Inspector Méndez 5
1 UNA HISTORIA DE PERROS
– Yo no sé si usted ha oído hablar alguna vez de Palmira Rossell -le dijo Méndez al periodista Carlos Bey.
Carlos Bey le ayudó solícitamente a cruzar la calle, que estaba resbaladiza a causa de las primeras lluvias del otoño, y comprobó con admiración que Méndez estaba en forma, pues no había vacilado ante la amenaza de los coches, no había tropezado con ninguno de ellos y no había perdido un zapato al subir al bordillo velozmente. Cuando estuvieron a salvo, el periodista encendió un cigarrillo y murmuró:
– No, no he oído hablar de ella, pero le confesaré que en principio tampoco me interesa. Usted, Méndez, sólo tiene amistad con mujeres llenitas y pervertidas que usan combinaciones color malva, tienen discos de canto gregoriano para acompañar los pecados y, desde luego, tratan de corromper a un sobrino inocente y pobre. Si Palmira Rossell es de ésas, más vale que hablemos de otra cosa.
Acababan de atravesar la calle Urgel y ascendieron por ella en lugar de descender, dejando así a su espalda el mercado de San Antonio y las viejas Rondas. Era aquél un mundo estricto, cerrado y meticuloso donde cada movimiento de las mujeres, cada mirada de los hombres tenían cien años de antigüedad. Un mundo amado por Méndez, que conocía los portales, los rótulos de los establecimientos, la vida sencilla y a la vez secreta de sus gentes. Quizá por eso, porque aquél era un mundo que Méndez amaba, Carlos Bey se sorprendió de que se alejaran de él.
– Yo creí que íbamos hacia el Paralelo -dijo.
– No, hoy no.
– Es que aquellos son sus barrios, Méndez.
– Bueno, pero es que hoy voy a ver a Palmira Rossell. Por eso le he hablado de ella. Palmira Rossell no es lo que usted cree, Bey, es decir una mujer viciosa y perfumada que tiene un sobrino virgen. Es justamente todo lo contrario: una intelectual moderna y audaz que tiene una editorial pequeña. Lo más fácil es que muera joven y con la cama sitiada por los acreedores, pero ella no lo sabe. En fin, voy a verla porque me ha encargado un libro.
– ¿Un libro? ¿Un libro
– ¿Por qué le extraña? Yo escribo bien, Bey. Cuando era joven, hacía a máquina unos atestados brillantísimos, donde además el declarante siempre se confesaba culpable de alguna cosa. Pero, en fin, no se trata de un libro de mi especialidad, o sea un libro sobre rameras que fracasaron en el oficio. Lo que quieren encargarme es una historia de animales, concretamente una historia de perros.
Pasaron frente al Cine Urgel, cine de Rocky Primero, Rocky Segundo, Rocky Tercero, donde hasta los ideólogos de izquierda se olvidaban de sus crisis. Méndez explicó:
– No le extrañe que Palmira Rossell confíe en mí. Yo he vivido siempre en lugares sórdidos y poco recomendables, pero que al menos tienen una virtud: bullen de humanidad. Y sin embargo siempre he dicho que la verdadera humanidad, aunque parezca un contrasentido, palpita en las historias de animales, especialmente en las historias de perros. Yo conozco muchas, ¿sabe, Bey? Una barbaridad de historias. Perros callejeros, perros ratoneros, perros de salón y hasta misteriosos perritos de alcoba. Pero siempre perros de ciudad: los del campo son otra cosa. ¿Quiere que le explique una que encima es auténtica, Bey? La lástima es que se trata de una de esas historias que nunca publicarán en su periódico.
– No publicamos historias de animales, pero en cambio publicamos bastantes animaladas -se defendió Bey.
– Este caso es distinto. Tiene auténtica calidad humana, se lo aseguro. Verá: un día, los cabrones de los laceros ven por ahí una perrita suelta y se la llevan. La depositan en el Tibidabo, en ese refugio espantoso donde los pobres perros pagan por los pecados que cometemos los hombres. ¿Qué hace el animal? Bueno, pues desde el primer día acepta la comida, cosa que sus aterrorizados compañeros no suelen hacer.
¿Y qué más? Pues inverosímilmente logra hacer un agujero en la jaula y escaparse. Eso lo hace por la noche, para que no la vea nadie. Pero lo más inverosímil ocurre más tarde: a la mañana siguiente, la perra vuelve. Y por la noche escapa de nuevo. Y a la mañana siguiente regresa. Durante varios días, la perra es una presa modelo, que come y descansa durante el día y aparentemente duerme por la noche. Pero en realidad, apenas cae la oscuridad, se fuga. Hasta que en cumplimiento de las ordenanzas municipales y todas esas cosas con olor a pedo de secretario, los celosos guardianes de la paz pública ven que a la perra no la ha reclamado nadie, la cogen y la matan, ni siquiera han llegado a sospechar su aventura. Y ocurre que en el Cementerio Nuevo, que por supuesto, como su mismo nombre indica, es el viejo, en el otro lado de la ciudad…, ¡
Carlos Bey se detuvo un momento.
El cigarrillo que tenía en los labios resbaló hasta el suelo, pero él no se dio ni cuenta.
– No me diga que es cierto lo que estoy pensando, Méndez -susurró.
– Pues claro que es cierto lo que está pensando, Bey. Me cago en la leche si no es cierto. A la perra la capturaron cuando amamantaba a sus crías, y el pobre animal enseguida comprendió que los cachorros morirían de hambre. Por eso logró abrir un orificio en la jaula y huir. ¿Pero por qué volvió a primera hora de la mañana siguiente, después de darles de mamar? Porque en el refugio tenía una cosa que en otro sitio no podía encontrar: comida segura. Sabía que era el único sitio donde podía encontrar la fuerza que le permitiría seguir amamantando a sus crías. Es asombroso. Y más asombroso aún que la perra tuviera fuerzas para atravesar la ciudad entera dos veces cada noche. Y el colmo de lo asombroso es que no se perdiera. Piense que la habían llevado al Tibidabo en un vehículo y había sido encerrada en una jaula hermética, Bey. No conocía el camino.
Bey se pasó un momento la mano derecha por los ojos.
– Es una historia triste -dijo.
– Todas las historias de animales son, en el fondo, muy tristes.
– Sí.
– Pero nos enseñan una cosa, Bey: que las grandes verdades de la vida son muy sencillas, y ellos las conocen mucho mejor que nosotros.
– ¿Sabe usted muchas historias de animales, Méndez?
– Muchas, ya se lo he dicho. Para escribir un libro. Y es lógico, porque los perros me han acompañado por los viejos barrios todas las noches. Cuando hago servicios de esquina, porque yo, a mi edad, todavía hago servicios de esquina, y con un poco de suerte acabaré cobrando a tanto la chapa, encuentro sus miradas que me buscan. No crea, son miradas que preguntan cosas. Creo que le diré que sí a Palmira Rossell y acabaré escribiendo el libro.
Carlos Bey metió las manos en los bolsillos y echó a andar de nuevo. Llegaba un viento racheado, un viento de otoño que estaba limpiando la ciudad, y a su rostro saltaron unas gotitas de lluvia.
Se volvió de pronto hacia Méndez.
– Ya sé que no va a poder contestarme -musitó-, pero ¿qué fue del cachorrillo?
– Pues claro que puedo contestarle, Bey. La historia que le he contado es muy reciente, y Palmira Rossell la supo por uno de aquellos chiquillos que jugaban junto al cementerio. Conocían a la perra, sabían que se la habían llevado al Tibidabo y les sorprendió muchísimo verla alguna noche pasar como un rayo por allí. Fue Palmira la que siguió la pista y acabó descubriendo la verdad. De ahí viene su idea de publicar un libro que contenga historias de perros, una de las cuales, y sin duda la más brillante, será la historia de mi vida. Pero usted me estaba preguntando por el cachorrillo. Bueno, pues Palmira lo tiene. Sólo de conocer su historia le he tomado cariño, y creo que me lo voy a quedar. Abrigo la esperanza de que se aclimatará al ambiente de mi pensión antes de pensar en arrojarse por la ventana. Y es que el ambiente de mi pensión ha mejorado mucho, Bey, no crea. Ya sé que está en pleno Barrio Chino y que la mayoría de los huéspedes son moritos en edad de merecer, pero yo pienso que el perro acabará encontrándose a gusto allí. El coñac es bueno.
Y añadió:
– ¿No quiere esperarme en aquel café, Bey? Yo sólo voy a estar en el despacho de Palmira unos veinte minutos. ¿O tiene que ir al periódico?
– No, todavía no. Hoy me toca turno de noche.
– La noche era la última amiga que les quedaba a los periodistas -sentenció Méndez-. Ahora ni eso tienen.
Estaban en la parte alta de la calle Urgel, cerca de la plaza de Francesc Maciá, cerca de la calle Buenos Aires, cerca de las pizzerías y otros lugares de comidas no a precio fijo, pero sí a tiempo fijo.
– La ciudad está perdida -gruñó Méndez-, fíjese en que la mayoría de los hombres salen de esos restaurantes mirando el reloj.
Le señaló a Carlos Bey un café que estaba más lleno que el metro y se alejó, pero no tuvo al periodista esperando más allá de veinte minutos. Cuando volvieron a encontrarse, Méndez masculló:
– Maldita sea.
– ¿Qué le pasa, Méndez? ¿No va a escribir el libro?
– Claro que voy a escribirlo. Lo que ya no está tan claro es que lo cobre. Pero lo que me fastidia es que Palmira Rossell ya no tiene el cachorrillo.
– ¿No? ¿Qué pasa? ¿Se lo han tenido que comer los de la editorial a final de mes?
– El chaval que lo encontró es conocido de Palmira, y vino a buscarlo. La verdad es que el cachorro no hacía más que llorar porque echaba en falta a su madre. O sea que Palmira Rossell se ha quedado ahora mucho más descansada, pero teme que el chaval acabe abandonando al perro. Por eso he tomado una decisión: como ya había pensado quedarme con él, iré a buscarlo.
– Joder, Méndez. Me ha demostrado que está en forma viniendo a pata hasta aquí, pero a estas horas yo no voy al Cementerio Nuevo. Ni loco, vamos. Ni loco.
– No voy a ir a pie, ni tampoco al Cementerio Nuevo. Sólo hasta la avenida de Icaria, que está cerca de las tumbas. Pero no se preocupe, lomaremos un taxi. Al fin y al cabo aún no estamos en mi límite de supervivencia, que suele caer sobre el día veinte.
El taxi les condujo, en una larga carrera poblada de atascos, por la Vía Layetana, los muelles y la avenida de Icaria, calle evocadora de un país amable y utópico, donde todo el mundo estaba invitado a cenar. Les dejó casi en las puertas del cementerio, pero no hizo falta buscar a los chiquillos. Éstos estaban persiguiendo a los gatos que corrían por los bordes de las tapias.
– Ese cementerio está siempre lleno de gatos -gruñó Méndez-. A ver, voy a proceder a la brillantísima detención de uno de esos chicos. Eh, tú, chaval…, ¿conoces a Pedrito Cuenca?
– Es aquél.
Pedrito Cuenca tampoco trató de huir, pese a tener la oscura sensación de que Méndez acababa de salir de alguna especie de domicilio fijo que tenía en el cementerio. Cuando le preguntaron por el cachorro, señaló hacia una especie de almacén ruinoso que había al otro lado de la calle.
– Se ha escapado -dijo-. Se ha metido por allí. Pero no se preocupe, lo encontraré. Siempre se escapa allí porque aún huele a su madre. Oiga, ¿usted lo quiere de verdad?
– Su madre se sacrificó mucho por él, y me parece que vosotros lo acabaréis perdiendo.
– No crea, tío. Todo esto está lleno de perros, y los encontramos siempre. ¿Quiere que vayamos a buscarlo?
– Hombre, me gustaría. Te daré dos euros.
– Se va usted a arruinar, tío.
– Pues en mis tiempos, por algo parecido, tenías a una… Bueno, ya no sé lo que se tenía. En fin, chaval, que serán diez euros. ¿Hace?
– Hace. Y es que si se mete usted solo por ahí se mata, ¿sabe? Todo está lleno de cascotes y agujeros. Hay montones de mierda. De día aún, pero lo que es de noche… Hala, venga, vamos. ¿Vosotros qué? ¿Venís,
Toda la tropa, formando una especie de guardia mora en torno a Méndez, se metió entre los cascotes, donde a aquella hora ya no se veía prácticamente nada. Sólo unas luces lejanas y macilentas marcaban un poco los relieves del viejo edificio y sus paredes a punto de hundirse para siempre. Los gatos maullaban en la penumbra, buscándose entre las ruinas, y de vez en cuando se oía en éstas el ladrido angustioso de algún perro perdido. Méndez cayó una vez, tropezó dos, renegó tres y acabó mencionando los diez euros, al chaval y a la madre que lo parió. La verdad era que los de la guardia mora se estaban riendo de ellos, al
notar que ni Carlos ni aquella especie de resucitado eran lo bastante ágiles para saltar entre los cascotes. Dieron un largo rodeo, metiéndose en lugares más difíciles cada vez, guiados por los gemidos intermitentes del cachorrillo. Uno de los chavales murmuró:
– Ése se ha perdido de verdad. O ha encontrado algo. Ahí no es donde lo tenía su madre.
– Ahí no podían tener ni a la cocinera del obispo -se volvió a quejar Méndez-. Menudo sitio, leches.
Tropezó de lleno con los restos de un muro, volvió a caer, alzó los brazos al cielo, se apoyó en Bey, evitando dar así una vuelta de campana, y al fin resbaló sentado por una pila de cascotes, hasta quedar espatarrado sin dignidad alguna en una especie de hoyo. Méndez tuvo tres sensaciones desagradables e inmediatas: la sensación de su propia indignidad en primer lugar; la de estar tocando algo maloliente y blando, seguramente un animal muerto, y la de la angustia del cachorro que estaba allí mismo, gimiendo, buscando meter el hocico entre sus piernas.
Méndez pudo decir solamente:
– Hostia. Y todo por una historia de perros.
La sensación primera, la de su indignidad, desapareció enseguida, tragada por otra más grave, más excluyente que era la de estar tocando una especie de animal muerto. Con gestos precipitados Méndez sacó su mechero, ahogó una nueva maldición y logró que entre sus dedos brotara una llamita. La claridad rosada se diluyó por el fondo del hoyo, donde en efecto brillaban dos cosas: una especie de pulsera de metal y los ojos asustados del cachorrillo.
Méndez barbotó:
– Ya lo tengo.
Pero lo que tenía era otra cosa. Tenía el sitio donde brillaba la pulsera de metal, o sea la muñeca de un ser humano espantosamente inmóvil. Tenía -según le mostró la vacilante llamita de su mechero- un rostro femenino de ojos opacos y vacíos en los que parecía hundirse la soledad del cielo. Tenía a su lado una muerta.
Tenía el cadáver de una niña.
2 UNA HISTORIA DE NIÑOS
– Yo, señor, aquí donde me ve, tengo una de las especialidades culturales más serias que existen. Yo, señor, soy un especialista en culos. No se ría, no piense que cualquiera puede llegar a hablar con un cierto sentido de la verdad, o sea con un cierto sentido de la eternidad, de esa forma redondeada y multiuso que define la personalidad tan bien como la cara, los movimientos de las manos o las finísimas insinuaciones de la lengua. Yo, señor, he llegado a ser un especialista en culos por afición, por observación directa. Es decir, por querencia y afición al bicho. Pero al margen de eso, he necesitado grandes dotes de observación y estudio, de paciencia y, por supuesto, una no desdeñable intuición para el análisis de resultados y el cubicaje de volúmenes. Una adecuada definición del culo, señor, del culo ajeno, usted me entiende, requiere todo eso cuando está inmóvil como en una academia de dibujo, pero cuando se mueve exige además al observador conocimientos sobre equilibrio de masas, y al margen de eso, una puesta a punto muy exacta de las leyes de la gravedad y, sobre todo, de las leyes del péndulo. Un culo en movimiento, es decir, ambulante, dotado del necesario balanceo, constituye uno de los fenómenos más dignos de observación que hay en la naturaleza. Usted habrá adivinado, señor, que me refiero exclusivamente al culo femenino, claro, porque el masculino se oculta detrás de geometrías carentes de imaginación y estímulo, y por lo tanto faltas de lodo interés público. No soy tan tonto, sin embargo, para no darme cuenta de que el culo masculino se está introduciendo en la estética, la política y la banca, y que en el terreno comercial tiene, o va a tener, una eficacia demoledora.
Reus, el viejo periodista, hizo una pausa y miró las Ramblas desde la ventana que estaba junto a la mesa, aquella ventana del Círculo del Liceo casi acariciada por las ramas de los árboles, las alas de los pájaros y las manos de la noche, que le habían dado carácter año tras año. Chocó su copa con la de Méndez y ambos bebieron en silencio, sabiendo que estaban en un mundo, el del Liceo, donde nada les pertenecía. Méndez se atrevió a decir:
– Curiosa disciplina la del culo humano considerado como un arte, amigo mío. Pienso que alguien debería escribir sobre eso una tesis doctoral de lo más profunda. Tengo la sensación de que, dada la evolución de las costumbres, el culo masculino está expuesto a peligros innumerables y a asechanzas delicadísimas. ¿Qué le impide, por lo tanto, cuando es virgen, considerarlo como un objeto ético? Pero si usted me habla de estética, le diré que siempre me ha parecido, como simple observador callejero, claro, que el culo de los hombres está mejor construido que el de las mujeres. Porque es más firme, más ajustado y sobre todo más alto. El trasero femenino, incluido el de Venus, está sometido a unas leyes muy curiosas que son las leyes de la languidez. Habrá observado que tiende a caerse, y en consecuencia no ofrece ninguna garantía de buen uso.
– El culo femenino, eso es verdad, tiene enormes defectos estructurales -decretó Reus, el viejo periodista, interlocutor de Méndez-, pero es una obra de arte. Tiene el defecto de la languidez, claro, pero en cambio tiene las virtudes de la generosidad, la morbidez, la amplitud y la abundancia, sobre todo la abundancia. Todas esas virtudes lo hacen enormemente sugestivo, lo convierten en el refugio más acogedor que pueden encontrar los distintos atributos viriles, entre los que no desdeño una dentadura sana. Pero permítame insistir en la virtud de la abundancia, amigo Méndez, en su generosidad visual -le brillaron los ojillos-, en su amplitud esférica y su tan probada eficacia neumática. Yo no sé por qué las mujeres se avergüenzan de sus culos y los someten a privaciones y a bandos de guerra para que no crezcan. Es un error histórico que tendrá gravísimas consecuencias para la Humanidad, porque acabará matando la afición, cosa que ya empieza a suceder, y no nacerá gente.
Méndez dijo que sí y volvió a mirar desde su ventana las Ramblas sector semicanalla -el canalla lo situaba él un poco más abajo, en las cercanías del monumento a Pitarra, quien en horario de cinco de la tarde a cinco de la madrugada perdonaba desde su asiento los pecados de la ciudad- y contempló sus edenes conocidos: El Café de la Ópera, el Llano de la Boquería, la entrada a Cardenal Casañas, aledaño de la calle Roca, donde en otro tiempo hubo mujeres dispuestas a todo, excepto a no cobrar. Méndez recordaba a algunas: la Chus, que siempre llevaba la misma bata; la Nieves, que rezaba antes de entrar en la habitación, y la Mae, que pretendía taparse con dos medallas un enorme lunar con pelo. Luego su mirada se deslizó sobre las cabezas de los chorizos más habituales, los drogatas, los moros, las mujeres que iban a hacer esquina en San Pablo y los macarras que las guiaban amorosamente hacia la tierra prometida. Extasiado ante aquel panorama de paz, Méndez se reconcilió con su espíritu.
– Yo, señor, también soy un especialista en noches -dijo el periodista Reus-. Yo he conocido diarios gloriosos y fétidos, como
– Usted no pertenece al Círculo del Liceo -dijo Méndez, que distinguía al primer golpe de vista la miseria urbana.
– Claro que no -contestó el viejo Reus-, y menos habiendo trabajado siempre como periodista de calle, o sea habiendo llevado una vida de lo más indigna. Nunca hubiera podido pagar ni el diez por ciento de la cuota. Pero estoy seguro de que usted tampoco pertenece al Círculo, Méndez, aunque me haya invitado a cenar en él.
– Por supuesto que no pertenezco a este centro de los aficionados a la perpetua memoria. Lo que ocurre es que hay almas bondadosas que me permiten entrar aquí como un socio más, husmear entre los cuadros de Ramón Casas que tienen en el salón, sentarme a esta mesa e invitar a un amigo a una cena. La cena la pago yo, amigo Reus, aunque estoy dispuesto a confesarle que a precio especial. Es el primer exceso que cometo desde que en mi madurez me lié con dos mujeres a un tiempo sin probar antes la resistencia de la cama.
Reus musitó:
– Gracias por la cena. Supongo que usted piensa, Méndez, que es aconsejable no morir sin haber practicado alguna obra de misericordia.
– No se preocupe: es una misericordia de fin de temporada.
– ¿Por qué me ha invitado usted, Méndez? Los dos tenemos la misma edad, el mismo desencanto, la misma pobreza y la misma necesidad de que nos la levanten con una grúa. Pero ¿es ése el motivo? ¿Una conversación junto a los árboles de la Rambla? ¿No tiene que decirme nada más?
Méndez achicó los ojos.
Aquellos ojos brillantes y quietos volvieron a ser durante unos segundos los de la serpiente vieja.
– Usted, Reus, conoce profundamente la anatomía del culo -dijo con voz sibilina.
– Ya se lo he explicado: pura afición al bicho. Pero en realidad conozco la anatomía de todo el cuerpo humano. Quizá demasiado. A veces incluso estoy harto.
– Tiene usted que aguantar a su hija, ¿verdad?
– Llevo siglos aguantándola y oyéndola. Siglos enteros encontrando sus librotes en la mesa del comedor.
– ¿Aún vive con usted?
– ¿Y con quién quiere que viva? Una mujer que es médico forense no se casa así como así, aunque sea guapa. En primer lugar, tiene dinero y hace lo que le da la gana, o sea que se ha vuelto algo egoísta. Y es lógico, ¿no? ¿Para qué va a renunciar a su nivel de vida? En segundo lugar, Eva Reus, pese a la indignidad de su ascendencia paterna, no puede casarse con cualquiera. Necesita un hombre superior, ¿comprende?, y los hombres superiores tampoco abundan. ¿Por qué se lo decía? Ah, sí, porque se ha vuelto exigente. Y también me parece lógico, no crea. En fin, que me he ido acostumbrando a la idea de que Eva no se casará y no me dará nietos, lo cual, según se mire, es un alivio de lo más considerable. Imagínelo usted, Méndez: dentro de unos años tendría que esconderme a toda prisa, para que no me vieran, cada vez que ellos entraran en una casa de putas.
