que me habría gustado lanzarme al vacío desde un avión o desde cualquier otro lugar bien alto.
Al vacío. Sin temor.
4
– ¿Quiere saber de dónde he sacado este dinero, abogado?
Yo no quería saber de dónde había sacado aquel dinero el señor Filippo Abbrescia, apodado Pupuccio el Negro. Era un viejo cliente mío y su oficio consistía en robar y estafar a las aseguradoras, aunque cuando los jueces le preguntaban, decía ser albañil.
A la mañana siguiente teníamos un juicio en el tribunal de apelación. Por asociación ilícita y estafa, precisamente, y había venido para pagar. Por eso yo no quería conocer el origen del dinero que estaba a punto de entregarme. Pero, aun así, él me lo dijo.
– Abogado, he acertado una combinación de tres aciertos, correspondiente a las extracciones de la sede de la Lotto de Bari. La primera vez en mi vida.
Puso una cara muy rara, Pupuccio el Negro. Me dije que era la cara de alguien que se había pasado la vida robando y ahora no se podía creer que hubiera ganado algo. Me dije que, como muchos otros, se dedicaba a robar y a estafar porque no se le había ofrecido otra opción. Me dije que me estaba volviendo gilipollas por momentos y que me deslizaba sin remedio hacia lo patético.
Así que llamé a Maria Teresa y le confié el dinero que él había dejado encima del escritorio; después Pupuccio y yo repasamos lo que ocurriría al día siguiente.
Teníamos dos posibilidades, le dije. La primera era ir a juicio; en primera instancia lo habían condenado a cuatro años -pocos, pensé yo, para todas las estafas que había cometido- y yo podía intentar conseguir que lo absolvieran. Pero si se confirmaba la sentencia no tardaría en regresar a la cárcel. La segunda era cerrar un acuerdo con el sustituto del fiscal general. Por norma, a los fiscales generales sustitutos -y también a los jueces del tribunal de apelación- les gustan los acuerdos. Todo va muy rápido, la vista termina a media mañana y cada cual puede regresar tranquilamente a su casa o a donde le dé la gana.
En realidad, a los abogados también les gustan los acuerdos en el tribunal de apelación. Todo se hace muy rápido y cada cual puede regresar tranquilamente a su despacho o a donde le dé la gana. Pero eso no se lo dije a Pupuccio.
– Y, si llegamos a un acuerdo, ¿cuánto tendré que cumplir, abogado?
– Pues mira, creo que podríamos intentar acordar dos años y medio. No será fácil porque el ministerio público es muy duro, pero lo podemos intentar.
Estaba mintiendo. Conocía al sustituto del fiscal general que al día siguiente estaría en la Audiencia. Sería capaz de pactar dos meses con tal de irse y no hacer una mierda. No podía decirse que fuera muy trabajador. Pero eso no se lo podía decir a Pupuccio el Negro o a los que eran como él.
La secuencia en casos como éste era la siguiente: decir que el ministerio público era muy duro; decir que se intentaría llegar a un acuerdo, pero que no sería nada fácil y no podía garantizarse; plantear como hipótesis una condena decididamente superior a la que yo tenía previsto conseguir; llegar al acuerdo que ya tenía previsto alcanzar desde un principio, confirmar mi fama de abogado cojonudo y de confianza; embolsarme el resto de los honorarios.
– ¿Dos años y medio? ¿Y vale la pena llegar a un acuerdo, abogado? Ya casi da lo mismo ir a juicio.
– Sí, claro, lo podríamos intentar -dije en tono pausado y ecuánime-. Pero si se confirman los cuatro años, vuelves al trullo. Eso lo tienes que saber.
Pausa profesional. Después añadí:
– Por debajo de tres años, está la libertad bajo custodia prestando servicios sociales a la comunidad. Tú verás.
Pausa del cliente ahora.
– Vale, abogado, pero procure que sean menos de dos años y medio. Cualquiera diría que he matado a alguien. Dos o tres estafas habré cometido.
Yo pensé que, en resumidas cuentas, habría cometido por lo menos doscientas estafas, aunque los carabineros sólo hubieran descubierto unas quince; también había formado parte de aquella asociación para delinquir que precisamente se encargaba de cometer estafas a escala industrial; y tenía unos bonitos antecedentes penales, llenos de eso que se llama antecedentes especiales. No me parecía oportuno entrar en detalles al respecto con el señor Filippo Abbrescia.
– Muy bien, Pupuccio. Tú me firmas ahora el poder y mañana no vayas a la Audiencia.
De esta manera, no me veré obligado a montar numeritos y nos arreglaremos en un momento con el sustituto del fiscal general, pensé.
– Vale, abogado, pero por lo que más quiera, procuremos que sea lo mínimo.
– No te preocupes, Pupuccio. Y después ven a mi despacho y te digo cómo ha acabado. Y, cuando salgas, que mi secretaria te dé la minuta.
Ya se había levantado, pero aún se encontraba delante del escritorio.
– ¿Abogado?
– Dime.
– Abogado, pero, ¿por qué hace la minuta? Después tendrá que pagar impuestos sobre ese dinero. ¿Vale la pena? Recuerdo que cuando venía a verle al principio, usted no hacía minutas.
Yo me quedé mirándolo desde mi asiento, de abajo a arriba. Era cierto. Durante muchos años, buena parte del dinero que había ganado había sido en negro. Después, cuando cambiaron tantas cosas en mi vida, empecé a avergonzarme de semejante conducta. No se trataba de una reflexión lúcida acerca del tema. Simplemente me avergonzaba defraudar a Hacienda y entonces -casi siempre y conforme a una valoración personal de lo justo que era pagar al erario público para cumplir con mi deber- extendía minutas y pagaba un montón de dinero en concepto de impuestos. Era uno de los cuatro o cinco abogados más ricos de Bari. Según la declaración de la renta.
Pero estas cosas no se las podía contar al señor Filippo Abbrescia, llamado Pupuccio el Negro. No lo habría comprendido; es más, habría pensado que estaba un poco mal de la cabeza y habría cambiado de abogado. Cosa que yo no quería. Era un buen cliente y, en resumidas cuentas, un hombre de bien que pagaba con puntualidad. Algunas veces incluso con dinero que no procedía de un delito.
– La Policía Fiscal, Pupuccio, la Policía Fiscal. En estos momentos los abogados la tenemos encima. Tenemos que andarnos con cuidado. Montan guardia cerca de los despachos, ven cuándo baja un cliente y después comprueban si tiene la minuta. Si no la tiene, entran en el despacho y efectúan la comprobación. Y entonces se acaba el trabajo. Yo prefiero no correr el riesgo.
Pupuccio pareció aliviado. Yo era un poco gallina, pero, en el fondo, pagaba los impuestos para evitar males peores. Él no lo habría hecho, pero podía comprenderlo.
Esbozó una especie de saludo militar, acercando la mano a una imaginaria visera. Adiós, abogado; adiós, Pupuccio.
Después dio media vuelta y se fue.
Cuando hubo transcurrido por lo menos un minuto y estuve seguro de que ya había abandonado el despacho, me puse a hablar solo en voz alta.
– Soy un gilipollas. De acuerdo, soy un gilipollas. ¿Hay alguna ley que lo prohíba? ¿No? Pues entonces me comportaré como un gilipollas todo lo que me dé la gana.
Después apoyé la cabeza contra el respaldo del sillón y me quedé contemplando un punto indefinido del techo.
Permanecí de aquella guisa un tiempo indeterminado hasta que sonó el teléfono.
5
Maria Teresa contestó, como siempre, al tercer timbrazo. Al momento oí el zumbido de la línea interna.
– ¿Qué hay?
– El inspector Tancredi, de la Brigada Móvil.
– Pásamelo.
Tancredi era casi un amigo. Sin que jamás nos hubiéramos tratado, yo tenía -y creo que él también la tenía- la sensación de que había algo en común entre nosotros. La clase de policía que desearías encontrar cuando eres la víctima de un delito; la que desearías evitar como la peste si el delito lo has cometido tú. Sobre todo, cierto tipo de delitos. Tancredi se encargaba de maníacos, violadores, pedófilos y similares. Ninguno de ellos se había alegrado de que Tancredi se hubiera encargado de él.
– Carmelo. ¿Cómo estás?
– Hola, Guido. Estoy bien, más o menos. ¿Y tú?
Hablaba en voz baja, con un ligero acento siciliano. Oyéndolo hablar por teléfono sin conocerlo, uno habría podido imaginarse a un hombretón alto, grueso y barrigudo. Tancredi no medía más de metro setenta, era delgado y llevaba el cabello un poco largo y siempre alborotado y tenía un poblado bigote negro. Despachamos rápidamente los cumplidos y después me dijo que tenía que verme. Un asunto de trabajo, especificó. ¿Del mío o el suyo? Del mío y del suyo, en cierta manera. Quería ir a verme al despacho con una persona. No dijo quién era la persona ni yo se lo pregunté. Le dije que nos podíamos ver pasadas las ocho, cuando yo me quedara solo en mi despacho. Le iba bien y quedamos así.
Llegaron sobre las ocho y media. Ya se habían ido todos y fui yo mismo a abrir la puerta.
Tancredi iba acompañado de una treintañera o poco más. Debía de medir por lo menos un metro setenta y cinco y llevaba el cabello recogido en una coleta, vestía unos vaqueros desteñidos y un gastado chaleco de piel negra.
Una compañera de Tancredi, pensé, aunque jamás la había visto. Típico estilo masculino de agente femenina de la brigada antitironeros o de la de lucha contra la droga. Debía de haberla liado y ahora necesitaba un abogado. Al verla -con aquella cara de alguien con quien no desearías pelearte-, pensé que podía haber llegado a maltratar a algún sospechoso o un detenido. Son cosas que ocurren en los cuarteles y las comisarías.
Los hice pasar a mi despacho y allí Tancredi hizo las presentaciones.
– El abogado Guido Guerrieri…
Le tendí la mano, esperando oír algo así como «el agente Fulana o el inspector (en Italia no hay que llamar jamás inspectora a un inspector de policía de sexo femenino: se cabrean como fieras) Zutana». Pero Tancredi no dijo nada de eso.
– …y ella es sor Claudia.
Me volví hacia Tancredi y después volví a mirar a la cara a la chica. Él esbozaba una leve sonrisa, como si le hiciera gracia comprobar mi asombro; ella no sonreía. Me estrechó la mano sin decir ni una sola palabra, mirándome directamente a la cara con una expresión extrañamente concentrada. Sólo en aquel momento presté atención al minúsculo crucifijo de madera que llevaba colgado alrededor del cuello con un cordoncito de cuero.
– Sor Claudia es la directora de Safe Shelter. ¿Has oído hablar de esto?
No había oído hablar de eso y él me explicó lo que era. Sor Claudia permanecía en silencio, sin quitarme los ojos de encima. Desprendía un levísimo perfume que yo no sabía identificar.
Safe Shelter era una comunidad con sede secreta -que siguió siendo secreta incluso después de nuestra conversación- en la que se acogía a mujeres víctimas de trata de blancas, de verdugos, maltratadas por maridos violentos y obligadas a abandonar el domicilio conyugal, ex prostitutas y colaboradoras de la justicia.
Cuando ellos -la policía o los carabineros- necesitaban colocar a alguna de estas personas, sabían que siempre tenían abierta la puerta de
Tancredi hablaba, yo asentía con la cabeza y sor Claudia me miraba. Estaba empezando a sentirme un poco incómodo.
– Muy bien pues, ¿en qué puedo servirles? -dije, pero ya mientras terminaba de pronunciar la frase me sentí un perfecto imbécil.
Como cuando se me escapan expresiones del tipo «qué hay», o «buen día» o «¿todo bien?», etc.
Tancredi no prestó atención y fue directamente al grano.
– Hay una chica que colabora como operadora voluntaria en la comunidad de sor Claudia. En realidad, colaboraba. Ahora no se encuentra en las mejores condiciones para hacerlo. Bueno, te voy a contar brevemente la historia. Hace unos años esta chica conoce a un tío. Lo conoce después de un difícil período de su vida que, en realidad, jamás ha sido fácil. Este individuo parece un príncipe azul. Amable, atento, enamorado. Rico. E incluso guapo, dicen las mujeres. Prácticamente perfecto. En resumen, a los pocos meses se van a vivir juntos. Por suerte, sin casarse.
Era una historia que ya me habían contado otras veces y no sólo por motivos de trabajo. Por eso me colé en una pausa del relato de Tancredi.
– Y, al cabo de unos cuantos meses de convivencia, él empieza a cambiar. Al principio, ya no es tan amable; después empieza a mostrarse violento, en un primer momento sólo de palabra, pero más tarde también físicamente. En resumen, la convivencia se convierte en un infierno. ¿Es eso?
– Más o menos. Por lo que respecta a la primera parte de la historia. A lo mejor, el resto te lo quiere contar sor Claudia.
Buena idea, pensé. Así dejará de mirarme de esa manera, que ya me está empezando a poner nervioso.
Sor Claudia tenía una voz suave y femenina, casi hipnótica. En contraste con su aspecto, con su cara, con su mirada. Seguro que sabe cantar, pensé mientras ella daba comienzo a su relato.
– Yo digo que no cambió después del inicio de la convivencia. Ya era así antes. Simplemente dejó de fingir porque ya no lo consideraba necesario. A aquellas alturas, ella le pertenecía. Empezó a ofenderla, después a pegarle y, a continuación, a hacerle cosas que ella misma podrá contar, si quiere. Más adelante, a montar guardia cerca de su lugar de trabajo, convencido de que ella tenía un amante. Para pillarla desprevenida. Como es natural, jamás la pilló, porque no había nada que descubrir. Pero eso no lo tranquilizó. Intensificó su maldad. Cuando una noche ella le dijo que ya no podía más y que, si la situación no terminaba, se iría, él la machacó.
Interrumpió bruscamente su relato. Su rostro decía que habría querido estar presente cuando ocurrieron los hechos. Y no para quedárselos mirando.
– Al día siguiente, ella cogió algunas de sus cosas, sólo las que podía llevar sin ayuda, y se fue a casa de su madre. Antes vivía en su propio apartamento, pero lo había dejado al irse a vivir con él. A partir de aquel momento empezó la persecución. Delante del despacho. Delante de casa de su madre. Por la mañana. Por la noche. La seguía. La llamaba al móvil. La llamaba a casa. A todas horas del día y, sobre todo, de la noche.
– ¿Qué le decía?
– De todo. Dos veces le pegó por la calle. Una mañana se encontró el coche completamente arañado con un destornillador. Como es natural, no hubo pruebas de que hubiera sido él. En cualquier caso y resumiendo, su vida, tal como usted ha dicho, abogado, se convirtió en un infierno. Yo y las chicas de la comunidad estamos tratando de ayudarla. Cuando podemos, la acompañamos y la vamos a recoger al trabajo. Durante unas cuantas semanas, estuvo viviendo en la casa-refugio, que por lo menos es un lugar que él no conoce y en el que no la puede encontrar. Pero eso no son soluciones. Ya no tiene vida, no puede salir de noche, no puede salir a dar un paseo, ir a comprar al supermercado, nada sin el terror de encontrárselo delante. O a su espalda. Y, en efecto, ya no sale. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cárcel. En cambio, él puede andar por ahí tranquilamente.
– Pero ¿ha presentado una denuncia, esta chica?
Contestó Tancredi.
– Ha presentado tres. Una a los carabineros, una a nosotros en la comisaría y la tercera directamente a la Fiscalía del Estado. Por suerte, esta última le fue asignada a la Mantovani, que trabajó en el caso como Dios manda. Hizo las investigaciones que se podían hacer, escuchó a la chica, obtuvo los listados de los teléfonos y los certificados médicos y después solicitó la captura sin pérdida de tiempo del animal.
– ¿Con qué cargos?
– Malos tratos y actos de violencia con agravantes. Pero fue inútil. El juez rechazó la petición señalando que no había motivos para adoptar medidas preventivas. Y ahora llegamos a la parte más interesante del asunto. Porque sor Claudia ha venido para preguntarte si estás dispuesto a asumir la defensa de esta chica y a constituirte en parte civil en su nombre. Después de que otros dos compañeros tuyos se hayan negado a hacerlo. Un malpensado diría: «por la misma razón que ha inducido al juez a no detener a ese caballero».
Le pedí que me lo explicara mejor y él se limitó a pronunciar un nombre. Me lo hice repetir para estar seguro de que había oído bien. Cuando tuve la certeza de que estábamos hablando de la misma persona, solté una especie de silbido. Sin decir nada.
Tancredi me contó el resto. La fiscal sustituta Mantovani, inmediatamente después de haber recibido la negativa a la petición de medidas preventivas, había solicitado el envío a juicio. Él había recibido la citación para la vista y había ido a ver a la chica a la puerta de su casa.
Le dijo que lo denunciara todas las veces que quisiera, total, a él no le iba a pasar nada. Porque nadie tendría el valor de tocarlo. Y añadió que, de paso, la haría picadillo.
Por eso ella necesitaba un abogado. Porque tenía miedo, pero no quería echarse atrás. Tancredi también me reveló quiénes eran mis dos compañeros de profesión a los que había recurrido la muchacha antes que a mí. Uno había dicho que lo sentía, pero que tenía por principio no asumir la defensa de la parte civil. Yo sabía muy bien quién era y me pregunté si conocía siquiera el significado de la palabra principio.
El otro había dicho que estaba desbordado de trabajo y que, por desgracia, no podía aceptar el caso. Por desgracia, claro. En aquel momento, la muchacha estaba desesperada y aterrorizada. No sabía qué hacer. Había hablado con sor Claudia y ésta había hablado con Tancredi. Para pedirle consejo. Éste le había mencionado mi nombre. Y ambos habían ido a verme. Sin la chica. Ni siquiera le habían hablado de la reunión porque, si yo también me negaba, sor Claudia no quería que la chica lo supiera.
Llegados a aquel punto, el relato ya había terminado. No me tenía que sentir obligado a aceptar el caso, terminó diciendo Tancredi. Si me negaba, ellos lo comprenderían. Y estaban seguros de que no alegaría motivos de principios o de exceso de trabajo para negarme.
Silencio.
Miré a sor Claudia. No tenía la pinta de alguien capaz de comprenderlo. Para nada.
Me pasé la mano por la cara a contrapelo de la barba, que ya me había vuelto a crecer desde la mañana. Después me pellizqué cuatro o cinco veces la mejilla entre el índice y el pulgar sin dejar de rascarme la barba.
Al final, hice una mueca de suficiencia y me encogí de hombros. No había ningún problema, dije. Yo era un abogado y un cliente era igual que otro. Mientras lo decía, pensé que era una gilipollez.
Me pareció que los rasgos de sor Claudia se relajaban imperceptiblemente. Algo similar al alivio. Tancredi sonrió sin apenas mover los labios, con cara de no haber tenido jamás la menor duda acerca del resultado de la partida.
Ya no quedaba apenas nada que decir. La chica tendría que acudir a mi despacho para firmarme el poder. Y para conocernos, claro, puesto que yo estaba a punto de convertirme en su abogado. Después yo iría a ver al ministerio público para hacer las copias del expediente. Me lo tendría que estudiar todo rápidamente. El juicio empezaría dentro de dos semanas. Le pedí a sor Claudia que me dejara un número de teléfono y, tras dudar un instante, ella anotó en un papelito el número de un móvil.
– Es mi número. Un teléfono que está siempre encendido.
Cuando se fueron, me apoyé de espaldas contra la puerta, mirando al techo. Hice el gesto de buscar en los bolsillos el paquete de cigarrillos que no estaba allí.
6
Por regla general, yo también me habría tenido que ir. Ya había superado ampliamente mi horario, no había pasado por casa ni siquiera cinco minutos desde que saliera por la mañana y necesitaba darme una ducha y quizá también comer algo.
Pero, en lugar de irme, me quedé en el despacho. Me senté detrás del escritorio de mi secretaria. Para pensar, o algo por el estilo.
Gianluca Scianatico era un célebre imbécil. Un típico y conocido exponente de la Bari pija. Algo mayor que yo, ex matón fascista, jugador de póquer. Y cocainómano, según se decía.
Era médico y trabajaba en un hospital universitario de la Policlínica. Nadie que conociera ciertos ambientes de Bari podía creer que hubiera llegado hasta allí -licenciatura, cursos de especialización, oposición, etc.- por sus propios méritos.
Su padre era Ernesto Scianatico, presidente de una de las salas de lo penal del Tribunal de Alzada. Uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Sobre él, sus amistades, sus asuntos extrajudiciales, se había dicho prácticamente todo. Siempre en voz baja, en los pasillos del tribunal o en otro lugar. Se hablaba de declaraciones anónimas acerca de toda una serie de hechos relacionados con él, tanto de manera directa como indirecta. Se decía que algún abogado, y también algún magistrado, había intentado denunciarlo.
Se sabía que todas aquellas declaraciones, tanto anónimas como firmadas, no habían surtido el menor efecto. El presidente Scianatico era de esos que saben cubrirse las espaldas.
Una de las ideas más estúpidas que se le podían ocurrir a alguien que se dedicara a mi oficio -el de abogado penalista en Bari- era enfrentarse con él. Aproximadamente la mitad de los juicios, tras la sentencia de primera instancia, pasaba a su sala para la revisión del juicio. Es decir, aproximadamente la mitad de mis juicios pasaba a aquella sala para la revisión. Se me estaba abriendo un brillante futuro profesional, pensé.
– Enhorabuena, Guerrieri -dije entonces en voz alta, tal como me ocurría desde la infancia cuando mis pensamientos se volvían demasiado ruidosos-, has encontrado una vez más un follón en el que meterte. Has superado el fatídico umbral de los cuarenta, pero tu habilidad para acabar en líos de todo tipo, orden y condición sigue absolutamente intacta. Bravo.
Me quedé un buen rato así, preocupado. Con la mirada vagando por las estanterías y entre los volúmenes que las llenaban.
Después me harté.
Una constante de mi vida es que, al cabo de un rato, siempre me harto de todo.
De las cosas buenas y de las malas.
De casi todo.
En cualquier caso, mientras dejaba de preocuparme, acudieron a mi mente algunas de las cosas que poco antes me había contado Tancredi. De cuando él había ido a verla tras haber recibido la citación. ¿Qué le había dicho? Ah, sí. Que podía denunciarlo todas las veces que quisiera, total, a él no le ocurriría nada. A él nadie tendría el valor de tocarlo.
Y de esta manera, mientras dejaba de preocuparme, empecé a cabrearme. Me hizo falta muy poco para llegar al punto justo.
– A tomar por culo Scianatico, padre e hijo. A tomar por culo los dos. Ahora veremos si no te puede ocurrir lo que se dice nada, cabrón.
Después me dije que aquél sí era el momento de irme a casa.
Eso me lo dije mentalmente. Señal de que el estruendo del cerebro se estaba amortiguando.
7
Martina Fumai se presentó en el despacho sobre las siete de la tarde siguiente en compañía de sor Claudia. Maria Teresa las hizo pasar a mi despacho y yo las invité a sentarse en las dos sillas que había delante de mi escritorio.
Martina era muy agraciada, cabello castaño corto, muy bien maquillada, un no sé qué de huidizo en la mirada y los gestos. Muy delgada. Una delgadez un poco antinatural, como si hubiera seguido una dieta y no se hubiera detenido en el momento adecuado. Llevaba un suave perfume y puede que se hubiera puesto más del necesario.
Hablaba en voz baja y, nada más sentarse, me preguntó si podía fumar. Podía, por supuesto que podía, y entonces ella se encendió un fino cigarrillo sacado de una cajetilla blanca con motivos florales. Una marca desconocida. La clase de cigarrillos que jamás me han gustado. Tenía un encendedor cilíndrico con la cara de Betty Boop. Pensé que debía de significar algo.
Me agradeció que hubiera aceptado el caso. Yo le dije que no había ningún problema -justamente así, con una expresión que detesto: no hay ningún problema- y después le entregué las hojas con los poderes que tenía que firmar.
Me preguntó si hacía bien en constituirse en parte civil. Por supuesto que no. Es una locura. Saldremos con los huesos rotos. Tú y, sobre todo, yo. Y todo porque de niño leía tebeos de Tex Willer y ahora no soy capaz de echarme atrás cuando sería lo más inteligente que se podría hacer. Como en este caso precisamente. Tal como han hecho mis pragmáticos compañeros.
Pero no lo dije. En vez de eso, la tranquilicé. Le dije que no tenía que preocuparse, que efectivamente no era un procedimiento fácil, pero que lo abordaríamos de la mejor manera posible, con decisión pero también con prudencia. Y todo un montón de bobadas por el estilo. Al día siguiente iría a la Fiscalía para hablar con la representante del ministerio público y recoger los papeles. Dije que, por suerte, la magistrada Mantovani, era una persona seria. Y eso era cierto.
Dije que nos volveríamos a ver cuando yo hubiera examinado los papeles, unos cuantos días antes de la vista. Prefería hablar del caso tras haberme hecho una idea de lo que contenía el expediente.
La reunión duró una hora como mucho. Durante todo este tiempo sor Claudia no dijo ni una sola palabra. Se pasó el rato mirándome con aquellos ojos indescifrables.
Cuando se fueron, dirigí casi involuntariamente una mirada a sus ajustados vaqueros. Fue sólo un momento, antes de recordar que era una monja y que aquélla no era manera de mirar a una monja.
8
Llegó una vez más el fin de semana. Nos habían invitado a una fiesta dos amigos de Margherita. Rita y Nicola. Alocados pero simpáticos. Para disponer de más espacio, se habían ido a vivir a un chalet de las afueras de la ciudad, junto a la vieja carretera que conduce al sur y discurre entre el mar y el campo.
Dicho de esta manera, podría parecer romántico. Pero el chalet estaba medio en ruinas, el jardín parecía el de la casa de los Usher, tal como lo describe Poe en su célebre relato y, a pocos metros de la verja, se reunían cada noche unas chicas del Este más o menos vestidas, según la temporada. Los vehículos de sus clientes se detenían prácticamente en casa de Rita y Nicola. Llegaban constantemente hasta bien entrada la noche. De vez en cuando también aparecían la policía o los carabineros, hacían una redada de clientes y de chicas, repatriaban a algunas y, durante unos cuantos días, cesaba el tráfico. Después, en cuestión de una semana, todo volvía a ser como antes. La campiña que se extendía en la parte de atrás del chalet estaba poblada por manadas de perros asilvestrados y salpicada de ruinas que se utilizaban como depósitos de objetos robados. Eso yo podía afirmarlo con conocimiento de causa, puesto que uno de los contrabandistas que usaban aquellas ruinas era cliente mío y una vez había sido detenido mientras descargaba un camión de aparatos de alta fidelidad precisamente en una de aquellas barracas.
Para Rita y Nicola todo aquello no suponía aparentemente ningún problema. Pagaban un alquiler tan bajo que hasta resultaba ridículo por más de trescientos metros cuadrados de superficie que en el centro de la ciudad jamás se habrían podido permitir el lujo de conseguir. El chalet estaba lleno de toda suerte de cosas de lo más extrañas. Y, cuando se celebraba alguna fiesta, de personas de lo más extrañas.
Rita era pintora y daba clases en la Academia de Bellas Artes. Nicola era propietario de una librería especializada en new age, filosofías y prácticas orientales y esoterismo.
Una de las habitaciones del chalet estaba decorada con esteras en el suelo y espejos en las paredes. Allí se hacían seminarios de meditación trascendental, de tai chi chuan, de shiatsu; reuniones de estudio acerca del Libro Tibetano de los Muertos, el horóscopo chino y similares.
Nicola era una especie de Buda del extrarradio, estilo personaje de Hanif Kureishi, para entendernos. Sólo que no actuaba en el Londres de los años setenta, sino en la Bari del dos mil. Más concretamente, entre el barrio de Iapigia y Torre a Mare.
Antes de salir, en el momento de prepararme, mientras me estaba lavando los dientes delante del espejo del cuarto de baño, me pareció ver algo bajo los ojos. Como una ligera sombra o una leve hinchazón. Enjuagué el cepillo, lo dejé en su sitio y miré con más detenimiento. Eran efectivamente dos ligerísimas inflamaciones entre los ojos y los pómulos.
Bolsas debajo de los ojos, pensé textualmente. Me cago en la mar. Mierda.
Con cierto titubeo y sin dejar de mirarme al espejo, acerqué el índice de la mano derecha a una de aquellas… cosas. Allí estaban. Lo decía el tacto además de la vista.
Probé a tirar hacia abajo con el dedo de aquella piel que ya no me parecía la mía. No era elástica; tenía la debilitada resistencia de un tejido un poco desgastado. Eso pensé, por lo menos en aquel momento.
Entonces me empecé a estudiar la cara muy de cerca en el espejo. Me di cuenta de que tenía arrugas en las comisuras de la boca, cerca de los ojos y, sobre todo, en la frente. Largas y profundas como trincheras. ¿Cómo era posible que me hubieran salido sin que me diera cuenta? Me pellizqué la piel en distintos puntos de la cara para ver cuánto tiempo tardaba en volver a su sitio. Mientras hacía el experimento, me vino a la mente cuando de pequeño, sentado en el regazo de la bisabuela, le pellizcaba las mejillas. Tiraba de ellas hacia abajo y después observaba cómo la piel volvía a su sitio. Muy despacio.
Eso me hizo recordar también el cuello, todo lleno de arrugas y pliegues, de la bisabuela. Entonces estudié el mío. Que, naturalmente, era el cuello normal de un señor de cuarenta años, sano y en aceptable buena forma física. Mi bisabuela, cosa en la cual no me había detenido a pensar en un primer momento, tenía por lo menos ochenta y cinco años en la época de mi recuerdo, y puede que algunos más.
Estaba a punto de dar comienzo a una afanosa búsqueda de señales del tiempo -que evidentemente había pasado sin que yo me diera cuenta- cuando sonó el timbre de la puerta. Entonces, consultando el reloj, observé en este orden: a) que Margherita ya estaba lista y llamaba a mi puerta probablemente pensando que yo también lo estaba, puesto que ya era la hora de irnos; b) que no estaba listo en absoluto; c) que, a lo mejor, me estaba agilipollando ligeramente.
Fui a abrir, no señalé el punto c) a Margherita (y para evitar que lo percibiera ella sola por su cuenta, me abstuve también de preguntarle si, a su juicio, yo tenía arrugas o bolsas debajo de los ojos), terminé de prepararme a toda prisa y, un cuarto de hora después, ya estábamos en la calle. Por aquella noche dejé de preocuparme por el paso del tiempo y por los anexos dermatológicos.
Ya desde fuera del chalet se oía la música. Instrumentos de viento y de cuerda, tonalidades remotas y místicas, algunos golpes de gong. Lo mejor de la new wave vietnamita, me explicó alguien poco después. Un género musical que me encanta escuchar. Incluso durante cinco minutos seguidos.
La casa estaba llena de humo de incienso y de personas. Algunas eran casi normales.
Margherita desapareció casi de inmediato en la niebla y entre la gente; poco después la vi charlando con un tipo alto, delgado y barbudo, de unos cincuenta años. El barbudo vestía un impecable traje cruzado príncipe de Gales y, allí en medio, parecía una aparición irreal. Yo no conocía a casi nadie y no me apetecía demasiado conversar con los pocos que conocía. Así que me entregué casi de inmediato a la comida, que estaba abundantemente dispuesta encima de una larga mesa.
Había una cosa que parecía una especie de gulasch, pero que no era húngara, sino indonesia, y se llamaba rendang de buey. Después había algo semejante a una paella, pero que no era española, sino también indonesia y se llamaba
Sea como fuere, me lo comí todo, incluso unas crepes de mango con salsa de coco y un pastel de plátanos y canela. Puede que estas dos cosas fueran vietnamitas; en cualquier caso, estaban muy ricas.
Me di una vuelta por la casa y mantuve charlas insulsas con sujetos alelados. De vez en cuando veía a Margherita, que seguía conversando con el barbudo. Empecé a molestarme ligeramente y miré a mi alrededor en busca de alguien que tuviera un cigarrillo que ofrecerme. Pero enseguida recordé que había dejado de fumar y, de todos modos, nadie fumaba. El humo es decididamente old age.
Estaba sentado en un sofá, bebiéndome el cuarto -o puede que el quinto- vaso de vino tinto procedente de viñedos de agricultura ecológica. Se parecía un poco al viejo Folonari toscano, pero, bueno, tampoco quería ser tan tiquismiquis.
Se sentó a mi lado una chica vestida estilo revolución cultural. Pantalones de tela color azul cielo y una chaqueta-camisa del mismo tejido con cuello a la coreana.
Era muy mona, tirando más bien a rolliza, piercing con un brillantito en la nariz, cabello largo negro y ojos azules. Tenía un aire vagamente soñador -o vagamente idiota- en la mirada, pensé. Habló sin previo aviso.
– A mí esta música vietnamita no me gusta mucho.
Entonces no eres tan tonta como pareces, pensé. Me alegro. A mí tampoco me gusta, es más, se me antoja una serenata para uña y pizarra. Estaba a punto de decir algo por el estilo cuando ella añadió:
– A mí me gusta mucho la música tibetana. Creo que es más adecuada para evocar auténticos momentos de meditación.
Ah, ya. La música tibetana. Perfecto.
– ¿Has escuchado alguna vez música tibetana?
No me miraba a la cara. Estaba sentada con aire muy comedido casi en el borde del sofá, con la mirada dirigida hacia delante. Directamente hacia delante, clavada en un punto indefinido, como una loca. Mientras me disponía a contestar, me di cuenta de que estaba adoptando la misma posición.
– ¿Tibetana? No estoy muy seguro. A lo mejor…
– Pues deberías. Es la mejor para desbloquear los chakras, para dejar libre el paso de la energía. Estando a tu lado, percibo que tienes un aura intensa, un gran potencial energético, pero que no eres capaz de liberarlo.
Me bebí otro buen trago de Folonari ecológico y decidí liberar mi potencial energético. Allí y en aquel momento. Pensé que se lo había buscado.
– Qué raro. Me dijeron algo muy parecido, con otras palabras, claro está, cuando me empecé a interesar por la astrología druídica.
La otra se volvió a mirarme, mostrando ahora en sus ojos algo muy similar a una atención primordial.
– ¿Astrología druídica?
– Pues sí. Es un sistema astrológico de fundamentos esotéricos, elaborada por los sumos sacerdotes de Stonehenge.
– Ah, Stonehenge. Aquella ciudad antigua de Escocia, con aquellas extrañas construcciones de piedra.
Analfabeta. Stonehenge no está en Escocia, sino en Inglaterra, y, como todo el mundo sabe, no es una ciudad.
No lo dije de esta manera. La felicité por el hecho de que conociera Stonehenge, nos presentamos -Silvana se llamaba- y después la ilustré en los principios de la astrología druídica. Disciplina inventada por mí aquella noche en su honor. Le hablé de los ritos astrológicos en las noches del solsticio de verano, de las intersecciones astrales y de las afinidades siderales. Fuese lo que fuera lo que todo eso significaba.
Ahora Silvana se mostraba verdaderamente interesada. Era difícil encontrar a un hombre con aquella pasión y aquellos conocimientos tan profundos, dijo. Y con aquella sensibilidad.
Dijo «sensibilidad» lanzándome una mirada preñada de significados e insinuaciones. Me fui a aprovisionarme de vino ecológico.
– ¿Bebes vino? -preguntó con una leve nota de reproche.
Las chicas new age beben zumos de zanahoria y tisanas de ortiga. Yo ya estaba decididamente alegre.
– Pues claro. El vino tinto es una bebida druídica. Es un medio ritual, útil para inducir estados dionisíacos.
No mentía. Estaba diciendo que beber vino es útil para emborracharse. Y, efectivamente, estaba bebiendo vino y me estaba emborrachando. Y de esta manera, se me ocurrió hablar de un extraordinario método adivinatorio. También inventado por mí. Se trataba de la lectura del codo, practicada por el antiguo y místico pueblo caldeo. De vez en cuando, era también un experto en aquel método, aparte del horóscopo de Stonehenge.
Así que le expliqué el modo en que, sobre la base de la antigua sabiduría caldea, se pueden leer en el codo izquierdo de una persona la estrategia de sus destinos cruzados. La cosa me pareció espléndidamente falta de sentido, pero ella no se dio cuenta.
En lugar de ello, me preguntó si se le podía hacer inmediatamente una prueba de lectura del codo. Le dije que sí, que muy bien. Me eché al coleto el último trago de vino del vaso semivacío y le dije que dejara al descubierto el brazo izquierdo.
Mientras le pellizcaba la piel del codo -sistema indispensable para descubrir las estrategias de los destinos cruzados- reparé en Margherita. De pie delante del sofá. Muy cerca.
– Estás aquí.
– Sí, estoy aquí. Desde hace unos cuantos minutos, en realidad. Pero tú estabas, ¿cómo diría?, más bien ocupado. ¿No me presentas a tu amiga?
Hice las presentaciones mientras pensaba que, de repente, ya no me lo estaba pasando tan bien. Margherita dijo «encantada» -jamás dice «encantada»- con la amistosa expresión de un tiburón martillo. Silvana dijo «hola» con la intensa expresión de un mero.
Entonces dije que quizá ya iba siendo hora de que nos fuéramos. Margherita dijo que sí, que quizá ya lo iba siendo, en efecto.
Así que me despedí de mi nueva amiga Silvana, que parecía un pelín desorientada.
Nos despedimos de otras pocas personas y diez minutos después ya estábamos en el coche, con el mar a la derecha y los perfiles de los edificios del paseo marítimo unos cuantos kilómetros por delante. Si he de ser sincero, diré que el mar, los edificios y todo lo demás no estaban perfectamente enfocados, pero bueno, yo conseguía sujetar el volante.
– ¿Te has divertido con aquella chica?
Traté de mirarla a la cara sin perder de vista la carretera. Tarea nada fácil.
– Venga, mujer, estaba jugando un poco. Le he hablado del horóscopo druídico.
– Y de la lectura del codo.
– Ah, sí, lo has oído.
– Sí, lo he oído. Y lo he visto.
– Bueno, era sólo para pasar el rato, no he hecho nada malo. En cualquier caso, yo he visto que tú no te has aburrido con aquel Rasputín en traje príncipe de Gales cruzado. ¿Quién era, el secretario administrativo del Círculo Recreativo Asistencial de los filósofos?
