El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez
Inspector Méndez #8
LA SOLEDAD
Cuando Méndez, el viejo policía de los barrios bajos, comprendió que podía detener a Melgares, la calle estaba llena de gente y al mismo tiempo llena de soledad. Era esa soledad anónima del día que empieza, de la parada del autobús donde nadie habla a nadie y de los transeúntes agitados que al principio del mes ya empiezan a pensar en el final del mes. Melgares, fugitivo de presidio tras un robo sin demasiada importancia, estaba en la parada del autobús con un perro vagabundo, y por lo tanto era para Méndez una presa fácil.
Además, le habían ordenado buscarlo y detenerlo.
Y es que Méndez era el único policía de Barcelona que sabía que Melgares iba a acudir algún día allí. Tronado, olvidado y viejo, Méndez sabía sin embargo eso, y la razón era sencilla: durante años y años, antes de transformarse en un pequeño delincuente, Melgares había acompañado todas las mañanas a su novia Magda a aquella parada del autobús, cuando ella se dirigía a su trabajo y él a otro. Ahora Magda estaba muerta, y Melgares, cada mañana, pese a saber que la policía le buscaba, seguía acudiendo solo a aquella parada.
Nunca tomaba el autobús. Estaba un rato quieto allí, respiraba la soledad, miraba al vacío y se marchaba seguido por el perro.
Era facilísimo detener a Melgares, una vez conocido aquel secreto sentimental, pero Méndez no lo hizo. Méndez arrastró sus pies por la calle en primavera, fue y le dijo:
– Lárgate de aquí, Melgares. Haz lo que sea, pero vete de la ciudad. Si mañana estás aquí, te llevo a Comisaría acompañado por una banda de música.
Durante una semana, Méndez siguió acudiendo a aquella parada de autobús del suburbio para comprobar que Melgares se había ido. Y en efecto se había ido, pero seguía acudiendo el perro. El perro llegaba, se estaba un rato quieto, aspiraba la soledad y se alejaba con el rabo entre piernas. Era un callejero por derecho propio, como dice una vieja canción de Alberto Cortez. Pero también sentía la soledad.
Méndez lo comprendió muy bien. De la misma forma que Melgares recordaba allí a la novia que ya no aparecería, el perro recordaba allí al amo que no aparecería. Por eso una mañana Méndez fue hacia él, se inclinó, le acarició el lomo, y se lo llevó consigo para tenerlo en su casa.
El comisario, que sabía muy bien que Méndez estaba tras la pista de Melgares, le gritó:
– ¿Pero qué pasa? ¿Aún no ha podido detener a ese tipo?
Y Méndez contestó:
– He detenido a su perro.
LOS PÁJAROS
Méndez contempló las sombras verticales de aquel verano que se negaba a morir. Y ayudó a la mujer a bajar del coche para acompañarla hasta la misma puerta de la cárcel.
– Adiós, Marlene -dijo-. Siento que el juez haya dictado contra ti orden de prisión provisional, pero por otro lado creo que te la mereces. Cuando me consultó le dije que sí, que en mi opinión debías ir a la cárcel. Me da un cierto asco una mujer que entra a robar en un piso del que se acaban de llevar a la inquilina muerta.
– Eso no era robar. Sólo me llevé un anillo -dijo Marlene, con una extraña sonrisa opaca.
– Porque el anillo valía lo suyo y porque era fácil de vender. Es lo que esperas: ¿venderlo, no? Por eso dices que no sabes dónde está. Hala, no me vengas ahora con el cuento de la lágrima. Entra y no perdamos tiempo.
Ella entró obedientemente. Antes de que la puerta de Ingresos se la tragara, dijo:
– Méndez, aquí tiene la llave de mi piso. ¿Quiere hacerme un favor?
– ¿Un favor yo a ti? ¿Y por qué?
– Tengo una jaula con dos pájaros que se van a morir de hambre y de sed. Están allí, en el piso, ¿sabe? Póngales alpiste y agua y pregunte si alguien los quiere. No merecen una muerte tan cruel, los pobrecillos. ¿Me puede hacer ese favor?
– Yo, el terror de los barrios bajos, dando de comer a dos pajaritos. Lo que me faltaba.
Pero Méndez le hizo el favor. Y fue entonces cuando entró en aquel piso pequeño, retorcido, sin vistas, que se había hecho sólo para la luz de las noches. Y también fue entonces cuando se fijó en aquel retrato de la pared. Era un retrato gris y que parecía resumir todos los años muertos, toda la tristeza de las baldosas y del aire de la casa. Sin embargo, pudo haber sido en otro tiempo un retrato hermoso.
«¿No es este el hombre que denunció el robo?», pensó Méndez. «¿No era este el amiguito de la muerta?».
En la foto estaba con Marlene, una Marlene vestida de novia. Y se veía perfectamente el anillo. Era el de la boda, era el mismo que Marlene había robado del piso de la mujer, aprovechando la confusión del entierro.
«De modo que este tío plantó a Marlene, la dejó hecha polvo y encima le regaló el anillo a la otra. La has cagado, Méndez».
Se llevó la jaula de los pájaros. Se los mostraría al juez diciendo que Marlene no iba a poder cuidarlos desde la cárcel, y que haría un bien dejándola libre. ¿Quién sabe si habría suerte?… Los jueces son unos sentimentales a veces. Pueden no apiadarse de una mujer, pero a veces se apiadan de dos pájaros.
LA CASA
Mierda. Tenía que capturar al Pencas.
El Pencas, como su propio apodo indicaba, era un caradura, un sinvergüenza, un cínico. Había hecho estafas inmobiliarias fingiendo ser el dueño de una finca, estafas de electrodomésticos fingiendo ser capitán de la Guardia Civil, estafas de fianzas judiciales fingiendo ser magistrado, y hasta estafas episcopales fingiendo ser obispo. El Pencas lo abarcaba todo. Hasta se decía que, siendo un obispo ful, le había quitado la querida a un obispo de los de veras.
El jefe de grupo le dijo:
– Ahí tienes el expediente, Méndez.
El expediente era larguísimo, histórico: se remontaba incluso a los últimos tiempos del franquismo, cuando vendió a una Centuria de la Falange una falsa bandera que, según él, había estado, cubierta de sangre y gloria, en la batalla del Ebro.
Méndez se defendió como pudo:
– No sé por qué he de buscarlo yo -dijo-. Yo sólo soy un policía que no se mueve del barrio y, cuando llueve, toma el autobús. En cambio, en Jefatura hay grupos especializados, de la policía científica, que disponen de teléfonos móviles y todo.
– Ni policía científica ni hostias, Méndez. El Pencas es un viejo moribundo como tú, o sea que los dos debéis tener más o menos las mismas costumbres y ya debéis de haber hablado, más o menos, con er mismo embalsamados De modo que vigila el barrio y búscalo. Después de muchos años de perderle la pista, ahora sabemos más o menos por dónde se mueve.
– ¿Y por dónde se mueve?
– Por la calle Cerdeña, aproximadamente por la Sagrada Familia, la calle Legalidad y hasta, si me apuras, por la calle de Las Camelias. Es una zona ancha, pero la puedes dominar. Y encima quedarás relevado de todo otro servicio.
Méndez gimió:
– ¿Qué servicio?…
Era verdad. Hacía tiempo que no le encargaban nada, ni siquiera investigar por la parte baja de las Ramblas quién le había robado la virginidad a un moro. Pero eso no impedía que estuviesen haciendo una cabronada con él. La Sagrada Familia quedaba muy lejos.
– No sabré llegar hasta allí -protestó.
– Pues le preguntas a un policía.
Méndez intentó seguir defendiéndose, pensó incluso fingir un accidente gastronómico (como por ejemplo comer en un bar de los suyos unos calamares de la época del mioceno) o hasta pedir la baja por stress, o sea exceso de trabajo, pero todo cambió cuando leyó aquella noticia en el periódico.
El Ayuntamiento iba a hacer obras en aquella parte de la calle de Cerdeña, iba a derribar casas, talar árboles, construir un parking y montar encima un jardincillo con dos parterres y un pipican. Méndez, desde el fondo de su mundo antiguo, en los barrios bajos de Barcelona, sintió que corría peligro un mundo más antiguo todavía.
Parecía mentira, pero Méndez no había vuelto a aquella parte de la calle de Cerdeña desde muchos años atrás, tantos que a veces notaba como si le fallase la memoria. Prisionero de los barrios viejos, Méndez apenas salía de ellos, en parte porque eran su mundo antiguo, y en parte porque temía de verdad que unos aires más sanos -los propios de las calles anchas- acabarían con su salud y le dejarían postrado entre horribles dolores musculares. Uno no puede jugar con lo desconocido.
Y eso no es nuevo. Para cargarse de razón, Méndez se acordaba de que los burgueses de Barcelona, a mediados del siglo XIX, cuando Ildefons Cerda proyectó el Ensanche, se asustaron de aquellas calles tan rectas y tan amplias. «¡Habrá en ellas cada corriente de aire que atraparemos una pulmonía y moriremos inconfesos! Y además, ¿para qué necesitamos unas calles tan anchas? ¡Jamás se llenarán de coches!».
Era verdad: Méndez llevaba años y años sin ir a aquella otra parte de la ciudad, y por lo tanto había ido perdiendo todas las referencias menos una. Pero en el fondo de su memoria quedaban aún retazos de su primer destino, cuando empezó a ser allí un policía de gran porvenir (hasta que se equivocó y detuvo por estafa a la mujer del comisario), destino que estuvo justamente en esas calles. Todos empezamos en algún sitio.
Pero un poco más arriba de esta verídica historia se ha dicho que Méndez había ¡do perdiendo todas las referencias del barrio menos una. ¿Y cuál era esa referencia? Sencillamente la casa de la señora Bou. Todos los varones en edad terminal de esa parte de la ciudad -antes más bien triste y desolada, pues incluso junto a la Sagrada Familia había un horno de ladrillos- recuerdan la casa de la señora Bou, que estaba en una callecita con árboles, tenía una puerta gris y un número -el ocho- en una cerámica que también tenía estampado un gato. La casa de la señora Bou se dividía en dos partes: la externa y la interna, y eso hay que decirlo porque la una nada tenía que ver con la otra. La externa era municipal y un poco romántica, con su puerta gris, su número y su gato estampados en cerámica, su única ventana siempre cerrada y su balcón, que estaba repleto de tiestos con geranios. La interna, en cambio, era parisina y suntuosa, tenía cortinas rojas, alfombras levantinas, sillones, espejos y mujeres con medias negras que esperaban a los clientes. Las alfombras habían sido pisadas sigilosamente por maridos infieles y quizás también por sus esposas pecadoras, aunque no necesariamente a la misma hora. Las cortinas habían ido recogiendo a lo largo de los años sudores de manos lánguidas, y los espejos -que según un catálogo de Bellas Artes eran lo más antiguo de la casa- habían visto tantas cosas que sin duda estaban llenos de fantasmas, pero desde luego fantasmas con el pene erecto, pues lo contrario hubiera atacado directamente el buen nombre de la casa y el prestigio de la señora Bou.
El inmueble -según consta en los archivos municipales de la plaza de San Jaime- fue autorizado como una torrecita de dos plantas, y en la ciudad monumental nunca dejó de serlo, manteniendo el espíritu de aquellos barceloneses que, al edificarse una vivienda, lo hacían en sociedad con unos arbustos, un arbolito y una familia de pájaros. Desde el principio de los tiempos la torrecita fue destinada a la amistad hombre-mujer, a pesar de que el día de su inauguración fue bendecida por un ignorante rector de la parroquia. Su primera propietaria fue la señora Bou madre (nacida Salvat), según consta en los libros del Gobierno Civil, que se casó con un consejero de Obras Pías. Y su segunda propietaria fue la señora Bou, nacida Bou, que no se casó con nadie, aunque se sabe que siempre estuvo muy relacionada con la salud pública, pues fue amiga fija de un médico, un farmacéutico y un veterinario. Según decía la gente, los dos últimos al mismo tiempo.
También se decía -y de eso Méndez guardaba chispazos de memoria- que la casa, por su discreta elegancia, propia de una burguesía que aún cuidaba los detalles, había conocido grandes visitantes y grandes tiempos. La frecuentaban académicos venidos expresamente de Madrid (que a veces se olvidaban de fornicar mientras analizaban el origen de la palabra «fornicio»), directores de cine famosos (se hablaba de Orson Welles), dictadores sanguinarios (se hablaba de Leónidas Trujillo), jeques árabes (se hablaba de uno que causó grandes destrozos anales) y altos eclesiásticos de la diócesis de Toledo (aunque de estos nunca se llegó a concretar absolutamente nada).
Ese era, pues, el punto de referencia en la memoria de Méndez, cuando se situaba otra vez en el viejo barrio a punto de ser destruido, según los periódicos más solventes. Varias casas -no se decía cuáles- serían derribadas, y de ese parto nacería un solar nuevo, donde a su vez se alzarían apartamentos sin ningún alma, pero con muchos números: escalera A, bloque 2, piso 3, apartamento 208. No habría jardincillos privados, ni un árbol solitario, ni un número de cerámica con un gato estampado. ¿Para qué coño sirve un gato urbano? Por supuesto, tampoco habría ninguna mujer que usara medias negras.
Todo esto horrorizó a Méndez cuando se dirigió hacia allí, desafiando la furia de los elementos. Tomar en el Paralelo el Metro (menos mal, el Paralelo y el Metro tienen aromas conocidos, que embalsaman a la gente), bajar en Sagrada Familia, bucear en la plaza, abrirse paso entre los varios ejércitos de japoneses, respirar el aire fresco que llega de Levante, y encima en una tarde que amenaza lluvia: «Es demasiado, Méndez». Pero le horrorizaba perder su memoria, es decir su identidad, es decir la necesidad de formar parte del tiempo que ya se había ido.
Menos mal. La callecita, o mejor el pasaje urbano, aún estaba allí, con sus árboles melancólicos y sus casitas llenas de olvido, sin que ningún alcalde vestido de gala las señalase para derruirlas. Aún estaban la ventana siempre cerrada y el balcón, aunque se habían muerto los geranios. Aún estaba el número ocho con la cara del gato, pero nada indicaba que un poco más allá hubiese mujeres esperando.
Aunque estarían sus sombras, claro, sus huellas en las alfombras, sus fantasmas en los espejos, últimos rastros del tiempo que también se había ido.
«Méndez, cumple con tu deber».
Le habían encargado que buscase al Pencas y eso era lo que tenía que hacer, una vez disipados sus temores y comprobado que la casa de la señora Bou aún existía. Según los métodos de Méndez, los informes sobre un tío como el Pencas se obtienen en los bares, y cualquier otro método científico no debe ser tenido en cuenta. De hecho, pensaba Méndez, no hay método científico que supere la indagación ante la barra de un bar, hecha de cigarrillos, cafés, coñacs baratos y paciencia. Así es como se han formado siempre los policías de esquina, que tantas horas de gloria han dado a la investigación española.
Y tuvo suerte. Hay que decir que en eso la intuición de Méndez no le engañaba nunca. Allí, en el fondo del local, estaba el Pencas. Méndez hizo memoria.
Dos apuntes confidenciales de la policía franquista ya hablaban de la casa.
Como ya se ha puesto en conocimiento del llmo. Sr. Jefe Superior, la citada mancebía, señalada con el número ocho, y fácilmente identificable por la presencia de un gato de raza desconocida, es una segura fuente de información para la Autoridad. La dueña (con todas las licencias en regla), señora Bou, es persona de confianza, hija de otra señora Bou (nacida Salvat) que en los últimos tiempos del dominio rojo tuvo escondidas entre las mujeres a un fabricante y a un cura. Como era de esperar, la referida dueña de la referida pensión tolerada, da informes confidenciales a la Policía siempre que es requerida para ello.
En dicha línea confidencial, y sólo para conocimiento del limo. Sr. Jefe Superior, los agentes de la Brigada de Información que suscriben, Nicolás Alvarez Mediano y Jorge Puche Bellaterra, cuyas filiaciones se detallan al margen, deben poner en conocimiento de V. I.: que la casa nunca ha sido frecuentada por elementos masónicos, sediciosos ni disolventes, salvo el caso (ya conocido por la Superioridad) de un atracador con dinero fresco que quiso organizar allí una fiesta, y fue abatido por los agentes que le seguían, los cuales actuaron en legítima defensa, al repeler la agresión. Bien al contrario, por su emplazamiento y discreción, así como por el buen talante de la señora Bou, y así como por el buen trato de las señoritas pupilas, y así como por su origen (no siendo las interfectas realmente profesionales, sino de las llamadas «medias virtudes» en los círculos del ambiente), la clientela es selecta, rica y amante del orden.
Cabe destacar ante V. I. que la frecuenta un académico cuyo nombre es bien conocido por V. I., quien en el momento de la eyaculación (vulgo, en el momento de correrse) siempre grita: «¡Viva España!» (sic), de forma que se le oye en toda la casa, y por cuya falta de respeto V. I. decidirá si se le debe llamar la atención discretamente, para que de ningún modo se mezcle la identidad nacional con una eyaculación privada. Sobre esto, a V. I. le corresponde resolver.
Debe añadirse a este informe confidencial que también la visitó una vez el conocidísimo actor y director Orson Welles, de ideología más bien sospechosa, quien se obstinó en consumar el yacimiento carnal sólo con la dueña, es decir la señora Bou, quien tuvo que ceder ante sus reiterados requerimientos y amenazas. Cabe decir, en honor de dicha señora, que encontró tiempo para telefonear a las oficinas del Gobierno Civil, donde se le aconsejó que cediera, por temor a un conflicto internacional que pudiera socavar el buen nombre de nuestro Régimen.
Si en casos similares se debe obrar del mismo modo o cortar toda actividad de elementos extranjeros, V. I. decidirá.
Más graves son los casos que a continuación exponen los dos agentes reseñados al margen, y que deben ser conocidos y considerados por la Autoridad competente.
Cuando visitó España el Excelentísimo e Ilustrísimo Benefactor (Caudillo) de la República de Santo Domingo don Rafael Leónidas Trujillo, este manifestó, al margen del protocolo oficial, desear conocer las virtudes de las mujeres españolas, y así se hizo en Madrid, donde S. E. fue obsequiado con la amistad de varias actrices de nuestro teatro ligero, todas conocidas por su belleza, para que eligiese, aunque una de las actrices era casada, teniendo a su marido en gira cultural por Hispanoamérica. Los organizadores de la fiesta presidencial, todos ellos personas de reconocida solvencia, temían un conflicto matrimonial si algo llegaba a saberse, pero el conflicto vino por otro lado. Cuál no sería la sorpresa de los bienintencionados organizadores cuando S. E. rechazó todas las señoritas que se le ofrecían, excepto dos, pero exigió que fueran acompañadas por una menor. El alto sentido moral de nuestras autoridades les impidió proporcionársela, lo cual originó un serio desacuerdo que estuvo a punto de dañar las excelentes relaciones entre los dos países hermanos. Para que el asunto no trascendiera y no pudiera llegar hasta el Generalísimo (quien sin duda también se hubiera opuesto, dada su religiosidad), le fue proporcionada a S. E. una joven que parecía menor, pero que en realidad trabajaba en una obra de teatro haciendo de novicia, y que entonces tenía un nexo (no matrimonial, obvio es decirlo) con una dama de alta alcurnia, concretamente vinculada por parentesco a la Casa de Alba. La mencionada actriz -novicia- supuesta menor parece que no satisfizo los lógicos requerimientos del Benefactor, lo cual no es de extrañar, como V. I. habrá deducido ya, por los anteriores y lamentables desvíos sexuales de la interfecta. Lo cual es doblemente de lamentar, según tienen anotado los agentes informantes, porque además se enteró de todo ello la dama de alta alcurnia, y es de temer que, por extensión, toda la Casa de Alba.
No satisfecho, pues, el Benefactor, y creado además un estado de malestar en nuestros más altos círculos sociales (pese a lo cual, ello no llegó a trascender fuera de nuestras familias más pudientes), el Excmo. Sr. Rafael Leónidas Trujillo se trasladó en visita oficial a la ciudad de Barcelona, donde igualmente manifestó haber oído grandes elogios de la educación y prestancia de las mujeres del país, deseando asimismo conocerlas. Debidamente informadas las autoridades locales, entre las que figuraba el dignísimo antecesor de V. I., se decidió no correr riesgos e instalar al Benefactor en una casa profesional -debidamente reforzada por distinguidas señoritas de la ciudad- para que no hubiera malentendidos. Pero, con gran sorpresa de nuestras autoridades citadas, el Benefactor no encontró de su agrado señorita alguna, y manifestó su vehemente deseo de yacer con la señora Bou, que no era una pupila sino la dueña de la Casa elegida para menester tan alto. Consultados los responsables pertinentes, se ordenó a la señora Bou que cumpliera con su obligación para evitar problemas internacionales, y la señora Bou así lo hizo, según consta en las diligencias, pero consta también en las diligencias que la referida señora Bou manifestó estar hasta los huevos (sic) de que, no siendo pupila, todo el mundo se la tirara a ella, cosa que no le fue tenida en cuenta como falta de respeto a la Autoridad, porque, como I. U sabe, es imposible que la señora Bou tenga huevos.
No obstante, los informantes desean saber si en situaciones parecidas, tales expresiones deben ser tenidas como delito o falta de desacato, creyendo que no los agentes que suscriben, dado lo peculiar de las circunstancias, pero por supuesto V. I. decidirá.
Debe asimismo estar informado V. I. de que las circunstancias dichas no son en realidad tan excepcionales como pudiera deducirse del presente escrito. Años después de la visita del Benefactor, y siendo a pesar de eso la señora Bou persona de buena conducta y de gran belleza, pues el tiempo no pasaba por ella, visitó la ciudad una comisión de jeques árabes relacionados con el mundo del petróleo, que como es natural fueron acogidos con las atenciones y la cordialidad que por su significación merecían. Un grupo de personalidades de nuestro mundo financiero les obsequió con una cena de gala, al fin de la cual los jeques fueron invitados a conocer una discreta Casa de la ciudad, de toda confianza, a la cual se trasladaron en comitiva, ocasionando grandes problemas de aparcamiento que fueron solucionados por los guardias municipales con eficacia y rapidez, si bien algunos vecinos se quejaron, sin motivo alguno, de que sus coches particulares hubieran sido retirados por la grúa. Como habrá adivinado ya la proverbial intuición de V. I., la Casa en cuestión era la de la señora Bou, que pese a sus esfuerzos no había podido reunir el número de chicas necesarias para el trajín de tanto jeque.
La consecuencia fue, en primer lugar, como conviene sepa V. I., que los visitantes quedaron admirados de la belleza y juventud de las pupilas, así como de su modestia y virtudes religiosas. En segundo lugar la consecuencia fue que,, al faltar chicas, todas hubieron de servir hasta dos y tres veces, y todas por un orificio que el buen criterio nos impide nombrar, con lo cual se originaron lesiones y desgarros que el doctor Crisanto, médico de confianza de la Casa, calificó de graves en tres pupilas y en una que no era pupila, es decir la señora Bou, como sin duda no habrá escapado a la fina perspicacia de V. I. La señora Bou fue requerida por los industriales organizadores del acto para que prestara su colaboración cobrando el doble, y bajo amenazas -se dijo entonces- de mover influencias para cerrarle la «pensión tolerada», que ese era el nombre administrativo del negocio en aquella época. En el parte médico que se extendió, la señora Bou quiso, con notable desvergüenza, constara que estaba de aquello no hasta los huevos, sino hasta el culo, cosa que el facultativo escribió y rubricó por encontrarlo ajustado a derecho.
Esto es cuanto tienen que manifestar los agentes firmantes en su escrito confidencial, valorando ante V. I. los méritos y conducta de la señora Bou, que merece la máxima confianza y por tanto no debería, en nuestra opinión, padecer las restricciones que últimamente castigan las pensiones toleradas y
Hay que añadir, para terminar, que en los últimos años la Casa de la señora Bou ya no ha recibido visitas oficiales, pasando a ser un lugar tranquilo y desde luego muy adecuado para los padres de familia del sector, pues nunca se han producido desórdenes en ella. Este es el informe confidencial que los agentes reseñados elevan a V. I. con la súplica de que, en beneficio de la moral pública, se les indique si deben hacer retirar un emblema que llama demasiado la atención a los paseantes, como es la porcelana con el ya citado gato de raza desconocida. En este punto, como en todos los anteriormente citados, V. I. decidirá.
Bueno, este era el informe que Méndez recordaba muy bien, porqué durante un tiempo estuvo destinado -más bien confinado- en los Archivos de Jefatura, lugar de donde se le separó al saberse que había robado de ellos algún libro raro, intervenido a ex-intelectuales rojos, entre ellos dos piezas de bibliófilo. Pero el caso era que Méndez recordaba más cosas de las que un buen policía debería recordar, entre ellas la historia de la Casa. Cuando la volvió a mirar ahora, en la calle todavía apacible, con el sospechoso gato en la fachada, se dio cuenta de que todo había cambiado mucho, pese a la aparente inmovilidad del tiempo. La Casa ya no era, o no parecía ser, el lugar discreto donde los industriales y otras fuerzas vivas del país iban a practicar las artes marciales y a tirarse una obrera ya que no podían tirarse a un obrero. En este momento parecía sólo una torrecita de esas en que vive un matrimonio jubilado, con un can aburrido y fiel, un canario loco, que parece amante del rock, y un gato «okupa» que salta desde la casa contigua. El matrimonio estaría, desde luego, suscrito a
Eso es lo que parecía la Casa, pero no lo que era, y mucho menos lo que había sido. Méndez, parado en la acera, sintió la nostalgia de las mujeres con medias negras, de las alfombras que ahogaban los pasos, de las cortinas que ahogaban la voz, y de los fantasmas de los espejos. Sobre todo de los fantasmas de los espejos, porque uno de ellos era él mismo.
Pero se ha dicho, un poco más arriba de esta verídica historia urbana, que en el fondo del café estaba el Pencas. El Pencas no se había movido, no parecía dispuesto a huir, formaba parte de la antigua decoración del café, maquinada cincuenta años antes por un dueño burgués que se tiraba a una camarera revolucionaria. Había cuadros de la Barcelona vieja, una instantánea de la reunión -en aquel mismo local- de un pleno del PC, taburetes reconstruidos y enormes veladores de mármol cuyas dimensiones imitaban, sin duda, las de la lápida de Carlos Marx. Pero también había una vieja cafetera fabricada en Torino, un retrato del señor Lerroux cuando se pasó a las derechas y un espejo-anuncio, en el que aparecía un vermut con el nombre de Garibaldi.
Ya no quedan cafés así, y lo peor es que ya no queda gente nostálgica para recordarlos.
En el fondo de aquel mundo antiguo estaba el Pencas, quien sin duda había reconocido también a Méndez, porque lo saludó con un leve movimiento de cabeza.
Méndez se sentó frente a él.
– Le buscaba -dijo.
– Me lo temía. Supe que le acabarían dando el encarguito, Méndez. Lo que me extraña es que se haya atrevido a venir desde tan lejos. Estos no son sus dominios, sino los de la memoria de Gaudí y las cámaras de filmar de los japoneses. Con el cambio de aires, por lo menos atrapará una sífilis.
– Ya me ha costado, no crea. Para encontrar el sitio he tenido que consultar la guía de la ciudad, pero luego he ido recordando cosas. Hace muchos años estuve destinado aquí.
– El otro día lo recordábamos.
– ¿Dónde?
– En la Casa.
Méndez tuvo que desviar la mirada. Era como si el tiempo estuviera allí, hecho luz antigua, cristal empañado, tirador de una puerta rota, mano de muerto todavía pegada a la mesa.
Era su juventud, su tiempo.
Pero también debía de ser el de el Pencas, porque este susurró:
– Hablamos con alguna frecuencia de usted, Méndez. Sobre todo hablo yo, porque me detuvo dos veces. -¿Con quién recuerda todo eso?
– Con la señora Bou.
Los dedos de Méndez se cerraron sobre el borde de la mesa. Estuvieron a punto de volcar el vaso que le había puesto delante un dueño que ya no era el de antes: este tenía aspecto de sacristán retirado. El Pencas susurró:
– Eran tiempos muy lejanos, tanto que se me confunden en la memoria, como si los hubiese vivido otro. Pero creo recordar que usted me detuvo injustamente. ¿Qué había hecho yo? Engañar a los que querían engañarme a mí. Yo siempre he sido un estafador del «cuento largo», de los que tienen que inventar toda una historia para que los otros caigan. ¿Y quién caía? Mujeres ambiciosas que me querían engañar a mí. Aún veo flotar su saliva ansiosa sobre los billetes falsos. 0 rentistas que aún querían tener más rentas. O ex-combatientes de Franco que querían comprar una bandera gloriosa sin darse cuenta de que la había fabricado yo mismo. Una vez engañé al gobernador civil, que era el jefe nato de la policía. Le vendí las direcciones falsas de todo el Comité Central Comunista clandestino. Otra, engañé al Opus Dei: les vendí la dirección, también falsa, de la querida de un banquero que no les pagaba.
– Recuerdo esas dos detenciones. Pero usted recordará también que en el atestado puse sólo dos de las cuatro estafas que conocía. Le cayó menos pena.
– Parece mentira, Méndez.
– ¿Mentira el qué?
– Nos estamos tratando de usted. Nos hemos vuelto ceremoniosos y viejos, y eso me asusta. Pero también me ocurre con otros: con el señor Marcos, por ejemplo.
– ¿El señor Marcos? ¿No era aquel que el día de su cumpleaños organizaba una comida con todas las chicas? ¿El que se puso a llorar cuando un vendedor de pisos retiró a la Dianita? ¿Pero aún vive?
– Sí que vive. Lo que pasa es que se quedó viudo hace años.
– Su mujer era insoportable -recordó piadosamente Méndez-. No hablaba con nadie. Ni jodia ni dejaba joder. No había quién la aguantase.
– Bueno, en eso de la jodienda el señor Marcos logró engañarla, y por lo tanto pudo aguantarla y no se separaron. La cantidad de matrimonios que ha salvado la señora Bou es innombrable. Cuando la señora Marcos murió, la señora Bou envió una corona.
– También se me va la memoria, pero creo recordar que quería ser como una madre -susurró Méndez-. Y me acuerdo también de algunos clientes: por ejemplo el señor Medrano.
– Le veo también.
Méndez abrió la boca con asombro.
– ¿Pero aún vive?
– Sí. Lo que pasa es que está muy tronado y viejo. Sólo le sostienen sus recuerdos, lo que ya es una suerte: hay gente que ni buenos recuerdos tiene. El señor Medrano intentó casarse con la Marina, una mujer opulenta de unos cuarenta años, pero que era como una niña en la cama. Lo que pasó es que ella no quiso.
– Cuerno… Ni que eso hubiera sucedido ayer.
– Creo que justo ayer lo comentábamos. Y hablábamos con el señor Rossell, que siempre iba con la Merceditas y la Loli, porque, si iba sólo con una, se enfadaba la otra. No sé cómo el pobre hombre no murió. También estaba el señor Andrade. ¿Se acuerda del señor Andrade? Amaba a la señora Bou. Es el hijo del fabricante que la madre tuvo escondido durante la guerra. Siempre decía que le tenían que haber escondido a él.
– Pero es imposible… Esa gente se tiene que haber dispersado… -balbució Méndez, con el asombro todavía en los ojos-. ¿Cómo es que los ve cada día? ¿Y dónde?
– Muy sencillo -dijo el Pencas-. Pero antes dígame si me va a detener, porque prepararé mis cosas.
– Coño, Pencas, tampoco pienso darle el berrinche, si no hay necesidad. Diré que ha volado del barrio.
– Hace bien, porque ahora ya no delinco. Vivo de una pequeña pensión, que naturalmente también está obtenida con documentos falsos. Pero le diré porqué me es tan fácil ver cada día a toda esa gente.
– ¡En el nombre del Profeta! ¿Por qué?
– La casa de la señora Bou ya no funciona como tal -susurró el Pencas.