Fue a vaciar su copa de vino, pero de pronto la volvió a depositar sobre la mesa, casi con brusquedad, mientras sus ojos se hacían tan duros y penetrantes como los de Méndez.
– No me diga… -barbotó.
– ¿Decirle qué…?
– Que me ha invitado usted a cenar a causa de mi hija.
– No creerá que pienso pedirle su mano -se defendió Méndez-. Debe de ser complicadísimo eso de casarse, y a un tiempo tratar de funcionar con una médico forense. Cuando uno, después de arduos trabajos, esté en lo mejor, ella es capaz de decir: «Ahora empezarán a funcionar los conductos deferentes». Mire, amigo Reus, lo único honrado que le queda al sexo es la fantasía, es decir la mentira. Si a uno le van contando la batalla, está perdido. Por eso es verdad que no me interesa en absoluto su hija como mujer, pero también es verdad que quiero hablar con ella.
– Y para eso me ha utilizado a mí.
– Hombre, Reus, usted y yo nos conocemos hace un montón de años. Hasta un tipo como yo puede invitar a cenar a un amigo.
– Maldita sea, Méndez, cuando yo, hace años, invitaba a cenar a alguien, pagando el periódico, era para sacarle información. Si lo que quiere es eso, dígalo de una puñetera vez. Pero tendrá que ser con la condición de que pida otra botella de vino.
Méndez pidió un Viña Esmeralda fresco, que se bebía solo, aunque supuso que se le indigestaría a la hora de pagar. Luego confesó:
– Quiero hablar con su hija, Reus.
– ¿De qué?
– Quiero que vulnere el secreto profesional. Ya sé que en este caso el secreto profesional no existe tal vez. O quizá no sea importante. Pero de todos modos quiero que se cisque en él.
– ¿A qué asunto se refiere?
Méndez dijo rápidamente:
– Eva hizo la autopsia de una niña a la que yo encontré muerta ayer.
– Y a pesar de eso a usted no le quieren informar del caso, ¿verdad?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque el asunto ha pasado a Homicidios, y yo no soy más que el último inspector de la última comisaría de barrio de Barcelona. Yo soy el hombre de las pensiones baratas, de las tiendas de gomas, de los portales con jeringuillas oliendo a orines, de las esquinas con gata en celo. Nunca me explicarán nada. Redacté un informe sobre el hallazgo y ya está. Ni siquiera un «Gracias, Méndez». Y yo no estoy dispuesto a que me dejen al margen. Por eso quiero saber todo lo que hay. Por eso quiero seguir.
– Seguir, ¿hasta dónde?
– Hasta donde sea.
– ¿Por qué, Méndez?
– Por los ojos de la niña.
La mano derecha del viejo Reus estaba sosteniendo la botella de vino. De pronto aquella mano tembló. Depositó la botella sobre la mesa mientras musitaba:
– Los tenía abiertos, ¿verdad?
– Sí. Y el cielo se había metido en ellos.
– ¿Qué está diciendo, Méndez?
– No sé explicarlo. Sólo tuve la sensación de que el cielo se había metido en ellos. Y eso fue como un mensaje para mí.
– Sólo los niños tienen ese privilegio -bisbiseó Reus-: recoger un pedacito de cielo en sus ojos.
– Quiero hablar con su hija, Reus.
– No hará falta.
– ¿Por qué no?
– Porque me lo ha contado todo. Me ha enseñado el informe que ha entregado a la policía, ese mismo informe que a usted no le quieren enseñar. Ya supondrá que, siendo padre e hija y además habiendo vivido siempre juntos, nos contamos nuestras cosas. Bueno, pues ella me ha dado todos los detalles. Y hasta si usted quiere, Méndez, y sin necesidad de que pague otra botella de vino, le puedo facilitar una copia del informe.
– Amigo Reus, me emociona usted. Y conste que no me emociono desde que Franco dijo en 1945 que España era una democracia orgánica.
Reus vació su vaso, produjo un
– Pregunte lo que quiera.
– Edad.
– Doce años.
– Hijo de puta.
– Usted es partidario de la pena de muerte, ¿verdad, Méndez?
– Claro que soy partidario de la pena de muerte. Y ejecutada en garrote, un viernes de cuaresma y a manos de un verdugo de Albacete. Pero vaya usted a buscarlo. Me han dicho que profesionales tan buenos como ésos ya no quedan.
– Lo que no queda es ley. Siga, Méndez.
– Nombre.
– No se sabe aún.
– ¿Cómo que no se sabe aún?
– Es lógico. A mi hija le entregaron el cadáver tal como estaba, y ella sabe que no llevaba ningún documento encima. Normal, ¿no? ¿Qué coño de documentos va a llevar una niña de doce años? Y en el cuerpo no había tatuajes, claro. Ni señales especiales. Supongo que la policía ya sabe lo que tiene que hacer en esos casos.
– Sí -dijo Méndez con voz incierta-: investigar a partir de las huellas dactilares, aunque dificultará el trabajo el hecho de que esa niña no tuviera Documento Nacional de Identidad. Y husmear en las denuncias de Desaparecidos. Por cierto, si no saben quién es la niña, ¿cómo ha sabido Eva que tenía doce años?
– Por el desarrollo general del cuerpo y porque aún no se había producido ovulación. De todos modos, ese dato de la edad es sólo aproximado, claro.
La mirada de Méndez se hizo más dura, más penetrante. Pareció rebotar como algo metálico en los árboles de las Ramblas, antes de volver al rostro del viejo Reus.
– ¿La violaron? -preguntó de pronto.
– No.
– ¿Ningún abuso sexual? -Ninguno.
– ¿Seguro?
– Mi hija no se equivocaría en una cosa así, Méndez. Y además fue lo primero que buscó.
Méndez suspiró ruidosamente.
– Me tranquiliza -susurró.
– ¿Y qué más le da? Ella está muerta.
– Leches, no es lo mismo. Y hasta puede que le ahorrara al asesino lo del verdugo de Albacete. Me conformaría con uno de Sevilla, que tenían fama de simpáticos y terminaban la faena mientras contaban un chiste.
– Bueno, pues si eso le tranquiliza de alguna manera, le diré que no cometieron con ella ningún abuso sexual, Méndez. Sólo la mataron, si es que eso le parece a usted poco.
– ¿Cómo la mataron?
– Usted lo sabe mejor que yo, Méndez.
– Me pareció una cuchillada en el cuello -dijo el viejo policía.
– Cierto. Un navajazo certero, sin vacilaciones, tan limpio como el de un profesional. Eva dice que se utilizó la mano derecha, que el arma fue una navaja barbera, el corte iba del lado derecho del cuello de la chica al izquierdo, el asesino era más alto que la víctima, cosa natural, y para mantenerle el cuello tenso la levantó sujetándola por el pelo.
– Levantarla por el pelo… ¡Qué curioso…!
– Mi hija da este último dato como seguro, y lo ha recalcado en el informe a la policía porque sin duda el asesino se llevaría pelos de la víctima. Otros detalles anotados: a la pequeña no la mataron allí, sino que la trasladaron desde otro sitio. El cuerpo fue abandonado entre las ruinas la noche anterior probablemente. Y ahora sé que me va usted a hacer una pregunta, Méndez. Mi hija también lo pensó mientras trabajaba.
– Exacto. ¿Cómo era el sitio en que mataron a la niña?
Reus vació otra copa de vino.
– Usted sabe, Méndez, que el sitio donde ha estado un cadáver puede identificarse a través de sus ropas y de su piel -dijo-. Por lo tanto Eva, que no quería dejar ningún cabo suelto, realizó el análisis más meticuloso de su vida. ¿Qué encontró? Bueno, pues encontró las manchas producidas por los cascotes de la casa en ruinas, pero ninguna más, lo cual significa que la víctima había estado probablemente en un sitio limpio. No había tampoco suciedad en sus uñas ni en su pelo. Ni en las suelas de los zapatos, que parecían haber estado pisando alfombras. De todo eso deduce Eva que la niña pasó sus últimas horas en una habitación bastante bien instalada, donde probablemente fue muerta. Luego un coche también limpio, y al fin aquel paisaje de cascotes y de ruinas, como si fuese un animal lanzado al vertedero.
Méndez carraspeó.
Sus ojos tenían una fijeza hipnótica.
Deslizó nuevamente la mirada por las Ramblas, como si en la luz de los quioscos, la nostalgia de las farolas, la tristeza de las ventanas y el deambular de las putas hubiese de hallar alguna respuesta.
– ¿Qué más? -preguntó-. ¿Sólo ha podido saberse que estuvo en una habitación limpia y fue transportada en un coche confortable?
– No -musitó el viejo Reus-. Mi hija Eva cree haber averiguado algo más, pero ésa es una impresión puramente personal, de modo que no la ha puesto aún en el informe. Ella cree que detrás de la muerte de esa chiquilla hay una historia de niños, algo que de momento se le hace inexplicable, pero que está fundado en unos cuantos detalles concretos. Por ejemplo, en las yemas de los dedos de la víctima había unos restos microscópicos de polvo, que según mi hija es polvo dejado por una barra de tiza. Por ejemplo, entre sus dientes había partículas insignificantes de goma de borrar; usted sabe que algunos pequeños las mastican. Por ejemplo, tenía en el lóbulo derecho, quiero decir en la oreja derecha, una manchita casi insignificante de color verde, que podía haber sido causada por la punta de un lápiz de dibujo. En fin, que son detalles que Eva aún no se ha atrevido a poner, porque teme que a la policía le parezcan ridículos. Pero antes de que yo saliese a cenar con usted, Méndez, poniendo en peligro mi vida, ella dijo que redactaría con todos esos detalles un complemento de informe. ¿Conclusión? Detrás de esa niña tiene que haber una historia de otros niños, Méndez. Mi hija cree que la víctima pudo ser asesinada en un sitio donde se reunían otras personas de su edad, ¿comprende? Podía haber sido un colegio. Y es que los colegios son, en mi opinión, lugares peligrosísimos y crueles. Lo primero que piensan los niños es que su madre los ha abandonado. Lo segundo que piensan -cosa mucho más útil- es lo buena que está la maestra.
3 LA NOCHE
Después de dejar al viejo periodista Reus en su casa, acostado en lo que parecía un lecho mortuorio, Méndez volvió a sus dominios de la calle Nueva. A diferencia de las buenas épocas que se iban perdiendo en el olvido, la calle Nueva estaba casi desierta, pese a ser medianoche. Sólo la esquina de San Ramón aparecía algo animada, pero las cuatro mujeres que aún quedaban en pie se movían como cuatro sombras. Los bares ya empezaban a cerrar. En la calle entera -a diferencia de otros tiempos- empezaba a flotar un aire de silencio, de abandono, de amenaza.
Méndez entró en su pensión, a la que se accedía por un bar. La dueña dormitaba a un lado de la barra. Quedaban pocos clientes, uno de ellos con una guitarra en la que tocaba algo desconocido para Méndez, algo cargado de nostalgia mora.
La dueña intuyó su presencia. Abrió un ojo.
– Eh, señor Méndez.
– Hola, ¿qué hay? No he querido molestarla. Por eso pasaba sin hacer ruido.
– ¿Ya ha cenado?
– Sí. He invitado a un amigo. Y no crea que hemos estado en un sitio malo, no. Hemos ido nada menos que al Círculo del Liceo.
– Morirá usted de una intoxicación, Méndez.
– Ya empiezo a notar algo raro en el estómago, ya.
– En un sitio como ése, vaya usted a saber quién hace la compra.
– Alguna soprano retirada y subvencionada por la Generalitat. Oiga, ¿ha molestado mucho el perro?
– La madre que lo parió. Lo he puesto en un cajón en el patio, y le he dado agua y comida, pero no hace más que llorar. Vaya pataleta ha cogido el tío, recordando a la madre.
– Lo pondré en mi habitación -dijo Méndez-. Siempre se consolará.
– ¿Por qué?
– Puede pensar que soy el padre.
– No le conviene ir al Círculo del Liceo ni a otros sitios donde se sirven vinos de misa, señor Méndez. Acabará mal. Por cierto, mientras usted estaba fuera han llegado dos recados. Ninguno era de la mamá del perro.
– ¿Pues entonces de quién?
– Hostia, cómo se ha de ver usted, señor Méndez. Lo único que consigue detener son los perros de la rúe.
– Menos mandangas y dígame quién ha llamado. Además usted me conoció en otros tiempos, cuando yo me hartaba de detener rojo-separatistas y estaba hecho un tigre. ¿Me he retrasado en el pago del alquiler? ¿No? Pues un respeto para mis años de servicio, haga el favor.
– Aquellos tiempos han pasado, señor Méndez. Además, corren rumores de que usted les llevaba a la celda tabaco y periódicos y les servía de correo. En fin… ¡qué más da…! A lo mejor resulta que el perro que usted ha detenido también es separatista. Bueno, como le decía, han llamado dos personas, y las dos eran jefes. Uno, el comisario Barrios para decir que lo que se debe de la corona del inspector Climent son doscientos euros. Otra, del mandamás de su Grupo para pedirle que haga una investigación esta misma noche.
– ¿Yo…?
– Lo siento, señor Méndez, dijo que sólo podía hacerlo usted. Pero vaya horas.
Méndez palideció. Le dolían los pies, tenía pesado el estómago -justo castigo por haber comido carnes pontificias y pescadito criado en agua de bautizar-, sentía un cosquilleo en los párpados y un pinchazo en la nuca. Jamás como aquella noche, en la calle desolada y sin alicientes, había deseado tanto irse a descansar. Pero como, de todos modos, el llanto del perro tampoco le auguraba una gran dormida, musitó:
– De acuerdo, voy a llamar. O mejor, me paso por comisaría. Total, está aquí mismo.
Avanzó por la calle Nueva, antes tan llena de vida y ahora tan desierta, un sitio donde no se jugaba la piel un gato. Estaban abiertos unos cuantos bares y un par de establecimientos especializados en comidas postumas. En la puerta de comisaría estaban el policía de puesto y unos cuantos drogatas. Por la actitud de todos ellos, daba la sensación de que eran los drogatas los que pensaban detener al policía.
Méndez le dijo al pasar:
– Ojo, no se te tiren.
Subió y se derrumbó sobre su mesa.
Madero, uno de sus superiores -todos los que estaban en aquella comisaría eran superiores de Méndez-, se sentó frente a él cautelosamente.
– Menos mal que te dieron el recado -dijo.
– Sí.
– Siento haberte molestado a estas horas.
– No te preocupes, más me hubiera molestado algo para las diez de la mañana. Levantarse antes de las diez debería estar prohibido por la Organización Mundial de la Salud. Y encima la prohibición tendría un gran éxito.
– Es que es un trabajo que sólo puedes hacer tú, ¿sabes? Se ha escapado Gallardo. Tenía un cargo de confianza en la Modelo y se ha dado el piro.
– No sé por qué se ha tomado la molestia -dijo Méndez-. Podía haber aprovechado un permiso de salida. Tal como están las cosas, no sé ni por qué les ponen rejas.
– Tú detuviste a Gallardo, ¿verdad?
– Sí. Y lo hice de la forma que le perjudicara lo menos posible, porque es una buena persona. Supongo que le caería una condena corta.
– Tres años. ¿No lo sabías?
– No le había vuelto a ver.
– ¿Por qué?
– Me da una especie de vergüenza ver en la cárcel a los que yo mismo he detenido.
– Pero seguís siendo amigos…
– Por eso digo que me da vergüenza.
El tronado policía sacó un paquete de tabaco negro, se echó un pitillo a la boca, el pitillo resbaló y él tuvo que agacharse a recogerlo.
Cuando volvió a sus labios estaba lleno de mugre, pero eso no pareció importarle demasiado. Lo encendió y le dio una calada.
Madero dijo:
– Cometió un terrible error al escaparse, ¿sabes, Méndez? Iba a salir a la calle dentro de un mes.
– Pero… ¿qué dices?
Méndez había palidecido. El cigarrillo estuvo a punto de caer de sus labios otra vez.
– Entonces lo ha echado todo a perder… -farfulló-. No lo entiendo, ¿sabes? No lo entiendo. Un hombre como él sabía que no se la podía jugar.
– Por eso podrías hacerle un gran favor, Méndez. Trata de encontrarle antes de que sea demasiado tarde, antes de que se despache la orden de busca y captura. Si vuelve antes de que amanezca aún se puede arreglar, aún se puede echar tierra al asunto. Si está en la Modelo antes de la primera lista, aquí no ha pasado nada.
– ¿Y me dices eso porque soy amigo suyo?
– Sí. Porque eres amigo suyo.
Méndez le miró con desconfianza.
– Y una leche -dijo-. Y una leche me lo voy a creer.
– ¿Por qué no?
– Porque a vosotros os importa un huevo salvar a un tío como Gallardo, que encima no cae simpático a muchos policías. Porque cuando Gallardo tiene mala leche, tiene mala leche. Si se ha largado, pensáis todos «que le den». A valiente hora te vas a preocupar tú por un tío así. Lo que pasa es que al jefe le interesa capturarlo por alguna razón, y piensa que yo puedo hacerlo porque conozco sus costumbres y sus escondites. Y a ti te interesa quedar bien con el jefe, y haces de recadero. Pero no me has dicho la verdad. No me has dicho nada lo bastante maloliente para que yo pueda imaginar que es la verdad.
Y miró fijamente a Madero. Sabía que éste haría un gesto de indiferencia como si pensara: «Que te den a ti también». Pero esta vez no fue así. Lo único que leyó en sus ojos fue una gran tristeza, una sorprendente tristeza.
– Es que hay algo más, Méndez -musitó.
– Pues lo sueltas.
– Claro que lo soltaré… Es que no me has dejado terminar. Lo que
queremos es que Gallardo no haga una barbaridad, aparte la barbaridad de fugarse. No queremos que encuentre y mate a un tío que tiene en su lista. Se ha fugado sólo para matarlo.
Méndez preguntó escuetamente:
– ¿Por qué?
– Gallardo está desesperado.
– ¿Y por qué está desesperado?
– Porque teme que hayan matado a su hija. Hace dos días que no sabe nada de ella. Y es sólo una niña.
Méndez, que hasta entonces había permanecido imperturbable, casi distante, echó un poco la cabeza para atrás y entrecerró los ojos. Su cara, ya habitualmente pálida, de hombre que no toma el sol nunca, había palidecido un poco más. De pronto sus dedos asieron con fuerza el borde de la mesa.
El cigarrillo encendido volvió a resbalar de entre sus labios.
– Pero ¿qué acabas de decir? -barbotó-. ¿Una niña…?
4 EL RASTRO
Madero le acompañó hasta la calle Manso, enfrente del mercado de San Antonio y casi junto al lugar donde se juntan cinco vías urbanas: la propia calle Manso, la Ronda de San Pablo, la Ronda de San Antonio, la calle Urgel y la calle San Antonio Abad. Es zona de tienda pequeñita, charcutería de confianza, mercería con dueña culona, camisería de ocasión y café donde te conocen y te permiten pagar a plazos. Es zona de carretillas de mercado, gatos perdidos, palomas despistadas y hombres solitarios que piensan que allí iba ya a comprar su madre, o sea hombres que piensan en el tiempo que pasa. Méndez amaba aquello con una cierta ansiedad secreta; Méndez se había ido dejando la vida allí, también a plazos, extasiándose ante sucesivos paisajes, que antes consistieron en los culos de las dueñas, y ahora, con su vejez, consistían sólo en las palomas despistadas. Es decir, todos ellos paisajes honestos y perfectamente invariables en la historia de la ciudad.
Madero dijo:
– Solitario esto, ¿eh?
– Imagínate. Si en la calle Nueva no hay una rata, qué será en este sitio donde la gente se levanta apenas amanece.
Miró los balcones silenciosos y pequeños, la muralla de las casas que ya habían cumplido cien años.
– ¿Quién te ha dicho que la niña a la que tú encontraste muerta, la que ahora está en el depósito, puede ser la hija de Gallardo? -le preguntó Madero.
– No tengo la menor prueba, claro, porque ya te he dicho que la niña está por identificar. Pero es demasiada coincidencia.
– Oye, es que si fuera ella… sería espantoso. Y hasta estaría justificado que Gallardo se cargara al que lo hizo, pienso yo, digo, vamos. Pero te juro que cuando te hablé en la comisaría sólo quería evitar que Gallardo hiciese una barbaridad. No sabía que hubiera una niña asesinada.
Méndez le miró de soslayo.
– Si Gallardo encuentra a ese hombre se lo cargará -dijo con un soplo de voz.
– ¿Y tú qué harás?
– Recogeré sus pedazos.
– Ya no crees en la ley, ¿verdad?
– ¿Tú qué crees, Madero?
Madero no contestó.
Méndez dijo, siempre con un hilo de voz:
– Olvidemos por un momento a la niña. Volvamos al principio. Dices que Gallardo se ha fugado de la prisión para cargarse a un tío. Háblame de ese tío.
– Bueno… Es Paco Robles. Tiene buen crédito, no está ni cinco minutos detenido, vive bien y folla mucho, o sea que es un auténtico hijo de puta. Todo lo contrario de Gallardo, que es un desgraciado. Pero tuvieron algún negociejo juntos.
– Gallardo hizo alguna vez de camello, cuando su mujer le plantó -recordó Méndez con la mirada perdida-. ¿Fue eso?
– Sí.
– Sigue.
– Bueno, pues Paco Robles le entregó una partida para distribuir. Gallardo tenía que hacerle la liquidación, pero no se la hizo nunca. Por supuesto, Paco Robles le acusó de haber vendido la mierda por su cuenta y haberse quedado la pasta.
– No pudo hacerlo -dijo Méndez-. Gallardo será lo que sea, y yo mismo me he cagado muchas veces en sus muertos, pero no engaña.
Madero se encogió de hombros.
– Bueno, yo no digo si es verdad o no. Digo lo que parecía, y por lo tanto lo que Paco Robles pensaba.
– Poniéndose en su piel, es lógico. ¿Y qué?