Pausa.
– Qué gracioso eres.
– ¿Verdad?
– Muy gracioso. Más o menos como una tortícolis -se detuvo un instante-. Mejor dicho, como un dolor de muelas.
– ¿Te parece más apropiado un dolor de muelas?
– Sí -le estaban entrando ganas de reír, aunque hacía un esfuerzo por contenerse-. Pero cómo se te ocurren esas cosas. La lectura del codo. Estás loco.
– A mí se me ocurren muchas cosas. Ahora, por ejemplo, se me ocurren algunas. A propósito de ti.
– Ah, ¿sí? ¿Cosas interesantes para una chica?
– Pues sí. Creo que sí.
Hizo una pausa momentánea. Yo intentaba mantener los ojos clavados en la carretera, que cada vez me resultaba más escurridiza entre los vapores del vino ecológico. Pero sabía exactamente qué expresión tenía Margherita en aquel momento.
– Bueno, pues a ver si haces caminar este coche, astrólogo druídico, lector del codo. Vamos a casa.
9
El lunes por la mañana fui a la Fiscalía.
Entré en el edificio de los despachos judiciales por la puerta reservada a los magistrados, al personal y a los abogados. Un joven carabinero al que jamás había visto me pidió la documentación. Le dije que era abogado y él me volvió a pedir la documentación. Como es natural, no llevaba el carnet y entonces el joven carabinero me dijo que saliera y volviera a entrar a través de la puerta destinada al público. La que disponía de detector de metales, por si acaso tenía un fusil ametrallador bajo la trenca.
O un hacha. Los detectores de metales se habían instalado después de que un loco hubiera entrado en una sala de justicia con un hacha oculta en los pantalones. Nadie había efectuado ningún control y, una vez dentro, había empezado a destrozarlo todo. Cuando los carabineros consiguieron finalmente inmovilizarlo y desarmarlo, dijo que había acudido allí para hablar con el juez que no le había dado la razón en un juicio por herencia. Debía de ser la idea que él tenía de un recurso.
Estaba a punto de dar media vuelta y hacer lo que me había dicho el carabinero cuando me vio un comandante que prestaba diariamente servicio en los tribunales y me conocía. Le dijo al muchacho que yo era efectivamente un abogado y que me podía dejar pasar.
El vestíbulo estaba lleno de gente; mujeres, muchachos, carabineros, agentes de la policía penitenciaria y abogados, sobre todo de provincias. Se iba a celebrar la primera vista del juicio contra una banda de camellos de Altamura. El ruido de fondo era el que se oye en un teatro antes del comienzo del espectáculo. El olor de fondo era el de ciertas estaciones de tren o de ciertos autobuses abarrotados de gente. O de muchos vestíbulos de tribunales.
Me abrí paso entre la muchedumbre, el ruido y el olor, alcancé el ascensor y subí a la Fiscalía.
El despacho de Alessandra Mantovani, fiscal sustituta del Estado, se encontraba sumido en el consabido desorden. Montones de expedientes encima del escritorio, las sillas, el sofá e incluso en el suelo.
Cada vez que entraba en el despacho de un fiscal, me alegraba de no serlo y haberme dedicado en vez de ello al ejercicio de la abogacía.
– Abogado Guerrieri.
– Señora fiscal.
Cerré la puerta mientras Alessandra se levantaba, rodeaba el escritorio, esquivaba una columna de expedientes y me salía al encuentro. Nos saludamos con un beso en la mejilla.
Alessandra era amiga mía, una señora muy guapa y probablemente el mejor miembro de la Fiscalía.
Era de Verona, pero unos años atrás había pedido el traslado a Bari. Había viajado con un billete sólo de ida, dejando a su espalda un marido rico y una vida sin problemas. Para irse a vivir con un sujeto que ella creía el gran amor de su vida. Hasta las mujeres muy inteligentes hacen tonterías. El sujeto no era el amor de su vida, sino un hombrecillo vulgar como tantos. Y, como tantos, al cabo de unos cuantos meses la abandonó de un modo vulgar. Y, de esta manera, ella se había quedado sola en una ciudad desconocida, sin amigos y sin ningún sitio adonde ir. Y sin quejarse.
– ¿Es una visita de cortesía o es que te has puesto a defender a algún maníaco?
Alessandra trabajaba en la sección de la Fiscalía que se encargaba de los delitos sexuales. Por regla general, yo no defendía a aquella clase de clientes, en aquel sector no era frecuente que alguien se constituyera en parte civil, por lo cual Alessandra y yo no teníamos muchas ocasiones de coincidir por motivos de trabajo.
– Sí, tu compañero del despacho de al lado ha sido detenido mientras paseaba por el parque municipal en gabardina. Y sin nada debajo. Lo pilló una cuadrilla especial del servicio municipal de limpieza y me ha encargado su defensa.
El compañero del despacho de al lado no tenía lo que se dice una reputación intachable. Se contaban a cuenta suya unas historias de lo más divertidas. Como también se contaban sobre las numerosas secretarias, funcionarias judiciales, mecanógrafas -generalmente entradas en años- que pasaban por su despacho fuera del horario oficial.
Bromeamos un rato y después le expliqué el motivo de mi visita.
Me había metido en un buen lío, fue lo primero que dijo. Gracias, ya me había dado cuenta.
Sabía, evidentemente, quién era el encausado y quién era su padre. Pues sí, evidentemente, y gracias una vez más por el tono tranquilizador. Cuando tenga algún problema y necesite apoyo moral, ahora ya sé adonde tengo que dirigirme.
¿Qué tal iba el juicio? Apestaba, ¿qué otra cosa esperaba? Apestaba desde todos los puntos de vista. Esencialmente, era la palabra de ella contra la de él, de entrada, en los hechos más graves. El acoso telefónico quedaba probado por los listados, pero eso era un delito menor. Había un par de certificados médicos emitidos por los servicios de urgencias que documentaban lesiones leves, pero, cuando se produjeron los hechos más graves, durante la convivencia, ella no había solicitado atención médica. Se avergonzaba de contar lo que había ocurrido. Es lo que siempre sucede. Las machacan y después ellas se avergüenzan de ir a contar que sus maridos o sus compañeros son unas bestias.
– Si quieres mi opinión, creo que Fumai fue violada durante la convivencia. Ocurre muy a menudo, pero casi nunca se presenta denuncia. Les da vergüenza. Es increíble, pero les da vergüenza.
– ¿Quién es el juez?
– Caldarola.
– Estupendo.
El juez Cosimo Caldarola era un burócrata triste e incoloro. Lo conocía desde hacía más de quince años, es decir, desde que empecé a ejercer en los tribunales, y jamás lo había visto sonreír. Su lema era: «no quiero líos». Lo ideal para aquel juicio.
– Dame alguna otra buena noticia. ¿Quién es el abogado de nuestro amigo?
– ¿Quién crees tú?
– ¿Dellissanti?
– ¡Bravo! Ya verás cómo no nos vamos a aburrir en este juicio.
Dellissanti era un cabrón. Pero bueno, peligrosamente bueno. Una especie de pit bull de ciento diez kilos. Nadie deseaba tenerlo por adversario. Yo lo había visto repreguntar a testigos del fiscal, conseguir hacerles decir una cosa e, inmediatamente después, justo todo lo contrario. Sin que se dieran cuenta. Por un breve instante tuve la inquietante visión de mi frágil cliente bregando con Dellissanti y pensé que estábamos bien arreglados. Pedí ver las actas y Alessandra Mantovani me dijo que estaban en la secretaría. Podía pasarme por allí, echar un vistazo al expediente y mandar que me fotocopiaran lo que me interesara.
Después de todas aquellas buenas noticias, me levanté para no seguir molestando.
– Espera -me dijo, y empezó a rebuscar en los cajones de su escritorio.
Poco después, reunió un pequeño montón de fotocopias que sacó de distintos cajones. Las introdujo en un sobre amarillo y me las entregó.
– Para las fotocopias de las actas, pásate por secretaría y paga los derechos. Pero éstas te las regalo yo. Creo que constituyen una lectura interesante. Para que te hagas una idea de la clase de sujeto que es nuestro amigo.
Cogí el sobre y me lo guardé en la cartera. Nos despedimos y me dirigí a secretaría para hacer fotocopias del expediente. Pensaba que todo estaba saliendo de maravilla.
10
Fui a secretaría y empecé a seleccionar las actas que me podían ser útiles y, al poco rato, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo sólo para ahorrarme un dinerillo en fotocopias y derechos de material de escritorio. Así que le dije al funcionario que quería una copia íntegra del expediente y que la necesitaba para aquella misma mañana. Pagué los derechos con sobretasa de urgencia y eso me hizo recordar que no les había pedido ni siquiera un anticipo a la señorita Fumai y a su amiga la monja.
Regresé al despacho a la hora de la comida con todo un cartapacio de fotocopias.
Le dije a Maria Teresa que me pidiera un par de bocatas y una cerveza en el bar de abajo y, cuando llegó mi almuerzo, me puse a trabajar y a comer.
El expediente no contenía datos de especial interés. En síntesis, ya lo sabía todo.
Tal como había dicho Alessandra, los cargos contra Scianatico consistían esencialmente en las declaraciones de mi cliente. Había un par de pruebas: dos certificados médicos, los listados telefónicos. En un juicio normal, puede que eso hubiera sido suficiente. Pero el nuestro no era un juicio normal.
En cuestión de una hora terminé de estudiar el expediente. Después abrí la cartera, saqué aquel sobre amarillo y examiné su contenido.
Eran fotocopias de un libro de criminología de un psiquiatra americano. Hablaba de un tipo de criminal con el que yo jamás había tratado desde que era abogado. O puede que sí, pero sin saberlo. El stalker, el acosador.
En las primeras páginas, el autor citaba la legislación de los Estados Unidos, numerosos estudios y el manual de clasificación criminal del FBI, para terminar describiendo la figura del acosador como «un depredador que sigue furtiva y obstinadamente a una víctima sobre la base de un criterio específico y adopta una conducta encaminada a suscitar angustia emocional y también el razonable temor a ser víctima de asesinato o a sufrir lesiones físicas; o que adopta una conducta continuada, voluntaria y premeditada consistente en seguir y acosar a otra persona».
En esencia, explicaba el autor, la persecución es una forma de terrorismo dirigida contra un sujeto determinado con el propósito de entrar en contacto con éste y dominarlo. A menudo es un delito invisible hasta que estalla la violencia, a veces homicida. Entonces suele intervenir la policía; pero entonces suele ser demasiado tarde.
El libro seguía explicando que muchos hombres pertenecientes a la categoría de acosadores ocultan su propia sensación de dependencia detrás de una imagen hipermasculina estereotipada y son crónicamente agresivos en sus tratos con las mujeres.
Muchos acosadores de este tipo han sufrido traumas en su infancia. La muerte de un progenitor, abusos sexuales, malos tratos físicos o psicológicos u otros problemas. En resumen, los stalkers presentan generalmente un desequilibrio emocional que es un reflejo de situaciones infantiles que trastocaron su vida afectiva. Son incapaces de vivir el dolor de manera normal, de dejar correr las cosas y de buscar otra relación. A menudo, la rabia generada por el abandono es una defensa contra el despertar del dolor y de la humillación intolerables provocados por los rechazos experimentados en la infancia, dolor y humillación que, al parecer, se añaden a la pérdida más reciente.
El autor explicaba que es difícil comprender la intensidad del temor y del desasosiego que experimentan las víctimas. El horror es tan intenso y constante que a menudo escapa a la comprensión de quien no participa de él.
Había un párrafo señalado con un marcador anaranjado: «a medida que el acoso se intensifica, la vida del/de la perseguido/a se convierte en una cárcel. La víctima pasa con rapidez de la cobertura protectora de la casa a la del lugar de trabajo y de nuevo a la de la casa, tal como ocurre con un detenido que pasa de una celda a otra. Pero a menudo ni siquiera el lugar de trabajo es un refugio. Algunas víctimas están demasiado aterrorizadas como para salir de casa. Viven confinadas y solas, contemplando el mundo a hurtadillas, ocultas detrás de las persianas cerradas».
Dejé escapar un rápido silbido; casi un soplo de aire apenas modulado. Justo lo que me había dicho sor Claudia. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cárcel. Eso había dicho, pero, en un primer momento, yo no había prestado demasiada atención a la frase.
Ahora me daba cuenta de que era algo más que una ocurrencia.
Cogí de nuevo el expediente y volví a leer los cargos, que antes había mirado sólo por encima. El más interesante era el correspondiente a la violencia privada, es decir, al acoso. Scianatico, aparte de malos tratos, lesiones y acoso telefónico, estaba acusado:
«…del delito contemplado en los artículos 81, 610, 61 n.1 y 5 del Código Penal, porque, con varios actos de un mismo propósito criminal, actuando por causas viles o en cualquier caso insignificantes y aprovechando circunstancias de tiempo, lugar y persona susceptibles de obstaculizar la defensa privada, obligaba a Martina Fumai (tras el cesamiento de la relación de convivencia more uxorio en cuyo ámbito tuvo lugar el delito de malos tratos familiares descrito en la susodicha acusación), utilizando la violencia y las amenazas explícitas, implícitas y en cualquier caso descritas con más detalle en los cargos que siguen, 1) a tolerar su continuada, insistente y persecutoria presencia en las cercanías del domicilio, en el lugar de trabajo y en cualquier caso en los lugares normalmente frecuentados por la víctima; 2) a abandonar progresivamente las habituales ocupaciones y relaciones sociales; 3) a vivir en su domicilio en situación de esencial privación de la libertad personal, imposibilitada de salir libremente de él sin verse sometida a las vejaciones arriba señaladas y asimismo mejor descritas en los cargos que siguen; 4) a trasladarse a/y abandonar su lugar de trabajo con una sustancial limitación de su libertad personal y necesariamente en compañía (encaminada a prevenir o impedir las agresiones de Scianatico) de terceras personas…
Pensé que jamás había reflexionado seriamente acerca de una situación semejante. Claro que me había encargado otras veces de casos de matrimonios o convivencias que terminaban mal y por supuesto que me había enfrentado en otras ocasiones a la violencia y las vejaciones que a menudo se producen como consecuencia de estos epílogos. Pero siempre los había considerado hechos secundarios. Consecuencias de las relaciones que acaban mal. Pequeñas violencias, insultos, acosos reiterados.
Hechos secundarios.
Jamás me había parado a pensar en el extremo hasta el que estos hechos secundarios podían llegar a destrozar la vida de las víctimas.
Volví a las fotocopias que me había facilitado Alessandra Mantovani.
El acosador es un depredador que adopta un comportamiento encaminado a suscitar en la víctima angustia emocional y también el razonable temor a ser víctima de asesinato o sufrir lesiones físicas. Es difícil darse cuenta de la intensidad del temor y del desasosiego que experimentan las víctimas. El horror es tan intenso y constante que a menudo escapa a la comprensión de quien no participa de él. Etc.
Empecé a experimentar una sana sensación de rabia.
Entonces cerré el expediente, aparté a un lado las fotocopias y empecé a redactar el texto de la constitución en parte civil.
11
Margherita se había ido dos días. A Milán, por motivos de trabajo.
Yo regresé directamente a mi apartamento con la intención de entrenarme una media hora. Desde que me había semitrasladado a casa de Margherita, había organizado en mi apartamento un rincón de gimnasia con unas pesas y un saco de boxeo.
Algunas veces conseguía ir al gimnasio de verdad, saltar a la cuerda, golpear el saco y combatir unos cuantos asaltos. Y recibir unos cuantos puñetazos en la cara por parte de unos chicos ya demasiado rápidos para mí. Otras veces, en cambio, cuando era demasiado tarde, cuando no tenía tiempo o no me apetecía preparar la bolsa de deportes e irme al gimnasio, me entrenaba por mi cuenta en casa.
Estaba a punto de cambiarme, pero pensé que aquel día ya era demasiado tarde hasta para entrenarme en casa. Además, estaba casi satisfecho de mi trabajo -lo cual me ocurría muy raras veces- y, por consiguiente, ni siquiera experimentaba la sensación de culpa que por regla general me impulsaba a emprenderla a golpes con el saco.
Así que decidí prepararme la cena. Desde que se iniciara mi relación con Margherita, en cuyo apartamento solía pasar bastante tiempo, mi frigorífico y mi despensa siempre estaban bien abastecidos. Antes no, pero, a partir de entonces, siempre.
Me doy cuenta de que puede parecer una situación absurda, pero es así. Puede que fuera mi manera de asegurarme de que mi independencia estaba en cualquier caso a salvo. Puede simplemente que el hecho de convivir con Margherita me hubiera llevado a estar más atento a los detalles, es decir, a las cosas más importantes.
En resumen, sea como fuere, siempre tenía el frigorífico y la despensa llenos. Además, incluso había aprendido a cocinar. Y creo que eso también estaba relacionado con Margherita. No sabría explicar exactamente de qué manera, pero estaba relacionado con ella.
Me quité la chaqueta y los zapatos y me dirigí a la cocina para ver si tenía los ingredientes necesarios para lo que había pensado preparar. Judías blancas, romero, un par de cebollones, huevas prensadas de atún. Y espaguetis. Había de todo.
Antes de empezar, fui a elegir la música. Tras pasarme un rato indeciso delante de la estantería, escogí las poesías de Yeats con música de Branduardi. Regresé a la cocina cuando ya estaba empezando a sonar la música.
Puse a hervir el agua para la pasta y le eché sal de inmediato. Una costumbre personal mía, porque, si no lo hago enseguida, se me olvida y la pasta me sale sosa.
Limpié los cebollones, los corté en rodajas finas y los puse a freír en la sartén con el aceite y el romero. Al cabo de cuatro o cinco minutos añadí las judías y una pizca de guindilla. Los dejé cocer mientras echaba en el agua doscientos gramos de espaguetis. Los escurrí cinco minutos después, porque a mí la pasta me gusta muy entera, y los salteé en la sartén con el condimento. Tras haberlo puesto todo en el plato, lo espolvoreé abundantemente (más de lo que exigía la receta) con los huevas de atún.
Me puse a cenar casi a las doce de la noche y me bebí media botella de un vino blanco siciliano de catorce grados que había probado unos meses atrás en una enoteca y del que al día siguiente me había comprado dos cajas.
Al terminar, cogí uno de los libros del montón de las últimas adquisiciones, todavía sin leer, que había dejado en el suelo al lado del sofá. Elegí una edición de bolsillo de Penguin Books.
My family and other animals, de Gerald Durrell, el hermano del más famoso -y mucho más aburrido- Lawrence Durrell. Era un libro que yo había leído en traducción italiana muchos años atrás. Bien escrito, inteligente y, sobre todo, hilarante. Como pocos.
Últimamente había decidido retomar el inglés -de muchacho lo hablaba casi bien- y por eso había empezado a comprarme libros de autores norteamericanos e ingleses en su idioma original.
Me tumbé en el sofá, me puse a leer y, casi simultáneamente, a reírme solo sin recato.
Pasé sin darme cuenta de las carcajadas al sueño.
Un sueño bueno, fluido, sereno, lleno de ensoñaciones juveniles.
Ininterrumpido hasta la mañana del día siguiente.
12
Cuando me dirigí a la secretaría para depositar la constitución en parte civil, tuve la sensación de que el funcionario encargado de la recepción de las actas me miraba de una manera un poco rara.
Mientras me retiraba, me pregunté si se habría fijado en el proceso del que yo me había constituido en parte civil y si era por eso por lo que me había mirado de aquella manera. Me pregunté si aquel secretario mantendría algún tipo de relación con Scianatico padre, o quizá con Dellissanti. Después me dije que tal vez me estaba empezando a volver un poco paranoico y lo dejé correr.
Por la tarde recibí en mi despacho una llamada de Dellissanti y, de esta manera, por lo menos supe que no me estaba volviendo paranoico. El secretario no debía de haber tardado más de un minuto en llamarlo para comunicarle la noticia después de haber recibido mi saludo de despedida.
Parte de la afortunada situación profesional de Dellissanti se basaba en la cuidadosa gestión de sus relaciones con secretarios, asistentes y ujieres. Regalos para todos por Navidad y por Pascua. Regalos especiales -e incluso muy especiales, se decía por los pasillos- para alguno en concreto, en caso necesario.
No perdió tiempo con preámbulos ni circunloquios.
– Me he enterado de que te has constituido en parte civil en representación de esa Fumai.
– Es evidente que las noticias vuelan. Menudo espía que tienes en la secretaría, supongo.
Aquel secretario era un tipo bajito y delgado. Pero Dellissanti no captó el doble sentido. O, si lo captó, no le pareció gracioso.
– Está claro que has comprendido quién es el encausado, ¿verdad?
– Vamos a ver… pues sí, el señor, es decir, el doctor Gianluca Scianatico, natural de Bari…
Me estaba cabreando por aquella llamada y quería ponerlo nervioso. Lo conseguí.
– Guerrieri, no seamos niños. ¿Sabes que es hijo del presidente Scianatico?
– Sí. No me habrás llamado sólo para facilitarme esta información, supongo.
– No. Te he llamado para decirte que te estás metiendo en una historia acerca de la cual no has comprendido nada y que sólo te reportará problemas.
Silencio a mi lado de la línea. Quería ver hasta dónde podía llegar.
Transcurrieron unos cuantos segundos hasta que él recuperó el control. Y probablemente pensó que no era oportuno decir cosas demasiado comprometedoras.
– Escúchame, Guerrieri. No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Por eso ahora voy a intentar explicarte bien cuál es el objeto de mi llamada.
Vale, pues explícamelo bien. Gordinflón.
– Tú sabes que esa Fumai es una desequilibrada, una psicolábil, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir exactamente lo que he dicho. Es una mujer que ha tenido que ingresar en centros psiquiátricos por problemas graves. Está siempre en tratamiento, bajo observación psiquiátrica. Eso es lo que quiero decir.
Ahora era él quien disfrutaba de una pausa impuesta por el silencio. Mi silencio suspendido. Cuando pensó que ya era suficiente, reanudó el diálogo. Ya con el tono propio de alguien que controla la situación.
– En resumen, nosotros querríamos evitar, en la medida de lo posible, situaciones enojosas. Esa chica no está bien. Ha tenido serios problemas y los sigue teniendo. Scianatico hijo fue lo suficientemente estúpido como para metérsela en casa, después la historia terminó y la chica se inventó un cuento. Y la otra, que es una fanática feminista de la vieja escuela -se refería a la Mantovani- se lo ha tragado como si fuera verídico. Fui a hablar con ella, naturalmente, pero no sirvió de nada. Conociéndola como la conozco, tendría que haberlo previsto.
Contuve el impulso de preguntarle cuáles eran los problemas psiquiátricos de Martina. No quería darle esa satisfacción.
– No existen pruebas contra mi cliente. Sólo la palabra de esa mujer, y ya sabes lo que eso vale en un juicio. Éste es un proceso que jamás debería haber llegado a juicio. Debería haber terminado mucho antes archivando bien archivada la causa. Evitemos ahora, por lo menos, desencadenar una polvareda inútil y perjudicial. Mira, Guerrieri, no te quiero decir nada. Haz tú mismo las pesquisas que consideres oportunas, recaba información y comprueba si te estoy diciendo alguna tontería. Y después hablamos. Al final me darás las gracias.
Se interrumpió, pero casi inmediatamente reanudó el diálogo, como si hubiera olvidado algo.
– Y, como es natural, no te preocupes por tus honorarios. Tú busca la manera de librarte de esta historia y de lo que te corresponda por el trabajo que ya has hecho nos encargamos nosotros. Eres un buen abogado y, sobre todo, un tío muy listo. No hagas gilipolleces inútiles. Se trata sólo de una pequeña disputa entre un tontorrón y una desequilibrada. No vale la pena.
Se despidió y después colgó el teléfono sin esperar mi respuesta.
La primera vez ocurrió cuando yo tenía nueve años, una mañana de verano.
Mi madre se había ido a trabajar. Él se había quedado en casa conmigo y con mi hermana. Tres años menor que yo. Estaba en casa porque lo habían despedido. Nosotros estábamos en casa porque habían empezado las vacaciones de verano pero no teníamos ningún sitio adonde ir. Aparte del patio de la comunidad de propietarios.
Recuerdo que hacía mucho calor. Pero ahora no sé si de verdad hacía tanto calor.
Estábamos en el patio mi hermana, yo y los demás niños. Qué extraño. Recuerdo que jugábamos al fútbol y yo acababa de marcar un gol. Él se asomó al balcón y me llamó. Iba en calzoncillos cortos de color beige y camiseta blanca.
Me dijo que subiera, que necesitaba una cosa.
Yo le pregunté si podía terminar de jugar y él me dijo que subiera, que en cuestión de cinco minutos podría volver a bajar. Les dije a los otros niños que volvía enseguida y subí corriendo los dos pisos que llevaban a nuestra vivienda barata. En aquellos edificios no había ascensor.
Llegué al rellano y encontré la puerta entornada. Cuando entré, lo oí llamarme desde la habitación que ellos ocupaban al fondo del pasillo. La puerta de aquella habitación también estaba entornada.
Dentro, la cama estaba deshecha y olía a cigarrillos. Él estaba tumbado con las piernas separadas y me dijo que me acercara.
Porque me tenía que explicar una cosa, dijo.
Tenía nueve años.
13
Al término de la conversación telefónica con Dellissanti le dije a Maria Teresa que no quería que me molestaran por espacio de diez minutos. Siempre me sentía un poco idiota cuando le decía a mi secretaria que no quería que me molestaran por ningún motivo, pero a veces era necesario. Apoyé los pies en el escritorio, entrelacé las manos detrás de la nuca y cerré los ojos.
Un antiguo método para cuando noto que me invade la ansiedad y no sé qué hacer.
Abrí de nuevo los ojos diez minutos después, encontré entre los papeles la hojita con aquel número de teléfono móvil y llamé a sor Claudia. El teléfono sonó diez veces sin que hubiera respuesta y, al final, pulsé la tecla roja de fin de llamada.
Me estaba preguntando qué hacer en aquel momento. Cuando llamo a un móvil y no me contestan, siempre experimento la desagradable sensación de que lo hacen a propósito. Quiero decir que han visto el número, se han dado cuenta de que soy yo y se han abstenido deliberadamente de contestar. Porque no les apetece hablar conmigo. Un legado de mis inseguridades infantiles, supongo.
Sonó mi móvil. Era sor Claudia que, evidentemente, no se había abstenido de contestar, puesto que me estaba llamando pocos segundos después de que yo lo hiciera.
– ¿Sí?
– Acabo de recibir una llamada de este número. ¿Con quién hablo?
– Soy el abogado Guerrieri.
Pausa con silencio interrogativo.
Dije que necesitaba hablar con ella. Sin que estuviera presente Martina y con cierta urgencia. ¿Podía acudir a mi despacho, a ser posible aquella misma tarde?
No, aquella misma tarde no podía ir; tenía que quedarse en la casa-refugio. No estaba ninguna de sus colaboradoras y no se podía dejar la casa sin vigilancia. Entre otras cosas, también se ocupaban de muchachas bajo arresto domiciliario y siempre tenía que haber alguien en la casa para los controles de los carabineros y la policía y todo lo demás. ¿Y a la mañana siguiente? A la mañana siguiente también iría bien. ¿Pero cuál era el problema? No había ninguno. O, mejor dicho, algún problema sí había, pero quería hablar con ella personalmente, no por teléfono.
No sé cómo se me ocurrió, pero le dije que, en tal caso, yo mismo podía acercarme a la casa-refugio a la mañana siguiente, puesto que no tenía ningún juicio.
Hubo una larga y silenciosa pausa y entonces me di cuenta de haber metido la pata hasta el fondo. La casa-refugio se encontraba en un lugar secreto, me había dicho Tancredi. Con mi extemporánea y muy poco profesional propuesta había dejado a sor Claudia en un apuro. O me decía que no era posible que nos viéramos en la casa-refugio, porque yo no podía ir a la casa-refugio, y ella se veía obligada, a pesar de que la culpa hubiera sido mía, a decirme una cosa desagradable, o me decía a regañadientes que fuera para no mostrarse ofensiva.
O me soltaba una buena excusa, cosa que probablemente habría sido la mejor solución.
– Muy bien, pues nos vemos aquí, en nuestra casa.
Lo dijo en el tono tranquilo de alguien que ha evaluado la situación y ha llegado a la conclusión de que se puede fiar. Después me explicó lo que tenía que hacer para ir a «su casa». Estaba fuera de la ciudad y las indicaciones parecían elaboradas por un paranoico en fase terminal.
Me puse en marcha a las diez de la mañana del día siguiente y después, entre el tráfico urbano y los errores de trayecto ya en el campo, tardé casi una hora. En el momento de salir me había puesto en el lector de CD The Ghost of Tom Joad; cuando llegué, el
Shelter line stretchin’ round the corner
Welcome to the new world order
Families sleepin’ in their cars in the Southwest
No home no job no peace no rest. [*]
Al final llegué a una verja oxidada, cerrada con una cadena oxidada y un enorme candado. No había portero automático y, por consiguiente, llamé a sor Claudia por el móvil para que me fueran a abrir. Poco después la vi aparecer, doblando una curva del camino particular, entre unos pinos de aspecto un tanto maltrecho. Abrió la verja y con un gesto de la mano me indicó dónde aparcar, señalando detrás de la curva y los árboles por entre los cuales ella había salido; después cerró cuidadosamente la verja y el candado mientras yo avanzaba por el camino de tierra sin perderla de vista a través del espejo retrovisor.
Acababa de aparcar en una explanada que había detrás de la casa -que, en realidad, era una alquería- y estaba bajando del vehículo cuando vi regresar a sor Claudia.
Entramos en la alquería. Olía a limpio, a jabón neutro y a otra cosa que debía de ser una especie de hierba, pero que yo no conseguía identificar con exactitud. Nos encontrábamos en una espaciosa estancia, con una chimenea de piedra de cara a la entrada, una mesa en el centro y puertas a los lados. Sor Claudia abrió una de ellas y me precedió. Recorrimos un pasillo, al fondo del cual había una especie de distribuidor cuadrado con tres puertas a cada lado. Detrás de una de aquellas puertas estaba el despacho de sor Claudia. Era una estancia muy amplia, con un viejo escritorio de madera clara, ordenador, teléfono y fax. Una vieja y voluminosa instalación de alta fidelidad con tocadiscos. Dos silloncitos de piel negra con grietas por todas partes. Una guitarra clásica apoyada en un rincón. Un levísimo aroma de incienso con esencia de sándalo.
Y estanterías. Y libros, y discos. Las estanterías estaban llenas, pero ordenadas. Sólo conseguí echar un vistazo. Apenas suficiente para leer al vuelo unos cuantos títulos en inglés. Why they kill era uno de ellos; Patterns of criminal homicide, otro. Me pregunté de qué se trataría y por qué una monja hacía semejante tipo de lecturas. Nada de crucifijos por las paredes o, por lo menos, yo no los vi. Desde luego, no había ninguno detrás del escritorio. Lo que había allí era un cartel con una frase impresa en cursiva, imitando la escritura infantil.
Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de Dios.
Evangelio según Lucas, 18, 16.
En una esquina del cartel había un dibujo. Un niño de espaldas, cubriéndose la cabeza con las manos, como para protegerse de los golpes de alguien desde fuera de la escena; en el suelo, en primer plano, un osito de peluche abandonado. Era un dibujo muy triste y debajo tenía una leyenda que parecía una especie de logotipo, pero no conseguí leerla.
Sor Claudia me hizo señas de que me sentara en uno de aquellos silloncitos y ella se acomodó en el otro con un gesto fluido.
Aquella mañana, en la casa-refugio, sólo había, aparte de ella, tres chicas bajo arresto domiciliario. Y estaban muy bien escondidas, pensé, pues el lugar parecía completamente desierto.
¿Y bien?, me preguntó con la mirada.
Era lógico. Pero, en aquel momento, no sabía por dónde empezar. En mi despacho habría sido más fácil. Y, además, no estaba seguro de saber por qué motivo había querido ir a parar allí. Lo cual constituía un problema añadido.
– Necesito… necesito saber algo más acerca de Martina. De cara al juicio que empieza, como usted sabe, dentro de unos días.
– Algo más, ¿en qué sentido?
Ahí está, precisamente. ¿Y si Martina es una psicolábil, una loca, una mitómana y estamos a punto de meternos en un lío todavía más gordo del que pensábamos al principio?
– Lo que quiero decir… ¿le consta de alguna manera que Martina haya tenido problemas psiquiátricos?
– ¿Y eso qué significa?
Tono muy poco colaborador.
– ¿Ha estado sometida alguna vez a tratamiento, ha sufrido depresión, agotamiento nervioso o alguna otra cosa? ¿Está loca?
– ¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué tiene que ver con el juicio?
El mismo tono de antes. Mejor dicho, un poco peor.
Muy bien, no quieres colaborar. Total, en la vista seré yo el que se cubra de mierda y después, cuando todo termine, me dedicaré a llevar asuntos relacionados con accidentes de tráfico. Eso, si todo va bien.
Larga pausa por mi parte. Respiración profunda. Por la nariz. La mía. Del tipo «yo tengo mucha paciencia, pero, coño, me tienes que dejar hacer mi trabajo». Ella, callada. A la espera. Me estaba poniendo nervioso.
– Présteme atención, sor Claudia. Los juicios son una cosa bastante delicada y, sobre todo, bastante complicada. El hecho de que uno, o una, tenga razón casi nunca es suficiente. Cuando se celebra un juicio, se hacen preguntas y repreguntas; el defensor de un acusado, cuando interroga a un testigo de cargo, trata de desacreditarlo por todos los medios lícitos posibles. Y a veces incluso ilícitos. Si nos constituimos en parte civil, yo tengo que saber qué es lo que sacará a relucir el abogado de Scianatico. Tengo que saber si tratarán de afirmar que Martina es una persona psicolábil, carente de credibilidad, o cualquier otra cosa; tengo que estar preparado para rebatir sus afirmaciones.
– No le sigo. Si se demuestra que él ha hecho determinadas cosas, ¿eso no es suficiente? ¿Qué tienen que ver los problemas de salud de Martina?
– Quisiera hablar claro, pero es evidente que no lo consigo. De eso se trata, precisamente: hay que demostrar que él ha hecho determinadas cosas. Y nuestra prueba son precisamente las declaraciones de la señorita Fumai, porque para el juicio no hay mucho más. Todo gira alrededor de su credibilidad. O a la ausencia de ella. A un acusado que se defiende en un juicio como éste, aunque tenga un buen abogado -en este caso, es un abogado muy bueno y peligroso- le interesa mucho revelar por sorpresa que la presunta víctima…
– ¿Presunta víctima?
– Hasta que en un juicio no se demuestra que alguien ha cometido un determinado delito, este alguien es un presunto inocente. Y, si hay un presunto inocente, lo más que podemos tener es una presunta víctima. Tanto si le gusta como si no, aquí las cosas funcionan así.
No había levantado la voz, pero el tono era decididamente tenso.
– Martina ha tenido problemas psiquiátricos -dijo finalmente sor Claudia.
– ¿Qué clase de problemas?
– No sé si estoy autorizada a hablar de ellos. No sé si Martina quiere que se sepan estas cosas.
– Ya se saben. Quiero decir, ya las sabe Scianatico y las sabe su abogado. Fue él quien me llamó ayer por la tarde. Más o menos me ha amenazado y me ha venido a decir que mi cliente es una loca. Yo no puedo ignorar eso. Podría haber hablado directamente con ella, claro. Es más, tendré que hacerlo con toda seguridad. Aunque sólo sea para explicarle lo que podría ocurrir en el juicio. Pero, cuando le hable, es mejor que sepa de qué hablo. ¿Me sigue?
Apoyó el codo en el brazo del silloncito y la cabeza en la mano abierta. Permaneció en dicha posición puede que un minuto, sin mirarme. Sin mirar nada de la estancia.
– Martina tuvo problemas en su infancia. Descarto que ellos puedan saber algo acerca de esos problemas. De mayor y en los últimos años ha padecido una forma de depresión combinada con anorexia nerviosa. Probablemente, ésta es la información de que disponen.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Quizá hace unos cinco años, puede que un poco más. Por lo que respecta a la anorexia, se manifestó de una forma, tal como dicen los médicos, especialmente grave. Estuvo ingresada varios días y tuvieron que alimentarla de manera artificial. Incluso con sonda.
– ¿Ya había conocido a Scianatico?
– No. Al salir del hospital, estuvo sometida a terapia durante mucho tiempo. Cuando conoció a aquel… a aquel sujeto, ya se había curado. Dentro de los límites en que una persona se cura de este tipo de problema.
– ¿Quiere decir que tuvo recaídas?
– No. Por lo menos, no en el sentido de haber tenido que ingresar en un centro. En los momentos de crisis tiene problemas con la comida, pero son problemas que consigue controlar. Lo consiguió incluso en los momentos más difíciles de su historia con ese tío. En cualquier caso, tiene un médico que la sigue.
– ¿Un psiquiatra?
– Un psiquiatra.
Hice una pausa. Por una cuestión personal. Un retazo repentino de mi pasado; unos recuerdos que aparté de mi mente sin conseguir librarme del todo de la cacofonía de su acompañamiento.
– Y Scianatico lo sabe todo acerca de esta historia.
No era una pregunta.
– En este momento creo sinceramente que sí.
No había mucho más que añadir. Me había temido lo peor. Quiero decir, Martina no estaba loca, no era una esquizofrénica, una maníaco-depresiva ni nada de todo eso. Había tenido problemas de depresión y trastornos de alimentación, pero los había superado. Más o menos. Era una cosa que se podía manejar en el transcurso del juicio. Una situación ideal, no, por supuesto -y eso ya se sabía-, pero me había temido cosas peores.
– Ahora sólo necesito que sea la propia Martina la que me hable de todo esto. En primer lugar, porque necesito más detalles, papeles, documentación médica. Todo. Y después, porque es justo que así sea. Ella me dirá cuáles son, cuáles han sido, sus problemas y yo le diré a qué nos enfrentamos en el juicio. Al final, tendrá que ser ella quien decida.
Sor Claudia dijo que muy bien, que en cuestión de unos días acompañaría a Martina a mi despacho. Antes le explicaría lo que yo necesitaba y también le explicaría por qué lo necesitaba.