– ¿Pues entonces qué?…
– La señora Bou, con sus antiguos clientes, sus recuerdos, sus historias color de rosa, sus manías color ceniza, sus favoritas color humo, sus amores malparados, ha hecho lo mejor que podía hacer.
– ¿Qué?…
– Una residencia geriátrica. Bueno, me voy Méndez, porque allí hay un horario muy estricto. Usted pagará la cuenta.
LA SERPIENTE VIEJA
– ¿Pero tú crees en la Justicia, Méndez? -le preguntó su superior, el comisario Piris, en aquel despacho de la parte trasera del edificio. Era un despacho tronado en el que apenas entraba la luz, y Méndez lo llamaba por eso «el cuarto del sol menguante».
– ¿Tú crees en la Justicia? -repitió Piris.
Méndez se encogió de hombros, como hacía muchas veces cuando le planteaban una pregunta que no quería contestar. Sus ojos fueron un instante hacia la mortecina luz de la ventana, y entonces Piris se dio cuenta de que había en ellos algo que no era habitual: por un momento pensó que esa ha de ser la mirada de las serpientes cuando se hacen demasiado viejas y se quedan quietas para morir en un rincón. Pero eso no tenía sentido, tratándose de Méndez.
Bueno, con Méndez no siempre las cosas tenían sentido, pensó el comisario.
– Tú has sido siempre compasivo con los pequeños delincuentes, Méndez -siguió diciendo en voz baja-, los chorizos de segunda división y los perdidos de la calle, o al menos has intentado comprenderlos. Pero tú has tenido hasta ahora unas cuantas cosas sagradas, Méndez, maldita sea tu estampa. Tú nunca has perdonado una violación. ¿A qué viene, pues, lo que has hecho ahora?
– ¿Qué he hecho? -preguntó suavemente Méndez mientras apagaba su cigarrillo y lo dejaba para el día siguiente-: ¿qué?
– Pagar la fianza para que el Cansinos salga de la cárcel. Tú, que siempre has estado a la última pregunta, vas y pagas la fianza. Un tipo asqueroso que violó a una niña de catorce años y por poco la mata… Violó a la hija del Paredes, un vecino de toda la vida en el barrio… Trincan al Cansinos después de la marranada y tú vas y pagas la fianza para que salga. ¿Pero qué te pasa, Méndez? ¿Eres o no eres el mismo? ¿Te ha dado el télele?
Méndez, viejo policía de los barrios bajos, investigador de
– Vaya tío, el Paredes, ese vecino de toda la vida… una vez abrió a un hombre en canal y cumplió varios años por eso, pero no le sentaron mal del todo, porque salió más gordo y la familia lo acogió como a un héroe. Esas cosas suelen pasar, comisario, suelen pasar, y usted lo sabe. Y ahora, por los rumores que he oído, está reuniendo a esa familia para vengar a la pequeña. Menuda tropa, sobre todo mandada por el Paredes… Recuerdo ahora a un primo al que echaron de la Legión por demasiado bestia, y a ese, como es el más dulce de todos, le llaman «El Poeta». Sí, eso…, una familia tranquila.
Volvió a tomar el cigarrillo entre sus dedos, como si pensara que después de ahorrar en todo lo demás (platos de buena cocina, licores de buena marca, mujeres de buen culo), no valía la pena ahorrar encima en tabaco. Lo encendió.
– Una familia que da gusto -remachó.
– ¿Y a ti que te importa, Méndez? -masculló Piris-. Además, te he hecho una pregunta: ¿por qué has pagado la fianza? ¡Contesta!
– No tenía dinero -contestó entonces el viejo policía-. He tenido que pedir un préstamo.
– Razón de más, cojones. ¿Por qué?…
Méndez, siempre mirando al vacío, contestó con otra pregunta:
– Quizá yo haya terminado por no creer en la Ley, comisario. Quizá pasa que ya no creo en la Justicia de hoy día, pero sigo creyendo en la voz de la calle. Dígame… ¿Qué le ocurrirá al Cansinos, el violador, después de que lo juzguen?
– Pues no sé… Si quieres que te diga la verdad, más pena me da la pobre niña, que se ha tenido que ir con unos parientes, fuera de Barcelona, para que no la señalaran los vecinos y para que no se viera que casi tiene que andar de costado, después de lo que le hicieron… Pero esa es una cosa que yo no puedo resolver, claro, y además me has hecho una pregunta. ¿Que qué coño le pasará al Cansinos? Bueno, exactamente no lo sé. Lo condenarán, claro. Seguro que en el juicio van a salir unos siquiatras diciendo que el Cansinos no es culpable porque al violar a la nena compensaba unas frustraciones de su niñez, y porque su madre le pegaba para que se durmiese, y no sé cuántas hostias más. Pero de todos modos lo condenarán. Le pueden salir doce años o menos. Claro que con la buena conducta -que eso sí que todos los violadores la tienen- y con unos estudios que se invente -hay algunos que estudian las técnicas del juego del parchís-, la condena se le reducirá muchísimo. Con eso de los permisos, a los tres años puede salir una tarde y tomarse un café al lado mismo de donde viven los padres de la nena. No sé, Méndez. Tampoco es cosa nuestra.
Y añadió, porque cada vez le gustaba menos la mirada de Méndez:
– ¿Y tú quieres que salga todavía antes? ¿Por qué cojones has pagado la fianza?
Méndez se puso en pie y miró por la ventana. En sus ojos, pensó el comisario Piris, estaba la luz turbia de las calles, los pisos pequeños, las ventanas desde las que una niña siempre mirará al vacío. Maldita sea, no es bueno que en los ojos de un hombre palpite una luz así. O que en ellos estén el cansancio y la astucia de las serpientes viejas.
– No me has contestado, Méndez.
– Bueno… Supongo que lo he hecho por lo que usted piensa, comisario. Porque no soy más que un cabrito.
El comisario le miró aturdido, mientras Méndez se alejaba.
Pensó por un momento: «¡Ese viejo mamón es capaz de todo! ¿Y si lo ha hecho para que la familia de la niña pueda encontrar al Cansinos en la calle? ¿Para que sepa la hora exacta en que lo van a soltar?».
Definitivamente, Méndez, el policía tronado, el sin porvenir, la serpiente vieja, el que ya no creía en nada excepto en la voz de la calle, era capaz de eso, pero…
El comisario Piris no se atrevió a seguir pensando.
EL ORGULLO
«Bueno», pensó Méndez, «voy a morir».
Ya se sabe, desde tiempos inmemoriales, que un cambio de aires puede matar a un honrado padre de familia, y aunque Méndez no se consideraba honrado, y mucho menos padre de familia, era consciente del peligro. Acostumbrado a los barrios bajos de Barcelona, donde todos los olores son saludables y conocidos (las tabernas huelen a fritanga de tiburón jubilado, las peluquerías a colonia de garrafa y las cloacas a un aroma fino: a pedo del alcalde), le habían destinado de repente a los barrios altos.
«Aquí un hombre puede quedar destruido para siempre», seguía pensando Méndez. «Aquí el aire huele a moqueta recién puesta, a spray de piel de nena y a cafetería de lujo donde te sirven a la plancha un muslo de secretaria».
«Hasta a
O sea que Méndez no era feliz, y además temía por su vida. Le habían enviado a la parte noble de la Diagonal, donde hay rascacielos negros, tiendas que venden bolsos de caimán comunista, joyerías con anillos de boda y de divorcio y chiringuitos financieros cuyo dueño afirma, por lo menos, que van a nombrarle embajador de Panamá. Todo aquel mundo de la Nueva Economía le desbordaba. Para que nada faltase, el aire era demasiado limpio y no traía ningún olor de confianza; seguro que de vez en cuando lo desinfectaban, y el Ayuntamiento cobraba por ello una tasa municipal.
Méndez se ahogaba cuando llegó a las flamantes oficinas de la World Internet Association. Sus pulmones echaban en falta los productos tónicos de toda la vida, como el olor a cigarros toscanos, a aliento de inmigrante y a coñac directo de fabricante, o sea acabado de fabricar por el tabernero. Las piernas empezaban a fallarle y hasta había perdido toda la seguridad moral que a ratos le daba su placa de policía.
Sin duda el edificio en que acababa de entrar albergaba diversos negocios de importancia mundial, uno de los cuales se hundía y lo notaba a los diez minutos la Bolsa de Tokio. Las empleadas iban vestidas a la moderna: llevaban uniformes con pantalón que no enseñaban nada, botones con el águila norteamericana y pañuelos de colores como los que usaron los jinetes del general Custer. Estaban tan delgaditas que no merecieron la menor atención de Méndez. Sin duda las pesaban antes de darles el empleo, y si engordaban un kilo las despedía el propio comité de empresa.
Una recepcionista le atendió de una forma familiar y castiza:
– Méndez.
Tecleó en un ordenador que debía de haber sido traído de Cabo Kennedy, porque despedía lucecitas de colores. Aparecieron en la pantalla al menos diez tablas, ninguna de las cuales, al parecer, servía. Por fin dio con una que debía de ser absolutamente definitiva. No obstante cabeceó con gesto de duda.
Sumida en profundas reflexiones, musitó:
– ¿No podría hablarme en español o en catalán, por favor?
– Ni el español ni el catalán son idiomas de negocios,
– Claro que sí, puesto que no había venido nunca. Pero tal vez podría haber ahorrado tiempo preguntándomelo.
– Es el programa el que pregunta,
Méndez mostró su placa de policía, que solía ser el terror de los barrios bajos, pero que aquí no pareció causar impresión alguna. La empleada anotó en el ordenador el número y la fecha. Luego preguntó:
– Si el ordenador no dice lo contrario, yo creo que debería usted poner «FBI».
– De acuerdo.
El ordenador no dijo lo contrario, porque la empleada pudo terminar el laborioso proceso. Al fin preguntó:
– ¿A quién quiere ver? Mejor dicho, ¿a quién quiere detener?
– Gracias por hablarme en un idioma de mi país. -No debería hacerlo. Aquí causa mal efecto.
– Ya.
– Conteste, por favor: ¿a quién quiere detener?
– ¿Y a usted qué le importa?
– No es por mí, es por el ordenador -dijo la chica con perfecta indiferencia-. Aquí ha de quedar registrado todo.
– Pues ponga que quiero detener al director de la World Internet Association, que sin duda debe llamarse señor Internet. Si el jodido ordenador no le acepta el nombre o no lo tiene en su programa, ponga que quiero detener a su secretaria. Y ahora haga el favor de permitirme hablar con la señorita Barrios.
– La señorita Barrios es una de nuestras directivas -dijo la chica respetuosamente.
– Pues llámela por e-mail.
La señorita Barrios no llegaría a los treinta y cinco años, pero tenía el aspecto decidido de los que saben que un día, sin duda alguna, fundarán por segunda vez la Universidad de Harvard. Era delgada, tan delgada que debía de contar al menos con tres doctorados extra: en zumos de frutas y batidos de zanahoria, en filetes a la brasa hechos con carne de nativo y en hacer lavar vestidos de la talla 38 para que encojan. No tenía tetas, o al menos había que calcular su posible emplazamiento por sistemas trigonométricos. Sus piernas eran dos palitos. Su culo era simplemente una pared lisa y dura, de modo que podía causar serias lesiones al pene que lo embistiera.
En cambio su cara era decidida, tenía una mandíbula enérgica y sus labios formaban una línea irregular, como esos gráficos que registran las subidas y bajadas de la Bolsa. Méndez pensó enseguida que una sesión de cama con aquella mujer había de ser terrorífica. Mejor dicho, imposible, porque ella no follaría encima de una cama, sino encima de un ordenador.
– Pase -le dijo al inspector.
Entraron en un despacho en cuya puerta una placa decía: MISSIS BARRIOS. GERENCY ASSISTANT. Era un despacho amueblado a la antigua, con sillones de piel, mesas macizas y diplomas, un poco como los que tienen los senadores yanquis que lamentan en el fondo no haber nacido en Europa. Estaba todo tan limpio, cuidado y pulcro que Méndez, huésped de una pensión barata en el fondo de un bar, se creyó obligado a elogiarla:
– Me da usted envidia -confesó-. Está todo cuidadísimo.
– Tengo una mujer de limpieza para mí sola.
– Ah…
– Mi cargo me permite eso.
– Me da usted más envidia aún, porque el mío no me lo permite.
– Justamente de esa mujer de la limpieza tengo que hablarle.
– ¿Por qué? Al menos su trabajo veo que lo hace bien.
– Sí, muy bien. Es pegajosa y todo. Después de cada visita viene a ordenar mi mesa y cambiar el cenicero. Hasta al teléfono le saca brillo. Hasta cafés me trae sin que se los pida. Hasta tabaco, si me ve nerviosa. No la soporto.
– Pues no veo por qué -susurró Méndez-. Ya no quedan empleadas así.
– Es pegajosa, repito.
– Pues hágale una advertencia y ella obedecerá. La clase obrera española lleva muchos siglos de obediencia.
– Voy a despedirla.
– Quizá le cueste una indemnización, señorita Barrios.
– Ni eso. Tiene un contrato-basura.
– Lo que faltaba.
– No la compadezca. Ella lo aceptó, mejor dicho, lo pidió. Pero le he llamado, mejor dicho he llamado a la Comisaría, para que esa tía salga de aquí para ir a la cárcel. Mejor dicho, a una penitenciaría bien lejos de Barcelona. Mejor dicho, a…
La importante señorita Barrios se estaba poniendo nerviosa. Hasta repetía las palabras y tartajeaba. De pronto gruñó, mirando con hostilidad a Méndez:
– Dijeron que me enviarían enseguida un inspector. Pero, con franqueza, no imaginaba que fuera tan viejo.
– Siempre me encargan los casos importantes -se defendió Méndez-. Señoras que han perdido su perro, señoritas que han perdido su támpax y honrados padres de familia que han perdido su corbata en una casa de putas. He detenido a docenas de carteristas ciegos y centenares de tironeros cojos, de modo que mi hoja de servicios es brillantísima. Pero puedo mejorarla deteniendo a una mujer de la limpieza.
– Sospecho que usted no ha triunfado en la vida -dijo desdeñosamente la señorita Barrios.
– Mire por dónde, yo también lo sospecho -susurró cabizbajo Méndez.
– De un modo u otro-dijo ella con el mismo desdén-, cualquiera, hasta un policía como usted, puede hacer este trabajo. Tengo el nombre de la ladrona, su domicilio y la prueba del robo. No sé si necesita usted algo más para mejorar su hoja de servicios.
– Sólo una cosa: saber si esa mujer ha huido o no. En el primer caso, tendría que perseguirla en el tren correo o en un autobús de línea. Ya sé, ya sé que ahora hay otros procedimientos, como el fax, el télex, el exhorto judicial, Internet, la Interpol y la guardia personal de Su Majestad el Rey, pero las detenciones arriesgadas me gusta hacerlas yo mismo en persona, sin que nadie me quite el mérito.
El teléfono sonó. La señorita Barrios lo descolgó para oír unas palabras y luego dar una orden seca y tajante:
– Despídalo.
Luego sus ojos helados se volvieron a clavar en Méndez.
– Nombre y domicilio de la mujer -dijo, pasándole una nota.
– Bien.
– Prueba del delito: mire usted ese ventilador de aspas que cuelga del techo. Parece un adorno a juego con el mobiliario clásico de mi despacho. Realmente no hace ninguna falta.
– Y tanto que no. Con el aire acondicionado, aquí hay un frío de la hostia.
– Pues hace falta. Contiene una cámara que lo registra todo, aunque eso sólo lo sé yo. La mujer de que le hablo no tenía ni idea. Lo pongo en funcionamiento cuando termino mi jornada y me voy. Cuando estoy aquí, funciona a veces: por ejemplo, ahora está funcionando y registrando esta conversación. Hace poco funcionaba también cuando uno de los gerentes intentó sobrepasarse conmigo.
Méndez dio una larga cabezada, valorando la situación.
– Admirable tío -dijo.
– Vea lo que grabó la cinta. Con eso no hace falta más para condenarla.
Pulsó unas teclas, y la escena apareció en la pantalla del ordenador. Aunque estaba filmada desde arriba, el gran angular lo captaba todo perfectamente. Se veía a una mujer de algo menos de sesenta años, con el pelo cano y facciones cansadas pero todavía hermosas, que vestía un delantal blanco y una bata azul impoluta, que la Empresa debía de haber desinfectado al menos con rayos láser. Moviéndose con la familiaridad que da la costumbre, aquella mujer limpiaba los objetos de la mesa con el cuidado y la precisión no de una asistenta, sino de un joyero. Méndez pensó que la importante señorita Barrios había tenido razón en cuanto al celo profesional de la presunta ladrona. No descuidaba nada. Sacaba brillo a cualquier rincón de la mesa. Sólo le faltaba hacer un repaso con la lengua.
De pronto la mujer abría un cajón que no estaba cerrado con llave y hurgaba en él. Al final extraía un billetero de piel marrón en el que se distinguía todo, hasta el sello de «Loewe». Lo escondía en un bolsillo debajo del delantal y ordenaba el interior del cajón, de forma que no se notase nada. Terminaba su trabajo -ahora con algo más de rapidez- y salía del despacho.
La señorita Barrios murmuró:
Y luego, para demostrar que era una ejecutiva internacional, añadió:
Méndez afirmó:
– Okeyiiisimo.
Se puso en pie y dio una vuelta por el despacho. Se permitió abrir una puerta que daba a un cuarto de baño privado, con jacuzzi y todo, para que en los momentos de crispación la señorita Barrios se relajase después de hacer pipí. Menos mal que allí no había ventilador-espía. A Méndez le llamó la atención lo que ya le había llamado la atención antes: la limpieza exquisita, el cuidado, el orden. Hasta las toallas estaban bordadas como las de una novia. Y no con el sello de la empresa (ni el de un fabricante de
La ejecutiva, que estaba detrás, informó:
– Me las bordó ella, y encima sin mi permiso. Se las llevó un domingo sin decírmelo y el lunes ya estaban así.
– Pura cabronada -afirmó Méndez-. Hay que ver. Hacer una cosa así sin que esté previsto en los planes de la Empresa…
Lo siguió observando todo con un deje de envidia.
Luego añadió:
– De todos modos insisto en que ya no se encuentran empleadas de esa clase.
– Quiero que vaya a la cárcel.
– ¿No le parece excesivo? Quizá con el despido sea más que suficiente.
– La carta de despido ya le fue enviada, pero eso no es bastante. Hay que darle una lección: en mi mundo de los negocios no se permite ningún fallo, porque la competencia es dura. El que llega llega, y el que no a la calle.
– El billetero era de marca -objetó Méndez-, pero tampoco creo que tenga un valor excesivo. Eso convertiría el asunto no en un delito, sino en una simple falta.
– Qué pocas deducciones ha sacado usted, amigo mío. En un billetero suele haber billetes. ¿O no? Ese contenía quinientos euros, de modo que la cosa ya parece más grave. Ahora bien: quizá usted no sepa contar quinientos euros.
– No siempre -reconoció Méndez.
– Entonces cumpla con su deber y no me haga perder el tiempo. Tengo gran amistad, por medio de la Empresa, con el Jefe Superior, y no me gustaría tener que formular una queja.
Méndez contempló por última vez las toallas. Admiró su orden, su pulcritud, la finura del bordado hecho con horas de paciencia. A él las mujeres de la limpieza sólo le recomendaban desinfectantes. Nunca le habían tratado así.
Murmuró:
– Coño.
Ahora había que proceder a la brillantísima detención. Méndez tenía todos los datos, de modo que, debidamente armado, fue a la dirección indicada.
Le hubiera gustado que esa dirección estuviera en su Distrito, el viejo Barrio Chino, porque allí conocía a todos los que habían dormido en la cárcel alguna vez y a todos los que dormirían en ella el día de mañana. Además, en muchos casos, la tradición venía de familia, porque el abuelo, el hijo y el nieto habían dormido en la misma celda, sucesivamente. Lo que pasaba era que el abuelo había ido allí por luchador comunista, y el nieto por maricón pesetero. «Se ve que la ciudad crece», pensaba Méndez. Las detenciones en el viejo Barrio Chino eran entre gente conocida. A veces Méndez podía hacer la detención por teléfono, pero ahora, maldita sea, tendría que mover los pies.
Susana Guillen, la mujer de la limpieza, estaba censada en el Distrito, y por eso había intervenido la Comisaría del barrio, pero ahora vivía en un desmonte de Trinitat Nova, en una calle sin pasado, sin historia, sin un abuelo que hubiera luchado con la FAI-y sin una vecina que hubiese engañado al marido con el conductor del autobús. La calle tenía un sitio en el plano municipal, pero, a diferencia de las que amaba Méndez, no tenía alma.
El policía llegó agotado a lo alto del desmonte. Llamó a la puerta de una casita de dos plantas, y le abrió la misma mujer otoñal que él había visto en la pantalla del ordenador, entre butacas Chester, plumas Montblanc, mesas Despacho Oval, pisapapeles de Murano y alfombras tejidas con el pelo de una nena persa. El recibidor de la casita tenis, en cambio, una silla de enea, una bombilla, una foto de la Torre Eiffel, un calendario que decía «Anís Matador» y una cama de gato sin gato.
Bueno, el ambientillo tampoco estaba mal, pensó Méndez. Saludó respetuosamente.
– Señora Susana Guillen -dijo.
– Soy yo misma.
– Con permiso.
Fue a entrar, pero la mujer le atajó con un gesto suave y a la vez enérgico.
– Oiga, no necesito ningún seguro de entierro -advirtió.
– No sé por qué me confunden siempre con un agente de la Funeraria -susurró el viejo policía-. Pero, claro, sería peor que me confundieran con el muerto.
– ¿No viene usted a venderme nada? ¿Ni a hacer que apunte mi televisor a un canal satélite de esos de una cuota al mes? Le advierto que no me interesa, porque mi televisor es tan pequeño que cabe en una palangana.
– Ya me gustaría poder venderle algo -dijo Méndez-, pero me temo que mi trabajo es mucho más desagradable. Soy un policía de los barrios bajos, donde vivía usted antes. Me llamo Méndez.
La mujer palideció un momento, pero no hizo ningún gesto de sorpresa. Quizá esperaba esto. Trató de sonreír, aunque no lo consiguió del todo, mientras caía sin fuerzas el brazo que le había impedido el paso a Méndez.
– Me han denunciado… -musitó.
– Sí.
– Pase.
La casa parecía aún más pequeña por dentro que por fuera, lo que ya es decir. Méndez comprendió que había una parte delantera y otra trasera, aunque la puerta fuese común. La única ventana daba a una sala-comedor-cocina-trastero y lugar para pensar en el futuro y en los sueños. Del otro lado, es decir hacia el exterior, daba a una especie de vertedero, a una fachada gris, a un sol que se moría, a una hilera de coches sin pagar, una perspectiva de arbustos muertos, una tribu de perros sin dueño y muy al fondo, perdido en la bruma, un rascacielos como símbolo de la Barcelona capitalista que iba a más, marginando a Susana Guillen y a todas las que iban a menos. Méndez buscó inútilmente con los ojos al gato dueño de la cama.
– ¿Por qué se fue del barrio viejo? -preguntó.
– El alquiler de mi piso estaba subiendo mucho, y eso que era pequeño y sin luz, como todos. Pero el dueño quería que me fuese para poder alojar a una serie de moros, que le pagarían tres veces más.
– Para poder trabajar allí tendré que acabar aprendiendo el árabe -dijo Méndez-. Supongo que este piso de las afueras le sale más barato.
– Sí, de momento.
– ¿Siempre vivió en los barrios viejos?
– No. Fui a parar allí hace treinta años. Antes era criada, o sirvienta, o chacha, o como quiera llamarle, en una casa rica del Paseo de Gracia.
– Hace treinta años…
– ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Qué le importa donde yo haya vivido? ¿Por qué no me dice de una vez que va a detenerme por robo?
– Yo no detengo objetos, sino personas -dijo Méndez-. Creo que antes debo conocerlas un poco, y por eso se lo preguntaba. Pero es verdad: no tiene importancia. Lo esencial es que a usted la ha denunciado la señorita Barrios.
– Una mujer que vale mucho -murmuró Susana Guillen.
Méndez arqueó una ceja, sorprendido.
– No entiendo que la elogie -musitó-. Ella no parecía apreciarla mucho.
– Dice eso porque sí, señor Méndez. Usted no entiende a la señorita Barrios ni creo que la entienda nadie.
– ¿Y qué es lo que hay que entender?
– Su tremendo esfuerzo por llegar arriba. Sus estudios, su tenacidad, su espíritu de mando. Le parecerá fácil, pero no es así: el espíritu de mando no lo tiene todo el mundo.
– Y tanto que no. Yo, por ejemplo, no sé ni en qué consiste.
– Pues ella lo tiene, y ese mérito no se lo quita nadie. Piense que aquello es un avispero donde todo el mundo habla mal de todo el mundo, donde hay chicas que se acuestan con los jefes con tal de subir y luego se las dan de vírgenes. Un sitio donde vas a cambiarte de zapatos y ya te han quitado el puesto.
Respiró casi con ansia y añadió:
– Pero a ella no se lo quita nadie.
– Me extraña que la admire -dijo Méndez- después de tratarla a usted como a un objeto. Por lo menos, esa es la sensación que tengo.
– Cada uno en su trabajo y en su sitio. Yo en el mío, y ella en el suyo.
– Entonces, si usted tanto la admira, ¿por qué la robó?
Hubo un leve temblor en los labios de la mujer. Sus ojos fueron más allá de la ventana, hacia el paisaje de perros solitarios y coches embargados. Luego hundió la cabeza.
– Mire -susurró.
Le tendió a Méndez un resguardo de giro postal.
Era la cantidad exacta que había en el billetero, según la denuncia de la ejecutiva Barrios. El giro había sido impuesto el día anterior. Méndez pestañeó.
– No creo que esto impresione demasiado al juez -dijo.
– Tampoco lo busco. Es que yo no sabía que allí había dinero alguno.
– O sea que el dinero no le interesaba.
– Usted no me puede entender.
Méndez hizo:
– Hum.
Se puso en pie y dio una vuelta por la habitación hecha para guardar los sueños. Un tapetito bordado a mano cubría la mesa camilla. En ella había un televisor tan barato que sólo debía de dar los programas del año anterior. El gato apareció enroscado detrás y dio un zarpazo al aire. Colgadas de la pared, aún se mostraban a la luz de la tarde un par de fotos de boda con unos parientes grises, una iglesia a medio pintar y unos novios sonrientes que se juraban una felicidad eterna comprada a plazos. En la calle, una madre andaluza se puso a cantarle a su bebé un pasodoble de toreros muertos.
– Los ladrones devuelven la cartera y se quedan el dinero -musitó-. Usted hace al revés.
– Repito que no puede entenderme.
– Seguramente no. Oiga, esas fotos de boda son muy antiguas.
– De una hermana mía. Luego se separó.
– Pero no veo ninguna foto de la boda de usted.
– Yo no me he casado. Pero no sé qué importancia puede tener eso.
– Seguramente ninguna importancia. Ninguna. No sé por qué pregunto a veces cosas idiotas, pero me obsesiona el pasado, quizá porque no tengo otra cosa. Ya ve, me hubiera gustado conocer a aquellos viejos señores del Paseo de Gracia. Ya no queda gente de esa que tenga criada de toda la vida.
– Tampoco valía la pena conocerlos. Eran gente como todo el mundo. Muy normal.
– Quizá no tenían ni hijos.
– No al principio. Luego tuvieron uno.
– Que ahora tendría, o tiene, treinta años.
La mujer alzó de pronto la cabeza, mirándole sin entender.
– No sé por qué dice eso.
– Porque ese es el tiempo que ha pasado desde que usted dice que se marchó. Y si llegó a conocer a la niña es porque hace treinta años.
– ¿Y eso qué importa? Me está haciendo unas preguntas que no tienen nada que ver.
Méndez anduvo unos pasos más. No muchos, porque si dabas más de cuatro salías por la ventana. Luego se volvió hacia la mujer.
– Comprendo que usted se canse de oír a un policía fracasado y encima viejo. Por eso, antes de que usted llame a la Brigada Raticida, déjeme hacerle una sola pregunta.
La mujer se encogió de hombros.
– Y a mí qué me importa. Hágala.
– Comprendo que hace treinta años la moral no era la misma -dijo-, y que a una madre soltera y pobre, que además estaba en casa de otros, se le venía el mundo encima. ¿Pero ya lo pensó bien? ¿Por qué dio su niña en adopción a aquel matrimonio? ¿Se lo pidieron ellos?
La mujer le estaba mirando, pero de pronto bajó la cabeza. Durante unos segundos estuvo tan inmóvil, tan sin respirar, que parecía muerta. Luego tendió un brazo y atrajo al gato, para ponerlo en su regazo. Méndez pensó que ella necesitaba al menos alguien que la conociese, alguien que la uniera a su pequeño mundo de todos los días. Luego musitó:
– Si usted me diera el billetero robado, ¿vería en él la foto de una nena el día en que nació? Me admira que una mujer como la importante señorita Barrios conserve un recuerdo así. Pero en cambio usted no lo tenía.
Se apoyó en la pared, bajo la foto de los dos felices esposos separados. Cerró los ojos y musitó:
– Diré a la señorita Barrios que retire la denuncia para evitarse molestias. Ella, tan estupenda, tan triunfante, ¿para qué necesita acudir a un juicio? Incluso el billetero se le puede devolver, retirando la foto. Lo que no le diré es que la readmita a usted. Le será fácil encontrar otro empleo similar: aquel, con un contrato-basura y un régimen de esclavitud, no le conviene. Tampoco a mí me conviene el mío, pero no tengo otra cosa.
Miró fijamente a la mujer, pero ella seguía hundida y con la cabeza baja. Un silencio espeso hizo que hasta el gato se escapara del regazo. La madre amiga de los toreros muertos dejó de cantar.
– Sobre todo no perturbe su trabajo -suplicó Susana Guillen-. Cada minuto perdido en tonterías la perjudicará. Ella es una triunfadora y una gran mujer. Y además, tiene mucho carácter.
COSAS DE PERROS Y GATOS
Hay una cosa de Méndez que sus jefes nunca han sabido.
Los policías, cuando detienen a alguien y lo llevan ante el juez, suelen olvidarse del asunto hasta que, a veces, los citan a declarar en el juicio. Méndez no, Méndez nunca se olvida. Normalmente va a ver a los abogados de los detenidos, habla con ellos y les cuenta todo lo que puede favorecer al preso, si se trata de pequeños delitos, dictados por el hambre. Inútil es decir esto, porque a Méndez jamás le han encargado la investigación de delitos grandes, y si un día se le ocurriese detener a un banquero, tendría que pedir disculpas hasta al presidente del gobierno.
Los abogados defensores también son de oficio, y no cobran o cobran muy poco, de modo que suelen entender a Méndez. A veces pasan más hambre que el propio detenido, porque esa defensa es el único caso que tienen en un mes, pero lo disimulan, llevan corbata y tienen unas novias muy dulces y blancas a las que siempre juran que el año que viene ganarán dinero para casarse.
Claro que siempre hay excepciones, y el despacho de Llor era una de ellas. Llor era un abogado prestigioso, tenía bufete en la Diagonal de Barcelona, muebles de estilo, alguna alfombra persa y una enorme biblioteca de libros encuadernados en rojo, que a veces acariciaba el sol poniente. Tenía también un joven pasante llamado Llar, o sea lo mismo que él cambiando una letra. Llar era joven, sabio, conocía la pobreza de las calles y normalmente se encargaba de los asuntos de oficio en el importante despacho de Llor.
Una tarde Méndez -naturalmente, sin que lo supieran sus jefes- fue al despacho de Llor para hablar de un detenido. El joven e inexperto Llar estaba hablando con el viejo y experimentado Llor. Ninguno de los dos cortó la conversación en presencia de Méndez, porque a veces consideraban al policía como si fuese un mueble.