– Le apremió para que le pagara, y como Gallardo le juraba por su madre que le habían robado la mercancía y que él no tenía ninguna culpa, le echó encima dos matones y le dieron una paliza. Pero ni con ésas. Entonces, decidido a conservar el prestigio de la profesión y el buen nombre del negocio, le echó encima un gorila. Pero era un gorila barato.
Méndez se puso otro cigarrillo entre los labios, más que nada -ahora que están prohibiendo fumar a todo el mundo- para mantener la llamita de la revolución proletaria.
– A ver, sigue -pidió.
– En fin, lo que te decía: un gorila barato. No supo ni cargarse a Gallardo, porque Gallardo se lo acabó cargando a él. Al menos eso es lo que imaginamos, aunque no pudo probarse nunca. La verdad es que tampoco nos matamos por probarlo, porque ya sabes lo que pasa cuando aparece en cualquier sitio una albóndiga hecha con carne de macarra. Nadie pierde el aliento por encontrar nada. Pero ahora que hablamos de Gallardo, te diré que siempre creímos que fue él quien lo mató. Y seguro que Paco Robles le hubiese enviado otro gorila, éste muchísimo mejor que el primero, pero entonces ocurrió algo con lo que ninguno de los dos pájaros contaba: tú detuviste a Gallardo por una cosa anterior y lo metiste en la Modelo. Casi fue providencial, porque Robles no pudo enviarle el segundo gorila.
– Pudo encargar que lo mataran en la cárcel -dijo Méndez calmosamente-. Eso ocurre cada día. El Estado mima mucho a los delincuentes y les da toda clase de garantías, muchas más que a la víctima, hasta que los mete en la cárcel: entonces se olvida de ellos. Donde más controlados deberían estar por el Estado, resulta que no lo están: allí sólo dependen del Destino. ¿Tú sabes cuánta gente se suicida en la cárcel? Bueno, pues qué coño. Allí de verdad nadie se suicida. Los matan.
– Claro que era fácil un encargo así -reconoció Madero-, pero quizá significaba muchas complicaciones, al fin y al cabo. Había algo mucho más sencillo: decirle que si no le entregaba el dinero le mataría a la hija. Supongo que Gallardo no debió tomarse demasiado en serio eso… hasta que de pronto dejó de tener noticias de la niña.
Las facciones de Méndez palidecieron aún más, hasta convertirse en una mancha blanca. Susurró:
– Todo encaja perfectamente. Ahora comprendo muy bien que Gallardo se haya largado, dispuesto a matar a Paco Robles como sea. Vamos a empezar a trabajar.
– Coño, Méndez, trabajarás tú. Yo me voy a la cama.
– ¿Ni siquiera me vas a ayudar en lo de la niña?
– Lo de la niña es cosa de Homicidios, o sea que no te metas. Tú no eres más que un policía de barrio bajo, como yo, aunque sea más joven y más guapo. Perseguimos a macarras ya retirados a los que en el fondo les gustaría que los detuviéramos para tener alguien con quien hablar. Maldita sea, Méndez… El último que detuviste, no sé por qué, ya hacía años que llevaba flores a la fosa de la última puta que le mantuvo. Y el último fullero al que detuviste en una timba ilegal, hacía trampas de veinte duros. No fastidiemos, Méndez, para qué nos vamos a engañar: en un asunto tan serio como el asesinato de una niña no te metas nunca.
– Entiendo. Sólo se trata de que detenga a Gallardo.
– Eso.
– Y si atrapo a Paco Robles en algo, mejor que mejor, ¿no?
– Eres un primor, Méndez. Te daría un beso.
Méndez masculló:
– Tu madre.
Y golpeó fuertemente, con la palma de la mano abierta, la persiana metálica de la tienda que tenía al lado. Cuando le abrieron vio dos rostros asustados en primer término -marido y mujer-, vio dos rostros asustados en segundo término -hermano y hermana- y vio, en fin, un rostro asustado en tercer término -el Piris, un primo segundo que vivía con la familia y se entendía con la mujer.
El Mane, que era el dueño, barbotó:
– Dios mío, Méndez.
La Bo Derek, que era la dueña, gimió:
– Hace horas y horas que hemos avisado a la policía. Tiene huevos. Y al final lo envían a usted.
– Es que yo conozco a Gallardo -dijo Méndez-, y dentro de la modestia, aquí donde me ve, soy amigo suyo. Ya se acordará de que estuve aquí, en la tienda, antes de detenerlo. Bueno, y sé que ustedes tienen en custodia a la Juli, a la nena.
– Sí, señor -dijo el Mane-. Es una sobrina. ¿Cómo no vamos a tenerla?
Dejaron paso a Méndez, para que éste entrase en la tienda. Era una mercería modesta, un lugar con cajas amontonadas, estanterías que parecían caerse y una caja registradora que hubiera envidiado un coleccionista. Hasta allí, hasta la tienda, llegaba el aire caliente de las habitaciones que estaban al fondo. Méndez pensó que la única cosa alegre, la única cosa estimulante era el anuncio de una mujer que se ponía unas medias.
– ¿Desde cuándo falta la Juli? -preguntó.
– Sólo desde hace un día -explicó la Bo Derek-, aunque su padre, o sea el Gallardo, cree que hace dos. Juli llamaba cada mañana a la Modelo, a las oficinas, que era donde tenía un destino su padre. Pero una mañana se olvidó. Y por la tarde va y desaparece. Ésta es la segunda noche que no viene a dormir, ¿sabe, Méndez? El último sitio donde la vieron fue en la academia de aquí al lado, que es muy buen sitio para aprender inglés. Y barato. Y muy moral -la Bo Derek estaba llorando-, pero la vieron salir y ya no llegó a casa. Hemos hablado con todas sus amigas, oiga, con todas. Y ninguna sabe nada. Ninguna lo entiende.
Méndez recordaba muy bien los datos de la autopsia que le había dado el viejo Reus. Preguntó:
– ¿En esa academia usan gomas de borrar? ¿Y hay tiza?
– Bueno… Supongo que sí. ¿Por qué?
– Por nada. Iré a echar un vistazo a ese sitio apenas abran. Por cierto, yo nunca he visto a la Juli. ¿Tienen aquí por casualidad alguna fotografía suya?
Fue la Bo Derek la que respondió. Los demás no se atrevían a decir una palabra. El marido tampoco hablaba, no fuera que con las vibraciones se le cayese un cuerno.
– No tenemos ninguna, señor Méndez. Le parecerá extraño, ¿no? Una chica tan mona y que además vive con nosotros… Pero si bien se mira, es natural. Todas se las llevó su padre.
– Claro… También es lógico… -susurró Méndez-. Oigan…
– ¿Qué?
El viejo policía se estaba pasando un dedo por la boca. Había cerrado los ojos. Los abrió y retiró el dedo con un gesto de impaciencia. Sabía que tenía que pedir al Mane que fuese al Clínico para identificar a la víctima. Pero no se atrevió ni con él ni con nadie. Los veía a todos tan derrotados que se preguntó si aquel trámite no podía aplazarse unas horas más. Total… ¿qué…?
Y encima había otra noticia importante que comunicar. Susurró:
– Gallardo se ha fugado.
– Pero ¿qué dice…?
La Bo Derek estaba asustada. Sujetó por las solapas a Méndez y lo zarandeó. No le costó demasiado trabajo, porque era una tía de ochenta kilos bien puestos, de las que hacen crujir las camas. A Méndez -aunque la cosa no iba con él y no podía ir con él y nunca iría con él- le aterrorizaba pensar que aquella dama pudiese un día convencerle para echar un polvete a la americana, o sea poniéndose ella encima.
– No querrá hacernos daño… -gimió ella-, no pensará que no nos hemos ocupado de su hija… Después de todo, le hemos estado haciendo un favor, la recogimos cuando no tenía dónde caerse muerta…
– No es eso -dijo Méndez, apartando las manos de sus mugrientas solapas-. Incluso es posible que Gallardo no venga por aquí, pero si viene tienen que avisarme. O mejor, telefonearé yo cada hora y trataré de hablar con él. Si Gallardo se ha fugado, es porque teme que le haya pasado algo muy grave a su hija. Y porque cree que conoce al que lo ha podido hacer.
– ¿Algo… grave? Oiga, ¿usted qué sabe, señor Méndez?
«He hecho mal en venir -pensó el viejo policía-. No me quedaba más remedio, pero a pesar de todo, maldita sea, he hecho mal en venir. Ahora van a ponerse todos a chillar, ahora esto va a ser como un anticipo del entierro de la niña.»
Miró con tristeza el pasillo que se extendía más allá de la tienda. Un papel viejo y que ya empezaba a caerse a tiras. Una Virgen de Montserrat con un «Benvinguts». Una foto que inmortalizaba el momento de máxima gloria del Mane, porque en ella aparecía junto a un ex jugador del Barcelona llamado Rifé. Un escudo de una colla sardanista. Una bandera blanca y amarilla, recuerdo de una peregrinación a Roma.
Un mundo sencillo e ingenuo, pero construido día a día y peseta a peseta y que de pronto, en un momento, se había roto en pedazos. Méndez sabía que aquellos pedazos ya nadie los podría volver a juntar.
No tuvo valor para pedir que hicieran la identificación aquella misma noche.
– ¿Algún cabrón se había fijado en la Juli, a pesar de que ella era sólo una niña? -preguntó-. ¿Alguien de por aquí la perseguía?
– ¿Por qué pregunta eso?
– Porque el mundo está lleno de cabrones -declaró solemnemente Méndez.
– Pues no, nadie la perseguía -dijo el Piris, abriendo la boca por primera vez-. Aún era muy jovencita.
«Si llega a ser mayor la hubieras perseguido tú, mamón», pensó Méndez.
Fue hacia la puerta.
– Váyanse a dormir -susurró-, porque de momento no pueden hacer nada. Ya necesitarán mañana todas las energías, ya… Pero no se preocupen, porque yo no voy a descansar ni un minuto, y ahora mismo empiezo a seguir un par de pistas que ya tengo. Ah… Telefonearé dentro de una hora.
Tras la piadosa mentira de las dos pistas -en realidad Méndez sabía que no tenía ni una sola- abandonó la tienda, su aire cargado, su anuncio de tía con medias, su «Benvinguts» y el momento de gloria del señor Mane junto al señor Rifé. La calle estaba vacía, hosca y sin siquiera un gato que diera sensación de ciudad que todavía funciona. Méndez rodeó el mercado de San Antonio, bajo la marquesina que ya tenía más de ciento cincuenta años, captando el ruido sedante de sus propios pasos. Era un sonido casi milagroso, porque apenas es posible captar en Barcelona los pasos, la presencia, la paz de un hombre solo. En Barcelona siempre se captan los sonidos de una multitud eternamente en marcha.
Y fue entonces cuando Méndez lo comprendió.
Se detuvo un momento.
Infiernos… ¿cómo no lo había pensado antes?
Tenía una pista, al menos una. Y podía permitirle llegar muy lejos.
La propia niña se la había indicado antes de morir.
5 COMO UNA BANDERA AL AIRE
Méndez echó de nuevo a andar, pero ahora con una mayor rapidez. Ahora, al menos, sabía que iba a alguna parte. Y captó otra vez el sonido de sus pasos de hombre solo, el milagro de su soledad. Era un sonido tranquilizador y sedante.
¿O no?
Méndez tensó un poco las orejas, como los perros, en especial los perros callejeros, que no tienen ni quien les ponga el plato a cambio de darles la lata. O sus pasos tenían eco o alguien le estaba siguiendo. Volvió a andar y sus pasos sonaron repetidos en la noche.
Había dejado atrás la marquesina del mercado y sus luces macilentas. Ahora las sombras eran más espesas, más densas. Se volvió.
El hombre que estaba apenas a unos cinco metros de distancia se detuvo.
Méndez dijo:
– Hola, Gallardo.
Gallardo no iba mal vestido. Su traje era casi nuevo. Su camisa estaba limpia, o lo parecía en la penumbra, y hasta -cosa insólita en un presidiario- usaba corbata. La cara impasible, dura, como recortada a cincel, no reflejaba ningún sentimiento.
– Hola, Méndez -contestó con voz neutra.
– No me dirás que te has fugado de la Modelo con esa ropa.
– Claro que no. Pero tenía dinero para comprarme otra. Lo importante cuando te has dado el piro es que te vean vestido con ropas decentes, unas ropas que llamen poco la atención. ¿O no sabía eso, Méndez?
Estaban ahora apenas a dos pasos de distancia. Méndez susurró:
– ¿Desde cuándo me sigues, Gallardo?
– Estaba espiando la tienda de mis parientes cuando le he visto entrar a usted, y entonces he decidido esperar. Total, ¿para qué dar la cara y exponerme a una escena? ¿Para tocar los cuernos del Mane? ¿Para encontrar al Piris con una mano en el culo de la Bo Derek?
– Una vez ya me habías explicado todo acerca de esa familia, Gallardo.
– Sí, pero sepa que no quiero comprometerles. Son buena gente.
– Lo son -dijo Méndez.
Gallardo se había acercado un poco más. Le temblaban las manos. Su expresión, antes dura y cerrada, se estaba haciendo ansiosa.
– No estaba la Juli, ¿verdad? -farfulló.
– No.
– ¿Sabe por qué ha desaparecido?
– La verdad es que no lo sé.
Los nudillos de Gallardo crujieron. Produjeron una especie de chirrido metálico que atravesó la calle.
– En cambio yo sí que sé, Méndez -dijo Gallardo-. Ahora que estoy seguro de que la Juli ha desaparecido, sé muy bien lo que tengo que hacer.
– Buscar a Paco Robles, ¿no? ¿Y para qué?
– Para bendecirle los huevos una vez se los haya arrancado, Méndez.
– Déjame eso a mí, Gallardo. No sé si te das cuenta de que, en cuanto muevas un dedo, cometerás un terrible error. Bueno, ya lo has cometido, pero al menos no lo empeores. Matar a Robles te significará veinte años.
– Y un día.
– Y un día, Gallardo. Pero parece que no te importa mucho.
El fugitivo se acercó un poco más. Sus nudillos volvieron a sonar, pero ahora su chirrido fue mucho más largo y tenso. Sólo entonces se dio cuenta Méndez de que el otro tenía en los dedos cuatro anillos unidos entre sí, cada uno con una punta de metal, formando un terrible puño de hierro.
– Mire, Méndez -masculló-, voy a decirle sólo tres cosas. La primera es que, me condenen a lo que me condenen, me volveré a escapar. No es tan difícil. La segunda, que sé que usted, a su manera, me comprende, de modo que no va a ir por ahí dando soplos. Y la tercera cosa es que no me importan las otras dos, ¿sabe, Méndez? Yo sólo tengo en el mundo a la Juli y el que le haya hecho algo lo paga. Yo no creo en la ley ni usted cree en la ley, de modo que vamos a por el trabajo serio. Yo busco a Robles, me lo cargo y luego me entrego. Pero no intente detenerme antes, Méndez, porque me cagaré en sus muertos. Si hace falta, me lo llevo por delante también a usted.
No hablaba en broma. Méndez lo sabía, pero no se inmutó. Mientras se encogía de hombros, dijo en un susurro:
– Me sabría mal por el seguro. Tengo uno, ¿sabes? Lo he dejado a favor de un grupo de mujeres del oficio, una asociación de arrepentidas.
– ¿Y eso qué tiene de malo?
– Que no cobrarán, porque todavía no se ha arrepentido ninguna.
– Me cago en su padre, Méndez.
– Hombre, no te pongas así. Es mi forma de hablar. Además, quiero ayudarte.
– ¿Qué dice…?
– Quiero ayudarte, Gallardo, me cago en la leche. ¿Por qué crees que estoy de plantón a estas horas fuera de la calle Nueva? Te he buscado para que no hicieras una barbaridad. Pero ahora vamos a hablar claro, Gallardo, vamos a hablar claro de una puñetera vez.
Lo llevó un poco más allá, a las cercanías de la Gran Vía, a un milagroso bar abierto en la calle solitaria. Era un bar con luz de neón, pizza congelada, frankfurts hechos con lo que había sobrado de los combates en Irak y un dueño que miraba el reloj incesantemente. «Después de todo, la calle Nueva no es tan mala», pensó Méndez. Pasó un brazo por encima de los hombros de Gallardo, en plan marica que se juega sus últimas oportunidades, y le obligó a beber un coñac.
– Oye -mintió-, no sé nada de tu hija, pero acabaré encontrándola porque tengo una pista. Ahora bien, esa pista la he de seguir yo solo. Tú me estorbas.
– ¿Qué trata de decir, Méndez? ¿Que mientras usted mete las manos en la basura yo me he de estar quieto?
– Me estorbarías, te lo juro.
– Entonces deje que yo busque por mi cuenta.
– Durarás media hora, Gallardo. La policía es tonta y no te encontrará jamás en pleno día, con las calles llenas de gente, pero de noche es distinto. Cualquier coche patrulla que tenga tu descripción te acabará viendo. De modo que vamos a hacer un trato.
– ¿Qué trato?
– Dos horas, Gallardo, ya ves. Sólo te pido dos horas. Tú ahora tomas un taxi y vas al bar donde vivo. Yo mismo daré la dirección al taxista y telefonearé a la dueña para que te deje entrar en mi habitación. Es el único sitio de Barcelona donde no te encontrarán, ¿comprendes? El único. En cuanto pasen dos horas, yo voy a verte y te explico lo que tengo. No voy a engañarte, Gallardo, te juro que no voy a engañarte. ¿No puedes tener al menos dos horas de paciencia?
Era un trato razonable, y además Méndez sabía que jugaban a su favor la tensión nerviosa y el cansancio del fugitivo. Lo que no podía soportar de ninguna manera era la perspectiva de que Gallardo le acompañase al depósito de cadáveres, adonde pensaba ir a continuación, y encontrase allí a su hija. A partir de un momento así, todo sería imprevisible. De modo que musitó:
– ¿Te he engañado alguna vez?
Le estaba engañando ahora, pero el otro dijo con la mirada perdida:
– No, Méndez.
– Entonces, ¿hace?
– Por favor, Méndez, no me tenga más de dos horas allí, no podré soportarlo.
Méndez lo prometió. Llamó un taxi, le dio la dirección y luego se metió en una cabina telefónica para advertir a la dueña del tugurio. Hecho esto, tomó otro taxi y se hizo llevar hasta la parte posterior del Clínico, por donde se accedía al depósito de cadáveres.
Es curioso, pero los alrededores de aquel centro de la muerte están llenos de niditos de amor que nacen, cambian, se trasladan, agonizan por falta de clientes y luego vuelven a resurgir y a tener los pasillos llenos de tíos lanza en ristre, dispuestos a lo que sea. Méndez hubiera podido señalar, sólo con lo que abarcaba su vista, los emplazamientos de media docena de niditos del ay, nena. O quizá ya no existían, quizá ya no yacían en ellos señoritas de mirada melancólica y carreras en las medias, quizá los pisos habían sido traspasados y ahora dormían en ellos eficacísimos empleados de banca y matronas centinela alerta. Barcelona es hoy una ciudad donde nada dura, pensó Méndez. Ah de las casas antiguas y honorables que él había conocido, casas respetadas por los policías, bendecidas por los alcaldes y perdonadas por los canónigos, alguno de los cuales las visitaba a las horas de comer, cuando los otros clientes estaban en sus casas, diciéndole a la mujer que tenían mucho trabajo y esa noche llegarían tarde. Ah del viejo prestigio, el viejo engaño, la vieja virtud perdida. Hoy los lugares de Barcelona dedicados a la perversión social son efímeros, tienen créditos bancarios y mucha gente los visita por prescripción del médico.
En fin, Méndez había logrado distraerse de sus preocupaciones, con estos recuerdos dedicados al pasado glorioso de la ciudad. Pero cuando entró en la Morgue, las preocupaciones volvieron. Estaba casi anhelante cuando vio a Padilla, uno de los empleados, leyendo un libro sobre los vinos del Penedés. A Padilla, por suerte, lo conocía. Era uno de los suyos.
Méndez leyó por encima del hombro del otro.
– Es inútil -dijo-, no podrás comprar ninguna botella de Gran Coronas del 70 que aún se pueda beber.
– Sólo las tienen ya en algunos restaurantes y cobran lo que quieren -se quejó Padilla-. Eso, maldita sea, está o estuvo en el Código Penal. «Maquinaciones para alterar el precio de las cosas.» Pero tengo en casa una botella de Rene Barbier del Centenario. Y otra que es un rioja con una etiqueta que representa a Tejero entrando en las Cortes. Menos coña. Poco a poco, y a pesar de lo que diga mi mujer, me voy a ir haciendo una vinoteca debajo de la cama. Méndez, ¿ha probado el Jean León?
– Es muy bueno -dijo el policía, pasándose la lengua por los labios secos-. Pero yo prefiero un priorato, siempre que no me lo hagan pagar por anticipado ni me lo den en ayunas.
Méndez se apoyó en una jamba de la puerta, captó aquel olor indefinible -olor a formol, a sangre, a agua intestinal- que llegaba desde dentro y musitó:
– Ahí tenéis una chiquilla a la que ha hecho la autopsia la doctora Eva Reus.
– Sí. Hace menos de una hora han venido otros dos policías que parece que están haciendo trámites para la identificación. Yo diría que no es cosa suya, Méndez.
– Sí y no. Además, sólo quiero ver algo.
– ¿Qué?
– La ropa. Supongo que no se la habrán llevado al laboratorio ni nada de eso.
Padilla se rascó una oreja, dejó el libro y susurró:
– No. Aún la tenemos ahí dentro.
– Déjame ver.
– Oiga, Méndez, pero…
– Por favor.
Méndez sabía que allí podía encontrar una prueba, encontrar una pista, un indicio, una dirección, algo. Y esa certeza se basaba en un dato que hasta poco antes no había sabido valorar. El vestido de la víctima era nuevo; se había dado cuenta de ello al descubrir el cuerpo. Por lo tanto, si había sido comprado poco antes, y si además había sido comprado en Barcelona, podía ser una señal tan clara como una bandera ondeando al viento.
Pero no esperaba tener tanta suerte. El vestido no sólo era nuevo, sino que llevaba adherida su etiqueta con la composición del producto y la marca del fabricante.
– Increíble -dijo Méndez.
– ¿Qué?
– Increíble que el asesino no se preocupara de borrar esa pista.
– Los maniáticos nunca se preocupan de esos detalles -dijo Padilla-. ¿Y quién, sino un maniático, puede asesinar a una niña?
– No olvides que no fue un crimen sexual, Padilla.
– Entonces una venganza.