Hubo unos cuantos minutos de silencio en suspenso. Después ambos nos levantamos casi simultáneamente. Hora de irme.
– ¿Le puedo hacer una pregunta?
Me miró a los ojos un instante; después me hizo señas de que sí, de que podía.
– ¿Por qué me ha permitido venir aquí?
Tras mirarme otro instante en silencio, se encogió de hombros y no me contestó.
Salimos de la alquería y recorrimos en sentido contrario el camino de la ida. No se veía ni rastro de las chicas que vivían en aquel lugar. No había nadie. A nuestro alrededor el viento agitaba las ramas de los olivos, dando la vuelta a las hojas que, de esta manera, cambiaban de color, desde el verde del haz al misterioso y plateado gris del envés.
Caminando muy despacio llegamos a mi automóvil.
– A veces soy agresiva. Sin motivo.
La miré sin contestar porque estaba claro que no había terminado.
– Es que me cuesta fiarme de las personas. Incluso de las que están en el lado apropiado. Es un problema mío.
– Yo intento descargar la agresividad liándome a puñetazos.
Se me ocurrió decirlo así e inmediatamente me di cuenta de que la expresión podía resultar equívoca.
– Quiero decir que practico un poco el boxeo. Creo que ayuda. Como las artes marciales orientales.
Sor Claudia levantó la mirada hacia mí, ligeramente sorprendida.
– Qué extraño.
– ¿Por qué?
– Porque yo soy instructora de boxeo oriental.
Bueno, ahora la cosa ya era un poco fuerte.
– ¿Boxeo chino? ¿Quiere decir kung fu?
– La expresión kung fu no significa nada. O, mejor dicho, lo significa todo, pero no se refiere a ningún arte marcial en particular.
La conversación era ligeramente irreal. Habíamos pasado de los problemas psiquiátricos de Martina a las artes marciales y a la filosofía china, con algún apunte de filología.
Le pregunté a sor Claudia qué era exactamente aquel boxeo chino del cual ella era instructora. Me explicó que, según la leyenda, se trataba de una disciplina creada en China por una joven monja en el siglo XVI. El nombre de aquella disciplina era wing tsun y sor Claudia impartía sus clases dos veces a la semana en un gimnasio donde se practicaba la danza y el yoga.
Dije que me gustaría asistir a un entrenamiento y ella, tras haberme mirado a la cara unos momentos -como para asegurarse de que hablaba en serio y no había dicho algo sólo por hablar-, contestó que me invitaría alguna vez.
Ahora sí que ya habíamos terminado. Así que hice un gesto de despedida un poco torpe con la mano, subí al automóvil y lo puse en marcha mientras ella se dirigía a abrir la verja para dejarme salir.
Mientras me alejaba muy despacio por la carretera de tierra, miré a través del espejo retrovisor. Sor Claudia no había vuelto a entrar. Permanecía de pie junto a una columna y parecía contemplar cómo mi coche se alejaba.
O, a lo mejor, miraba otra cosa, hacia algún punto que yo no conocía y ni siquiera podía imaginar. Había algo en el hecho de que estuviera allí sola, sobre el trasfondo de aquella campiña solitaria e irreal, que me provocó una repentina punzada de tristeza.
Al cabo de diez minutos, transcurridos en una especie de suspensión de la conciencia, me encontré otra vez en una carretera asfaltada, de nuevo en el mundo exterior.
14
A la mañana siguiente tenía un juicio en Lecce. De modo que me levanté temprano y, después de la ducha y el afeitado, me puse uno de aquellos trajes serios que me ponía cuando viajaba por motivos de trabajo. Eso del traje serio, generalmente de color gris oscuro, era una costumbre adquirida cuando era un jovencísimo procurador. Había aprobado los exámenes a los veinticinco años y a aquella edad mi aspecto era el de un novato estudiante universitario. Para parecer un auténtico abogado, tenía que envejecer un poco, pensaba; y el traje gris oscuro me parecía ideal.
Con el paso de los años, en Bari, donde me conocían, el uniforme gris dejó de ser indispensable. Entre otras cosas porque, con el paso de los años, mi rostro de novato estudiante universitario ya mostraba alguna señal de evolución. Por así decirlo.
A los cuarenta años conservaba la costumbre de ponerme un traje gris cuando viajaba por motivos de trabajo. Para que quedara claro allí donde no me conocían que era efectivamente un abogado. Concepto acerca del cual yo mismo albergaba en mi fuero interno alguna duda secreta.
En resumen y sea como fuere, me puse un traje gris, una camisa azul, una corbata estilo uniforme, cogí la cartera que me había llevado a casa del despacho la víspera y salí tras haber dejado un café en la mesilla de Margherita. Seguía durmiendo, con su firme y serena respiración.
Había llegado al garaje y estaba a punto de subir al coche cuando sonó el móvil.
Era el compañero de Lecce que me había incorporado a su defensa. Me comunicaba que el presidente del tribunal al que se había asignado nuestra causa se había puesto enfermo y, por consiguiente, el juicio se aplazaría. O sea que era inútil que me desplazara a Lecce sólo para escuchar un decreto de aplazamiento. Era inútil, en efecto, convine. Pero ¿cómo se las había arreglado para saber a las siete y media de la mañana que el presidente se había puesto enfermo? Bueno, ya lo sabía desde la víspera, pero había tenido un día muy ajetreado y se había olvidado. Muy bien, hombre. En cualquier caso, ya me comunicaría la fecha del aplazamiento. Ah, gracias, demasiado amable. Entonces, adiós. Pues sí, adiós. Y a tomar por culo.
A mí, por regla general, no me gusta levantarme temprano por la mañana, a menos que sea estrictamente indispensable. Si me apetece ver un amanecer -a veces ocurre-, prefiero quedarme despierto toda la noche y después irme a dormir por la mañana. Un procedimiento de cierta dificultad los días laborables. Levantarme temprano -tener que levantarme temprano- me pone más bien de los nervios.
Y aquella mañana había ocurrido, por culpa de mi compañero de Lecce. O sea que estaba por ahí poco antes de las ocho en una bonita mañana de noviembre. Sin nada que hacer, puesto que aquel día, según el programa, lo iba a dedicar al juicio que se había aplazado en otra ciudad.
Estaba claro que no tardaría en sentirme dominado por el ansia y acabaría en mi despacho, tramitando asuntos que no eran urgentes y haciendo llamadas que no servían para nada. Conozco el ansia. A veces consigo comprender sus trucos y derrotarla.
Pero a menudo gana ella y me obliga a cometer estupideces, aunque yo sepa muy bien que son estupideces. Como ir al despacho un día en que podría irme a otro sitio a leer un libro, escuchar un disco o ver una película en uno de aquellos cines de sesiones matinales.
O sea que me iría al despacho, pero aún no eran las ocho; demasiado pronto para dejarse aspirar por el torbellino del ansia de producción. Así que pensé que podía acercarme al paseo marítimo y desayunar en uno de aquellos bares de la zona del puerto que tanto me gustaban.
También me podía fumar un buen pitillo.
No, eso no.
Menuda idea tan cabrona esa de dejar de fumar, pensé mientras me dirigía hacia Corso Vittorio Emanuele.
Ya casi había llegado a las ruinas del Teatro Margherita y a sus obras de restauración definitiva cuando vi acercarse a mi encuentro un rostro que me resultaba vagamente familiar. Entorné los ojos -las gafas sólo me las ponía en el cine y para conducir- y observé que el otro esbozaba una especie de sonrisa y después levantaba un brazo a modo de saludo.
– ¡Guido!
– ¡Emilio!
Emilio Ranieri. Quince años sin vernos, quizá. Puede que más. Cuando nos acercamos el uno al otro, tras un breve titubeo, me abrazó. Después de otro instante de titubeo, yo correspondí al abrazo. Emilio Ranieri había sido compañero mío de estudios en el instituto y después, durante dos o tres años, habíamos ido juntos a la universidad. Él lo había dejado antes de licenciarse para dedicarse al periodismo. Había empezado en una radio de Toscana y más adelante lo había contratado el periódico comunista L’Unità, donde había permanecido hasta su cierre.
De vez en cuando me habían hablado de él algunos amigos comunes, pero cada vez menos con el paso de los años. En el período mítico de mi vida, a caballo entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, Emilio había sido uno de mis poquísimos amigos de verdad. Después había desaparecido; y yo también había desaparecido de alguna manera.
– Guido. Cuánto me alegro. Coño, pero si estás igual, aparte de un poco menos de pelo.
Él no estaba igual. Conservaba todo el pelo, pero lo tenía casi enteramente blanco. En los ángulos de los ojos tenía unas arrugas que parecían excavadas en cuero; violentas y dolorosas, me parecieron. Y hasta la sonrisa era distinta, como asustada y derrotada.
Pero yo también me alegraba. Es más, me encantaba haberlo encontrado. Mi amigo Emilio.
– Yo también me alegro. Pero ¿qué haces en Bari?
– Ahora trabajo aquí.
– ¿Qué significa eso de que trabajas aquí?
– Estaba en el paro desde que cerró L’Unità. Después me enteré de que aquí en Bari buscaban gente para completar la redacción de la ANSA [†], me ofrecí y me contrataron. Con los tiempos que corren, se puede decir que me ha ido bien.
– ¿Quieres decir que ahora vives aquí permanentemente?
– Si no me echan. Cosa no imposible, pero bueno, procuraré portarme bien.
Mientras Emilio me hablaba, experimenté una extrañísima y dolorosa mezcla de alegría, rabia y tristeza. Había reparado de repente en una verdad que me había ocultado cuidadosamente a mí mismo: desde hacía tiempo, ya no tenía ni un solo amigo.
Puede que eso sea normal cuando llegas a los cuarenta. Todos tienen sus ocupaciones, familias, niños, separaciones, carreras, amantes, y la amistad es un lujo que no se pueden permitir. Quizá la verdadera amistad es el lujo de los veinte años.
O, a lo mejor, es que sólo digo chorradas. El caso es que en aquel momento me di cuenta, dolorosamente, de que ya no tenía amigos.
Por eso me alegraba tanto de que Emilio estuviera allí conmigo; me alegraba de que aquel juicio se hubiera aplazado y me alegraba de haber decidido tomarme una hora libre.
– Venga, vamos a tomarnos un café.
– Vamos -dijo él, esbozando una vez más aquella sonrisa como asustada.
Tan incongruente en aquel rostro suyo de jefe del servicio de orden de la Federación Juvenil Comunista Italiana, en la época de las palizas con los fascistas por una parte y las brigadas autónomas socialistas por otra.
Nos sentamos en un pequeño bar en los confines de la ciudad vieja. Yo tomé un capuchino y un croissant; Emilio solo café. Tras habérselo bebido, se fumó uno de los MS que fumaba desde la época del instituto. Éste no era el cigarrillo ultraslim y ultralight de Martina, a los que era tan fácil renunciar. Era un pedazo de historia, un prisma de emociones, una especie de máquina del tiempo.
Cuando dije no, gracias, con un trivial gesto de la mano, casi rechazando el paquete que Emilio me había ofrecido, observé una especie de decepción en el rostro de mi amigo.
Fumar juntos, lo sabía muy bien, siempre había tenido un significado especial. Como un ritual de amistad.
Intercambiamos unas cuantas palabras sin la menor consistencia, de esas que se dicen para reanudar el contacto cuando ha transcurrido mucho tiempo; de esas que se dicen para volver a crear las coordenadas de un territorio que se ha convertido en desconocido.
Y también sin la menor consistencia le pregunté por su mujer -no la conocía, solo sabía que Emilio se había casado seis o siete años atrás en Roma con una compañera-, formulando la habitual y trivial pregunta que la gente se suele intercambiar hacia los cuarenta.
– ¿Tú estás separado o has resistido?
Mientras hacía la pregunta, oí caer un hielo metálico. Antes de que Emilio contestara; antes incluso de que terminara de pronunciar aquellas palabras que ya estaban fuera y no podía retirar.
– Lucia murió.
La escena pasó a blanco y negro. Muda y ensordecedora. Y repentinamente sin sentido.
Me vino a la mente una frase de Fitzgerald, pero no la recordaba muy bien. En la noche oscura del alma siempre son las tres de la madrugada.
Se mezcló con los fragmentos de una conversación inexistente en el interior de mi cabeza, que giraba en vacío como el motor de un automóvil. ¿Cuándo murió? ¿Por qué? Ah, se llamaba Lucia. Encantado. Es un bonito nombre, Lucia. Lo siento. ¿Cuántos años tenía? ¿Era guapa? ¿Cómo estás, Emilio? Mi más sentido pésame. Hay que seguir adelante. ¿Por qué nunca nadie me dijo nada? ¿Y quién me lo habría tenido que decir? ¿Quién?
Oh, mierda, mierda, mierda.
– Se puso enferma y murió en tres meses.
La voz de Emilio era serena, casi átona. Delante de mi rostro mudo y disperso contó su historia y la de Lucia. Muchacha de treinta y cuatro años que un día de abril fue al médico a recoger unos análisis y se enteró de que su tiempo ya estaba casi a punto de caducar. A pesar de las muchas cosas que todavía le quedaban por hacer. Cosas importantes, como un niño, por ejemplo.
– Sabes, Guido, en estos momentos piensas un montón de cosas. Y, sobre todo, piensas en el tiempo malgastado. Piensas en los paseos que no has dado, en las veces que no has hecho el amor, en la vez que mentiste. Y en las veces que hiciste de contable con la moneda de los afectos. Sé que es una tontería, pero piensas que desearías volver atrás y decirle lo mucho que la quieres todas las veces que no lo hiciste y deberías haberlo hecho. Es decir, siempre. Y no es sólo el hecho de que no quieres que se muera. Es el hecho de que quisieras no haber malgastado el tiempo de aquella manera.
Hablaba en presente. Porque su tiempo se había roto.
Me lo contó todo con calma. Como si quisiera agotar el tema. Me contó cómo ella se había transformado en el transcurso de aquellas pocas semanas; cómo se le había empequeñecido el rostro, se le habían adelgazado los brazos y se le habían quedado las manos sin fuerza.
Yo permanecía en silencio, pensando que jamás en mi vida había contemplado el dolor de una manera tan tersa, nítida y pura.
Desesperada.
Después llegó el momento de despedirnos.
Nos levantamos de la mesita y dimos unos cuantos pasos juntos. Emilio parecía tranquilo. Yo no. Sacó el billetero, rebuscó un poco en su interior y sacó un resguardo. De una lavandería que funcionaba con fichas, de esas que estaban empezando a proliferar por toda la ciudad, con rótulos amarillos y un nombre americano. Escribió encima su número de teléfono y me lo entregó mientras yo le daba una de mis estúpidas tarjetas de visita. Me dijo que lo llamara, aunque él me llamaría de todos modos.
Parecía tranquilo. Sus ojos miraban hacia otro lugar.
Lo dejé sonar tres, cuatro, cinco, seis veces. A cada timbrazo aumentaba la urgencia y la angustia. Estaba a punto de colgar y probar con el móvil cuando oí en el otro extremo de la línea la voz de Margherita que contestaba.
– ¿Sí?
Tono apremiante de alguien que está a punto de salir de casa para irse al trabajo. Yo permanecí en silencio un instante porque, de repente, no sabía qué decir y me sentía la garganta obstruida.
– ¿Quién habla?
– Soy yo.
– Uy. Estaba a punto de salir, me has pillado en la puerta. ¿Ya estás en Lecce?
– Te quería decir…
– ¿…?
– Te quería decir…
– Guido, ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien? ¿Ha ocurrido algo?
Ahora una ligera nota de alarma en la voz.
– No, no. No ha ocurrido nada. No he ido a Lecce, el juicio se ha aplazado.
Interrumpí mis palabras, pero esta vez ella no preguntó nada. Permaneció en silencio, esperando.
– Margherita -mientras hablaba, me di cuenta de que jamás la llamaba por su nombre-, ¿recuerdas la vez que me enviaste un mensaje a través del móvil…?
– La recuerdo. Te escribí que haberte encontrado era una de las cosas más bonitas que me habían ocurrido en la vida. No era verdad. Es la más bonita.
– Pues bueno, yo quería decirte lo mismo… pero quería decir que ahora no te puedo explicar…
Tartamudeaba.
– Guido, yo te quiero. Como jamás he querido a nadie en toda mi vida.
Entonces dejé de tartamudear.
– Gracias.
– ¿Gracias? Eres un tío muy raro, Guerrieri.
– Es verdad. ¿Cenamos fuera esta noche?
– ¿Invitas tú?
– Sí. Hasta luego.
– Hasta luego. Nos vemos esta noche.
Se cortó la comunicación. Yo estaba parado en la esquina entre Corso Vittorio Emanuele y Via Sparano. Las tiendas estaban abriendo, los camiones descargaban sus mercancías, la gente caminaba con la cabeza gacha.
Gracias, repetí antes de reanudar mi camino.
15
A la mañana siguiente fui al Tribunal directamente desde casa. Tenía un juicio por proxenetismo.
Mi clienta era una ex modelo y actriz de películas porno, acusada de haber organizado un negocio con otras chicas. Junto con otras dos, actuaba de intermediaria entre las chicas y los clientes; trabajaba con el teléfono e Internet y cobraba una comisión sobre las transacciones que llegaban a feliz término. Ella misma se prostituía con algunos clientes muy selectos y muy acaudalados. No gestionaba una casa de citas ni nada por el estilo. Simplemente ponía en contacto la demanda con la oferta. Las chicas trabajaban en casa, ninguna de ellas era explotada; nadie sufría daños.
Con un empeño digno sin duda de mejor causa, la Fiscalía y la policía se habían pasado meses indagando acerca de esta peligrosa organización. Habían efectuado labores de vigilancia, habían detenido a los clientes a la salida de los domicilios de las chicas y, sobre todo, habían pinchado teléfonos y ordenadores.
Al término de la investigación, se había dictado el ingreso en prisión para las tres organizadoras del tinglado. La disposición decía que «el alto grado de peligrosidad social manifestado por las tres investigadas, su capacidad de servirse con soltura, para la puesta en práctica de sus proyectos delictivos, de los medios más sofisticados de la moderna tecnología (teléfonos móviles, Internet, etc.), su habilidad para reiterar conductas antisociales, conduce a considerar indispensable la custodia cautelar en su forma más severa, es decir, la prisión preventiva».
Nadia había permanecido dos meses en la cárcel y otros dos bajo arresto domiciliario, tras los cuales había sido puesta en libertad. En la primera fase del juicio la había representado otro compañero; después había recurrido a mí sin explicarme por qué motivo había querido cambiar de abogado.
Era una mujer elegante e inteligente. Aquella mañana yo tenía que defender su causa en un proceso abreviado, es decir, delante del juez de la audiencia preliminar.
Casi el total de las pruebas en su contra lo proporcionaban los teléfonos y ordenadores pinchados. Sobre la base de los resultados de las grabaciones quedaba claro que Nadia, junto con sus dos amigas, había -tal como se leía en los cargos- «organizado, coordinado, dirigido a un número indeterminado pero en cualquier caso considerable de mujeres dedicadas a la prostitución, sirviendo de intermediaria entre las citadas mujeres y sus clientes y percibiendo por el mencionado servicio y, en general, por el apoyo logístico proporcionado al ilícito tráfico, porcentajes sobre los emolumentos de las meretrices, que oscilaban entre el diez y el veinte por ciento…», etc, etc.
Mientras leía atentamente las actas, me había dado cuenta de que había un vicio de forma en las disposiciones mediante las cuales se habían autorizado los pinchazos. Sobre aquel vicio de forma tenía previsto jugarme el juicio. Si el juez me daba la razón, los pinchazos no se podrían utilizar y quedaría verdaderamente muy poco en contra de mi cliente. Y, por supuesto, no lo suficiente para una condena.
Cuando el secretario judicial pasó lista y Nadia contestó que estaba presente, el juez la miró sin conseguir ocultar una sombra de estupor. Con su traje sastre gris antracita, la blusita blanca, el sobrio e impecable maquillaje, parecía todo menos una puta. Cualquiera que hubiera entrado en la sala y la hubiera visto allí, sentada a mi lado entre las copias del expediente, habría pensado que era una abogada. Sólo que mucho, pero que mucho, más agraciada que la media.
Una vez despachadas las formalidades, el juez dio la palabra a la acusación pública. Era un joven fiscal de aspecto descuidado y aburrido. Sustituía al que había llevado a cabo las investigaciones y no se esforzaba lo más mínimo en disimular su tedio. No me caía demasiado simpático.
Dijo que la responsabilidad penal de la acusada resultaba evidente en las actas del juicio, que el decreto de aplicación de la custodia cautelar ya contenía una reconstrucción completa de los hechos y las responsabilidades y que la pena a cumplir indicada en este caso, indudablemente grave, era la de tres años de reclusión y multa de dos mil quinientos euros. Fin de las conclusiones.
Nadia entornó los ojos un segundo mientras escuchaba aquellas peticiones y meneó la cabeza como si quisiera apartar un pensamiento desagradable. El juez me dio la palabra.
– Señoría. Podríamos defendernos fácilmente de estas acusaciones examinando punto por punto los resultados de las investigaciones y demostrando de qué manera no se deduce de ellos, por parte de mi defendida, una conducta de explotación o tan siquiera de encubrimiento de la prostitución ajena.
Era falso. Examinando punto por punto los resultados de las investigaciones, se deducía con toda claridad que Nadia había organizado, coordinado y dirigido un grupo indeterminado pero en cualquier caso considerable de mujeres dedicadas a la prostitución. Justo eso.
Pero nosotros los abogados funcionamos por reflejo condicionado. Cualquiera que sea la situación, nuestro cliente es inocente, y lo que haga falta. No conseguimos evitarlo.
– Sin embargo, el deber de un defensor -añadí-, es también el de detectar y señalar al juez cualquier cuestión preliminar que permita llegar a una decisión rápida y económica.
Y le expliqué cuál era la decisión rápida y económica. Expliqué que las grabaciones no se podían utilizar porque algunas de las órdenes emitidas carecían por completo de motivo. La ausencia de motivo es un defecto irreparable en cualquier orden de autorización para una intervención telefónica. Dije que, si aquellas intervenciones no se podían utilizar -y, efectivamente, no se podían utilizar-, ni siquiera era posible considerarlas y contra mi cliente no quedaba más que un castillo de arena de conjeturas, etc etc. Mientras me dirigía al juez, hojeaba el expediente.
Cuando terminé, el juez se retiró a la sala de deliberaciones y allí se quedó durante casi una hora. Después salió y leyó una sentencia absolutoria con la fórmula: por falta de pruebas.
Bravo, Guerrieri, me dije mientras el juez leía. Después saludé con gran cordialidad -nosotros los abogados saludamos siempre con cordialidad a los jueces cuando absuelven a nuestros clientes- y abandoné la sala en compañía de Nadia.
Tenía las mejillas arreboladas, como cuando te has pasado mucho rato en un ambiente muy caldeado o estás muy alterado. Sacó un paquete de Marlboro y se encendió un cigarrillo utilizando un zippo.
– Gracias -dijo, tras haber dado un par de ansiosas caladas.
Hice un movimiento de modestia con la cabeza. Pero me sentía muy orgulloso.
Me dijo que pasaría por la tarde por mi despacho. Para saldar las cuentas. Después, tras haberme mirado unos segundos a la cara, me preguntó si podía decirme una cosa. Por supuesto que sí, contesté.
– Usted es un abogado muy bueno, por lo que yo he podido ver. Pero es también algo más. Yo hago un trabajo en el que he aprendido a conocer a los hombres y a reconocer a los que valen la pena. Las pocas, poquísimas veces que los encuentro. Tuve dos abogados antes de usted. Los dos me pidieron, ¿cómo diría?, un complemento de la minuta directamente en sus despachos y cerrando con llave la puerta. Supongo que para ellos debía de ser normal, en el fondo soy una puta y, por consiguiente…
Dio una profunda calada al cigarrillo; yo no supe qué decir.
– Y bueno, usted, aparte de conseguirme la absolución, me ha tratado con respeto. Y eso yo jamás lo olvidaré. Cuando vaya a su despacho le llevaré un libro. Aparte del dinero, claro.
Después me estrechó la mano y se fue.
Decidí irme a tomar un café o cualquier otra cosa. Me sentía tan liviano como después de un examen en la universidad. O de haber ganado un juicio, precisamente.
En el pasillo que conducía al bar, vi delante de mí a Dellissanti en medio de un grupo de pasantes, jóvenes abogados y secretarias. Después de su llamada a mi despacho, no nos habíamos vuelto a hablar.
Mi primer impulso fue dar media vuelta, abandonar el Palacio de Justicia e irme a tomar el café en un bar de la calle. Para evitar el encuentro. Incluso aminoré el ritmo de mis pasos y casi me había detenido cuando oí un vozarrón diciéndome en mi cabeza: «¿pero es que te has agilipollado del todo? ¿Tienes miedo de este fanfarrón y de su banda de esbirros? El café te lo tomas donde te da la gana y ellos que se jodan». Textualmente. A veces me ocurre.
Volví a acelerar el paso, adelanté a Dellissanti y a su séquito fingiendo no verlos y entré en el bar.
Me alcanzaron en la barra mientras estaba pidiendo un zumo de naranja.
– Hola, Guerrieri.
Amable como una pitón.
Me volví como si sólo en aquel momento me hubiera percatado de su presencia.
– Ah, hola, Dellissanti.
– Bueno, pues, ¿qué me dices?
– ¿Sobre qué?
– ¿Has comprobado lo que te dije? Sobre esa señorita, quiero decir.
No sabía qué contestar. Me fastidiaba darle cualquier tipo de respuesta y aquel hombre sabía cómo poner nervioso a su interlocutor. Vaya si sabía.
En realidad, habría tenido que decirle que se cuidara de atender a su cliente. Acusado de graves delitos. Yo me cuidaría de defender a mi cliente. Víctima de aquellos mismos graves delitos.
Habría tenido que decirle que no volviera a intentar hacerme llamadas como la de unos cuantos días atrás, porque yo le quitaría las ganas de hacerlo.
En resumen, respuestas de hombre.
En lugar de eso, me las arreglé para decirle que las cosas no eran lo que parecían y que, en todo caso, eran distintas a como se las habían contado. Y, además, que no sabía cómo salir de aquel lío apenas unos días después de haber aceptado el encargo. Sin un pretexto válido, no había nada que hacer. Quizá en cuestión de unas cuantas semanas o unos cuantos meses, según la marcha del juicio, podríamos volver a hablar.
En resumen, respuestas de cobarde.
– De acuerdo, Guerrieri. Yo lo que te tenía que decir ya te lo he dicho. Haz lo que te parezca, después cada cual asume sus responsabilidades y paga las consecuencias de sus actos.
Dio media vuelta y se fue. Y con él todos los demás, alineados como los miembros de un equipo. Perfectamente entrenados.
Al cabo de unos segundos, meneé la cabeza, tal como hacen los perros cuando están mojados y quieren sacudirse el agua de encima, y después me acerqué a la caja del bar para pagar.
– Ya ha pagado el abogado Dellissanti -me dijo el cajero.
Estuve a punto de contestar que el zumo me lo pagaba yo o algo por el estilo. Después pensé que era mejor evitar hacer el ridículo.
Siempre es mejor, dentro de los límites de lo posible.
Así que asentí con la cabeza, hice un gesto de saludo y me fui.
El buen humor que me había proporcionado el resultado del juicio de aquella mañana había desaparecido.
16
Martina y sor Claudia acudieron a mi despacho la víspera de la vista.
No fui directamente al grano. Me pasé un rato dando unas cuantas vueltas alrededor, tal como suelo hacer casi siempre. Lo primero que hice fue decirle a Martina que no era necesario que se presentara a la mañana siguiente. En aquella vista sólo se abordarían cuestiones preliminares, sugerencias de la acusación y peticiones de pruebas. Para eso era suficiente mi presencia.
No era necesario que perdiera un día de trabajo, dije.
No era necesario que se asustara antes de lo necesario. Pensé.
Sólo tendría que estar presente en la vista en la que la tendríamos que interrogar, probablemente en cuestión de unas cuantas semanas.
Me preguntó qué ocurriría exactamente en aquella vista. He ahí la cuestión.
Le dije lo que ocurriría con todo el tacto del que fui capaz.
Primero la interrogaría la Fiscalía y después yo también le haría algunas preguntas. Al final, vendría el turno de la defensa.
– Ésta es la parte más… complicada. La acusación se basa esencialmente en su palabra y, por consiguiente, el propósito del abogado de Scianatico es muy sencillo: desacreditarla. Intentará conseguirlo por todos los medios. Intentará hacerla incurrir en contradicciones; intentará provocarla para que pierda la calma. No es probable que se comporte amablemente y, si lo hace, será tan sólo para hacerle bajar la guardia. Hice una pausa antes de revelarle la peor parte. La miré a la cara. Parecía tranquila. Un poco aturdida, pero tranquila.
– Sacará a relucir sus problemas de salud, Martina. Sacará a relucir la historia de su ingreso hospitalario y el hecho de que haya tenido problemas… el tratamiento psiquiátrico.
Martina no cambió de expresión. Tal vez sólo hubo un aumento del desconcierto de su mirada.
Tal vez. Pero percibí casi de inmediato el olor. Intenso y ligeramente ácido.
Siempre he podido percibir el olor de las personas, reconocerlo y darme cuenta cuando cambia.
De niño, cuando entraba en el ascensor, siempre sabía decir cuál de los vecinos había pasado antes por allí. Y hasta asignaba nombres a los olores. Por ejemplo, había una señora que vivía en nuestro edificio que olía a sopa de judías. Una chica triste, gafotas y pálida olía, en cambio, a papel viejo y polvo. El propietario de una charcutería dejaba en el ascensor un olor cálido y compacto que ocupaba el espacio y provocaba una sensación de incomodidad. Muchos años después aspiré otro igual en una tienda de Estambul. Era tan parecido que, por un instante, pensé que el señor Curci iba a salir de repente de algún sitio, con su grueso cuello, su pequeña cabeza y sus cortos y macizos brazos. Transcurrieron unos cuantos segundos antes de que consiguiera escapar de aquel cortocircuito olfativo y recordar que aquel señor había muerto diez años atrás, cuando yo aún vivía en casa de mis padres. Y, por consiguiente, no era posible que estuviera recorriendo las tiendas de Estambul.
A menudo me doy cuenta de si una mujer está indispuesta por el olor. Es una cosa que no suelo decir por ahí, porque no es exactamente la clase de noticia que hace que las señoras se sientan cómodas.
Soy capaz de percibir y reconocer el olor del miedo, que es muy desagradable, rancio y ancestral. Lo he advertido muchas veces en las comisarías, en los cuarteles de los carabineros, en las cárceles, asistiendo a los interrogatorios de mis clientes. De los más desesperados, los más débiles o sólo los más cobardes, cuando comprenden que están metidos de verdad en un buen lío y no tienen ninguna escapatoria.
La primera vez fue cuando, recién convertido en letrado, tuve que atender de oficio a un hombrecillo acusado de homicidio. Me llamaron de noche desde la comisaría -estaba de guardia- porque tenían que someterlo urgentemente a interrogatorio. Decían que había apuñalado a un energúmeno que poco antes le había propinado una tanda de bofetadas y puñetazos en un bar. Decían que había un testigo que lo había visto. El hombrecillo -hombros estrechos y un poco encorvados, cara extraviada de pequeño depredador- se defendía, negándolo todo. No es verdad, no es verdad, no es verdad, repetía meneando la cabeza con una voz casi monótona y fuera de lugar, dada la situación. Pedía un careo con el testigo, que se equivocaba y seguramente se daría cuenta del error cuando lo viera. Era convincente en la gris y escueta esencia de su defensa, y a mí me asaltó la duda de que los agentes hubieran metido la pata. Y creo que esa duda también asaltó al fiscal sustituto que lo estaba interrogando.
Después se produjo un golpe de escena. En la sala donde tenía lugar el interrogatorio entraron dos agentes; uno de ellos llevaba una bolsita de plástico transparente a través del cual se veía un cuchillo de gran tamaño, de esos tipo «rambo», con la hoja manchada de sangre. La cara de ambos agentes era la de un gato con un ratón en la boca. El de la bolsita la balanceó delante de la cara del hombrecillo.
– Ahora sí que estás bien jodido, cabroncete. Habría sido mejor que tú mismo nos ayudaras a encontrarlo. Ahora ya no sabemos qué hacer con tu confesión. Hay más huellas aquí que en todos los archivos de la comisaría. Y son todas tuyas.
Estaba muy claro que el agente habría deseado subrayar sus palabras con un par de guantazos bien propinados. Pero, por desgracia -debió de pensar-, no podía hacerlo en presencia del juez y el abogado.
No recuerdo exactamente lo que ocurrió después. El hombre empezó a negarlo, pero poco después confesó, hay que reconocerlo. Aunque no recuerdo muy bien la secuencia, ni lo que dijo, ni lo que preguntaba el fiscal y tampoco lo que dije yo para otorgar un significado a mi inútil presencia. En aquel momento no era importante. Lo que, en cambio, recuerdo muy bien es el olor que poco después invadió la pequeña estancia de la comisaría. Anulando el pestazo a humo -el pestazo frío de muchos años y el pestazo aún caliente de una noche de interrogatorios-, los olores de las personas, del papel, del polvo, de los posos de café en los vasitos de plástico.
Era un olor agrio, invasor y un poco obsceno. Inconfundible para mí después de aquella noche.
Inmediatamente después de haberle dicho a Martina que el abogado de Scianatico escarbaría en sus problemas más íntimos y personales, percibí aquel olor. No muy fuerte, pero inconfundible. Y no fue agradable. Traté de ignorarlo mientras empezaba a facilitarle instrucciones acerca de la manera en que debería comportarse.
– Tal como ya hemos dicho, intentará provocarla. Y, por consiguiente, la primera norma es no responder a las provocaciones. Es lo que él quiere, pero nosotros no se lo tenemos que dar.
– ¿Cómo… cómo puede intentar provocarme?
– Con el tono de voz; con insinuaciones; preguntas agresivas.
Antes de seguir adelante, hice una breve pausa. Para respirar y echar un vistazo a sor Claudia. Su rostro mostraba la animada expresión de una escultura de la isla de Pascua.
– Alusiones a sus problemas personales… tal como ya le he dicho.
– ¿Pero qué tienen que ver mis problemas con el juicio?
Claro, ¿qué tenían que ver? Buena pregunta. Si has tenido necesidad de acudir a un psiquiatra, ¿no puedes actuar como testigo? ¿Puedes ejercer como abogado?, me pregunté antes de contestar, recordando algunos angustiosos fragmentos de mi pasado.
– En abstracto, y quiero subrayarlo, en abstracto, el hecho de que un testigo haya tenido algún tipo de problema de incomodidad o malestar con algo puede ser significativo. Para valorar la credibilidad de lo que dice, para reconstruir mejor la historia de sus declaraciones, etcétera. En concreto, nosotros -me refiero tanto a mí como a la Fiscalía- prestaremos mucha atención para impedir que se produzcan abusos. Pero tampoco sería una buena idea oponerse a cualquier pregunta acerca de sus problemas de salud…
Dificultad emocional. Problemas de salud. Me detuve a pensar que estaba haciendo auténticas acrobacias verbales para no llamar a las cosas por su verdadero nombre.
– … acerca de sus problemas de salud, porque podría parecer que tenemos algo que ocultar. Por tanto, mi idea es la siguiente, si ustedes… si usted está de acuerdo. Vamos a tratar de adelantarnos. Cuando me corresponda a mí interrogarla, yo seré el primero en hacerle preguntas acerca de estos temas. Ingreso hospitalario, tratamientos psiquiátricos, etcétera. De esta manera, sacamos a relucir esta cuestión con toda naturalidad, mostramos que no tenemos nada que esconder, le arrebatamos al abogado de la defensa el efecto sorpresa y la ocasión de influir en el juez, reducimos el riesgo de pasar por momentos de tensión. ¿Qué le parece?
Martina se volvió a mirar a sor Claudia; después me miró de nuevo a mí e hizo una señal mecánica de asentimiento con la cabeza. El olor era más intenso y me pregunté si sor Claudia podía percibirlo. En caso afirmativo, no se podía deducir de la expresión de su rostro. De la expresión de su rostro no se podía deducir nada. Reanudé mi exposición.
– Como es lógico, para poder hacerlo, es necesario que usted me lo cuente todo con calma.
Encendió un cigarrillo. Miró a su alrededor como si buscara algo entre los estantes, en el escritorio o al otro lado de la ventana. Después me lo contó todo. Una historia vulgar, como muchas otras.
Problemas con la alimentación desde la adolescencia. Problemas con los estudios en la universidad. Agotamiento nervioso causado por un examen que no conseguía aprobar. La depresión, la anorexia y el ingreso hospitalario. Y después el comienzo de la recuperación. Los medicamentos, la psicoterapia. Conocer a una enfermera que también trabajaba como voluntaria en Safe Shelter. Conocer a sor Claudia, su compromiso con las chicas en la casa-refugio. Al final, la licenciatura. El trabajo.
Conocer a Scianatico.
Y todo lo demás, que yo sabía en parte. Me dijo también otras cosas que yo no sabía acerca de su convivencia con Scianatico y de ciertas aficiones de éste. Cosas muy desagradables, pero que quizá podríamos exponer en el juicio si yo conseguía encontrar la manera de hacerlo.
Dijo también algo acerca de su familia. Algo de su madre. Y de su hermana menor, que estaba casada y ahora tenía un hijo. Del padre, en cambio, no me habló, y lógicamente se me ocurrió pensar que había muerto, pero no le hice ninguna pregunta al respecto.
El relato de Martina duró como mínimo tres cuartos de hora. Parecía un poco más tranquila, como si se hubiera quitado finalmente un peso de encima, y me repitió que ya no tomaba medicamentos desde hacía por lo menos cuatro años.
Esperemos que no vuelva a tomarlos después de este juicio, pensé.
– ¿Le puedo preguntar una cosa? -dijo tras haber encendido otro de sus cigarrillos.
– Dígame.
– ¿Él estará presente en la sala cuando me interroguen?
– No lo sé. Es libre de ir o no ir; sólo lo sabremos aquella misma mañana. Pero a usted le tiene que ser indiferente el hecho de que esté o no esté.
– ¿Pero él también me podrá hacer preguntas?