– Todos los asuntos de oficio que noá caen a los abogados jóvenes son malos -se lamentaba el joven Llar-. No lo digo por mí, no… En este despacho estoy bien. Pero tengo un compañero a quien han encargado una defensa que no sabe si aceptar. Es por una acusación contra una mujer que pedía limosna con niños alquilados.
Méndez susurró:
– Hay muchos casos.
– Sí, claro -dijo Llar-. ¿Pero saben una cosa? Me han contado eso y es como sí toda la tristeza de la ciudad se me hubiera metido dentro, como si todo el horizonte se me hubiera llenado de músicas de acordeón y ventanas grises. No sé decirlo de otro modo.
– No hace falta -musitó Sergi Llor, el abogado importante-. Te entiendo perfectamente. ¿Pero te has fijado en una cosa?… Quizá nos hemos acostumbrado tanto que los niños ya no excitan nuestra pena. Por eso hay mendigos que piden con animales. Aquí en Barcelona, es frecuente, y en el extranjero todavía más. Y la gente da limosna.
Sergi Llor fue a encender un cigarrillo, pero de pronto detuvo el gesto porque recordó que estaba tratando de dejar el tabaco. Siguió:
– Los sentimientos humanos son lo más complicado que existe, y por eso resulta tan difícil ser un buen abogado o un buen juez: a veces soportamos menos la mirada triste de un perro que la mirada triste de un niño.
– Tal vez todos llevan dentro la misma verdad del dolor-susurró Méndez.
– A veces -prosiguió Llor con el cigarrillo aún entre los dedos-he pensado si esos animales con los que se pide limosna no estarán drogados, a causa de su alarmante quietud. Pero no: lo que pasa es que los animales son de una docilidad maravillosa. Por ejemplo, hace poco, en Milán (todo el mundo sabe que mis ahorros me los gasto en viajes) vi un joven pidiendo limosna con un enorme mastín. Un letrero a su lado decía: «Mi perro y yo tenemos hambre». Y la verdad es que los ojos del enorme mastín eran tan tristes que las monedas iban cayendo con el tintineo de la última soledad. O aquel otro mendigo, en Nueva York… Usted, Méndez, no se mueve de Barcelona, ¿pero puede imaginar el frío tremendo de los inviernos de Nueva York? Bueno, pues el perro lazarillo estaba allí, en la acera, bien abrigado y tendido sobre una manta. Su dueño era un ciego, era un negro enorme, como si con él alguien hubiese querido construir hombres de varios pisos, es decir hombres-rascacielos. No hablaba, sólo tendía la mano con un pote en el que caían las monedas. Tampoco daba las gracias: era el perro quien lo hacía. Porque aquel magnífico animal, cuando una moneda tintineaba en el pote, miraba al que la había lanzado y le movía la cola. Pasé varias horas más tarde por el mismo sitio y el ciego aún estaba allí, con su única ayuda sobre la tierra. En cambio el que no podía ayudar a nadie era el gato, el pobre gato de San Francisco.
– ¿Qué es eso del gato de San Francisco? -preguntó Méndez fascinado ante tanta exhibición viajera.
– Lo vi en esa ciudad del Pacífico -dijo Sergi Llor-, cerca del puente de la bahía, ese que los planos llaman el Golden G. Los dos, el hombre y el gato, formaban una estampa patética. El gato no miraba a nadie, el hombre ni siquiera pedía. Junto a los dos estaba el letrero de su última desesperanza.
– ¿Y qué decía ese letrero? -preguntó Méndez.
– Pues sólo una cosa: «A mi gato y a mí se nos ha terminado la suerte».
Puso otra vez el cigarrillo en sus labios y añadió:
– ¿Sabe una cosa, Méndez? No había allí ningún niño, pero también me pareció como si toda la ciudad se llenara de ventanas grises y de voces muertas.
Encendió el cigarrillo al fin, olvidando sus buenas intenciones. Ya se sabe: la carne de nuestros cuerpos dura pocos años, y encima la condenada es débil.
EL TIEMPO EN LAS VENTANAS
Méndez miró hacia la casa de una sola planta y se dio cuenta de que constaba de tres partes: un viejo edificio comido por los años, una palmera comida por el olvido y una colección de gatos comidos por la soledad. Luego pasó ante el cartel donde se leía: Derribos Mateu, atravesó la puerta de la casa y se encontró cara a cara con la muerta.
– ¿Era la inquilina? -preguntó.
Dos policías uniformados habían llegado antes que él y le estaban esperando. No en vano Méndez era el encargado de la investigación, por raro que eso pareciese. Uno de los agentes explicó, sin apenas mirarle:
– No, inspector, no era la inquilina ni podía serlo, porque la casa ya estaba deshabitada y lista para el derribo. Pero fuera de eso, no creo que tenga usted muchos problemas.
– ¿Por qué no?
– Bueno, esa es la impresión que tenemos mi compañero y yo, después de ver lo que hay y de hablar con el encargado del derribo: una desconocida que no ha sufrido violencia por parte de terceros, o sea que se trata de un suicidio como una catedral. A la fuerza ha de ser la depresión, digo yo. Claro… con este día tan asqueroso que hace…
Méndez miró la luz gris que se desprendía de las dos únicas ventanas, sintió casi el contacto de la niebla que lo envolvía todo, notó el deslizarse de los gatos, que se acercaban a la muerta como si buscaran compañía en ella. Todos los gatos debían de pertenecer a una sola familia desamparada, todos eran inmigrantes ilegales en la casa, todos estaban delgados y todos eran negros.
En cambio la mujer muerta iba correctamente vestida, era de media edad, tenía la piel fina, cuidada, y en un tiempo no lejano, un tiempo que aún estaba a la vuelta de la esquina, debió de haber sido bonita. Méndez le calculó los años, las tardes muertas, posando largamente sus ojos en ella.
Un hombre se acercó silenciosamente. Llevaba un casco de los que se utilizan en las obras y unos planos bajo el brazo. Debía de ser el encargado del derribo de la casa, y los gatos le conocían. Se largaron inmediatamente de allí.
– Me han dicho que usted es el inspector -susurró el hombre.
– Sí. Me llamo Méndez.
– Le he oído el nombre en el barrio. Bueno, siento conocerle en unas circunstancias así.
– La verdad es que no son agradables, sobre todo por la edad de la muerta. Aún era una mujer joven.
– Es verdad.
– ¿La conocía?
– Lo que se dice conocerla-conocerla, no. En el sentido legal, se entiende. No sé ni cómo se llamaba.
– O sea que sólo la tenía vista.
– Sí, y le explicaré por qué. Yo soy el encargado del derribo, y puede decirse que estoy aquí a todas horas, porque hay que tomar muchas medidas antes de empezar el trabajo. Ella venía bastante por aquí, ¿sabe?
– ¿Y a qué venía?
– Y yo qué sé. Cosas de mujeres, supongo. Todo empezó cuando pusimos el cartel de que la casa iba a ser derribada, y entonces ella me pidió verla. La dejé, porque uno es de carácter blando, y así no se llega a ningún sitio. Pensé que era una chiflada de las muchas que hay por este barrio.
– Sí, claro. Podía serlo.
– Volvió al menos un par de veces. Yo la dejé hablar, sobre todo porque me di cuenta de que eso la tranquilizaba, y así me fui enterando de cosas.
– ¿Qué cosas? -preguntó Méndez.
– Pues que ella y su novio alquilaron esta casa para casarse, hará de eso unos cinco años, y luego no pudo ser. De los motivos no tengo idea, pero no pudo ser. Aunque resulta que ella había medido el espacio para los muebles, para las cortinas, para la nevera, para todo. Ya en aquel tiempo lo tenía medido al centímetro. Incluso se ve que en la habitación más pequeña, donde apenas cabía nada, lo había calculado todo para la cuna de un niño.
Méndez le miró a los ojos.
– Un niño que no había nacido, claro -musitó.
– No, pero seguro que estaba previsto que tenía que nacer. Yo he visto muchas cosas así, con los años que llevo en esto de los edificios.
– Por fuera, las casas están hechas de ladrillos -dijo Méndez, dejando de mirarle-, pero por dentro están hechas de sueños, de humo y de tiempo que ha de venir. Mucha gente no lo sabe.
– Claro. Quizá por eso la mujer no soportaba la idea de que fueran a derribar el edificio. Ya ve… ¡Qué cosas!
– Seguro que el novio murió -susurró Méndez-. Hala, ya podemos avisar al juez. Yo quiero estar aquí para que traten con respeto a la víctima.
Fue hacia la puerta. Allí estaba un hombre con los ojos desorbitados, mirando el cadáver. Se dio cuenta de que Méndez le cortaba el paso.
– No tengo nada que ver con esto… -se defendió-. Si estoy aquí es porque soy el ex-inquilino de la casa. Venía con mi mujer a retirar unas últimas cosas, antes del derribo. Oiga, yo conocía a esa de ahí… Quiero decir que conocía a la muerta. Fuimos… Fuimos…
Méndez no le dejó terminar la palabra «novios».
– Procure no volver a cruzarse en mi camino nunca, porque lo lamentará. Y ahora váyase a tomar por el culo, que dicen que en los días como este es la mar de sano. ¡Váyase!
LA RUTINA DE LA HISTORIA
La casa de putas de Madame Kissinger pasaba por ser una de las más selectas, discretas y minoritarias de Barcelona. El nombre auténtico de Madame Kissinger no lo sabía nadie, pero ella se hacía llamar así en homenaje al ex-político norteamericano, el premio Nobel de la Paz que más guerras ha originado en este mundo, y feroz anticomunista. Eso era justamente lo que fascinaba a la Madame: ella era anticomunista por legítima convicción propia, por legítima defensa de su negocio, ya que jamás había conocido a un comunista que pagase por follar.
En su Casa se pagaba, y mucho, aunque -decía Madame-dentro de unos límites razonables y de acuerdo con la economía del país. Era selecta porque exigía a los clientes buena educación, al menos tan buena como la que exigía a sus señoritas, lo cual quiere decir que allí se follaba en silencio. Y era minoritaria porque cada vez resulta más difícil encontrar gente que sea educada en el salón y en ambos bordes de la cama. Madame siempre decía que su Casa era el último reducto de la cultura, y que la lógica de las cosas haría que le acabasen dando una subvención del Ministerio, o al menos una subvención autonómica.
«Al fin y al cabo», advertía, «la mitad de las subvenciones autonómicas se gastan en mi Casa».
El piso tenía de todo, porque según Madame lo único que en todo caso podía faltar eran los virgos. El recibidor cambiaba constantemente de aspecto, ya que su dueña era muy aficionada a sustituir unos muebles por otros: pero siempre nobles, macizos y artesanos, último testimonio de una España que se iba. Las flores naturales abundaban, y abundaban también las alfombras regionales, los estantes con cristalerías, las acuarelas marinas y hasta unos curiosos cuadros representando guerreros del siglo XIII, cosa en verdad rara y poco excitante, porque jamás se ha conocido a un caballero que follase con armadura.
Méndez, al entrar de nuevo allí, encontró muchos cambios en la decoración, aunque, si se miraba con detalle, la atmósfera del recibidor y del salón eran las mismas. Saludó educadamente, pensando que Madame Kissinger no lo reconocería.
– Buenas tardes nos dé Dios, señora.
– Usted siempre tan clásico y tan respetuoso, señor Méndez. Lo celebro, porque los tiempos cambian, pero para nosotros no han cambiado.
– Creí que no se acordaría de mí. Hace unos cuantos años desde la última vez.
– Nunca me olvido de los clientes, aunque usted no sea cliente. Pero además, ¿cómo no voy a acordarme de aquel día? Usted vino a ver a Sandra, a la que su antiguo chulo amenazaba. Tuvo que hablar con ella aquí porque este era el único sitio donde la chica se sentía segura. Le dio una serie de datos, usted se hizo cargo de la historia, buscó a aquel tío y el tío no volvió a molestarla más. ¿Qué le hizo? Siempre he tenido curiosidad por saberlo.
Méndez contempló las alfombras, los muebles, las flores, los cuadros de los guerreros, que vete tú a saber si también llevaban acorazado el pene, por elemental prudencia. Se preguntó si Madame aún conservaría su manía de años anteriores, que consistía en decorar las habitaciones con cuadros de vírgenes y otras mujeres santas.
– Lo detuve por extorsión y no pasó a disposición judicial hasta las setenta y dos horas. Setenta y dos horas son muchas, en una celda que apesta y donde los otros detenidos te roban hasta los calcetines. Por el robo de los calcetines supimos que aquel arcángel tenía un dedo hinchado por un ataque de gota.
– ¿Y qué?
– Un amigo mío le pisó aquel dedo. El amigo mío pesaba cien kilos. Fue un desgraciado accidente, por el que luego se le pidieron disculpas. No le volvimos a ver más.
– Prestó usted una gran ayuda a aquella chica, señor Méndez. Y un gran servicio a la Ley.
– No lo hice por la Ley. Yo había conocido a la madre de Sandra.
Había otra alfombra en el pasillo. «Crevillente», pensó Méndez. Un más que hermoso ramo de flores con una cinta: «A Mamá Kissinger, de sus nenas». Y hasta una mesita con un ordenador, instrumento indispensable, siguió pensando Méndez, para anotar los polvos hechos, y sobre todo los polvos a medio hacer.
– Tenía la esperanza de verle otra vez por aquí, señor Méndez. Pensaba agradecérselo con alguna de mis señoritas, pero usted, nada.
– Ay, señora… No sé si sabe que ahora soy un hombre famoso. Sobre mi impotencia se han hecho tesis doctorales no sólo en la Clínica Dexeus, que como usted sabe es un instituto ginecológico famoso en toda Europa, sino también en el Instituto Pasteur y en la Universidad de Alabama. Me es imposible aceptar la compañía de una de sus chicas, porque no podríamos dedicarnos a otra cosa que no fuera revisar la guía telefónica. De todos modos el otro día recibí una oferta que me elevó la moral.
– ¿Sí? ¿Cuál fue?
– Querían que me hiciese donador de semen.
Animado por aquel recuerdo fugitivo, Méndez se atrevió a entrar de lleno en el salón. Lo recordaba como una habitación amplia, una pieza de gran fuste de esas que podrían ser un comedor para un personaje del Opus, la esposa del personaje del Opus, sus once hijos y una criadita de Valladolid sobre la que el personaje del Opus tendría malos pensamientos. En otro tiempo el salón había tenido piezas francesas, unas tacitas de Sévres y un gran cuadro mostrando un cazador recién salido de Versalles y que no perseguía a un ciervo, sino a una marquesa que le enseñaba las tetas. Luego, como a Madame le gustaba cambiar, el salón había sido una especie de Museo Taurino, con cabezas disecadas de toros cuyos cuernos se correspondían más o menos con los cuernos de los clientes. En una pared colgaban un estoque y un abanico manchado de sangre, y en la opuesta unos capotes de paseo pertenecientes a toreros viejos que, en vez de morir con ellos, habían tenido que empeñarlos.
Ahora el salón era un sitio cómodo, demasiado funcional, que hubiera podido pertenecer a la antesala de un Banco.
– Siéntese, señor Méndez, y dígame a qué debo el honor de su visita.
– Veo que esto ha cambiado mucho.
– Como mis clientes, amigo mío, como mis clientes. Ahora ya no son señores de toda la vida, sino ejecutivos que me acabarán pidiendo que ponga aquí un panel luminoso con las subidas y bajadas de la Bolsa. Sólo si la Bolsa sube, a ellos se les pone tiesa.
– Y sus chicas, ¿cómo están?
– Bien, bien, señor Méndez, aunque ahora sólo tengo cuatro. Ninguna se somete a un horario y a un saber estar, créame. No es como antes. Aunque ahora pienso que, a lo mejor, ni el Instituto Dexeus ni la Universidad de Alabama tienen razón, y usted quiere ver a alguna.
– No, no, señora Kissinger, yo he venido por otra cosa. Hay un testigo que puede hundir a un traficante de drogas con su declaración, y el juez nos ha ordenado buscarlo. Nos ha ordenado buscarlo porque ha desaparecido, cosa que ocurre alguna vez en asuntos de esta clase. Los traficantes les dan un dinero para que se vayan bien lejos, y si ellos no se dejan comprar, los amenazan. Alguno ha habido que no ha podido declarar si no era desde la tumba. Y alguno ha habido que se ha ocultado hasta el mismo día del juicio.
– No querrá insinuar que aquí tenemos algo que ver con las drogas, señor Méndez, Dios nos libre. Yo cuido de mis chicas, y aquí no entran ni las aspirinas.
– Por supuesto, ya lo sé -dijo educadamente Méndez-. A su casa, señora, no le falta más que la licencia eclesiástica. Pero es que el testigo, el señor Marcos, ha desaparecido de su domicilio sin dejar rastro. Ni siquiera deja deudas. Y tengo la confidencia de que alguna vez había venido por aquí.
Méndez alzó la mano derecha, como si jurase.
– Por supuesto -dijo-, ni usted ni yo queremos comprometer a nadie.
La Madame alzó también su mano derecha.
– Pero qué está diciendo. Sería el fin de muchos santos matrimonios españoles y de muchas dignidades eclesiásticas. Que Dios nos libre.
– Partiendo de esta base tan honrada, o sea la de proteger a los matrimonios y a los canónigos, quisiera preguntarle una cosa, señora Kissinger. Por el bien del señor Marcos, necesito dar con él.
– Es verdad que venía por aquí -susurró Madame, después de dudarlo un rato-, pero no hay ninguna queja.
– Tal vez alguna de las chicas que hay ahora en la Casa sabrá algo de él.
– Sí. Hay tres que lo conocen, pero conste que yo no les voy a pedir que hablen si no quieren. Una es la Raquel, la otra la Marina, y la otra la Anna.
– O sea que de cuatro nenas que hay ahora aquí, sólo una no conoce a Marcos.
– Justo. La Merche. El señor Marcos, que ya es bastante viejecito, más o menos así como usted, o sea que está un poco acabadito y todo eso" iba variando de una a otra de esas tres que le he dicho: la Raquel, famosa por su lengua de ventilador, la Marina, famosa por sus pechos de modelo, y la Anna, famosa por su culo de marquesa. Y no le digo más: ya sabe que soy una mujer discreta, señor Méndez.
– ¿Y nunca fue con la Merche?
– Nunca. Y es raro, porque a mí me parece la más mona y la más joven, pero ya se sabe que cada cliente tiene sus cosas. La Merche es una nena más bien triste, y al señor Marcos, que es muy hablador, le gustaba la gente alegre.
– Bueno, tampoco tiene la menor importancia. La psicología del sexo no la adivina nadie… Y oiga…, no sé si podría hablar en privado con alguna de esas vírgenes que ha mencionado, o quizá con las tres. Juro no preguntarles nada que perjudique al señor Marcos, que puede haber desaparecido. Pero, por lo que usted me dice, también puede haber muerto de un polvo demasiado rápido.
– De acuerdo, aunque una a una. Las otras necesitan estar libres por si viene algún cliente. Ah… Y dígales que es una cosa rutinaria, que sólo quiere comprobar que aquí no hay ninguna menor.
Llevó a Méndez a un despacho donde había un retrato de Pío XII, un diploma oficial de masajista y un certificado según el cual la señora Kissinger había hecho en su día el Servicio Social en el Castillo de la Mota, bajo la dirección de Pilar Primo de Rivera. También había un sillón frailuno y un diván en el que se sentó Méndez, recordando épocas que ya no volverían, mujeres que ya no volverían y masculinidades que tampoco podían volver.
La primera en entrar fue Anna, la del culo de marquesa. Y era verdad. Tenía que hacer dos maniobras para no quedar encajada en el marco de la puerta.
– Ay, deje que me siente -exclamó-. Usted no sabe lo que es estar de pie con todo esto.
– Usted manda, señora.
Anna había sido empleada auxiliar de un notario, y le había crecido el culo pasando a limpio escrituras de herencias y de donaciones a la Iglesia. Explicó a Méndez que el señor Marcos era viejecito, tanto que daba miedo excitarle demasiado, y por lo tanto, según qué movimientos, ella no los hacía. «Usted ya me entiende». Pero lo que tenía de viejecito lo tenía de simpático y ocurrente, porque sabía de todo. Aunque en el fondo, en el fondo, decía la señorita del culo notarial, era un hombre triste. En cuanto le hurgabas un poco en la piel (en el buen sentido de la palabra, usted ya me entiende) una notaba un no sé qué, algo como que su vida había sido un fracaso.
– ¿Era casado?
– No, aunque me dijo que había estado casado una vez. Nunca me habló de con quién, ni yo se lo pregunté, porque no estaría bueno que las que follamos fuera de casa preguntáramos por las que folian (o follaron hace un siglo) en casa. Y ahora, si no quiere saber más, me perdonará, porque dentro de diez minutos tengo un cliente.
– ¿Sí? ¿Quién es?
– El notario.
Era verdad que la Marina tenía pechos de modelo, aunque estaba desengañada. Según explicó a Méndez, sus hermosas tetas habían servido de inspiración a un pintor cubista, o neocubista, o neosurrealista, o lo que fuera, pero no sabía para qué. Porque al final, en el cuadro, ella tenía tres en vez de dos, y además en forma de pirámide.
– El señor Marcos es un hombre alegre y ocurrente -le dijo a Méndez-, pero apenas folla, y cuando folla es un desastre. Yo creo que viene más que nada por la compañía, por no sentirse solo. Y oiga lo que le digo, señor mío: cuando un tío va de putas para no sentirse solo, ese tío puede reír todo lo que quiera, pero es un desgraciado de cojones. Se lo digo yo, que tengo tres años de experiencia como en el cuadro tenía tres tetas.
Marina explicó también que Marcos siempre iba buscando alternativamente la compañía de las tres, y que hablaba bastante con la Merche, la más jovencita, pero sin meterse nunca con ella en una habitación. «Yo creo que le da un poco de vergüenza, porque la Merche es demasiado joven. Y como los dos son de épocas tan distintas, en la intimidad de la follamenta no sabrían de qué hablar. Y eso que en la intimidad de la follamenta siempre se dice lo mismo».
– Me hago cargo de la situación -dijo Méndez-, pero no consigo aclarar nada. ¿No ha visto nunca al señor Marcos fuera de aquí? ¿Nadie sabe dónde vive?
– No debe de ser tan difícil. Yo le tuve que llamar una vez no sé por qué, y está en la guía telefónica.
– Ya lo sé. Pero lo malo es que de esa residencia fija ha desaparecido.
– Pues usted verá -dijo la Marina, alta y fuerte como una estatua griega-, pero ya no puedo ayudarle más. Y ahora permítame, pero es la hora de que me llegue un cliente fijo. Y conste que es un cliente con el que siempre nos acabamos peleando.
– ¿Sí? ¿Quién es?
– El pintor que me puso tres tetas. Pero conste que las dos de verdad no dejo que me las toque. Sólo dejo que me toque la que él se inventó.
Y casi tumba una lámpara de pie al girar, mientras iba hacia la puerta. La Raquel pensaba que Méndez venía para otra cosa. Experta en resucitar muertos, hizo «Chup, Chup» con la lengua al entrar en la habitación, y luego preguntó:
– ¿Qué, chato?…
– De chato nada, nena. Yo soy sexualmente difunto.
– Eso habría que verlo.
– Puedo demostrarlo, muñeca. La defunción de mi pene salió en las esquelas del
– Pues entonces para qué coño has venido aquí.
La Raquel era muy directa, y por lo visto no había entendido las explicaciones de Madame. Hay indicios de que Madame no sólo la empleaba para dejar baldados a los clientes, sino también para limpiar objetos de plata con la lengua. Méndez le tuvo que explicar que él era un policía con gran porvenir, al que encargaban casos dificilísimos, como por ejemplo buscar a un tal señor Marcos, que se dedicaba a robar bragas de señora en los grandes almacenes. Al menos eso la Raquel lo entendió.
– Los hombres están llenos de manías -dijo-, y siempre se les levanta con lo que menos piensas. Por ejemplo, los últimos modelos de hábito para monjas. Hay tío que imagina levantarles el hábito por detrás, y va y se empalma. Pero no creo que el señor Marcos fuera de esos. Al señor Marcos le daba por la jodienda amarga.
Explicó a Méndez que venía para encontrar conversación, y que hablaban de la vida y la cultura de la Raquel, en vez de hablar de la lengua de la Raquel, que era lo importante. «Porque ha de saber, señor, que los políticos y nosotras vivimos de la lengua, pero sólo nosotras la usamos para el bien del país». Un día se asustó al saber que la Raquel no leía nada, y con todo el desinterés del mundo le dijo que le prestaría libros. «Pero qué coño de libros me iba a prestar un tío como él. A lo mejor me traía la vida de Santa Teresa escrita por la Pasionaria, de modo que le dije que podía regalarle los libros a un obispo, con tal de que no fuera cliente mío. Sí, ya sé, a veces soy algo brusca. Madame siempre dice que lo que tengo de bueno con la lengua lo tengo de malo con la lengua. Pero el caso es que el señor Marcos no se enfadó».
Méndez susurró:
– Me empieza a gustar ese tío.
– Dijo que, si tan difícil era elegir unos libros para mí, podría elegirlos yo misma. Y una tarde, con permiso de Madame, metimos un polvo en su casa, un polvo que fue un desastre, pobrecito señor Marcos, a pesar de la buena voluntad que yo puse. Lo cierto es que su casa consistía sólo en dos habitaciones, pero estaban llenas y llenas de libros. Yo me quedé pasmada. Un tío lee todo eso y por lo menos agarra el sida.
– Hay algo que no cuadra -reflexionó Méndez-. El domicilio que nosotros conocemos del señor Marcos tiene más de dos habitaciones.
– Sí, ya sé, el de la calle Provenza, el que está en la guía. El señor Marcos me explicó que aquello fue antes el despacho de una agencia de noticias, o algo así, y que se lo dejaban ahora poco menos que gratis, porque él fue socio de esa agencia. Pero el otro, el de los libros, sólo lo conozco yo, porque no le he dado la dirección ni a Madame. Ha sido siempre algo así como el refugio del señor Marcos, donde él metía sus libros y hasta los leía, el pobre. Yo eso no lo entiendo, oiga. Que te enamores de una mujer pase, porque una mujer sólo ocupa sitio mientras la tienes en la cama, pero que te enamores de una pila de libros que te llenan la casa y encima crían polvo y mierda, eso sí que no lo entiendo ni lo quiero entender. Y es que hay gente que está de la azotea, créame. Donde debería tener los huevos, no tiene más que el coco. No hay mujer que los aguante.
– Eso ha pasado -dijo Méndez.
– ¿Cómo?
– Yo conocí a un hombre casado que tenía tantos libros como el señor Marcos. Los tenía no sólo en la biblioteca, sino también en el comedor, los pasillos, la cocina y el cuarto de baño, en una tarima encima del bidé. ¿Y qué pasó? Pues que la santa esposa se cagó en el tío y la madre del tío, quiso separarse y dejó de usar el bidé. «O los libros o yo», parece que le dijo. Y el tío contestó: «Los libros». Alquiló un piso más amplio y dejó que se fuera la mujer. De modo que les puso un piso a varias toneladas de papel, cuando lo lógico, lo justo y hasta lo cristiano hubiera sido ponerle un piso a una tía con varias toneladas de tetas.
– Me acaba usted de definir al señor Marcos -dijo la Raquel-. En su casa movías la lengua y, sin darte cuenta, estabas lamiendo las tapas de un diccionario. Pero no le he contado lo peor: cuando estábamos hablando de la historia de las chicas de esta casa, el señor Marcos se me puso a llorar como un niño. Me pagó el doble, aunque no pude terminar la faena. Y es que créame, señor: los hombres que valen te pagan por repetir, y los que no valen te pagan por su vergüenza.
La dirección que la Raquel le dio correspondía a un piso del barrio de Santa María del Mar, que hoy está lleno de bares de copas como antes estuvo lleno de bares de poetas. Lo primero que el señor Marcos le dijo a Méndez fue: -Mire esta ventana.
En efecto, desde una de las ventanas de la biblioteca -que era toda la casa- se distinguían las torres de Santa María del Mar, la hendidura de una calle muerta, un cielo lleno de palomas y varios terrados, en uno de los cuales ladraba su verdad un perro solitario. También se distinguía una bruma lejana, una insinuación del punto en que la basura de la ciudad se unía a la basura del mar.
– La Raquel había metido algún polvo aquí -confesó el señor Marcos.
– Sí, ya lo sé, pero, la verdad, veo difícil que usted y yo podamos meter un polvo juntos.
Las paredes no sólo contenían libros, según constató Méndez, sino también fotos, muchas fotos grises o amarillentas, recortadas, envueltas en su propia vejez, donde se había sentado a descansar la historia de España. Fotos, sin embargo, del mismo tema: el de la sangre, la lucha y el olvido. Ningún joven, pensó Méndez, hubiera reconocido aquellos rostros, pero Méndez los reconoció: el Campesino en la batalla de Guadalajara, Modesto en la batalla de Brúñete, Tagüeña en la Sierra de Pándols, Lister en el cruce del Ebro. Y hasta había otra más lejana: Cipriano Mera en la conquista de Sigüenza, vieja ciudad de obispos piadosos, que daban la absolución a los corderos antes de comérselos.
Junto a todos estos personajes, padres de todas las lejanías, estaba siempre un hombre joven que se parecía al señor Marcos, pero que no era el señor Marcos, que llevaba una boina obrera con la hoz y el martillo, una camisa caqui, un correaje y una máquina de fotografiar. Iba sucio y llevaba barba de varios días, pero sus ojos brillaban y saludaban a una promesa de victoria. Incluso en el Ebro, cuando el pueblo ya estaba derrotado, aquel hombre creía en la fuerza del pueblo.
– Era mi padre -dijo el señor Marcos-. Él había vivido en este barrio.
El barrio no había cambiado, pensó Méndez, desde los tiempos de las banderas rojas, las barricadas y las mujeres que acompañaban a sus hijos con un fusil, y quizá de esa eternidad sacaba el señor Marcos su memoria y su vida. Volvió a mirar la ventana y divisó, saliendo de alguna misteriosa torre, una bandada de palomas blancas.
– Era periodista, como yo, y trabajó en el frente desde el primer día de la guerra. Usted recordará títulos como
Y el señor Marcos empezó a entonar una vieja canción que ahora parecía llegar desde el fondo del tiempo, gritaba por un coro de muertos. Aún tenía buena voz, el tío, voz de miliciano que tuvo una bandera, de mujer que un día tuvo un nombre y de niño que un día tuvo una guerra:
– Era uno de los puntos neurálgicos de la defensa de Madrid -añadió en voz baja el señor Marcos, «putero en paro forzoso, periodista jubilado, voyeur de ventanas muertas», pensó malignamente Méndez-, uno de los puntos donde el pueblo llano en Madrid se dejó los dientes mordiendo los cojones de los moros de Franco. Esa fue la última canción que cantó allí mi padre, ¿sabe? Él estaba allí cuando los moros, al fin, casi el último día de la guerra, pasaron el puente. Entonces mi padre cayó de rodillas, puso las manos sobre las piedras que tanta sangre habían costado y rompió a llorar.
– Los fascistas lo matarían allí mismo -dijo Méndez, siempre deseoso de consolar al prójimo.
– La muerte no depende de nosotros. Siempre está en manos del Destino, y contra eso no se puede hacer nada. Como había perdido la boina con la hoz y el martillo, lo confundieron con un vecino de Madrid que daba las gracias al cielo por la caída de la ciudad. ¡Cómo se equivocaron! Porque mi padre siempre decía que no hay que dar gracias al cielo, sino al suelo. Pero más tarde se dieron cuenta, lo llevaron a un campo de concentración y lo condenaron a muerte con otras docenas de hombres. Logró escapar y huyó a Francia, donde siguió trabajando como periodista. Usted es un hombre de derechas, Méndez, un asqueroso burgués que mete en la cárcel al pueblo, como yo soy un asqueroso burgués que mete en una habitación a una puta. Pero nos acordamos de periódicos franceses de izquierdas, ¿no?, como
Méndez cabeceó afirmativamente.