– Sí -dijo Méndez pensando en voz alta-, pero una venganza llevada a cabo por una especie de profesional, por un tío que se ha pasado media vida en el hampa y por lo tanto no hubiera debido cometer un fallo así. No le hubiera costado nada arrancar la etiqueta. Por el género también hubiésemos averiguado de qué fabricante era, pero lo hubiésemos averiguado bastante más tarde. Y tener un margen de tiempo a favor es tan importante para un asesino que no comprendo su descuido. Pero aquí hay algo, ¿entiendes, Padilla? Al menos aquí hay algo que me permite seguir una pista.
Fue hacia la puerta, llevándose consigo el vestido. Padilla le siguió gritando:
– ¡Eh, Méndez!
– Te devolveré este vestido mañana.
– No puede ser.
– Yo respondo.
– La madre que lo parió, Méndez. ¿Y de usted, quién responde?
– Te traeré una botella de albariño.
– Ya no quedan albariños. La tierra ya no da para más. Pasa como con los prioratos. La cosecha de albariño, lo que se dice albariño, sólo da para dos botellas: una para el cardenal arzobispo de Santiago de Compostela y otra para el cabrón que mueve el botafumeiro. Incluso el dueño de la viña se tiene que morir de sed. De modo que nada de martingalas, Méndez.
– Tengo un Sauternes.
– Demasiado dulce. Cada vez que veo un Sauternes, pienso que tengo la obligación de untar una ensaimada.
– Un Saint-Emilion.
– No me hable de vinos gabachos que a la hora de la verdad tienen que ser reforzados con un cariñena.
– Entonces un Viña Ardanza. Y también del 70. Es mi última palabra, Padilla. La única vez que oí hacer una oferta así fue a cambio del culo de un funcionario público.
Padilla se dejó conmover.
– Yo también soy un funcionario público -se defendió de todos modos.
– Pero no pones el culo, sino el vestido de una niña.
– Trato hecho, Méndez. Mañana me lo devuelve.
Méndez lanzó una especie de gruñido.
Salió velozmente con el botín.
Pero no había hecho más que empezar. Sabía que ahora cada minuto contaba.
Abordó un taxi parado ante la puerta. El taxista, medio dormido, despertó de pronto y vio las ropas negras, la mirada negra, la cara lívida de Méndez.
– ¿Qué? -preguntó-. ¿Al cementerio?
– Su padre -dijo Méndez-. Lléveme a Jefatura, a la Vía Layetana. Y rápido. -Enseñó la placa-. ¿No ha visto esto? Bofia.
El otro voló por las calles de la ciudad, todavía cargadas de tráfico, sorteando coches de tíos que buscaban en cada esquina mujeres que nunca hubieran hecho la esquina, coches de matrimonios que volvían de cenar, de periodistas que no habían cenado y de abogados que a aquellas horas todavía buscaban un cliente. En Jefatura, Méndez hizo una rápida investigación, valiéndose de los medios que él, en la más sórdida comisaría de los barrios bajos, nunca hubiera poseído. Hubo que hacer tres llamadas, una de las cuales sacó de la cama -perteneciera la cama a quien perteneciera- a media delegación de Industria. Pero valió la pena, porque el fabricante estaba catalogado, era de buena fama, vivía en el paseo de la Bonanova y, según rumores, con una sola mujer.
Méndez también le telefoneó y le dijo que iba a visitarle inmediatamente. «Que me abra la puerta de la calle, oiga.» Como el otro no se fiaba, Méndez le garantizó que iría en un coche oficial de la policía. Ni por ésas. «No se preocupe -juró Méndez-. Usted me verá por los cristales de la puerta antes de abrir. Iré con mi placa de identificación en la boca.»
Mal sitio el paseo de la Bonanova. Malos los sitios donde circula aire limpio, sin olores sociales, o sea sin esos olores que te comunican lo que ha comido la vecindad más inmediata. Allí, como máximo, se podía oler la fragancia de los limones salvajes del Caribe que las nenas se ponían en las- partes íntimas. Méndez se hizo conducir hasta el paseo con aprensión, porque no estaba seguro de sobrevivir en un clima que viene marcado por la proximidad de la sierra de Collserola.
El coche se detuvo ante un edificio lujoso, en cuyo portal había luz, y Méndez -la palabra es la palabra- corrió hacia él con la placa de identificación en la boca.
6 EL CÍRCULO DE TIZA
El fabricante -un tal Monterde, cuyo capital pertenecía casi íntegramente a la señora de Monterde- le invitó a subir a un piso donde había un cuadro de Dalí, última época, y otro de Braque, primera época. Le invitó a un mueble bar donde se alineaban whiskies de malta y orujos literarios. Quiso que conociera a su doncella, primer achuchón, y a la señora Monterde, desde luego último polvo. Méndez se atrincheró enseguida, no fuese que la señora quisiera hacer con él aquel acto de amor póstumo.
Sólo después de un par de tragos de cortesía accedió Monterde a ver el vestido.
– Sí, desde luego es mío -dijo-. Buena calidad. Créame, es un género en el que nos hemos equivocado. La gente quiere cosas de usar y tirar, cosas que hagan efecto aunque no duren nada, y este vestido puede durar años. Bueno, como el traje que usted lleva, más o menos.
Méndez lanzó un gruñido.
– ¿Por dónde lo han distribuido? -preguntó-. ¿En qué tiendas de Barcelona?
– Tiene usted suerte.
– ¿En qué?
– Lo pusimos como novedad en nuestra tienda asociada de la Ronda de San Pedro, para ver la respuesta de la gente. Buen género, buen precio y ninguna publicidad. Esta es una pieza que lleva menos de una semana en venta.
Méndez suspiró con alivio.
La verdad, era el colmo de la suerte.
– Pero mucha gente puede haberlo comprado -dijo.
– Sí, claro, eso sí.
– Reconozco que hay una base de partida, pero será casi imposible saber dónde viven las personas que se han llevado una pieza así a casa.
– Claro, a menos que hayan pagado con tarjeta de crédito -dijo el señor Monterde.
– En un caso como éste, lo de la tarjeta de crédito me parece imposible -dijo Méndez, pensando en voz alta-. A ver… ¿puedo hablar yo ahora mismo con el gerente de esa tienda?
– Por supuesto que sí. Le levantaré de la cama, cosa que me molesta mucho por el respeto que me merecen mis empleados y por el clima de buena armonía que tenemos en mi empresa. Pero, en fin, que se joda. Ahora mismo marco el número.
Lo hizo.
El gerente gimió.
– A sus órdenes, señor Monterde. Mi mujer, que está aquí al lado, me dice que le dé sus saludos, señor Monterde.
– Pues muchas gracias, hombre. Un día de éstos hemos de salir a cenar por ahí. Cerca de casa, precisamente, han abierto un restaurante iraní que dicen que es la monda.
– No me fío, señor Monterde. Son capaces de darnos carne de escritor a la brasa.
– Poca cosa mejor merecen los escritores -dijo rápidamente el señor Monterde-. Oiga, amigo Maspons, que le envío un policía, un policía llamado Méndez. -Corrigió enseguida-: Señor Méndez.
– Pero ¿por qué? En la tienda lo tenemos todo en regla, usted lo sabe. Lo de aquella partida de género robado ya se solucionó.
– Sí, Maspons, sí, ya lo sé.
– Lo de aquella dependienta provocadora también.
– Sí, ya sé. La que llevaba minifalda.
Y de repente Monteverde gritó:
– Bueno, señor Maspons, me cago en la leche, escuche, oiga. Que el señor Méndez está aquí delante. Se lo envío enseguida a su casa pero no por nada de la tienda, sino para que le enseñe un vestido de la serie «Etiopía
– Lo intentaré, señor Monterde. Tampoco se han vendido tantos, la verdad. Ya le dije yo que el nombre no iba a pegar. Que la gente se cree que Etiopía está en Sabadell y no compra.
– Amigo Maspons, por favor. Baje enseguida y tenga la puerta abierta.
El amigo Maspons no vivía en el paseo de la Bonanova, pero tampoco parecía morirse de hambre. Poseía un ático en una travesía de la calle Muntaner, rodeado de bares nocturnos, centros de topless y otros lugares donde los economistas de hoy planifican el futuro del mundo. Esperaba a Méndez con el portal sólo a medio abrir, no fuese que le metieran una moto o una teta dentro.
Examinó el vestido en el relativo silencio del ático.
– Pues usted tiene suerte -dijo.
– Todo el mundo dice que la tengo -gruñó Méndez-. Acabarán contratándome para un spot de la ONCE.
– Mire, este vestido fue especial. Quiero decir que fue especial porque el cliente encargó dos iguales, los pagó y dijo que los enviáramos a domicilio. Me acuerdo muy bien porque le atendí yo mismo y puse en la costura de los dos vestidos una pequeñísima señal roja. Mire, aquí la tiene.
Era verdad. Había en la costura una contraseña que parecía un hilo. Méndez empezó a sudar.
De verdad, si todo seguía así, hasta llegaría a creer en su buena suerte.
Comprobó la hora.
Todavía era pronto para una detención. Las detenciones a la brava se hacen poco antes de que amanezca, cuando el pichón está bien dormido y confiado y hasta ha empezado a soñar en la sobrina de un sacristán.
De modo que Méndez gruñó:
– Tendrá usted anotado el domicilio al que hicieron el envío.
– Pues claro que sí. En la tienda.
– Por favor, acompáñeme, pues, a la tienda y luego a Jefatura para una comprobación. Le molestaré lo menos posible. Una vez solucionados esos trámites, habrá hecho usted un gran favor a la Justicia.
– ¿No hay otro remedio?
– La Justicia somos todos.
El otro prefirió no contestar.
Los trámites fueron veloces y fáciles. Visita a la tienda y comprobación del domicilio. Llamada de Méndez a la comisaría para que enviaran allí a dos hombres en misión de discreta vigilancia. Luego viaje a todo gas a Jefatura para que el señor Maspons se enfrentara a las hileras de fotos y a los ficheros de los malditos.
– Pero ¿qué tengo que hacer yo aquí? -farfulló.
– Estas fotos corresponden a secuestradores de niños, a maníacos sexuales y a tipos de toda índole que han cometido algún delito contra niñas o jovencitas. También hay algún que otro fetichista que ha llevado la cosa demasiado lejos. Usted tiene que mirarlas bien y decirme si alguna corresponde al tío que le pagó los dos vestidos en la tienda.
– Es que no recuerdo bien.
– ¿No se fijó?
– Lo que se fija uno en un cliente de paso.
– ¿Cómo era?
– Un tipo normal. Eso sí, me parece que llevaba bigote y gafas.
– El bigote podía ser postizo. Y las gafas desfiguran a una persona -apuntó Méndez.
– Eso sí -repitió el otro, tragando saliva-. Oiga, comprenderá que yo no puedo fijarme en todos los que entran en la tienda. En alguna mujer sí que me habré fijado, es natural. Pero en los hombres nunca.
– No lleva usted buen camino para prosperar en la vida. En fin, es inútil hablar más teniendo las fotos ahí delante. Mírelas con cuidado, tómese todo el tiempo que necesite y luego me lo cuenta.
Méndez no perdió tiempo mientras el otro miraba las fotos. Llevaba meses sin una actividad tan febril, lo cual acabaría por producirle, seguro, un ataque de reuma. Fue a la sección de planos de la ciudad y examinó meticulosamente la topografía de la zona en que estaba la casa. La dirección donde habían sido entregados los dos vestidos consistía en un inmueble de seis pisos al final de la calle Diputación, cerca ya del cruce con la Meridiana y del origen de las autopistas que llevan hacia el norte. Es una zona desangelada, sin carácter, pensaba Méndez, donde no existe vida de barrio, donde no hay siquiera niditos de amor y donde todo consiste en una líneas rectas en las que la ciudad desemboca. Pero un buen sitio, desde luego, para convertirse en un residente anónimo y en el que no se fija nadie. Aunque entonces, ¿para qué dar la dirección y hacer que a uno le envíen un poco de ropa? Méndez empezaba a estar convencido de que tenía buena suerte, pero empezaba a estarlo también de que nunca entendería la raíz de todo aquello. De que no entendería nada.
Méndez pidió ayuda y se la dieron. De pronto parecía haberse convertido en un hombre importante y sin deudas. Pudo disponer nada menos que de seis agentes, con lo cual, y con la dosis de mala leche que él llevaba encima, la detención del asesino era segura. Méndez iba a culminar en pocas horas el éxito más importante de su vida, iba a alcanzar la cima de la popularidad policial, envidiable situación que siempre se resume en que los amigos te dan una cena.
El empleado se presentó muy poco después.
– Lo siento, señor Méndez.
– ¿No ha encontrado nada?
– No. Yo juraría que el hombre que vi un momento no está en esas fotografías.
– De acuerdo, tampoco tiene tanta importancia. Lo importante es el domicilio. ¿Seguro que enviaron los dos vestidos al sitio que usted ha dicho?
– Seguro, señor Méndez.
– Muy bien. Mire, yo le despacharía ahora a su casa y dejaría de chingarle, dicho sea con toda la finura del caso, pero necesito que se quede usted aquí hasta después de la detención, por si tiene que identificar a alguien. Así ahorramos trabajo, ¿comprende?, y no tenemos que molestarle otra vez. Y ahora perdóneme. Le juro por mis muertos que vamos a terminar en un momento.
Era la hora.
Seguro que encontrarían al pichón desprevenido y soñando en la hija del sacristán.
– Vamos -dijo.
Aseguró en su funda axilar la pistola Colt de la época de la Gran Guerra, que Méndez amaba porque podía descojonar a un tío sólo con el estampido. Ese era motivo bastante para que no hubiese querido entregarla aún, pese a los requerimientos apremiantes, al Museo del Ejército. Cuando quiso comprobar el seguro, sembró el pánico entre la dotación policial. Así llegaron al fin a una manzana de distancia de su objetivo, que ya estaba sometido a discreta vigilancia.
Todo parecía en orden.
Los agentes que ya vigilaban estaban materialmente perdidos entre las sombras. Los otros se acercaron sigilosamente a pie, sin levantar un rumor ni sobresaltar a un gato. A Méndez aquel despliegue policial, perfecto y sin un fallo, le recordó las más gloriosas operaciones de su época de la policía franquista, que siempre empezaban, por si acaso, con la detención del sereno de la calle. Habían sido noches arriesgadas y llenas de tensión, en las que siempre había que acabar persiguiendo a algún estudiante por los tejados y en las que el porvenir de España pendía de un hilo.
Un inspector más joven, que se había constituido en el segundo jefe de la operación, preguntó:
– ¿Vamos a entrar usted y yo?
– Sí. Los otros que se distribuyan por la escalera. Envíe una orden por radio a los que están en el patio de atrás.
Un especialista forzó la cerradura del portal y subieron poco a poco y en absoluto silencio. Méndez llegó a las alturas al borde ya del coma, a punto de sufrir un infarto, ahogándose por no tener que toser y no regar las paredes con los restos de una de las cien cajetillas de Ducados que llevaba en los bronquios. Ya ante la puerta, el policía más joven preguntó:
– ¿Llamamos?
– Qué coño vamos a llamar… Hay que abrir sin que se dé cuenta nadie.
E hizo una seña al especialista en cerraduras, que subía ya también. En el más absoluto silencio, aquel hombre trabajó menos de medio minuto. La puerta cedió.
Dentro todo eran sombras.
Olía a orina fermentada.
Pero para Méndez olía a cabrón. Eso era lo único que le importaba. De modo que sacó su Colt tipo batalla del Marne y entró lanzando el grito de guerra:
– ¡Policía! ¡Policía! ¡La madre que te parió!
La claridad lunar que penetraba por las ventanas y los dos balcones del fondo le permitió ver en unos instantes el pequeño piso. Había un recibidor, un lavabo, una pequeña cocina, un despacho con una exigua biblioteca y una gran sala en la que se abrían los dos balcones. Ni un dormitorio. Ni una presencia humana. Pero Méndez estaba seguro de que había alguien allí, y por eso, después de lanzado su grito de guerra, movió el gigantesco Colt y lanzó la segunda de sus frases sacramentales:
– Te voy a afeitar el capullo.
Las luces se encendían bruscamente en todas partes. Dos agentes más acababan de entrar también, llevando las armas por delante, y daban a todos los interruptores. Una claridad más bien triste, de tubo de neón comprado en el Rastro, llenó las habitaciones.
Era verdad. No había nadie.
Pero Méndez quedó asombrado. Quedó tan silencioso y tenso como si de pronto fuera a saltar a traición sobre alguien. Sus ojos recorrieron velozmente lo que podía ver de aquel piso y comprendió que no estaba en una vivienda, sino en un colegio, o más exactamente en una academia de barrio. Porque en la gran sala había una docena de pupitres, había una pizarra y en ella trazado un gran círculo de tiza.
Los dientes de Méndez produjeron un crujido.
Ahora sabía dónde había pasado sus últimas horas la niña.
Estaba sobre la verdadera pista, aunque de momento no hubiese encontrado al hijo de perra que buscaba.
Pero en aquel momento sucedió algo inexplicable, o por lo menos algo que le pareció inexplicable a Méndez.
A aquella hora sonó el teléfono.
7 UN SOCIO DE BUENA CONDUCTA
Todos los que estaban allí hicieron un gesto de sorpresa, de estupor, mirándose unos a otros. Nunca hubieran podido imaginar que un sonido tan rutinario, tan habitual, les produjera un sobresalto semejante.
El policía más joven musitó:
– Pero qué cuerno… ¡Si son las tantas de la madrugada…!
– Por eso mismo puede ser importante. Un momento, yo contestaré -dijo Méndez.
– ¡Qué coño dice, inspector! Seguro que se equivocan. Alguien llama creyendo que esto es una casa de citas.
– Pues entonces puedo tener una oportunidad -dijo Méndez-. Todo depende del precio. Picaré alto.
Y descolgó.
Tuvo entonces la segunda sorpresa. Porque una voz masculina, seca y bien timbrada, preguntó:
– ¿Inspector Méndez?
– ¿De qué me conoce?
– Le he visto entrar.
– Sí, pero ¿de qué me conoce?
– Le conozco, y basta. He frecuentado los barrios que frecuenta usted. Soy un hombre de su distrito. Y ahora vamos a hablar claramente.
Méndez no estaba dispuesto a hablar claramente hasta que el otro soltara algún dato más. Por lo tanto preguntó:
– ¿Dice que me ha visto entrar? ¿Desde dónde?
– Desde la calle, naturalmente. Y le estoy hablando desde una cabina pública. Ni usted puede controlar el sitio exacto de la llamada ni tiene medios para hacerlo desde ahí. Por eso no me preocupo.
Pero tenía motivos para preocuparse, pensó Méndez, porque acababa de cometer una terrible imprudencia. Las cabinas públicas que podía haber en las cercanías no eran muchas. Moviendo a los hombres con rapidez, podían atrapar a aquel tipo antes de que colgase.
Por eso Méndez hizo al inspector más joven una silenciosa y enérgica seña. Le indicó el teléfono y dibujó en el aire la forma de una cabina. Luego, con el mismo silencio, dio las órdenes con el gesto más concreto, eficaz y académico que se puede utilizar para dar una orden de esa clase. El gesto consistió en el movimiento que se hace para cortarle los testículos a alguien.
Su compañero lo entendió enseguida, ya que el corte de testículos -o el conveniente deseo de hacerlo- forma parte de las mejores tradiciones oficiales españolas. Salió disparado hacia la puerta, haciendo una seña a dos de sus hombres.
Mientras tanto, Méndez habló con voz casi jovial, intentando ganar tiempo.
– ¿Ya tiene suficientes monedas? -preguntó.
– Tengo lo que me da la gana.
– Muy bien. Pues hable.
– Iba hacia la academia. Tengo la llave. Pero estaba a unos cincuenta metros de distancia cuando les he visto a ustedes llegar. Esta vez he tenido suerte. He podido frenar a tiempo.
– ¿La academia es suya?
– No, no lo es. Pero tengo la llave por razones que no voy a explicarle ahora. Tampoco es tan difícil obtener un duplicado, y usted lo sabe. Ahora hacen duplicados de llaves hasta en las clínicas de venéreas.
– Y si la academia no es suya, ¿no tiene miedo de que le sorprendan entrando?
– No, porque es un sitio que no funciona. Van a traspasarlo.
Méndez contaba los segundos ansiosamente, mientras intentaba grabar en su memoria todas las inflexiones de aquella voz. Pero había algo que le interesaba aún más, y era el carácter de aquella llamada. Por lo tanto susurró:
– Entonces comprendo que no le diese miedo esconder aquí a la niña.
– La tuve muy poco tiempo.
– ¿La mató aquí?
– Sí.
– ¿Dónde están las huellas de sangre?
– Las pude limpiar. Lo hice todo en el cuarto de baño.
– Hijo de puta.
– No le estoy llamando para discutir de moral, Méndez.
– Lo que te voy a hacer a ti en un cuarto de baño cuando te atrape va a ser tan bonito que estarás echando sangre hasta que desentierren a tu madre.
– Si sigue con sus amenazas no voy a seguir hablando, Méndez. Y a usted le conviene que hablemos.
«Claro que me conviene -pensó Méndez-. Ya deben quedar muy pocas cabinas por revisar.» Y murmuró:
– De acuerdo, sigue.
– Quiero un trato.
– ¿Un trato por qué?
– Me han traicionado. ¿Por qué cree que está usted ahí, Méndez? ¿Porque es el más listo? ¿O porque ha tenido suerte? Mierda. Está usted ahí, Méndez, porque me han traicionado. De lo contrario, jamás hubiese encontrado el nido. Y me han traicionado porque yo no he sido listo. Eso sí que lo tengo que reconocer.
– Han sido los vestidos, ¿verdad?
– Exacto. Una vez secuestrada la pequeña, resulta que se ensució encima. Y es natural. Tenía miedo. Entonces yo hice una llamada. Necesitaba un vestido nuevo. No podía transportar el bulto si el bulto ensuciaba el coche o despedía mal olor.
«El bulto»… Jamás en su vida Méndez había tenido que contenerse tanto para no lanzar una maldición salvaje.