– No. Las preguntas sólo se las puede hacer su abogado. Y a este respecto, recuerde una cosa: cuando el abogado la interrogue y cuando usted responda, no lo mire a él. Mire al juez, mire hacia delante; no lo mire a él. Recuerde que no tiene que entrar en conflicto con él, y eso es más fácil si evita enfrentarse a él con la mirada. Y después, si no ha entendido bien una pregunta, no trate de contestar. Amablemente y sin mirarlo, dígale al abogado que no ha comprendido y pídale que se la repita. Y, si yo o la Fiscalía protestamos por alguna pregunta que le hagan, deténgase, no conteste y espere la decisión del juez. Todas estas cosas se las repetiré la víspera de la primera vista en la que será interrogada, pero trate de recordarlas ya desde ahora.
Pregunté si había alguna otra cosa que quisieran saber. Martina meneó la cabeza. Sor Claudia me miró unos instantes. Después debió de pensar que no era el momento para aquella pregunta, cualquiera que ésta fuera. Ella también negó con la cabeza.
– Pues entonces, todo arreglado. Nos llamamos mañana por la tarde y les digo qué ha ocurrido.
Es lo que dije mientras las acompañaba a la puerta.
Pero no estaba nada convencido de que todo estuviera arreglado.
Cuando se fueron, abrí las ventanas, a pesar de que fuera hacía frío. Para ventilar.
No quería que el ácido olor del miedo permaneciera mucho rato allí dentro.
17
Cerré el despacho, regresé a casa, cené con Margherita y, a la hora de ir a dormir, dije que bajaría a mi apartamento. Tenía que trabajar, examinar unos documentos para el juicio del día siguiente y tardaría un buen rato en irme a la cama. No quería molestarla y prefería dormir en mi casa.
Sólo era cierto que no quería molestarla. Hay noches en que ya sabes que te la vas a pasar en blanco. No es que haya una señal especial, llamativa e inconfundible. Simplemente lo sabes. Y aquella noche lo sabía. Sabía que me metería en la cama y allí me quedaría, completamente despierto, por espacio de una hora o algo más. Después me tendría que levantar, porque no puedes estar en la cama las noches de insomnio. Daría vueltas por la casa, me pondría a leer algo con la esperanza de que me entrara el sueño, encendería el televisor y cumpliría todo el resto del ritual. No quería que todo eso ocurriera en casa de Margherita. No quería que me viera enfermo, aunque sólo fuera de insomnio ocasional. Me daba vergüenza.
Cuando le dije que me iba a mi casa para trabajar, ella me miró directamente a los ojos.
– ¿Ahora vas a trabajar?
– Pues sí, ya te lo he dicho. Tengo ese juicio que empieza mañana. Habrá un montón de cuestiones preliminares, es un juicio muy pesado y tengo que volver a organizado todo.
– Eres uno de los peores embusteros que jamás he conocido.
– Conque soy muy malo, ¿eh?
– De los peores.
Me encogí de hombros, pensando que antes se me daba bastante bien decir mentiras. Aunque con ella jamás me había ejercitado.
– ¿Qué es lo que te ocurre? Si te apetece estar solo, basta con decirlo.
Claro, basta con decirlo.
– Creo que esta noche no voy a dormir y, por consiguiente, no quiero que tú también te quedes despierta.
– ¿No vas a dormir? ¿Y eso por qué?
– No voy a dormir. No sé exactamente por qué. A veces me ocurre. Lo de saberlo por adelantado, quiero decir.
Me miró de nuevo a los ojos, pero ahora con una expresión distinta. Se preguntaba cuál debía de ser el problema, puesto que yo no se lo había dicho y puede que ni siquiera lo supiera. Se preguntaba si podía hacer algo. Al final, llegó a la conclusión de que aquella noche no podía hacer nada. Entonces me apoyó la mano en un hombro, me lo apretó un segundo y después me dio un rápido beso.
– Muy bien, pues buenas noches, nos vemos mañana. Y, si te entra sueño, no te quedes despierto sólo por coherencia.
Me retiré con una especie de sensación de culpa indefinida y desagradable.
Después todo se desarrolló según el guión. Una hora dando vueltas en la cama con la estúpida esperanza de haberme equivocado en la interpretación de los signos premonitorios. Más de una hora delante de la pantalla del televisor viendo hasta el final El lobo de la Sila, con Amedeo Nazzari, Silvana Mangano y Vittorio Gassman.
Interminables minutos leyendo Minima Moralia, el duro texto de Adorno. Con la esperanza, que trataba de ocultarme a mí mismo, de aburrirme hasta el extremo de experimentar una sensación de sueño invencible. Me aburrí, pero el sueño no llegó.
Me quedé un poco traspuesto -una especie de ansioso duermevela- sólo cuando una luz enfermiza y un ligero, metódico e inexorable rumor de lluvia empezaron a filtrarse a través de las persianas, anunciando el día que se avecinaba.
Crucé la ciudad bajo aquella misma lluvia, tratando de protegerme con un paraguas de bolsillo adquirido unas cuantas semanas atrás a un vendedor ambulante chino. Tal como suele ocurrir la segunda vez que se utiliza algo comprado a un chino -es decir, aquella mañana-, el paraguas se rompió y yo me mojé. Cuando, a punto de sonar las nueve y media, llegué a la sala del tribunal, no estaba de buen humor.
18
La sala donde se celebraban las vistas de Caldarola se encontraba hacia la mitad de un pasillo. Como todos los días en que se celebraban juicios, la confusión era tremenda. Se mezclaban entre sí los acusados, sus abogados, los agentes de la policía y los carabineros que tenían que declarar, amén de unos cuantos jubilados que pasaban las interminables mañanas asistiendo a juicios en lugar de jugar a cartas en los bancos de los parques. A aquellas alturas, todo el mundo los conocía y ellos conocían y saludaban a todo el mundo.
A unos cuantos metros de distancia de aquel numeroso grupo había otras personas con unas hojitas de papel en la mano y una expresión desorientada; la expresión de alguien que no habría deseado estar allí. Eran los testigos de los juicios, por regla general, las víctimas de los delitos. En las hojitas decía que estaban obligados a presentarse ante el juez y que «en caso de incomparecencia no causada por legítimo impedimento, podrían ser obligatoriamente acompañados por la policía judicial y condenados al pago de una suma…», etcétera, etcétera.
Estaban a punto de vivir una experiencia irreal en el mejor de los casos. Una experiencia que no serviría para aumentar su confianza en la justicia.
Entre los dos grupos se filtraba la muchedumbre de paso con un movimiento ininterrumpido. Funcionarios con carritos y montones de expedientes; acusados que buscaban la sala en que se iba a celebrar su juicio o bien a sus abogados; agentes de la policía penitenciaria que acompañaban a detenidos esposados; rostros sombríos y extraviados; delincuentes con aire de habituales de los tribunales y las comisarías; otros delincuentes que al poco rato identificabas como agentes de la brigada antitironeros; jóvenes abogados con bronceados fuera de temporada, grandes cuellos de camisa y grandes nudos de corbata; personas normales desperdigadas por los tribunales por los más variados motivos. Casi nunca buenos.
Todos habrían querido irse de allí cuanto antes. Yo también.
Sentada en un banco, con la mirada fija en una sucia pared, estaba sor Claudia. Con su habitual chaleco de piel negra y pantalones militares con grandes bolsillos. Nadie se había sentado a su lado. Ninguna de las personas que permanecían de pie se encontraba situada demasiado cerca de ella. Distancia de seguridad, vi escrito en mi cabeza durante un par de segundos.
No sé cómo se las arregló para verme, porque su mirada estaba aparentemente clavada en la pared que tenía delante y yo me encontraba situado hacia un lado entre la gente. Pero lo cierto es que cuando ya estuve a cinco o seis metros de ella, volvió la cabeza como obedeciendo a una orden silenciosa e inmediatamente se levantó con aquel movimiento suyo tan fluido y peligroso de animal depredador.
Me detuve a unos diez centímetros de ella, rozando aquella burbuja en la que los demás no se atrevían a entrar. La saludé con un movimiento de cabeza y ella correspondió de la misma manera.
– ¿Cómo así ha venido?
Por una décima de segundo, me pareció captar en su rostro algo similar a la turbación y una sombra de rubor. Una décima de segundo, pero puede que sólo fueran figuraciones mías. Cuando habló, su voz era la de siempre, gris como el acero de ciertos cuchillos.
– Martina no viene. Se lo dijo usted. Y entonces he venido yo para ver qué ocurre y contárselo a ella después.
Asentí con la cabeza y dije que ya podíamos entrar en la sala. La sesión no tardaría en empezar y era mejor estar allí para averiguar a qué hora empezaría nuestro juicio. Mientras lo decía, me di cuenta de que aún no había visto a Scianatico y tampoco a Dellissanti.
19
Sor Claudia se sentó detrás de la balaustrada que separa el espacio destinado al público del correspondiente a los abogados, los acusados, el ministerio público y el secretario. El juez. En resumen, el lugar en el que se celebra el juicio.
Tras haberle explicado brevemente lo que iba a ocurrir en cuestión de un momento, me dirigí al secretario judicial, que ya estaba sentado en su sitio. Tenía delante dos columnas de expedientes: los juicios que teóricamente se tenían que celebrar en aquella sesión. Teóricamente. En la práctica, habría suspensiones, nulidades, aplazamientos a petición de la defensa o bien «a causa de la excesiva acumulación de casos del día de hoy». Es decir, al término de la sesión, el juez sólo habría dictado sentencia en tres o cuatro causas como máximo.
Caldarola no pensaba que el exceso de trabajo fuera algo muy digno de un magistrado.
Le pedí al secretario que me dejara ver el expediente. Quería comprobar la lista de los testigos del ministerio público y de la defensa. Yo no había entregado ninguna lista, porque daba por descontado que Alessandra Mantovani ya habría solicitado todos los testigos relevantes.
El secretario me entregó el expediente y yo fui a sentarme en uno de los bancos reservados a los abogados. Todos todavía desiertos, a pesar de la muchedumbre que había fuera.
Como era de prever, Mantovani había solicitado todos los testigos necesarios: Martina, obviamente, el inspector de la policía que había llevado a cabo las investigaciones, un par de chicas de Safe Shelter, la madre de Martina, los médicos. No había ninguna sorpresa.
Las sorpresas desagradables estaban en la lista de la defensa. Había una decena de testigos que tendrían que declarar:
1) acerca de las relaciones entre el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida, Martina Fumai, en convivencia comprobada;
2) en particular, acerca de las apreciaciones extraídas del trato con el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida;
3) acerca de sus conocimientos sobre las patologías físicas y psíquicas de la presunta persona ofendida y sobre los aspectos menos evidentes de los comportamientos derivados de dichas patologías;
4) acerca de los motivos del cese de la convivencia de los que ellos tengan conocimiento.
Pero el verdadero problema no eran aquellos testigos. Ésos sólo servían para el relleno. El problema era el nombre que cerraba la lista. El profesor Genchi, catedrático de medicina legal y psiquiatría forense. Se le requería como asesor para que declarara: «… acerca de las condiciones de salud mental de la
Conocía a aquel profesor; había coincidido con él en muchos juicios. Era una persona seria, muy distinto de algunos de sus colegas, que se dedican a preparar informes complacientes y muy bien pagados sobre delincuentes detenidos. Para sostener que éstos padecen graves trastornos mentales que desaconsejan totalmente su ingreso en la cárcel y que, en consecuencia, deberían quedar de inmediato bajo arresto domiciliario. Huelga decir que esos señores, en el noventa y nueve por ciento de los casos, están más sanos que una manzana. Y huelga decir también que estos asesores lo saben muy bien, pero, ante según qué honorarios, no hilan demasiado delgado.
Genchi era una persona seria de quien los jueces se fiaban. Y era lógico que así fuera. Jamás se habría prestado a declarar en un juicio para decir bobadas o para presentar un informe amañado. Dellissanti había elegido a un experto que jamás habría permitido que alguien ejerciera su influencia para conseguir que exagerara sus valoraciones. Lo cual significaba que se sentía muy seguro.
Mientras leía con preocupación percibí una presencia a mi espalda. Me volví, levantando los ojos. Alessandra Mantovani, con la toga ya sobre los hombros. Me saludó de manera muy profesional -buenos días, abogado- y yo contesté de la misma manera. Buenos días, fiscal.
Después fue a sentarse en su sitio. Su rostro estaba imperceptiblemente tenso. Unas arruguitas en las comisuras de la boca; los ojos levemente entornados. Tuve la certeza de que ya había leído la lista de Dellissanti. El funcionario que la seguía depositó en su banco dos polvorientas carpetas de tapas descoloridas, llenas de expedientes. Trascurrieron unos minutos y finalmente entró Dellissanti con su consabido séquito de secretarias, ayudantes y pasantes. Casi inmediatamente sonó el timbre eléctrico que señalaba el comienzo de la vista.
Habían llegado prácticamente juntos. El abogado del acusado y el juez.
Una casualidad, seguro.
20
Los preliminares concluyeron enseguida.
El juez declaró abierto el juicio oral y ordenó leer las acusaciones al secretario judicial; íntegramente, según las disposiciones legales. Algo que no suele hacerse en la práctica. El juez pregunta a las partes: «¿damos por leídas las acusaciones?». Y, por regla general, ni siquiera escucha la respuesta y sigue adelante. Da por descontado que a nadie le interesa escuchar la lectura de las acusaciones, porque todo el mundo ya las conoce perfectamente por adelantado.
Aquel día Caldarola no dio por leídas las acusaciones y las tuvimos que escuchar íntegras en la nasal y opresiva voz del secretario judicial Filannino Barletta. Un hombre delgado, de piel grisácea, poco pelo y una mueca de tristeza perversa en las comisuras de la boca.
Eso no me gustó. Caldarola era un sujeto que intentaba por encima de todo despachar rápidamente los asuntos. Olía a chamusquina que perdiera tanto tiempo con las formalidades, debía de significar algo, pero yo no entendía muy bien qué.
Tras la lectura de las acusaciones, Caldarola invitó al ministerio público a presentar sus peticiones de pruebas. Alessandra se levantó y la toga se deslizó impecablemente a lo largo del cuerpo sin que fuera necesario arreglarla sobre los hombros. Tal como le ocurría a casi todo el mundo y, por ejemplo, a mí.
Habló muy poco. Prácticamente se limitó a decir que demostraría todos los hechos señalados en las acusaciones a través de los testigos de su lista y la exhibición de documentos. Por su manera de mirar al juez, me di cuenta de que ella también experimentaba una sensación similar a la mía. La de que algo estaba ocurriendo a nuestras espaldas.
Después me tocó a mí, y yo hablé todavía menos. Me remitía a las peticiones del ministerio público, solicitaba interrogar al acusado, si él accedía a responder, y me reservaba hacer mis propias observaciones acerca de las peticiones de la defensa cuando las hubiera oído.
– Se concede la palabra a la defensa del acusado.
Dellissanti se levantó.
– Gracias, Señoría. Estamos todos aquí, pero no deberíamos estarlo. En efecto, hay juicios que ni siquiera tendrían que empezar. Y éste es uno de ellos.
Primera pausa. La cabeza se volvió hacia el banco donde estábamos sentados nosotros. Alessandra y yo. Buscaba provocarnos. Alessandra mostraba un rostro inexpresivo y miraba al vacío, hacia algún lugar por detrás del estrado del juez. Yo no era tan hábil y, en lugar de ignorarlo, tenía los ojos clavados sobre él, que era exactamente lo que él quería.
– Un profesional, un académico íntegro a carta cabal, miembro de una de las familias más importantes y respetadas de nuestra ciudad, ha sido arrastrado al barro por unas acusaciones falsas que sólo tienen su origen en el resentimiento de una mujer desequilibrada y…
Me levanté casi de golpe. Había mordido el anzuelo.
– Señor juez, la defensa no puede hacer estas afirmaciones ofensivas. Y menos aún en esta fase en la que se tiene que limitar a la petición de pruebas. Le ruego que invite al abogado Dellissanti a atenerse escrupulosamente a las disposiciones legales: exponer los hechos que pretende demostrar y solicitar la admisión de las pruebas. Sin comentarios.
Caldarola me dijo que no era necesario que me alterara. Aunque, de todos modos, en caso de que no me tranquilizara, daría exactamente lo mismo. El juego no estaba en mis manos.
– Abogado Guerrieri, no se lo tome de esta manera. La defensa tiene derecho a aclarar el contexto y las razones de su petición de pruebas. De otro modo, ¿cómo puedo yo comprender si dicha petición está justificada? Usted siga adelante, abogado Dellissanti. Y usted, abogado Guerrieri, procuremos evitar ulteriores interrupciones.
Hijo de puta. Lo pensé, pero habría deseado decirlo. Grandísimo hijo de puta. ¿Qué te han prometido?
Dellissanti tomó de nuevo la palabra, totalmente a sus anchas.
– Gracias, Señoría, usted ha captado perfectamente el sentido, como siempre. Es, en efecto, evidente que, para presentar nuestras pruebas, tengo que exponer algunas consideraciones que constituyen la premisa de dichas pruebas. Queremos presentar, en esencia, tal como efectivamente haremos, una petición de comparecencia de un asesor psiquiátrico. Debemos decir, y debemos poder decir, que lo haremos porque consideramos que la presunta persona ofendida está aquejada de graves trastornos psíquicos que ponen en entredicho su credibilidad e igualmente su capacidad para prestar declaración como testigo. En estas circunstancias, sobre todo cuando está en juego la honorabilidad, la libertad y la propia vida de un hombre como el profesor Scianatico, queda muy poco espacio para eufemismos o circunloquios. Les guste o no les guste al ministerio público y a la parte civil.
Otra pausa. Su cabeza se volvió de nuevo hacia nuestro banco. Alessandra era una especie de esfinge. Si bien, mirándola con atención, se podía percibir en ella una minúscula y rítmica contracción de la mandíbula un poco por debajo del pómulo. Pero eso sólo mirándola con mucha atención.
– Así que solicitamos, en primer lugar, probar que la presunta -dijo presunta con un bisbiseo que casi pareció un escupitajo- persona ofendida está aquejada de patologías psiquiátricas que sabrá exponer mejor nuestro asesor, debidamente consignado en la lista, el profesor Genchi. Un nombre que no necesita presentación. Pedimos, además, demostrar la existencia de dichas patologías, las razones de la separación que tuvo lugar a su debido tiempo y, con carácter más general, las de una situación de grave inadaptación social e inadecuación personal de la presunta parte ofendida a través de los testigos incluidos en nuestra lista. Solicitamos también que preste declaración el profesor Scianatico, quien, lo comunico ya desde ahora, accede ciertamente a ser interrogado y a responder a cualquier pregunta para, de esta manera, poder facilitar ulteriores elementos que demuestren su inocencia. No tenemos ninguna consideración que hacer acerca de las peticiones de prueba presentadas por el ministerio público. Y tampoco acerca de las presentadas por la parte civil, la cual, a decir verdad, no parece haber hecho ninguna que sea especialmente significativa. Gracias, Señoría, he terminado.
Cuando Dellissanti terminó de hablar, Caldarola ya estaba empezando a dictar su decreto.
– El juez, oídas las peticiones de las partes, considerando…
– Pido perdón, Señoría, pero tengo algunas observaciones que hacer sobre la petición de pruebas formulada por la defensa. Si me concede usted la palabra.
Alessandra había hablado con una voz baja y cortante, apenas modulada por su leve acento de la región del Véneto. Caldarola adoptó una expresión un tanto turbada e incluso me pareció observar un atisbo de rubor en su rostro, habitualmente amarillento. Como si lo hubieran sorprendido haciendo algo vagamente vergonzoso.
– Faltaría más, señora fiscal.
– No tengo ninguna observación acerca de la petición de admisión de los numerosos testigos señalados en la lista. Me parecen excesivos, pero no es la cuestión que pretendo plantear. No ahora, por lo menos. Quisiera decir algo, en cambio, acerca de la petición de comparecencia del profesor Genchi, señalado en la lista de la defensa como asesor especializado en psiquiatría. Deseo plantear un par de cuestiones acerca de esta petición. Una se refiere específicamente al caso que desde hoy nos ocupa. La otra es de carácter más general y se refiere a si puede admitirse semejante petición. ¿El profesor Genchi ha visitado alguna vez a la señora Martina Fumai? ¿El profesor ha visto por lo menos alguna vez a la señora Martina Fumai? La defensa no nos lo ha dicho, mientras que sí nos ha dicho, en cambio, con gran, apodíctica y, sobre todo, ofensiva seguridad que la señora Martina Fumai es una desequilibrada. Si, tal como yo creo, el profesor Genchi jamás ha visitado a la persona ofendida en este juicio, me pregunto sobre qué debería versar su declaración como asesor. Porque la defensa, violando la esencia de su deber de revelar la información obtenida para sus alegatos, no nos lo ha dicho. ¿Es posible solicitar la realización de pruebas psiquiátricas a un testigo, o incluso a un acusado, sin que de las actas se pueda deducir la necesidad de llevarlas a cabo? Hay que responder a esta pregunta de carácter general antes de adoptar una decisión acerca de la petición de la defensa. Porque, señor juez, acceder a semejante petición sin que ésta se fundamente en algo significa crear un peligroso precedente. Cada vez que un testigo no sea de nuestro agrado, por las más variadas razones, buenas o menos buenas, podremos solicitar que venga un psiquiatra a hablarnos de los problemas privados y personales de este testigo. ¿Y quién no tiene problemas personales, emocionales o dependencias? Incluso problemas de alcoholismo. Unos problemas que sólo son asunto de cada uno y que el testigo desearía, con toda justicia, que siguieran siendo sólo asunto suyo.
Silabeó las últimas palabras volviéndose a mirar a Dellissanti, sentado en su banco. Entre los distintos rumores que corrían acerca de él, se incluía su afición por las bebidas de alta graduación. Incluso en horarios no convencionales como, por ejemplo, a primera hora de la mañana en bares de la zona donde tenía el despacho. El otro no devolvió la mirada. Mostraba un rostro ceñudo, con las mandíbulas fuertemente apretadas. La atmósfera estaba empezando a resultar un poco opresiva.
– Y, por consiguiente, señor juez, me opongo rotundamente a la admisión de la declaración del asesor señalado por la defensa. Por lo menos hasta que no se nos aclare en términos concretos a qué datos tendría que referirse dicha declaración y de qué manera los mencionados datos guardan relación con el objeto de este proceso.
Yo me adherí a la oposición del ministerio público. Después Dellissanti pidió nuevamente la palabra. Su tono ya no era tan relajado como al principio.
– Yo, la verdad, Señoría, no entiendo de qué tienen miedo el ministerio público y la parte civil. O quizá sí lo entiendo, si he de ser sincero, pero prefiero evitar los pretextos polémicos. Y, de todos modos, las situaciones que se plantean son dos. O la señorita Martina Fumai no tiene problemas de carácter psiquiátrico, en cuyo caso no hay nada de qué preocuparse, tratándose de la declaración de un especialista como el profesor Genchi. O la señorita Fumai sí tiene problemas de naturaleza psiquiátrica. En cuyo caso estos problemas, así los llamo en términos deliberadamente genéricos, conviene que emerjan a la superficie para que se pueda establecer su incidencia en la capacidad de prestar declaración y, más en general, para evaluar la credibilidad de dicha declaración. Y, en cualquier caso, Señoría, para evitar la prolongación de una polémica y de unas protestas claramente instrumentales, yo puedo ya de entrada presentar fotocopia de la documentación médico-psiquiátrica referente a la presunta persona ofendida.
Dellissanti tomó una carpeta de color azul cielo y la alargó con un vago gesto de la mano hacia el juez. Uno de sus bien adiestrados ayudantes se levantó de golpe, recogió la carpeta y la depositó en el estrado del juez.
En aquel momento, me levanté y pedí la palabra.
– Muy brevemente -me advirtió Caldarola, que ahora ya estaba empezando a perder la paciencia.
– Sólo dos palabras, Señoría -me estaba escuchando hablar a mí mismo y mi voz sonaba tensa-. En primer lugar, nos gustaría saber de qué manera la defensa ha entrado en posesión de esas fotocopias. Es más, si he de ser sincero, nos gustaría, en primer lugar, examinar dichas fotocopias, siendo así que el abogado Dellissanti no ha tenido la amabilidad de ponerlas a disposición del ministerio público y de la parte civil. Tal como, antes que las normas procesales, hubieran exigido las de la educación.
Dellissanti, que acababa de sentarse en una silla que a duras penas podía contener su enorme trasero, se volvió a levantar con una agilidad insospechada. Se puso muy colorado, no sólo la cara, sino también el cuello. El rubor formaba un extraño contraste con el cuello blanco de su camisa. Que apretaba un cuello brutal, casi el doble del mío. Gritó que él no aceptaba lecciones de procedimiento, y tanto menos de buena educación, de nadie. Gritó otras cosas, supongo que ofensivas; pero yo no las oí porque también levanté la voz y, en cuestión de un momento, la vista se convirtió en lo que se dice una indigna trifulca.
A veces ocurre. Las llamadas salas de justicia raras veces son lugares de reunión de caballeros. No las que yo he visto y frecuentado. No la de Caldarola aquella mañana.
Terminó de la peor manera. Por lo menos para mí. El juez dijo que me retiraba la palabra. Yo dije que me hubiera gustado igualdad de trato entre mi persona y la del abogado del acusado. Él me exigió que me abstuviera de hacer insinuaciones ofensivas y repitió -«por última vez»- que me retiraba la palabra. Yo no dejé de hablar y el tono y el volumen de mi voz no eran bajos ni tranquilos. Sabía que estaba haciendo una gilipollez. Pero no conseguía contenerme. Exactamente igual que cuando era pequeño, durante los partidos de fútbol de los campeonatos escolares, cuando respondía a las provocaciones más estúpidas, me entregaba a las peleas y regularmente me expulsaban.
Acabó más o menos como aquellos partidos de fútbol. El juez suspendió la sesión durante cinco minutos. Cuando regresó, su rostro ya no era cordial. Para salvar las formas, permitió que Alessandra y yo examináramos el expediente de Dellissanti. Contenía la copia de una historia clínica de un centro privado del Norte en el que Martina había permanecido ingresada unas cuantas semanas.
Tanto Alessandra como yo nos opusimos una vez más a admitir aquella prueba y a la comparecencia de Genchi. Caldarola ordenó hacer constar en acta su decisión con su habitual voz monocorde, en la que ahora se advertían, sin embargo, unos matices de irritación y de amenaza.
El juez, oídas las peticiones de las partes a propósito de las pruebas; considerando que todas las pruebas solicitadas son admisibles y guardan relación con el objeto del proceso;
considerando, en particular, que es pertinente la obtención de documentación médico-psiquiátrica acerca de la parte ofendida e igualmente la comparecencia de un especialista en psiquiatría, ambas solicitadas por la defensa del acusado con el fin de valorar las declaraciones de la susodicha parte ofendida y establecer (tal como expresamente contempla el artículo 196 del código penal) su idoneidad física y mental para prestar declaración;
considerando igualmente que el comportamiento del defensor de la parte civil, el abogado Guerrieri, en la presente vista no parece exento de que se tomen medidas disciplinarias y debe ser sometido por tanto a la evaluación de las Autoridades competentes; por estas razones:
admite todas las pruebas solicitadas por las partes; aplaza el comienzo de la vista oral al día 15 de enero de 2002; dispone el envío de la copia de la presente vista al señor Fiscal del Estado en esta sede y al Consejo del Colegio de Abogados de Bari para que establezcan, dentro de sus respectivas competencias, la existencia de indicios de responsabilidad en la actuación del abogado Guido Guerrieri, del Foro de Bari.
– Has hecho una gilipollez -me susurró Alessandra mientras abandonábamos la sala.
– Ya lo sé.
Busqué algo que añadir, pero no encontré nada. A nuestra espalda se encontraba Dellissanti con los suyos. Hablaban entre sí. Hacían comentarios y, a pesar de que yo no captaba las palabras, no cabía la menor duda acerca del tono. Satisfecho.
Me despedí de Alessandra y apuré el paso porque no quería oírlos. Cualquiera que hubiera contemplado la escena y hubiera visto lo que había ocurrido antes habría pensado que huía.
Sor Claudia, que había permanecido todo el rato en la sala, se deslizó a mi lado sin que yo me diera cuenta del lugar de donde había salido.
Se fue conmigo sin hacer preguntas.
No me hizo daño aquella vez. Cuando terminó, me dijo que aquello era un secreto entre él y yo. No tenía que decirle nada a nadie. Si le decía algo a alguien, ocurrirían cosas muy feas.
Había un cachorro en el patio. Era un bastardito blanco y yo le había puesto el nombre de Snoopy. Dormía en una caja muy grande y yo le llevaba de comer todas nuestras sobras y algunas veces un poco de leche alargada con agua. Decía que era mi perro, aunque sabía muy bien que jamás me habrían permitido subírmelo a casa.
Él me dijo que si le comentaba a alguien nuestro secreto, el cachorro moriría. Yo regresé al patio, les dije a los otros niños que ya no tenía ganas de jugar y me fui a abrazar a Snoopy. Sólo entonces me puse a llorar.
De las veces que hubo después ya no conservo un recuerdo tan claro. Son confusas, se mezclan la una con la otra. Siempre en aquella habitación, con la cama deshecha, el pestazo de los cigarrillos. Los otros olores. Botellas de cerveza en la mesilla o tiradas por el suelo. Los ruidos que él hacía cuando estaba… terminando. El temor de que mi hermanita, que a menudo estaba en la habitación de al lado, pudiera entrar y vernos.
Había transcurrido más de un año -lo recuerdo muy bien porque estudiaba primero de bachillerato inferior- cuando él dijo que me estaba haciendo mayor y que había ciertas cosas -otras cosas- que yo tenía que saber y que él me tenía que enseñar. Era una tarde de lluvia y mi madre no estaba. Trabajaba también por la tarde, cuando podía, porque él siempre estaba en el paro y no podíamos salir adelante.
Aquella vez me hizo daño. Mucho daño. Y el dolor me duró varios días.
Al terminar, me dijo que ahora ya era una mujer. Mientras me lo decía, me dio un pellizco en la mejilla; con el índice y el pulgar. Como un gesto de ternura.
En aquel momento, por primera vez, pensé que habría deseado que muriera.
21
Ir al supermercado me relaja. Siempre ha sido así, desde que era pequeño. Entonces mi madre y yo íbamos al de los almacenes Standa de Corso Vittorio Emanuele, bajábamos al sótano, cogíamos un carrito y hacíamos la compra. Recuerdo la agradable sensación de frío que se notaba al bajar el último tramo de la escalera, pasando entre los estantes refrigerados y la mezcla de olores de los alimentos crudos. La carne -en los estantes refrigerados, claro-, las verduras, la charcutería, el plástico; todo mezclado en un solo y singular olor complicado y un poco aséptico que para mí era «el olor de la Standa». Por aquel entonces, aún no había tantos supermercados y el hecho de ir a la Standa era algo así como ir al parque de atracciones de la Feria de Levante, que se celebraba en septiembre poco antes de que empezaran las clases en la escuela.
En el supermercado Standa había ciertos productos que no se encontraban en ningún otro sitio. Por ejemplo, unos quesitos envasados de aspecto vagamente exótico cuyo nombre no recuerdo. Pero el sabor sí lo recuerdo muy bien; sabían a jamón, una especie de sabor rústico mucho más intenso que el de aquellos triangulitos que yo estaba acostumbrado a comer y que no sabían a nada. Había unos biscotes franceses que parecían pastas. Eran un artículo de lujo y no se podían comer como los biscotes normales, con leche, por ejemplo. Y había muchas otras cosas con las que llenábamos el carrito, que siempre quería conducir yo; cosas que ahora llenan mi recuerdo con los colores deslucidos y nostálgicos de ciertas películas en superocho.
Creo que a todos los niños de mi edad les gustaba ir al supermercado.
A mí me sigue gustando ahora. Hay tardes que ya no aguanto a los clientes, los papeles, el despacho, las llamadas de los compañeros. Entonces me entran ganas de salir para ir a la librería o al supermercado. Por regla general, consigo que se me pasen las ganas de salir porque hay otros clientes, otros papeles, otros compañeros coñazos con quienes hablar por teléfono. Algunas veces, sin embargo, cuando he llegado verdaderamente al límite, salgo. Y algunas veces hasta cojo el coche y me ausento durante una e incluso dos horas para irme a uno de esos gigantescos hipermercados del extrarradio.
Me produce una sensación de libertad eso de dar vueltas por la tarde entre los estantes con un carrito y comprarme las cosas más inútiles, la comida más imposible, los libros con descuento del veinte por ciento, los artículos electrónicos -que después no utilizo jamás- en oferta. Cuando vuelvo al despacho, me siento mejor; no exactamente impaciente por reanudar el trabajo, pero bueno, un poco mejor.
Aquella tarde estaba precisamente en mi supermercado preferido. Una nave industrial inmensa justo en medio de uno de los suburbios más degradados de la ciudad. Un lugar casi irreal.
Me encontraba delante de las estanterías de los alimentos étnicos y estaba haciendo acopio de tacos mexicanos, arroz basmati, botes de fideos tailandeses, cuando oí salir del bolsillo de mi trenca, en crescendo, las notas de «Oh, Susana». La última e imposible melodía con la que había personalizado mi móvil. No identifiqué el número.
– ¿Sí?
– ¿Guido Guerrieri?
Voz de mujer.
– ¿Con quien hablo?
– Claudia.
Estaba a punto de preguntar.
¿Qué Claudia?
Pero enseguida la reconocí.
– Ah, hola.
Inmediatamente después recordé que nos tratábamos de usted. No sé por qué se me había ocurrido decir «hola». Hubo un instante de silencio.
– …hola.
En aquel momento me sentí incómodo. No sabía si hablarle de tú o de usted, puesto que diciéndole «hola» en cierto modo ya la había tuteado. A veces pienso que soy un inadaptado social. Elegí la forma impersonal. Típica precisamente de los inadaptados sociales. De aquellos que cuando se tropiezan con alguien por la calle a quien no saben cómo dirigirse dicen «qué tal».
– ¿Todo bien? ¿Alguna novedad?
– He llamado a tu despacho y me han dicho que no estabas. Entonces he recordado que me habías llamado al móvil y que yo había memorizado tu número. ¿Te molesto?
Bueno, verás, es que estoy aquí tratando una delicada cuestión de tráfico internacional de rollitos de primavera, pero intentaré encontrar de alguna manera un minuto para ti, monja.
No era ninguna molestia, naturalmente.
Me dijo que al día siguiente haría una exhibición de su arte marcial. Estaba abierto al público y, si todavía me apetecía ver cómo era, podía ir a aquel gimnasio de la zona de la cárcel. Ella y sus alumnos estarían allí desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche.
Me sorprendí, pero dije que iría; ella dijo que muy bien y colgó. Sin despedirse.
La tarde siguiente salí del despacho a las seis y media, aplazando una cita con un cliente que me tenía que pagar y que, por consiguiente, no puso ningún reparo. Decidí ir a pie, a pesar de que me quedaba un poco lejos, y a las siete y cuarto ya estaba en la dirección que Claudia me había facilitado. Era un gimnasio en el que hacían danza, yoga, cosas por el estilo. Se llamaba
Entonces me sentí de repente un poco incómodo ante la idea de perder una tarde de trabajo de aquella manera y me dije que me quedaría una media hora por educación. Después me despediría y regresaría al despacho tomando quizá un taxi para llegar antes.
El gimnasio tenía suelo de parquet, un gran espejo que cubría toda una pared, una barra para los ejercicios de ballet. Exactamente lo que yo me había imaginado al ver el rótulo. Había unos cuantos bancos ocupados por una decena de espectadores. Me senté en uno de los pocos espacios libres.
Si el gimnasio correspondía a lo que yo había imaginado, las cosas que ocurrían encima del parquet -la lección de Claudia- eran de lo más variadas. Había unos veinte alumnos, casi todos chicos. Vestían unos pantalones negros, camisetas blancas de media manga y zapatillas negras. Sor Claudia iba vestida de la misma manera, pero su camiseta era negra en lugar de blanca. Debía de ser la señal distintiva del maestro, como un cinturón negro de yudo o algo por el estilo.
Lo que hacían no se parecía para nada a la danza, al yoga o a cualquier chorrada new age. Se pegaban entre ellos con puñetazos, puntapiés, rodillazos y codazos muy rápidos. No controlaban los golpes, tal como se hace en muchas artes marciales. No eran movimientos elegantes, pero se comprendía enseguida lo que habría ocurrido si aquellas técnicas se hubieran aplicado en una situación real, en medio de la calle, en una pelea.
Estaba asombrado por más que, en cierto sentido, lo que estaba viendo fuera coherente con las sensaciones que me había transmitido sor Claudia cuando nos habíamos conocido. Mientras seguía el entrenamiento, me vinieron a la mente en secuencia las palabras que se utilizan para denominar aquellas sensaciones. Directa, rápida, brusca, agresiva.
Mala.
La palabra «mala», como las otras, se me materializó espontáneamente en la cabeza. En libre asociación, en secuencia precisamente. En cuanto oí que mi voz interior la pronunciaba, me sentí tan incómodo como si la hubiera dicho en voz alta. O como si hubiera descubierto y nombrado una cosa que habría sido mejor mantener en secreto.
Claudia, la monja mala.
En determinado momento, sor Claudia sacó de una bolsa un largo pañuelo negro, se cubrió los ojos con él y se lo anudó detrás de la nuca. Después adoptó una especie de posición de combate mientras el que parecía el alumno más experto se situaba delante y muy cerca de ella. Era un muchacho de por lo menos metro noventa de estatura, el cabello rapado y aspecto peligroso.
Obedeciendo a una señal silenciosa e invisible, el estudiante empezó a soltar golpes contra el rostro de Claudia y ella empezó a pararlos. Todos, con los ojos vendados.
Yo he practicado boxeo muchos años. He visto, propinado, parado, esquivado y, sobre todo, recibido un montón de puñetazos. En los gimnasios, en los rings de aficionados y también en la calle. Antes de aquella tarde jamás había visto nada semejante.