– A veces se los llevaba a la celda a los detenidos políticos -dijo-, pero no aceptaba propinas.
– En ese caso sabrá en qué periódicos trabajó mi padre antes de ir a parar a Auschwitz, donde, milagro, logró imprimir un boletín con las noticias del campo. Salió de allí por el punto más lógico, que era el humo de las chimeneas, pero dejando una limpia historia de periodista honrado y hombre del pueblo, que atesoraba canciones de la calle. Yo quiero imaginar que murió cantando una de ellas, una de las que los niños no volverán a cantar más.
Y con su voz que resistía al tiempo, moduló:
– Oiga, Méndez, la auténtica historia de los campesinos no se escribirá nunca, porque no se puede preguntar a los muertos, y porque además nadie ha preguntado a las mujeres, las que seguían pegadas no a las trincheras de la guerra, sino a las trincheras de la tierra. Ellas siguieron sufriendo cuando el marido ya no regresó, cuando ya no tuvo ni nombre. Mi padre recordaba aquellas canciones al pasar por los pueblos incendiados y convertidos en ruinas:
– La verdadera historia de la España secular, Méndez, está escrita en la voz de los arados, justamente la que España nunca escuchó. Mi padre quiso escribirla, y ya ve. Yo he querido escribirla, y ya ve. Recuerdo que cuando yo era niño, las poquísimas veces que me veía, me cantaba en voz baja una canción que debe entonarse al redoble del tambor, la canción de las Compañías de Acero. Y entonó en la misma voz baja:
– Cojones, Méndez, no sé si los hijos se salvaron, pero los nietos sí. Hoy los nietos no escuchan la voz de los arados, porque los arados ni siquiera existen, como tampoco existe la memoria. Los nietos no saben que su vida actual, mucho más digna, está escrita con letras de canciones que hoy ya nadie canta, y edificada sobre una auténtica pira funeraria. Los grandes momentos de la Historia sólo pasan una vez, y luego viene la rutina de la Historia, en la que viven nuestros nietos. Para qué coño hace falta recordar.
– Pero usted, Marcos, ha recordado a su padre.
– Y a su profesión, que por instinto fue la mía. Pero aquí está el terrible error de mi vida. Luego le hablaré de él.
– Hábleme ahora.
– No. Será luego, si es que hablo. Pero le anticipo que no he vivido, sino que me he limitado a hacer vivir a los otros. Tuve que ser, desde el principio, un apasionado, porque no hubiera vivido sin la pasión de vivir. Me di cuenta de que por mis ojos de periodista pasaba el mundo entero, y ese mundo podía yo moldearlo con mis manos. Trabajé en una imprenta desde los catorce años, cuando escapé en Francia de un centro de la Asistencia Pública, y luego llegué a ser periodista como lo había sido mi padre. Estuve en todas las guerras, en todos los conflictos, y aprendí que las lágrimas siguen teniendo color blanco aunque resbalen sobre un rostro negro. Pero lo esencial no lo aprendí.
– ¿Qué es lo que no aprendió?
– Lo más sencillo: la rutina de la Historia. Cuando me casé era muy joven, pero casi rompí mi noche de bodas para ir a Vietnam en misión especial. Era un momento único en la Historia, y yo tenía que estar allí; no pensé que mi pobre mujer también era para mí un momento único en la Historia. Maldita profesión la mía, Méndez, maldita profesión por siempre. No me importó que mi mujer no me perdonara. No me importó no ver el nacimiento de mi única hija, porque yo estaba en Camboya y no me podía desplazar. Sólo la conocí cuando murió mi mujer, que había quedado muy destrozada por el parto y sólo sobrevivió unos años. Lo único que pude hacer fue apretarle la mano en sus últimos momentos, pero ella desvió la mirada. ¿Cree que con eso escarmenté, Méndez? ¿Lo cree?
Méndez dijo:
– No.
– En efecto, no escarmenté. Mantuve el contacto con mi hija sólo unos años, pero era tan pequeña que estoy seguro de que jamás lo recordó. En todo caso me vio sólo como una sombra que un día se movió por el pasillo de una casa que ya no existe. Luego la dejé al cuidado de unos parientes, me ocupé de que tuviese dinero y volví a marchar. Supongo que me dije: hay otros momentos únicos en la Historia, mientras que ella es sólo una hija de la rutina de la Historia. Me llamaba Nicaragua, la gran revolución del Sur, la de su canción, su hambre y su tierra. Todas las tierras de los otros han sido mías, y sin embargo nunca he tenido la mía propia, quizá porque mi padre ya no me la dio.
Añadió con nostalgia:
– Mi padre, como yo, tuvo muchas tierras, pero nunca fueron suyas. Eran las tierras llenas de sangre en que se escribía la Historia, y él quería escribirla también. Mi hija, a la que apenas había tratado, se casó estando embarazada cuando yo me encontraba en la más profunda Rusia, siendo testigo del fin del mundo comunista. ¿Sabe lo que me pasó, Méndez? No, usted no puede saberlo.
– ¿Qué le pasó?
– Cuando vi arriar las últimas banderas rojas hice lo mismo que había hecho mi padre en el Puente de los Franceses: caer de rodillas en el suelo y echarme a llorar. No me di cuenta, pero lo hice. A mí memoria volvían voces de hombres y mujeres que ya habían muerto, viejas canciones de personas que, como yo, no quisieron creer en la rutina de la Historia. No quiero hacerle perder la paciencia, Méndez.
Y entonó en voz baja otra vez, como si no quisiera ahogar el tambor que para él sonaba a lo lejos, en el fondo de las calles, golpeado por un hombre muerto:
– Los hombres del Quinto Regimiento murieron todos, Méndez, acompañados por mujeres que llevaban en los brazos un fusil y un hijo. Todos creían estar construyendo la Historia, pero mi padre no construyó la suya ni yo construí la mía. Pienso que mi hija debió de verme toda su vida, hasta que murió muy joven, como un desconocido que le enviaba dinero y de vez en cuando, muy de vez en cuando, le daba un beso en la puerta de casas que ya no recuerdo, porque quizá no han llegado ni a existir. Llegué tarde al nacimiento de mi nieta, porque la profunda Rusia de entonces era un mundo cerrado del que no siempre se podía salir. La vi de frente, de espaldas. La besé. Quizá nunca he besado una cosa tan limpia ni yo me he sentido tan sucio y tan inútil. Méndez susurró:
– Cada hombre que muere creyendo en algo construye algo, Marcos, aunque él no lo sepa. Si los jóvenes sin memoria de hoy pueden vivir, es porque alguien murió por ellos. Pero no se llame sucio, viejo ni inútil. Usted no es viejo, al menos no tanto como yo, Marcos. No tanto como yo.
– Claro que lo soy, Méndez. Cuando uno no tiene más tierra que la de los otros, se hace viejo antes. Cuando uno no conoce ni a su nieta porque está hundido en el desierto de Atacama, en los poblados de Chiapas o los reductos mineros de Bolivia, también se hace viejo antes. Cuando uno regresa y no encuentra ni a su nieta, porque ha desaparecido, es ya viejo para siempre, lo es sin remedio. Cuando uno no ha tenido dormitorio ni mujer, sino sólo dormitorios alquilados y bocas alquiladas, es que ha nacido viejo. Cuando uno, a lo largo de los años, no ha conocido más que vidas de putas ni más amores que los de las putas, sabe que en su interior todas las ruedecillas están ya gastadas y no encajan. Creo que me he vuelto impotente antes de hora, Méndez, aunque intento disimularlo. Pero no es eso lo que me preocupa. Me angustia otra cosa.
– A ver.
– Mi nieta tenía un lunar en la nalga izquierda, hacia dentro. Casi había que separárselas para verlo.
– Delicada cosa las nalgas de las mujeres -dijo piadosamente Méndez-: siempre tienen ^alguna historia, aunque ellas no la cuentan, y siempre tienen algún secreto.
– Yo no me he atrevido a averiguarlo.
Méndez arqueó una ceja.
– ¿Se refiere a Merche, la más jovencita? -susurró.
– Sí -dijo lo que quedaba del señor Marcos con un hilo de voz.
– Me ha asegurado Madame que usted habla bastante con ella. Que hasta le hace pequeños obsequios. Pero nunca la ha metido en una habitación.
– Tengo miedo. Usted no lo entiende, Méndez.
– Claro que lo entiendo.
– Mi vida miserable sería más miserable aún. No podría soportarlo.
Méndez miró al techo, giró la cabeza, sonrió a la nada.
– Demonios, lo que veo es que usted piensa demasiado, y eso no es bueno. En este país los pensadores o se mueren en un rincón o acaban siendo ejecutados por la fuerza pública. ¿Qué coño le hace imaginar que?…
– Su segundo apellido. Es el que ella tendría.
– ¿Y cuál es ese segundo apellido?
– García.
– Cojones, Marcos, ese es el apellido más extendido de la Creación. El primer cabrón que murió defendiendo Numancia se llamaba García. El primer sargento que luchó en Bailen se llamaba García. Dios se llama García. Yo tengo un jefe de apellido García. La hostia.
– Lo sé, Méndez, pero hay detalles que podrían cuadrar, aunque Merche nunca habla de sí misma. Por cierto, no se llama Merche, que es nombre de guerra, sino Pepita. Lo que son las cosas: parece que con una Pepita no se ponga tanta ilusión al follar. Digo que no habla de su padre porque seguro que no lo conoció, y a su madre no la debió de conocer apenas. En todo caso, ni le importa ni le da la gana. ¿Qué coño hace preguntando un viejo como yo? Pero oiga, Méndez…
Méndez cabeceó resignadamente.
– De acuerdo, de acuerdo… Favor por favor. Usted se presentará como testigo en ese juicio y yo me encerraré con la pequeña. Supongo que Madame me hará un precio especial. Por cierto, me tendré que repasar la historia de Napoleón Bonaparte.
– ¿Repasarse esa historia? ¿Para qué?…
– Se la contaré entera cuando estemos en la habitación. En algo hay que pasar el rato.
Madame Kissinger dijo sentenciosamente:
– Está usted más joven, Méndez, seguro que sí. Después de una hora tendría usted que salir hecho polvo, y sale como si nada.
– Milagros de la edad -susurró Méndez-. A veces uno se recupera.
– Pues sí, señor, milagro, porque la Merche es una fierecilla. ¡Y tan joven! Lo único que a veces molesta a los clientes es el lunar en ese sitio, supongo que usted lo habrá notado. Es demasiado grande. Yo no lo comento con nadie porque la perjudicaría, aunque a algunos, ya ve, un lunar en ese sitio les hace gracia. Bueno, entonces todo bien, ¿eh? Todo bien.
– Sí, Madame, todo bien, pero hay una cosa.
– ¿Qué?
– Me parece que esa chica no tiene documentación, y si la tiene puede ser falsa. Se lo digo como viejo policía. Ocurre mucho con las menores de edad.
– ¡Oiga, que yo con eso no juego! ¡Ella ya tiene los dieciocho! ¡Justos, pero los tiene! Estaría bueno, coño.
– No se fíe tanto. Una fecha falsificada y se mete usted en un lío, créame. Tiene un follón que no la saca ni el Cardenal Primado. ¿Qué necesidad hay?… Mejor para usted si la Merche se va a trabajar a otro sitio o deja el oficio.
Madame se encogió de hombros.
– Bueno, bueno, si usted lo dice… No crea que no lo he pensado a veces, y encima esa chica… ¡Tiene una tristeza encima!… A veces no me sirve. Hablaré con ella, y si se va, mejor. Hasta con esa juventud podría estar, creo yo, en otro trabajo. Bueno, en fin, que es posible que los clientes no la vean más, señor Méndez.
– De todos modos le he dicho antes, Madame, con su permiso… le he dicho a ella dónde me puede encontrar, por si les vienen líos. Una chica así siempre puede tener necesidad de ayuda.
– Diga que sí, señor Méndez. Y no todo el mundo se ofrece tan desinteresadamente, se lo digo yo. Bueno, de todos modos no crea que me alegra, porque a la gente le coges cariño.
Fue hacia la puerta, arreglando de paso las flores de un jarrón, y añadió:
– Son cosas de cada día, que una ha de resolver. Son… ¿Cómo le diría yo?
Méndez musitó:
– Son la rutina de la Historia.
Y salió de allí como una sombra, sin querer mirar a ninguna parte.
El caducado señor Marcos seguía allí, viendo cerca los libros y a lo lejos el mar, los terrados que parecían hundirse y las palomas blancas. Parecía mentira que hubiese pasado una semana ya. Miró a Méndez con miedo en los ojos.
– Celebro que venga, porque muy pronto me iré. Justo después de la declaración me destinarán a otro sitio. Oiga…
– ¿Qué?
– ¿Me pudo hacer ese favor?
Méndez intentó reír, mientras se encogía de hombros.
– ¡Pues claro que sí! Y le juro que la historia de Napoleón se la tragó toda.
– ¿Y…? ¿Y…?
Méndez logró lanzar una carcajada donde parecían flotar todos los grises de la ciudad, todos los metales en suspensión y todas las miasmas del aire.
– ¡Pero qué dice, hombre!… ¡Hay que ver lo fantástica que es la juventud de hoy! Nada de lo que usted teme. Tenía el culo como una rosa.
LA VOZ DE NUESTROS AMOS
Sí, ya sé, inspector Méndez. Sé que usted no se da prisa en detenerme -entre otras cosas, porque no se da prisa para nada-, pero de todos modos vendrá a buscarme muy pronto, porque el juez ya ha dado la orden. Y es seguro que en Comisaría le encargarán de la detención a usted, que es especialista en perseguir a delincuentes que no se escapan.
La verdad es que yo no pienso escaparme, y además le dejaré escrita esta carta, para facilitarle las cosas.
Usted me detendrá para acusarme de un delito de lesiones, porque arrojé un televisor a la cabeza de mi mujer, aunque sin dañarla apenas. Pero reconozco que ya es bastante en esta triste época que vivimos, llena de mujeres agredidas. Y encima pensará que soy un imbécil y no sé responder de mis actos, porque todo lo que hice después de la agresión fue bajar a la calle y ponerme a llorar junto a un niño.
Pero a usted quiero decirle la verdad, señor Méndez, quiero decirle por qué llegué a todo eso. Usted debe de saber ya que vivo en un barrio sombrío de Barcelona, que las únicas ventanas de mi casa dan a una pared, y que por lo tanto no tengo un mundo exterior que valga la pena. Me levanto y sólo tengo delante una pared iluminada por el sol, me acuesto y sólo tengo delante una pared iluminada por la luna.
Sí, ya sé que hay mucha gente que vive así en los barrios bajos de esta ciudad, y que eso tiene un remedio: la gente no mira hacia afuera, sino hacia dentro. Cierra las ventanas e instala un televisor por el que ve desfilar el mundo.
A mí también podía haberme pasado esto, pero no me pasaba. Vamos a ver por qué. En primer lugar, mi mujer y yo -un matrimonio sin hijos- éramos tan pobres que sólo podíamos disponer de televisores pequeñitos y baratos, en los que apenas se podían ver las cosas. Usted me dirá que eso no es normal, porque hasta la gente más miserable, la que apenas puede comer, se gasta lo que no tiene en un televisor de gran tamaño, porque es mejor ver la vida de los otros que ver tu propia vida. Pero es que mi vida valía la pena, señor Méndez, y yo no necesitaba ninguna otra. Además yo tenía una segunda razón para no querer que un televisor fuera el rey de mi casa.
Con mi mujer hablábamos en torno a la mesa familiar, que era el centro de nuestras vidas. En otra época ese centro había sido la cama, pero ahora ya no. Qué le vamos a hacer. La mesa nos servía para hablar de nosotros mismos, de la calle, del trabajo, de la ciudad: de ese algo tan duro, pero tan apasionante, que se llama Barcelona. A veces, los domingos, venía a vernos algún vecino y echábamos una partidita. Los vecinos eran como nosotros, y a veces pienso que en conjunto, en aquella escalera de pobres, hecha de sueños baratos, todos éramos una familia.
Luego las cosas empezaron a cambiar. Qué le voy a explicar a usted, señor Méndez, que tantas veces ha visto morir y nacer el barrio. Los televisores se vendían ya a precios relativamente más baratos que antes. Ganaron en técnica y en perfección. Ganaron también en programas, de tal modo que cuando antes sólo ofrecían dos cosas, ahora habían pasado a ofrecer diez. La gente no sólo podía seguir los deportes -que a mí no me han apasionado nunca, porque sólo son un toma y daca del dinero- sino también los seriales, los reportajes de las grandes bodas y sobre todo los chismes, montañas de chismes, señor Méndez, en sesiones donde unos cuantos hijos de puta se reúnen ante las cámaras para hablar de lo hijos de puta que son los otros. Puedes saber si un banquero le ha puesto piso a una cabaretera (y encima conocer la opinión que tienen del caso la cabaretera y la esposa legítima del pagano). Saber si una cabaretera le ha puesto piso a un cubano, y si ambos han decidido bautizar por el rito copto al hijo que les acaba de nacer. Enterarte del tamaño de los cuernos que tienen muchos respetables personajes de la vida nacional. Numerar los divorcios. Calcular lo que puede haber cobrado determinada «miss» por el uso de su coño, y determinar, por tanto, si tiene el coño de platino o solamente de oro, lo cual originará entre los telespectadores grandes controversias, e incluso enemistades para toda la vida, porque siempre habrá quien diga que si una vecina sabe el valor de un coño es porque antes lo ha vendido.
Yo le diría también, señor Méndez, que todos los gobiernos han tenido interés en aumentar con eso la idiotez colectiva, porque así la gente no critica, y muchas veces ni piensa. Pero no quiero abordar aquí los grandes temas de la vida nacional, aunque ese es uno de los primeros. Pero sí le diré que en nuestro entorno todo fue cambiando. Primero los vecinos: ya no venían a nuestra casa a hablar o echar una partidita, porque ver el programa del domingo valía más que ver nuestro comedor o nuestra cara. Segundo, mi mujer: se dio cuenta de que yo no le enseñaba nada del mundo, y la televisión sí. La pequeñez de nuestra vida se le fue metiendo dentro, y entonces se dio cuenta, repito, de que el televisor nuevo le permitía vivir, como si fueran suyas, otras vidas más grandes.
Por lo tanto perdió el gusto de hablar conmigo, pero le juro, señor Méndez, que yo no perdí nunca el gusto de hablar con ella. Mi mujer era la persona que yo había elegido para compartir mi vida, y nunca entendí por qué tenía que
compartirla con un cacharro comprado a plazos, y menos con las presuntas sesiones de cama de un director general con un diplomático. Pero la cosa era imparable y se ve que ya no tenía remedio: durante las comidas y las cenas ya no hablamos. Era el televisor el que hablaba por nosotros.
Me di cuenta de que el televisor-que tenía que haber unido a las familias en un diván, frente a la pantalla- las dispersaba. En la mesa familiar se resolvían antes los problemas de la casa, pero ahora en la mesa no se hablaba, lo cual tal vez signifique -yo soy un poco tonto en eso- que las familias ya no tienen problemas. Otro motivo de dispersión era que a nadie le gustaban los mismos programas, de tal modo que cada persona necesitaba un televisor distinto. A tantas habitaciones, tantos televisores para unas personas que cada vez se conocían más de lejos.
En mi casa pasó lo mismo que en todas las otras. No podíamos tener apenas nada, pero en cambio teníamos un televisor de los más grandotes, lleno de mandos a distancia, antirreflejos, pantallas panorámicas y estereofonías, de modo que por poco no nos lo sirven con mueble bar, microondas y bidé. El instalador nos dijo que eso era sólo el principio, que pronto podríamos captar imágenes por medio de unos satélites instalados en Marte.
Entonces empezaron mis desgracias, inspector Méndez, y lo que quedaba de mi vida se llenó de negros presagios. Un día me di cuenta de que ni mi mujer ni yo hablábamos ya en el comedor, que ella no sabía lo que me pasaba ni yo sabía lo que le pasaba a ella. Nuestras comidas llegaron a estar atravesadas por impenetrables silencios: sólo el tío o la tía de la pantalla hablaban, sólo ellos eran nuestro pensamiento, nuestra alma, el centro de nuestro mundo. Mi mujer decía a veces: «Es que así nuestro mundo se ensancha». Tal vez sí, pero ya no era nuestro.
Incluso llegué a intuir que a ella le molestaba mi presencia en la mesa, porque la distraía con mis observaciones. «Me han dicho hoy en el trabajo que…» «Por favor, cállate», contestaba con cortesía, pero con firmeza. Más tarde la firmeza se mantuvo, pero la cortesía ya no: «Y a mí qué me importa lo que te digan en el jodido trabajo, si no vas a cambiar nada. ¡Cállate!».
En estos casos ya sabe usted que lo mejor es no discutir, aunque el hecho de que no discutas no significa que no pienses. Me vino a la cabeza que si mi mujer y yo no teníamos temas comunes para hablar, ello se debía a que éramos pobres sin grandes perspectivas, y sobre todo -lo más importante, lo básico- a que no teníamos un hijo.
Entonces, inspector Méndez, hice dos cosas, las dos en orden correlativo. La primera y más fácil fue aceptar un cambio de horario en el trabajo, para llegar a comer a casa algo más tarde, ya que me dije: «Entonces mi mujer ya no estará en la hora punta de la tele y podrá sentarse un rato a mi lado, para que charlemos». Pero qué coño. Yo no sabía entonces que las horas puntas de la tele son exactamente todas las horas. O sea que aguántate. Cuando yo llegaba estaban pasando uno de sus programas favoritos, tres telenovelas (una detrás de otra, claro), a las que seguía una especie de confesión pública donde unas señoras explicaban sus pecados, pero con preferencia los pecados de sus maridos. Mi mujer me gritaba, sirviéndome la comida a golpes: «¡Y encima vienes ahora!».
La segunda cosa que por orden correlativo hice, inspector, fue remediar el hecho de que no tuviéramos un hijo. Los hijos unen, según se dice, y si no unen, al menos hacen hablar a los padres. Pero usted ya debe de haber leído en el atestado que somos un matrimonio estéril, la cual cosa tenía mal remedio cuando éramos jóvenes, pero ahora muchísimo peor. Y como no teníamos pasta para adoptar un chaval, ni perspectiva de tenerla, decidí que podía acompañarnos el hijo de unos vecinos que estaba todo el día solo en casa. El hijo de los vecinos vino encantado al comprobar que nuestra tele era diez veces más grande que la suya, y enseguida descubrió que tenía unos videojuegos, cosa que ni mi mujer ni yo hubiéramos podido descubrir jamás. Yo creo que, en cuestión de apretar botoncitos, todos los chavales nacen ingenieros ahora. Se sentaba en la alfombra, tomaba el mando a distancia y dale que dale, se hartaba de matar en la pantalla a unos extraños seres cuya muerte no le importaba a nadie, porque por lo visto eran marcianos, o al menos inmigrantes sin papeles.
El remedio, amigo inspector que ha de perseguirme, fue peor que el mal. Mi mujer, hastiada de no tener el televisor para ella, echó de casa al hijo de los vecinos (que también nos echaron de la suya) y encima dejó de hablarme del todo: en el comedor, en el pasillo de casa, en la cocina, y ya no digamos en el dormitorio. Cuando terminaba el último programa de la noche, se quedaba dormida como un tronco sin ni siquiera apagar el cacharro. Así ya me dirá usted si podíamos soñar en llegar a tener un hijo.
Solamente, al cabo de unos días, abrió la boca para hablarme. Yo me dispuse a oírla, lleno de esperanza. Pero lo único que me dijo fue:
– Tienes que trabajar más para que podamos abonarnos a unas cadenas de pago que están muy bien, y que al fin y al cabo ya tiene todo el mundo. Lo que ahora podemos ver es una auténtica birria. De modo que… ¡espabila!
Fue entonces cuando le aticé con el cacharro, cuando le di a traición y con todas las agravantes del caso. Y fue entonces también cuando bajé a la calle, donde aquel chaval de los vecinos se puso a hablar conmigo. Me dijo que nunca veía a sus padres, y que cuando éstos llegaban, lo primero que hacían era enchufar el televisor, o sea que no hablaban con él. No llegaba a hablar con nadie, de modo que me daba las gracias por estar a su lado.
Y también fue entonces, inspector Méndez, cuando, para vergüenza mía, me puse a llorar.
UNA FELICIDAD ASÍ DE PEQUEÑITA
Todos los barceloneses saben que Méndez trabaja -o dice trabajar- en la Comisaría de un barrio miserable. Todos saben también que no tiene ningún plus -o sea vive del sueldo pelado-, por lo cual no puede permitirse más lujo que comprar libros y encima leerlos, lo cual acabará con su salud. Todos están enterados, en fin, de que Méndez se ilusiona con las mujeres, pero no tiene ninguna fuerza en la cama, lo cual le ha originado una serie de reclamaciones a las que no sabe cómo hacer frente.
Por eso hubo juerga general en la Comisaría cuando Méndez les dijo a sus compañeros que se iba a visitar a una viuda.
En la mente calenturienta del funcionario español siempre ha estado escrito el axioma de que las viudas lloran al macho ausente pero necesitan cambiarlo por otro. Por lo tanto la viuda es una presa fácil, con la única condición de que hayan transcurrido más de cuarenta y ocho horas desde el sepelio. Todos los funcionarios españoles mueren convencidos de ello, aunque nunca hayan tenido una oportunidad, según parece por pura mala suerte.
Hubo gritos de ánimo para Méndez:
– ¡No la dejes escapar!
– ¡Agárrala en la puerta!
– ¡Dale una lupa para que te la vea!
Pero Méndez marchó muy dignamente, y en lugar de ir cuanto antes a casa de la viuda pasó primero por el despacho de un notario. Le atendió una chica redondita, culona, con gafas, de las que siempre le habían gustado a Méndez porque, según él, se dejaban tocar las rodillas por debajo de la mesa, y para disimular recitaban en voz alta la Ley Hipotecaria.
Pero la chica redondita, culona y con gafas no se dejó tocar nada. Le dijo a Méndez:
– Ya tengo toda la documentación lista. El jefe le ha dado número de protocolo esta mañana.
– Pues muchas gracias.
– Después de la sentencia judicial condenando al estafador, se han modificado los datos del Registro de la Propiedad y el piso vuelve a estar a nombre de la auténtica dueña. Cuando usted le dé los papeles, tendrá una gran alegría. Se ha tomado muchas molestias, señor Méndez.
– Creí que era mi deber.
– Espero que la viuda se lo agradezca.
Y la empleada de la notaría le miró de refilón, mientras nacía un destello en el fondo de sus gafitas de niña buena. «Coño», pensó Méndez, «tenía buenas piernas, buen culo y buena piel, pero también mala leche. Creía que toda viuda bien nacida no tiene más remedio que agradecer los detalles».
Claro que en el fondo era como para sentirse halagado. Porque pensaba que Méndez aún se mantenía joven y era capaz de corresponder a la gratitud.
Tomó los papeles y dijo con una sonrisa de funcionario desengañado:
– Lástima que usted no tenga que agradecerme nada.
Un sexto piso con el ascensor estropeado porque los vecinos lo sobrecargan de peso y no hay dinero para arreglarlo. Una puerta metálica donde alguien ha dejado escritas las normas de la felicidad perfecta: «Follate a la Anita». O: «Lolita, la del tercero, lo hace bien». En la misma puerta hay una consigna de aliento para que la gente use el ascensor: «Cabrón el que suba». A Méndez le hubiera gustado ser cabrón, pero el ascensor no funcionaba.
Menos mal que sólo eran seis pisos, porque el bloque tenía diecisiete. A partir del tercero, Méndez quedó sin aliento y empezó a maldecir todos los tabacos selectos que había fumado en su vida, procedentes la mayor parte de las cárceles municipales y los cuarteles de la Legión. En el cuarto ya se ahogaba, en el quinto pensó en la conveniencia de pedir los santos viáticos y al llegar al sexto ya estaba en pleno
Menos mal que le esperaba la viuda, dispuesta a ser agradecida como fuese. La culona de la notaría ya debía de estar pensando que recibiría a Méndez con faldita corta, liguero y medias negras.
La viuda abrió.
– Hola, señor Méndez.
Era joven, pero ya tenía el cabello casi blanco. Las piernas insinuaban esas varices que una mujer cultiva sin saberlo cuando se pasa la vida de pie. Las manos estaban hinchadas por el contacto con detergentes, lejías, aguas sucias y toda clase de líquidos urbanos. La piel gastada albergaba en su fondo los gusanos del tiempo que aún habían de nacer.
La mujer sostuvo la puerta y le invitó a pasar a una sala desde la que se veían otras torres iguales, bloques ¡guales, barrancos que bajaban hasta la autopista, árboles comidos por orinas vecinales, containers con gatos de plantilla, tuberías rotas por las que se deslizaban líquidos esponjosos, bolitas negras y cacas gratinadas. Toda Ciutat Meridiana era un Manhattan de torres de ladrillo y antenas, pero edificado sobre barrancos llenos de coches, bolsas de basura y hogares del jubilado. Las calles subían hacia la montaña y bajaban hacia el abismo sin un solo rincón que mereciese tener un nombre. Una autopista a la derecha, otra a la izquierda y en medio aquella erupción volcánica.
– Pase usted, señor Méndez.
Cuando los inmigrantes ya no cupieron en el corazón barato de la ciudad, o sea el barrio de Méndez, fueron desplazados a lugares más remotos, como Montjuïc y el Carmelo, montañas que adornaron con una corona de barracas. O a las playas de Pekín, Marbella y Somorrostro, donde los temporales se llevaban las chabolas y donde los policías franquistas despertaban a los vecinos cada amanecer, fusilando cara al mar a unos cuantos rojos malnacidos. O al final del Cementerio Nuevo -que, por supuesto, es el antiguo- sobre cuyas paredes exteriores se asentaban las barracas. Por descontado, no convenía profundizar demasiado en aquellas paredes, a no ser que se quisiera entablar amistad con los muertos.
Claro que había sitios mejores -pensó siempre Méndez, mientras se ilusionaba con la prosperidad del país- como La Bordeta, Pueblo Nuevo y el Clot, donde tampoco cupieron. Entonces se construyó dentro de la ciudad una autopista llena de semáforos y bordeada por rascacielos para pobres que habían dejado de ser pobres. Se llamaba Avenida Meridiana, y Méndez evitó siempre pasar por ella, no fuese a pillar una corriente de aire. Pero eso era para ricos ex-pobres, y lo que abundaba eran los pobres que no habían llegado a ser ex, los cuales seguían sin caber en ninguna parte. Se les envió a una ciudad artificial llamada «San Ildefonso», que al no ser ciudad recibió el nombre de «Satélite», o a las barriadas de Verdún y Torre Baró, en la montaña, donde los pobres que nunca serían ex se construyeron sus propias calles y sus propias cloacas los domingos por la mañana. También llenaron Hospitalet, que no era capital -como San Ildefonso no era ciudad- pero se convirtió en una de las capitales más importantes de España.
– Siéntese en la salita-comedor, señor Méndez. Mire, desde aquí hay una buena vista.
Los otros rascacielos, los barrancos, las luces de la autopista, la noche que cae, los vecinos de al lado que se ponen a cantar «España cañí» desaforadamente.
– Le prepararé una copa de coñac.
– Que sea barato.
– Yo sólo lo tengo barato, señor Méndez.
Cuando los inmigrantes ya no cupieron en las ciudades naturales ni artificiales, se les envió más lejos. Por ejemplo a Rubí, más allá del Tibidabo, que antes estaba llena de pinos y pronto se llenó de orinales; a Tarrasa y Sabadell, donde los inmigrantes se ahogaron en las inundaciones del año 62, o a Cerdanyola, antes una población tan pequeña y bonita que las familias de medio pelo veraneaban en ella. Los niños y las mujeres residían allí, y los viernes por la noche iban los maridos que habían estado trabajando en Barcelona toda la semana. Llenaban por entero un tren cargado de ansiedad al que los vecinos llamaban «el tren de la leche».