Pero se propuso aplicar sobre aquel tipo un catálogo de delicias en cuanto lo atrapase. Méndez era un experto. Era un aficionado al viejo arte. Conocía una serie de golpes que no había aplicado nunca, aunque ahora los aplicaría. Golpes que apenas dejan señal y que destrozan para siempre los riñones y la vejiga de un hombre. Que lo condenan mientras viva a la diálisis renal. Eso y un par de dedos bien rotos, con toda delicadeza y con toda la lentitud de los orfebres florentinos. Sacar un hueso de sitio también forma parte del viejo arte. Luego una oportuna caída por unas escaleras bien empinadas, repitiéndola un par de veces si hace falta, disfraza cualquier magulladura anterior. Méndez sentía el odio resbalando por su garganta, sentía odio líquido.
Pero el otro seguía hablando.
– Pedí un vestido nuevo -dijo-. La persona a la que llamé acordó traérmelo personalmente. No había peligro en eso. Los dos sabíamos lo que pasaba. Incluso dijo que, por si acaso, me traería dos. Si sólo utilizaba uno, debía destruir el otro.
Méndez escuchaba con todos los nervios tensos.
– Sigue -musitó.
– Lo que nunca pude imaginar fue que daría la dirección en la tienda. Que los traería un recadero de la propia tienda. Eso era dejar una pista clarísima sin que yo lo supiera. La pasma acabaría encontrando esa pista y cayendo sobre mí. El principal peligro era que yo estaba confiado, que pensaba que todo había salido bien.
– Se me ocurren dos cosas -dijo Méndez.
– ¿Cuáles?
– Si el que te traicionó quería que cayeses, pudo haber enviado a la policía un anónimo.
– Los papeles se analizan -dijo la voz-. Dejan huellas y pringue por todas partes. Él podía haber caído también.
– Cierto, pero igual pudo telefonear.
– Hubiese tenido que hacerlo a un teléfono oficial de la policía. Y allí se registran las voces, y la voz humana puede ser analizada.
– Eso es cierto. ¿Y si llega a llamar al domicilio particular de uno de la pasma?
– Podían haber reconocido su voz.
Méndez se puso más tenso aún.
Estaba obteniendo una serie de datos valiosísimos. Podían no ser ciertos, pero de momento los tenía. ¿Reconocer la voz?
– Bien -susurró-, he dicho que se me ocurría otra cosa.
– ¿Cuál?
– ¿No te diste cuenta de que el que te entregaba los vestidos no era tu compinche, sino un empleado de la tienda?
– No, porque habíamos acordado que me dejaría el paquete ante la puerta. Nada de llamar ni de tener el menor contacto conmigo. En la casa hay portero, pero es un tipo que siempre está metido en su garita y no se fija en nadie. De modo que yo encontré a una hora determinada el paquete, como habíamos acordado. Pero yo no sabía que lo había dejado allí un empleado de la tienda en lugar de mi cómplice. No podía imaginar tampoco que el cabrón de mi cómplice había dado instrucciones en la tienda para que dejasen el paquete de aquel modo.
– No tienes ninguna prueba de que las cosas hayan pasado así -dijo Méndez, sabiendo que el otro no había podido comprobar nada de lo que afirmaba.
– No, pero las cosas no han podido ocurrir de otro modo. De lo contrario, ustedes no me hubiesen encontrado tan pronto. Además, usted no lo ha negado, Méndez.
– Eso es verdad. No lo he negado.
Y volvió a mirar su reloj. ¿Qué hacían los maricas de los agentes, que no habían encontrado todavía la cabina?
– Ahora venga el trato -masculló-. A ver, escúpelo de una vez, joputa.
– Yo he sido traicionado. Mi compinche ya no me necesita y quiere enviarme al infierno.
– Pues si es uno de la bofia, podía haberte matado directamente.
– ¿Por qué iba a matarme?
– Pues…
– No dé vueltas a lo que no puede ser, Méndez. Todo policía que mata a alguien necesita tener un motivo, y tal como se están poniendo las cosas necesita tener no uno, sino dos. Repito, ¿por qué iba a matarme? Yo soy un hombre de buena fama. Y tengo incluso cierto prestigio. No, no se ría, Méndez. Ningún poli podía disparar contra mí sin dar muchas explicaciones. Podía decir que yo había matado a la niña, claro. Pero ¿cómo podía él haberlo averiguado? Era igual que meterse en un círculo sin salida. Por eso resultaba mejor venderme y dejar que otros me dieran caza como a un perro rabioso.
– Los perros rabiosos merecen un respeto que no mereces tú -escupió Méndez-. Pero se me siguen ocurriendo cosas, ¿sabes? Yo soy algo mejor que un perro rabioso. Yo soy una serpiente vieja que ya no pone huevos porque tiene la menopausia. Pero se me siguen ocurriendo cosas. Por ejemplo: a ese compinche no le conviene que a ti te atrapen. Siempre puedes delatarle.
– Él sabe que no me dejaré atrapar vivo.
– Escucha, mariconazo -volvió a escupir Méndez, sin poder dominar su desprecio-: todo el mundo se deja atrapar vivo. No hay ningún asesino de niños que sea un héroe. Todos sois basura. Cuando a un tipo como tú le metes el cañón de la pistola por el culo, todos piden que no dispares. Y lo piden por su madre. De modo que menos hostias.
La voz al otro lado del hilo sonó más tranquila de lo que esperaba cuando dijo:
– Hará cosa de cinco años estuve en la cárcel, Méndez. Allí, como me sobraba tiempo, aprendí todo lo que sé.
– ¿Y qué aprendiste?
– Historia.
– Pues no veo que sea tan malo.
– No se haga el idiota, Méndez. Usted sabe muy bien de qué le hablo. En las cárceles españolas no hay ley. No hay más que basura. Y hay droga. Eso sí. Droga. ¿Por qué cree que he hecho esto? Por dinero, Méndez, maldita sea su madre. Por dinero para droga. Fue allí donde la tomé por primera vez. Fue allí donde me acostumbré. Y me acostumbré tanto que compré más de la que podía pagar.
Méndez tragó saliva.
Conocía bien el cuadro.
– De modo que dejaste una buena deuda -dijo.
– Sí.
– Y no pudiste pagar…
– Con dinero, no.
– Pues ¿con qué pagaste?
El otro contestó brutalmente:
– Con el culo.
– Ya te notaba a ti algo raro -dijo Méndez con una risita de auténtico hijo de perra.
– Maldita sea su madre otra vez, Méndez. No se burle de eso. Me estuvieron dando durante un año. Al final, si necesitaba droga, ya sabía con qué tenía que pagar. Me han destrozado muchas cosas, Méndez. Ya no puedo ni sentarme en un váter. Por eso sí que no voy a volver allí.
Méndez no sentía ninguna pena.
Comprendía que muchos sociólogos la hubieran sentido.
Pero él no.
Masculló:
– Yo pago lo que cueste el hierro.
– Méndez, estamos hablando de un trato. Le he dado toda clase de explicaciones para que comprenda que le he dicho la verdad. Pero estamos hablando de un trato.
La voz seguía siendo serena y firme. Méndez comprendió enseguida dos cosas. La primera, que hablaba con un hombre cultivado. La segunda, que no estaba bajo el síndrome de abstinencia ni nada parecido. En aquel momento su interlocutor se encontraba en perfecta calma. Y esos tipos -el viejo policía lo sabía bien- demuestran en los momentos de calma una gran inteligencia.
– Venga el trato -masculló.
– Yo le doy el nombre de mi compinche, que es el que me ha pagado por hacer esto.
– ¿A cambio de qué?
– Poca cosa. Seis horas de tregua. Nada más que eso. Seis horas de tregua. Un acuerdo tan barato no lo hará con nadie.
– Tres horas te bastan para llegar a la frontera de Le Perthus -dijo Méndez.
– O a cualquier otro sitio. ¿Usted qué sabe? Puedo estar enrolado en un barco que zarpe esta noche. Puedo perderme en dirección a Portugal. Puedo vivir en Madrid con nombre falso. A mi compinche sí que lo cazará vivo, y encima él hablará por los codos, pero sólo sabe el nombre que le he dado y la cantidad de droga que necesito. Nada más. No tiene idea de mis planes. Por eso le pido solamente seis horas, Méndez. Tengo bastante con eso.
– Hablas como si fuera solamente yo el que investiga. Y tienes a toda una brigada detrás de ti.
– Esa brigada no tiene ni idea de quién soy. Sólo usted la tiene, ¿comprendido? De modo que son seis horas de estarse quieto. Le conviene aceptar, Méndez, porque incluso sin trato tengo todas las posibilidades para huir.
«No tienes ninguna», pensó Méndez, dando por descontado que la cabina pública estaba a punto de ser descubierta. Pero para ganar los últimos segundos que faltaban preguntó:
– ¿Por qué te fías de mí?
– Porque usted respeta la palabra. Usted todavía cree en algunas cosas.
– Hijo de puta, yo no creo en nada -casi gritó Méndez, como si le hubieran lanzado a la cara el insulto más sucio del planeta.
– Por eso mismo, Méndez. Porque dice que no cree en nada. Y ahora tiene cinco segundos para contestar. ¿Hay trato o no hay trato?
– Me vas a dar igualmente el nombre de tu compinche. Lo vas a hacer porque es un
– Cuelgo, Méndez.
– ¡Espera! Hay trato.
– Muy bien. Seis horas.
– ¡El nombre!
– Inspector Marquina, de la Brigada de Información.
Y sonó un chasquido.
El interlocutor de Méndez acababa de colgar.
Méndez soltó una brutal maldición.
Pero ¿cómo era posible? ¿No habían encontrado la cabina aún? ¿Es que ya no iban a encontrarla?
Se volvió como un alucinado.
En la academia vacía, su cara era apenas una mancha de ceniza.
Unos pasos sonaban en el pasillo. El inspector más joven entró con expresión triunfante.
– Ya está, Méndez.
– ¿Qué dices?
– Lo he sujetado por los cojones.
– Pero ¿al final ha aparecido el tío hablando en la cabina?
– Y tanto que ha aparecido. Casi en la última. Ha tratado de huir y le hemos dado lo suyo. De momento la nariz aplastada, un diente roto y un huevo cambiado de sitio. Un éxito, Méndez, un éxito. El tío está hecho un mapa. Ahora lo están subiendo.
Méndez aulló:
– ¡Cabrito! ¡El que me hablaba ha sido más listo que vosotros y que yo! ¡Ha mencionado una cabina, pero en realidad el hijo de perra me estaba llamando desde algún bar, un topless o un sitio parecido! ¡Sabía que estábamos buscando en todas las cabinas de la zona y mientras tanto él nos daba por el saco! ¡Ahora ya es inútil! ¡Soltad al mierda que habéis detenido! ¡Seguro que estaba llamando al médico, poniéndose de acuerdo con una tía o dando una excusa a su mujer porque llegaba tarde a casa!
– Eso ha dicho, Méndez. Que estaba dando una excusa a su mujer porque llegaba tarde a casa. Y esperaba que nos lo creyéramos. Si será cabrito.
– Ni cabrito ni nada. Seguro que es verdad.
– Bueno… -El policía más joven parecía confundido-. Mientras veníamos aquí, no dejaba de farfullar: «¡Mi mujer, mi mujer! ¡En cuanto vuelva me mata!».
– Pues que vuelva y que lo maten. Dejadle libre.
– Maldita sea, ¿no quieres ni verlo? Tú eres el responsable de todo, el que ha dado la orden. ¿Vas a escurrir el bulto?
Méndez se encogió de hombros.
– No he escurrido el bulto nunca -dijo-. Así me va. Venga, enseñadme a ese macarra. Tengo curiosidad por ver qué pinta tiene el hombre con más mala suerte de Barcelona.
No hizo falta que se lo enseñasen. Al macarra lo estaban entrando ya. Méndez, que estaba colocando bien el teléfono sobre la mesa, volvió la cabeza hacia el pasillo al oír los pasos, arqueó velozmente una ceja y sintió que el teléfono resbalaba de entre sus dedos, para estrellarse contra el suelo.
El hombre con peor suerte de todo Barcelona estaba allí.
El periodista Amores casi cayó en sus brazos mientras gemía:
– ¡Méeeendez!
8 MÉNDEZ, CADA MINUTO CUENTA
Méndez descansó la nuca en el apoyacabezas del coche, mientras cerraba los ojos. Sentía un insoportable dolor en las sienes, y aquel dolor se prolongaba hasta su cuello y su espalda. El fuerte balanceo del coche, lanzado a toda velocidad, aumentaba su sensación de vértigo.
«Estos Citroën son muy blandos de suspensión -pensó-. El que va sentado atrás, baila.» Pero en realidad no era eso lo que le importaba. Sentía prisa por llegar. Aunque pensaba cumplir el pacto de las seis horas, cada minuto contaba.
Amores, sentado junto a él, lanzó un gemido.
– No te preocupes -le dijo Méndez, sin abrir los ojos-. Te curamos en Jefatura y desde allí mismo le damos una excusa a tu mujer. Que si una redada, que si una equivocación, que si todo eso. A lo mejor hasta le decimos que estabas haciendo gestiones para el reportaje del siglo.
– Ya no escribo reportajes -se lamentó Amores-. Ya estoy arrinconado. Ahora sólo me dejan dibujar páginas.
Méndez seguía sin abrir los ojos.
– ¿A quién llamabas realmente, Amores? -musitó-. ¿A quién…?
– A una tía.
– ¿Por qué?
– Estaba desesperado.
– Tú siempre que estás desesperado, llamas a una tía.
– Y siempre me pasa algo. ¡Es terrible, Méndez! ¡Siempre me pasa algo!
– ¿Qué te ha pasado esta vez?
– Cuando han entrado los agentes pegándome guantazos por todas partes, el que me estaba contestando era el marido.
Méndez abrió los ojos al fin, pero sin mirar a Amores. Que se fuese al infierno. Que se muriera. Lo único que le importaba era llegar cuanto antes a Jefatura y ponerse a trabajar. Sus ojos cansados de leer en los periódicos, en letra menuda, anuncios de relax, alquileres y seguros de entierro, se posaron ahora en las alturas de los primeros pisos, en las tribunas burguesas que dan carácter a las casas nobles del Ensanche. Cristales emplomados, macetas olvidadas, cortinas comidas por el tiempo, silencios que llegaban hasta allí desde el fondo de los pisos. De vez en cuando una audaz curva en la piedra, un cristal femenino, un derroche modernista. Allí estaba parte de la vieja Barcelona que amaba Méndez, aunque era para él una Barcelona burguesa y hostil que nunca se molestaría en recibirle. Muy bien. Que se fuera al diablo. Él ya no pedía nada, él sólo quería cerrar los ojos otra vez.
Llegaron a Jefatura en la Vía Layetana. Méndez, a quien nadie hubiera hecho caso durante el día, consiguió un despacho, un cenicero, una silla y un teléfono, aprovechando el vacío administrativo de la noche. Desde allí llamó al máximo responsable de las prisiones en Cataluña, amigo suyo y además un hombre tolerante. Le atendió con amabilidad pese a lo intempestivo de la hora.
– Llamo ahora mismo al jefe de servicios de la Modelo -prometió-. El le llamará a usted enseguida, Méndez.
El jefe de servicios de la Modelo telefoneó cinco minutos después, y Méndez le dio las explicaciones pertinentes, tras las cuales debía ser facilísimo identificar al hombre que buscaba.
– Quiero los datos de un tipo que estuvo ahí hace tiempo, que se hizo drogadicto en la cárcel, contrajo deudas con los camellos, tomó por el saco y estudió Historia.
– ¿Nada más, Méndez?
– Nada más.
– Seguro que le parecerá bastante.
– Pues claro que sí. Lo único que me falta darle es la marca de vaselina que usaba.
– Vamos a ver, Méndez. No sabe en qué año estuvo.
– No. Pero se hizo drogadicto.
– Aquí, por desgracia, se acaban haciendo drogadictos demasiados.
– Tomó por el saco.
– Tomar por el saco es una especie de deporte municipal.
– Estudió Historia.
– Son muchos los que estudian algo.
Méndez ahogó una maldición.
– Pregunte a la gente -masculló-. Mueva a los chivatos. Hable con los funcionarios de servicio y telefonee a los que no lo están. Puede que recuerden algo, sobre todo por el dato de que el tío estudiaba Historia. No habrá tantos en esa situación. Los que se ocupan de la biblioteca pueden recordarlo.
– De acuerdo. Haré lo que pueda, aunque la hora es pésima. ¿Estará usted en ese teléfono?
– No. Llámeme a la comisaría de Atarazanas, a la calle Nueva. De aquí quiero irme antes de que me echen.
Y colgó.
Pero no se fue todavía.
Con los ojos entrecerrados, con los labios contraídos, dio paso a otro recuerdo, otro nombre, otra maldición oculta. Marquina.
Bueno, él lo conocía lo suficiente para saber qué clase de tipo era. La mayor parte de su vida profesional -que aún era corta, pues había llegado a la policía en 1982, con la victoria electoral del PSOE- la pasó trabajando en Delitos Económicos, es decir investigando a banqueros que ganaban poco -porque de lo contrario no hubieran sido investigados-, contrabandistas que no habían pagado el soborno, evasores de divisas que se equivocaban de frontera y dueños de extrañas compañías mercantiles que a la hora de la verdad no tenían dueño. Méndez encendió un apestoso toscano, puso los pies sobre la mesa, venciendo el dolor reumático de sus rodillas, y miró hacia la puerta del despacho, en el que acababa de entrar Horacio. Horacio, procedente también de la comisaría de la calle Nueva, esperaba ahora la jubilación en los archivos de la Vía Layetana y en los bares de la calle Condal, recordando con lágrimas en los ojos los brillantísimos servicios que había prestado en el Barrio Chino. Al igual que Méndez, practicaba las detenciones en los urinarios de los bares, y se había ganado a pulso, entre la chusma local, el sobrenombre de «o terror do pitu».
Miró conmovido a Méndez.
– Tú aquí… -farfulló-. Te han ascendido.
– ¡Qué va! Me van a echar.
– Pues esto hay que mojarlo. ¿Quieres un trago?
– No -declinó Méndez-, yo sólo bebo en las comidas y en las bebidas.
– Tu madre.
– Oye… -susurró Méndez.
– ¿Qué?
– ¿Tú has tratado últimamente a Marquina?
– ¿El que se ocupa de la mangancia de altura?
– Sí.
– Vivía bien. Vive bien, vamos. Siempre por encima de su sueldo, pero eso ya sabes que no es tan raro. Cuando entras en el mundo de las finanzas acabas dándote cuenta de que en España hay una nueva moral, que es la moral del éxito. Y lo demás son leches. No tienes más que leer los periódicos y las revistas. ¿Sabes una cosa, Méndez?
– ¿Qué?
– La gente ya no quiere saber nada de los médicos, de los ingenieros, de los militares, de los escritores ni de los curas. Quiere saber cosas de los banqueros. Hoy día interesan más los culos de los banqueros que los culos de sus mujeres. Yo no sé lo que llegarían a pagar en una revista del corazón por una foto del culo de Mario Conde.
Méndez dijo plañideramente:
– Ay, sí.
El siempre estaba llorando por todas las viejas culturas perdidas.
– ¿Y Marquina qué…? -susurró.
– Bueno, se acabó metiendo en ese mundo -dijo Horacio sentándose en un borde de la mesa-. A veces lo comentábamos, pero ya se sabe. Acabas admirando a los mangantes y sintiendo un respeto reverencial por la pasta. ¿Tú qué has hecho en la vida, Méndez? Sentir un respeto reverencial por alguna puta que mantenía a seis hijos. Eso no lleva a ninguna parte. Respetar a un tío que mantiene a seis putas, ese sí que es el camino de la verdad. Sobre todo si te das cuenta de que alguna de las chicas también puede ser tuya.
Méndez dio un par de caladas al toscano. El despacho se iba llenando de humo de tal modo que en cualquier momento podía ser declarado el estado de emergencia.
Pero Horacio no lo notaba.
Fue él, como viejo zorro, el que musitó:
– ¿Por qué buscas a Marquina?
– Por un asunto privado. ¿Tú crees que pudo necesitar, de repente, una gran cantidad de dinero?
– ¿Lo suficientemente grande para corromperse del todo?
– Sí.
– Es posible, Méndez. Cuando te metes en según qué círculos, ya cuentas de otra manera. Los números son distintos, se escriben de distinta forma. Tú hablas con respeto de cincuenta mil euros. Un banquero de la nueva situación o un político de los de ahora hablan con indiferencia de cincuenta millones. Todo depende de que te acostumbres a contar como ellos. Entonces las cosas cambian.
Méndez dejó apagar el toscano antes de que el humo llegara al despacho del jefe superior.
– Sí -murmuró-. Sí.
– Oye… Si quieres ver a Marquina, sabes que su dirección la puedes tener enseguida.
– No quiero hablar con él en su casa. Quiero pescarle en otro sitio.
Y ahora otra cosa: nada de esta conversación fuera de aquí. Nada. También podrías hacerme un favor, si trabajas en los archivos.
– Puedo buscarte la ficha de la Montse, aquella que se hacía en el pelo un lacito de colegiala antes de acostarse con los amigos. La Montse acabó mal. Y eso que tú la protegías.
– Le pagué el viaje a Madrid cuando salió de la cárcel -recordó Méndez con la mirada perdida-. Supongo que ahora trabajará allí. Y hasta puede que tenga un cargo público. Pero no es esa ficha la que quiero, Horacio. Tú sabes que no. Lo que necesito es el rastro de un delincuente drogata y aficionado a estudiar Historia.
– ¿Sólo sabes eso?
– Sólo.
– Que te den, Méndez.
Horacio salió.
Méndez salió también. Dejó caer sus cansados huesos en un patrullero de la bofia y pidió que lo condujeran a la comisaría de la calle Nueva, de cuya puerta había desaparecido el centinela. A lo mejor los droga tas se lo habían llevado ya. Fue a su mesa arrastrando los pies, se enteró de que no le había llamado nadie, lanzó una maldición y volvió a salir. Abrió con su llave la pequeña puerta del enrejado metálico del bar, que ya llevaba echada hacía horas. Encendió la luz, se preparó un vaso de vino tinto de Olite, le dio un meneo, apagó la luz y fue a su habitación.
Encontró a Gallardo sentado en la cama. La habitación estaba llena de humo, pero Méndez ni se enteró. Al contrario, encontró en aquel aire un reconfortante bálsamo y un recuerdo de los buenos días perdidos. Entró en una especie de éxtasis del que tuvo que salir un segundo después, ya que Gallardo se estaba arrojando encima de él.
– ¿Qué? ¿Qué sabe de la niña?
– Tranquilo, Gallardo.
– ¡Qué tranquilo ni qué leches…!