Se movían con un ritmo preciso y regular que me hizo recordar un documental sobre el circo que había visto hacía muchos años La televisión era todavía en blanco y negro y había un señor más bien mayor y de aspecto simpático que, en la pista de un circo con las gradas desiertas, enseñaba prestidigitación a un grupo de chavales. Él también se vendaba los ojos y volteaba en el aire tres o cuatro o cinco pelotas sin que jamás se cayeran y siempre con el mismo ritmo. Preciso y regular. Parecía que tuviera imanes en las manos y que las pelotas se sintieran inevitable y fatalmente atraídas hacia ellas. Claudia hacía más o menos lo mismo con las hostias que le lanzaban a la cara. Tenía unas manos magnéticas y con aquellas manos magnéticas atraía y desviaba los puños cual si fueran pelotas de trapo.
En boxeo siempre nos habían dicho que no cerráramos jamás los ojos. Cuando atacabas y, sobre todo, cuando te defendías. Jamás se tenía que perder el control de la situación. Ver lo que hacía el adversario, percibir con los ojos su movimiento nada más empezar y estar preparados para reaccionar; parar o esquivar y contraatacar. Siempre me había sentido a gusto con esa idea. Los ojos siempre abiertos. Asociaba los ojos cerrados con el miedo y, de una manera trivial, los ojos abiertos con la valentía. Mirar directamente a la cara el problema, o al adversario, o lo que sea. Una de mis pocas certezas.
En determinado momento, el ritmo regular pareció alterarse. Imperceptiblemente, los puños o las paradas adquirieron más velocidad y, en un instante, todo terminó. El alumno estaba en el suelo y sor Claudia encima de él. Le retorcía un brazo y mantenía una rodilla sobre su rostro. Yo no había logrado seguir muy bien el movimiento que había conducido a aquella conclusión.
Ella se quitó la venda y todos juntos hicieron unos ejercicios de relajación. Después los alumnos se colocaron en fila delante de la maestra. Se saludaron con una levísima reverencia manteniendo el puño derecho sobre la palma de la mano izquierda y los brazos cruzados sobre el pecho.
Sólo entonces ella pareció percatarse de mi presencia y se acercó a mí mientras la clase abandonaba el parquet para dirigirse a los vestuarios.
Me levanté, ella me saludó con un movimiento de cabeza y yo contesté de la misma manera. Ahora sentía curiosidad, me apetecía hacer preguntas y me había olvidado por completo del proyecto de tomar un taxi y regresar al despacho.
– En mi vida había visto nada igual -le dije sin hacer el más mínimo esfuerzo por ser original.
Los inicios y las partidas jamás han sido mi fuerte. Ella no contestó nada porque no tenía nada que contestar.
– No recuerdo exactamente cómo se llama esta disciplina -dije, intentándolo de nuevo.
– Se llama wing tsun.
– No es precisamente una cosa de jovencitas.
– La mayor parte de las cosas de jovencitas, como las de jovencitos, no son interesantes. Dice la leyenda que el wing tsun lo inventó una monja para permitir a personas físicamente débiles derrotar a adversarios muy fuertes y corpulentos. Por otra parte, leyendas de esta clase las hay para todas las artes marciales. La más bonita es la de los orígenes del
– No.
– Había en el antiguo Japón un médico que se había pasado muchos años estudiando los métodos de combate. Quería descubrir el secreto de la victoria, pero no estaba satisfecho porque, al final, en todos los sistemas lo que prevalecía era la fuerza o la calidad de las armas o los recursos poco nobles. Eso significaba que, por mucho que uno se entrenara y estudiara las artes marciales, por muy fuerte que fuera o muy preparado que estuviera, siempre encontraría a alguien más fuerte, o mejor armado o más astuto que lo derrotaría. -Se interrumpió como si se le acabara de ocurrir un pensamiento desagradable-. ¿Te interesa de verdad o estás intentando simplemente ser amable?
¿Qué se puede contestar a semejante pregunta? Formulada por una señorita -una monja- que acaba de pisotear a un energúmeno de metro noventa como si estuviera realizando un juego de prestidigitación No se puede contestar nada. Está claro.
Me limité a mirarla a la cara con una expresión ligeramente divertida estilo a ver si terminamos de una vez con estas escaramuzas. O también yo no soy de ésos que sólo dicen las cosas para ser amables.
Por increíble que parezca, funcionó. Sus rasgos se relajaron un poco y, por primera vez, su rostro perdió parcialmente su dureza. Transformándose. Bonita, se me escapó pensar, pero enseguida reprimí el pensamiento, avergonzándome de él. Por más que fuera muy, pero que muy extraña, Claudia era una monja, y yo había estudiado toda la escuela primaria con las monjas. Ciertos esquemas, ciertos modelos, ciertas asociaciones son muy difíciles de abandonar si has estudiado primaria con las monjas. No se dice, y ni siquiera se piensa, que una monja es bonita.
Claudia reanudó su relato sin añadir más comentarios. Yo dejé de pensar en las monjas en general y en particular; y en mis triviales tabúes.
– En resumen, el médico estaba abatido porque no conseguía hacer progresos en su investigación. Un día de invierno estaba sentado junto a una ventana mientras fuera hacía horas que nevaba. Él miraba a través de la ventana mientras seguía con sus pensamientos. Todo el paisaje estaba cubierto de blanco, con mucha, muchísima nieve. Los prados, las rocas, las casas estaban cubiertos de nieve. Y también los árboles. Las ramas de los árboles estaban cargadas de nieve y, en determinado momento, el médico vio la rama de un cerezo que cedía bajo el peso de la nieve y se rompía. Después ocurrió lo mismo con una gigantesca encina. Era una nevada jamás vista.
Está claro que tengo una mentalidad infantil. Me gusta que me cuenten historias si quien las cuenta lo sabe hacer. Claudia lo sabía hacer muy bien y yo estaba deseando saber cómo terminaba la historia. -En el jardín, a cierta distancia de la ventana, había un estanque y, a su alrededor, unos sauces llorones. La nieve también caía sobre las ramas de los sauces, pero en cuanto empezaba a acumularse en ellas, las ramas se doblaban y la nieve caía al suelo. Las ramas de los sauces no se rompían. Contemplando aquella escena, el médico experimentó un repentino sentimiento de júbilo y se dio cuenta de que había llegado al final de su investigación. El que es dúctil supera las pruebas; el que es duro y rígido antes o después encontrará a alguien más fuerte.
Yo pensé que, si el secreto estaba en la ductilidad, no parecía que ella lo dominara del todo. Hablando claro: Claudia no daba la sensación de ser una persona dúctil.
Ella me leyó el pensamiento. O más probablemente, se limitó a seguir con lo que tenía en la cabeza.
– Es evidente que hay que aclarar el significado de la palabra ductilidad. Significa resistir hasta un punto determinado, saber exactamente en qué momento hacerlo y desviar la fuerza del adversario que, al final, se revuelve contra él. El secreto tendría que estribar en saber encontrar el punto de equilibrio entre la resistencia y la ductilidad; la debilidad y la fuerza. El principio de la victoria tendría que estar ahí. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontáneo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.
Sí, claro, pensé. Sirve también para otra cosa. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontáneo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.
Me vino a la mente un libro que había leído unos cuantos meses atrás.
– Es una bonita historia. Me recuerda lo que dice Sun Tzu en aquel libro de estrategia militar china.
Una sombra de estupor cruzó su rostro. ¿Qué sabía yo de Sun Tzu, de la estrategia militar china y de todo lo demás?
– El arte de la guerra.
– Exactamente. Dice que la estrategia es el arte de la paradoja.
– Ahí está. ¿Has leído el libro?
No, tengo un manual con todas las citas útiles para cada circunstancia. Ésta la saqué del capítulo Cómo impresionar a las monjas maestras de artes marciales.
– Sí.
– ¿Por qué?
Qué coño de pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué se lee un libro? ¡Y yo qué sé! Porque me apetece. Porque me lo encontré delante cuando no tenía nada que leer o que hacer. Porque me ha llamado la atención la tapa; o el título. O dos palabras puestas la una al lado de la otra en una página abierta al azar.
¿Por qué se lee un libro?
– No lo sé. Quiero decir, no hay un porqué. Lo vi en la librería, lo compré y lo leí. La historia de la paradoja era la que más me había llamado la atención, a pesar de no estar muy seguro de haberla comprendido cuando la leí. Ahora me parece más clara.
Claudia me miró todavía un instante a la cara. Ya no estaba tan segura de la clasificación que me había asignado, cualquiera que ésta fuera.
Después frunció los labios durante una décima de segundo. Su idea de una sonrisa. La primera. Levantó la mano para saludar; un gesto un poco torpe éste, y simpático. Después, sin decir nada más, dio media vuelta y se encaminó hacia los vestuarios. Sin esperar mi respuesta.
Así que abandoné el gimnasio y consulté mi reloj. No iba a coger ningún taxi y, por otra parte, ni siquiera regresaría al despacho.
Ya eran casi las diez, y era hora de ir a casa.
Me puse en marcha con la cabeza gacha. Mientras caminaba rápidamente hacia el centro, entre tiendas cerradas, círculos recreativos y pubs, mezclaba en mi cabeza todo lo que había visto y oído.
22
En la ciudad vieja de Bari, justo delante del foso del castillo Suabo, había hace muchos años una pizzería muy pequeña, sólo con el mostrador del pizzero, el horno y la caja.
Da Nino, se llamaba. No había mesas, ¿dónde las habrían colocado? Sólo preparaban pizza Margarita y romana con anchoas. El pizzero era un hombre de unos cincuenta años, bajito y delgado, con una cara hundida y unos ojos febriles que no miraban a nadie. Depositaba las pizzas ardientes con la pala sobre un minúsculo plano de mármol donde un muchacho grueso de rostro hostil picado de viruelas las envolvía una a una en papel y nos las entregaba con gestos bruscos. Como si quisiera que nos quitáramos de en medio cuanto antes porque estaba claro que no le caíamos bien. Nadie le caía bien.
Nosotros éramos cuatro amigos y nos íbamos a comer las pizzas con las manos, sentados en un murete del foso. La mejor pizza de Bari, decíamos quemándonos la lengua y el paladar y procurando evitar que la mozzarella incandescente acabara en la ropa que llevábamos puesta.
No sé si era de veras la mejor pizza de Bari. Quizá era simplemente una pizza normal, como muchas otras, pero nosotros nos sentíamos muy bohemios por el hecho de irnos de noche a la ciudad vieja, que por aquel entonces era un lugar prohibido y peligroso. Quizá era simplemente una pizza normal, pero nosotros teníamos veinte años y nos la comíamos, y bebíamos cerveza Peroni en botellas grandes y después nos encendíamos nuestros cigarrillos, sentados en aquel murete. Allí nos quedábamos hablando, fumando y bebiendo cerveza hasta muy tarde, tolerados por los habitantes de la zona, hasta que los habitantes de la zona se iban a dormir y cerraba la pizzería.
No recuerdo de qué hablábamos. Las cosas de siempre de los chicos de veinte años, creo. Chicas, política, deportes, los libros que estábamos leyendo -o que habríamos deseado escribir-, cómo cambiaríamos el mundo y la huella que dejaríamos, siempre y cuando no nos venciera el cansancio. Tal como les había ocurrido a los demás.
Cuando era muy tarde, algunas noches, ya bien entrada la primavera, volvíamos a casa atravesando la ciudad vieja completamente desierta. Llena de penetrantes olores, sucia, inquietante y hermosa.
En aquellas noches de primavera, vibraban en el aire nuestras infinitas posibilidades. Vibraban en nuestros ojos, un poco desenfocados por la cerveza, en nuestra piel tersa y bronceada, en nuestros músculos jóvenes.
En nuestro ardiente deseo de todo.
Emilio Ranieri se había suicidado un martes. El día más tonto.
Se había ido de noche a la carretera de circunvalación del aeropuerto, donde muchos años atrás íbamos a ver el aterrizaje nocturno del último vuelo procedente de Roma. Acopló un tubo de goma al tubo de escape de su automóvil e introdujo el otro extremo en el habitáculo. Después cerró todas las ventanillas, encendió el motor y esperó.
Lo encontraron a la mañana siguiente los de la policía del aeropuerto. Ninguna nota en el coche, ninguna nota en casa. Nada.
Me enteré de la noticia por la tarde, cuando estaba en el despacho. Seguí trabajando como si nada hubiera ocurrido hasta la hora de marcharnos. Cuando me quedé solo, llamé a Margherita.
No fue necesario decirle que aquella noche no regresaría a casa. Me fui a dar una vuelta por la ciudad, en busca de recuerdos, de una sensación o de otra cosa. Que naturalmente no existía.
Me fui a recorrer nuestros lugares habituales. De cara al mar, cerca de la monumental entrada de la Feria de Levante; di un paseo alrededor del Teatro Petruzzelli, que ya no era un teatro, sino tan sólo un envoltorio de color rojo en el centro de la ciudad; me senté encima de un automóvil delante del lugar donde antes estaba el Jolly, el minúsculo y mítico cine de tercer reestreno. Y donde ahora sólo hay una persiana metálica sucia y cerrada. De vez en cuando prestaba atención a ciertos tristes adornos navideños, a las angustiosas luces intermitentes de los balcones y las tiendas. Faltaban menos de dos semanas para Navidad.
En determinado momento, se me ocurrió la idea de coger el coche e irme a la carretera de circunvalación del aeropuerto.
No lo hice. Por temor a los fantasmas quizá. O quizá sólo por temor a que me encontrara la policía y quizá me llevara a la comisaría y me preguntara qué hacía allí, si tenía algo que ver con el suicidio de Emilio Ranieri y todo lo demás. No fui para evitar problemas. Por cobardía.
Al final, me encontré ya muy tarde delante del castillo, sentado en el murete del foso frente al lugar donde antaño estuviera la pizzería Da Nino.
Se trata de una zona que jamás ha sido invadida por el movimiento nocturno de los últimos años. A pocos centenares de metros hay una frontera invisible: al otro lado, los pubs, los establecimientos de venta de bebidas alcohólicas, las pizzerías, los bares con piano, los restaurantes vegetarianos, las falsas bodegas tradicionales y una riada de gente a lo largo de toda la noche. A este lado, precisamente alrededor del castillo, los de la Bari vieja. Sólo un par de viejos establecimientos de venta de cerveza; una señora que en verano asa carne en un hornillo ilegal en la misma calle; otra que fríe tortitas de polenta. Chiquillos que juegan al balón en la calle, individuos con antecedentes penales o especiales en situación de libertad vigilada formando pequeños grupos cerca del puente levadizo. Es decir, lo que había sido un puente levadizo, pero que ahora sólo es un puente de piedra y nada más. La policía que de vez en cuando aparece por allí y se lleva a los sometidos a libertad vigilada para «levantar acta», tal como dicen ellos. Los sometidos a libertad vigilada tienen prohibido reunirse entre sí y, en general, mantener tratos con los que tienen antecedentes penales. Si lo hacen, cometen un delito. Pero ellos lo hacen a pesar de todo. Los que tienen antecedentes penales son sus amigos. ¿Con quién podrían reunirse a charlar un ratito? Su lugar preferido es el puente del castillo. Todo el mundo lo sabe y, como es natural, también lo sabe la policía -la jefatura superior se encuentra a pocos centenares de metros- que se da una vuelta por allí cuando necesita hacer un poco de estadística con las denuncias.
Los amantes de la vida nocturna no van por la zona del castillo y ni siquiera se acercan a él. Por lo cual, bien entrada la noche, cuando la gente del barrio ya se ha ido a dormir, todo aquello está desierto. Tal como estaba muchos años antes.
Me senté en el murete sin saber por qué había llegado hasta allí. Sin saber por qué me había ido a dar una vuelta. Sin saber nada. Mirando al vacío, sin conseguir enfocar un recuerdo concreto. Unas palabras, una voz, algo percibido por los sentidos en cualquier momento del lejano pasado. En el que habíamos vivido antes de irnos hacia la nada.
– ¿Ocurre algo, abogado? ¿Hay algún problema?
Experimenté un sobresalto, como cuando te sacuden cuando estás a punto de quedarte dormido.
Era un camello al que había defendido unos cuantos años atrás; no recordaba su nombre. Su rostro se parecía al hocico de una tortuga, con un cierto aspecto bonachón y ausente al mismo tiempo.
– Un viejo amigo mío se acaba de suicidar y estoy triste. Muy triste.
El otro no dijo nada -sólo una leve inclinación de cabeza- y, tras haberlo pensado unos segundos, se sentó en el murete cerca de mí. Ambos permanecimos en silencio mientras en las callejuelas del barrio antiguo se apagaban los últimos ruidos y yo experimentaba una extraña sensación de sosiego.
A los pocos minutos, cara de tortuga se levantó y, en silencio como siempre, me dio la mano. Sentí el impulso de levantarme en señal de respeto.
Tenía una mano pequeña y un apretón delicado, pero no flojo.
Se fue en dirección a la catedral. Yo me encaminé hacia el otro lado, prestando atención al rumor de mis pisadas sobre los viejos y lustrosos adoquines desiertos.
23
Después de aquella noche ya no volví a pensar en Emilio. Los días pasaron, fluidos y silenciosos. Sin ritmo, sin color. Sin nada.
Unos cuantos días antes de Navidad me llamó Claudia. Una llamada extraña. Me felicitó, yo correspondí y después ambos permanecimos en silencio. Un silencio cargado de turbación. Me pareció que había llamado por un motivo determinado, para decirme una cosa determinada, aparte de la felicitación de Navidad; y, mientras sonaba el teléfono, había cambiado de idea.
Permanecimos en silencio y yo tuve la extraña sensación de estar como en equilibrio en algún sitio o por encima de algo. Después terminamos sin que yo hubiera comprendido.
Y probablemente sin que ella tampoco hubiera comprendido.
El veintitrés de diciembre llegó una postal del Senegal. Sólo decía: «para Navidad y para el Año Nuevo». Sin firma.
Era Abdou Thiam, mi cliente senegalés -vendedor ambulante en Italia, maestro de escuela elemental en Senegal- que el año anterior había sido juzgado bajo la acusación de secuestro y asesinato de un niño de nueve años. Tras haber sido absuelto, había regresado a su país y de vez en cuando me mandaba postales con pocas palabras o a veces ninguna. Siempre sin firma y sin su dirección. Abdou había estado a punto de ser condenado a cadena perpetua y aquellas postales eran su manera de hacerme saber que no había olvidado lo que yo había hecho por él. Recordé durante unos minutos aquel juicio y todos los acontecimientos que habían ocurrido inmediatamente antes e inmediatamente después. Me pareció que había pasado toda una vida y no menos de dos años, y entonces me dije que no me apetecía en absoluto afrontar una reflexión acerca del tiempo y la naturaleza de los recuerdos. Así que guardé la postal en un cajón junto con las demás y llamé a la secretaria. Para despachar los últimos papeles, irme de allí y dejarme aspirar y aturdir por el frenesí de las calles abarrotadas de gente.
Para Nochebuena nos habían invitado a casa de unos amigos. Margherita dijo que nosotros dos nos intercambiaríamos los regalos antes de salir y, de esta manera, a las nueve de la noche, vestidos de punta en blanco, ambos nos reunimos en su casa junto al árbol de Navidad, adornado con gigantescas piñas y gajos de frutas cítricas secas. Eran casi transparentes y emitían reflejos de colores. La casa estaba llena de aromas agradables. De agujas de abeto, de limpieza, de velas perfumadas, del dulce de chocolate y canela que Margherita había preparado para aquella noche de fiesta. Los altavoces del equipo difundían las alegres notas de Bright side of the road.
– ¿Vienes con las manos peligrosamente vacías, Guerrieri? Como saques de debajo de la chaqueta otro libro, o un disco o cualquier otra cosa que no sea lo que se dice un verdadero regalo, te juro que esta misma noche te abandono y me hago novia -es un decir- de un maestro de bailes sudamericanos.
– Me había equivocado con respecto a ti. Creía que eras una chica sensible, poco materialista, aficionada a las artes, a las letras, a la música. Y, en cualquier caso, no me parece ver montones de regalos para mí debajo de este árbol.
– Siéntate y espera aquí -dijo ella, desapareciendo en dirección a la cocina.
Regresó al cabo de un minuto, empujando un enorme paquete de forma irregular, envuelto en papel de color azul eléctrico y con un lazo rojo.
– Éste es tu regalo, pero si no veo el mío, ni se te ocurra acercarte.
– ¿Es que tú no conoces el puro placer de dar por la felicidad del otro sin más contrapartida que su gratitud y su sonrisa? ¿No conoces…?
– No. Yo conozco el trueque. Saca mi regalo.
Meneé la cabeza.
– Bueno, ya que no conoces la poesía de la dádiva, voy para allá.
Me encaminé hacia la puerta, salí al rellano y entré de nuevo sujetando por el manillar una bicicleta eléctrica de color rojo, reluciente y bellísima.
– ¿Como bofetada moral te parece suficiente?
Margherita acarició un buen rato la bicicleta, como si el hecho de verla no le bastara. Como si fuera una persona que sólo conociera las cosas tocándolas y no simplemente mirándolas. Después me dio un beso y dijo que ahora ya podía abrir mi paquete.
Era una mecedora de mimbre y madera. Siempre había deseado tenerla, ya desde pequeño, pero no recordaba haberlo dicho jamás. Me senté en ella y probé a balancearme con los ojos cerrados.
– Feliz Navidad -dije al cabo de uno o dos minutos.
En voz baja y sin abrir los ojos, como si estuviera hablando solo en una especie de duermevela.
– Feliz Navidad -me contestó ella -también en voz baja- mientras con los dedos me rozaba el cabello, el rostro, los ojos.
SEGUNDA PARTE
1
Izquierdo, izquierdo, derecho, otro gancho izquierdo. Jab, jab, golpe corto, gancho derecho, gancho izquierdo.
Izquierdo, derecho, izquierdo.
Derecho.
Final.
Tumbado en el sofá, estaba viendo un documental deportivo; sobre Cassius Clay-Muhammad Alí. Para alguien que tenga cierta idea de lo que ocurre realmente en un ring, contemplar los combates de Muhammad Alí resulta una experiencia apabullante.
Por ejemplo, el movimiento de las piernas. Para poder comprenderlo realmente se tiene que haber subido a un ring. Pocos lo saben, pero la superficie del ring es blanda. No es fácil pegar brincos encima de ella.
Es asombroso ver a aquel hombre que ahora se arrastra bajo los golpes del Parkinson bailar de aquella manera. Ciento diez kilos que bailan con la ligereza de una mariposa. Bailo como una mariposa, pincho como una avispa, decía de sí mismo.
Los puños hacen daño y, por regla general, son feos. Precisamente por eso hay algo de increíble en aquella ligereza sobrehumana. Como una superación de la materia y del miedo, un ascender desde el barro y desde la sangre hacia una especie de ideal de belleza.
El documental terminaba mezclando las imágenes del joven Cassius Clay -bello e invencible- que bailaba ligero, casi inmaterial, durante una sesión de entrenamiento en el gimnasio, con las del viejo Muhammad Alí que encendía la llama de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Temblando, con el rostro tremendamente concentrado para no fallar en aquel movimiento tan fácil y la expresión perdida en la distancia.
Pensé en el momento en que yo sería viejo. Me pregunté si me daría cuenta. Pensé que me daba un miedo atroz. Me pregunté si a los setenta años -si es que llegaba- sería capaz de reaccionar en caso de que alguien me agrediera por la calle. Es un pensamiento idiota, lo sé. Pero pensé precisamente en eso y sentí que el miedo me envolvía.
Y entonces me levanté del sofá, mientras pasaban los créditos del documental, me quité los zapatos, la camisa y los pantalones y me quedé en calcetines y calzoncillos. Después tomé los guantes de boxeo que estaban colgados en la pared, me los coloqué y puse el despertador a los tres minutos de un asalto normal de boxeo profesional.
Hice ocho asaltos, con intervalos de un minuto cada uno, pegando como si estuviera en juego un título o la vida. Sin pensar en nada. Ni siquiera en mi vejez, que llegaría más tarde o más temprano.
Después me metí bajo la ducha. Los brazos me dolían y tenía los ojos un poco nublados. Pero lo demás había pasado por aquella noche.
2
Con Martina y Claudia me reuní en un bar cerca del Palacio de Justicia media hora antes del comienzo de la vista. Para repasar las instrucciones sobre la manera en que Martina debería comportarse.
Unos días antes me había llevado su documentación clínica y la había cotejado con la que había aportado Dellissanti en la vista. Era la misma. Es decir, la de Dellissanti era una fotocopia de la nuestra. Mientras las comparaba, me había fijado en un detalle que yo había anotado en mis apuntes con bolígrafo rojo. Era un detalle importante.
Martina recordaba muy bien todo lo que yo le había dicho un mes atrás. Estaba tensa, se fumó cinco o seis delgados cigarrillos uno tras otro, pero en general parecía que dominaba la situación.
Cuando terminamos el repaso, volvió a preguntarme si Scianatico estaría presente aquella mañana. Le volví a decir que no lo sabía, pero que, si tuviera que hacer un pronóstico, le diría que sí. Yo, si estuviera en el lugar de Dellissanti, lo haría comparecer en la vista.
Vio que llevaba su documentación clínica y me preguntó para qué la necesitaba. Para hacerle aquellas preguntas sobre las cuales ya habíamos hablado, contesté.
También la necesitaba para otra cosa. Que Dellissanti y su cliente no se esperaban, pero esto me lo guardé. Pregunté si tenía más dudas. No las tenía y entonces dije que ya podíamos dirigirnos a la sala.
Scianatico estaba allí. Estudiando el expediente sentado cerca de su abogado. Parecía tranquilo. Un profesional entre otros profesionales. Era elegante y estaba bronceado. Su aspecto no era el de alguien que tiene que defenderse de una acusación ignominiosa. Como suele decirse.
Con él y Dellissanti sólo intercambiamos un gesto de saludo, el mínimo indispensable.
Alessandra Mantovani, en cambio, no estaba en la sala. En su lugar, un fiscal suplente; alguien a quien yo jamás había visto, con unas cejas muy pobladas, unos pelos que le salían por unas grandes ventanas de la nariz y por las orejas, unos ojos rodeados de ojeras, semicerrados e inyectados en sangre. Tenía cara de jabalí verrugoso africano y graves problemas de dominio del italiano básico.
Conteniendo la respiración, le pregunté si le habían encomendado toda la sala. Y, por consiguiente, también nuestro juicio. En cuyo caso ya podíamos irnos todos a casa sin perder ni siquiera un minuto más.
No -contestó Jabalí Africano-, no había sido delegado para toda la sala; había algo que la magistrada Mantovani tenía que hacer personalmente y él la tenía que llamar cuando hubieran terminado todas las demás vistas. Después se desparramó en el banco sobre los expedientes que tenía delante, exhausto a causa del esfuerzo de elocuencia que había tenido que hacer. Observé que llevaba un anillo de casado y se me ocurrió espontáneamente preguntarme cómo debía de ser su mujer y si él la habría conquistado con aquellos preciosos pelos largos y negros que le salían de la nariz y de las orejas. A lo mejor, ella también los tenía.
A lo mejor, yo no andaba bien de la cabeza, pensé, archivando definitivamente el tema.
Llegó Caldarola, se cerraron unos cuantos acuerdos, se retiró alguna que otra demanda, se decretó algún aplazamiento. Después el juez se dirigió a la sala de deliberaciones para redactar los fallos y el fiscal suplente-jabalí africano desapareció.
Unos minutos después llegó Alessandra Mantovani. Scianatico y Dellissanti se levantaron para estrecharle la mano, cosa que no habían hecho conmigo. No me gustó. No es que me apeteciera estrecharles la mano. Pero aquel comportamiento contenía un mensaje. Significaba: ya sabemos que tú, el ministerio público, haces tu trabajo y nosotros no la tenemos tomada contigo. El cabrón es aquél -es decir, yo- y ya le arreglaremos las cuentas cuando termine esta historia. Alessandra les devolvió el apretón de manos, primero a Dellissanti y después a Scianatico, con una gélida sonrisa en los labios. Sólo se movieron los labios, una décima de segundo; los ojos, en cambio, permanecieron inmóviles, helados y clavados en sus rostros.
Aquello también era un mensaje.
Después sonó el timbre que anunciaba el regreso del juez a la sala.
Estábamos a punto de empezar.
– Bueno, pues, ¿quién es el primer testigo del ministerio público?
– Señoría, el ministerio público llama a declarar a la persona ofendida, la señora Martina Fumai.
El ujier abandonó la sala y se oyó su voz llamando a Martina. Un instante después, ambos entraron juntos. Martina vestía vaqueros, jersey grueso de cuello cisne y chaqueta.
Se sentó, facilitó sus datos personales y después el secretario judicial le pasó la cartulina plastificada, sucia de las miles de manos que la habían tocado, con la fórmula que tendría que pronunciar antes de su declaración.
– Consciente de la responsabilidad moral y civil que asumo con mi declaración, me comprometo a decir toda la verdad y a no ocultar nada que obre en mi conocimiento.
La voz era delgada, pero bastante firme. Martina miraba hacia adelante y daba la impresión de estar muy concentrada.
– El ministerio público puede proceder al interrogatorio.
– Buenos días, señora Fumai. ¿Puede decirnos cuándo conoció al acusado, Gianluca Scianatico?
Alessandra Mantovani había nacido para hacer aquel trabajo. Interrogó a Martina por espacio de más de una hora sin fallar ni un tiro. Sus preguntas eran breves, claras, sencillas. El tono era profesional, pero no frío. Martina contó toda su historia y no hubo ni una sola protesta a lo largo de todo el interrogatorio. Cuando me correspondió el turno a mí y tal como ya esperaba, quedaba muy poco que preguntar. Prácticamente sólo la cuestión del ingreso hospitalario y de los problemas psiquiátricos. El juez me dio la palabra y, por su tono de voz, quedó muy claro que no había olvidado lo ocurrido en la vista anterior.
– Señora Fumai, usted ya ha contestado ampliamente a las preguntas del ministerio público. No insistiré en esos temas. Tengo que hacerle tan sólo unas cuantas preguntas acerca de algunos acontecimientos pasados. ¿Le parece bien?
– Me parece bien.
– En años anteriores, ¿ha tenido usted algún problema de naturaleza nerviosa?
– Sí. Tuve agotamiento nervioso.
– ¿Puede decirnos si ello ocurrió antes o después de conocer al acusado?
– Ocurrió antes.
– Díganos, por favor, cuándo y cuéntenos brevemente cuál fue la causa de este agotamiento.
– Creo que dos… no, quizá tres años antes de que nos conociéramos. Tuve problemas relacionados con los estudios.
– ¿Nos puede explicar brevemente el carácter de estos problemas?
– No conseguía licenciarme. Me faltaba sólo un examen, lo había intentado varias veces sin conseguirlo… y, bueno, en determinado momento, me derrumbé.
– Comprendo que para usted resulta más bien desagradable recordar estos hechos, pero, ¿podría decirnos qué ocurrió?
A mi derecha, Dellissanti y Scianatico hablaban un tanto alterados. No se esperaban lo que estaba ocurriendo. Imaginé las preguntas insinuantes que habrían preparado. ¿Ha sufrido enfermedades psiquiátricas? ¿Ha sido sometida a terapias con psicofármacos? ¿Está loca? Etcétera. Pensé con satisfacción en los huevos rotos de sus propias cestas. A tomar por culo.
– Tras haberme presentado… cinco veces a aquel examen, la sexta ya estaba desesperada. Había tenido una vida universitaria difícil y agotadora. Cuando sólo me quedaba un examen, pensé que ya lo había conseguido. Pero, en cambio, me estaba bloqueando precisamente ante el último obstáculo. Para el sexto intento estudié como una loca catorce horas al día y puede que más. No conseguía dormir y me veía obligada a tomar ansiolíticos. La víspera del examen me pasé toda la noche despierta, tratando de repasarlo todo. Cuando a la mañana siguiente me tocó el turno, me había quedado dormida en el banco y no oí la llamada.
– ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Y cuántos tiene ahora?
– Tenía veintiocho, casi veintinueve. Ahora tengo treinta y cinco.
– ¿Fue después de este hecho cuando recurrió a un especialista?
– Al cabo de unos diez días me ingresaron.
– ¿Puede decirnos cuáles eran sus síntomas?
Hubo una pausa. Era el momento más difícil. En caso de que consiguiéramos seguir adelante, ya estaría casi todo hecho. Martina hizo una profunda inhalación; afanosa, sincopada, como si hubiera una válvula que le impidiera recuperar el aliento a pleno pulmón.
– No sentía interés por nada, pensaba en la muerte, lloraba. Me despertaba muy temprano por la mañana, cuando todavía estaba oscuro, dominada por la angustia. Físicamente me sentía muy débil, me dolía constantemente la cabeza y también sentía dolores por todo el cuerpo. Pero, sobre todo, tenía graves problemas de alimentación. No conseguía comer. Si intentaba comer algo, inmediatamente lo vomitaba.
Volvió a parar, como si estuviera haciendo acopio de fuerzas.
– Tuvieron que alimentarme artificialmente. Gota a gota y también con una sonda.
Dejé que la crudeza de aquel relato se posara antes de pasar a las siguientes preguntas.
– ¿Tenia trastornos de la percepción, alucinaciones, alguna otra cosa?
Martina apartó por primera vez la mirada del punto indefinido que tenía delante y en el cual se había concentrado disciplinadamente desde el comienzo de la declaración. Se volvió hacia mí y me miró. Asombrada. ¿Qué quería decir? ¿Qué tenían que ver las alucinaciones?
– ¿Tenía alucinaciones, señora Fumai? ¿Veía cosas inexistentes, oía voces?
– No, por supuesto que no. No estaba… no estoy loca. Sufría agotamiento nervioso.
– ¿Cuánto tiempo permaneció ingresada?
– Tres semanas, quizá un poco más.
– ¿Por qué la dieron de alta?
– Porque ya había empezado a tomar alimentos.
– ¿Y después?
– Asistí a sesiones de psicoterapia y tomaba fármacos.
– ¿Cuánto duró la terapia?
– Con los fármacos, unos cuantos meses. Las sesiones de psicoterapia… quizá un año y medio.
– ¿Después consiguió licenciarse?
– Sí.
– Cuando conoció al acusado, ¿ya se había licenciado?
– Sí, ya trabajaba.
– Cuando conoció al acusado, ¿estaba todavía en tratamiento?
– No, la terapia propiamente dicha ya había terminado. Cada tres o cuatro meses me reunía con mi terapeuta. Eran, ¿cómo se llama?… sesiones de control.
– Durante su relación, ¿usted le reveló al acusado los problemas de los que ha hablado ahora?
– Claro.
– ¿Tiene usted una copia de la documentación clínica relacionada con su ingreso hospitalario?
– Sí.
– ¿La tenía también en el transcurso de su convivencia con el acusado?
Otra pausa. Otra mirada de perplejidad. Martina no entendía adonde quería ir a parar. Sin embargo, yo lo sabía muy bien. Dellissanti y Scianatico probablemente ya lo estaban comprendiendo.
– Claro.
– ¿La documentación clínica es ésta? Señoría, ¿puedo acercarme a la testigo y mostrarle estos documentos?
Caldarola hizo una señal de asentimiento con la cabeza y un gesto con la mano. Podía acercarme. Gracias, cabrón.
Martina examinó un instante los papeles. No necesitaba mucho tiempo para identificarlos, puesto que ella misma me los había dado. Levantó la mirada hacia mí. Sí, era su historial clínico; sí, el que guardaba en casa cuando vivía con Scianatico. No, jamás lo había guardado con especial cuidado; en ninguna caja de seguridad y ni siquiera en algún cajón cerrado con llave.
– Gracias, señora Fumai. No tengo más preguntas, por el momento, Señoría. Pero sí deseo solicitar la inclusión en el expediente del juicio de la documentación mostrada a la testigo e identificada por ella.
Dellissanti cayó en la trampa y protestó. Habría tenido que pedir la inclusión en la fase introductoria, dijo sin siquiera levantarse. Y, además, se trataba al parecer de la misma documentación que ellos habían aportado. Y, por consiguiente, la petición era superflua.
– Señoría, podría decir que, si se trata de la misma documentación presentada por la defensa del acusado, no se entiende el porqué de la protesta. O quizá se comprende muy bien, pero en lo que a esto respecta nos detendremos en el momento oportuno. Es cierto, se trata de la misma documentación presentada por la defensa del acusado. La suya es una copia y la nuestra también es una copia, hecha directamente del historial clínico del centro hospitalario. Pero en nuestra copia figuran algunas anotaciones en bolígrafo, hechas por el médico que atendió a la parte ofendida después de su ingreso hospitalario. Estas anotaciones, decía, en nuestra copia están hechas en bolígrafo. Y, por consiguiente, se puede decir que nuestra documentación es simultáneamente copia y original. Basta echar un vistazo a nuestra documentación y a la documentación presentada por la defensa para darse cuenta de que la suya es una copia de la nuestra. Por razones que explicaremos mejor durante el juicio, pero que usted, Señoría, seguramente ya ha intuido, la inclusión de nuestra copia es relevante.
Caldarola no tuvo argumentos para rechazar mi petición, pues los presentados por Dellissanti carecían de la menor consistencia. Por lo tanto, aceptó la inclusión y después dijo que haríamos una pausa de diez minutos antes de pasar al turno de repregunta de la defensa.
3
Cuando Caldarola le dijo a Dellissanti que podía proceder a la repregunta, el otro contestó sin levantar la cabeza:
– Gracias, Señoría, sólo un momento.
Hurgó entre sus papeles como si estuviera buscando un documento indispensable para iniciar su interrogatorio.
Fingía. Un truco para aumentar la tensión de Martina; para obligarla a volverse hacia él y cruzar su mirada con la suya. Pero ella se portó muy bien. Permaneció inmóvil todo el rato. No se volvió hacia el banco de la defensa y, al final, cuando el silencio estaba empezando a resultar embarazoso, fue Dellissanti quien tuvo que ceder. Cerró su expediente sin haber sacado nada y empezó.
El primer tiro te ha fallado, gordinflón, pensé.
– Si no he entendido mal, usted se reúne periódicamente con un psiquiatra. ¿Es así, señorita?
Subrayó lo de «señorita» para que quedara bien claro que era un insulto. Quería decir «mujer que se está acercando a la mediana edad y que no ha conseguido encontrar a nadie que se case con ella».
– Nos reunimos cada tres o cuatro meses. Es una especie de asesoría. Y, en cualquier caso, se trata de un psicoterapeuta.