Ciudad Meridiana, donde residía la viuda -junto a otras viudas innumerables- no estaba en Barcelona ni dentro de ella. Era un desmonte que todo lo tenía lejos: la ciudad, el trabajo, los autobuses, la esperanza. El director de una caja de ahorros del lugar le había dicho: «De la población que vive aquí, la mitad son ladrones y la otra mitad son policías». Pero ni eso: Ciudad Meridiana no ofrecía tantas emociones.
– Bueno el coñac -elogió Méndez.
– Tenía que haberle comprado otro mejor, pero es que no me ha dado tiempo. Una compañera se puso enferma y he tenido que limpiar una oficina extra en el otro lado de Barcelona, en el quinto coño. Te pasas doce horas trabajando y doce horas para ir y venir. Estoy tan reventada que ni la tele pongo.
– Le entiendo muy bien -susurró Méndez-. A mí ya sabe que no me gusta moverme de Ciudad Vieja, donde lo tengo todo a mano. Para venir aquí he de tomar antes un reconstituyente.
Y tendió a la mujer los papeles que le habían dado en la notaría.
– Tome, aquí está todo. Guárdelo bien.
– Nunca podré pagárselo, señor Méndez.
– Tampoco hace falta que me lo pague.
– Es que con dos hijos para criar, esto es lo más importante de mi vida, se lo juro. Mi marido, cuando ya estaba enfermo de muerte, me dijo: «Mira, al menos te dejo pagado el piso». Pero qué leches de pagado. Los de la Inmobiliaria habían colado bajo mano una hipoteca de no veas, y resulta que lo debíamos todo. Si ustedes, los de la policía, no llegan a desmontar la estafa, aún estaríamos igual.
– No fuimos nosotros, sino los abogados de los vecinos -dijo Méndez-. La policía hizo poca cosa, y mucho menos yo. Yo sólo persigo a gentes que roban un paquete de tabaco o pellizcan el culo de una señora en un autobús.
– Pero usted se preocupó de llevar la sentencia del juez al notario, ir al registrador de la Propiedad, hacer que los papeles volvieran a estar bien. Son esos detalles en los que una mujer como yo se encuentra sola y no sabe qué hacer.
– Bueno, pues no la molesto más. Usted tiene que estar cansada.
– Más lo estaba ayer. Ayer tuve que limpiar la oficina extra que le digo, y encima otra. Ah… Y además andaba la mar de apurada, porque creí que era ayer cuando usted vendría.
– Es verdad, tenía que venir ayer -se disculpó Méndez-, pero es que a última hora me llamaron para un programa de radio.
– ¿Para un programa de radio usted?…
– Es verdad, hay emisoras que siempre se están exponiendo a que les baje la audiencia. Pero se ve que llaman a personas de todas clases y les preguntan si saben lo que es la felicidad.
– ¿La felicidad? ¿Y lo sabe alguien?
– Yo, al menos, no. Supongo que contesté muy mal y no resolví nada. Sólo se me ocurrió decir que la felicidad es algo tan extraño y tan volátil que existe sin existir, no sé cómo explicarlo. Vamos, que cuando la felicidad no existe te das cuenta enseguida, pero cuando existe resulta que no te enteras. Los de la radio se hicieron un lío, yo también, y los oyentes supongo que cambiaron de emisora o se fueron al otro lado de la casa a hacer un pipí. Pero es verdad eso que le digo: cuando la tienes no te enteras, quizá porque es sólo un momento. Antes de que me echaran del estudio se me ocurrió incluso añadir una cosa que había dicho Benjamín Franklin.
– ¿Benjamín queeeeé?
– Era un norteamericano, uno de los padres de la Constitución, un tío que dijo que todos tenemos derecho a buscar la felicidad. Bueno, buscarla es muy sencillo, pero encontrarla es otra cosa. De todos modos, supongo que es bueno que Franklin lo dijera, porque los de arriba siempre te dicen que lo único que has de hacer es joderte. En fin, ese mismo hombre dijo que si sumáramos todos los momentos de felicidad de nuestra vida, estos no llegarían a veinticuatro horas. No parece muy estimulante, pero creo que tenía razón.
– No veo que ese hombre fuera un genio, si sólo dijo eso.
– También inventó el pararrayos.
– Ah, entonces es distinto.
– Total -recapituló Méndez-, que en la radio nos quedamos sin saber qué es la felicidad.
– En la radio y en todas partes.
– Supongo que no volverán a llamarme nunca más -suspiró Méndez-. En fin, estupendo este coñac, señora. No he probado uno mejor desde que estuve en Ceuta.
Se puso en pie y fue hacia la puerta, dando la espalda a todas las prosperidades enmarcadas en el paisaje de la ventana. Imaginó lo que sería la vuelta, resbalando por los desmontes hasta la ciudad lejana, que ahora se había convertido sencillamente en una masa de coches también llenos de prosperidad. Pero recordó que en la radio le habían echado, como ocurre siempre, sin dejarle decir todo lo que tenía que decir. Medio apoyado en la jamba de una puerta, musitó:
– ¿Sabe qué pienso a veces? Que nuestra felicidad es tan complicada que a la hora de la verdad nos pasamos la vida disfrutando la felicidad de los otros. Por ejemplo, el hombre que sólo vive para la alegría de su equipo cuando marca un gol. O para el triunfo de su ídolo en una película. O la de su líder político, con la calle llena de banderas que a la hora de la verdad sólo quedarán para el recuerdo de las fotos. Y también la de la mujer que ayer se extasió viendo la cantidad de baños que tenía la casa de Isabel Preysler, y hoy se extasía al enterarse de que miss Universo se ha casado con el amor de toda su vida. Eso. Resulta que los desgraciados vivimos la felicidad de los otros, porque es nuestro derecho. Eh… ¿Adonde va?
– A ver si los niños duermen. Perdone, señor Méndez.
El viejo policía fue tras ella, y se detuvo en el umbral. Los dos pequeños, el mayor de cuatro años, descansaban en una misma cama. La mujer hundió los hombros con cansancio, pero sonrió. En su mirada se detuvo el tiempo.
– Lástima que no haya estado usted en la radio en mi lugar -dijo Méndez en voz muy baja-. Hubiese explicado lo que es la felicidad mucho mejor que yo. Seguro.
LA ESTATUA
Hubo un tiempo lleno de felicidad patria -recordaba Méndez-en el que media Barcelona pasaba hambre, pero los nuevos ricos estrenaban grandes pisos, y como ya tenían dinero pensaban que ahora sólo les faltaba tener inteligencia. Por eso compraban colecciones enteras de libros, pero sólo por metros cuadrados y por los colores del lomo. Es decir, el decorador les construía unas ricas estanterías para cubrir todo un panel de pared, y les recomendaba: «Aquí quedarían estupendos unos libros de lomo rojo, azul, amarillo y fucsia. Con la luz lateral del sol, darán unos reflejos estupendos».
¡Ardía y meritoria labor la del rico que tenía que buscar la combinación de todos esos colores! Nadie sabe hacerse cargo de su labor tenaz, fatigosa, desinteresada y noble. No leía nunca, pero iba a las librerías, las distribuidoras y a veces los almacenistas, provisto de una cinta métrica, y nada escapaba a su ojo perspicaz y su innegable sentido de la estética.
La verdad es que ahora en Barcelona ya no se pasa hambre (o ya no se pasa tanta), pero el rico que además quiere ser culto ha creado escuela y existirá para siempre, sin que la posteridad le reconozca su mérito. Peor son otros ricos más modernos que tienen las estanterías llenas de aparatos de hi-fi, bibelots, teléfonos móviles, copas de un campeonato de karaoke y retratos de la primera comunión de su querida, pero ni un maldito libro.
Antes, al menos, se disimulaba, pero ahora ni falta hace.
Sabido es que Méndez vive en cuchitriles, en parte porque no quiere dejar los barrios viejos, y en parte porque su sueldo de eterno principiante no da para otra cosa. Son habitaciones más bien oscuras, desde cuyas ventanas sólo se ven un pedacito de cielo, unos balcones, unos geranios y el culo de la matrona que los cuida. Esos culos siempre se repiten en el barrio, de madres a hijas, y llegan a tener un verdadero interés histórico.
Las paredes siempre están cubiertas de libros y por lo tanto de almas acechantes de seres que han existido, rodeando el sueño de Méndez. Cuando los lee, sobre todo en bares y casas de comidas de urgencia, Méndez queda con la mirada perdida mientras los delincuentes se le escapan, pero piensa y a veces toma notas. Una de las que más veces ha tenido que repetir es esta: «Felices los países que no tienen historia». En los países que no tienen historia la gente puede dedicarse a engordar, criar un gato, fijar los horarios del coito, hablar de fútbol, hacerle la puñeta al cónyuge y otras tareas de notable importancia. En cambio, los países que tienen mucha historia se pasan la vida remendando banderas, visitando cementerios y conmemorando batallas, no todas ellas ganadas necesariamente, mientras el coito se hace no cuando se quiere, sino cuando se puede.
Aquella mañana, durante su horario de servicio, Méndez se dio también cuenta de una cosa de gran importancia. En los países que han tenido muchas guerras son retiradas las estatuas de los vencidos para poner las de los vencedores, cambian los nombres de las calles y algunos artistas ven proscritos sus nombres, ante la sospecha de que no colaboraron con el nuevo régimen o se enamoraron de la esposa de un general enemigo.
Aquel día el inspector jefe le ordenó:
– Usted mucho cuidado, Méndez. Vigile y no deje de vigilar, porque podría haber un atentado. Al acto de esta mañana viene nada menos que un ministro.
El acto de aquella mañana consistía en la instalación, en una pequeña placita, de una estatua de mujer, una estatua puramente ornamental, esculpida cuarenta años antes por un artista que había ganado un concurso del Ayuntamiento, pero luego se descubrió que el artista era un rojo, es decir un enemigo de la religión y del país, y probablemente un enemigo de las mujeres. La estatua no fue pagada, y encima se la condenó al olvido en un almacén municipal. Ahora se quería hacer un acto de justicia y colocar la estatua en el sitio donde siempre debió estar, pero eso sí, con el artista ya muerto, no sea que se le ocurriera esculpir otra.
Méndez fue y recibió la primera bronca:
– Venga, Méndez, a ver si estamos atentos. Deje de mirar la estatua y vigile al personal.
– Es que es una estatua muy bonita. Y una mujer soberbia.
– Sí, de las de antes. Demasiado llenita, Méndez, como a usted le gustan, pero eso es un error. Hoy día las estatuas tienen que ser de mujeres que hacen régimen.
En efecto, era una hembra mórbida, llenita, compacta, y al mismo tiempo llena de dignidad. Era la juventud, el orgullo, la salud, hechos tiempo y piedra. Tenía un rostro sereno, dulce, con unos ojos rasgados que miraban al porvenir. En cada una de sus curvas, de sus líneas, estaban la alegría y la plenitud mediterráneas.
¿Cuánto tiempo había yacido olvidada aquella estatua en un almacén municipal? ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco? Méndez tuvo que cerrar los ojos. A veces le ahogaba la sensación del tiempo.
El ministro empezó a divagar brillantemente. Que si era una estatua antológica, digna de los mejores anhelos de un artista que se adelantó a su tiempo. Que si Chillida. Que si Benllíure. Que si Ciará. ¡Que si Rodin! Méndez estaba fascinado. Ni Chillida, ni Benllíure, ni Ciará, ni Rodin tenían que ver uno con otro, y además el artista no se había adelantado a su tiempo. Qué coño. Había esculpido una estatua griega de una señora que estaba de buen ver. Pero el ministro ya iba lanzado, habló de las esculturas de Roma, dijo que la que tenían delante podía haber simbolizado la Libertad, la Revolución y el Progreso, y juró que, con aquel acto, la ciudad pagaba una deuda. Los concejales, los diputados, las diputadas y las fuerzas vivas aplaudieron cariñosamente.
Fue entonces cuando el inspector-jefe se acercó sinuosamente a Méndez.
– A ver si estamos atentos de una vez, me cago en la leche. Ojo con esa zorra que quiere situarse al lado de la estatua, o sea demasiado cerca del ministro. A ver si la echa discretamente, sin que se note… Lleva encima más miseria que toda la Ciudad Vieja junta. Hala, Méndez, muévase. Un atentado puede llegar en cualquier momento.
No parecía que la mujer fuese a cometer un atentado, eso no, pero lo cierto es que molestaba. Aquella mujer comida por las enfermedades, vestida de cualquier manera, queriendo colarse entre tanto uniforme y chaqué… «Son cosas de la democracia», pensó Méndez, «pero ya se sabe que demasiada democracia acaba con la democracia». La mujer, medio empujada por un guardia urbano, gimió. Otro la apartó con más brusquedad mientras decía: «¡Señora!» con un retintín de desprecio. Méndez, que se había acercado gatunamente a ella, la tomó por un brazo.
Se dio cuenta de que era una ruina física. Y se dio cuenta también de que estaba llorando.
– ¿Va a detenerme? -musitó ella.
– Al contrario. Nos iremos de aquí, pero me gustaría invitarla a algo y hablar con usted.
– ¿Conmigo? ¿Por qué?
Méndez contempló los ojos rasgados, tan parecidos a los de la estatua, la piel caída, que antes cubrió amplias curvas, y musitó:
– Sólo quiero decirle que en otro tiempo fue usted muy guapa.
LA SOLEDAD GOTA A GOTA
– Eres un hijo de puta, un maldito. Cuando salgamos de aquí no quiero verte nunca más. Tú la dejaste morir.
– No fui yo -dijo la otra voz-. Al contrario, fuiste tú, condenada embustera. Fuiste tú. Si murió fue por un descuido tuyo, por culpa tuya.
No eran palabras muy lógicas para ser oídas en el despacho de Sergi Llor, aquel sitio elegante y noble donde Méndez entraba con verdadera timidez. Y no era para menos, pues el despacho estaba en la aristocrática calle de Ganduxer, en la Barcelona alta, lugar en que a Méndez las mujeres le parecían más bellas, los escaparates más elegantes y el sol más luminoso. Hasta las cloacas, sin duda, debían de haber sido perfumadas por orden del Ayuntamiento.
– No tendré piedad -decía la voz femenina en un cuchicheo-. Esa muerte no te la perdonaré nunca.
– Después de esto ya no puedo vivir contigo -susurraba la voz masculina-. Y tú eres la culpable.
Aquel despacho, además, acoquinaba a Méndez por su alta -y seguramente nociva- categoría intelectual. Méndez no acababa de entender que todos aquellos librotes firmados por Bolaffio, Ihering, Manresa, Castán y el viejo Borrell pudieran ser leídos por alguien sin exponerse a la muerte súbita.
– En cada esquina de la casa noto su vacío -susurraba la voz femenina-. Ya nada tiene sentido, y mucho menos tú. Apenas hayamos hablado con el abogado cambiaré la cerradura. No quiero que vuelvas.
– Yo tampoco quiero volver a verte a ti -susurró por su parte la otra voz, algo más ronca-. Ella y su compañía eran lo único que nos mantenía unidos en la casa, lo único que hacía que yo te aguantase. Ya puedes cambiar la cerradura, porque yo tampoco pienso volver.
Como seguramente conocen todos los que hayan leído las verídicas historias de Méndez, este había conocido al abogado Sergi Llor con motivo de los asesinatos que dieron origen al libro
El joven ayudante de Llor, que como la gente sabe se llama Llar, hizo pasar a Méndez a una de las salitas de espera.
– El jefe no tardará -le dijo-, es cuestión de minutos. Tome estas revistas y distráigase mientras tanto. Ah, perdón… Ahora me doy cuenta de que son revistas de Derecho Privado. Le traeré alguna otra cosa, porque si lee eso acabará en el médico.
Caminó hacia el despacho contiguo, pero entonces Llar se dio cuenta de que la puerta de la otra salita de espera estaba mal ajustada, de manera que llegaban hasta allí las palabras de las dos personas que también aguardaban. Con un gesto de disculpa la cerró bien.
Méndez se dispuso a esperar, mientras echaba ojeadas furtivas a los lomos de los libros alineados en las estanterías de la pared. Si se mantenía a cierta distancia de ellos -pensó- no serían infecciosos. El silencio le sosegó, la paz de la casa le tranquilizó como un bálsamo, y hasta pensó relajarse y encender un cigarrilio, pero no se atrevió porque la baja calidad del tabaco que fumaba Méndez podía hacer que en un sitio así se declarara el estado de emergencia.
Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvieron las voces. Sonaban más bajas y confusas, pero llegaban a entenderse.
– Recuerdo sus ojos, su compañía y su amor, pero sobre todo recuerdo sus ojos. Nos seguían a todas partes, porque éramos su última esperanza. Nunca te perdonaré aquel descuido, nunca.
– Ella no murió por un descuido mío, sino tuyo -replicaba la voz del hombre-, y yo tampoco te lo perdonaré. Si seguíamos viviendo juntos era porque nos pertenecía a los dos, porque era lo único que nos unía, pero ahora no estoy dispuesto a soportar contigo el aburrimiento de cada día. Ya nos lo hemos dicho todo, y no nos queda ni el consuelo de hablar con ella. De modo que, en cuanto salgamos de aquí, pienso perderte de vista para siempre.
La voz de la mujer resonó con odio:
– No creas que me castigas con eso. Al contrario. Mejor vivir sola que con una estatua como tú. Muerta ella, ya nada nos une. Ya nada tenemos que decirnos. De modo que lleguemos a un acuerdo y cada uno por su lado, cuanto antes mejor.
Méndez hizo un gesto apesadumbrado, porque le dolían aquellas situaciones al final de la vida. Cuando ya nada vale, cuando todas tus ilusiones, tus esperanzas, tus palabras, han muerto. Es como poner sobre todos los años de tu vida un sello de ceniza. Pero no pudo seguir pensando, porque en aquel momento entró el joven Llar.
– Le he conseguido algunas otras revistas -dijo-. De todos modos no tendrá que esperar mucho, porque el jefe está a punto de llegar.
Méndez señaló la puerta de cristales cerrada. Aquellas grandes puertas de cristales le gustaban porque eran propias de los pisos nobles y antiguos.
– Lástima -dijo.
– Sí, señor Méndez, una lástima. Ese matrimonio es mayor y va a deshacerse, porque no queda nada que les una. A veces hablo con el jefe de lo que significa vivir sólo días muertos, después de haber creído en algo.
– Yo lo entiendo. Debe de ser terrible, para dos personas así, que se les muera su única hija.
Llar le miró de soslayo, con una cierta sorpresa.
– ¿Hija? No, señor Méndez, no tenían ni eso. Eran solamente ellos dos. La que se les murió en un descuido fue su perrita.
Méndez quedó con la boca absurdamente abierta.
De pronto la habitación, antes tan luminosa, le pareció oscura y vacía. Musitó:
– Coño.
EL ARTE DE MENTIR
Elisenda había sido una mujer muy bella, muy espectacular, y en cierto modo lo seguía siendo. Ni siquiera aquella insinuación de la muerte lograba deformar su rostro. Aquella insinuación que ella no notaba, pero que llevaba tiempo acechando en la luz de la ventana, hablaba con el crujido de la puerta y se mecía con el viento. Elisenda tenía una agonía serena, casi plácida, pero su mirada ya no distinguía a nadie: ni siquiera vio a Méndez, que la había estado persiguiendo durante tanto tiempo.
Méndez se quitó respetuosamente el sombrero, salpicado por las gotitas de lluvia que acariciaban el gris de la ciudad. Se sentó en el lugar más discreto de la habitación del hotel y aguardó, mientras el silencio le traía el rumor de la lluvia, que ahora golpeaba la ventana con más fuerza. Si es amargo morir, la amargura se dobla si mueres en una habitación de hotel y encima en una tarde como esta, cuando los embotellamientos impiden que hasta los últimos amigos acudan a tu cama. Un rayo hizo que la única luz de la habitación temblara. Méndez pensó: «Sólo faltaba esto».
Estaba dispuesto a aguardar, ¿pero aguardar qué? Durante años había estado siguiendo la pista de una de las más inteligentes estafadoras del siglo, y ahora, cuando iba a echarle el guante, se encontraba con que Elisenda ya no era más que una mujer a punto de morir. ¿Cómo iba a detenerla?
«Después de tanto tiempo, ¿cuál va a ser tu éxito, Méndez? ¿Vas a llevarla a Comisaría para tenerla allí de cuerpo presente? ¿O será mejor que esperes un poco más y lleves a la Comisaría su lápida?».
Mientras aguardaba con silencioso respeto, como un amigo más (como el único amigo realmente) a que Elisenda quedase dormida para siempre, Méndez, con los ojos entrecerrados, fue recordando pedazos de su historia: Elisenda había sabido jugar con los hombres, les había mentido y había conseguido encima -porque la mentira es una de las bellas artes- que los hombres a los que engañó siguiesen enamorados de ella. Ahora mismo estaban en la cárcel dos cómplices pagando por Elisenda lo que ella nunca pagó. Méndez había intentado sacarlos de allí, moviendo una revisión judicial, pero toda revisión era inútil mientras ella no confesara su culpa. Y Elisenda no la confesaría nunca porque se estaba muriendo.
Méndez se pasó una mano por los labios, en los que notaba un sabor amargo.
«Buenos chicos», pensó, «en el fondo buenos chicos que merecían algo mejor. Seguro que Elisenda no se ha molestado en escribirles ni una vez, y ellos allí sufriendo y pagando por lo que no han hecho. Merecerían una compensación».
¿Pero cómo diablos compensarles? Elisenda ya no confesaría.
El médico llamado a toda prisa por el director del hotel movió la cabeza resignadamente -pero también con una especie de alivio- y susurró:
– Ha muerto. Ya me extrañaba a mí que pudiera vivir tanto, llevando encima un cáncer de los que no perdonan.
El ayudante del ayudante del ayudante del director del hotel (Elisenda era ya un estorbo que no merecía más atenciones) suspiró con alivio también.
– Menos mal -dijo-; tenía la habitación pagada hasta pasado mañana. Extienda el certificado, doctor, y sacaremos el cuerpo por la puerta de mercancías esta misma noche. Bueno, si este señor no tiene nada que decir en contra.
«Este señor» era Méndez.
Poco habituado a los tratamientos, Méndez hizo un gesto negativo con la cabeza, dirigió una mirada de despedida a la muerta, se puso el sombrero y salió, observando con aprensión que por los cristales de la ventana ya se deslizaba a raudales la lluvia. Iba a empaparse y encima no había conseguido nada. Es decir: fracaso doble.
En la puerta casi tropezó con Néstor, un reportero de Sucesos al que conocía bien. Néstor también le miró aprensivamente.
– No me diga que la ha encontrado, Méndez, y encima antes que yo. Llevo dos meses siguiéndole la pista.
– Pues podrías haber logrado un reportaje exclusivo, pero ya no te va a servir de nada. Acaba de morir.
– Coño, una mujer que fue tan bonita.
– Y tan inteligente y fina. La muy condenada sabía mentir como nadie.
– ¿Ha muerto sin sufrir?
– Sin sufrir-confirmó Méndez.
Quizá era una mentira, pero la mentira siempre ha sido un arte. La política, la religión, el amor, la fidelidad, el mismo concepto de nuestra vida se basan en una mentira inicial de la que hemos hecho una mentira persistente, solía pensar Méndez cuando deambulaba por las calles de la ciudad. ¿Qué importa si la muerte plácida se convierte en una mentira más?
Néstor susurró:
– A su modo, era una mujer admirable. Más de una vez fingió hasta su propia muerte.
– Esta vez no -dijo Méndez-. Estate tranquilo.
– ¿Cómo ha podido dar con ella, Méndez?
– Pistas y pistas que no encajaban. Vigilancias de esquina. Rastreo de cuentas en los bancos y otros establecimientos nefastos. Conversaciones en casas de putas y otros establecimientos nobles. Todo esto te acaba llevando por un camino del que no estás seguro, pero que tú llenas de paciencia cuando lo ves vacío. Y ya está. Un triunfo clamoroso, como todos los míos. Nada.
– No crea: yo también he invertido muchas horas en un posible reportaje que ahora no valdrá ni la mitad, porque tendré que sustituir sus palabras por la arqueología de los archivos. Ella no podrá contarme nada. La pista me la dio su último médico cuando me dijo que ella, todavía con un aspecto muy presentable, se acababa de instalar en un hotel para que no la encontrasen, porque tenía documentos falsos. Pero, claro, no me dijo qué hotel era.
– ¿Y ahora qué?
– Ahora nada. Ahora escribiré sencillamente lo que pueda.
El reportero Néstor se encogió de hombros y entró en la habitación de la muerta, una habitación donde tal vez, un par de días después, celebraría su ritual una pareja de novios, empezando a construir el edificio de humo de sus mentiras. «Esos edificios de humo necesitan a veces grandes arquitectos», siguió pensando Méndez. Vio que Néstor se dirigía al médico, que aún estaba extendiendo el certificado de defunción.
Hala, qué reportaje de mierda iba a poder sacar, después de tantos desvelos. Y él, ¿qué? Vaya detención de mierda.
Salió a la calle y se empapó de la lluvia que lava, la lluvia que renueva, la lluvia que purifica, aunque en Barcelona sólo llueve agua de fábrica, o sea que también eso es una mentira. Méndez se fue colocando bajo los toldos de las tiendas, los salientes de los balcones, las marquesinas de los cines: su pensamiento bajo las faldas de las mujeres, las sombras de los portales, las luces de las ventanas donde la gente veía morir su vida. El pensamiento volvió otra vez al hotel donde ahora se estaría planificando la salida del cadáver de Elisenda, donde conserjes untuosos contestarían al teléfono y dirían: «Sí, señor, mañana mismo tendremos una habitación que acaba de ser renovada, una habitación libre».
¿Y los dos hombres que aún estaban en la cárcel por ella? ¿Y las dos víctimas? Si Méndez había tratado de dar con la estafadora no era tanto por tener una presa más como por tener dos presos menos, porque ella era la única que, con su declaración, los podía salvar. ¿Y ahora qué? ¿Ahora qué iba a hacer? Ahora no podía sino respetar la santidad de una sentencia, que en este caso era la santidad de una mentira.
Pero si las mentiras sirven para condenar también pueden servir para salvar, siguió pensando Méndez. De hecho, nuestras vidas y nuestros amores están siempre siendo salvados por ellas.
Y si a los dos inocentes no les podía dar ya la verdad de la ley, siempre les podría dar al menos el consuelo de la mentira.
Por eso Méndez fue al día siguiente a la Cárcel Modelo, donde estaba uno de los presos. Ya había dejado de llover, y ahora el viento arrastraba papeles, hojas de árboles, sillas de café y carísimos perfumes de gasolina.
– Lo siento, Barrios. He de decirte algo que no te gustará. Es una noticia muy amarga. Ayer murió Elisenda.
– ¿Elisenda?
En los ojos del hombre hubo primero un brillo de incredulidad, luego un brillo de lágrimas. Era evidente que aquel hombre aún la amaba, aún amaba a la gran hechicera, la gran cabrona, la gran maestra en la más selecta de las bellas artes. Méndez le ofreció un cigarrillo mientras añadía:
– Sé que es muy amargo, pero al menos puedo darte una buena noticia. Yo estaba a su lado cuando murió, y por eso mismo oí muy bien sus palabras. Sus últimas palabras, muchacho, fueron para ti. Te recordaba sólo a ti y sólo a ti te pedía perdón. Me dijo con su última voz que te había querido siempre.
El preso se quedó llorando, aunque a veces se llora de gratitud.
Y entonces, como la mentira sigue siendo una de las bellas artes,
Méndez viajó hasta la cárcel de Lleida, en busca del segundo hombre: «Sus últimas palabras las oí perfectamente y fueron sólo para ti», dijo. «Te recordaba sólo a ti y te pedía mil veces perdón. Dijo que te había querido siempre».
También el segundo preso lloró de gratitud y de paz. Méndez volvió satisfecho a Barcelona, abrió el suplemento dominical del periódico y se encontró con la pequeña crónica de Néstor, la crónica que podía haber sido tan grande. «Elisenda Pons», decía Néstor, «la habilísima y buscadísima estafadora, tan maestra en su oficio, acababa de morir de un cáncer de garganta. Durante los últimos días de su vida, a causa de las complicaciones, había estado completamente muda».
Méndez fue a su lugar de trabajo, a lo más profundo de lo que fue el barrio perdido. Con expresión plañidera, se sentó al otro lado de la mesa de su jefe.
– Señor Comisario -dijo, tras calcular las fechas en que saldrían a la calle los dos presos-, ¿no tiene alguna misión especial para mí? ¿Una misión, por ejemplo, en la antigua Yugoslavia?
LAS MIGAS DE PAN
La importante señorita Bermúdez había sido, en sus mejores años, una putita de la buena sociedad. Méndez, a quien nunca se le despintaba una cara, recordaba haberla visto en esas «revistas del corazón» que hablan de adulterios de famosos, separaciones de banqueros, noviazgos de maricones y bautizos de niños que todavía han de nacer. Esas revistas no las compraba Méndez, pero las llevaban encima todas las cortesanas de la calle cuando se presentaban para denunciar que el vecino de arriba les había hecho perder la virginidad y encima les había robado el bolso.
Pues bien: las putitas de buena sociedad suelen tener más suerte que las putitas de la calle. Ahora la señorita Bermúdez tenía un piso de lujo en los barrios altos, un gran vestuario, un coche deportivo y un peluquero casi exclusivo que de vez en cuando la traicionaba dando hora a otras mujeres de la competencia. Tenía también una suegra quisquillosa y un marido que antes fue
La señorita Bermúdez-Méndez la llamaba así, y no «señora», porque la recordaba de los viejos tiempos- había estado siempre delgada, pero ahora se le podían numerar todos los huesos porque aún aspiraba a ser modelo de lencería y llevaba años pasando hambre. Su dietista, de gran fama, era conocido como «doctor Auschwitz», pero gracias a ello algunas revistas del corazón aún fotografiaban a miss Bermúdez elogiando su esbeltez, su elegancia y su figura más bien sinuosa, que según un pie de foto «estaba dotada con todas las maravillas de la ingravidez». En otra revista del ramo se defendía a la Bermúdez de las insinuaciones de infidelidad, diciendo que el marido podía estar tranquilo, «porque una dama de tal esbeltez sólo puede meterse en cama con un ángel».
Esta mañana, sin embargo, la importante señorita y su importante suegra estaban furiosas. Acababan de robarles tres esmeraldas de gran valor, parte esencial de la fortuna de la familia, y no se explicaban cómo. Méndez fue enviado a investigar el caso no porque este correspondiera a su barrio, sino porque había sido trasladado interinamente al departamento de Policía Científica.
En efecto, si alguien conocía las técnicas del robo con escalo era Méndez. Si alguien estaba al tanto de todos los trucos de las cerraduras era Méndez. Y era Méndez, por supuesto, quien sabía de memoria todos los embustes de las damas que fingen un robo, sobre todo si no le inspiraban ninguna pasión, por estar demasiado delgaditas.
Lo primero que hizo Méndez fue examinar la cerradura de seguridad.
– Está intacta -dijo-. Si alguien entró por la puerta, es porque tenía la llave.
– Imposible. Las llaves no se han separado de nosotras ni un momento.
– Pero su marido trabaja fuera y pudo tener un descuido…
– Imposible. Mi marido es la persona más cuidadosa del mundo. Tiene las llaves junto a la de la caja fuerte del Banco, y no las suelta ni para ir al baño.
– Ahora que menciona lo de la caja fuerte del Banco… ¿Por qué no guardaban las esmeraldas allí?
– Las acabábamos de sacar provisionalmente para ir a una boda. Teníamos que devolverlas, pero al día siguiente nos las robaron.
– Entonces, sintiéndolo mucho, tengo que insistir en lo de la llave duplicada -dijo Méndez.