– Voy a hablarte con toda franqueza. En el depósito tienen el cadáver de una jovencita, y yo he estado pensando hasta hace poco que era tu hija. No te he dicho nada por no destrozarte y porque no estaba seguro. Pero ahora pienso que no puede ser ella y que no puede haber intervenido Paco Robles. Es una cosa distinta.
Gallardo le sujetó ansiosamente por las solapas.
– ¿Distinta por qué? -gritó-. ¿
– Han intervenido personas que no son de tu mundo, que no tienen nada que ver contigo. Por eso te digo que tu hija aparecerá, y terminará tu pesadilla. Ahora verás lo que vas a hacer.
Le empujó para que se sentara en la cama. El mismo se sentó también con un suspiro.
– Mira, Gallardo. Sales de aquí y tomas un taxi. O nada… Mejor dicho… Te acompaño yo. Estoy que ya no puedo con mis huesos, pero te acompaño yo. Hala, arreando.
No era fácil encontrar un taxi en la calle Nueva a aquellas horas, cuando ya habían cerrado los bares, los cabarets y hasta las dos o tres salas porno donde el mismo tío bostezaba al tener que cepillarse cada noche a la misma tía y delante del mismo público, compuesto por turistas extremeños, recién casados de Calatayud, viajantes de Valencia y sociólogos de Sabadell. La calle Nueva era un desierto, y en los recién estrenados edificios municipales, que habían sustituido a las viejas cuevas del orinal y la palangana, no se distinguía la luz. Una puta derrotada dormitaba en un portal, esperando no ya algún cliente, sino algún sueño póstumo. El centinela de la comisaría estaba milagrosamente vivo y encima había vuelto.
Méndez empezaba a pensar que aquél ya no era su mundo.
Pero se aguantó.
– ¡Taxi!
El vehículo les condujo hasta el Clínico a través de una ciudad dormida y lívida donde algún coche aún buscaba aparcamiento y algún chaperillo la última oportunidad. Méndez había tenido la precaución de tomar del bar un Marqués de Cáceres del 85 que, en su opinión, merecía honores militares, y con él se ganó para siempre la voluntad del empleado del depósito. Gallardo temblaba como una hoja cuando le llevaron hasta la mesa donde yacía la niña.
Luego se derrumbó.
– Dios mío…
– ¿Es ésa? -farfulló Méndez.
– No…
– Lo suponía. Hala, vamonos.
– Méndez…
– ¿Qué?
– ¿Quién lo ha hecho?
– Lo estoy buscando.
– Déjemelo a mí…
– Tú tampoco crees en la ley, ¿verdad, Gallardo?
– ¿Cree alguien?
Méndez se encogió de hombros.
– No sé.
Salieron medio arrastrándose y tomaron un taxi otra vez. A causa de su tensión nerviosa, a causa de su sufrimiento tanto tiempo contenido, Gallardo se había doblado sobre el asiento y se había puesto a llorar. Méndez, como hacía con las mujeres derrotadas, le pasó una mano por la espalda y musitó:
– Venga, que los valientes no lloran.
Era curioso. Las mujeres derrotadas reaccionaban mejor que los hombres cuando oían la palabra «valiente». Hay una verdad en el vientre, pensaba Méndez, que no siempre está en el corazón. Gallardo siguió doblado sobre sí mismo, a punto de vomitar, hasta que se dio cuenta de que iban a la Modelo.
– No, Méndez, no me lleve esta noche allí.
– Va a ser peor…
– Yo lo arreglaré. Déjeme al menos unas horas, hasta que aparezca mi hija. Unas horas…
– De acuerdo -accedió Méndez con un suspiro-. Puedes volver a mi habitación. Pero si yo me descuelgo por allí antes de que amanezca, prométeme que no me tocarás el culo.
Méndez sabía que no le tocarían el culo ni nada que se pudiera tocar -en el caso de que lo encontrasen, tras arduas investigaciones- porque no pensaba dormir aquella noche. Se acercó de nuevo, arrastrando los pies, a su mesa de la comisaría.
– ¿Ha llamado alguien?
– Sí, de la Modelo. Hace un momento. Dicen que volverán a llamar.
Méndez no perdió un segundo ni esperó a que le llamaran de nuevo. Telefoneó al jefe de servicio de aquella noche. Su voz cansada llegaba débil, como si sonara en una ciudad remota.
– No sé si le servirá, Méndez.
– A ver.
– Hay una montaña de tíos que coinciden con los datos que me ha dado antes, o sea drogatas, sodomizados y todo eso. Pero los funcionarios antiguos sólo recuerdan a dos que estudiasen Historia de verdad. Claro que todo esto es hablar por hablar, me parece.
– Es igual. Deme sus nombres.
– Uno se llamaba Conrado Mola. El otro Ángel Martín.
– A ver. Delitos que cometieron.
– Conrado Mola era un violador.
– Pues no me parece que el que yo busco tenga aficiones de esa clase. Venga, hábleme de Ángel Martín. ¿Por qué lo tenían en la jaula?
– Desfalco en el banco donde trabajaba. Era un hombre con buena preparación, pero de esos que gastan mucho más de lo que ganan. Parece que al principio era un tipo tratable. Luego cambió. Fue acumulando odio. En su etapa final, los guardianes le consideraban capaz de cualquier cosa.
Méndez agarró la botella que tenía en uno de los cajones de su mesa y, para dominar sus nervios, se atizó un trago capaz de mandarle a la sala de urgencias. Empezaba a tener la sensación de que había dado con su hombre. Pero aún era una sensación remota.
– ¿Edad? -preguntó.
– Ahora ya tiene justo treinta y cinco años.
– A juzgar por su voz, esa es la edad que podría tener el pájaro con el que hablé. ¿Cuánto tiempo lleva fuera?
– Dos años.
– ¿Qué domicilio dio cuando lo soltaron? Porque supongo que saldría con la condicional…
– Como todos. A ver… Sí, aquí está. La dirección que dio fue la calle Blay, ciento ocho, segundo izquierda.
– Conozco muy bien la calle. Gracias… No sé si ése es el pájaro, pero podría serlo… -Méndez pensaba rápidamente mientras iba hablando. Y pensaba que ahora ya tenía un dato, un nombre, para ir a ver a Marquina. Sin algo consistente en las manos, no podía llegar hasta él. Pero ahora podría darse cuenta de qué reacción producía en él el nombre de Ángel Martín-. Voy a ponerme enseguida en movimiento siguiendo esa dirección. De verdad, muchas gracias. Cuando usted se muera, le contrataré una misa.
Fue a colgar, para ahogar la maldición del otro, pero de pronto se le ocurrió algo. Preguntó con voz untuosa:
– Perdone… Antes de que a usted se le ocurra morirse, deme un último dato. Ese tío, Ángel Martín, ¿estudiaba Historia en general o algo en particular?
– Parece que algo en particular.
– ¿Qué era?
– Según los que entonces trabajaban en la biblioteca, se había tragado todo lo que había sobre el antiguo Egipto.
9 LA CALLE DE LAS CIEN SOMBRAS
Méndez empezaba a moverse rápido de verdad, en contra de su costumbre, y provocando un desconcierto general, porque todo el mundo, y en especial los delincuentes, sabían que siempre llevaba un par de días de retraso. Su dinamismo era tal que los escasos compañeros que le vieron pensaron que todo aquello terminaría en una hernia.
Lo primero que hizo fue asegurarse el flanco. Llamó por teléfono a Horacio, en los archivos de Jefatura.
El viejo Horacio le saludó:
– Ave María Purísima. ¿Aún sigues en pie?
– Supongo que no por mucho tiempo. Me voy a tener que tomar con porrón el ginseng y el gerovital para aguantar lo que me espera. En fin, Horacio, necesito que me revises enseguida las fichas de dos tíos. Uno se llama Ángel Martín, de treinta y cinco años, condenado por desfalco. El otro Conrado Mola, de no sé qué edad, condenado por violación. Dime lo último que tengáis sobre ellos, aunque supongo que lo último que tendréis es que se han enrolado para ir a Afganistán.
– Eso si hay suerte. ¿Te esperas?
– Me espero.
Horacio tardó solamente unos cinco minutos. Le dio los datos a Méndez:
– Si es alguno de éstos, me ahorras un trabajo inmenso, porque estaba buscando a ciegas con los datos que me diste la primera vez. A ver… Conrado Mola se escapó tranquilamente aprovechando un permiso. La leche, oye. Lo último que tenemos es que la Interpol lo busca en Francia.
– Entonces es difícil que sea ése -murmuró Méndez entre dientes-. A ver qué pasa con Ángel Martín.
– El tipo que tú dices salió con la condicional. Luego se le detuvo otra vez por un asunto de drogas, pero no se le llegó ni a juzgar.
Méndez dijo:
– Gracias.
Colgó pensativamente.
Cada vez estaba más convencido de que había dado con su hombre.
Y eso significaba una cosa. Que antes de amanecer se presentaría en la casa de Marquina. Le soltaría el nombre de Ángel Martín. Vería la cara que ponía. Y no saldría de allí hasta estar convencido de que Marquina era inocente o hasta que Marquina se lo hubiera contado todo.
Cerró con llave el cajón donde tenía la botella y fue a salir rodeando la mesa. Pero de pronto quedó paralizado.
De ningún modo se hubiese esperado aquello.
Gallardo estaba quieto, aguardando, al otro lado de la mesa. Méndez casi tropezó con él.
– ¿Pero tú estás loco…? -farfulló.
– Mire, Méndez, he venido a decirle que lo he pensado mejor. Si quiere, me entrego. No está bien que se vea metido en un lío por mi culpa.
– Me temo que el lío ya lo tenemos armado. Escucha…
– ¿Qué?
– Yo también lo he pensado mejor. Creo que para lo que voy a hacer esta noche no me vendría mal un poco de ayuda.
– No le cuesta nada llamar a unos cuantos maderos, para eso están.
– No… -dijo Méndez, pensando en voz alta-, no puedo estropear lo que voy a hacer presentándome en una casa particular con la brigada antidisturbios. Además, es por el momento un asunto privado y no me interesa que nadie sepa lo que estoy haciendo. Ahora bien, si tú me cubres las espaldas, quizá las cosas salgan mejor.
– Pues claro que se las cubro, Méndez. Es lo menos que puedo hacer.
– Entonces vamos.
Méndez ya había perdido la noción del tiempo, pero de todos modos sabía que seguía estando en las horas más adecuadas para la práctica de la cabronada urbana. Gallardo y él fueron a pie al Paralelo, pues en el Paralelo estaba el domicilio de Marquina. El policía vivía en el que para Méndez era el mejor sitio de la ciudad, enfrente de las tres chimeneas de la fábrica de electricidad, enfrente del Apolo y sus coristas, enfrente de la bodega y sus putones desorejados, enfrente de las atracciones y sus aprendices de mariconcete. Era uno de los rincones más sanos, más cultos, más espirituales de la Barcelona eterna, aunque lo estaban destruyendo para hacer un hotel. Lo único malo, en opinión de Méndez, era que la casa también estaba enfrente de la montaña de Montjuïc, y desde allí llegaban a veces algunas rachas de aire puro que podían acabar en diez minutos con un padre de familia.
Pero Marquina no era padre de familia porque vivía solo. Méndez se detuvo ante el portal y le dio a Gallardo parte de su armamento reglamentario, es decir, un par de ganzúas que brillaban por el uso.
– ¿Tú sabrías abrir con esto?
– Hombre, y usted también, Méndez.
– Sí, pero yo soy una persona de buena fama.
– Es la primera vez que oigo una barbaridad semejante. En fin, deme.
Gallardo abrió sin dificultad. Y Méndez hubiera hecho lo mismo con la cerradura del piso, pero se dio cuenta de que ésta era de seguridad y de que la puerta estaba blindada. Por lo tanto hizo una seña a Gallardo para que se ocultase junto al ascensor, donde no pudiera ser visto desde la mirilla, y pulsó el timbre.
Tardaron en responder. Tuvo que llamar de nuevo.
– ¿Quién es? -preguntó la voz de Marquina.
– Méndez.
– Tu madre.
– Por favor, ábreme. He de hablar contigo.
– ¿A estas horas?
– Es importante, Marquina. Te conviene oírme.
Seguro que Marquina le espiaba desde la mirilla, cerciorándose de que no había nadie más. Al fin abrió con un brusco chirrido de cerrojos.
Y Méndez vio el nido. Un recibidor modelo universal, con una lámpara modelo universal, una consola modelo universal y una tía modelo particular. La tía, o mejor la nena, no debía de tener más allá de veinte años. Méndez vio también al pájaro. Un pijama modelo universal, una barriga modelo universal, una cara de cabreo modelo particular y exclusivo. Marquina miró a Méndez con expresión de asco, como si su aliento contagiase el sida. Luego hizo una seña a la chica.
– Tú, largo de aquí. No tenías que haber salido.
– Es que tenía miedo…
– Estando conmigo, qué coño de miedo vas a tener. Hala, fuera.
Miró de nuevo con desprecio a Méndez.
– ¿A qué viene esto? ¿Qué buscas? ¿Un sitio donde te desinfecten con colonia?
Méndez señaló con el mentón hacia el pasillo modelo universal por el que se había ido la chica.
– Está buena -dijo.
– Y a ti qué te importa.
– Tiene un buen culín.
– Tiene un culazo, si es eso lo que tratas de ir diciendo.
– Pues sí, señor. Ahora que lo dices, estoy de acuerdo en que tiene un culazo.
– Al grano, Méndez. Dime de una vez para qué coño has venido.
– Y aún le crecerá. Seguro que no tiene más de veinte añitos. A los veinte añitos -declaró Méndez- los culos de las mujeres todavía están en la enseñanza general básica. Es a los veinticinco cuando empiezan a ponerse bien. Y llegan a su culminación a los treinta. Yo he conocido, de todos modos, algunos de cuarenta que era justo entonces cuando empezaban a merecer el toque de generala.
– Si estás borracho, te pego una patada y te echo de aquí, Méndez. Te lo juro por mi madre.
– Ni estoy borracho ni he venido a bromear, Marquina. -La mirada de Méndez se había hecho dura, dañina, penetrante, volvía a ser la mirada de la serpiente vieja-. Quiero que me dediques cinco minutos. Y un sitio para hablar. Y una butaca que no esté manchada con el pringue de la tía.
Los dientes de Marquina rechinaron y su cara enrojeció a punto de estallar. «Debes de estar a veintidós de tensión -pensó Méndez-.
Cualquier noche le quieres dar a la muñequita ésa y te quedas a mitad de faena.»
Pero Marquina le acompañó a una salita desde cuyas ventanas se veían las tres chimeneas, la noche inhóspita, el teatro y la bodega cerrados. Lastimosamente no se apreciaba ningún detalle cultural. No había ninguna corista en paro, ningún putón, ningún mariconcete a punto de obtener el doctorado. «Esto ya no tiene remedio -pensó Méndez-. Esta ciudad se acaba.»
Marquina le señaló una butaca de un modelo vulgar, comprada evidentemente en el Paralelo, y se sentó frente a él, con las facciones contraídas.
– ¿Qué quieres?
– Ponerte sobre aviso.
– ¿De qué?
– Se te quieren follar.
– ¿A mí? ¿Quién? ¿Y por qué?
– Hay un tío que se llama Ángel Martín.
Méndez no miraba a Marquina al decir esto, para dejarle así más libre en el momento de reflejar sus sentimientos, pero lo controlaba perfectamente en un espejo situado cerca de las butacas. Tuvo una secreta decepción al ver que Marquina no pestañeaba ni movía un músculo.
– Ángel Martín -repitió Méndez.
– ¿Y qué?
– Ha matado a una chiquilla.
– ¿Crimen sexual?
– No.
Marquina se encogió de hombros.
– No tenía ni idea -dijo.
– Bueno, es que se trata de un crimen por encargo, según parece. Y Ángel Martín asegura que se lo encargaste tú.
Marquina ladeó la cabeza y miró fijamente a Méndez. Su rostro, antes tan sanguíneo, estaba ahora pálido. Incluso unas levísimas gotas de sudor empezaban a insinuarse en sus párpados, en sus sienes, en las comisuras de su boca. No dijo una palabra, pero sus dedos temblaron un momento. Méndez, que parecía mirar a otro sitio, lo estaba registrando todo, sin embargo, con la perfección de una máquina fotográfica.
De pronto se echó a reír.
– Ya ves -susurró-, qué cosas…
– ¿A quién le ha dicho eso?
– ¿Tú conoces a Martín?
– No, pero debe ser un tío que ha tomado con todos los moros de la Rambla. ¿
– ¿Y tú te has molestado en escucharlo, Méndez?
– Bueno, yo sólo escucho lo que puede ayudar a mis amigos y lo que puede perjudicar a mis amigos. Como esto te perjudica, pues yo vengo y te lo digo, Marquina. Sea la hora que sea y tengas a mano el culín que tengas a mano. Vete a saber si ese mal parido, después de inventarse la historia, se la ha contado a alguien más. Conviene que, cuanto antes, aclares las cosas.
– ¿Está detenido ese… cómo has dicho que se llamaba?
– Ángel Martín.
– Voy a verle enseguida.
Hizo un movimiento para levantarse bruscamente. Méndez le detuvo con un ademán de su derecha.
– No está detenido, Marquina. Ángel Martín está libre. La explicación me la ha dado por teléfono.
– Pero… pero ¿qué dices? ¿Y por qué había de acusarme a mí, si ni siquiera me conoce?
– Porque dice que tú le has traicionado.
Ahora sí que las gotitas de sudor se marcaron claramente en la piel de Marquina. Sus nudillos crujieron. Méndez le miraba ya fijamente, sin disimulo alguno.
– Creo que debes ayudarme a encontrarlo, Marquina -susurró-, y así lo desmentimos todo.
– Pero ¿por qué lo persigues tú, Méndez? No es asunto tuyo.
– ¿Cómo sabes que no es asunto mío?
– Bueno… -Marquina se encogió de hombros-. Lo imagino. Tú estás en una comisaría de barrio.
Y enseguida se puso en pie, quizá para disimular la tensión de su cuerpo. Méndez sabía que aquello, por sí solo, no significaba nada, pero sabía también que el otro estaba perdiendo el control de sus nervios. El viejo bofia se puso las manos sobre las rodillas y le contempló en una actitud perfectamente abacial, en plan perdono todos los pecados del mundo.
– No es para tomarlo en serio, Marquina -susurró-, pero he querido que lo supieras cuanto antes.
– Gracias. Te lo agradezco mucho. Es todo un detalle que te acuerdes de mí después de tanto tiempo de no tener relación alguna conmigo.
– Es el espíritu del Cuerpo, Marquina. Uno lo lleva dentro, qué le vamos a hacer.
Y miró a Marquina, que se estaba preparando un whisky. Era evidente que su compañero en el benemérito Cuerpo no tenía miedo de él, de Méndez, porque lo consideraba despreciable. Era evidente también que estaba perdiendo los nervios, pero no porque se sintiese inseguro. Era por rabia. En el caso de que conociera a Ángel Martín -cosa que Méndez empezaba a creer de verdad- debía de considerarle una rata de alcantarilla y no podía tolerar que aquella rata estuviese tratando de morderle.
Por lo tanto, Méndez lo achuchó.
– Mira que un joputa así meterse contigo. Pero tenías que estar sobre aviso.
– Y yo te lo agradezco, Méndez.
– Cuando encuentre a ese tío, le afeitaré el capullo.
– ¿Tienes posibilidad de encontrarlo, Méndez?
Marquina se había vuelto hacia él. Sus ojos estaban quietos y al parecer impasibles, pero en su fondo brillaba el odio. «Quieres encontrarlo tú antes que yo, pensó Méndez. Tú no quieres permitir que hable, tú no le quieres dejar ni el capullo.»
Se encogió de hombros.
– Bueno -dijo-, tengo una pista y quiero seguirla a ver qué resultado da antes de comunicarlo a los jefes, porque puede que la pista no valga la pena. Pero si quieres podemos seguirla juntos. Me gustaría que le echaras mano a ese pájaro.
– Te agradezco tu ofrecimiento, Méndez. Y voy a aceptarlo, porque es un asunto que me afecta. Me visto en un momento y salimos. No me importa la hora.
– ¿Tampoco te importa la nena?
Marquina dijo con desprecio:
– Que le den.
– ¿Se admiten voluntarios?
– ¿Tú? ¿Con qué, Méndez?
– Le puedo leer pasajes de novelas eróticas.
Marquina ni se molestó en contestarle. Hizo un gesto de hastío y se dirigió a su dormitorio. Pero entonces volvió a ver a la chica.
– ¿Tú qué vuelves a hacer aquí? -masculló.
Ella estaba distinta. Se había vestido, y ya no exhibía todas esas cosas que convierten a una simple colegiala en una mujer de bien. Usaba ropas severas, lo cual la debía hacer más apetitosa a los ojos de Marquina, quien probablemente amaba sólo a las mujeres virtuosas. Llevaba zapatos de alto tacón y un bolso. Todo indicaba que iba a irse.
Y lo dijo:
– Me voy.
– Casi es mejor, porque yo también tengo que largarme. Pero puedes esperarte aquí, si quieres. A lo mejor, no tardo.
– No. Lo normal es que me vaya -dijo ella con determinación-. Lo normal es que cuando una chica se compromete con un hombre es para estar a solas con él, ¿no? Bueno, pues no. Esto parece la Rambla. De modo que ahí te quedas con ese viejo, con tus líos y con la madre que os parió a los dos.
Fue decididamente hacia la puerta, sin prestar la menor atención al gesto indeciso con el que Marquina trataba de detenerla. Pero de pronto fue ella la que se detuvo. Miró al policía.
– Vaya coña salir sola a estas horas -dijo como si empezara a arrepentirse de su decisión.
– Claro que es una coña. Te llevaré yo mismo. Tengo el coche abajo -dijo Marquina.
– No. Ya me he exhibido bastante delante de tus amiguetes. Mira a ver si hay algún taxi parado ahí, en el Studio 54. Entonces sólo tendré que atravesar la calle.
– De acuerdo, de acuerdo… Pero si quieres irte, vete de una puñetera vez.
Marquina hizo deslizar la puerta que daba a la pequeña terraza y salió, para otear la calle hacia su derecha. Vio las tres chimeneas, vio los reflejos de la luz en el Teatro Apolo, vio el Paralelo dormido, vio los coches estacionados al otro lado de la avenida, vio el levísimo fogonazo que partía de la ventanilla de uno de ellos.
Y luego ya nada.
Los ojos se le salieron de las órbitas.