– ¿O sea que es correcto decir que, desde su agotamiento nervioso y su ingreso en un departamento de psiquiatría, usted jamás ha interrumpido el tratamiento de sus trastornos psíquicos?
Me quedé medio levantado, con las manos apoyadas en el banco.
– Protesto, Señoría. Planteada en estos términos, la pregunta es inadmisible. No pretende obtener una respuesta, es decir, un testimonio útil para el veredicto, sino que, de hecho, se formula con el exclusivo propósito de ejercer un efecto ofensivo e intimidatorio.
– No someta a juicio las intenciones, abogado Guerrieri. Veamos qué tiene que decir la testigo al respecto. Responda a la pregunta, señorita. ¿Es cierto que jamás ha interrumpido el tratamiento?
– No, señor juez, no es cierto. El tratamiento propiamente dicho duró, tal como ya he dicho antes, un año y medio, puede que un poco más. En el transcurso de aquel período, mantenía dos reuniones semanales con mi terapeuta. Después lo redujimos a una vez por semana, después a dos veces al mes…
– Voy a formular la pregunta de otra manera, señorita. ¿Es correcto decir que usted jamás ha interrumpido sus sesiones con el psiquiatra, sino que tan sólo ha reducido la frecuencia?
– Planteada en esos términos…
– ¿Puede decirme si ha interrumpido alguna vez las sesiones con su psiquiatra? ¿Sí o no?
Martina cerró la boca y sus labios se convirtieron en dos delgadas líneas. Por un instante, tuve la absurda certeza de que se iba a levantar y se iría sin decir ni una sola palabra más.
– Jamás he interrumpido mis reuniones con el psicoterapeuta. Lo veo tres o cuatro veces al año.
– ¿Cuándo fue la última vez que la visitó su psiquiatra?
Repetía sistemáticamente la palabra «psiquiatra». Era la que acentuaba de manera más intensa, aunque implícita, la idea de enfermedad mental. El juego era elemental y un poco sucio, pero tenía sentido desde su punto de vista.
– No son visitas, son reuniones en las cuales conversamos.
– No ha contestado a mi pregunta.
– La última vez que me reuní con mi…
– Sí.
– … hace una semana.
– Ah, qué casualidad tan interesante. Puesto que usted insiste en especificar que se trata de un psicoterapeuta y sólo para aclarar la confusión terminológica: ¿se trata de un médico especializado en psiquiatría o de un psicólogo?
– Es un médico.
– ¿Especializado en psiquiatría?
– Sí.
– ¿Por qué razón sigue acudiendo a su consulta si está curada, tal como usted dice?
– Él considera oportuno que nos veamos para examinar la situación general…
– Disculpe que la interrumpa, porque eso me interesa. ¿Es el psiquiatra el que considera necesarias estas reuniones periódicas?
– No es que las considere necesarias…
– Disculpe, ¿es el psiquiatra el que dijo en determinado momento, cuando consideró que su situación psíquica había mejorado: «ya no es necesario que nos veamos dos veces por semana, con una es suficiente»?
– Sí.
– ¿Fue el psiquiatra quien dijo en determinado momento y por los mismos motivos: «ya no es necesario que nos veamos una vez a la semana; es suficiente con dos al mes»?
– Sí.
– ¿El psiquiatra dijo que ustedes deberían reunirse a lo largo de toda la vida, aunque sólo fueran cuatro visitas al año?
– ¿Toda la vida? ¿Y eso quién lo ha dicho?
– O sea que no tiene previsto mantenerla toda la vida bajo tratamiento.
– Por supuesto que no.
– Cuando haya superado por completo todos sus problemas, ¿usted podrá dejar de acudir a estas reuniones? ¿Es correcto?
Al final, Martina se volvió hacia él y lo miró con la cara de una niña que se pregunta por qué son tan cabrones los mayores. Y no contestó. Él no insistió. No era necesario. Había conseguido llegar adonde quería. Yo habría deseado partirle la cara, pero reconocía que el otro lo había hecho muy bien.
Dellissanti hizo una larga pausa para que quedara bien claro el resultado alcanzado. Mostraba un rostro aparentemente inexpresivo. Pero, en realidad, estudiando a fondo sus rasgos, se advertía en ellos un matiz indefinidamente brutal y obsceno.
– ¿Obedece a la verdad que una vez, en el transcurso de una discusión, en presencia también de otras personas -amigas de ustedes-, el profesor Scianatico le dijo, textualmente, «eres una mitómana, eres una mitómana y una desequilibrada, no tienes ninguna credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demás»?
Dellissanti cambió de tono, acentuó las palabras mitómana, desequilibrada, credibilidad y peligrosa. Cualquiera que lo hubiera escuchado distraídamente habría tenido la impresión de encontrarse en presencia de un abogado que estaba ofendiendo a la testigo. Lo cual, a fin de cuentas, era exactamente lo que Dellissanti estaba haciendo. Un viejo truco barato, una provocación para hacer perder la calma. A veces funciona.
Estaba a punto de protestar, pero, en el último momento, me abstuve. Pensé que el hecho de protestar por aquella pregunta equivalía a mostrar que tenía miedo; que pensaba que Martina no estaba en condiciones de contestar y salir del apuro por su cuenta. Mientras permanecía sentado, en los pocos segundos que transcurrieron entre la pregunta de Dellissanti y la respuesta de Martina, percibí una sensación de tensión en los músculos de las piernas y una aceleración de los latidos del corazón. Las señales de que el cuerpo está a punto de actuar instintivamente, pero después se detiene, obedeciendo a una orden del cerebro. Las mismas que experimentas cuando estás a punto de harte a tortazos con alguien, pero un relámpago de razonamiento te bloquea.
Tuve la certeza de que Alessandra Mantovani también había efectuado el mismo recorrido mental. Cuando me volví hacia ella, observé que se removía imperceptiblemente en su asiento como si un momento antes se hubiera desplazado hacia el borde para levantarse y formular una protesta.
Después Martina contestó.
– Creo que sí. Creo que me dijo más o menos todo eso. Y más de una vez.
– Lo que yo quiero saber es si usted recuerda una ocasión concreta en que se le dijeron estas cosas en presencia de sus amigos. ¿La recuerda?
– No, no recuerdo ninguna ocasión concreta. Seguro que me dijo cosas de este tipo. Por otra parte, también me decía otras cosas. Por ejemplo…
Dellissanti la interrumpió. El suyo era el tono molesto y arrogante de alguien que se dirige a un subalterno que no cumple debidamente las órdenes recibidas.
– Deje esas otras cosas, señorita. Mi pregunta se refería al contenido, al contexto de aquella disputa, ¿recuerda? No al que…
– Señoría, ¿podríamos dejar que la testigo completara sus respuestas? La defensa formula una pregunta para comprender el contexto en el cual se formularon unas expresiones, gravemente ofensivas, por cierto. No puede pretender limitar arbitrariamente este contexto a lo que le interesa oír, censurando el resto del relato de la testigo. Y utilizando entre otras cosas un tono inadmisiblemente intimidatorio.
Alessandra se encontraba todavía de pie cuando Dellissanti se levantó a su vez, hablando casi a gritos.
– Tenga cuidado con lo que dice. Yo no permito que ningún fiscal se dirija a mí en ese tono y con semejantes críticas.
No sé cómo lo hizo Alessandra para introducirse en aquel desbordamiento de furia con una sola frase, breve, rápida y mortal como una puñalada.
– El que debe tener cuidado es usted, señor abogado; tenga cuidado usted.
Lo dijo con un tono que helaba la sangre. Había tal violencia en aquellas palabras, pronunciadas en un sibilante susurro, que dejó aterrorizados a todos los presentes, yo incluido.
En aquel momento, Caldarola recordó que era el juez y que quizá sería oportuno que interviniera.
– Les ruego a todos que se tranquilicen. No comprendo esta animosidad y les invito a serenarse. Que cada cual haga su trabajo, tratando de respetar el ajeno. ¿Usted tiene otras preguntas, abogado Dellissanti?
– No, Señoría. Tomo nota de que la testigo no sabe o no quiere recordar la circunstancia a la cual yo me refiero. Pediremos que nos lo cuente el profesor Scianatico y, sobre todo, los testigos que figuran en nuestra lista. He terminado.
– ¿El ministerio público desea concluir el interrogatorio?
– Sí, pero con un par de preguntas cuya necesidad ha surgido a raíz de la repregunta de la defensa.
Desde un punto de vista técnico, la puntualización no era indispensable. Pero era una manera de subrayar que aquella prolongación de la declaración -seguramente nada favorable al acusado- dependía de un error del abogado de la defensa. O sea que no era un gesto de conciliación.
– Señora Fumai, ¿quiere contarnos las otras cosas que le decía el acusado? Para que nos entendamos, lo que estaba a punto de hacer cuando ha sido interrumpida.
Martina contó también aquellas otras cosas. Se refirió a las demás humillaciones, aparte de los golpes y la violencia psicológica a la que se había referido anteriormente. Scianatico le decía que era una fracasada; que su única suerte era haberlo conocido a él y que él hubiera decidido cuidar de ella; que ella era incapaz de adoptar decisiones acerca de su propia vida y que por eso tenía que obedecer las órdenes y los consejos de comportamiento que él le daba. Tenía que ser obediente y quedarse en su sitio.
Le decía que era una perra y que las perras tienen que obedecer a sus amos.
Lo contó todo con una voz que no era débil y no se resquebrajaba. Aunque puede que eso fuera peor. Era una voz neutra, sin tono y sin color. Como si algo en su interior se hubiera vuelto a romper.
Caldarola decretó un aplazamiento de tres semanas y trazó una especie de calendario de la instrucción del juicio. En la siguiente vista oiríamos a los restantes testigos del ministerio público. A continuación, vendría el interrogatorio al acusado. Y, finalmente, en dos vistas, oiríamos a los testigos y al asesor de la defensa.
Me despedí de Alessandra Mantovani y me volví hacia la salida de la sala para seguir a Martina, que se había levantado del asiento de los testigos y se me había adelantado unos cuantos pasos. Justo en aquel momento vi a Claudia, de pie, apoyada en la balaustrada. Parecía absorta. Después me di cuenta de que estaba mirando a Scianatico y Dellissanti. Los miraba de una manera que jamás podré olvidar y, mientras captaba aquella mirada, pensé, sin poder ejercer un auténtico control sobre mis pensamientos, que aquella mujer era capaz de matar.
Puede parecer increíble, pero en los meses que habían precedido a aquella tarde, había encontrado una especie de absurdo equilibrio. Él me hacía -o me obligaba a hacer- aquellas cosas. Yo sólo quería que todo terminara enseguida. Después abandonaba aquella habitación y ocultaba lo que había ocurrido. Era una niña triste, no tenía amigas, pero tenía a Snoopy; y a mi hermanita; y los libros que tomaba prestados en la escuela y que leía en todos mis momentos libres. No creo que mi madre, hasta aquel día, se hubiera dado realmente cuenta de nada.
Después de aquella tarde de lluvia, no sé cómo, se lo conté. No, no es exacto. Intenté contárselo. No recuerdo qué le dije concretamente. Pero seguro que no fue todo lo que había ocurrido. Creo que traté de averiguar si podía hablar con ella, si ella estaba dispuesta a escucharme; si estaba dispuesta a ayudarme.
No lo estaba.
En cuanto comprendió de qué le estaba hablando, se puso como una furia. Me estaba inventando cosas feas. Era una niña mala. ¿Acaso quería destruir nuestra familia, con todos los sacrificios que hacía ella para mantenerla en pie? Dijo algo así, más o menos, y yo no volví a decir nada.
Unos cuantos días después regresé del colegio y Snoopy ya no estaba. Lo busqué en el patio, lo busqué fuera, por la calle. Pregunté a todas las personas con quienes me crucé si lo habían visto, pero nadie sabía nada. Si existe el dolor en su forma más pura y desesperada, yo lo experimenté aquel día. Si vuelvo a pensar en aquel momento veo una escena muda, lívida y en blanco y negro.
Por la tarde él me llamó desde el dormitorio, y yo no fui. Me volvió a llamar, y no fui. Estaba en la cocina, en una silla, con los brazos alrededor de las rodillas. Con unos ojos enormemente abiertos que no veían nada. Creo que pocos sentimientos, pocas emociones se mezclan entre sí con tanta fuerza como el odio y el miedo. Después uno se comporta de una manera o de otra según lo que prevalezca. El miedo. O el odio.
Fue a buscarme a la cocina y me arrastró al dormitorio. Yo traté de resistir por primera vez. No sé muy bien lo que hice. A lo mejor intenté propinarle puntapiés o puñetazos o quizá no me quedé simplemente paralizada, dejando que hiciera lo que quisiera. Él estaba asombrado y furioso. Me pegó muy fuerte mientras me violaba. Bofetadas y puñetazos en la cara, en la cabeza, en las costillas.
Y, sin embargo -cosa extraña-, cuando terminó no me sentía peor que otras veces. Cierto que me dolía todo, pero también experimentaba una extraña y furiosa sensación de júbilo. Me había rebelado. Las cosas ya jamás volverían a ser como antes. Y él también lo comprendió, en cierto modo.
Cuando mi madre regresó a casa, vio cómo tenía la cara. Yo la miré pensando que me iba a preguntar qué había ocurrido. Pensando que ahora, ante la evidencia, me creería y me ayudaría.
Ella miró para el otro lado, dijo algo a propósito de que había que preparar la cena o hacer no sé qué otras cosas.
Él abrió una botella grande de cerveza y se la bebió toda entera. Al final, soltó un eructo silencioso y obsceno.
4
Estaba tumbado en el sofá de mi casa. Esperando que regresara Margherita y me llamara para que subiera a cenar. Me gustaba que, a pesar de vivir más o menos juntos, yo fuera por la noche a su casa como respondiendo a una invitación. Aunque sólo se tratara de subir dos pisos a pie. Hacía que las cosas resultaran menos obvias. Que no las diera por sentadas.
Estaba escuchando a Lou Reed: Transformer. El álbum de Walk on the Wild Side.
No un CD, sino un auténtico y original vinilo de treinta y tres revoluciones. Con sus crujidos, arañazos y demás.
Me lo había comprado aquella tarde en la pausa del almuerzo. Cuando tenía mucho que hacer, o quizá tenía alguna cita a primera hora de la tarde, o cualquier otra cosa, no regresaba a casa a la hora de comer. Me iba a algún bar del centro donde comen los empleados de banca y me tomaba un bocadillo y una cerveza en la barra. Después aprovechaba la pausa en alguna librería o alguna tienda de discos de las que no cierran al mediodía.
Aquella tarde había acabado en la tiendecita de un muchacho que tocaba el bajo en un grupo; hacían una especie de rock con tintes de jazz y eran bastante buenos. Los había oído tocar varias veces en los lugares que frecuentaba por la noche. En los que, en los últimos años, ya me empezaba a sentir desagradablemente fuera de lugar.
Tocar rock con tintes de jazz o lo que fuera no le daba en cualquier caso para vivir, entre otras cosas porque él y su grupo se negaban a tocar en las bodas. Por eso vendía discos, siguiendo unos horarios muy personales. Había días que cerraba sin previo aviso, otros que abría sobre las once de la mañana y permanecía abierto ininterrumpidamente hasta la noche, cuando allí dentro se reunían unos extraños e irreales personajes. Gente que te preguntabas dónde se ocultaba de día.
Aparte los CD nuevos, en aquella tiendecita se podían encontrar también montones de viejos elepés en vinilo, rigurosamente de segunda, o de tercera, o de cuarta mano. Aquel día, en el estante de los elepés, encontré una copia, original americana, de Transformer, sellada con el plástico y todo. Un disco que jamás había tenido; había tenido varias casetes con algunos fragmentos de aquel treinta y tres, cintas que, en cualquier caso, había perdido o destruido.
Soy de las pocas personas que todavía conservan un tocadiscos perfectamente operativo y pensé que aquel disco no me lo podía dejar escapar. Cuando llegué a la caja -lo cual significaba: cuando llegué delante de la silla en la cual el bajista estaba leyendo la revista de culto Mucchio selvaggio- y me enteré del precio, pensé que quizá sería mejor que me lo dejara escapar, me comprara una versión remasterizada y, con lo que me sobrara, me fuera a cenar a un restaurante de lujo.
Regurgitación adolescente de cuando no tenía dinero. Ahora ganaba mucho más de lo que conseguía gastar. Y, de esta manera -sin que el cajero-bajista se hubiera dado cuenta de todo este monólogo interior-, saqué el dinero, pagué, le pedí una bolsita rigurosamente usada, eché dentro al viejo Lou con su cara de Frankenstein y me fui.
El disco ya había terminado una primera vez y yo estaba a punto de volver a poner en movimiento el plato, colocar de nuevo la puntita de la aguja y escucharlo una vez más cuando Margherita me llamó y me dijo que subiera, que aquella noche también estaba dispuesta a darme de comer.
Había preparado habas con achicorias siguiendo la antigua receta del campo. Puré de habas, achicorias silvestres, cebolla roja de Acquaviva, pan duro y, en un plato aparte, guindillas fritas. Artículo de lujo, habría dicho el campesino al que, cuando yo era pequeño, mis padres le compraban la fruta, la verdura y los huevos frescos.
Para mí también había una botella de tinto aglianico de la región sureña del Vulture.
Sólo para mí. Margherita no bebe vino ni ninguna otra bebida alcohólica. Antes de que yo la conociera, había sido alcohólica muchos años; después había conseguido salir del infierno y ahora no tiene ningún problema si alguien bebe a su lado.
– Dentro de diez días haré el primer salto. Si el tiempo lo permite.
Lo de hacer el cursillo de paracaidismo había ido en serio. Había terminado la teoría y el entrenamiento y ahora se estaba preparando para lanzarse desde cuatrocientos, quinientos metros de altura. Mientras ella hablaba, yo intenté imaginarme la situación y noté una especie de mano que me apretaba la boca del estómago.
Ella seguía hablando, pero su voz se alejó mientras yo rodaba muy rápido hacia atrás hasta llegar a una tarde de primavera de hacía muchos años.
Hay tres chiquillos en la azotea de un edificio de ocho plantas. Alrededor de esta azotea hay una barandilla baja; a los lados, más allá de la barandilla, una cornisa muy ancha de por lo menos un metro; casi una acera. Más allá de esta acera, el vacío. Terrible, en la trivialidad de los gatos y las plantas pelonas del patio de abajo.
Uno de los chiquillos -el que juega mejor a la pelota, y ya ha fumado algún cigarrillo, y sabe explicar a los demás la verdadera función de la picha, aparte de la del pipí- propone un concurso de valentía.
Desafía a los demás a saltar la barandilla y a caminar por la cornisa a lo largo de todo el perímetro. No se limita a decirlo, sino que lo hace. Salta y camina con paso decidido, lo recorre todo y vuelve a saltar regresando a lugar seguro. Entonces lo prueba también el segundo; los primeros pasos los da con titubeos, pero después él también camina rápido y termina enseguida.
Ahora le toca al tercer chiquillo. Tiene miedo, pero no de manera exagerada. No le apetece demasiado caminar sobre el vacío, pero no parece una hazaña imposible. Los otros dos lo han hecho sin problemas y él también lo podrá hacer, piensa. Como mucho, procurará mantenerse muy pegado a la barandilla para más seguridad.
Así que él también salta, con cierta torpeza -no es muy ágil, mucho menos que los demás, por supuesto- y empieza a caminar, mirando a sus dos compañeros. Camina deslizando una mano por la superficie interior de la barandilla, como para sostenerse. El que juega muy bien a la pelota, experto en el uso de la picha, etcétera, dice que así no vale. Tiene que quitar la mano y caminar por el centro de la cornisa, sin apoyarse, tal como está haciendo ahora. Si no, no vale, repite.
Entonces el chiquillo aparta la mano y se desplaza unos centímetros hacia el vacío; y da unos cuantos pasos. Unos pasos cortos, mirándose los pies. Pero, mientras se mira los pies, los ojos se desplazan fuera del control consciente hasta enfocar un punto del patio de allí abajo. Son menos de treinta metros, pero parece un abismo que puede aspirarlo todo. En el que todo puede acabar cayendo.
El chiquillo aparta la mirada e intenta seguir adelante. Pero ahora el abismo ya le ha entrado dentro. Y en aquel preciso instante descubre que tendrá que morir. Tal vez justo en aquel momento; quizá otra vez, pero tendrá que morir.
Comprende lo que significa con una intuición fulgurante y completa.
Entonces se agarra a la barandilla, y se agacha, y casi se ovilla. Como para ofrecer menos superficie al viento -en realidad, es sólo una brisa muy ligera- que pudiera hacerle perder el equilibrio.
Ahora está casi acurrucado, apoyado contra aquella barandilla y con la espalda al abismo; y no tiene el valor de levantarse; ni siquiera el poco valor que le permitiría saltar al otro lado y pasar a lugar seguro.
Los dos amigos están diciendo algo pero él no los oye; o mejor dicho, no entiende lo que dicen. Pero, de repente, le entra otro miedo. El de que se acerquen para gastarle una broma, estilo hacer amago de propinarle un empujón; o saltar ellos también otra vez para entregarse a algún juego espantoso.
Entonces dice socorro, mamá; lo dice en voz baja y le entran ganas de llorar muy fuerte. Después, desde su posición acurrucada, se encarama muy despacio por la barandilla, casi a rastras, arañándose las manos, despellejándose las rodillas y todo. Si se pusiera de pie le sería fácil saltar, pero él no se puede poner de pie; no puede correr el riesgo de mirar otra vez hacia abajo.
Y, al final, se encuentra al otro lado. Los otros dos se burlan de él y él miente, dice que se ha torcido el pie caminando y que por eso no ha podido seguir adelante; y que es por eso por lo que ha saltado la barandilla de aquella manera tan ridícula, como si estuviera lisiado. Y después, cuando se van -y también en los días siguientes- procura cojear para convencerlos de que la historia de la torcedura es auténtica, de ninguna manera una excusa para disimular su miedo. Se pasa una semana entera cojeando y repite la historia -a los dos amigos y a sí mismo- tantas veces que, al final, él mismo confunde lo que se ha inventado con los hechos realmente ocurridos.
Aquel chiquillo, desde entonces y a intervalos regulares, sueña con saltar la barandilla de una terraza y con saltar abajo. Directamente y sin dudar. A veces sueña con subirse a la barandilla y caminar por ella como una especie de equilibrista loco; en la absoluta certeza no ya de conseguir hacerlo, sino de caer en cualquier momento; cosa que ocurre invariablemente. Otras veces sueña que sus amigos le toman el pelo; y entonces él corre hacia la barandilla, apoya en ella una mano, se vuelve, salta y se precipita al vacío mientras ellos miran estupefactos y aturdidos.
Así aprenderán a tomarme el pelo, piensa mientras se despierta presa de una invencible tristeza por su vida de muchacho que se fue; que habría podido ser tantas cosas. Que no serán.
Cuando me despierto pienso siempre precisamente en eso. Podría haber sido muchas cosas que no serán por no haber tenido el valor de intentarlo.
Entonces abro -¿o cierro?- los ojos, me levanto y voy al encuentro de mi jornada.
– Guido, ¿me escuchas?
– Sí, sí, perdóname, mientras hablabas me ha venido a la mente una cosa y me he distraído.
– ¿Qué cosa?
– No, nada, una cosa del trabajo. Que he dejado colgada.
– ¿Una cosa importante?
– No, nada, una tontería.
5
Una sola vista no fue suficiente para escuchar a los demás testigos del ministerio público. El inspector de la policía encargado de las investigaciones, que entre otras cosas había obtenido los listados de los teléfonos de Martina y de Scianatico. Los médicos del servicio de urgencias, que se limitaron a confirmar lo que habían escrito en sus informes de asistencia y de los cuales no recordaban, lógicamente, ni una sola palabra. Un par de chicas de la comunidad que habían actuado como escoltas de Martina en algunas ocasiones y que habían sido depositarías de sus confidencias.
La madre de Martina.
Era una mujer gruesa, triste e insulsa. Ella y la hija no se parecían en nada. Refirió con voz monótona y carente de vida el regreso a casa de Martina, las llamadas nocturnas, las llamadas a través del portero automático. Puso especial empeño en puntualizar que no sabía nada más; que jamás había sido testigo de las peleas entre su hija y el novio. Que su hija no tenía la costumbre de sincerarse con ella.
Estaba claro que no le gustaba haberse visto obligada a ir allí y quería largarse cuanto antes.
A lo largo de toda su declaración no miró ni una sola vez en dirección a su hija. Cuando el juez la invitó a retirarse, se fue a toda prisa. Sin despedirse de Martina; sin mirarla tan siquiera.
Fueron necesarias dos vistas para escuchar a estos testigos. Dos vistas tranquilas, sin enfrentamientos, porque todos -Mantovani, Dellissanti, yo- sabíamos muy bien que el juicio no se iba a decidir sobre la base de aquellas declaraciones. Éstas proporcionarían el contorno, el marco. El juicio, reducido a lo esencial, era la palabra de Martina contra la de Scianatico. Nadie había presenciado los golpes. Nadie había sido testigo de las humillaciones domésticas. Nadie que hubiera sido posible identificar había presenciado las agresiones por la calle.
Y nadie había presenciado otras cosas. De las cuales Martina sólo me habló unos cuantos días antes de la vista en la que estaba previsto el interrogatorio de Scianatico. Cuando nos reunimos en mi despacho y yo le hice todo tipo de preguntas. Incluidas las más embarazosas, pues necesitaba cualquier clase de información que me fuera útil para preparar la repregunta.
Aquellas otras cosas que salieron a relucir en nuestra reunión en mi despacho nos podían ser muy útiles. Si yo encontrara la manera de conseguir que Scianatico las reconociera en la vista en presencia del juez.
Aquella vista se fijó para el veinte de abril. Probablemente en ella se decidiría el proceso.
Siempre y cuando no se hubiera decidido en otro sitio, fuera de la sala. En estancias que a mí me estaban vedadas.
La llamada sonó en el despacho por la mañana, sobre las ocho y media, poco antes de que yo saliera para dirigirme al tribunal. Maria Teresa me dijo que era de la Fiscalía, del despacho de la magistrada Mantovani.
– ¿Dígame?
– ¿Abogado Guerrieri?
– ¿Sí?
– Despacho de la fiscal sustituía Mantovani. No se retire, por favor, le paso a la fiscal.
Experimenté una sensación de inquietud. Malas noticias. Ansiedad.
– Guido, soy Alessandra Mantovani. Perdóname que te haya tenido que llamar mi secretaria, pero no es la mejor de las mañanas. Estoy de guardia y está ocurriendo de todo.
– No te preocupes, ¿qué ha ocurrido?
– Quería hablar contigo cinco minutos y, puesto que hoy tienes que venir al tribunal, quizá podrías pasar a verme un momento.
– Podría llegar incluso dentro de un cuarto de hora.
– Te espero.
Mientras abandonaba mi despacho, me dirigía al tribunal, cruzaba los pasillos aspirando el denso olor de papeles y de humanidad, noté que la ansiedad se intensificaba. Una ansiedad de cosas que escapan a tu control. Una desagradable sensación de flaqueza situada, no sé por qué, en la parte derecha del vientre.
Tuve que esperar unos cuantos minutos fuera del despacho de Alessandra. Estaba ocupada con los carabineros, me dijo la secretaria en la antesala. Cuando éstos salieron -a algunos los conocía muy bien-, llevaban consigo unos papeles y sus rostros estaban tensos y preparados para la acción. Estuve seguro de que se disponían a detener a alguien.
Entré en el despacho justo en el momento en que Alessandra se estaba encendiendo un cigarrillo. Sobre el escritorio había un paquete de Camel recién abierto.
– No sabía que fumaras.
– Lo he dejado… lo había dejado hace seis años -dijo, dando una ávida calada.
Noté que casi me daba vueltas la cabeza a causa del deseo de coger uno yo también y del esfuerzo por resistir. Si ella me hubiera ofrecido uno, lo habría aceptado, pero no lo hizo.
– Hace dos meses se recibió una solicitud del Consejo General del Poder Judicial. Una solicitud de disponibilidad para un puesto en la Fiscalía de Palermo. -Otra calada, casi violenta-. Éste no es un buen período para mí. Ni en el despacho ni, sobre todo, fuera. Si tendiera a dramatizar las cosas, diría que ya no puedo más. Pero no quiero angustiarte con mis problemas. Como máximo, si quiero desahogarme, escribo una carta, con nombre falso, naturalmente, a una revista del corazón. Una bonita historia tipo mujer cuarentona con eso que se llama una carrera, desierto afectivo, puentes cortados a su espalda, conciencia incipiente de que ya jamás será madre, etc., etc.
Qué sensación tan extraña. Alessandra Mantovani siempre me había transmitido una idea de invulnerabilidad. Y ahora, de repente, la tenía delante como una mujer normal que contemplaba con desconcierto los años que pasaban y los que llegaban, en pleno esfuerzo desesperado por no romperse en pedazos.
– Perdona. No te había llamado para llorar sobre tu hombro.
Hice un gesto como para decirle que no se preocupara, que si quería llorar sobre mi hombro, etcétera. Pero ella el gesto ni siquiera lo vio.
– Me he ofrecido para ese destino. Casi sin pensarlo. Porque no sé qué hacer en este período. No sé lo que quiero… en resumen, me parece bien. Notifiqué mi disponibilidad ayer por la mañana y he recibido esto.
Me alargó un fax. El encabezamiento estaba en caracteres cursivos un poco anticuados. Consejo Superior del Poder Judicial. El texto decía que la señora Mantovani, magistrada del Tribunal de Apelación con cargo de fiscal sustituto del Estado en el Tribunal de Bari había sido destinada, tras haber notificado su disponibilidad, por un período de seis meses prorrogables a ulteriores períodos, siempre de seis meses, a la Fiscalía del Estado del Tribunal de Palermo. La magistrada Mantovani debería presentarse en la Fiscalía de Palermo en un plazo de siete días a partir de la comunicación de la resolución.
Seguían algunos detalles técnicos. Pura jerga. Dejé de leer y levanté la mirada.
– Te vas a Palermo.
No era que digamos la frase más inteligente de mi vida, pensé inmediatamente después.
– Tengo que estar allí antes del lunes que viene. Si quería un cambio, pues bueno, no puedo quejarme.
Como no sabía qué decirle, permanecí en silencio. A la espera. Ella aplastó el filtro en un cenicero de cristal. Lo aplastó mucho más de lo que era necesario para apagar el cigarrillo.
– Hay algunos juicios y algunas investigaciones que lamento tener que abandonar. Aparte de lo demás. Uno es el nuestro, el de Scianatico. En lo que se refiere a éste y a algunos otros tengo la desagradable sensación de estar huyendo.
Estaba a punto de decir algo, pero ella me lo impidió con un gesto de la mano. No le apetecía escuchar frases de circunstancia.
– En realidad, ni siquiera estoy segura de saber por qué te he llamado. A lo mejor, me siento cobarde y quería decirte directamente y en persona que de alguna manera te dejo solo con este enredo. A la vista irá vete a saber quién. A lo mejor va alguien muy bueno. O muy buena. Ojalá no…
– ¿Crees que te vas a quedar en Palermo?
– ¿Quién sabe? El puesto, tal como has leído, es para seis meses prorrogables. De hecho, siempre es para por lo menos un año, y a veces más. Dentro de un año pensaré en lo que quiero hacer. La verdad es que no tengo demasiadas cosas que me aten a Bari. Y, si he de ser sincera, tampoco las hay que me aten a otros lugares.
Me sentí triste y viejo. Me sentí como alguien que se dedica a ver pasar el tiempo; como alguien que contempla cómo cambian los demás, bien o mal, se hacen mayores, se van. Toman decisiones. Mientras ese alguien se queda siempre en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas, dejando que el azar decida por él. Alguien que contempla pasar la vida.
Coño, cuánto me apetecía aquel Camel.
La conversación no se alargó demasiado. Le dije a Alessandra que volvería a pasar por su despacho para despedirme, pero ella me contestó que era mejor que nos despidiéramos en aquel momento. No sabía cuánto iba a estar en su despacho aquellos días, con los preparativos y todo lo demás.
Rodeó el escritorio mientras yo me levantaba. La miré a la cara inmediatamente antes de abrazarnos.
Tenía una manchitas rojas; y unas arrugas que jamás había observado antes.
Al volver a cerrar la puerta la vi encender otro cigarrillo. Miraba hacia la ventana, a algún lugar del exterior.
6
Alessandra se fue sin que hubiéramos tenido ocasión de volver a vernos. Tal como ella tenía previsto hacer.
Se acercaba la primavera. La vida discurría con normalidad. Cualquier cosa que signifique la palabra normal. Salíamos con Margherita y a veces con sus amigos. Con los míos nunca. Admitiendo que todavía existieran amigos míos.
Después del funeral de Emilio, en algún momento se me había ocurrido la idea de llamar a alguien. Salimos una noche a tomarnos dos cervezas y a charlar un rato acerca de la vida. Y después, por suerte, lo dejé correr.
Dos o tres veces Margherita me preguntó si había algo que no marchaba y si me apetecía hablar. Le dije que gracias, no, de momento. No quedó muy claro qué momento. Ella no insistió. Es una experta en aikido y sabe muy bien que no puedes empujar -o ayudar- a otra persona a hacer algo que no haya empezado por su cuenta.
Cada vez con más frecuencia me quedaba a dormir en mi apartamento.
Una vez que me quedé en su casa, mientras permanecía tumbado en la cama, me asaltó una sensación extraña. Entorné los ojos y, de repente, me vi observando la escena desde una posición distinta de aquella en la cual me encontraba situado físicamente. En la escena, conseguía verme también a mí mismo. Era un espectador.
Margherita se desnudaba, había muy poca luz, reinaba el silencio, yo estaba tumbado en la cama y mantenía los ojos entornados, pero no estaba durmiendo. Era una escena muy triste, como ciertos silenciosos interiores de Hopper.
Entonces me levanté y, volviéndome a vestir, dije que necesitaba tomar un poco el aire y que iba a dar un paseo. Margherita me miró y por primera vez tuve la impresión de que estaba verdaderamente preocupada por mí.
Por nosotros.
Se quedó así unos cuantos segundos y en su mirada había una especie de conciencia triste, una fragilidad que no era habitual en ella. Parecía a punto de decir algo, pero al final no lo hizo. Buenas noches, me dijo tan sólo, y yo me escapé.
Por la calle me encontré finalmente un poco mejor. Soplaba un aire fresco, casi frío, y seco. Las calles estaban desiertas. Como es normal sobre la medianoche de un miércoles en aquella zona de la ciudad.
Sin pensarlo ni apenas darme cuenta de lo que hacía, llamé a sor Claudia. Mientras marcaba el número, me dije que, si estaba durmiendo, seguramente tendría el móvil apagado. Si no estaba durmiendo…
Contestó al segundo timbrazo. Apenas una nota perpleja en la voz, pero no me preguntó qué había ocurrido ni por qué razón llamaba a aquella hora. Estuvo bien que no me hiciera aquella pregunta, porque no habría sabido qué contestarle.
Estaba dando un paseo a solas por la ciudad. No tenía sueño. ¿A lo mejor me apetecía dar un par de vueltas y charlar un ratito? Sí me apetecía. No, no hacía falta que fuera a recogerla, podíamos reunimos en algún sitio. ¿Me iba bien al final de Corso Vittorio Emanuele, delante de las ruinas del Teatro Margherita? Me iba bien. Dentro de media hora. Media hora. Ciao. Clic.
Para pasar aquella media hora me fui a un bar que permanece abierto toda la noche. Una especie de mancha luminosa en la oscuridad un poco escuálida e irreal de la zona que marca la frontera entre el centro mandado construir por Murat, cuñado de Napoleón, con sus típicas calles rectas y paralelas, y el barrio de la Liberta. Aquel bar siempre ha estado abierto toda la noche, desde mucho antes de que la ciudad se llenara de toda suerte de locales y de que el único problema consistiera en elegir el sitio donde quedarse hasta tarde. Cuando era un muchacho, aquel bar siempre estaba lleno, porque era uno de los poquísimos lugares donde ir a tomar un café o a comprar los cigarrillos que vendían ilegalmente en mitad de una noche de hacer el gilipollas. Ahora está casi siempre desierto, porque para los cigarrillos hay máquinas automáticas.
Cuando entré, sólo había una pareja de mediana edad, es decir, de sólo unos cuantos años más que yo. Estaban en un extremo de la barra en forma de L, en el lado más corto. Yo me senté en un taburete del otro lado, de espaldas a la gran luna de cristal y a la calle. El hombre, vestido con chaqueta y corbata, fumaba conversando con el rubio y delgado barman con chaqueta y sombrerito blancos; la mujer, una pelirroja de aire triste, muy mal maquillada y con profundas ojeras, tenía la mirada perdida en el vacío y parecía preguntarse qué había hecho para quedarse en semejante estado. Pedí un café que no me hacía ninguna falta, porque de todos modos aquella noche no iba a dormir. Durante los diez minutos que permanecí en aquel bar no entró ningún otro cliente y yo no conseguí librarme de la inquietante sensación de haber vivido -o de haber visto hat’s me in the spotlight- previamente aquella escena.
Claudia bajó de la furgoneta con su habitual soltura. Vestía como siempre -vaqueros, camiseta blanca, chaleco de piel-, pero llevaba el cabello suelto, y no recogido en una coleta, como todas las demás veces que la había visto.
Me saludó con un gesto de la cabeza y yo correspondí de la misma manera. Sin decir nada más echamos a andar por el paseo marítimo, iluminado por las farolas de hierro antiguo.
– No sé por qué te he llamado.
– Estabas solo, quizá.
– ¿Es un motivo válido?
– Uno de los pocos.
– ¿Por qué te hiciste monja?
– ¿Por qué te convertiste en abogado?
– No sabía qué hacer. Y si lo sabía, tuve miedo de intentarlo.
Pareció sorprenderse de que hubiera contestado; y pareció tomar en consideración mi respuesta. Después meneó la cabeza y no dijo nada. Durante varios minutos caminamos en silencio.
– ¿Vives solo?
Experimenté el impulso de contestar que sí, pero enseguida me avergoncé.
– No. O sea, yo tengo mi casa, pero vivo con una persona.
– Quieres decir una mujer.
– Sí, sí, una mujer.