– A ver si lo entiende de una vez, inspector. Teniendo la llave hubieran podido vaciar la casa. Mire, mire… En dos joyeros del dormitorio encontrará alhajas de alto valor, de esas de uso 'frecuente, aunque no pueden ser comparadas con las esmeraldas. Bueno, pues siguen ahí. ¿Usted cree que un ladrón las hubiera despreciado? En el armario hay varios abrigos de piel que no ha tocado nadie. Y en esa pared tiene colgada una pequeña obra de Dalí, muy fácil de llevar. Dígame quién desprecia todo eso. Y encima no hay ni un cajón revuelto. El malparido que fuese vino por las esmeraldas, aunque no entiendo cómo las vio.
– ¿Estaban muy escondidas?
– Muy escondidas. Imposible que las vieran.
Méndez hizo un gesto de duda, porque él tampoco entendía nada. Examinó las ventanas, los accesos a la terraza, los seguros de las diversas puertas, y llegó a la conclusión de que era imposible que alguien hubiese entrado por el aire.
– Es que no queda ni un resquicio… -reconoció-. En algún robo, los delincuentes han utilizado niños pequeños para entrar por sitios muy angostos, pero aquí no ha podido ser. Tal como lo tienen, no pasaría ni una serpiente.
– Pues alguien ha entrado, eso es evidente. Y a ver si espabila, porque con las influencias de mi marido, aquí se le va a caer el pelo a alguien.
– Revisaré los archivos de los «ladrones-artistas» -dijo Méndez humildemente, tocándose la cabeza para resguardarla-. Los hay.
Pero de los archivos no revisó nada, porque ladrones tan artistas no existen. Lo que hizo fue plantearle sus dudas elegantemente al jefe.
– Esos Bermúdez son unos cabrones -dijo.
– Lo son.
– Se han robado ellos mismos las joyas, porque de otro modo no puede ser. Quieren cobrar el seguro.
– Méndez, un hombre de su experiencia sabe, aunque esté bebido, que en esos casos el falsario revuelve el piso y deja alguna pista para que el robo se haga evidente.
– Es verdad. Eso tampoco cuadra.
– Encima, me acaba de telefonear el marido para amenazarme con sus influencias. A la fuerza ha de tenerlas, porque su mujer se ha acostado con más de un ministro. Pero me ha dicho también que la familia no tenía aseguradas las joyas.
Méndez pestañeó, confundido. Cada vez lo entendía menos.
– Quizá las esmeraldas no existen -susurró, en el colmo de la duda-. Lo que esa gente quiere es un buen escándalo.
– ¿Y para qué?
– Para vender la exclusiva.
– Sería una buena razón, Méndez, pero tampoco sirve. La tía esa, la Bermúdez, ha lucido las joyas en más de una recepción. Es de esas que cobran por la asistencia, y el contrato dice que tiene que llevarlas.
– Pues este es el misterio de las pirámides, jefe.
– Yo tampoco entiendo nada, pero hay que seguir como sea. Aparte de que las esmeraldas valen un pastón, el escándalo social está servido. Todas las revistas del corazón hablarán de esto la semana que viene, diciendo que la Bermúdez puede haber quedado casi arruinada. Ya lo está en parte, créame, aunque la gente no lo sepa, pero eso a mí me importa poco. A esa tía que le den, si encuentran algún sitio por donde darle. Pero lo que me importa es el escándalo.
Méndez, quizá por primera vez en su vida, no sabía adonde acudir. Lo primero que pensó fue dimitir de su recién estrenada Policía Científica, pero no le iban a admitir la renuncia. Lo segundo que pensó fue pedir un permiso por enfermedad, pero ahora, casualmente, Méndez tenía un aspecto sano y presentable. Lo tercero que pensó fue hablar con un moro amigo suyo para fugarse en una patera.
Pero acabó volviendo a la casa de la Bermúdez, quien estaba tomando una aspirina como alimento fuerte de la mañana.
– A ver si averigua algo, inspector, coño, que esto no lo ha podido hacer Jesucristo.
Méndez revisó otra vez la cerradura, los seguros, los accesos, incluso el tiro de la chimenea. Era el caso más inexplicable ante el que se había encontrado nunca. Hizo venir a los expertos en huellas con la esperanza de que hubiese alguna ajena a los habituales de la casa.
Era esencial buscar en los marcos de plata de las fotos, claro. La familia las tenía repartidas por todas partes, luciendo su esplendor: con los duques de Alba, con la ministra de Cultura, con los Reyes en una recepción, con un torero en una boda, con el Papa en una proclamación de santo.
Méndez se mareó.
Aquella gente no era de su mundo.
También había algunas fotos de familia. La suegra ahogada entre nubes de organdí, el marido luciendo su cornamenta junto a la de un ciervo recién abatido, la Bermúdez sentada provocativamente en un diván, tratando de que le metiera mano el ministro de Hacienda.
– ¿Lo consiguió usted? -preguntó a Méndez.
– ¿Conseguir el qué?…
– Nada.
Hizo examinar los bordes de las mesas, los tiradores de puertas y cajones y todos esos sitios donde un ladrón puede dejar aunque sea el borde de una huella. Pero, al parecer, no había nada, o sea que el asunto se hacía más inexplicable cada vez. También examinó por segunda vez los marcos de plata de las fotos de familia.
– Aquí hay una variación -se atrevió a decir a la importante suegra de la importante señorita Bermúdez.
– ¿Qué variación?
– En algunas de las fotos están ustedes con un perro lobo muy joven. Incluso he visto que hay en la cocina una cama para perros, pero él no está. No tiene importancia, aunque me gustaría saberlo. ¿Ha muerto?
Los ojos de la importante suegra y de la importante nuera tuvieron a la vez un brillo gris, despectivo y metálico.
– A la mierda con él -dijo miss Bermúdez.
– ¿Por qué?
– A ver si cree que hay que estar pendiente siempre de un bicho así. Me lo regalaron de cachorro y entonces me hizo gracia, porque quedaba estupendo en las fotos de las revistas, pero luego nos hartamos. Había que sacarlo a pasear, pedir a alguien que lo cuidara si nos íbamos de viaje, darle de comer y beber… A ver si no es insoportable para unas mujeres como nosotras, tan ocupadas, estar siempre pendientes de su comidita y su bebidita. Al final ya no me acuerdo de si le echábamos puntualmente el rancho. Pero no tiene importancia.
– Entonces el perro pasaría hambre…
La suegra se encogió de hombros.
– Puede que sí, pero un perro aguanta, vaya si aguanta. No íbamos a estar pendientes siempre de él, y además hay hambres más importantes en el Tercer Mundo.
– Seguro -dijo Méndez-. Y en el Segundo, y en el Primero.
– Total, que después de la recepción esa en que tuve que lucir las joyas, mi marido se dispuso, a la mañana siguiente, a devolverlas a la caja fuerte del Banco. Pero en eso le llaman urgente desde Madrid diciendo que su madre se está muriendo: no nos quedaba más remedio que ir todos a la máxima velocidad, primero por cariño, como usted comprenderá, y segundo porque puede haber pendiente una buena herencia. De modo que, hala, todos al coche. Ya casi en la puerta, yo me doy cuenta de que las esmeraldas están en casa. ¿Qué hago? Pues lo que un experto me aconsejó una vez: «Las cosas más visibles son las que un ladrón no ve». De modo que sigo al pie de la letra las instrucciones que me dieron para una emergencia. Meto las esmeraldas en unas migas de pan y dejo las migas sobre una mesa. A ver quién les va a hacer caso. Nadie.
Méndez cabeceó.
– Es una medida astuta -dijo-. En efecto, un ladrón haría caso de todo menos de eso.
– Luego tuve otra idea rápida: un viaje en coche es ideal para deshacerse del puñetero perro. De modo que nos lo llevamos, hacemos bastantes kilómetros para que no supiese volver y luego lo arrojamos por la ventanilla. El tío aún nos siguió, y lo estuvimos viendo por el retrovisor no sé cuánto tiempo, porque parecía mentira lo que podía correr. Pero nos lo quitamos de encima y además no sufrió. Ya se habrá buscado por ahí la vida.
– No se la habrá buscado -dijo pensativamente Méndez-. Yo soy muy amigo de los perros vagabundos, y sé por experiencia que ese acabaría muerto en un rincón, con el corazón en la boca. O despanzurrado. En fin, cada uno obra como le parece bien… Y de modo que a la vuelta no encontraron ya las esmeraldas, o sea las migas de pan.
– Pues no. Y no tiene sentido. Ya ha visto que estaban perfectamente escondidas.
– Sí, sí, es cierto… -cabeceó Méndez-. En fin, señorita Bermúdez, veremos si nos aclaran algo las huellas. Ya recibirá nuestras noticias.
Méndez volvió a sus barrios, a sus tabernas conocidas, a sus humildes mujeres amadas. Ante una barra de vinos baratos y coñacs de garrafa estuvo bebiendo más de una hora y brindando por no se sabía quién. Pero estaba perfectamente sereno cuando volvió a entrar en el despacho del jefe.
– Ya he resuelto el misterio. Oiga…
Y lo contó todo, mientras el jefe sacaba del fondo de la mesa una botella para brindar él también.
Luego murmuró con una risita de conejo:
– De modo que el pobre perro hambriento se comió en dos segundos las migas de pan, sin que se dieran cuenta.
– Exacto. Y poco después lo arrojaban por la ventana. Lo siento, pero la esmeraldas no aparecerán jamás. ¿Qué le decimos a esa tía, la Bermúdez?
– No le diga nada. Que siga sufriendo y buscando debajo de las camas. Por mí, que le den.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Lo malo, jefe -susurró-, es que con tanta delgadez no encontrarán ningún sitio por donde darle.
LOS GEMELOS
– Yo conozco una historia de hermanos gemelos que es conmovedora -dijo Méndez a dos de sus compañeros, muertos de asco aquel domingo por la tarde en el que no pasaba nada, mientras sentían el sol caer como una mano pegajosa en su balcón de la Comisaría-. Es además una historia real y llena de valores morales, por lo cual no es lógico que la cuente yo, que no tengo moral alguna. Pero, en fin, os voy a hablar de esa historia. Aunque me está hundiendo todo este calor, todo este paisaje sin un soplo de aire, en el que hacen la siesta hasta los pájaros. Toda esta sensación de tarde muerta y de mosca viva que, a la que te descuidas, se pone a desovar en tus cojones: no puedo con esta maldita calma de un domingo en los barrios viejos ni con el silencio de esta maldita calle.
Iba a seguir hablando cuando en ese momento, al fin, pasó algo. Uno de los jefes le avisó educadamente, como solía hacer siempre, dada la alta consideración en que todos tenían a Méndez:
– Eh, inspector, no se esté quieto ahí, sin hacer nada y tocándose los huevos como de costumbre. Venga, leches, coño, que han detenido otra vez a ese drogata del carajo mientras robaba un bolso y luego se daba de cabeza contra los árboles de la Rambla. Venga, porque el mariconete ese sólo le hace caso a usted.
– ¿Se ha herido? -preguntó Méndez.
– Y a mí qué me importa.
– Claro, los árboles de la Rambla son históricos, pero la cabeza del drogata no lo es, y por tanto que haga con ella lo que quiera. Está bien, voy. Supongo que lo tendrán en el piso de abajo.
Al drogata lo conocía Méndez muy bien, claro que lo conocía muy bien. Era el Medina, un chico sin padres ni parientes que estaba haciendo terribles esfuerzos para desengancharse de la droga, razón por la cual sufría a veces el mono.
– Eso es lo que tienes ahora, el mono -le dijo Méndez, buen conocedor de todas las desdichas urbanas-. Por eso te aporreabas la cabeza contra los árboles. Pero, burro… ¿No ves que los vas a infectar?
A continuación le pasó amigablemente una mano por el hombro, hizo que se sentara, y él se sentó enfrente. Con voz tranquila le dijo todas esas palabras alentadoras que el Medina podía entender, y que Méndez había ido recogiendo una a una desde el fondo de la calle:
– Mira, chico, esta es una cuestión de cojones. Si aguantas un poco más, Medina, te salvas, Medina, te desenganchas, te liberas, envías a la mierda esta vida que te ha estado enviando a la mierda a ti. Ahora sufres, pero te juro que estás a un solo paso de salvarte. Un poco más de arranque, coño. ¿No lo vas a hacer ni por tu novia?
– No tengo novia, Méndez.
– La tenías.
– La encontré con otro.
Méndez carraspeó.
– Ejem… Bueno, eso le pasa a cualquiera, chico, como por ejemplo a mí. A todas las putas que amo las acabo encontrando siempre con otro.
Volvió a ponerle la mano en el hombro y añadió:
– Al menos lo harás por tu hermano gemelo.
– Y un huevo, Méndez.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque a ver cómo va a tener un hermano gemelo un tipo como yo.
– Pues es la mar de lógico. Tú no conociste a tus padres.
– Ni ganas. Mi madre me entregó en la Maternidad a los cinco minutos de nacer, y de allí al orfelinato. -Pero no naciste solo.
– Déjese de mandangas, Méndez. La primera vez que me contó esa historia me reí. A ver si cree que no me voy a reír ahora.
– Te enseñé los documentos…
– Sí, la certificación de un parto doble ocurrido en la Maternidad más o menos en la fecha de mi nacimiento, que tampoco sé si es cierta. Y el nacimiento de dos tíos llamados Expósito, o sea que podía ser cualquiera. Allí se llamaba Expósito todo el mundo. Además, nos hubieran llevado juntos al orfelinato.
– Eso es verdad, aunque también es verdad que nadie se hubiera preocupado de deciros que erais hermanos. Y encima pasó algo.
– No me lo cuente otra vez, Méndez.
– ¿Por qué?
– Porque me da rabia. Ya es mala leche tener que pensar en eso.
– No es mala leche, Medina: es algo así como una lección. Lo primero que has de aprender es que en la vida, de una forma u otra, todo te lo tienes que ganar. A mí me lo contó todo una persona de confianza de la Maternidad, cuando yo tenía que vigilar por allí a algunas madres delincuentes. La verdad es que aquel día se ve que tuviste mala suerte, y tu hermano gemelo la tuvo muy buena. También he de reconocerte que la vida suele ser así.
El Medina, apodo que le habían puesto porque durante un tiempo vivió con un grupo de moros, estaba quieto, bien sentado, y ya no tenía convulsiones. Méndez pensó que lo peor estaba a punto de acabar. Había obligado al chico a pensar en otra cosa, y de momento eso era lo mejor que podía hacer: además, el Medina ya le miraba con curiosidad, con un principio de confianza, no con un principio de recelo. Le volvió a poner la mano en el hombro.
– Decía que en la vida todo hay que ganárselo porque tu hermano gemelo, en cierto modo, se lo ganó. Cuando aquel matrimonio de ricachos yanquis se presentó para adoptar un niño, cosa que era fácil entonces, tú estabas berreando y tu hermano estaba riendo. Se ve que miró a los ojos a aquel matrimonio. Así, riendo. Y se lo quedaron: se lo quedaron a él y a ti no. Ya ves si es fácil.
El Medina hundió la cabeza, contempló sus pantalones sucios, sus zapatos rotos, sus manos que aún tenían las huellas de las esposas: contempló su inutilidad y su miseria. Estuvo así largo rato, sin atreverse a alzar la cabeza y mirar a Méndez, absorto en una historia que ya era la suya, porque todos estamos dispuestos a creer a quien nos diga que nuestra mala vida es hija de nuestra mala suerte.
Incluso logró sonreír torpemente.
Ya tiene huevos la cosa -murmuró-. Resulta que a mi hermano se lo llevaron por simpático, y a mí me dejaron allí por cabrón. Bueno, eso es lo que dice usted, Méndez.
– La persona que lo presenció tiene muchos años, pero aún vive. Si te empeñas, puedes hablar con ella.
– ¿Y qué?
– Tengo otros documentos. El certificado de adopción de aquellas fechas, por ejemplo. En él consta una dirección de Nueva York, esa ciudad que debe de ser la hostia: no como estas calles donde nos movemos tú y yo, por mucho que las reformen. Bueno, pues tengo la dirección, y hace menos de un año que pedí noticias al Consulado, porque un delincuente había usado el número de tu hermano en una tarjeta de crédito. Bueno, pues aún vive allí, pero ya no es el mismo. Algo asombroso, oye, algo asombroso, como para que a miss España se le corte la regla.
Se puso en pie y añadió:
– Espera.
Fue a su mesa de trabajo, que era la peor porque estaba cerca de los lavabos y de los detenidos. Abrió un cajón, sacó un papel y fue otra vez a la silla del Medina.
– Mira, aquí tienes el informe con la dirección, aunque a ti y a mí nos la traiga floja tanto 33 Street y esas cosas. New York, NY, chico. Y mira los títulos: High School: CVA. Una licenciatura en la Universidad Tecnológica de Massa… no sé qué. Bueno, aquí tiene que decir «Massachussets». De allí salen con una limousine y con un contrato de trabajo millonario. Mira bien, chico.
Los ojos del Medina pasearon atónitos por la hoja del informe, aunque sin leerla porque estaba redactada en inglés. Pero eso, sorprendentemente, aún le daba más credibilidad: un informe en inglés y que viene de New York, N. Y, tiene que ser cosa seria. La mirada del Medina se extravió, sus hombros se hundieron y sus manos cayeron de impotencia.
– Hay que ver lo que vale una sonrisa a tiempo -musitó.
– Y lo que vale un cambio de vida a tiempo.
– No sé qué coño quiere decir, Méndez.
– Claro que lo sabes. Te lo ofrecí una vez y no quisiste perder tu independencia. Pues mira bien lo que te digo: hay centros de desintoxicación donde yo te podría lograr una plaza, y en un año eres un tío nuevo, si pones voluntad. Eso es lo que hay que poner: voluntad y cojones, y hasta hoy tú no has puesto ni una cosa ni otra. Hazlo esta vez, hazlo por tu hermano.
– Y a mí qué me importa mi hermano, el sonrisas ese.
– Te importa porque él puso voluntad: a ver si te crees que en el Niuyó ese de los cojones, y en el Boston ese de los ídem regalan los títulos por correo. Todo lo contrario: en Boston se ve que es la monda. Y si tu hermano, que salió del mismo sitio que tú, lo ha conseguido, ¿por qué tú no? ¿Es que dos gemelos son menos uno que otro? Y además no te pido que fabriques la bomba atómica, sólo te pido que hagas una cura que por tu cuenta ya has empezado a hacer. Fírmame los documentos que yo te voy a dar. Cuando venga tu hermano a España, que yo me encargaré de que venga, quiero que os conozcáis. Pero no quiero que él conozca al Medina, un mierda. Quiero que conozca a un hombre con futuro, al tío cojonudo que en el fondo tú quieres ser.
Y le volvió a poner la mano en su hombro. Por la tensión de los músculos notó que el Medina no estaba hundido ya, que por el contrario quería levantarse y luchar. Cuando volvió los ojos hacia Méndez había en ellos como la insinuación de dos lágrimas.
– Haré lo que usted diga, señor Méndez.
– Buen chico. Mira, el atestado para el juez de lo que has hecho hoy lo redactaré yo, de modo que irás tranquilo. Luego a obedecer lo que yo te diga, ¿eh? A obedecer, hostia.
Cuando Méndez volvió junto a sus compañeros, el sol ya había declinado un poco. Hacía menos calor pero imperaba la misma calma, sobre la calle yacía el mismo silencio de domingo por la tarde, en el aire seguía flotando la misma mosca buscando un sitio para desovar.
Un policía preguntó:
– ¿Qué?
– Arreglado -dijo Méndez.
– Le habrás dado cuatro guantazos, para que aprenda.
– Todo lo contrario.
– ¿Todo lo contrario qué?
– Para que un soldado tenga moral le has de proponer no el ejemplo de un cobarde, sino el ejemplo de un héroe. Yo he aprovechado un informe que tenía de un uso indebido de tarjeta de crédito. Eso es verdad. Pero… ¡coño!… lo que me ha costado montar la historia. Lo que me puede costar mantenerla en el futuro, aunque para entonces el Medina ya se habrá curado.
– O sea que es una historia falsa.
– Sí.
– Eres un cabrón, Méndez. Además, no sé de dónde coño has sacado todo eso.
– Pues de dónde se sacan las mentiras -dijo Méndez-, de una historia real. Lo que os voy a contar sucedió en la guerra civil española.
– Eso fue en tiempos del Arca de Noé.
– Te parece a ti, pero mucha gente que la sufrió aún vive, y mucha gente que murió en ella aún sigue dejando un recuerdo en las esquinas. Sucedió al final de la guerra civil, digo, cuando, según tú, Noé estaba en el arca, y cuando el ejército republicano había perdido toda esperanza. Por eso muchos soldados desertaban, y hubo uno que en la retirada pasó por su pueblo, donde podía haberse escondido perfectamente, pero se despidió sencillamente de sus padres y siguió luchando en primera línea. Era un soldado con un hermano gemelo al que había dejado herido en la batalla del Ebro después de una acción heroica. «He de seguir luchando porque eso es lo que haría mi hermano gemelo», explicó el soldado, «porque es lo que me está pidiendo desde su cama del hospital. Porque quiero ser digno de él».
– Es una historia ejemplar -susurró uno de los policías-. Vaya si lo es. ¿Pero y qué?
– Nada -dijo Méndez-, sólo que cuando esto sucedía el hermano gemelo ya no existía, ya había muerto.
LAS MEDALLAS
Señor Jefe Superior de Policía – Barcelona
Excelentísimo e ilustradísimo señor:
El que suscribe, Ricardo Méndez, inspector de policía, con destino en la Comisaría de Atarazanas, dedicado especialmente a la persecución de chorizos primerizos y a la búsqueda de bolsos de la compra desaparecidos, tiene el honor de solicitar de usted la gracia que sigue: Que se conceda una medalla a la heroica guardia urbano que murió al caerle encima una caja de caudales, cuando procedía a multar a un coche aparcado en lugar prohibido. El firmante ignora qué tipo de medalla puede corresponderle, pero seguro que alguna habrá: Medalla del Talonario, Cruz de la Matrícula u Orden de la Sanción Urbana. Otrosí pido: que al tiempo que se premia a la urbano que tan abnegadamente cumplía con su deber, se conceda otra medalla a la persona que dejó caer inadvertidamente la caja de caudales desde el terrado de la finca. Porque esa persona, don Nemesio Álvarez, al que fallaron las fuerzas cuando estaba junto a la baranda, sólo pretendía ayudar a la mujer que acababa de sustraer la caja y que, claro está, era incapaz de transportarla. Resulta evidente a todas luces que don Nemesio Álvarez actuó movido por un limpio impulso de caballero español, doctrina según la cual las señoras no deben soportar ningún peso, salvo el peso del cuerpo de los caballeros (a poder ser, españoles). ¿Qué distinción no merece el que sólo trata de ayudar no a un prójimo, sino a una prójima? Otrosí pido: que se conceda la Medalla de la Revolución, u otra de las muchas similares, a doña Lourdes Cela, que sustrajo la citada caja del domicilio de su padre e intentó llevársela por el terrado ya que su contenido -diez millones de pesetas-, ahorrados céntimo a céntimo por el avaro de su padre, pensaba destinarlo a ayudar a los niños de Nicaragua. Y, en fin, que Usted o la Cruz Roja premien oportunamente a don Carlos Cela, padre de la interfecta, quien había ahorrado el dinero peseta a peseta para ayudar en la lucha contra el cáncer. Puede sorprender que se soliciten medallas, y no prisiones, en un caso de robo con un muerto, pero el policía que suscribe cree que todos los partícipes no fueron más que unos celosos cumplidores de su deber moral, aunque tal vez les hubiera valido más dedicarse a la masturbación o a mirar la tele. Otrosí: pido el relevo del caso y beso a usted respetuosamente los pies y la pistola.
Firmado, suyo afectísimo:
Méndez.
EL REGALITO
El comisario jefe estuvo a punto de tener un tembleque cuando vio que Méndez, muy serio, envolvía perfectamente en una bolsa para regalo nada menos que un revólver y un libro. Y encima, el revólver era de esos que a veces circulan por las comisarías: un arma clandestina y sin marcar.
– Pero, ¿qué pasa, Méndez? -preguntó-. ¿Va a hacer un regalo con eso?
– Claro que sí -contestó Méndez-, aunque reconozco que hoy día, tal como se están poniendo las cosas, resulta casi más civilizado regalar una pistola que regalar un libro. Pero es que la situación resulta más complicada de lo que usted cree. Tengo una historia.
– ¿Qué historia?
– Verá… A lo peor, ni usted ni yo lo entendemos, pero en el fondo de la vida moderna late una oculta desesperación: no tenemos tiempo para nada. El hombre que quiere ser culto no puede asimilar todos los conocimientos, todas las noticias, todas las sensaciones y todos los libros que llaman continuamente a su puerta.
– ¿Y quién leches le manda ser culto?
– Bueno, pues tengo un amigo lleno de otoños interiores y de ilusiones muertas que quiere serlo. En realidad hay mucha gente así. Allá ellos, digo yo. Que les den por el saco. Pero ese hombre, como tantos otros, compró libros desde niño, los cuidó, los leyó, los amó, hasta que llegó a tener mil libros, pero sólo dos ojos y veinticuatro horas. Y más tarde dos mil libros, pero sólo dos ojos y veinticuatro horas. Recuerdo que un día me explicó que había llegado a una conclusión aterradora: contando los años probables de su vida, ya no le quedaba tiempo para leer todo lo que tenía, ni dinero para comprar más libros. Sin embargo el final será hermoso, le dije yo:
– Te morirás en paz y con el tiempo justo para leer tu último libro.
– Me parece bien -gruñó el comisario jefe-. Sobre todo me parece bien que esos pelmazos se mueran.
– Pues las cosas no marcharon así, jefe. Mi amigo se hundió en una especie de angustia cósmica. Dejó de comprar más libros porque ya era inútil. Cada uno que terminaba era como un reloj. Repetía sus cálculos, hablaba con sus médicos, y la fecha final quedaba fijada como una sentencia. «Además», le decían sus banqueros, «será mejor que se muera, porque encima estará sin blanca».
– Coño, Méndez.
– ¿Qué?
– Lo estoy adivinando, maldita sea. Fue entonces cuando usted, que es un cabrón, le prometió regalarle ese día un revólver, para que se fuera sin sufrir.
– Pues sí, es cierto -reconoció Méndez con sonrisa de conejo-. Ya sabe todo el mundo que soy un impío, y encima partidario de que mis amigos se mueran a gusto.
– Y ahora ha llegado el momento…
– Sí.
– Me cago en todos sus muertos, Méndez. Lo voy a detener y dejarlo incomunicado.
– Aún no puede acusarme de nada.
– Es igual. Lo acusaré de comunista.
– Como en los buenos tiempos. Pero deme una oportunidad, jefe. Ha pasado algo terrible.
– ¿Qué?
– Mi amigo no se ha muerto en el plazo previsto. Sus cálculos y los de los médicos fallaron, pero no los de sus banqueros: está sin blanca y sin libros, pero vive. Y no puede comprarse nada más. Por eso…
– ¿Por eso qué?…
– Le llevo un libro y un revólver. Es su última oportunidad para morir dignamente.
– Es usted un cabrito, Méndez.
– Voy mejorando. Antes me ha llamado cabrón.
Y se largó sin que su jefe pudiera impedirlo. Y no pudo impedirlo porque en aquel momento traían entre cuatro a un atracador que intentaba romperlo todo a puntapiés. Méndez, que apenas corría, escapó esta vez como una liebre. Pero volvió sólo dos horas más tarde.
– Mierda -dijo.
– ¿Y ahora qué pasa, Méndez?
– Mi amigo, el que le decía. Resulta que el cabrito es él. Ya no le importa morir en paz y cuando quiera. El tío le ha vendido el revólver a una empresa de seguridad para comprarse diez libros.
ACOSO SEXUAL
Maldita sea, el entorno de Méndez, o sea la Calle Nueva de la Rambla, había sido inventado por segunda vez. El primer invento lo hizo, según se dice, un capitoste llamado Conde del Asalto, amante del orden, la paz pública y se supone que de las mujeres llenitas, porque las delgadas pertenecían entonces a las clases revolucionarias. El invento consistió en una calle recta y lo bastante ancha para que por ella pudiese cargar un escuadrón de caballería y, sable en mano, darles lo suyo a los obreros en huelga, los anarquistas que no creían en Dios (y además lo decían), las mujeres de los revolucionarios (que no tenían ni seguro de viudedad, las muy burras) y las putas que no podían trabajar porque aquella semana tenían la regla. El invento urbanístico del señor Conde del Asalto, que permitía correr a sablazos a los obreros desde la Rambla al Paralelo, fue muy elogiado por fabricantes, banqueros y obispos de toda clase que iban en peregrinación a Roma.
Pero las ciudades y las calles necesitan ser inventadas, pensaba Méndez, y no las inventan los urbanistas ni los coroneles de caballería: las inventan los seres más o menos desamparados que viven en ellas. Y así la calle Conde del Asalto -ahora calle Nueva de la Rambla- la inventaron con su hambre los jornaleros de las fábricas del Raval, con sus trampas los dueños de las timbas, con su coño las putas de las cercanías y con su esperanza los poetas y las niñas de las academias de baile.
Bueno, eso era la calle Nueva de la Rambla, pensaba Méndez mientras iba sigilosamente hacia su lugar de trabajo.
Pero ahora, maldita sea, había sido inventada otra vez, lo cual -la verdad sea dicha- no disgustaba del todo a Méndez. Ahora había más luz, más casas nuevas, más duchas y más encuentros de cama entre tía y tío (o entre tía y tía o entre tío y tío) realizados en condiciones sanitarias. Pero la historia estaba siendo expulsada de la calle. Ya no había, como antes, ratas centenarias ni madames centenarias aferradas al retrato de su abuela, que fue la primera que hizo la calle y contribuyó, por tanto, al sosiego de la ciudad. Ya no había bares donde se consumieran peces del neolítico ni hoteles para parejas donde el marido y la esposa hacían lo posible para no coincidir a la misma hora.
Los urbanistas habían ¡do arrinconando las viejas casas y dejando sin espacio a actividades tan saludables. Habían ido eliminando también la Seguridad Social, consistente en las mercerías dé barrio por las que las putas retiradas habían ahorrado céntimo a céntimo durante toda su vida, sustituyéndolas por portales donde se trapicheaba con droga y supermercados donde se vendía comida pakistaní. De todos modos, lo que de verdad molestaba a Méndez era la sustitución de la vieja y tronada Comisaría -donde las ratas, los delincuentes y los policías también eran centenarios- y desde cuyo balcón él había vigilado durante tantos años los crímenes del barrio. Eso le había acabado dando -pensaba Méndez- una gran cultura urbana, porque conocía a todos los delincuentes dignos de pasar al fichero y todas las tetas de matrona dignas de pasar a la historia.
Ahora -seguía pensando Méndez- en la nueva y mastodóntica Comisaría no había ficheros ni tetas ni culos. Sólo unos ordenadores que nunca funcionaban y unas débiles posaderas de nenas-policía que estaban haciendo régimen.
De modo que Méndez no estaba lo que se dice optimista esta mañana ni veía porvenir alguno para su miembro viril, a decir verdad dormido desde los años cincuenta, pero que el día menos pensado resucitaría.
Fue entonces, al entrar, cuando vio algo extraordinario.
La Comisaría estaba llena de mujeres que sin duda lo esperaban a él.
Pero estas no eran como las otras.
Pese a la prohibición todas fumaban (una de ellas en pipa), ponían los pies sobre las mesas, usaban una especie de uniformes que parecían haber sobrado del conflicto de Sarajevo o de una subasta de las fábricas Renault y disimulaban sus contornos femeninos (o lo que quedaba de ellos), de modo que no tenían caderas, nalgas, rajitas ni tetas.
Méndez sintió que su pesimismo crecía.
Al adivinar que le esperaban a él, farfulló:
– Hostia.
– Le estábamos aguardando -dijo la que se encontraba más cerca de la puerta.
– Pues ustedes me dirán, señoras. Perdón por mi retraso, pero no sabía que nadie me esperase.
– En primer lugar, no nos llame «señoras». Esa es una palabra ofensiva y que pone de manifiesto una relación con el macho.
– Si es por eso, no se preocupen -susurró Méndez-. Yo tengo muy poca relación con las actividades del macho. Pero entonces díganme cómo puedo llamarlas.