Su cabeza se abrió en dos pedazos.
10 LA MIRADA DE LA GATA
Méndez, que estaba dentro, con las manos sobre las rodillas, meditando en posición de abad, no llegó a oír ni siquiera el leve chasquido que producen los silenciadores. Y era natural, porque el disparo, aunque fuese de arma larga, se acababa de producir al otro lado de la calle. Pero se dio cuenta de que algo ocurría cuando, gracias a la luz que desde el salón se proyectaba sobre la terraza, vio que todo el cuerpo de Marquina daba un salto terrible y luego se desplomaba hacia atrás. Y cuando oyó, sobre todo, que la nena lanzaba un gritito sordo y entraba de nuevo en el salón, cayendo de rodillas y poniéndose así a moverse frenéticamente, igual que una gata.
Los pensamientos de Méndez, que como se sabe siempre han sido impuros, se detuvieron primero en la falda de la mujer, que al alzarse mostraba las piernas de su dueña precisamente por la parte posterior, que suele ser la más carnosa y la que más excita a sodomitas, onanistas y otros hombres piadosos. Luego los pensamientos de Méndez se centraron en los movimientos frenéticos de la mujer, que queriendo huir de algo se acercaba a gatas a él, como si a aquella altura quisiese encontrar -desde luego inútilmente- algo que valiese la pena. Por fin la atención de Méndez se concentró en la cara de la ninfa. Era una cara que reflejaba el más absoluto horror.
Méndez farfulló:
– Pero ¿qué pasa?
– Lo han matado…
– Oye…
– ¡Por favor, déjeme salir de aquí! ¡
La chica estaba elevando la voz, a punto de sufrir una crisis nerviosa. Bruscamente, se había puesto en pie. Méndez le dio un empujón poniendo la mano entre los dos pechos, la hizo caer sobre el diván y corrió hacia la terraza.
Eso de que Marquina estaba muerto era la más absoluta verdad. Estaba caído de espaldas en la terraza, y su frente exhibía con claridad el terrorífico impacto. Méndez calculó enseguida que el disparo tenía que haber sido hecho con un arma larga de precisión, seguramente dotada de mira telescópica, ya que de lo contrario no se entendía una puntería tan perfecta. Y la bala debía ser de punta blanda, porque no había atravesado el cráneo sino que se había desintegrado en él.
Los ojos expertos de Méndez captaron en cuestión de segundos algunos detalles más. Por ejemplo, el ángulo de tiro. A Marquina no podían haberle disparado, por supuesto, desde el centro de la calle, doi Je el tirador estaría como en un escaparate. Tampoco desde la acera de su casa, porque el cañón del arma habría tenido que estar muy elevado. Casi como un mortero. La visibilidad de la figura de Marquina, además, habría sido muy escasa, mientras que desde el otro lado del Paralelo podía resultar perfecta, gracias a la luz del salón que recortaba las figuras en la terraza. Por descontado, pensó Méndez, que el tirador había estado apostado dentro de un coche. No lo podía concebir montando guardia delante del Teatro Apolo, armado de un rifle.
Los ojos de la serpiente vieja trataron entonces de escrutar los coches. Circulaban varios, y cualquiera de ellos podía ser el del asesino. Porque resultaba evidente que, inmediatamente después del disparo, el tío se habría largado de allí, y ahora podía estar rodando a poca distancia. Imposible adivinar cuál era.
Entonces Méndez entró en el piso. Tenía un solo pensamiento: «Cabrón de Martín. No confiabas en que yo hiciese caer a Marquina y has terminado la venganza por tu cuenta.» Pero el gemido de la nena borró sus pensamientos. Ella lloraba entrecortadamente y se había puesto las manos en los pechos, como si temiera que se le cayesen.
Méndez preguntó:
– ¿Desde dónde han disparado?
– Me ha parecido que… desde un coche.
– ¿Tú estás bien?
– ¡Yo me voy inmediatamente! ¿Oye? ¡Me voy inmediatamente! ¡No puede retenerme aquí! ¡Yo no voy a verme metida en este lío! ¡Iba a pasar la noche entera con Marquina, pero sin cobrar! ¡Yo soy una chica de buena familia!
– Las chicas de buena familia son las que más cobran -dijo ásperamente Méndez.
– ¡Vayase al infierno, poli de mierda!
– Lo siento, pero vas a tener que quedarte aquí, nena. Procuraré causarte pocas molestias. Pero eres un testigo, el único testigo.
Ella se había puesto en pie. Temblaba. Los pechos estaban estremecidos. Las caderas vibraban. La boca se abría y cerraba espasmódicamente, mostrando el paladar.
– Por favor… -susurró ella-. Dese cuenta de lo que eso significa para mí… Por favor.
Méndez hizo un gesto de resignación. Siempre había llevado muy mal camino con las mujeres. Toda su vida había sido una larga sucesión de súplicas femeninas cada vez que iba a practicar una detención. Súplicas de las pajilleras del Cine Rondas -«por favor, que no se entere mi marido»-, de las pupilas de las casas de menores -«por favor, que no se enteren mis padres»-, de las felatrices de los bares El Recreo, El Cocodrilo y El Rancho -«por favor, que no se enteren mis hijos»-. Méndez no recordaba una sola vez en que no hubiera acabado accediendo a una de esas súplicas. Por lo tanto hizo de nuevo un gesto de resignación, quizá porque se daba cuenta de que no había derecho a destrozar el futuro de una mujer de veinte años.
– Vete -dijo.
– Gra… gracias.
– ¿No te dejas nada en el dormitorio?
– No.
– Espera.
– ¿Qué pasa?
– Hay alguien en la puerta. Tengo que decirle que te deje pasar.
Méndez abrió. En efecto, Gallardo estaba junto al ascensor, esperando, con el cuerpo tenso y las facciones ligeramente crispadas. Miró con sorpresa a la hermosa mujer que estaba apareciendo detrás del policía.
– ¿Qué es todo esto, Méndez?
– Déjala salir.
– ¿Hay problemas?
– No, ninguno. Por favor, acompáñala hasta abajo y no te separes de su lado hasta que tome un taxi. -De acuerdo… Lo que usted diga.
Cuando las figuras hubieron desaparecido, Méndez volvió al interior del piso y echó un vistazo al dormitorio. Por el aspecto de la cama, la pareja no había estado leyendo precisamente las obras completas de Antonio Machado. Pero no vio ningún objeto olvidado por la chica, de cuya presencia no pensaba hablar a nadie. Luego salió de nuevo a la terraza, oteó el Paralelo y se dio cuenta de que todo respiraba la más absoluta normalidad. Por el lado del puerto empezaba a insinuarse una claridad lunar y turbia que invitaba no a levantarse, sino a meterse en la cama con la mayor urgencia. Un autobús dejó casi enfrente la primera hornada de trabajadores cargados de mal aliento, mala leche y mal sueño. Nadie en aquel rincón del Paralelo que ya no era el de los artistas, los jubilados y los putos imaginaba siquiera que Méndez estaba a punto de pisar un muerto.
Méndez sintió, como había sentido otras veces, la rabiosa nostalgia de otro tiempo, de otra calle, de otro teatro, de otra luz, de otras tetas de mujer rompiendo el aire. Crispó los labios, apretó los puños e intentó borrar como fuera la presencia que estaba allí, flotando en la calle, la presencia de la juventud perdida. Luego entró en el piso otra vez.
Y se dio cuenta entonces, sólo entonces, de que había cometido un error, un error tan infantil que resultaba inconcebible en un policía de su experiencia. Pero Méndez empezaba a saber -o más bien a intuir- que a determinadas edades uno se aburre de su propia experiencia. Apoyó ambas manos en la pared, respiró acompasadamente y lanzó una maldición.
Había dejado marchar a la mujer sin saber ni su nombre, y por supuesto sin pensar que sólo ella podía haber llevado a Marquina a la muerte. Sólo ella sabía que un hombre estaba esperando en un coche aparcado al otro lado del Paralelo, y por eso había hecho salir a Marquina a la terraza cuando la terraza recibía la luz del salón. ¿Casualidad? Cierto, podía ser casualidad. Pero Méndez no la aceptaba, no podía razonablemente aceptarla. Ya se estaba formando una idea del crimen, y en esa idea figuraban el rifle de Ángel Martín y el trasero de la mujer cómplice.
Fue hacia el teléfono.
Tenía que llamar a la policía, aunque la policía fuera él. Bueno, ¿era realmente él…?
Y entonces el teléfono sonó.
Fue como un chispazo.
Méndez detuvo bruscamente la mano en el aire.
Dejó que el timbre sonara tres veces más y entonces descolgó con cuidado, sin decir una palabra. La voz, que para él ya era inconfundible, de Ángel Martín, llegó hasta sus oídos como un estruendo:
– ¡Marquina, maricón de mierda, tú has querido hundirme, pero todavía estoy libre! ¡En cambio a ti te van a chingar! ¡Te van a chingar, jodido! ¡Quiero que sepas que voy contra ti y que me cago en tus muertos!
Méndez sintió que la mano se le quedaba helada sobre el auricular. Infiernos… Ángel Martín creía que era Marquina el que había descolgado el aparato. Y si creía que era Marquina… ¡
El asombro le impidió modular una palabra.
La voz barbotó:
– ¿Qué? ¿No contestas…?
– Me temo que te has equivocado de pájaro -dijo al fin el viejo policía, haciendo un esfuerzo-. Soy Méndez.
– ¿Quéeee…?
– Méndez.
– Claro… Maldita sea, no sé de qué me asombro. Es lógico que usted esté ahí. ¿Ya ha detenido a ese mal parido?
– No puedo.
– ¿Cómo que no puede? ¿Qué necesita? ¿El permiso de la Conferencia Episcopal?
– No puedo detener a Marquina porque Marquina está muerto.
Se produjo una especie de chasquido al otro lado del hilo. Al principio pareció un chasquido metálico, pero Méndez se dio cuenta de que a la fuerza tenía que haber sido la garganta de Martín.
Al fin éste susurró:
– ¿Dice que está… muerto?
– Sí. Acaban de asesinarlo.
– Hijos de… de…
– ¿Quiénes son los «hijos de…»?
– No lo sé.
La voz reflejaba sinceridad. Era una voz borrosa, angustiada.
Méndez decidió atacar. Había resuelto no decir lo que sabía, pero a veces a un rival desmoralizado, y especialmente sorprendido, es mejor acabar de aplastarle demostrándole que lo sabes todo. Por lo tanto dijo con voz silbante:
– Óyeme bien, hijo de mala madre. Sé quién eres. Sé que te llamas Ángel Martín, que has estado en la cárcel por dinero, que has hecho esto por dinero y que necesitas el Banco de España para inyectarte droga hasta en los huevos. Voy a cazarte y como me llamo Méndez que te la voy a machacar. Pero a mi manera he respetado el pacto. He creído lo que me dijiste antes y he venido a hablar con Marquina, porque a lo mejor, hablando con Marquina, yo sabía más cosas y tú salías un poco mejor librado. Pero ese cabroncete ha muerto. Lo han matado unos «hijos de…». Ahora dime quiénes son y a lo mejor hasta podemos seguir con el pacto.
– Es que… no lo sé.
– ¿Cómo…?
– Le juro que no lo sé. A mí me pagó Marquina. Pero a partir de ahí ya no puedo identificar a nadie más. A Marquina lo han liquidado para que no hablase.
– De modo que no has sido tú…
– ¿Cómo voy a ser yo? A mí ese cerdo me era mucho más útil vivo que muerto.
Méndez comprendía eso perfectamente bien. Y comprendía perfectamente bien que el miedo se filtrara a toneladas en la piel de Martín. Pero no le dio ninguna pena. Todo lo contrario. Estaba deseando destrozarlo, pero destrozarlo a su manera y sin seguir ningún procedimiento legal. De modo que dijo con voz silbante:
– No han pasado las seis horas, mal parido, pero han pasado unas cuantas. Y yo me voy a olvidar de las que faltan. Tú eres inteligente, pero no te va a servir. Primero, has querido engañarme con el truco de que llamabas desde una cabina, cuando estabas llamando desde un bar. Segundo, has querido engañarme para que buscasen en las fronteras y los aeropuertos, cuando en realidad te quedabas en Barcelona. Muy listo, mamón, pero repito que no te va a servir. Voy a hacer que te folien, pero no de cualquier manera. Voy a hacer que te folien sobre el mostrador de una carnicería. No sé si has oído hablar de la vieja ley de fugas, pero te juro por mi madre que pronto vas a oír hablar de ella. Aunque puede que te dé alguna oportunidad legal, una sola, si me dices qué hay detrás de todo esto. Qué importa una pobre niña. Quién era ella. Quiero saber por qué una pobre chiquilla que aún no ha cumplido los trece años estorba en este mundo. Por qué alguien pagó para matarla.
Y añadió con un grito:
– ¿Qué pasa? ¿Sabía algo que no podía saber? ¿Es que era una futura Premio Nobel? ¿Os daba miedo?
La voz de Ángel Martín sonó angustiada otra vez. Pero algo había cambiado en el tono. Méndez hubiese jurado que aquella voz ocultaba ahora la burla de una risita.
– Se va a sorprender, Méndez.
– ¿Por qué?
– Esa niña no era de nuestro mundo, ni del suyo ni del mío. Se trataba de una pobre subnormal. No entendía nada, no sabía nada, Méndez.
11 LA CIUDAD DE LOS SOLES MUERTOS
Méndez sintió frío otra vez. Pero era un frío reconcentrado, denso. Era el frío del odio.
Apenas pudo barbotar:
– ¿Qué dices…?
– Escuche… Esta vez sí que llamo desde una cabina telefónica. Le juro que es verdad. Y se ha tragado mi último euro. No tengo más monedas.
– ¡Pues busca!
– ¿A esta hora? ¿Dónde?
– ¡Entonces, si quieres una oportunidad, suelta lo que tengas que decir, cabrón! ¡Suéltalo!
– Mire, Méndez, yo sé que…
Fue el fin.
Se oyó un pitido.
La última moneda acababa de ser engullida definitivamente. La comunicación había quedado cortada. Méndez aún gritó inútilmente:
– ¡Habla!
Pero ya era inútil. Tenía que ser verdad lo de que a Ángel Martín se le habían acabado las monedas, y sin duda era verdad también que a aquella hora no podía buscar cambio ni llamar desde ningún otro sitio. La última oportunidad de hablar con un tío que estaba dispuesto a hablar se había desvanecido porque un pedacito de metal no estaba en su sitio.
Méndez colgó también, sintiendo que unas gotitas de sudor resbalaban por sus facciones. A la fuerza, pensó fugazmente, aquellas gotitas de sudor tenían que oler a coñac barato. Levantó la cabeza y entonces lo vio.
Diablos, Gallardo tenía la virtud de presentarse en los sitios sin hacer ruido. A veces daba la sensación de que flotaba en el aire.
El fugitivo musitó:
– Antes ha dejado la puerta abierta.
– Es verdad… Me estoy volviendo tan descuidado que me acabarán ascendiendo.
– ¿Qué ha pasado aquí, Méndez?
Con un solo movimiento de cabeza, Méndez le indicó la terraza. Gallardo salió un momento y volvió a entrar. De pronto sus facciones se habían vuelto espantosamente blancas.
– ¿Quién era ése? -musitó.
– Marquina. Han tenido que matarlo desde un coche estacionado al otro lado del Paralelo y usando un rifle de precisión con mira telescópica y silenciador. Que me encierren con cuatro moros, dos de ellos veteranos, si no es así. Lo cual significa que el que estaba en el coche sabía que, tarde o temprano, Marquina saldría a la terraza. Es decir, alguien se las ingeniaría para hacerle salir.
– ¿La chica?
– Sí.
– ¿Por qué la ha dejado marchar, Méndez?
– Cabrón que es uno.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer?
Méndez cerró un momento los ojos. Tenía que tomar una decisión y la tomó en cuestión de segundos. Como de costumbre, fue la decisión más antirreglamentaria que un policía podía tomar.
– Nos vamos -dijo.
– ¿Y sus compañeros qué?
– Ya se apañarán.
Empezó a borrar meticulosamente las huellas de todos los sitios donde podía haberlas marcado, especialmente el teléfono, los bordes de las mesas y los pomos de las puertas. Gallardo se dio cuenta de lo que sucedía y borró por su parte todas las que podía haber dejado él. Luego salieron los dos de la casa, pero separadamente y eligiendo el momento en que nadie pasaba por la acera. Se difuminaron en la luz incierta del amanecer y, tras caminar guardando una buena distancia entre ambos, volvieron a reunirse en la calle Montserrat, en el corazón del viejo Barrio Chino. Allí acababa de abrir un bar, un local selecto y todo terreno, donde el primer obrero de la mañana se encontraba con la última obrera de la noche. Un tío de gabardina hasta los pies hablaba con una tía de faldita hasta la cadera. El dueño del bar miraba hacia la cocina y le gritaba que sí a su mujer. La mujer, desde la cocina, le gritaba que no a su marido.
Méndez pidió:
– Dos carajillos con ensaimada.
– Ensaimadas no tengo.
– Bueno, pues lo que haya.
Gallardo y él se habían sentado uno a cada lado de una mesa. Dentro hacía calor, olía a tabaco pasado, a noche muerta, a cliente que ya se había ido. Sobre la mesa se deslizaban, como residuo del verano que ya se acabó, que ya se transformó en canción, dos moscas veinteañeras.
Gallardo musitó:
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Primero, no decir una palabra de lo que ha ocurrido en el piso de Marquina.
– ¿Y después?
– Buscar a Ángel Martín.
– ¿Cómo?
– Si quieres te desligas de esto, Gallardo. No puede ser bueno para ti.
– No, Méndez. Pienso que puedo serle útil. Y además, a su lado me siento más seguro. También quiero decirle otra cosa, Méndez, también quiero soltar lo que llevo dentro.
– ¿Qué es?
– Ese hijo de rata de Ángel Martín ha matado a una chiquilla. No sé quién es ni me importa. Pero pienso que pudo haber sido mi hija. Tampoco me importa si ese Martín lo ha hecho porque está loco, porque necesita droga o porque se lo ha mandado un ayatollah de Teherán. Yo me quiero llevar a ese tío por delante… si usted me ayuda.
Méndez dijo solamente:
– Puede que te ayude.
Sus manos se habían crispado sobre la mesa.
Tenía la mirada perdida.
– De todos modos, no parece que tengamos grandes posibilidades de encontrarlo -balbució Gallardo.
– No, claro que no. Tengo una dirección de la calle Blay, pero estoy seguro de que allí no encontraré nada. Por lo tanto voy a guardarme ese cartucho de momento. Seguiré en otra dirección.
– ¿Cuál?
– Con franqueza, no lo sé. Ésta es una ciudad demasiado grande y demasiado liosa para encontrar en ella a un hombre del que apenas posees datos. De todos modos, alguno tengo: puede necesitar droga con urgencia, por ejemplo. Ya sé que tú me dirás: ése no es un dato, porque la droga se puede conseguir en muchos sitios. Está también su curiosa afición, casi obsesión por la historia del antiguo Egipto. Tú me dirás, Gallardo, que no voy a conseguir nada si recorro todas las librerías de la ciudad, antes de que cierren por quiebra, y pregunto cuántos hombres se han interesado por los libros de egiptología en los últimos meses. Está también su odio por Marquina, aunque eso no nos lleva tampoco a ninguna parte, una vez Marquina ha muerto. Claro que… Espera, Gallardo…
Méndez tendió un momento ambas manos sobre la mesa. Gallardo arqueó una ceja.
– ¿Qué…?
– Su odio por Marquina… ¡Pues claro que sí! ¡Él no ha matado a Marquina!
– ¿Y qué?
– Por lo tanto no está seguro de que Marquina haya muerto. Lo único que sabe es lo que yo le he dicho. Y tiene todo el derecho a pensar que es una trampa. Que yo le he mentido porque esa mentira me sirve para meterlo en la ratonera.
Gallardo volvió a preguntar:
– ¿Y qué?
– Pues que hay una posibilidad. No una posibilidad grande, desde luego. No me jugaría por ella una cosa tan sagrada como una copa. Pero tal vez Martín quiera asegurarse de que Marquina, efectivamente, ha muerto.
Bebió de un trago el brebaje que le habían preparado, se dirigió a la barra para pagar y decidió:
– Vamos.
Se separaron ante la puerta del Studio 54, que antaño fue el Cine Español, lugar de películas de reestreno y centro cultural donde las mujeres acostumbradas a la repasada rápida aprendieron lo que es una repasada lenta. Luego el Cine Español fue el Teatro Español, el imperio de Franz Joham y sus Vieneses, el lugar favorito de una burguesía que, después de las privaciones de la posguerra, aprendía a conocer los mejores restaurantes y las mejores entrepiernas de Barcelona. Méndez, que ya entonces frecuentaba el barrio, sabía que en aquellos años el Paralelo seguía siendo, sin embargo, la tierra del hambre. El Español había pasado por diversos avatares, todos ellos de taquilla floja y acomodador que busca empleo en otro sitio, hasta que se transformó en discoteca, en grito, en contorsión, en porro y en nena que espera quedar embarazada no por un hombre, sino por un long play. Demasiada competencia, y encima desleal, pensaba Méndez. De no ser por los long play, él aún sería el terror de la zona.
Le dijo a Gallardo:
– Voy a pasar por Jefatura para que me den una fotografía de Ángel Martín. Tú vete un momento a casa de la Bo Derek, a ver si ha vuelto tu hija. Dentro de media hora nos podemos volver a encontrar aquí mismo.
– ¿Y si en ese tiempo Ángel Martín se deja caer por aquí?
– Habrá que correr ese riesgo. Tampoco puedo detenerle si no le conozco -decidió Méndez.
Tomó un taxi. Se estaba gastando una fortuna en coches durante las últimas horas, cosa absolutamente disparatada para él, porque Méndez iba a pie a todas partes. Méndez era de los que creen que el coche ha causado más víctimas que el cáncer, el infarto, la tuberculosis, la sífilis y el polvo por obligación con la mujer propia. En los últimos veinte años él había conocido a honestos ciudadanos que iban sobre ruedas a todas partes, incluso a comprar el periódico. Otros no tenían en cuenta siquiera la posibilidad de andar. Sus preguntas inevitables antes de dirigirse a algún sitio eran: «¿Se puede aparcar? ¿Se puede llegar hasta allí en coche?». Todos ellos, según comprobó Méndez en visitas a pisos y garajes, habían terminado infartados o apoplejiados, según el lenguaje del nuevo periodismo español. La larga ruta de los neumáticos y de los asientos anatómicos era una ruta de tullidos y de cadáveres en buen uso.