– ¿Y ella no tiene nada que decir acerca del hecho de que salgas solo en mitad de la noche?
Mientras Claudia me hacía aquella pregunta, se superpusieron en mi cabeza los rostros de Margherita y de Sara, mi ex mujer. Lo cual me provocó vértigo, es decir, la sensación de estar allá arriba sin ninguna barandilla, sin nada a lo que agarrarme; la sensación de estar a punto de caer al vacío y de saber que todo se iba a romper irremediablemente.
Después los dos rostros se separaron y volvieron a sus correspondientes lugares en mi cabeza. Cualesquiera que fueran aquellos lugares. No había contestado a las preguntas de Claudia y ella no insistió.
A partir de aquel momento caminamos rápido, como si tuviéramos una meta o algo concreto que hacer. Nos detuvimos al final del paseo marítimo, en el límite sur de la ciudad, y nos sentamos muy juntos en el parapeto de piedra calcárea, a menos de dos metros del agua.
No tendría que estar aquí, pensé mientras percibía el contacto de su pierna musculosa contra la mía y aspiraba su olor suave y un poco amargo. Demasiado cercano.
Todo está fuera de lugar y una vez más no comprendo lo que ocurre, pensé mientras nuestras manos -mi derecha y su izquierda- se rozaban de manera inofensiva y totalmente prohibida. Ambos estábamos mirando fijamente hacia delante. Como si hubiera algo que mirar entre los feos edificios que se difuminan en la oscuridad hacia las tristes afueras de mala nota del barrio de Iapigia.
Nos quedamos así un buen rato, sin mirarnos en ningún momento a la cara. Pensé, sin que ella hubiera dicho u hecho nada, que de su mano parecía brotar una corriente pura de dolor.
– Hay un disco -dijo ella, volviéndose hacia mí sin previo aviso- que escucho a menudo desde hace años. No estoy segura de que me sea beneficioso escucharlo. Pero lo hago a pesar de todo.
Yo también me volví.
– ¿Qué disco?
– Out of time, de los R.E.M. ¿Lo conoces?
Pues claro que lo conozco. ¿Con quién te crees que hablas, monja?
No lo dije así. Me limité a hacer un gesto con la cabeza para decir que sí, lo conozco.
– Hay una canción…
– Losing my religion.
Entornó los párpados y después dijo que sí.
– ¿Sabes qué significa Losing my religion?
– Al pie de la letra, «perdiendo mi religión». ¿Significa alguna otra cosa? -pregunté.
– Losing my religion es una expresión coloquial. Significa algo así como ya no poder más.
La miré sorprendido. Me lo habría esperado todo de ella menos algo como aquello. Aún la estaba mirando sin saber qué decir cuando su rostro se acercó más y más hasta que ya no conseguí distinguir los rasgos.
Sólo tuve tiempo de pensar que su boca era dura y suave al mismo tiempo, que su lengua me recordaba los besos con las niñas de mi edad a los catorce años; sólo tuve tiempo de apoyar la mano en su espalda y de notar unos músculos con la consistencia de cables metálicos.
Después se echó de golpe hacia atrás y se quedó unos segundos con los ojos abiertos sobre mi rostro. Hasta que se levantó sin decir nada y echó a andar por donde habíamos venido. Yo la seguí y un cuarto de hora después estábamos de nuevo en su furgoneta.
– Hablar no se me da muy bien.
– No es indispensable.
– Pero a veces ocurre que te apetece.
Asentí con la cabeza. Ocurre a menudo. Lo malo es encontrar quien te escuche.
– Otra vez que nos veamos quiero hablar contigo. Quiero decir, sin escaramuzas y todo lo demás. No sé por qué, pero tengo ganas de contarte una historia.
Hice un gesto que significaba, más o menos: «si quieres, podría ser ahora mismo».
– No, ahora no. Esta noche no.
Tras una breve vacilación, me dio un rápido beso. En la mejilla, muy cerca de la boca. Antes de que yo pudiera decir algo más, ya estaba en la furgoneta, alejándose en la noche.
Regresé a casa caminando despacio y eligiendo las calles más desiertas y oscuras, con la cabeza absurdamente ligera.
Antes de irme a la cama busqué entre mis discos. Out of time estaba y lo puse en el lector, pulsé skip y dejé sonar la canción número dos. Losing my religion, precisamente.
La escuché sosteniendo en la mano el librito con las letras porque quería tratar de comprender.
That’s me in the corner
hat’s me in the spotlight
Losing my religion
Trying to keep up with you
And I don’t know if I can do it
O no, I’ve said too much
I haven’t said enough. [‡]
He dicho demasiado. No he dicho suficiente.
7
Los fiscales suplentes no son magistrados de carrera. Son abogados -por regla general, jóvenes abogados- que ocupan un puesto temporal. Se les paga por sesión. Si en la sala hay dos o veinte expedientes, da lo mismo. Si la sesión de vistas dura veinte minutos o cinco horas, su retribución es la misma. No es difícil imaginar que, por regla general, tratan de darse la mayor prisa posible para regresar cuanto antes a sus despachos.
Como era de esperar, Alessandra Mantovani fue sustituida por un fiscal suplente. Era una chica recién nombrada a la que yo jamás había visto.
En cambio, estaba claro que ella me conocía, porque, cuando entré en la sala, se me acercó de inmediato con expresión extremadamente preocupada.
– Ayer examiné los expedientes de la sesión.
Brillante idea, pensé. A lo mejor, si los hubieras examinado unos cuantos días antes, hasta habrías podido estudiarlos. Pero puede que eso hubiera sido pedir demasiado.
Le dediqué una especie de sonrisa de goma sin decir nada. Ella sacó de la carpeta nuestro expediente, lo apoyó en el banco y, tocando la tapa con el dedo índice, me preguntó si había comprendido bien quién era el acusado.
– ¿Este Scianatico es el hijo del presidente Scianatico?
– Pues sí.
Me miró consternada.
– ¿Pero cómo es posible que me envíen a mí a un juicio como éste? Virgen santa, pero si ésta es mi cuarta vista desde que me han nombrado. Y, además, ¿de qué se trata exactamente?
¿Pero no acabas de decir que has examinado todos los expedientes, coño? Ser idiota no es precisamente obligatorio para ejercer de abogado. Todavía no, por lo menos. Y, en cualquier caso, una vez dicho esto, tienes razón. ¿Cómo es posible que te envíen a ti a un juicio semejante?
No se lo dije así. Muy al contrario. Estuve incluso amable, le expliqué de qué se trataba, le dije que la acusación pública había sido asignada a la magistrada Alessandra Mantovani, pero que ésta había sido destinada a Palermo. Estaba claro que la persona que había elaborado el calendario de las vistas no se había dado cuenta de que aquélla no era una vista normal.
¿No se había dado cuenta?
Mientras le facilitaba estas amables explicaciones, pensé que estaba metido en la mierda. Hasta el cuello. Estábamos a punto de jugar un partido estilo Villagarcía de Arriba-Manchester United. Y mi equipo no era el Manchester.
– ¿Y hoy qué hay que hacer exactamente?
– Lo que hay que hacer, exactamente, es interrogar al acusado.
– Virgen santa. Mira, yo no haré nada. Total, tú conoces muy bien el juicio y lo puedes hacer todo tú. Yo sólo podría causar daños.
Pues mira, en eso tienes toda la razón. Por desgracia, la tienes lo que se dice toda.
– O quizá también podríamos solicitar un aplazamiento. Digamos que se precisa un fiscal para intervenir en este juicio y pidamos al juez que lo envíe a otra sala. ¿Qué te parece?
– ¿Cómo te llamas?
Me miró perpleja antes de contestar. Después me lo dijo. Se llamaba Marinella. Marinella Nosequé, porque hablaba muy rápido, comiéndose las palabras.
– Pues escúchame, Marinella. Escúchame bien. Tú quédate tranquila en tu sitio. Tal como has dicho antes, no hagas nada. Y ahora yo te digo lo que va a ocurrir. La defensa interrogará al acusado. Cuando te toque el turno, el juez te preguntará si tienes alguna pregunta y tú contestarás que no, gracias, no tienes ninguna pregunta. Ninguna. A continuación, el juez me preguntará a mí si tengo alguna pregunta y yo contestaré que sí, gracias, tengo unas cuantas preguntas. En cuestión de una horita o poco más, todo habrá terminado sin que tú te hayas dado cuenta siquiera. Pero que no se te ocurra la idea de pedir aplazamientos o cosas por el estilo.
Marinella me miró todavía más atemorizada. Mi rostro, el tono de voz con el que me había dirigido a ella, no habían sido amables. Asintió con la cabeza, como si estuviera hablando con un desequilibrado mental peligroso, con cara de querer estar en otro lugar y de desear con toda su alma que todo terminara cuanto antes.
Caldarola se quitó sus gafas de vista cansada y miró hacia Dellissanti y Scianatico.
– Bueno, pues; para la vista de hoy estaba previsto el interrogatorio al acusado. Si éste confirma su intención de someterse al mismo.
– Sí, Señoría, el acusado confirma su disposición para responder al interrogatorio.
Scianatico se levantó con aire decidido y cubrió en un segundo el espacio que mediaba entre la mesa de la defensa y el asiento de los testigos. Caldarola leyó las advertencias de rigor. Scianatico tenía derecho a no contestar, pero el juicio seguiría adelante de todos modos; si aceptaba responder, sus declaraciones siempre se podrían utilizar en contra suya etc., etc.
– O sea que usted confirma su disposición para responder.
– Sí, señor juez.
– En tal caso, la defensa puede proceder al interrogatorio.
El interrogatorio empezó de manera muy aburrida. Dellissanti pidió a Scianatico que contara cuándo había conocido a Martina, en qué circunstancias; cómo se había iniciado la relación y todo lo demás. Scianatico contestaba en tono casi afable, como para dar la impresión de que no se la tenía jurada a Martina, a pesar de todo el mal que ella, injustamente, le había causado. Un papel que habían ensayado y vuelto a ensayar en el despacho de Dellissanti. Seguro.
En determinado momento, se interrumpió en mitad de una respuesta. Fue un instante en el transcurso del cual yo vi que su mirada se desviaba hacia la entrada de la sala; vi un ligero sobresalto; vi que su cabrona expresión rebosante de serenidad se resquebrajaba levemente.
Acababan de llegar Martina y Claudia y se sentaron justo detrás de mí. Me volví, nos saludamos y Martina, siguiendo las instrucciones que yo le había dado la víspera cuando había pasado por mi despacho, me entregó un paquete de manera que a nadie en la sala le pudiera pasar inadvertido el gesto. Y de manera, sobre todo, que no le pudiera pasar inadvertido a Scianatico.
Por su forma y dimensiones estaba claro que el paquete contenía una cinta de vídeo.
Dellissanti se vio obligado a repetir su última pregunta.
– Le repito, profesor Scianatico, ¿nos puede decir cuándo y por qué motivos sus relaciones con la señorita Fumai empezaron a resquebrajarse?
– No… no puedo señalar un momento concreto. Poco a poco, Martina, es decir, la señorita Fumai, comenzó a comportarse de otro modo.
– ¿Nos puede explicar de qué otro modo?
– Cambios de humor. Cada vez más bruscos y cada vez más frecuentes. Agresiones verbales alternadas con crisis de llanto y de abatimiento. En un par de ocasiones trató incluso de agredirme físicamente. Estaba fuera de sí. Yo tenía la impresión…
– Protesto, Señoría. El acusado está a punto de expresar su opinión personal, lo cual, como todos sabemos, está prohibido.
Caldarola le dijo a Scianatico que se abstuviera de expresar sus opiniones personales y se limitara a los hechos.
– Díganos qué ocurría en el transcurso de estas crisis de la señorita Fumai.
– Sobre todo gritaba. Decía que yo no comprendía sus problemas y que el hecho de estar conmigo la haría volver a enfermar.
– Disculpe que lo interrumpa. ¿Decía exactamente que volvería a enfermar? ¿A qué enfermedad se refería?
– Se refería a sus problemas psiquiátricos.
– Siga adelante. Siga contándonos qué ocurría en el transcurso de estas crisis.
– Lo que ya he dicho. Gritos, llantos histéricos, tentativas de agresión y… ah, sí, y después me acusaba de tener amantes. No era verdad, naturalmente. Pero es que ella era muy celosa. Patológicamente celosa.
– No es verdad. Cabrón de mierda, no es verdad -le oí susurrar a Martina a mi espalda.
– … me decía cada vez más a menudo que me las haría pagar. Más tarde o más temprano y de la manera que fuera.
– ¿Fue en ocasión de una de estas peleas cuando usted le dijo, en presencia de unos amigos comunes, esta frase: «eres una mitómana, eres una mitómana y una desequilibrada, no tienes credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demás»?
– Sí, por desgracia, sí. Yo también perdí los estribos. No tendría que haber dicho ciertas cosas en presencia de terceros. Pero, por desgracia, era la verdad.
– Tratemos de analizar esta frase que usted no habría deseado pronunciar en presencia de terceros pero que no consiguió reprimir. ¿Por qué le dijo que no era de fiar y resultaba peligrosa?
– Experimentaba violentos estallidos de furia. En dos ocasiones me había atacado. En otras se había entregado a gestos de autolesión.
– ¿Por qué le dijo que era una mitómana?
– Se inventa cosas. Lamento decirlo, a pesar de todo lo que me ha hecho. Pero se inventaba unas historias increíbles. Aquella vez en particular me dijo que estaba segura de que yo mantenía una relación con una señora que aquella noche estaba con nosotros en casa de unos amigos. No era verdad, pero no hubo manera de hacerla entrar en razón. Me dijo que se quería ir, yo le contesté diciéndole que no se comportara como una niña y no armara escenas, pero la situación degeneró enseguida.
Tuve que resistir el impulso de volverme a mirar a Martina.
– ¿Usted amenazó alguna vez a la señorita Fumai?
– Rotundamente jamás.
– ¿Utilizó alguna vez la violencia física durante y después de la convivencia?
– Jamás por propia iniciativa. Claro que en las dos ocasiones en que ella me agredió tuve que defenderme para bloquearla y tratar de neutralizarla. Fueron las dos veces en las que ella tuvo que acudir a que la atendieran en el servicio de urgencias. Adonde tengo empeño en puntualizar que yo mismo la acompañé. Y la volví a acompañar otra vez. Una de las veces en que se había autolesionado de manera especialmente violenta. Tal como ya le he dicho, tenía esta costumbre.
– ¿Puede decirnos exactamente de qué autolesiones se trató?
– No lo recuerdo con exactitud. Desde luego, cuando perdía la calma en el transcurso de las peleas, se abofeteaba e incluso se pegaba puñetazos en la cara.
– Después del cese de la convivencia, ¿usted siguió manteniendo contacto con la señorita Fumai?
– Sí, la llamé muchas veces por teléfono. Un par de veces traté incluso de hablarle en persona.
– En estas ocasiones, por teléfono o en persona, ¿usted amenazó alguna vez a la señorita Fumai?
– Rotundamente no. Yo estaba… me avergüenza decirlo, pero, bueno, seguía enamorado de ella. Trataba de convencerla de que volviera conmigo. Entre otras cosas me preocupaba mucho que su estado de salud psíquica pudiera agravarse más y ella pudiera cometer algún acto inesperado. Quiero decir de autolesión, o cosas peores. Yo pensaba que, si volvíamos a estar juntos, quizá podría ayudarla a resolver sus problemas.
Conmovedor. Una historia verdaderamente lacrimógena. Aquel hijo de puta habría tenido que dedicarse a la interpretación.
– En resumen, profesor Scianatico, usted conoce las acusaciones que pesan contra usted. ¿Hay alguno de los actos que le atribuye la acusación que usted realmente haya cometido?
Antes de contestar, Scianatico esbozó una especie de amarga sonrisa. Significaba más o menos que las personas y el mundo eran malvados e ingratos. Por este motivo él estaba allí, injustamente procesado por cargos que no había cometido. Pero él era de natural bondadoso y, por consiguiente, no guardaba rencor hacia la responsable de todo aquello. Que, entre otras cosas, era una pobre desequilibrada.
– Tal como ya le he dicho, tuvimos dos pequeñas peleas con agresiones durante la convivencia. Y, además, sí, tal como ya he dicho, la llamé muchas veces por teléfono, algunas incluso de noche para tratar de convencerla de que volviéramos a vivir juntos. En cuanto a lo demás, nada es cierto, naturalmente.
Naturalmente. Las llamadas no las podía negar, dada la existencia de los listados. En cuanto a lo demás, la loca se lo había inventado todo en su delirio de destrucción.
Así terminó el interrogatorio directo. El juez le dijo al ministerio público que ya podía proceder a la repregunta. Marinella Nosecómo, obedientemente, contestó que no, gracias, no tenía preguntas. Por el tono de su voz y por la cara que puso al contestar, parecía que el juez le hubiera preguntado: «perdone, ¿usted padece el sida?»
– ¿Usted tiene alguna pregunta, abogado Guerrieri?
– Sí, Señoría, muchas gracias. ¿Puedo empezar?
El juez asintió con la cabeza. Él también sabía que era allí donde empezaban los problemas. Y a él los problemas no le gustaban. Peor para ti, pensé.
Las maniobras de aproximación eran inútiles en este caso. Así que empecé directamente y sin preámbulos.
– ¿Usted fotocopió la documentación clínica de la señora Fumai durante el período de su convivencia con ella?
– Sí, es cierto. La fotocopié porque…
– ¿Nos puede decir exactamente cuándo la fotocopió, si lo recuerda?
– ¿Quiere decir el día, el mes?
– Quiero decir a ojo, el período en que lo hizo. Si, además, recuerda el día…
– No le podría contestar con exactitud. Por supuesto que no fue en el transcurso del primer período de nuestra convivencia.
– ¿Pidió la autorización de la señora Fumai para sacar aquellas fotocopias?
– Verá, mi intención…
– ¿Pidió su autorización?
– Yo quería…
– ¿Pidió su autorización?
– No.
– ¿Informó posteriormente a la señora Fumai de que había sacado fotocopia de documentación privada a espaldas suyas?
– No la informé porque estaba preocupado y quería mostrar aquella documentación a algún psiquiatra amigo mío. Para comprender juntos cuáles eran exactamente los problemas que tenía Martina y, de esta manera, poder ayudarla.
– Por tanto y resumiendo: usted hizo aquellas fotocopias sin pedir permiso a la señora Fumai y, por tanto, a escondidas. Y posteriormente no le comunicó los hechos. ¿Es correcto?
– Era por su bien.
– Por consiguiente, podemos decir que usted, por el bien de la señora Fumai, estaba dispuesto a hacer cosas, invadiendo su esfera privada, sin autorización.
– Protesto, Señoría -dijo Dellissanti-, eso no es una pregunta, es una conclusión. Inadmisible.
– Abogado Guerrieri, reserve sus conclusiones para el momento del alegato -dijo Caldarola.
– Con el debido respeto, Señoría, yo considero que se trata de una pregunta lícita acerca de lo que el acusado estaba dispuesto a hacer, siguiendo su idea totalmente subjetiva de cuál era el bien de la señora Fumai. Pero puedo renunciar tranquilamente a ella y pasar a otra pregunta. ¿Fue la señora Fumai quien le dijo dónde guardaba su documentación médica?
– No he comprendido la pregunta.
– ¿La señora Fumai le dijo: «mira, los papeles de mi ingreso hospitalario, la copia de mi historial clínico, están en tal sitio o en tal otro?»
– No. Mejor dicho, no lo recuerdo.
– O sea que usted tuvo que buscar esa documentación para poderla fotocopiar. Se vio obligado a hurgar entre las propiedades privadas de la señora Fumai. ¿Es así?
– No hurgué. Estaba preocupado por ella y por eso busqué aquellos papeles para mostrarlos a un médico.
Scianatico ya no parecía sentirse muy cómodo. Estaba perdiendo la calma y aquella imagen suya de viril y serena paciencia. Precisamente lo que yo quería.
– Sí, eso ya nos lo ha dicho. ¿Puede indicarnos el nombre del psiquiatra a quien mostró aquellos papeles tras haberlos mandado fotocopiar clandestinamente?
– Protesto, protesto. El defensor de la parte civil tiene que evitar los comentarios, pues incluso un adverbio como clandestinamente ya es un comentario.
Una vez más, había hablado Dellissanti. Sabía muy bien que las cosas no estaban yendo por el camino adecuado. Para ellos. Yo hablé antes de que Caldarola pudiera intervenir.
– Señoría, mi opinión es que el adverbio «clandestinamente» define de manera muy precisa el modo en que obtuvo aquella documentación el acusado. Pese a ello, no tengo ningún inconveniente en volver a formular la pregunta, porque no me interesan las polémicas.
Y porque, en cualquier caso, ya he conseguido lo que quería, pensé.
– Bien, pues, ¿nos puede facilitar el nombre del psiquiatra?
– … Al final, no hice ningún uso de aquella documentación. Nuestras relaciones se deterioraron rápidamente y después ella se fue de casa. Y, en resumen, ya no la utilicé para ningún propósito.
– Pero conservó aquella documentación fotocopiada.
– La dejé donde estaba. Me olvidé de ella hasta que empezó… toda esta historia.
Siguió una pausa bastante larga. Yo retiré la envoltura de papel del paquete que me había entregado Martina, saqué de ella la cinta de vídeo y un par de hojas de papel. Me pasé casi un minuto simulando leer lo que figuraba escrito en las hojas. Que, en realidad, eran sólo un accesorio de la puesta en escena y no tenían nada que ver con el juicio. Eran las fotocopias de dos viejas notas de gastos, pero Scianatico no lo sabía. Cuando me pareció que la tensión ya era suficiente, volví a levantar la vista de los papeles y reanudé la repregunta.
– ¿Impuso alguna vez a la señora Fumai la grabación en vídeo de relaciones sexuales?
Ocurrió exactamente lo que yo esperaba. Dellissanti se levantó gritando. Era inadmisible, ultrajante, inaudito, que se plantearan semejantes preguntas. Qué tenía que ver lo que ocurría en la intimidad de un dormitorio entre adultos consintientes con el objeto del juicio. Etcétera, etcétera.
– Señoría, ¿me permite aclarar la pregunta y su relevancia?
Caldarola asintió con la cabeza. Por primera vez desde el comienzo del juicio me pareció molesto con Dellissanti. Había hurgado entre las cosas privadas más íntimas y dolorosas de Martina. Para establecer la credibilidad de la presunta persona ofendida, había dicho. Y ahora recordaba de repente el carácter inviolable de la vida privada de una pareja.
Fue más o menos lo que dije. Expliqué que, si era necesario evaluar la personalidad de la persona ofendida, la misma exigencia se daba con respecto al acusado desde el momento en que había aceptado someterse al interrogatorio y había hecho, entre otras cosas, toda una serie de declaraciones deshonrosas y ofensivas acerca de mi cliente.
Caldarola no admitió la protesta y le dijo a Scianatico que respondiera a la pregunta. Él miró a su abogado en busca de ayuda. No la encontró. Se desplazó un poco más en la silla, que parecía haberse vuelto muy incómoda. Se estaba preguntando desesperadamente cómo había conseguido yo entrar en posesión de aquella cinta. Que, estaba convencido, contenía un embarazoso testimonio acerca de unas costumbres suyas extremadamente privadas.
– ¿Quién… quién le ha dado esa cinta?
– ¿Sería tan amable de responder a mi pregunta? Si no está clara o no la ha oído bien, se la puedo repetir.
– Era un juego, una cosa privada. ¿Qué tiene que ver con el juicio?
– ¿Es una respuesta afirmativa? ¿Grabó en vídeo las relaciones sexuales que mantuvo…?
– Sí.
– ¿En una sola ocasión? ¿En varias ocasiones?
– Era un juego. Los dos estábamos de acuerdo.
– ¿En una sola ocasión o en más ocasiones?
– Algunas veces.
Cogí la cinta de vídeo y la examiné por espacio de unos segundos, como si estuviera leyendo algo en la etiqueta.
– ¿Grabó alguna vez en vídeo actividades sexuales de tipo sadomasoquista?
En la sala se hizo el silencio. Transcurrieron varios segundos antes de que Scianatico contestara.
– No… no recuerdo.
– Vuelvo a formular la pregunta. ¿Exigió o en cualquier caso llevó a cabo prácticas sexuales de tipo sadomasoquista?
– Yo… nosotros practicábamos unos juegos. Sólo juegos.
– ¿Pretendió alguna vez que la señora Fumai se sometiera a ataduras y a otras prácticas sexuales con ligaduras?
– No exigí nada. Estábamos de acuerdo.
– En este caso, es correcto decir que se registraron las prácticas sexuales a que me he referido anteriormente y que usted no recuerda si las grabó o no en vídeo.
– Sí.
– Señoría, he terminado la repregunta al acusado. Pero tengo que presentar una petición…
Dellissanti se levantó de un salto, dentro de los límites que su volumen le permitía.
– Me opongo firmemente a la inclusión de cintas relacionadas con las prácticas sexuales del acusado y de la persona ofendida. Mantengo toda suerte de reservas acerca de la relevancia de las preguntas formuladas al respecto por el representante de la parte civil, pero, en cualquier caso, cabe señalar que la existencia de ciertas prácticas ya está consignada. Por consiguiente, ya no hay ninguna necesidad de incluir documentación pornográfica en las actas del juicio.
Justo lo que yo quería oírle decir. Se admitía la existencia de ciertas prácticas. Precisamente. Ambos habían picado totalmente el anzuelo.
– Señoría, se trata de una excepción superflua. No tenía la menor intención de pedir la inclusión de esta cinta o de otras. Tal como ha dicho el defensor del acusado, el hecho de que se hubieran registrado ciertas prácticas ya es un dato admitido. Mi petición es otra. En la fase introductoria del juicio la defensa solicitó -y Su Señoría admitió- una asesoría técnica de carácter psiquiátrico acerca de la persona ofendida. Todo ello con el fin de evaluar su credibilidad en relación con el cuadro general de su estado psíquico. Lo que ha emergido de la repregunta impone, en aplicación del mismo principio, la necesidad de una análoga exigencia acerca de la persona del acusado. El psiquiatra que usted nombre para examinar al acusado tendrá ocasión de decirnos si la necesidad compulsiva de prácticas sexuales de tipo sadomasoquista y, en particular, las que suponen ataduras, está habitualmente relacionada con impulsos y comportamientos de carácter persecutorio, de invasión de la vida privada ajena. En otras palabras, si uno y otro fenómeno son -o pueden ser- la expresión de una necesidad compulsiva de control. Y quede claro que prescindo en este momento de cualquier evaluación o hipótesis acerca del posible carácter psicopatológico de estas inclinaciones.
El rostro de Scianatico se había vuelto de color gris. El bronceado había perdido cualquier señal de vida, como si debajo la sangre hubiera dejado de circular. Marinella Nosecómo se había quedado paralizada.
Dellissanti tardó unos cuantos segundos en recuperarse y oponerse a mi petición. Más o menos con los mismos argumentos que yo había utilizado para oponerme a la suya. Digamos que no se planteó problemas de coherencia.
Caldarola parecía indeciso con respecto a lo que tenía que hacer. Fuera de la sala, en las conversaciones privadas que seguramente habían tenido lugar, le habían contado una historia distinta. El juicio estaba basado simplemente en las acusaciones de una loca desequilibrada contra un respetado profesional perteneciente a una excelente familia. Se trataba de cerrar sin demasiado escándalo aquel lamentable incidente.
Pero ahora las cosas ya no parecían tan claras y él no sabía qué hacer.
Pasó un minuto de extraño silencio en suspenso y después Caldarola dictó su decreto:
– El juez, oída la petición formulada por el representante de la parte civil; establecido que la documentación admitida en la fase introductoria no se ha agotado, verificado que la documentación de la parte civil es conceptualmente atribuible a la categoría a la que se refiere el artículo 507 del Código de Procedimiento Penal, establecido que para dichas pruebas todas las decisiones sólo se pueden adoptar al término de la instrucción; por los mencionados motivos, reserva cualquier decisión acerca de la solicitada prueba pericial psiquiátrica al resultado de la instrucción procesal y dispone que el juicio siga adelante.
Era una decisión técnicamente correcta. Las decisiones acerca de todas las peticiones de nuevas pruebas se adoptan al término de la instrucción. Yo lo sabía muy bien, pero había presentado aquella petición en aquel momento para que se comprendiera exactamente adonde quería llegar. Para hacerle comprender al juez el verdadero significado de aquellas peticiones acerca de las prácticas sexuales y todo lo demás.
Para que todo el mundo comprendiera que no teníamos la menor intención de quedarnos allí sentados, dejándonos machacar.
A Dellissanti no le gustó aquella decisión interlocutoria, o dicho de otra forma provisional. Dejaba una puerta peligrosamente abierta a unas comprobaciones intolerables y a un escándalo peor, si cabía, que el del propio juicio. Por eso lo intentó.
– Le pido disculpas, Señoría, pero nosotros desearíamos que usted desestimara ya de entrada esta petición. No es posible dejar en suspenso sobre la cabeza del acusado esta nueva e ignominiosa espada de Damocles…
Caldarola no lo dejó terminar.
– Señor abogado, le agradecería que no discutiera mis disposiciones. Adoptaré una decisión acerca de la petición al término de la instrucción, es decir, tras haber oído a sus testigos y también a su asesor. Al psiquiatra, precisamente. Con esto creo que por hoy ya hemos terminado, si por parte de usted ya no hay más peticiones en favor del acusado.
Dellissanti permaneció unos instantes en silencio, como si estuviera buscando algo que decir y no consiguiera encontrarlo, Una situación insólita en él. Al final, se dio por vencido y dijo que no, que no había más peticiones en favor del acusado. Scianatico presentaba un rostro irreconocible cuando se levantó del estrado de los testigos para regresar a su sitio al lado de su abogado.
Caldarola estableció la celebración de una vista para decidir si procedía un aplazamiento, «oír a los testigos de la defensa y para las eventuales y ulteriores peticiones de pruebas complementarias de conformidad con el artículo 507 del Código de Procedimiento Penal».
Sólo cuando me volví hacia Martina y Claudia mientras me quitaba la toga de los hombros me di cuenta de la cantidad de público que había en la sala. Y, en medio de todo aquel público, por lo menos tres o cuatro periodistas.
Scianatico, Dellissanti y el séquito de pasantes y auxiliares se retiraron a toda prisa y en silencio. Sólo por unos instantes Scianatico se volvió en dirección a Martina. Su mirada era extraña, tan extraña que no conseguí descifrarla, aunque me hizo pensar en ciertas muñecas rotas con los ojos abiertos y enloquecidos.
A los periodistas que me pedían declaraciones les dije que no tenía ningún comentario que hacer. Me vi obligado a repetirlo tres o cuatro veces, pero al final se resignaron. Por otra parte, material para escribir no les faltaba, después de todo lo que habían visto y oído.
Doblé las dos hojas de papel con las copias de las notas de gastos y las guardé en la bolsa junto con la cinta de vídeo. No quería correr el riesgo de dejármela olvidada. La había grabado una noche de insomnio años atrás y me gustaba volver a verla de vez en cuando. Contenía una vieja película de Pietro Germi con un espléndido Massimo Girotti. Una película muy difícil de encontrar y épica.
In nome della legge.
Después de aquella tarde tuve que ir muy pocas veces al dormitorio.
Era como si él hubiera perdido el interés. No sé si porque ahora yo siempre oponía resistencia o porque había crecido y ya no era una niña. O más probablemente por ambos motivos.
Sea como fuere, en determinado momento dejó de hacerlo.
Y entonces me di cuenta de cómo miraba a mi hermana.
Fui presa de la angustia. No sabía qué hacer, con quién hablar. Estaba segura de que pronto, muy pronto, él la llamaría al dormitorio.
Para cinco minutos y después puedes volver a jugar.
Empecé a no salir al patio si Anna no bajaba conmigo. Si ella decía que quería quedarse en casa leyendo un tebeo o viendo la televisión, yo me quedaba a su lado. Permanecía muy cerca de ella. Con los nervios a flor de piel, a la espera de oír aquella voz pastosa por los cigarrillos y la cerveza, llamando. Sin saber qué haría en aquel momento.
No tuve que esperar mucho. Ocurrió una mañana, el primer día de las vacaciones de Pascua. Jueves Santo. Nuestra madre estaba fuera, trabajando.
– Anna.
– ¿Qué quieres, papá?
– Ven aquí un minuto, que te tengo que decir una cosa.
Anna se levantó de la silla de la cocina donde estábamos las dos. Dejó encima de la mesa las dos muñecas con las que estaba jugando. Se dirigió hacia el pequeño pasillo estrecho y oscuro al fondo del cual se encontraba la habitación.
– Espera un momento -dije yo.
8
He pensado a menudo en aquella vista y en lo que ocurrió después. Me he preguntado a menudo si las cosas habrían podido ir de otra manera y hasta qué extremo dependieron de mí, de mi comportamiento en el juicio, de mi forma de interrogar a Scianatico.
Jamás he encontrado una verdadera respuesta, y probablemente sea mejor así.
Hubo varios testigos y todos contaron los hechos de una manera casi idéntica. Lo cual ocurre muy raras veces. Con algunos de aquellos testigos hablé personalmente; de otros leí las declaraciones prestadas en la comisaría en las horas inmediatamente posteriores al hecho.
Martina regresaba del trabajo -eran las cinco y media o un poco más tarde- y había aparcado a unas decenas de metros del portal de la casa de su madre.
Él la estaba esperando allí desde hacía por lo menos una hora, tal como dijo el propietario de un establecimiento de artículos de vestir del otro lado de la calle. Se había fijado porque «había algo raro en su comportamiento y en su manera de moverse».
Cuando ella lo vio, se detuvo un instante; quizá tenía intención de cruzar a la otra acera, de huir. Después, en cambio, reanudó su camino, yéndole al encuentro. Con decisión, dijo el propietario de la tienda.
Había decidido enfrentarse a él. No quería huir. Ya no.
Hablaron brevemente, en un tono cada vez más alterado. Después levantaron la voz, sobre todo ella, que le gritaba que se fuera y la dejara en paz de una vez por todas. Inmediatamente después se produjo una especie de altercado. Scianatico la golpeó dos veces, con bofetadas y puñetazos; ella cayó, tal vez perdió el sentido y él la arrastró al interior de la portería.
La llamada de Tancredi se produjo mientras yo estaba hablando con un cliente importante. Un gran empresario investigado por la policía fiscal por una serie de fraudes, muerto de miedo ante la idea de que lo pudieran detener. Uno de aquellos clientes que pagaban enseguida y bien porque tenían mucho que perder.
Le dije que se había producido un acontecimiento de urgencia absoluta y le pedí que me disculpara; nos veríamos mañana, no, mejor pasado mañana, que me perdonara una vez más, tenía que salir pitando, adiós. Cuando abandoné mi despacho, él todavía estaba allí dentro, de pie, delante del escritorio. Con la expresión propia de alguien que no entiende nada, supongo. Y que se pregunta si no convendría cambiar de abogado.
Mientras corría a casa de Martina, que se encontraba a un cuarto de hora de camino de mi despacho, llamé a Claudia. No recuerdo exactamente qué le dije en medio de la afanosa carrera. Pero recuerdo muy bien que ella cortó la comunicación mientras yo todavía estaba hablando; en cuanto comprendió de qué estaba hablando.
En el lugar de los hechos reinaba un desconcierto de locos. Al otro lado de las vallas, la multitud de curiosos. Dentro, muchos policías uniformados y unos cuantos carabineros. Hombres y mujeres de paisano, con las placas doradas de la policía judicial en los cinturones o las chaquetas o bien colgadas del cuello como medallones. Algunos de ellos llevaban las pistolas remetidas en la parte anterior del cinturón; otros las sostenían en la mano apuntando hacia el suelo, como si de un momento a otro fueran a tener que utilizarlas; un par llevaba en la mano, colgando como si fueran bolsas semivacías, unos chalecos antibalas en actitud de estar a punto de ponérselos de un momento a otro.
Le pregunté a Tancredi quién dirigía las operaciones, admitiendo que se pudiera hablar de operaciones y de dirección en medio de aquel follón. Me señaló a un sujeto anónimo vestido con chaqueta y corbata que sostenía en la mano un megáfono, pero parecía que no supiera exactamente qué hacer con él.
– Es el subcomisario de la Brigada Móvil. Habría sido mejor que se quedara en casa, pero, como el gran jefe está en el extranjero, en la práctica nos las tenemos que arreglar solos. Hasta hemos llamado al fiscal sustituto de turno y nos ha dicho que él es un letrado y no es asunto suyo tratar con aquel señor, y tanto menos decidir si hay que efectuar una intervención. Pero ha dicho que lo mantengamos informado. Nos es de gran ayuda el muy cabrón, ¿verdad?
– ¿Habéis conseguido hablar con Scianatico?
– A través del teléfono fijo de la casa. He hablado yo con él. Ha dicho que va armado y que nadie intente acercarse. Dudo mucho que sea cierto, quiero decir, que vaya armado. Pero no me atrevería a apostarlo.
Tancredi vaciló un instante.
– Su voz no me ha gustado, para nada. Sobre todo, cuando le he pedido que me permitiera hablar con ella. Le he preguntado si me dejaba simplemente saludarla, pero él ha contestado que no, que ahora no podía. Era una voz desagradable e inmediatamente después ha cortado la comunicación.
– ¿Desagradable en qué sentido?
– Es difícil de explicar. Resquebrajada, como si estuviera a punto de romperse de un momento a otro.
– ¿Y la madre de Martina?
– No lo sabemos. Quiero decir, no debía de estar en casa. Le he preguntado si estaba también la madre y él me ha contestado que no. Pero no sabemos dónde está. Probablemente ha salido a hacer la compra o cualquier otra cosa, regresará de un momento a otro y se encontrará con esta sorpresa. Hemos tratado también de localizar al padre de él, el presidente, para pedirle que venga a hablar con este jodido loco de su hijo. Hemos conseguido establecer contacto con él, pero está asistiendo a una reunión en Roma. Un vehículo de la Brigada Móvil de Roma ha ido a recogerlo y lo lleva al aeropuerto para que tome el primer vuelo. Pero en el mejor de los casos sólo podrá estar aquí dentro de cinco horas. Esperemos que para entonces ya no lo necesitemos.
– ¿Qué te parece? ¿Qué es lo que habría que hacer?