– Somos el Colectivo Feminista y Vecinal «Las Luchadoras del Barrio».
– Ah…
– Tenemos unos Estatutos debidamente aprobados y que usted debería conocer. Hemos pedido que se nos declare Asociación de Interés Cultural, lo que representaría recibir una subvención. No sabemos si entiende lo que significa eso.
– Claro que lo entiendo. Precisamente he pedido que una parte de mi cuerpo que no quiero mencionar sea declarada cuanto antes Objeto de Interés Histórico. Y ahora díganme en qué puedo serles útil.
Una de las mujeres, la que fumaba en pipa, le apuntó con la cazoleta.
– Ante todo díganos por qué un policía que no tiene nada que hacer, como usted, ha llegado tan tarde. Llevamos media hora esperando. No han querido dejarnos pasar de aquí ni decirnos dónde está su mesa.
– Justo al ladito de los lavabos -informó Méndez-. No tiene pérdida.
– Podían haberlo dicho. Pero la culpa es suya, por llegar tarde.
– Lo siento, pero es que he estado visitando a un viejo amigo en el hospital. Me han dicho que está al borde de la muerte.
Otra de las mujeres apagó su cigarrillo y se acercó a Méndez, acariciándose con la derecha su cabeza cuidadosamente afeitada.
– Déjese de monsergas y de visitas al hospital. Ahora hay compromisos más importantes, Méndez. Tiene que hacer algo. El comisario nos ha dicho que usted es el más indicado.
– ¿Yo? ¿Por qué?
– Porque tiene usted un aspecto silencioso y gatuno.
– ¿Y eso qué utilidad tiene?
– Mucha. Entra en los sitios y no se le ve.
– Ya lo procuro. Es que, si me ven, me echan -se defendió Méndez-. Bueno, ya me dirán qué demonios tiene que investigar un tipo como yo.
– El acoso sexual -dijo la mujer-soldado.
Méndez se encogió instintivamente, porque unas palabras así le asustaban. Seguro que acabarían acusándole de algo.
La mujer de la pipa también le apuntó.
– No se asuste. No vamos a por usted, Méndez. Por lo que nos han dicho, se le puede acusar de gandul, anticuado, machista e intoxicado con vinos legionarios, pero de eso otro no.
– ¿Y por qué no?
– Porque para practicar el acoso sexual ya nos dirá de dónde sacaría usted el sexo.
– No haga caso -dijo Méndez-. La mayoría de los cabrones que se dedican a eso tampoco lo tienen.
En el fondo se sentía tranquilizado. Menos de bujarrón, a Méndez habían acabado acusándole de todo, y una reunión de tantas mujeres en pie de guerra podía acabar mal. De todos modos, dio un paso atrás cuando una de las combatientes avanzó hacia él en línea recta.
– También nos ha dicho el comisario que es usted el más indicado por lo que pasó hace un mes -declaró.
– Hace un mes, hace un mes… -trató de recordar Méndez-. Alguna misión importante tendría, pero no sé cuál. Ah, si… Buscaba un perro pequinés que se le había escapado a la esposa del Jefe Superior. Esas misiones tan delicadas siempre me las acaban encargando a mí.
– No es eso, Méndez. Usted le rompió los dientes con un cenicero a un tío que despidió a su secretaria de diecisiete años porque ella no quería dejar que se la tirase.
– Y tengo un expediente por eso -suspiró Méndez-. Ahora ya no puedo aplicar como antes, en el barrio, la justicia directa.
Y volvió a suspiran
– Antes eran grandes tiempos.
– El caso es que usted, inspector, odia a los acosadores sexuales, eso está claro.
– Sí, pero no me sirve de nada. Luego los jueces los dejan libres diciendo que eran las chicas las que provocaban. Menos mal que en este país todavía fabrican buenos ceniceros.
La de la pipa le volvió a apuntar.
– De todos modos, es usted un hombre antiguo y pasado de moda, Méndez. Sepa que ninguna de nosotras necesita la protección del macho. Nunca pidas protección a tu enemigo. Primero, véncelo.
– Pues si lo has dejado hecho polvo no hace falta que te proteja -susurró Méndez-. En fin, como yo soy un macho absolutamente derrotado, podemos continuar. Díganme, por favor, dónde se está dando ese acoso sexual tan escandaloso, supongo que con rotura de cristales y de virgos.
– En la Mireia, fábrica de corsés, sostenes, fajas elásticas y derivados.
– Está cerca de aquí-admitió Méndez-. Lo conozco. Lo regenta una antigua madame que hizo fortuna. La llamaban El Coño de Oro. Estuvo a punto de ser concejal en el primer ayuntamiento democrático.
– Pues razón de más. Ojo con ella -dijo la de la pipa-. Yo también la conozco: no ganó las elecciones por un pelo. En la propaganda que enviaba por las casas, prometía, prometía y no paraba de prometer.
– Recuerdo la época -murmuró nostálgicamente Méndez-. Hubo un tío que prometió aparcamiento inmediato y gratuito para todos los coches de Barcelona. No entiendo cómo al muy cabrón no lo hicieron alcalde por aclamación popular. Eran los tiempos en que se hablaba de cotos de caza y campos de golf exclusivos para obreros, pagados con subsidios del gobierno. Madame Costa estaba de acuerdo con eso, pero encima prometió algo más.
– ¿Qué?…
– El polvo subsidiado.
– ¡Esos, esos tendrían que mandar! -masculló un guardia que bajaba por las escaleras-. A ver por qué tienen que follar siempre los mismos.
Hubo un abucheo general al que se sumó Méndez, quizá porque él tampoco follaba. Aunque el poli uniformado desapareció, tragado por la puerta de unos lavabos, el orden constitucional tardó en restablecerse. Méndez se atrevió entonces a pedir:
– Díganme de una vez qué pasa en la Mireia.
– Pues casi nada. Que allí trabajan veinticinco mujeres y un solo hombre, que encima es el enlace sindical. Imagínelo: ¡un acoso sexual absoluto! ¡Un harén! ¡Un acoso permanente! ¡Un solo cabrón haciendo sobre ellas el desfile de la victoria! Una de las trabajadoras lo ha denunciado, de modo que tiene que hacer algo, Méndez. Detenga a ese joputa y llévelo al juzgado antes de que nuestro Colectivo intervenga. Póngale las esposas en los huevos, porque si actuamos nosotras ya no le quedará sitio donde ponérselas. ¡Venga! ¡Muévase!
Y las mujeres del Colectivo fueron poco a poco hacia la puerta, no con un fru-fru de faldas y un taconeo bizantino, como hubiese querido Méndez, amante de todas las artes caducas, sino con un roce de jeans pasados por la piedra, un sisear de zapatillas de basket y hasta la amenaza de unas botas claveteadas. La última de aquellas mujeres advirtió:
– Demuestre quién es, Méndez.
– Lo haré, no se preocupen. Pero antes he de volver al hospital. Necesito hablar otra vez con el amigo moribundo por cuya causa he llegado tarde.
Y se largó a través de avenidas cuyos embotellamientos llegaban hasta los primeros pisos, enjambres de motos aparcadas en las ramas de los árboles, nubes de palomas a las que daba de comer una viejecita hambrienta y parterres tan amarillos que parecían regados exclusivamente con orina de alcalde. Llegó al hospital para ver al amigo moribundo que seguía moribundo. Méndez lo sacudió antes de que el otro cogiera el
– Pero por qué no te escapaste, desgraciado. Por qué no cambiaste de empleo. Todo el día con veinticinco mujeres… Así te tenía que ver.
El otro abrió un solo ojo, porque para abrir los dos quizá no tenía fuerzas.
– Tiene razón, Méndez… Debí darme a la fuga y buscar otro empleo, aunque fuera en el servicio de cementerios… ¡Veinticinco mujeres maduras y desesperadas, divorciadas, separadas del marido, con hijos en la Legión!… No me dejaban vivir. Me acosaban. Ni hacer un pipí solo podía, porque el único lavabo es unisex, es decir de ellas… He tratado de que ninguna se enfadara conmigo, y ya ve… Y encima me denuncia la única que era amiga de mi mujer.
– Pues más vale que huyas a Portugal disfrazado de moro, amigo mío, porque van a venir a por ti.
El otro cerró los ojos, y Méndez añadió, con un suspiro de desesperanza:
– Pero no sé si valdrá la pena intentarlo. Al fin y al cabo, si vuelves al empleo, tampoco vas a salir de esta.
ENGAÑAR A LA MUJER
«El amor se ha hecho para la eternidad, pero el sexo no».
Así pensaba Méndez mientras deambulaba por las calles de su distrito con la mirada perdida, deteniéndose en portales donde no estaba demasiado rato, no fuese que los vecinos llamaran a la fuerza pública. «Por eso el amor, que se ha hecho para la eternidad, tiene poetas, mientras que el sexo, que nace y muere cada día, no tiene apenas poeta alguno», seguía pensando Méndez, que se convertía en un provocador cuando no le encargaban ningún caso, o sea que lo dejaban sin trabajar.
«Esa es la razón», seguía pensando, «de que engañar a la mujer se haya convertido en un arte noble y antiguo, que han practicado hasta los Papas. Aquí están los pequeños hoteles-meublé del distrito, cuyas camas fueron financiadas por el abuelo y rotas por el nieto. Aquí los retratos de mujeres soñadas, que nadie habría reconocido, pero que en un día tuvieron una mirada penetrante y un culo histórico. Aquí los espejos ante los que tantos hombres casados han pedido: "Sobre todo, no se lo digas a nadie'. La historia, los negocios y los amores eternos de la ciudad se han mantenido merced a algo que nadie agradece, que es el secreto de las camas.
Pero Méndez, hombre maligno como se sabe, iba más allá. Todos los secretos se daban entre un hombre y una mujer, de modo que el viejo y noble arte de engañar a la mujer era también el viejo y noble arte -este más artístico aún- de engañar al marido.
Lo que Méndez no sabía entonces era que iban a encargarle el caso de un tío que engañaba a su mujer. Pero la verdad es que las cosas, al principio, no rodaron de esa manera.
Su jefe más inmediato (eso no resultaba difícil, porque, en la Comisaría, cualquiera era jefe inmediato de Méndez) le hizo sentarse ante su mesa.
– Oiga, Méndez.
– Oigo.
– Me han dicho que usted no cree en la Ley.
– Es verdad. No creo del todo.
– Pues por este camino no ascenderá.
– Gracias por el consejo: me encuentro bien como estoy. Pero lo pensaré, y puede que me ponga a ascender a partir de ahora.
– Me han dicho también que últimamente está usted sin trabajo, y por lo tanto se dedica a pensar.
– También es cierto.
– Pues cuando usted piensa, peligra toda la cultura occidental. Además, conviene a la Justicia que usted trabaje.
– Todo el mundo sabe que siempre estoy en situación de realizar un servicio, cuánto más sacrificado y brillante, mejor.
– Pues este puede serlo, porque tengo entendido que usted no cree en las leyes de los Tribunales, pero sí en las leyes de la calle.
– Ya estoy ansioso por practicar la espectacular detención del que sea. Pero no me obligue usted a una furiosa persecución en coche, porque el último bólido con el que me lancé a la aventura fue el famoso «Ford T». Mejor sería, creo yo, una persecución en autobús.
– No tendrá que lanzarse a la acción desenfrenada, Méndez, aunque si necesita tomar el autobús la Superioridad le entregará una tarjeta multiuso. Yo creo que le bastará con investigar en una determinada imprenta. Tenemos pocos datos, pero usted saldrá adelante con su sigilo, su prudencia y su desmedida afición por la lectura. Si a ciertos agentes que no son usted los envío a visitar una imprenta, preguntarán si hay que vacunarse antes.
– Pronto lo aconsejarán las autoridades sanitarias -gruñó Méndez-, porque se lee cada vez menos, y a la población no le conviene adentrarse en terrenos desconocidos. Pero dígame de una puñetera vez de qué se trata, formulada sea la pregunta con el debido respeto.
– Usted sabe que hay mucha gente sin trabajo, en especial inmigrantes y personas mayores que aún pueden estar en buen uso, pero a las que no quiere ni Dios.
– Dígamelo a mí -se lamentó Méndez, haciendo como que se enjugaba una lágrima.
– Si a una de esas personas le envía usted una carta con una oferta laboral que no huela mal del todo, el tío la lee cuatro veces y se corre allí mismo de tanto entusiasmo. Incluso cree de buena fe que ha de hacer lo que se le pide: enviar una cantidad para gastos de promoción, correo, formación profesional y otros.
– Ya veo la estafa -dijo Méndez.
Y añadió, dando muestras de haberse diplomado en Oxford:
– Cabrones de mierda.
– Bien mirado, no son otra cosa. Envían dos mil cartas, piden a cada aspirante diez mil pesetas y ya tienen veinte milloncetes de nada, que usted y yo, Méndez, no los ganamos en un mes. O la cantidad equivalente en euros, que yo ya me armo un lío y sigo contando a la antigua. En fin, lo que sea, pero es una putada. ¿Y qué les cuesta? ¿Eh, Méndez? ¿Qué les cuesta? Pues el alquiler por unos días de una oficina, un teléfono y una nena que da cita para unas fechas después, es decir para cuando la oficina, el teléfono y la nena, que suele ser la querida del estafador, ya han emprendido el vuelo, dejando a deber hasta la luz. Llegan los aspirantes al trabajo el día indicado y ¿qué encuentran? ¿Eh? ¿Qué encuentran? Pues sólo un conserje que se ha ido a tomar un cortado al bar más próximo y además no sabe nada. Que le hagan eso a un vejete pase, porque al fin y al cabo el vejete se morirá pronto, pero que se lo hagan a un inmigrante joven, o peor, a una inmigranta de buenas tetas, no tiene perdón de Dios, o, lo que es peor, no tiene perdón de usted, Méndez.
– Trincaré a esos cabrones y les meteré el empleo hasta lo más hondo del recto -dijo Méndez, lleno de ardor combativo y de ganas de servir a la Ley (y de paso a todas las inmigrantas engañadas que tuvieran buenas tetas).
– No nos sirven las direcciones de las falsas oficinas, porque ya no existen -dijo el brillante superior de Méndez-, y a veces ya no existe ni el conserje que se había ido al bar. Pero tenemos unas cuantas direcciones de imprentas que podían haber confeccionado las cartas. Porque, eso sí, las cartas tenían que estar individualizadas y muy bien hechas, para resultar convincentes. Ya sé, ya sé, Méndez, que se puede conseguir casi lo mismo con un ordenador, pero el ordenador hay que comprarlo, y a la imprenta se le deja a deber todo y encima se le carga el precio del papel. En fin, que todo es beneficio, y la nena del teléfono se puede comprar diez saltos de cama extras y hasta unos sostenes que lleven incorporado el liguero.
– Esa fantasía no la conocía -dijo Méndez, con vivas muestras de interés.
– Yo, hasta ahora, tampoco. Pero la ropa interior de las estafadoras es mi debilidad -dijo el superior-. En cambio mi mujer no tiene ninguna idea brillante, aunque la verdad es que tampoco estafa a nadie.
– No podemos acusar a las imprentas si actuaban de buena fe -dijo Méndez, una vez recuperado de su excitación anterior.
– Cierto, pero nos pueden dar pistas. Aquí tiene las listas de las casas que hay que investigar, Méndez. Buena caza y a ver si no le pasan el miembro viril por ninguna fotocopiadora. Suerte.
De ese modo Méndez se convirtió en investigador de las imprentas pobres de la ciudad. Las imprentas pobres de la ciudad están en plantas bajas recónditas, en semisótanos donde se citaba con sus queridas el administrador de la finca y hasta en sótanos donde cualquier día aparecerá un zulo de ETA. Esos centros de la nueva economía global aún conservan los cajetines con los amorosos tipos de imprenta con que se imprimían las obras de Rubén Darío, y suelen estar regidos por jubilados que imprimen papeles de cartas y sobres de pequeñas pero presuntuosas empresas del barrio con el nombre de «Hong Kong World Center Exportation». Esos animosos jubilados siempre trabajan, pero no siempre cobran.
Ni que decir tiene que el círculo de amistades de Méndez se amplió considerablemente mientras investigaba. A muchos de aquellos jubilados los conocía de antiguos periódicos barceloneses que ya no existían, y que aún lloraban porque su esquela de defunción no podría aparecer en sus páginas. Viejos obreros de la noche, aquellos impresores recordaban bares cerrados, timbas clandestinas, figones clausurados por Sanidad y direcciones de putas gloriosas que, con toda la razón, pedían ahora un subsidio al Gobierno por los servicios prestados.
Méndez, el investigador, y los impresores investigados se pasaron el día en las tabernas de las cercanías, hablando de sospechosos ya muertos y de mujeres retiradas. Así, la investigación avanzaba.
Claro que, como se sabe, con el tiempo se alcanza todo. Méndez llegó a conocer al impresor que había preparado las cartas con las falsas ofertas y que, naturalmente, no había cobrado ni una.
– Querían un trabajo bien hecho -dijo aquel impresor histórico mientras iba por la quinta cerveza-, con un grabado muy bonito encima de cada papel de carta. Era un grabado precioso, créame. Sólo les faltaba poner arriba la Corona real británica. Era una cosa muy fina que únicamente podía hacer un profesional como un servidor: modestia aparte, entiendo de grabadores, fotolitos y la hostia. Les hice una cosa tan fetén que me entraban ganas de solicitar el empleo yo mismo. Por supuesto, no he llegado a cobrar nada: ni el precio del papel.
– Podía haberles pedido un anticipo o una fianza -susurró Méndez, quien por otra parte jamás había pedido una fianza a nadie.
– Es que no me atreví. Usted no la ha visto, Méndez, pero me hizo el encargo una tía que llevaba unos tacones así de altos y afilados. Y unas tetas haciendo juego con los tacones, talmente como si todo lo hubiera comprado en el mismo sitio. Y con un culo que no le cabía en una rama de esas con las que antes se hacían los periódicos. A una tía así no le pides dinero, Méndez: se lo das. Verá, uno tiene su historia.
Y añadió en voz baja, mientras iba por su sexta cerveza:
– Desde entonces, mi mujer no me habla.
– ¿Vio usted si llevaba liguero? -preguntó Méndez, súbitamente interesado por los detalles de la investigación.
– Hombre, pues yo diría que sí. Se le marcaban unos botoncitos debajo de la falda.
– O sea que usted lo ha perdido todo.
– Más perdieron esos pobres bichos que pagaron un anticipo por un pedacito de humo. La primera trampa la tendían los estafadores con un anuncio en los periódicos, pero luego contestaban individualmente a cada uno que preguntaba. Y ya le digo: la carta hacía efecto. Me cago en Judas: si pesco a aquella nena me la folio de tal manera que le salen almorranas. ¿Usted no, señor Méndez?
– Yo también, aunque luego tenga que recuperarme dos meses en un balneario. Ah… Si usted llega a hacerlo, yo le daré ánimos.
– Veo que usted quiere dejar bien alto el nombre de la Ley, señor Méndez. La justicia directa es lo que hay que restablecer en este país blandengue, señor Méndez, digo yo.
Vació su vaso y añadió:
– Docenas de veces fui a la dirección que había impreso yo mismo, y allí no quedaban más que unos muebles alquilados, una bombilla y dos revistas de maricones. No había nada que quedarse.
– ¿Y no se quedó con nada?
– Sí, con las dos revistas.
– De modo que piensa que yo tampoco encontraré gran cosa.
– Me temo que no, pero le pasaré dos teléfonos de emergencia que me dieron aquellos tipos. Llamé cien veces y no contestaba nadie.
– Es natural -dijo Méndez-. De todas maneras miraré a quien corresponden.
Iba a marcharse cuando el otro exclamó:
– Ah… De todos modos tengo una pista que puede ser buena. No sé si servirá, pero la tengo.
– A ver, suéltela.
El viejo impresor fue hacia el fondo del local con sigilo de republicano que conspira. Volvió con unos papeles amarillentos que parecían sacados del archivo de un cementerio municipal.
– Mire, aquí están el nombre y la dirección: copíelos por si acaso. El tío se llama Juan Boada, pero vino tanto por aquí que acabé llamándole Juanito. Estas son algunas muestras del papel que elegía: no demasiado bueno, como ve. Pero aunque es muy pobre acabó pagando puntualmente. Por eso yo no lo denuncié como a los otros; no di su nombre a la policía. Estaría bueno que denunciase al único tío que me pagaba.
– ¿Y a mí por qué me lo denuncia?
– Porque su conducta siempre fue muy extraña. Eran también cartas relacionadas con el trabajo, y ahora que usted ha venido me da por pensar que quizá estaba relacionado con aquellos granujas. No sé… Usted se ha tomado un interés personal. Ha venido hasta aquí. Hemos hablado de tías, aunque sólo sea de viejas tías que ya no se acuerdan de dónde tienen el asunto. Es lógico que le dé más datos que a un poli tripón de la Comisaría, sentado detrás de una mesa. Tengo la sensación de que usted hará algo.
Méndez se infló un poco.
– Mis servicios a la policía siempre han sido brillantísimos -dijo.
En la oscura vida de todo servidor de la Ley hay momentos de exaltación, y Méndez estaba viviendo uno de ellos. Miró las muestras de papel y se dio cuenta de que todas eran de color y gramaje distintos, pero de mala calidad. Recordaban el color oscuro de los diarios y publicaciones de la posguerra. Mal lo tenía aquel tipo llamado Boada si con papel de esa clase pretendía ofrecer falso trabajo en nombre de grandes empresas que tenían su sede en Wall Street, la Place Vendóme, Picaddilly o el Barrio Chino de Barcelona, que para Méndez también era digno de ser tenido en cuenta. Mal lo tenía, sin duda, con unas cartas tronadas y unos sellos usados a los que ya no les debía de quedar ni goma.
Pero así como hay delincuentes de altura, hay delincuentes de bajura. Méndez tenía que seguir aquella pista.
Recordaba perfectamente la última frase del impresor, ya en la puerta:
«Me hacía imprimir nombres y direcciones de empresas distintas cada vez, y en papel también distinto. Luego no sé qué hacía con todo eso, pero no me diga que no es raro».
Méndez pensó que, en efecto, tenía que haber alguna relación. El tal Juan Boada serviría de tapadera de alguien. No sabía cuál era el método utilizado, pero a la fuerza tenía que ser un método anticonstitucional y maléfico.
Fue a la calle señalada.
La casa pertenecía a un núcleo de burguesía que aún guardaba las apariencias. El portal era antiguo, pero limpio. Hasta había un ascensor que, naturalmente, no funcionaba. Tras las cristaleras de la antigua portería ya no había portera alguna, pero el detalle hablaba de tiempos mejores y de rentas más altas. Todo el edificio, sin duda de renta antigua, respiraba el aire de una época en que los inquilinos comieron bien, pero ahora disimulaban que comían mal. Méndez, con todo su corazón de piedra de policía hecho a la antigua, se conmovió un poco, porque él conocía muy bien esos cristales opacos tras los que se disimula la miseria urbana.
Pero seguro que el estafador -que para eso lo era- comía bien y bebía whisky de marca, qué coño. Y hasta debía de espiar a las vecinitas que sólo podían comprarse unas medias en las rebajas.
Méndez tuvo que subir a pie cuatro pisos, con cada uno de los cuales aumentaba su mala leche. Cuando llegó al fin a la puerta del presunto, tenía cara de tigre en celo al que un circo se le ha llevado la tigresa.
Le abrió un hombre pequeño, arrugado, uno de esos hombres que a lo mejor han sido algo importante -por ejemplo, cajeros de una funeraria-, pero de los que sólo queda la mitad.
– ¿El señor Juan Boada?
– Soy yo mismo.
– Aquí el inspector Méndez, es decir la Ley.
– Un inspector… Oiga, yo no he hecho nada malo. Lo del maltrato a una mujer fue en el piso de arriba. Además, a mi ya me ve. No llego a los cincuenta kilos.
– No he venido por eso.
– Lo de la agresión sexual a una menor fue en el piso de al lado, donde vive un canónigo. Yo nunca he pasado de monaguillo.
– ¿Y cómo estaba la menor? -se interesó Méndez.
– Bien. Redondita. Prometía -informó el señor Boada.
– Lástima. Tampoco he venido para eso.
– Entonces ha venido por lo de los robos en el súper, sin duda. Eso es… los robos en el súper. Pero tampoco he sido yo. Sólo voy al súper el Día del Cliente, cuando hacen rebajas.
– No intente despistarme -advirtió Méndez, entrando de golpe-. Yo represento el poder de la Justicia, y he venido por algo mucho más importante. ¿Está su mujer?
El cincuenta por ciento del rostro que le quedaba al señor Boada se sonrojó.
– Ya sé… -musitó-, ya sé… Reconozco que la he engañado.
– Hostia -gruñó Méndez-, esto sí que es una confesión rápida. ¿Pero está su mujer o no?
– Está… haciendo faenas por las casas.
– Vergüenza debería darle -dijo Méndez.
– Me la da. Pero no me lo eche en cara, por favor. Que me lo digan otros no puedo soportarlo.
– No lo digo por eso. Vergüenza debería darle que engañar a la mujer con cartas falsas le haya servido de tan poco.
El señor Juan Boada, el importante estafador, se encogió aún más, retrocedió, se pegó a una pared despintada en la que había una foto de la montaña de Montserrat en día de fiesta. Disminuyó aún más su tamaño: de un cincuenta se quedó en un cuarenta, en un treinta por ciento.
– Ya sabía que lo de las cartas falsas acabaría así -gimoteó.
– Al menos la confesión espontánea le servirá de algo -dijo Méndez-. Lo haré constar en el atestado, porque me evita el trabajo de interrogarle hábilmente. Vamos a ver: ¿reconoce estos papeles?
– Sí, señor. Son los que yo encargaba en la imprenta. ¿Pero cómo los has conseguido?…
– El brazo de la Ley llega a todas partes, amigo. ¿Reconoce que en cada uno hacía imprimir la dirección de una empresa distinta?
– Sí, señor. No puedo negarlo.
– Pues ahí está el engaño.
El señor Boada se encogía cada vez más. El cuadro de la montaña de Montserrat era ya más grande que su cuerpo.
– Sí, señor, lo reconozco: ahí está el engaño.
– Pero vamos a ver, coño: ¿cómo llenaba luego esas cartas?
– Me ayudaba un amigo que tiene un ordenador, y que usaba una letra cada vez distinta. Pero, por favor, a él no lo detenga. El autor del engaño soy yo.
– Lo doy por descontado. ¡Valiente asunto miserable! Y ahora, si guarda algunas de ellas, enséñemelas. Será mejor para usted y para la labor de la Justicia.
El señor Boada echó a andar por un pasillo que olía a café de recuelo, a sopa de sobre y a verdura del día anterior. Penetró temblorosamente en un dormitorio de madera marrón, tipo años cincuenta, con un cobertor gastado y un SantoCristo cansado de dar el espectáculo, un dormitorio en el que sólo faltaba una placa con la fecha del último polvo: 1939, Año de la Victoria.
Unas manos temblorosas sacaron de un cajón del tocador diez cartas, diez, todas en papel barato pero distinto, todas con membrete de empresas distintas, todas con un texto distinto, pero que en realidad no era distinto. Méndez las leyó. Tuvo que tragar saliva dos veces. Abrió la boca.
– Pero, oiga, todas estas cartas están dirigidas a usted mismo…
– Sí, señor, pues claro. Sólo así servían.
– ¿Servían para qué?… Coño, aquí no se pide dinero a nadie, no se ofrece trabajo, no se ve la estafa… ¿Qué ganaba con esto?…
– Léalas otra vez, por favor, señor Méndez. Piense que antes yo me había presentado en todas esas empresas pidiendo trabajo y alegando que soy parado sin subsidio, porque la Casa de donde yo era contable cerró. Estas son las cartas de respuesta de las empresas, falsas naturalmente. Las que preparaba yo.
Méndez volvió a leer. Con distintas palabras, cada carta decía lo mismo: «Lo sentimos. En las pruebas realizadas ha obtenido usted una excelente calificación, por lo que debemos ante todo elogiar sus cualidades. Pero necesidades internas de esta
Empresa nos obligan a dar el cargo a otra persona más joven. Agradecemos su oferta y pensamos que tal vez en otra oportunidad…». Etc., etc.
Méndez soltó las páginas, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, y farfulló:
– Bueno, pero con todo esto usted no ha conseguido un duro, sino al contrario… Vamos a ver: ¿qué gana?
– Que mi mujer siga teniendo fe en mí -dijo el presunto-. Así cree que estoy a punto de salir del atolladero. Así ella me respeta.
Méndez, a pesar de que estaba con el bolsillo vacío por ser últimos de mes, susurró:
– Vamos, amigo. Abajo hay un bar. Creo que le debo una copa.
LAS GOLONDRINAS
Méndez, el tronado policía de los barrios bajos, que nunca obtendría un ascenso ni un aumento de sueldo, le dijo al comisario, que era mucho más joven que él:
– Usted no puede imaginarlo, jefe, pero desde esa casa tan podrida que se ve a un lado del callejón, esa casa tan sucia y encima ya vacía, porque van a derribarla para ensanchar la calle, se veía llegar la primavera.
El comisario miró la casa desde lejos, con un gesto de incredulidad. Vio un portal afianzado con unos tablones para que no se hundiera, unas ventanas sin postigos y una pared ya derribada, dejando ver un laberinto de tuberías, los restos de una cocina y un dormitorio empapelado por alguien que sin duda ya estaba muerto. «Cojones con la primavera», pensó. Para lo único que podía servir aquella casa era para que en ella pudiera tomar el sol un cadáver.
Miró aprensivamente a Méndez.
– ¿Pero qué dice?… -masculló-. ¿De qué coño me habla? Mírela bien: a esa casa, metida entre patios vecinales asquerosos, nunca ha llegado la luz, de modo que de primavera nada. Sólo el polvo, la tristeza y la orina del vecino de arriba, que a lo mejor estaba recomendada por el médico.
– Casi todo el barrio era antes así -reconoció Méndez-. Ahora, con tanto derribo y tanto edificio nuevo, puede que lo cambien.
– El que no cambia es usted, coño. Siempre se pasa la vida en las calles y deja los asuntos para el día siguiente. Olvídese de la maldita casa, que dentro de poco no existirá, y acuérdese de detener a la Betty, que de momento existe.
– Sí, ya sé que tengo que detener a la Betty, la carterista fugada de la cárcel de mujeres, pero usted, jefe, no me ha acabado de entender.
– Es que a usted no lo entiende ni su madre, Méndez.
– Verá: lo que he querido decirle es que la primavera no dependía aquí de la luz que llegaba por los patios de atrás, entre otras cosas porque apenas llegaba luz alguna. Dependía de las golondrinas, ¿sabe?, las golondrinas. Cada año eran las mismas las que sobrevolaban este laberinto de callejas, sin equivocarse nunca, y se metían en la galería del piso principal, que yo conocía porque una vez hice allí un registro. Construían en la galería su nido. Un milagro, oiga, un milagro. Muchos vecinos que no tenían otro medio para enterarse de que había cambiado el color de la luz, decían: «Mira, ya está aquí la primavera».
– Espero que no lo diga por usted. Porque usted ha vivido en muchas pensiones podridas del barrio, pero en esa casa nunca.
– Ya le digo que la registré una o dos veces, y entonces los vecinos me contaban cosas. Ahí vivía el Mangas, que compraba objetos robados. El Mangas era el padre de la Betty. Yo había visto a la Betty, cuando ella tenía diez o doce años, mirando obsesionada el nido de las golondrinas, en el techo de la galería, porque ellas le anunciaban la primavera. Hay que vivir ahí para apreciar el valor de las cosas sencillas, jefe. Una vez hasta lloró, porque eso significaba que un rayo de luz llegaría hasta su cama muy pronto, y porque le maravillaba que las golondrinas pudieran llegar desde tan lejos, sin perderse nunca.
– Pues ahora la Betty debe de tener al menos veinte años, y seguro que no llora nunca.