Tancredi inclinó la cabeza y apretó los labios. Como si buscara una respuesta. No, como si tuviera una respuesta preparada pero no le gustara y estuviera buscando una alternativa.
– No lo sé -dijo levantando finalmente los ojos-, estas situaciones son imprevisibles. Para tratar de decidir una estrategia hay que comprender qué es lo que quiere este hijo de puta; es decir, cuál es su verdadera motivación.
– ¿Y en este caso?
– No lo sé. La única cosa que se me ocurre no me gusta en absoluto.
Estaba a punto de preguntarle qué era aquella cosa que no le gustaba en absoluto cuando vi llegar la furgoneta de Claudia. Más bien la oí llegar. En secuencia: chirrido de neumáticos en una curva, rugido de cambio violento de marcha, ruedas anteriores sobre la acera, golpe de parachoques contra un contenedor de basura. Se abrió paso entre la gente en dirección a nosotros. Un policía uniformado le dijo que no podía ir más allá de la valla que marcaba la zona de las operaciones. Ella lo empujó sin decir ni una sola palabra y, justo en el momento en que el otro estaba intentando bloquearle el paso, llegó Tancredi corriendo y dijo que la dejaran pasar.
– ¿Dónde están?
Contestó Tancredi:
– Se ha parapetado en casa de Martina. Probablemente va armado o, por lo menos, eso dice él.
– ¿Y ella cómo está?
– No lo sabemos. Con ella no hemos conseguido hablar. La esperaba delante de su casa. Cuando ella llegó, conversaron durante unos cuantos segundos, después ella gritó algo en el sentido de que se fuera enseguida, de lo contrario, llamaría a la policía, a su abogado o a los dos. Fue entonces cuando él le pegó varias veces. Ella debió de perder el conocimiento o, por lo menos, debía de estar aturdida, porque vieron cómo él la arrastraba dentro, sosteniéndola por debajo de las axilas. Alguien llamó al 113, llegó inmediatamente una patrulla móvil y unos minutos después llegamos nosotros.
– ¿Y ahora?
– Ahora no sé. Dentro de un par de horas tendrían que llegar desde Roma los del núcleo operativo de los cuerpos especiales y después alguien tendrá que asumir la responsabilidad de autorizar una intervención. En estos casos no se aclaran. Quiero decir, si tiene que ser el juez, el jefe de la Móvil, el comisario u otra persona. La alternativa sería intentar una negociación. Decirlo es fácil. ¿Pero quién habla con ese loco?
– Hablo yo -dijo Claudia-. Llámalo, Carmelo, y déjame hablar con él. Hablo con él y le pregunto si me deja entrar y me deja ver cómo está Martina. Soy una mujer, una monja. No digo que se fíe, pero podría ser algo menos sospechosa que uno de vosotros.
Su tono de voz era muy extraño. Extrañamente sereno, en contraste con el rostro desencajado.
Tancredi me miró como si me pidiera mi opinión, pero sin preguntarme nada. Yo me encogí de hombros.
– Tengo que preguntárselo a ése -dijo al final, señalando con la cabeza al funcionario de la Móvil que seguía dando vueltas por allí con el inútil megáfono en la mano. Se acercó a él y se pasaron unos minutos hablando. Después se dirigieron juntos al lugar donde nosotros nos encontrábamos y fue el funcionario quien habló.
– ¿Es usted la monja? -preguntó, mirando a Claudia.
No, soy yo. ¿No ves el velo que llevo, capullo?
Claudia asintió con la cabeza.
– ¿Quiere intentar hablar con él?
– Sí, quiero hablar con él y preguntarle si me deja entrar. Podría funcionar, creo. Él me conoce. Se podría fiar y, si entro, creo que lo podría convencer. Me conoce bien.
¿Pero qué estaba diciendo? No se conocían para nada. Jamás habían hablado el uno con el otro. Me volví a mirarla con un punto interrogativo dibujado en la cara. Ella me devolvió la mirada, pero no durante más de dos segundos. Sus ojos decían: «no intentes abrir la boca; ni se te ocurra». Entre tanto, el funcionario estaba diciendo que se podía intentar. Por lo menos, llamar no costaba nada.
Tancredi sacó su móvil, pulsó la tecla de repetición de llamada y esperó con el teléfono pegado a la oreja. Al final, Scianatico contestó.
– Soy otra vez el inspector Tancredi. Hay una persona que quiere hablar con usted. ¿Se la puedo pasar? No, no es un policía, es una monja. Sí, claro. Ni se nos ocurre acercarnos. Bueno, pues ahora se la paso.
Sí, era sor Claudia, la amiga de Martina. Hacía mucho tiempo que deseaba hablar con él, tenía muchas cosas importantes que decirle. ¿Podía, antes de seguir adelante, saludar a Martina? Ah, no se encontraba muy bien. En el rostro de Claudia se abrió una especie de grieta, pero su voz no se alteró, siguió sonando firme y tranquila. De acuerdo, no importa, hablaré con ella después, si tú quieres, claro. Yo creo que Martina quiere volver contigo; me lo ha dicho muchas veces, aunque no sabía qué hacer para salir de esta situación tan extraña que se ha creado. No te oigo bien. Sí, no te oigo bien, debe de ser este móvil. ¿Qué te parece si subo y hablamos un poco en persona? Claro, yo sola. Soy una mujer, una monja, puedes estar tranquilo. Y, además, a mí tampoco me gustan los policías. Bueno, ¿subo o qué? Claro, claro, tú miras por la mirilla para asegurarte de que no haya nadie más junto a mí. Pero, de todas maneras, tienes mi palabra, te puedes fiar. ¿Crees que una monja puede llevar armas? Muy bien, pues ahora subo. Sola, claro, estamos de acuerdo. Hasta ahora.
Aparte de las cosas que dijo, lo que lo dejó casi hipnotizado fue el tono de su voz. Sereno, tranquilizador, hipnótico, precisamente.
– ¿Te quieres poner un chaleco antibalas? -le preguntó Tancredi.
Ella lo miró sin tomarse la molestia de contestar.
– Pues entonces, antes de subir te llamo al móvil, tú me contestas «ahora» y después lo dejas encendido. De esta manera por lo menos podremos oír lo que decís y lo que ocurre.
Después Tancredi se volvió hacia dos sujetos que rondaban la treintena, con aspecto de distribuidores de droga en los centros de distribución legal. Dos agentes de su brigada.
– Cassano, Loiacono, vosotros dos venid conmigo. Subimos juntos y nos quedamos en la escalera sin llegar al rellano.
Oí mi voz, alzándose al margen de mi voluntad.
– Voy con vosotros.
– No digas chorradas, Guido. Tú trabajas como abogado y nosotros como policías.
– Espera, espera. Si Claudia consiguiera iniciar una negociación, quizá yo podría intervenir para ayudarla. Él me conoce, soy el abogado de Martina. Le puedo decir cualquier bobada, por ejemplo, que anulamos el juicio, que retiramos los cargos, o lo que sea. Puedo ser útil si la negociación sigue adelante. Si, en cambio, tenéis que intervenir vosotros, yo me quito de en medio, naturalmente.
El funcionario dijo que, por él, de acuerdo. Lo importante era que fuéramos prudentes. Acertadísimo consejo. No aludió a la posibilidad de subir él también. Para evitar una inútil aglomeración, supongo. Su ideal de policía no era el inspector Callaghan.
Lo que ocurrió después constituye en mi recuerdo una película en blanco y negro rodada a cámara sucia y montada por un loco. Y, sin embargo, está presente, tan presente que no consigo contármelo a mí mismo en tiempo pasado.
Los tres policías están delante de mí, en el último tramo de escalera antes de llegar al rellano. Hasta donde se puede llegar sin riesgo de que nos vean. Estamos muy apretujados, casi el uno encima del otro; percibo el sudor del más grueso; Loiacono quizá, o tal vez Cassano. El timbre tiene un sonido extraño, fuera del tiempo. Una especie de din don dan con ecos antiguos e inquietantes. Claudia dice algo en respuesta a la voz que procede del apartamento. Después un silencio, largo. Él está mirando por la mirilla, pienso. Después ruido de engranajes, de cerraduras, de llaves que giran. A continuación, otra vez silencio, aparte del rumor de nuestra respiración contenida.
Tancredi lleva el móvil pegado a la oreja izquierda; en la otra mano empuña la pistola, como los otros dos. A lo largo de la pierna, con la caña apuntando al suelo. Me vuelve a la mente el gesto que han hecho los tres antes de entrar. Seguro hacia atrás, bala a punto, percutor apoyado suavemente para evitar disparos accidentales.
Miro el rostro de Tancredi para adivinar lo que percibe que está ocurriendo. En determinado momento, sus rasgos se deforman y, antes de que yo tenga que hacer el esfuerzo de interpretarlos, él grita.
– Mierda, hay follón. Derribemos la puerta, coño, derribémosla ya de una vez.
El más grueso de los dos -Cassano, o tal vez Loiacono- llega primero a la puerta, levanta una rodilla casi a la altura del pecho y extiende la pierna golpeando la puerta con la planta del pie a la altura de la cerradura. Ruido de madera que se rompe, pero la puerta no cede. El otro agente hace un movimiento idéntico. Más ruido de madera que se rompe, pero la puerta sigue sin ceder.
Se abre después de otras dos, tres, cuatro violentísimas patadas. Entramos todos juntos. Tancredi primero, nosotros detrás. Nadie me dice que me quede fuera y me dedique a hacer de abogado, que ellos ya harán de policías.
Cruzamos varias estancias guiados por los gritos de Scianatico.
Cuando llegamos a la cocina, la escena parece la de un espantoso ritual.
Claudia está a horcajadas por encima del rostro de Scianatico; lo mantiene inmovilizado con las piernas apretadas y con una mano le sujeta la garganta. Los dedos penetran en el cuello como puñales y con el puño de la otra mano le golpea repetidamente el rostro. Con un método salvaje; y mientras yo la miro, sé que lo está matando. El encuadre se amplía hasta incluir a Martina. Está en el suelo, cerca del fregadero. No se mueve. Parece una muñeca rota.
Cassano y Loiacono agarran a Claudia por debajo de las axilas y la apartan, levantándola. Cuando ella vuelve a apoyar los pies en el suelo los agentes esperan cualquier cosa menos ser golpeados los dos de manera tan rápida que los puñetazos y los puntapiés no se ven; sólo se pueden intuir. Tancredi da un paso atrás y apunta con la pistola hacia las piernas de Claudia.
– No hagas gilipolleces, Claudia. No hagamos gilipolleces.
Ella está sorda y avanza dos pasos hacia él. Es como si ni siquiera me hubiera visto, a pesar de que estoy muy cerca, a su izquierda.
No es que yo decida hacer lo que hago. Ocurre y se acabó. Ella no me ve y tampoco ve mi derechazo, que sale disparado y le golpea la barbilla de refilón. El más clásico de los golpes de K.-O. Puedes ser el hombre más fuerte del mundo, pero si recibes un buen directo propinado de la manera adecuada en la punta de la barbilla, no hay nada que hacer. Se apaga la luz y se acabó. Es como una anestesia.
Claudia cae al suelo. Los dos policías se le echan encima, le retuercen los brazos detrás de la espalda y la esposan con los movimientos automáticos y eficientes propios de alguien que lo ha hecho muchas veces. Después hacen lo mismo con Scianatico, pero las prisas no son necesarias con él. Presenta un rostro irreconocible a causa de todos los golpes recibidos, emite monosílabos y no consigue moverse.
Tancredi se acerca a Martina y le apoya los dedos índice y medio en el cuello. Para comprobar si todavía le circula la sangre. Pero es un gesto mecánico e inútil. Los ojos están desorbitados, la boca entreabierta deja entrever los dientes y un riachuelo de sangre ya seca le brota de la nariz. El rostro de la muerte; de la muerte violenta. Un rostro que Tancredi ya ha visto muchas veces; y que yo también he visto, pero sólo en los expedientes de casos de homicidio. Jamás tan concreto, presente y espantosamente trivial.
Tancredi le pasa una mano por los ojos para cerrarlos. Después mira a su alrededor, localiza un trapo de color, lo coge y le cubre la cara.
Cassano -o Loiacono- hace ademán de salir para ir a llamar a los demás, pero Tancredi se lo impide, le dice que espere. Se acerca a Claudia, sentada en el suelo con las manos esposadas a la espalda. Se arrodilla y le habla en voz baja durante unos cuantos segundos; al final, ella hace un gesto afirmativo con la cabeza.
– Quitadle las esposas.
Cassano y Loiacono lo miran a la cara. La mirada que él les devuelve no precisa de interpretación; significa que no tiene ganas de repetir la orden y basta. Cuando Claudia vuelve a estar libre, Tancredi nos dice a todos que salgamos de la cocina y él nos acompaña.
– Bueno, escuchadme bien, porque dentro de unos segundos aquí ya nadie entenderá nada.
Lo miramos.
– Os digo lo que ha ocurrido. Claudia entró. Él la agredió y se inició una pelea. Lo hemos oído todo a través del teléfono y hemos echado abajo la puerta. Al llegar a la cocina, ellos se estaban peleando. Los dos. Nosotros intervinimos, él opuso resistencia y, como es natural, tuvimos que golpearlo. Al final, lo inmovilizamos y esposamos. Y basta. No ha ocurrido nada más.
Hace una pausa para mirarnos uno a uno.
– ¿Está claro?
Nadie dice nada. ¿Qué tenemos que decir? Él nos mira todavía un instante y después se dirige a Cassano, o tal vez a Loiacono.
– Llama a los demás sin armar demasiado alboroto. No salgas gritando, total, ya no sirve de nada. Y manda entrar también a los de la ambulancia. Para este pedazo de mierda.
El otro da media vuelta para retirarse y Tancredi lo vuelve a llamar.
– Oye.
– ¿Sí?
– No quiero ver periodistas aquí dentro. ¿Está claro?
Salimos cuando la casa ya se estaba llenando de policías, carabineros, médicos y enfermeros. El subcomisario de la Móvil recuperó, por así decirlo, el mando de las operaciones.
Tancredi me dijo que me llevara a Claudia, que procurara calmarla y lo volviera a llamar una hora después. Teníamos que ir a comisaría para la declaración de Claudia y quería ser él, lógicamente, quien la interrogara.
Mientras hablaba no la miró. Ella, en cambio, sí lo miraba a él y parecía querer decir algo. No lo consiguió, pero probablemente no era necesario.
Nos dirigimos a su furgoneta, que estaba allí, abollada contra el contenedor de basura.
– ¿Puedes conducir tú, por favor?
– ¿Quieres que veamos a un médico?
– No -contestó mientras se acercaba inconscientemente la mano a la barbilla y la sujetaba entre el pulgar y los demás dedos, quizá para comprobar que todo estuviera en su sitio después del puñetazo-. No. Es sólo que no me siento con ánimos para conducir.
Aún quedaba un poco de luz y el aire era fresco y suave. Es lo que pensé mientras subía a aquel viejo cacharro por el lado del conductor.
Pensé que estábamos en abril.
El más cruel de los meses.
9
Recorrimos con la furgoneta de Claudia todos los paseos marítimos de la ciudad dos y tres veces sin decir ni una sola palabra. Cuando vi que ya había pasado una hora, le pregunté si podíamos ir a comisaría. Dijo que sí. Sin ningún tono especial, sin ningún color en la voz.
Fuimos a comisaría y le tomaron declaración. Estaba Tancredi y estaba una agente de aspecto y modales amables. Redactaron la historia que ya había contado Tancredi cuando aún estábamos en casa de Martina.
No fue necesario mucho y Claudia firmó sin leer.
Cuando pregunté si mis declaraciones también tenían que constar en acta, Tancredi me miró unos instantes directamente a los ojos.
– ¿Qué declaraciones? Tú entraste allí dentro cuando ya todo había terminado. Entonces, ¿qué declaraciones quieres hacer?
Pausa. Yo miré instintivamente a la chica policía, pero estaba haciendo una fotocopia y no nos prestaba atención.
– Ahora vosotros ya os podéis ir, que a nosotros nos toca trabajar de noche para completar todas las actas que mañana enviaremos a la Fiscalía.
Exacto. ¿Qué declaraciones quería hacer?
No había nada más que añadir y, por consiguiente, Claudia y yo nos fuimos.
Margherita estaba fuera por motivos de trabajo. Me alegré de que no estuviera, porque no me apetecía contar lo ocurrido. No aquella noche, por lo menos. Así que no volví a encender el móvil, que había apagado al entrar en comisaría.
Regresamos a la furgoneta sin decir una sola palabra. Sólo tras habernos sentado Claudia rompió el silencio. Hablaba mirando hacia delante con rostro inexpresivo.
– No tengo ganas de regresar. Me apetece dar una vuelta.
Yo tampoco tenía ganas de regresar. A ningún sitio. Puse en marcha el vehículo sin decir nada. Enfilé la autopista por el peaje Bari-Norte y quinientos metros más allá me detuve en el bar-restaurante de la primera área de servicio. Aunque fuera absurdo, me apetecía comer. De aquella manera provisional, bellísima y sin normas de los largos viajes por carretera. A lo mejor, había entrado en la autopista precisamente por aquel motivo. Tomamos dos capuchinos y dos trozos de tarta. Porque Claudia, absurdamente, también tenía apetito.
En el momento de pagar, le pedí al cajero un encendedor y una cajetilla de MS. Una cajetilla suave que sostuve en la mano unos segundos antes de metérmela en el bolsillo.
Nos pusimos de nuevo en marcha hacia la oscuridad sosegada y acogedora de aquella noche de abril.
– ¿Recuerdas que te quería contar una historia?
– Sí.
– Vamos a detenernos en algún sitio donde podamos estar tranquilos.
Unos veinte kilómetros más allá me introduje en una área de descanso; entre los árboles desiertos, oscuros y silenciosos y la débil luz de unas cuantas farolas. El ruido de los escasos automóviles que pasaban como una exhalación llegaba amortiguado y tenía algo de extraño y tranquilizador. Bajamos de la furgoneta y nos sentamos en un banco.
Noches blancas, me vino a la mente. Quiero decir, vi las palabras concretas escritas en la cabeza con caracteres tipográficos. Y las imágenes de la película y las palabras del libro. Un banco y dos personas que no duermen y se pasan la noche hablando. Suspendidas en un universo en suspenso.
Abrí el paquete con calma. Primero el hilo de plata, después el plástico de la parte superior y, a continuación, el papel plateado. Un golpe con el índice y el medio sobre la parte cerrada para hacer salir el cigarrillo.
Cerré los ojos al sentir llegar el humo a los pulmones y el aire fresco a la cara.
Pensé que no me importaba nada de nada mientras fumaba con los ojos cerrados aquel cigarrillo áspero y fuerte. Perdí el contacto; fluctuaba en algún lugar que estaba allí, en aquella área de descanso, y simultáneamente en otro sitio. Muchos años atrás, en una oscuridad y un desconocimiento olvidados y cordiales.
– Yo no soy monja.
Abrí los ojos y me volví hacia ella. Tenía un codo apoyado en la pierna y la cabeza apoyada en la mano. Miraba -o parecía mirar- hacia la negra sombra de un eucalipto.
Me contó aquella historia.
Abrí la puerta y me detuve con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo tras haber dado uno o dos pasos en el interior de la estancia. Él levantó la cabeza y me miró. Había una sombra de estupor en aquellos ojos empañados.
– ¿Dónde está Anna?
Mientras contestaba, me di cuenta de que temblaba de pies a cabeza. Piernas, brazos, hombros, mentón.
– Déjala en paz.
Alargó la cabeza hacia mí entornando los ojos en un gesto instintivo. Como si no creyera lo que acababa de oír. Como si no creyera que yo pudiera desafiarlo de aquella manera.
– Dile a Anna que venga inmediatamente aquí.
– Deja en paz a la niña.
Se levantó de la cama.
– Ya te enseñaré yo, pequeña zorra.
Yo temblaba toda, pero me mantuve firme, dos pasos dentro de la estancia. Sólo levanté el brazo derecho cuando él ya estaba muy cerca.
Fue entonces cuando él vio el cuchillo. Era un cuchillo largo, puntiagudo y afilado. De esos que se utilizan para cortar carne. El estaba tan cerca que yo podía ver los pelos que le salían de la nariz y de las orejas. Podía percibir el olor de su cuerpo y de su aliento.
– ¿Qué coño crees que vas a hacer con ese cuchillo, zorra?
Fueron sus últimas palabras. Apoyé la mano izquierda en la derecha y empujé con toda la fuerza que tenía. De abajo a arriba y hasta el fondo. El sólo experimentó una sacudida y después, lentamente, apoyó las manos en las mías en un gesto de defensa que entonces ya era inútil. Permanecimos así unidos por un instante interminable, manos en las manos, ojos en los ojos.
En los suyos sólo había un estupor infinito. En los míos no había nada.
Después aparté las manos, retrocedí unos cuantos pasos sin volverme. Y cerré la puerta.
Anna no había oído nada -él no había soltado ni siquiera un gemido- y no se dio cuenta de nada. La cogí de la mano y le dije que teníamos que ir al patio. Ella recogió sus muñecas y me siguió. En determinado momento, mientras bajábamos por la escalera, se detuvo. Y señaló con el dedo.
– Te has hecho daño, Angela. Te sale sangre de la mano.
– No es nada. Me lavo en el grifo del patio.
– Pero te tienes que desinfectar.
– No hace falta. Basta con agua.
Después, los recuerdos son confusos. En secuencias. Algunas cosas nítidas y otras tan oscuras que no se ve nada.
Al cabo de un rato regresó mi madre, pasó por delante de nosotras y subió a casa. No recuerdo si nos saludó o si sólo nos vio. Unos minutos después oímos sus gritos, espantosos. Después, gente que se asomaba a los balcones, o bajaba al patio, o subía a nuestro edificio. Después, silbidos de sirenas y luces intermitentes azules. Uniformes oscuros, una muchedumbre que se apretujaba delante de nuestro portal, las horas que pasaban, la oscuridad que empezaba a caer, la gente que hablaba en voz baja mientras dos hombres con camisa blanca se llevaban una litera con el cuerpo, cubierto por una sábana.
Me quedé allí dentro sujetando la mano de mi hermana hasta que una señora muy amable se acercó y nos dijo que teníamos que ir con ella.
Nos llevaron a un despacho donde también había un hombre y aquella señora nos preguntó si nos apetecía comer algo. Mi hermana dijo que sí; yo contesté que no, gracias, no tenía apetito. Le llevaron un panecillo con jamón y una Coca-cola y cuando terminó de comer nos hicieron unas preguntas. Querían saber si había ido alguien a ver a papá, si habíamos visto a algún desconocido entrar en nuestro edificio, y otras cosas. Yo les pregunté si podían hacer salir a la niña, porque tenía que decirles algo. Se miraron a los ojos y después la señora cogió de la mano a mi hermana y la sacó de aquella estancia.
Cuando volvió a entrar yo ya estaba contando mi historia. Con calma lo conté todo, desde aquella mañana de verano hasta aquel Jueves Santo.
Con calma, sin sentir nada.
10
Encendí el tercer o quizá el cuarto MS y aspiré con gratitud el humo que me desgarraba los pulmones.
Claudia me contó el resto. Lo que ocurrió después. Los años en el reformatorio. La escuela. Sor Caterina, que trabajaba como voluntaria en el Instituto. Iba casi todos los días a ver a los chicos y las chicas que permanecían encerrados allí. Era una monja rara, distinta de las demás. Se vestía de manera normal, era joven, era simpática, no quería hablar de religión a toda costa, y se hizo amiga de la pequeña Angela. Que era la única que estaba encerrada allí dentro por un homicidio cometido antes de cumplir los catorce años. Sometida a las medidas de seguridad del reformatorio judicial por ser menor de catorce años y, por consiguiente, no imputable. Y peligrosa.
Sor Caterina le enseñó un montón de cosas a aquella niña extraña y silenciosa que se ocupaba de sus asuntos y no hacía amistad con nadie. Le llevaba libros y la niña los devoraba y le pedía más. Le enseñó a tocar la guitarra, le enseñó a preparar unos dulces muy ricos. Le enseñó los primeros auxilios, porque ella era enfermera.
Un día, mientras ambas conversaban en el patio del Instituto, la niña, que a aquellas alturas ya se había convertido en una muchacha, le dijo a la monja que ya no quería que la llamaran Angela. Pronto saldría del reformatorio y quería que sor Caterina le diera un nuevo nombre. Para el exterior. Para su nueva vida.
La monja se desconcertó ante aquella petición y le dijo a la chica que lo tendría que pensar. Cuando regresó la vez siguiente, lo primero que le preguntó la chica fue si ya tenía su nuevo nombre. Sor Caterina le dijo que su madre se llamaba Claudia. La chica dijo que era un bonito nombre y que, a partir de aquel momento, se llamaría Claudia. Sor Caterina estaba a punto de decir algo, pero después se calló. Se quitó el pequeño crucifijo que siempre llevaba -la única señal visible de su condición de monja- y se lo puso alrededor del cuello a la chica.
Cuando salió del Instituto, Claudia fue encomendada a una familia del Norte, porque a casa de su madre había dicho que no quería volver. Se sacó un título en una escuela profesional, se puso a trabajar como obrera y empezó a practicar las artes marciales. Primero el kárate y después aquella disciplina asesina inventada unos siglos atrás por una monja.
Un día se enteró de que en una comunidad que acogía a prostitutas y muchachas sometidas a abusos sexuales estaban buscando voluntarias para que echaran una mano. Se presentó y en la entrevista dijo que era monja. Sor Claudia, de la orden de las Franciscanas Menores. La orden de sor Caterina.
– No sé cómo se me ocurrió decir que era monja. No lo sabría explicar ni siquiera ahora. Quizá, de manera inconsciente, pensaba que siendo monja estaría a salvo. No quiero decir físicamente. Estaría a salvo de las relaciones con las personas. Estaría a salvo… de los hombres, quizá. Pensé que todo sería más fácil, que no tendría que explicar un montón de cosas.
Se volvió a mirarme, después se pasó la mano por el rostro y reanudó sus palabras.
– Creo que ya sé lo que estás pensando. ¿No tenía miedo de que me descubrieran? No lo sé. Desde luego, nadie ha dudado jamás de que yo fuera una verdadera monja. Puede parecer extraño, pero es así. Tiene gracia. Dices que eres monja y a nadie se le ocurre comprobar si lo eres de verdad. Nadie te pide ninguna documentación. ¿Por qué tendría una que inventarse que es monja? La gente lo acepta y basta. Como mucho, alguien te pregunta por qué no llevas hábito, tú explicas que en tu orden no es obligatorio, y listo. Y de esta manera, en poco tiempo te conviertes en una monja para todos.
Otra pausa. De nuevo aquella mano pasada por el rostro en la sombra.
– Era tranquilizador. Era mi manera de esconderme estando en medio de la gente. Era mi manera de protegerme. Era mi manera de escapar quedándome allí.
Ya no había mucho más que contar. Había empezado a trabajar en aquella comunidad. Formaba parte de una asociación que tenía otras en toda Italia. Cuando se enteró de que querían abrir una nueva casa-refugio cerca de Bari y buscaban a alguien con experiencia que pudiera trabajar allí a tiempo completo, con un pequeño sueldo, para poner en marcha la comunidad, ella se ofreció.
Cuando terminó su historia, me pidió un cigarrillo. Me alegré extrañamente de que lo hiciera y de podérselo ofrecer mientras yo, por mi parte, sacaba otro, y de poder fumar juntos en silencio mientras de vez en cuando se oía el rumor de los automóviles que se acercaban, pasaban por delante de nuestra área de descanso y se alejaban como flechas.
– Hay un sueño que se repite una o dos veces al año. Él llama desde el dormitorio a la niña Angela aquella mañana estival. La niña Angela acude, él le dice que cierre la puerta, la hace sentar en la cama y, en aquel momento, se abre la puerta y aparece sor Claudia. Para salvar a la niña. Pero nunca lo consigue, porque siempre, en aquel momento, yo me despierto.
Hizo girar entre los dedos el cigarrillo, ya casi consumido. Contempló las ascuas como si ocultaran algún secreto o una respuesta.
– Una noche llegué a soñar que alguien me devolvía a la casa-refugio el perro Snoopy. Que no había muerto, sino que sólo se había escapado. Esbozó una especie de sonrisa, entornando los ojos como si tratara de distinguir un objeto lejano.
Yo me notaba la garganta como obstruida y tenía que hacer un esfuerzo para tragar saliva.
– ¿Sabes?, sor Caterina, en el Instituto, me hizo leer una poesía de una poetisa cuyo nombre no recuerdo. Era inglesa, o quizá americana. Estaba dedicada a un perro bastardo como Snoopy. Empezaba así: «si no hay un Dios para ti, tampoco hay un Dios para mí».
– Es preciosa.
Mientras lo decía, me di cuenta de que eran las primeras palabras que pronunciaba desde que nos habíamos sentado en aquel banco de aquella área de descanso de aquella autopista. Experimenté una extraña sensación de paz mientras lo decía. Mientras ella me tomaba la mano y me la estrechaba sin mirarme.
Yo, en cambio, sí la miré.
Lloraba en silencio.
Antes de volver a subir a la furgoneta encontré un contenedor de basura y arrojé los cigarrillos junto con el encendedor.
Claudia dijo que conduciría ella y me llevó a casa en algo menos de una hora.
Me volvió a sujetar la mano poco antes de despedirse. Fuera, la oscuridad de la noche ya empezaba a diluirse.
Cuando entré en casa lo primero que hice fue cepillarme los dientes para quitarme el sabor del humo.
Después abrí todas las ventanas, cogí un viejo y raro disco de vinilo y lo puse en el plato.
El fresco viento del amanecer atravesó la casa y yo me apoyé en el respaldo de la mecedora justo cuando empezaban a escucharse los crujidos de las primeras notas, Albinoni, el célebre adagio. Sobre aquellas notas, como si procediera de otra dimensión, el recitado de la voz misteriosa de Jim Morrison.
11
Scianatico fue detenido por secuestro y homicidio. Y resistencia a la autoridad, naturalmente, puesto que, según lo que constaba en las actas, había tratado de oponer resistencia a los agentes que habían irrumpido en el apartamento para detenerlo.
La autopsia estableció que Martina había muerto a causa de unos fortísimos golpes -puñetazos, probablemente- en la cabeza y de un impacto contra una superficie rígida. Pared o suelo. El forense dijo que, cuando Martina fue arrastrada al interior del edificio y después al apartamento, probablemente aún estaba viva.
En el juicio que se celebró a continuación con una insólita rapidez Scianatico también fue defendido por Dellissanti, el cual trató por todos los medios de conseguir que lo declararan mentalmente incapacitado. Su asesor habló de descompensación psicológica como origen de la agresión y del homicidio; de ausencia de proceso de duelo al término de la relación, de grave síndrome depresivo en el momento de concienciación con respecto del acto cometido y de toda una serie de chorradas por el estilo. Scianatico trató de confirmar el diagnóstico con dos extremadamente dudosos intentos de suicidio en la cárcel.
Pero el psiquiatra nombrado por la Audiencia no tragó, dijo que los dos intentos de suicidio eran actos simulados y concluyó su informe señalando que el acusado era un sujeto con «…una necesidad compulsiva de control, bajísima tolerancia a las frustraciones, estructura de personalidad
Y de esta manera el tribunal, después de tres meses de un juicio seguido incansablemente por la prensa y las televisiones, consideró a Scianatico en pleno uso de sus facultades mentales y lo condenó a dieciséis años de cárcel, modificando la acusación de homicidio voluntario para convertirla en homicidio preterintencional. El concepto significa, en lenguaje vulgar, que fue allí para machacarla a golpes, pero no tenía intención de matarla.
Técnicamente una decisión correcta, pero, en cuestión de siete, ocho años, aquel animal saldría en libertad condicional, fue lo primero que pensé cuando leí la noticia en el periódico. Eso siempre y cuando en el tribunal de segunda instancia no le hagan algún otro descuento.
Pero en el tribunal de segunda instancia no le hicieron ningún otro descuento. En un caso tan llamativo y seguido tan de cerca por los medios, nadie quería correr el riesgo de ser acusado de haber favorecido al hijo del presidente Scianatico.
En realidad, del ex presidente Scianatico. El viejo, inmediatamente después de los hechos, solicitó la excedencia y después, sin haberse reincorporado jamás, se jubiló.
Caldarola nunca terminó el juicio en el cual nos habíamos constituido en parte civil. Unos cuantos meses después de los últimos acontecimientos fue trasladado al tribunal de segunda instancia, de modo que, el juicio tuvo que volver a empezar con otro juez. Esta vez Dellissanti eligió una línea defensiva más blanda, se podría decir. Con el juicio por homicidio en marcha, no tenían el menor interés en que se llevara a cabo otra recapitulación, tal vez con gran repercusión mediática, de lo que Scianatico había hecho antes. No tenían interés en hablar de palizas, de sexo violento, de atropellos, de persecuciones. De cómo había sido la vida de la víctima del homicidio en los meses y en los años que precedieron al hecho de convertirse en víctima del homicidio. Así que en la primera vista pidieron y obtuvieron un tranquilo acuerdo de seis meses de reclusión.
Mi expediente disciplinario fue archivado. Entre otras cosas porque ahí tampoco nadie tenía interés en volver a discutir los porqués y los cómos de un juicio que había tenido semejante epílogo. Yo tampoco. La resolución decía en dos líneas que yo no había cometido ninguna infracción disciplinaria, sino que me había «limitado a interpretar con dureza, pero dentro de los límites de la corrección deontológica, el cometido de representante de la parte civil».
Alessandra Mantovani se ha quedado en Palermo. Cuando el destino estaba a punto de finalizar, pidió y obtuvo el traslado definitivo. Ahora trabaja en la dirección antimafia y de vez en cuando leo su nombre y veo su fotografía -con un rostro cansado y endurecido- en algún periódico. Cada vez experimento una extraña punzada de tristeza. La misma que sentí cuando me dijo que se iba.
En cambio, Claudia se ha quedado en Bari. Sigue dirigiendo la casa-refugio, pero ha dejado de hacerse llamar monja. No es que en determinado momento haya ofrecido una rueda de prensa o haya puesto carteles anunciando a todo el mundo que no es monja.
Simplemente, cuando llega una nueva chica a la comunidad, se presenta con su nombre y nada más. Cuando alguien que la conocía de antes la llama «sor», ella dice que es suficiente con su nombre. Es decir, Claudia.
Que tampoco es el que figura en su documentación, pero eso tiene poca o ninguna importancia. Su verdadero nombre es Claudia. El nombre de sus documentos se lo pusieron sus padres naturales. (Cualquier cosa que signifique la palabra «natural» para un padre que le hace eso a su hija de niña. Y para una madre que se lo deja hacer, fingiendo no ver, no sentir.
Su verdadera madre, su familia, había sido aquella monja del Instituto.
12
Cuando le dije a Margherita que quería probar a lanzarme en paracaídas, ella me miró un buen rato sin decir nada. ¿Quería demostrar que era capaz de sorprenderla? Pues lo había conseguido, dijo cuando encontró las palabras.
Unos cuantos días después empecé el cursillo.
En el transcurso de aquellas semanas experimenté una sensación extrañísima y desconocida, que era una mezcla de nítido temor y de inquietante serenidad. Un sentido de lo inevitable y una misteriosa dignidad.
La víspera del primer salto no dormí ni un minuto. Lógicamente.
Pero me pasé todo el rato en la cama, absolutamente despierto, pensando y recordando muchas cosas. La más viva de todas, aquel juego terrible de niños en la cornisa muchos años atrás.
De vez en cuando me llegaba una oleada de purísimo miedo. La dejaba que fluyera y me atravesara todo el cuerpo cual si fuera una corriente física de energía. Y de esta manera se me pasaba. Algunas veces era más fuerte y más prolongada. Alguna vez pensaba que al día siguiente ya estaría muerto. Otras veces pensaba que en el último momento me echaría atrás. Pero también se me pasaba.
Si Margherita se dio cuenta de que me había pasado la noche en vela, no me lo dijo a la mañana siguiente.
Y yo, curiosamente, no me sentía cansado. Al contrario, tenía los brazos y las piernas sueltos y la mente limpia y despejada. No pensaba en nada.
El rugido ensordecedor del aparato se redujo hasta convertirse en una especie de borboteo de fondo. Fuerte pero ordenado en la penumbra de la carlinga. El piloto había reducido la velocidad al mínimo y casi parecía que el avión estuviera detenido en suspenso entre el cielo y la tierra.
Los que teníamos que lanzarnos éramos seis. Para mí y otros tres era nuestro primer salto. Después se lanzarían el instructor y Margherita, que había pedido estar presente, pero sólo me lo había dicho aquella mañana.
Cuando se abrió la portezuela, entró viento y una luz inquietante.
Me sentía muy cerca del misterio de la vida y la muerte.
El instructor me dijo que me situara en el umbral, al través, tal como me habían enseñado. Hice lo que me había dicho. Transcurrieron unos segundos y después él me hizo la señal para saltar. Miré abajo y me quedé quieto. Quieto durante el tiempo infinito de una escena en cámara lenta, desgranada fotograma a fotograma. Él me repitió la orden de saltar, pero yo no me moví. Todo estaba absurdamente inmóvil.
En aquel momento Margherita se me acercó y me dijo algo al oído al tiempo que me apretaba el brazo. Sobre el trasfondo del rugido del aparato no entendí las palabras, pero no hizo falta.
Así que cerré los ojos y me solté.
Unos segundos y un siglo después oí el fsss del paracaídas principal que se abría. Y el increíble silencio del vacío, con el avión ya lejos.
Aún mantenía los ojos cerrados cuando me percaté de un ruido extraño y, sin embargo, familiar. Tardé poco en comprender que era mi propia respiración, que emergía de las profundidades del silencio, del vuelo, del miedo.
Seguía con los ojos cerrados cuando me oí llamar por mi nombre. Sólo entonces los abrí y vi dónde estaba. Vi el mundo debajo de mí, vi que estaba volando sin miedo. Y vi a Margherita treinta o cuarenta metros más allá, saludándome con la mano.
Experimenté una emoción que no se puede explicar mientras yo también levantaba la mano.
Mientras levantaba ambas manos, saludando como cuando era un niño pequeño y me sentía inmensamente feliz.
Gianrico Carofiglio