– Es verdad, jefe. Seguro que ya no llora.
El comisario hizo un gesto de hastío y volvió la espalda a la casa.
– Bueno, usted a lo suyo, Méndez. Ocúpese de detener a la fugitiva y déjese de primaveras. Además, ¿puede saberse para qué ha venido a esta casa, si sabe que la van a derribar? Creí que ya estaba trabajando en Comisaría y me lo encuentro parado aquí, como un pasmarote.
– Ya sé que la van a derribar y que esto no sirve de nada, pero es una maldita curiosidad. Tengo una llave maestra del principal y voy a abrirlo para ver si las golondrinas han vuelto también este año. Aunque ellas no lo saben, será la última vez.
– Pues las avisa por escrito.
– Si me entendiesen, lo haría. Bueno, serán sólo cinco minutos.
– De acuerdo, haga lo que le dé la gana. ¡Vaya manías de viejo! Voy a tomar una copa en ese bar de ahí, porque me hacen buen precio. Le esperaré si quiere.
– Gracias, comisario. Un trago gratis no lo rechazo nunca.
Y Méndez subió, arriesgándose a que los peldaños se hundiesen. Abrió en silencio la puerta del principal, tras la que estaban todos los olvidos fabricados por los hombres y todos los miedos fabricados por los niños. Fue hasta la galería como una sombra.
Y era verdad. Las golondrinas habían vuelto. Pero había algo más.
Betty, la fugitiva, estaba allí, de espaldas a él. Las miraba en silencio. Méndez hubiese jurado que -también por última vez- ella estaba llorando.
Méndez descendió de puntillas y fue al bar. El comisario gruñó:
– ¿Qué? ¿Ya está satisfecho? ¿Ya se ha hecho una golondrina a la brasa?
Méndez se encogió de hombros.
– ¡Qué tristeza! -susurró-. ¡Qué piso tan vacío! Este año ni las golondrinas han vuelto.
NADIE ESCRIBIRÁ ESTA HISTORIA
A Méndez no solían invitarle a comidas ni fiestas, pero en cambio solían invitarle a entierros. Aquella tarde llegó con más retraso que de costumbre a su Comisaría de la calle Nueva de la Rambla, en el corazón del barrio bajo, porque dijo que había tenido que acudir a uno de ellos.
Eso no era extraño, porque Méndez (aparte de sus entierros innumerables) solía llegar con retraso siempre, en especial desde que la piqueta municipal estaba destruyendo las casas antiguas para renovar el barrio. Él no había estado nunca en París, pero imaginaba lo que sentirían los veteranos de la capital si alguien derribara, por ejemplo, la rué Lepic. Por eso se detenía a veces a contemplar las ruinas, como si quisiera hablar con los fantasmas que aún habitaban en ellas: malas lenguas decían que los fantasmas también querían hablar con él.
Aquella tarde, pues, Méndez llegó tarde, entre otras cosas, por haber acudido a un entierro, pero este no fue normal. No había ido a despedirse de algún paria del barrio o alguna cortesana vieja, como era su costumbre, sino que había ido al entierro de… ¡un millonario!
– ¿Pero cómo es eso, Méndez? ¿Cómo es que ha ¡do al entierro del dueño de Construcciones Miret, uno de los ricachos de nuestra ciudad capitalista? ¿Qué esperaba? ¿Que regalaran puros al salir del cementerio?
– No es eso -dijo Méndez-. He ido por el vil metal, o sea que a lo mejor yo también soy un capitalista. -A ver, explíqueme eso.
– Quijano, el dueño de Construcciones Miret, a cuyo entierro acabo de asistir, había derribado muchas casas en nuestro viejo barrio y construido edificios nuevos de precios mucho más altos. Yo, como es natural, conocía la historia de todas esas casas, como conozco la historia de toda la Barcelona vieja.
– No veo el vil metal por ninguna parte.
– Bueno, yo había ¡do muchas veces a ver a Quijano para pedirle que hiciera algo por los viejos vecinos, y de esas visitas dedujeron los de la Constructora que éramos amigos. Y ahora que Quijano ha muerto, el jefe de prensa de «Construcciones Miret» me ha pedido que escriba una biografía del finado. Ahí está el metal que le decía.
– ¡Pero si usted, Méndez, no sabe escribir!
– Hay bastante gente famosa que tampoco sabe. Y ese jefe de Prensa imagina que, dándome documentación, conociendo la historia del barrio como la conozco, y habiendo sido amigo del difunto, haré un libro bonito.
– Un libro bonito no lo hará usted nunca. ¿Pero al menos hará un libro?
– Qué coño voy a hacer.
– ¿Ni por el vil metal?
– Ni por el vil metal. Y es que todo parte de un error monumental: mucha gente cree que yo era amigo de Quijano, cuando en realidad era su peor enemigo. Mis visitas eran un pretexto para vigilarle y tenerlo marcado de cerca. Quería atraparle. Quería cazarlo como un conejo.
– ¿Cazar a un millonario? ¿Usted? ¿Pero qué se ha creído, Méndez? ¿De qué podía acusarle?
Méndez dijo sobriamente:
– Siempre sospeché que era un asesino.
– ¡No me diga! Creí que había dejado usted de beber, Méndez. ¿Y qué coño era lo que sospechaba de él?
– Que había hecho asesinar a su esposa.
– Vamos a ver, Méndez: no divague, porque eso no es cierto, pero aunque fuera cierto no lo podría probar nunca. La única realidad es que, en efecto, la esposa del Quijano fue muerta de un balazo por un asesino profesional que luego huyó a Brasil y no ha podido ser localizado. O sea que por ahí no va a sacar nada. Pero es que, además, la esposa de Quijano, doña Lourdes Miret, murió casualmente. A quien querían matar era a él.
– Esa es la versión oficial -dijo Méndez.
– Y es la cierta. Quijano había recibido varias cartas amenazadoras. Todo el que hace dinero rápido tiene muchos enemigos.
– Claro que los tiene, sobre todo si lo hace a tanta velocidad como Quijano. Él era un mierda de escribiente de la Constructora cuando Lourdes Miret, que acababa de heredar la empresa, se enamoró de él. A partir de ahí, a partir de su matrimonio, Quijano se convirtió en el amo, y como tenía instinto y la moral no le importaba, hizo dinero rápido. No es tan extraño ver tipos como él.
– Razón de más para tener enemigos. Y queda en pie lo de las cartas.
Méndez añadió, más sombrío cada vez:
– Se las hizo enviar él mismo.
– ¿Pero qué dice? ¿Y por qué?
– Para tener una coartada.
– No sé qué cojones querría probar con eso, Méndez. ¿Qué pretendía Quijano?
– Que todos creyéramos que iban a matarle a él.
– Y es lo único que se puede creer -gruñó el jefe-. Lo único. Contra Lourdes Miret nadie tenía nada. Lo que pasa es que, cuando vio que iban a disparar contra su marido, se puso delante. Estaba locamente enamorada de él.
– Eso es cierto -dijo Méndez-. Pero también se puede creer que Quijano la puso delante en el momento decisivo. Y que supo hacerlo bien.
El jefe alzó los brazos al cielo.
– ¡Méndeeeeez!…
– Vamos a ver: reflexione. Quijano tenía contratada una pareja de gorilas para protegerlo a raíz de lo de las cartas.
– Razón de más para creerle.
– Pero observe qué casualidad: nunca estaba solo, y de pronto, una tarde de verano, una de esas tardes muertas y tórridas en las que hasta los gorilas se duermen, va con su mujer, despistando a todo el mundo, a una casa que los dos tenían en la provincia de Tarragona. La soledad absoluta.
– Yo lo entiendo. Quijano se quejó más de una vez de que la vigilancia no le dejaba tener ninguna intimidad con su mujer. Y la mujer se quejaba más que él. Yo siempre he creído que la escapatoria a la casita de Tarragona fue idea de ella.
– Y en ese sitio los atrapó el asesino…
– Es natural. Estaba al acecho.
– Sí, sí… -reconoció Méndez-. Todo cuadra, incluso la idea de que la mujer tratara de defenderle con su cuerpo. O sea que es verdad que nunca podré probar nada.
– Entonces buenas tardes, Méndez. ¿O tiene algún otro entierro?
– Para mañana tengo uno formidable, pero hoy ya no. A lo que iba, jefe: no sé si usted ha pensado en lo que Quijano ganaba con esa muerte. En primer lugar, él no quería a su mujer. Se había casado por interés, había dado un braguetazo más grande que la Sagrada Familia. Pero no tenía plenos poderes en la empresa: Lourdes Miret conservaba la firma y por lo tanto él no le podía ocultar nada ni construirse la vida a su modo, con todo el dinero que tenía. También el único hermano de ella tenía una parte en la Constructora y lo vigilaba todo. La parte de Lourdes Miret y su hermano, una vez juntas, doblaban la de Quijano. Este sabía que estaba a su merced. Un sólo problema con su mujer le podía costar muy caro.
– Sobre eso ya investigamos. Lo que dice es verdad, Méndez. ¿Pero y qué? Lo que dice pasa en muchísimos negocios de nuestra puñetera ciudad capitalista.
– Con la muerte de su mujer, Quijano tuvo ya un setenta por ciento y fue el amo absoluto.
– Lógico. Sólo faltaba que le hicieran amo a usted, Méndez.
– Quijano podía disfrutar de su par de jóvenes queridas…
– ¡Méeendez!… ¿Pero no dice que nunca podía tener intimidad? ¿Y además, quién le ha contado eso?
– Uno de los escoltas, de compañero a compañero. Pero es un secreto personal. Usted sabe que esos profesionales no hablan nunca.
El jefe hizo un gesto de definitiva impaciencia. Ya tenía bastante, no necesitaba complicar su vida dándole la vuelta a un expediente cerrado y que además afectaba a dos personas ya muertas. Al carajo con todas aquellas ideas imbéciles. Señaló la puerta.
– Mejor que vuelva a su mesa, Méndez, y deje de joder al prójimo. La historia que me cuenta es tan normal que no merece ni comentarios: marido trepador, mujer rica y tonta, dinero fácil, chicas jovencitas sin que en la familia lo sepan. ¿Y qué? ¿Detrás de una historia tan normal tiene que haber siempre un crimen? Vamos, lárguese.
Méndez se largó con la cabeza hundida. Fue a abrir, pero entonces su superior pensó que quizá había sido demasiado brusco con él. Le hizo un gesto.
– Bueno -dijo-, de todos modos le agradezco su preocupación por el asunto. Pero Quijano ya está muerto y hay que olvidarlo. Por cierto, ¿de qué ha muerto?
– Un ataque al corazón.
– Es raro, ¿no? Mucha gente muere del corazón, pero Quijano estaba bien. Sólo corrió peligro cuando le penetró una esquirla de la bala que había matado a su mujer. Razón definitiva para creer que estaba diciendo la verdad.
– En efecto, era una razón definitiva. Tanto que he llegado a pensar en un riesgo aceptado, aunque mínimo, y en un perfecto cálculo hecho por un buen profesional: tal distancia, tal trayectoria de la bala, tal volumen de la mujer y en consecuencia tal calibre del proyectil. Todo perfecto. Operaron a Quijano, le extrajeron la pequeña esquirla de plomo… ¡y hala, a vivir! Un crimen perfecto y encima con un final romántico. No se puede pedir más.
– Está usted divagando otra vez, Méndez. Y aún no me ha dicho por qué una persona sana como Quijano tuvo ese ataque.
Ya en la puerta, el viejo policía se detuvo otra vez.
– Me lo acaba de contar su médico, jefe: la verdad es que él no podía imaginar eso. Cuando le extrajeron la esquirla de plomo, nadie se dio cuenta de que también había penetrado en Quijano un pedacito de hueso de la columna vertebral de su mujer. Ese pedacito de hueso quedó enquistado, pero con el tiempo se fue moviendo. Y llegó al corazón. ¿Lo entiende ahora, jefe?
– Coño… Sigue siendo una historia romántica. Pero si fuese cierta habría como para creer en Dios, Méndez. Un Dios cojonudo.
– Pues la verdad es que sí, aunque no tengo el gusto de conocerlo.
– Oiga… No aceptará escribir esa biografía, digo yo… Siendo enemigo de Quijano y encima con semejante tema…
Méndez, sin volverse, dijo antes de salir:
– No se preocupe, jefe. Ya he dicho que no a la oferta. Nadie escribirá esta historia.
EL LADRÓN DE RECUERDOS
– Tengo un trabajo cojonudo para usted, Méndez -dijo el jefe de servicio, haciendo con dos dedos la señal de la victoria-. No se me vuelva a quejar nunca más de que sólo le encargo buscar perros perdidos, gatas de buena familia que han cometido adulterio y virgos de sacristanas. No se lo merece usted, pero le voy a dar este trabajo porque es un amante de las cosas antiguas, los museos cerrados y los bidés rescatados de la Revolución Francesa. Usted mismo, ahora que lo pienso, es un museo en trance de derribo, Méndez.
– Gracias, señor jefe de servicio. Supongo que será un trabajo difícil y lleno de responsabilidades.
– Pues claro que sí, Méndez. Y además, pesadísimo. Tendrá usted que andar sin descanso por las calles de la vieja burguesía barcelonesa, preguntar en hogares de jubilados, empresas de seguros funerarios, arquitectos que levantaron su última casa en 1910, peluquerías caninas y bares antiguos de toda clase, principalmente los que se llamen «El último descanso».
– Todos los han derribado -dijo Méndez.
– Razón de más para estar atento a los que queden. Mire, su zona principal de trabajo estará en la calle Caspe, que como usted sabe es lugar de almacenes textiles, cajeras con gafas que numeran hasta sus polvos (y algunas ya están en el dos y medio) y empresarios que se ahorcan de vez en cuando con una sábana fabricada por la competencia.
– Pues claro -se atrevió a decir Méndez-. Saben que las suyas no resistirían el peso.
– Le veo muy poco respetuoso con la clase textil del país, Méndez.
– Yo sólo soy respetuoso, señor jefe de servicio, con esos bares antiguos que aún quedan, cuyo primer dueño se ahogó en vino de Cariñena y cuya mujer le ponía los cuernos dentro de un tonel vacío. Y también de esas tabernas donde rebajan el precio de las albóndigas por liquidación de existencias, o sea las únicas tabernas que velan por la alimentación de las clases bajas de la ciudad. Hecha esta declaración de principios, dígame qué me va a encargar. ¿Un robo en el Museo Picasso? ¿La voladura de una caja fuerte en la Generalitat? ¿La desaparición de un barco cargado de droga? ¿La sustracción de la agenda de una madame, con los nombres de todo un ministerio?
– Coño, Méndez, no sé qué se ha creído usted. A lo mejor piensa que lo voy a enviar a Washington para investigar sobre una mamada en la Casa Blanca.
– ¡Qué menos! -sugirió Méndez.
– Pues más vale que se vaya desengañando. Lo que le voy a encargar está de acuerdo con sus facultades, o sea que no se haga ilusiones. Se trata de algo muy sencillo.
– ¿Qué?
– El robo de un picaporte. Nada más que eso.
Méndez, hombre mezquino como se sabe, pensó enseguida que le habían encargado aquello para sacárselo de encima. Efectivamente, si tenía que dar vueltas y vueltas por la Barcelona burguesa, comprobando el censo de picaportes, no le verían por Comisaría ni a la hora de cobrar. Sospechaba que ese era el deseo oculto de al menos las dos últimas promociones de la Escuela de Policía.
Pero el encarguito tenía sus dificultades, eso sí. En primer lugar, vaya usted a saber lo que es la Barcelona burguesa. Arquitectónicamente -barruntaba Méndez- era el Ensanche, o sea las cuadrículas de lldefons Cerda que van de la plaza Catalunya a la Diagonal, y que el genial urbanista concibió como manzanas abiertas en cuyo interior hubiera un jardín público, o tal vez un bosquecillo, donde pudieran jugar los niños burgueses, hacer pipí los perros burgueses y leer el periódico los señores burgueses, mientras miraban de reojo a las chicas de servicio y planificaban un polvo burgués. Cosa difícil, seguía pensando Méndez, porque ahora ya no hay chicas de servicio, y las que quedan lo hacen encima de una moto, o sea que el polvo burgués, con toda su ceremonia, ha desaparecido.
Además, los propietarios no quisieron perder la riqueza de los interiores de manzana y los edificaron, creando despachos de notario, oficinas de
Pero esta referencia arquitectónica, al parecer tan exacta, tampoco le servía a Méndez. Porque si burguesía significa riqueza, o al menos aproximación a ella, la verdad era que en aquellos edificios se daba el mayor porcentaje de miseria oculta de la ciudad. Viudas de médicos, de abogados y de arquitectos que un día tuvieron chicas de servicio (con las que planificaron mucho y no hicieron nada) vivían ahora de una pensión miserable, disimulando que sólo cenaban un yogur y no podían hablar más que con su canario, el cual, naturalmente, estaba en constante peligro, tanto que intentaba pasar desapercibido y no cantaba a fin de mes.
Las señas de identidad, sin embargo, estaban allí bien visibles, para alimentar los sueños urbanos de Méndez: los portalones anchos, con puertas de madera tallada, los enrejados de artesanía, donde los obreros de otro tiempo se habían dejado las manos, y los ascensores amplios, nobles, calculados con holgura, para que la señora propietaria no se dejara su culo en la puerta. Los arabescos de piedra, las remotas fechas de construcción y sobre todo las tribunas sobre la calle, los cristales modernistas, los tiestos que recibían un rayo de sol, los gatazos que recibían una caricia y las chicas solitarias que esperaban recibir un pellizco. Todo esto, al menos, lo imaginaba Méndez, todo esto le extasiaba, lo cual permite imaginar, puestos en plan traidor, que Méndez quizá, en el fondo, era un burgués fracasado.
Pero le habían señalado en especial la calle Caspe, de modo que acabó dirigiéndose hacia allí. Es lugar noble pero en decadencia, porque en ella estuvieron, durante la gran época de los fabricantes textiles, los enormes montones de telas tras las que cada 31 de diciembre, al hacer balance, aparecía el tenedor de libros con su secretaria. La secretaria nunca era la misma, pero el tenedor de libros sí. Ahora los almacenes se habían ido transformando en locales donde se vendían saldos a tanto la pieza y en parkings a tanto la hora. En los álbumes de viejas fotos de la ciudad se ven caballeros con bombín saliendo de esos almacenes, damas con falda hasta los pies y detrás de ellos obreros que las miran, no se sabe si imaginando sus culos o soñando en la revolución pendiente.
En las viejas fotos también se ven los picaportes de las casas, nobles instrumentos de llamada hecha a mano, trabajada y personal, dotada incluso de firma, cosa que no tendrán jamás los porteros automáticos. Unos representaban una mano de oro (con preferencia una mano femenina que era como una promesa), otros un aro de metal, unos terceros un puñal rematado con una bola, y hasta alguno hubo con cabeza de león, cara de guardia civil y concha de peregrinación compostelana.
Los libros de arte suelen reproducir algunos de esos picaportes, lo cual permitió barruntar, incluso a un hombre como Méndez, que tienen un cierto valor histórico. Ahora comprendía por qué tenía que vagar por tiendas de anticuarios y cafés de la tercera edad donde un coleccionista puede capturar una buena presa. Gracias a la denuncia pudo saber en qué portal habían robado el picaporte y en qué consistía este. Se trataba de una pieza muy complicada: dos manos, una de hombre y otra de mujer, enlazadas. «Hay que ver», pensó malignamente Méndez, «Romeo y Julieta llamando a la misma puerta, donde tal vez había un piso por alquilar».
Con su peculiar dinamismo, Méndez estuvo un par de horas visitando los cafés de la zona y decidiendo qué hacer. Luego fue a un anticuario para preguntarle qué podía valer un picaporte semejante.
– Es difícil decirlo: todos tienen más o menos la misma antigüedad, pero depende del material con que estén hechos y del artista que los terminó. Alguno hay que incluso lleva firma. De todos modos, una pieza así sólo le puede interesar a un coleccionista.
– Puede que exista algún anticuario especializado en ellos -sugirió Méndez.
– Más que anticuarios, se trataría de almacenistas que compran piezas de casas en derribo: viejas puertas modernistas, cristaleras, chimeneas de mármol y hasta pedazos de parquet donde aún están marcados los tacones de una damisela. El pasado sentimental de la ciudad, Méndez, descansa en esos cementerios a los que no lleva flores nadie.
Deseando justificar su vida, el anticuario añadió:
– Nosotros desenterramos esos cadáveres, los pulimos, los maquillamos, les damos dignidad y los devolvemos a la vida.
Adicto como era Méndez a las viejas cosas y a las viejas damas con corsé, le dio la razón al anticuario. Luego visitó a los almacenistas de que le había hablado este, aún sabiendo que la casa en cuestión no había sido derribada. No encontró la pieza, pero en cambio encontró por las cercanías bares con calamares fosilizados, croquetas de mamut y caracoles pasados por la piedra en algunos de los mesones más próximos. Eso le demostró sin lugar a dudas que, a pesar de las multinacionales, Barcelona aún seguía viva.
Antes de que se produjesen los primeros síntomas de envenenamiento si comía todo eso, Méndez volvió a la casa y contempló el portal austero, desnudo, al que habían robado el picaporte, su último detalle de humanidad. Haciendo una radiografía social del edificio, Méndez averiguó que en él tenían su residencia dos multinacionales de tipo cultural (una dedicada a distribuir fotos de Diana de Gales y otra a publicar las biografías de los maridos de Elizabeth Taylor); un abogado especializado en incobrables; un despachito donde se cambiaba de ropa el Cobrador del Frac; un tratante no de blancas, sino de negras, que tenía ficha en la policía; una madame dedicada a clientes de la tercera edad; un médico que trabajaba en el Clínico pero también atendía a los clientes de la madame; un matrimonio joven en el que trabajaban los dos veinte horas al día para pagar el alquiler de un piso en el que no estaban nunca; un padre soltero y un bebé abandonado que berreaba todo el día; una pensión de inmigrantes sin papeles cuyo dueño había solicitado una subvención por Incremento del Turismo; un gestor que tramitaba los papeles a los sin papeles; el dueño del inmueble, que vivía de sus rentas en compañía de una criada opulenta que había sido sobrina de un cura; y, en fin, un modesto pintor de interiores que esperaba alcanzar la gloria reproduciendo mosaicos gastados por los pies, manteles gastados por las salivas, puertas grises con un pomo de delgadez espiritual, cristales con la huella de un suspiro. Y también toda la tristeza de los patios de atrás, donde se tendía la ropa, se soñaba en un pedacito de cielo, se acoplaban dos gatos y se espiaba la llegada de un rayito de sol que en realidad era una burla.
Méndez sabía que en esas baldosas gastadas, esos cristales empañados, esos patios de atrás está escrita la historia de la ciudad que no se escribe nunca.
Enseguida sospechó de ese inquilino.
Encontró al pintor comiendo sencillamente un poco de pan y vaciando una lata de atún, porque al parecer aún no le había llegado la gloría.
– Ya me está diciendo qué puñetera necesidad tenía de robar el picaporte. Podía pintarlo sin sacarlo de su sitio -le apremió Méndez.
– No sé por qué cree que lo he robado yo. Yo no he tocado nada.
– Lo ha robado para pintarlo.
– Yo no pinto esas cosas.
– Pues entonces para comérselo.
– O sea para venderlo, quiere usted decir. La verdad es que paso hambre, Méndez, pero sin llegar a ese extremo. Ah… Y por él tampoco me hubieran dado gran cosa.
– Depende del interés del coleccionista. Tengo ya fichado a uno que cantará, pero sería mejor para usted que ayudara espontáneamente a la grandeza de la Ley y a la santidad de la Justicia.
– ¿La santidad de queeeeé?…
– Bueno, será mejor dejarlo. Si no quiere ayudar, allá usted. De momento, voy a echar un vistazo por el piso.
El piso, al margen de la única sala con luz, que era el taller, consistía en dos habitaciones con una sola ventana, una cocinita sin otro material que un abrelatas y un sobre de Nescafé, un cuarto de baño cuya ducha goteaba y un recibidor tapizado de cuadros del glorioso artista. Ni rastro del picaporte. En una de las dos habitaciones había una de esas camas tristes que jamás conocieron mujer. En la otra, más cuadros y un extraño ramo de flores ya muertas colgando de la pared, una especie de tumba puesta en el aire, un homenaje funerario a alguien que se había ido, un amor que se había ido, un tiempo que se había ido, pero que seguía prendido en el tallo de las flores color de piso.
Méndez nunca había visto nada igual. Gruñó educadamente:
– ¿Pero qué leches?…
– Le juro que ya estaba aquí cuando alquilé el piso -dijo el pintor-. Tal como lo ve estaba, señor Méndez, con su cinta morada y sus florecitas hechas polvo. Sólo faltaban la viuda y la lápida.
– Joder, pues es como pagar alquiler por un piso con derecho a cementerio.
– Sí, eso mismo he pensado a veces.
– ¿Y por qué no lo quita?
– Primero porque no necesito la habitación, y segundo por respeto. Yo soy un artista, señor Méndez. Yo vendo sueños, y alguien dejó aquí colgado un sueño.
– Por lo que veo, más valdría que alguien dejase colgado aquí un jamón. Pero vamos a ver: supongo que le preguntaría al anterior inquilino.
– Al anterior inquilino no lo vi, porque ya se había ido. Se ve que no podía pagar el alquiler, de modo que era algo así como mi hermano del alma, lo comprendí enseguida. Por eso también respeté sus cosas. El piso me lo alquiló de la noche a la mañana el dueño del inmueble, el mismo que vive aquí con una pintura de Utrillo, un sofá de Valentí y una criada tetona. Se lo juro, señor Méndez: yo no robo nada, yo lo respeto todo. Lo único que robaría sería el coño de la criada, pero sólo para ejercer el derecho de uso.
Esa última idea le pareció tan sugerente a Méndez que despertó su inteligencia. Le preguntó al pintor:
– Me han dicho que fue sobrina de un cura.
– Sí, señor. Y a veces veo que tiene colgadas fuera una camisita de organdí y unas braguitas de seda negra. Pero se las pone de distintos colores, según el santo del día.
– Pues debe de ser la hostia.
– Y tiene su mérito, señor Méndez. Hoy día ya no quedan mujeres que sepan seguir los ciclos religiosos del año.
– Ni miembros -gruñó el viejo policía, hablando por sí mismo-que resuciten triunfales el Sábado de Gloría. Pero vamos a lo práctico: jure decir verdad y comuníqueme dónde vive ahora el anterior inquilino, sin excusa ni pretexto alguno.
– En la calle Unión número doce. Lo sé porque dejó una nota por si llegaban cartas a su nombre. Le he enviado alguna.
Méndez hizo un gesto afirmativo y salió sin más del piso, envuelto en un silencio gatuno. La calle Unión había sido reino del moro pobre que siempre estaba celebrando el ayuno del Ramadán y la ramera vieja que no cobraba a los amigos (ni a los hijos de los amigos), pero las obras del Nuevo Liceo habían querido mejorar la calle. Se notaba enseguida, porque los moros pobres habían puesto una carnicería y las rameras viejas tenían un pisito y cobraban hasta el IVA, de modo que la reforma era un éxito. Méndez sintió que estaba de nuevo en su territorio, aspiró el aire de los cafetines, los efluvios de las pensiones baratas, los aromas de los supermercados indios y, como si llevara dos meses en un balneario, se notó reconstruido.
Ángel Guardiola, el hombre a quien buscaba, no trató de evadirse. Tampoco hubiera podido, porque vivía en una habitacioncita del terrado -un antiguo palomar- y la calle quedaba muy abajo. Tendría sólo cincuenta años, pero tampoco necesitaba más: sus ojos estaban muertos, su ropa parecía proceder del vestuario del Liceo -la parte que se quemó- y hasta el canto de su canario sonaba a derrota.
– Vine aquí porque no podía pagar el alquiler -explicó sin rodeos-. Cuando murió mi mujer, estuve dos meses sin ir a trabajar. Perdí mi empleo y tampoco busqué otro. Tome esta silla y siéntese en el terrado, señor Méndez: los días de sol da gusto.
– No se llevó nada del piso, supongo.
– Sólo el canario y la cama donde había muerto mi mujer. Pero no duermo en ella.
– El ramo de flores está en la habitación donde su mujer murió, pienso.
– No… No me diga que lo conservan.
– Bueno… Me temo que el actual inquilino es como usted. Bien pensado, podrían ponerse a vivir los dos aquí, y compartirían gastos. Pero desee prisa, porque tengo la sensación de que va a vivir poco.
– Si lo ve otra vez, déle… déle las gracias.
– Y usted dígame por qué robó el picaporte.
– ¿Hay una denuncia contra mí? Bueno, la verdad es que reconozco que soy el sospechoso más lógico. ¿Quiere saber lo que significa ese objeto para mí?… Pues significa nada menos que fue la primera cosa brillante con la que quiso jugar mi mujer, cuando nació en esa casa. La primera cosa brillante. Y yo la había llamado mil veces con esas dos manos de metal, cuando no éramos más que dos muchachos que creíamos en el futuro. Es decir, al amor le dábamos el nombre de futuro. Cuando nos casamos, fue la primera cosa que acariciamos los dos al entrar. La primera cosa que acariciábamos al salir, cuando nos íbamos los dos al trabajo. La última cosa que miré, al marcharme de la casa. Y ahora haga usted lo que quiera con este sospechoso habitual, señor Méndez. Estoy a su disposición: haga lo que le dé la gana.
Méndez miró al hombre. Miró el terrado, el color de las baldosas, el de la ropa tendida, el color del aire. Miró los ojos muertos.
Y pensó que, a pesar de todo, aún hay un corazón en la ciudad.
– Diré que no he podido encontrar al ladrón -susurró-. No se le culpará de nada. Pero al menos justifique usted mi sueldo: déme el picaporte.
El sospechoso habitual le miró con asombro, cuando ya Méndez, dando por cerrado el caso, se iba a dirigir hacia la puerta.
– No puedo darle lo que no tengo -contestó, casi con un sollozo-. El picaporte vale más dinero del que la gente piensa, porque incluso está catalogado. Imagino que cualquier coleccionista lo querría.
Hizo una pausa, como si quisiera controlar su respiración, y añadió: Lo robé, pero…
– Se lo devolví a la criada del dueño de la finca a cambio de que retiraran la denuncia, pero por lo visto se olvidaron de hacerlo. En cuanto al picaporte, no temo que desaparezca, le digo la verdad. La criada sabe que el dueño lo tiene. Y él no lo venderá a menos que se esté muriendo de hambre. No sé por qué, pero lo aprecia tanto como yo.
Méndez estaba ya en la puerta cuando un pensamiento pareció detenerle. Se volvió para preguntar:
– ¿El dueño de la casa había tenido alguna relación con su mujer, la muerta? Amistad y todo eso, digo yo… Cosas de vecinos.
– Bueno, siempre se portaba muy correctamente con ella. Tenía un lío con la criada, eso todo el mundo lo sabía, pero por lo demás era de una gran educación. Le hacía mucha gracia que mi mujer acariciase el picaporte, como si fuera un ser vivo. Ah… Yo casi lo había olvidado, pero la verdad es que el día del santo de mi mujer siempre nos enviaba un pequeño obsequio. Incluso cuando se puso enferma no nos cobró el alquiler. Luego, al morir ella, ya fue distinto. Se ve que se cansó.
Méndez miró el tejado, las montañas que se elevaban en torno a la ciudad (montañas bajitas de tortilla de patatas en domingo), las palomas solteras, las barandas rotas, las antenas por las que se inyectaba la única cultura a los niños del día de mañana. Miró (eso con más atención) a una vecina cuyo ombligo se tostaba al sol. Volvió a mirar el color del aire.
– Quizá su mujer tuvo motivos para morir feliz -musitó.
– ¿Por qué lo dice?
– Por nada, por nada… A lo mejor la quiso y deseó más gente de lo que se piensa. No vuelva a pensar en el picaporte. Adiós.
Francisco González Ledesma