Le dijo al taxista:
– A Jefatura.
– ¿Es usted de la poli?
– Mientras no me echen, sí.
– Me tenía que haber quedado en casa.
Horacio aún no había terminado su turno. Medio tumbado ante la mesa, poseído por el ansia de saber, leía una revista porno en cuyas páginas centrales se veía a una obrera del textil tirándose a un capataz sobre la propia máquina. Méndez pensó que la revista no tenía nada de malo, que era al fin y al cabo un testimonio de la revolución pendiente y un anuncio de que en este país se hará algún día la justicia histórica. La justicia histórica es siempre inevitable. Lo que ocurre es que tarda.
Horacio cerró la revista y dijo:
– No imagines que soy un cachondo de sobremesa ni que me paso la vida leyendo revistas de mujeres. Yo miraba esta revista por el capataz. El capataz es un tío que está muy bueno.
Méndez le echó un vistazo.
Y dijo:
– Sí.
Se hizo un espeso silencio.
– No hace falta que me expliques a qué has venido, Méndez. Quieres más datos sobre ese tal Ángel Martín, y además quieres su foto. Sin tener su foto, ¿cómo te lo vas a follar? Bueno, pues mira: la tengo por chiripa. En Barcelona hay tantos chorizos que ya ni podemos clasificarlos por sus huellas, sus costumbres, sus filiaciones, sus cómplices, la calidad de sus comidas y el tamaño de sus pollas. Barcelona se ha convertido en el centro de la gran chorizada internacional, la chorizada inglesa, alemana, francesa, pakistaní, árabe blanca, árabe negra, greco-chipriota y turca. Yo espero que en cualquier momento se establezcan aquí también delincuentes de las minorías oprimidas como los kurdos, los albaneses de Kosovo y los socios del Deportivo Júpiter. Entre todos esos, y encima los traficantes de coca americana, que son muy espabilados y están aprendiendo catalán, el resultado es que las fichas están desordenadas, se amontonan en los pasillos y acabarán siendo compradas por los anticuarios. Pero yo soy tu amigo y te he conseguido una copia de la ficha de Ángel Martín. Míralo, aquí lo tienes. Mira qué cara de joputa.
La verdad era que no, que no tenía cara de joputa ni nada parecido. Ángel Martín ofrecía al espectador la imagen de un hombre pulcro y que podía haber aspirado, con un poco de ayuda paterna, a ser un empleado de «La Caixa». Tenía, cuando le hicieron aquella foto reglamentaria, las facciones bien afeitadas, la mirada firme, el pelo perfectamente cortado y el culo íntegro. Méndez se preguntó si habría cambiado mucho en los últimos tiempos, pero de todos modos la imagen que ahora llevaba en el bolsillo era la herramienta básica, fundamental para detenerlo.
Horacio susurró:
– También he preguntado sobre él a viejos confidentes. Sé dónde encontrarlos a estas horas. Conozco los teléfonos no de sus mujeres, sino los teléfonos de sus putas.
– ¿Y qué?
– Mira, Méndez, yo no sé si tu pájaro intentará huir de Barcelona, pero me extrañaría. En cualquier otro sitio estará en terreno desconocido. En cambio tiene buenos refugios aquí.
– ¿Dónde?
Horacio desplegó un pequeño plano de la ciudad sobre la superficie de la mesa.
– Fíjate -susurró-, mira si soy buen amigo que te los he señalado. Son estas cruces que están aquí. ¿Qué observas?
– Que todas están en el lado izquierdo de la ciudad.
– Exacto. Mira este plano de nuestra podrida y perfumada Barcelona, Méndez. Empápate de él. Trágate, con sólo mirarlo, la historia de nuestra burguesía más acreditada, la seria, la solvente, la que tenía posibles, la que nunca necesitó tirarse a la madre de un banquero para que el banquero le perdonase las deudas. Esa burguesía, ¿qué creó, Méndez?
– El modernismo, la estatua de Colón, el sindicato de banqueros, la Lliga Regionalista, el Barcelona Fútbol Club, la exposición del 88, la paella perellada, el salto del tigre y el Ensanche.
– Del Ensanche quiero hablarte, Méndez.
– ¿Qué pasa?
– Tú sabes que el Ensanche tiene dos partes, la derecha y la izquierda. La línea divisoria entre ambas ha sido discutida por geólogos, topógrafos, arquitectos y también por hombres prácticos, como agentes de la ejecutiva municipal y cobradores de seguros de entierro. Pero yo, que llevo aquí tantos centenares de años como tú, Méndez, sitúo esa divisoria en la Rambla de Cataluña, que era una rambla, como su nombre indica, o sea un curso de agua, o séase una frontera natural. La frontera india. A la derecha, mirando hacia el norte, claro, en la parte de levante, está la que fue la zona rica: en primer lugar el Paseo de Gracia, donde vivieron Casas y Rusiñol y donde fue fundada, para que nuestra burguesía sepa de dónde procede, el Arca de Noé. Es la zona de la calle Claris, de Lauria y del Bruc, donde estuvieron las mejores tribunas, los mejores vidrios emplomados, las criadas más culonas y los gatos más gordos de toda esta bendita ciudad. La parte izquierda, la de poniente, en cambio, tardó mucho más en edificarse y empezaba con un lugar tan poco distinguido como una zanja o una vía férrea, pues por la calle Balmes circulaba un tren. Más allá se encontraban edificios más bien mortuorios, como la Cárcel Modelo y el Hospital Clínico. En fin, ahora la ciudad ya ha borrado las viejas distinciones, pero hubo un tiempo, que aún se conserva en los museos y los alquileres de los inmuebles, en que la izquierda y la derecha del Ensanche significaban alguna cosa.
Méndez, que era un hombre práctico -en su lejana juventud había cobrado seguros de entierros- masculló:
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Nada y mucho. He querido situarte. Como la ciudad es muy grande y no puedes abarcarla toda, he querido demostrarte que te puedes olvidar de la antigua parte rica, la parte derecha. Concentra todos tus esfuerzos en la izquierda, la antigua parte pobre, donde ahora un palmo de tierra vale tanto dinero como un palmo de piel humana, pero no de un sitio cualquiera, sino un palmo de piel de huevo. Apunta estos lugares y estas direcciones. Son cuatro, como ves. En ellas tenía amigos Ángel Martín, y es posible que los siga teniendo.
Méndez, mientras apuntaba los datos, susurró:
– ¿Por qué todos en el lado izquierdo?
– No lo sé, pero tiene una cierta lógica. Seguro que Ángel Martín sólo se movía en uno de los lados de la ciudad, como por otra parte hacemos casi todos nosotros. Tú, Méndez, por ejemplo, apenas sales del Barrio Chino o del casco antiguo, y si te envían a otro sitio agarras la escarlatina. La mayor parte de los ciudadanos hacen siempre la misma ruta y se meten en los mismos sitios, hasta que les llega la santa hora de morir. Cuando los meten en el ataúd, puede que no hayan pisado ni la mitad de Barcelona. Es lo que te digo: Martín no se movía de un determinado sector, y ahí tiene sus amistades.
Méndez examinó el plano. De los cuatro refugios probables del fugitivo, dos estaban en el Raval, el barrio tirado, el barrio de Méndez. Otro en la calle Floridablanca, junto al antiguo territorio del Price, el viejo reino del ring, de la lucha libre, la nena cachonda y la hostia a diez asaltos, la hostia reglamentada. El último posible refugio estaba en un lugar más tranquilo, la calle Lérida. Mirando el asunto con calma, era lógico que un tipo como Martín tuviese los contactos en el lado de poniente de la ciudad. La otra parte, la derecha según el plano, no debía de tener el menor interés para él. En ese lado derecho están monumentos tan aburridos como el Parque de la Ciudadela, la dama del paraguas, el Palacio de Justicia, el Parlament de Catalunya y, desde luego, el centro de pompas fúnebres de Sancho de Ávila.
Méndez susurró:
– Creo que lo atraparé.
– Mejor para ti.
Y Horacio, dejando de prestarle atención, abrió de nuevo la revista pomo, pero por otra página. Méndez echó un vistazo y dedujo que la justicia social está cada vez más cerca, porque en una foto se veía a un cobrador de autobús tirándose a una funcionaría del servicio municipal de transportes.
– ¿Puedo telefonear?
– Pues claro, Méndez. Pero te advierto que los bares de al lado aún no funcionan. No te servirán nada.
– Llamo a la comisaría. Gracias.
Méndez no mandaba, por supuesto, en la comisaría de la calle Nueva. Hasta ahí podía llegar el declive de las instituciones públicas. Pero podía pedir favores, y de vez en cuando le hacían caso. Rogó que enviasen a un hombre armado a cada una de las cuatro direcciones, que dictó por teléfono. Si Ángel Martín, que no tenía motivos para sospechar nada, se dejaba caer por alguna de ellas, podría ser cazado como una rata.
– Paso enseguida y dejo cuatro fotos del pájaro -prometió.
Hizo unas fotocopias de la ficha, comprobó que la cara de Martín se distinguía con claridad, tomó otro taxi y dejó las fotocopias en la comisaría. Luego fue a pie hasta el local del Studio 54.
Gallardo ya estaba allí, esperando ante la puerta, pese al peligro que eso podía significar para él. Pero bastaba con mirarle para darse cuenta de que eso no le importaba. Estaba radiante, sus ojos brillaban, y mientras daba unos pasos aquí y allá movía los brazos nerviosamente, como si quisiera transmitirle sus sensaciones al aire. Méndez supo, sin necesidad de palabras, que había encontrado a su hija. Pero supo también, por lo mucho que conocía a Gallardo, que en el fondo de los ojos de éste había una pena secreta, un desgarro sentimental, el nacimiento de una etapa sucia para sustituir a una etapa limpia que ya estaba rota.
Méndez le miró de soslayo.
– Ha vuelto, ¿no?
– Sí. Estaba en casa.
– ¿Lo ves?
– No me lo acabo de creer, Méndez.
– Por un momento llegué a tener miedo, ¿sabes, Gallardo? Pero continuamente me decía a mí mismo que si la gente esperó cuarenta años a que se muriera Franco, debe de ser porque no hay que perder la esperanza.
– Otros se tendrían que morir.
– Bueno, Gallardo, olvídate de las cosas malas. Ya estás contento, ¿no?
– Contentísimo.
– Pues eso.
– Pero me cago en la puta leche, Méndez.
– ¿Por qué?
– ¿Sabe lo que ha hecho mi hija?
– No.
– Pues yo no digo que se haya metido en el catre con uno de esos melenudos que corren por ahí, porque no tiene edad. Pero con estos tiempos que corren, nunca sabes a qué edad empieza una chica. Ahora todo está malbaratado, aunque digo eso en la cárcel y me contestan que soy un presidiario de derechas. Pero es que es verdad, Méndez, es verdad. Hay en la celda un antiguo profesor de catalán que me lo dice:
– No será para tanto, hombre.
– No, si yo no digo eso. Pero lo que es verdad es que se escapó de casa. Se fue con unos chavales que iban a formar una orquesta y a hacerla a ella vedette. Que la iban a enseñar a tocar no sé qué. A soplar la flauta, eso es lo que pensaban enseñarle, Méndez. Menos mal que ella se dio cuenta a tiempo y la cosa ha quedado ahí. Pero si encuentro a uno de esos melenudos, aunque sólo sea uno, le meto la batería por un sitio que yo sé. Y juro que le va a caber; con un poco de saliva y paciencia, le cabe. Juro que lo mato.
– Definitivamente, Gallardo, eres un presidiario de derechas.
– Pues entonces cada cosa en su sitio. Es que las derechas deben tener razón, Méndez.
– Al menos, los pocos periodistas que conozco juran por su madre que dan de cenar mejor.
– Bien, Méndez… Ahora ya estoy más tranquilo, ¿sabe? Más tranquilo… ¿Quiere que volvamos a la Modelo?
Méndez iba a decir que sí. Era lo más prudente.
Pero de pronto achicó los ojos. Su cuerpo se arqueó un poco, su cara se contrajo. Con voz que era apenas un soplo murmuró:
– Un momento. Me parece que vamos a tener trabajo, Gallardo.
– ¿Por qué?
– Porque me parece que ahí está Ángel Martín. Ese malparido ha venido a oler la corona del muerto.
12 LA MUJER A LA QUE CAMBIARON UN DEDO
En efecto, lo estaba viendo en la esquina memorable que da a la calle de las Tapias. Un hombre que se parecía enormemente a Ángel Martín acababa de bajar de un taxi y se dirigía a pie hacia otra esquina memorable, la que forman el Teatro Arnau, la calle Nueva y el Paralelo, o sea un enclave cultural que seguramente ya era conocido en los tiempos de Roma. Ángel Martín, si era él, no les había distinguido aún ni seguramente sospechaba que le pudieran estar esperando. Iba con paso ágil hacia la casa -un puesto de periódicos, un cine, un bar y una putilla que regresaba sin esperanza- en la que había vivido Marquina.
Por la mente de Méndez pasó como un rayo la única verdad posible: va a ver si nota algún movimiento anormal, algo que revele el hallazgo de un muerto. Estará un par de minutos, oteará el ambiente y se marchará. Pero no resiste la tentación de saber si todo es cierto, si Marquina la ha espichado como merecía desde que nació. Ángel Martín sabe que no podrá ver al muerto, pero al menos quiere saber que existe, quiere olerlo.
Muy bien. Sólo dos minutos. Quizá tres. Pero él no le daría tiempo para que se largase. De modo que Méndez avanzó con la seguridad del hombre que tiene el caso resuelto.
Mal hecho.
Ángel Martín notó que alguien venía en línea recta hacia él. Se volvió a toda rapidez mientras Méndez sacaba su colt, aquella especie de cañón del acorazado
– ¡Alto! ¡Alto o disparo! ¡Policía!
Ángel Martín dio un simiesco salto de costado.
Echó a correr.
Méndez flexionó un poco las piernas.
Se sentía joven.
Yul Brinner.
O quizá no tan joven.
Clint Eastwood.
O quién sabe si maduro en buen uso.
John Wayne.
O cascado pero útil.
Kojac.
Méndez no quiso seguir pensando. El no lo confesaría jamás, pero parte de su cultura había sido criada en los cines de barrio, entre héroes que eran humo y de tarde que se acaba, pero que a pesar de todo se le habían metido dentro y le habían enseñado a vivir. Quiso también dar un salto de costado. Volvió a gritar:
– ¡Policía!
Todo el mundo se quedó quieto menos Ángel Martín. Este corrió hacia el centro del Paralelo como un loco, sin darse cuenta de que se equivocaba también, porque en el centro del Paralelo ofrecía más blanco. Méndez dio otro salto y las piernas no le respondieron bien. Leches. A ver si iba a resultar que, después de tantos sueños de platea, no llegaba ni a Kojac. Comprendió que Martín podía escapársele y tiró a dar.
No le importaba matarle. Sabía que iba a tener un lío, pero a Méndez no le importaban los líos en este momento. Ni los reglamentos. Ni las órdenes. Ni la madre que parió a la ley. Méndez, ante los tipos como Martín, volvía a ser el de los buenos tiempos, cuando la policía, después de disparar, no tenía más preocupación que la de rezar por los muertos. O cuando la policía decía que tiraba al aire y siempre le daba a alguien, porque al parecer la gente volaba. Ningún sesudo informe oficial consiguió jamás demostrar lo contrario.
Méndez no iba a perdonar al asesino de una chiquilla, sabiendo que, si lo perdonaba, saldría con permiso de fin de semana tres años después. Por lo tanto gritó:
– ¡Toma, cabrón!
James Cagney.
Falló. La Colt tenía un retroceso brutal, y por eso le habían pedido que la cambiase. «Ahora bien -pensaba Méndez-, fallaré todos los disparos, pero si le doy uno le jodo.» La bala rebotó en el asfalto, pues intencionadamente él había apuntado bajo. Ángel Martín, pese a no haber sido alcanzado, se detuvo en seco mientras aullaba:
– ¡Méndez, quiero hablar con usted!
– ¡Pues acércate con los brazos en alto y hablaremos, malparido!
– ¡Una condición!
– ¿Cuál?
– ¡Luego me dejará libre!
Méndez escupió de costado. ¿Libre? A la mierda con él. Un tipo como Martín no merecía un trato. De modo que gritó:
– ¡No hay ningún acuerdo! ¡Las manos en alto!
Sólo por el tono de voz, Martín comprendió que acababa de oír algo parecido a una sentencia. Además, estaba tan sorprendido que había perdido los nervios por completo. Lanzó un gritito casi femenino y echó otra vez a correr.
Méndez fue a disparar de nuevo. Pero ahora había gente en la calle. Había caras embobadas, ojos expectantes al otro lado del Paralelo, junto a la fábrica de electricidad. Niños que iban a la escuela, matronas que iban al mercado. Méndez no podía estar seguro de que la bala, aun atravesando el cuerpo de Martín, no hiriese a alguien.
De modo que gritó:
– ¡Alto o te mato!
Pero sabía que no le iba a matar. Méndez, pese a las enseñanzas de la vieja escuela, era incapaz de poner en peligro la vida de un inocente. Por eso, en los tiempos de gloria, se le habían escapado tantos rojos y por eso España había acabado tan mal. Con el arma todavía en la derecha, se puso a correr a toda la velocidad que le permitían sus piernas, una loca velocidad de seis por hora en plan de total desenfreno. Sus meniscos empezaron a chirriar siniestramente.
– ¡Alto!
La voz de Gallardo gritó a su espalda:
– ¡Voy a por él!
Gallardo sí que corría. Era un auténtico ciclón, y además le dominaba el odio. Pasó a toda velocidad junto a Méndez, llevando en la derecha una navaja cabritera.
Podía atrapar a Ángel Martín. Después de todo, éste no parecía un hombre fuerte. No corría con agilidad. Méndez empezó a buscar alguna excusa legal para disculpar a Gallardo, cuando éste alcanzase a Martín y le abriera un tajo en el vientre.
Pero Gallardo no lo alcanzó. Una mujer que conducía un Ford se había detenido asustada al oír el disparo. Posiblemente no quería dar la sensación de que huía. Frenó, y cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría ya tenía a Ángel Martín encima. Éste abrió la portezuela y sacó a la mujer de un brutal tirón, haciéndola rodar por el asfalto.
La mujer lanzó un chillido histérico.
Pero ya era demasiado tarde.
El coche arrancó como una bala. Méndez no entendía demasiado de marcas, pero leía los anuncios: «De cero a cien en ocho segundos», y todo eso. Con lo bien que se debía de ir en silla de manos, con un cabrón delante y otro detrás, decía siempre Méndez. Claro que una silla de manos tampoco hubiera podido atraparla, si los dos cabrones eran rápidos. Olvidó el peligro de herir a alguien y disparó otra vez.
Lo hizo a las ruedas. Estuvo a punto de acertar, porque la bala se empotró en el tapacubos con un brusco sonido de campana. Pero ya no pudo volver a apretar el gatillo porque el coche se desvió instantáneamente a la derecha, metiéndose en una de las calles que llevan a la falda de Montjuïc. Fue como un soplo, si bien Méndez, habituado -por necesidad cristiana- a observar las piernas de las mujeres aunque fuera a distancia, pudo leer la matrícula. Buena vista aún tenía.
Era un 9858-GM, matrícula de Barcelona. Un coche antiguo.
Corrió al bar más cercano, lanzando resoplidos. Al verle entrar con la pistola, el camarero pegó un brinco. Méndez ni siquiera le miró, y fue al teléfono que estaba detrás de la barra. Él nunca llevaba móvil.
Llamó directamente al 091. Dio la descripción completa del coche -marca, color, matrícula- la dirección que llevaba -calle, barrio, velocidad- y los datos de la dueña -color del pelo, edad aproximada y volumen de caderas.
Gallardo llegó junto a él.
– No lo atraparán, Méndez.
– ¿Por qué no?
– Le diré lo que yo haría: dejar ese coche robado en el aparcamiento más cercano y seguir a pie un trecho, hasta tomar un taxi y largarme a la otra punta de la ciudad. Encontrarán el cacharro, pero no al tipo que iba dentro.
Méndez ahogó una maldición.
También él había pensado eso, pero le molestaba decirlo.
– Hay otras posibilidades -gruñó.
– ¿Cuáles?
– Mis compañeros pueden atraparle después de activas pesquisas por las calles de la ciudad.
– Pero ¿qué dice? ¡Si ni siquiera me han atrapado a mí!
– De todos modos, Ángel Martín sabe que le resultará demasiado arriesgado huir de Barcelona.
– Eso es cierto.
– Y como tendrá que ocultarse en algún sitio, irá a alguno de los cuatro refugios que tenemos fichados. Allí será donde caiga con las cuatro patas.
– También puede ser cierto, Méndez.
– Pero no esperaré cruzado de brazos a que aparezca por allí. Visitaré esos cuatro sitios. Sabré qué clase de gente vive en ellos. Haré hablar a quien sea.
– Espera que le den nuevos datos sobre Martín, ¿no?
Méndez no se molestó ni en afirmar. Dijo:
– Vamos.
El primer sitio elegido fue la calle Lérida. Era un lugar privilegiado en una Barcelona que ya no existe, lugar de buenas vistas, mucha luz, perfectas comunicaciones y casas de alquiler antiguo. Teniendo además casi enfrente un colegio municipal con solera y un poco más allá los jardines de la Exposición, con flores, pájaros y nenas, muchas nenas prometiéndole al novio que se dejarán meter mano el año que viene. Sólo faltaba, pensaba Méndez, que encima esas casas tuviesen una portera cuarentona, en buen uso y que se pusiera cachonda leyendo los relatos de Pauline Reage y de Pierre Louys. Pero las casas pertenecían a una Barcelona de los años veinte o treinta, es decir, una Barcelona que no rinde dividendos y por lo tanto está condenada a morir.
Un tipo con aspecto de mendigo ejercía una discreta vigilancia cerca de la puerta. En la comisaría del Barrio Chino -el sitio donde menos diferencia física hay entre un mendigo y un policía de plantilla- le habían hecho caso a Méndez. Si Ángel Martín se acercaba por allí, caería.
Pero la mujer que recibió a Méndez no parecía la clásica tía que tiene relaciones con un indeseable. La tradición quiere que los indeseables sean gente afortunada y se relacionen con tías pechugonas, viciosas, dispuestas a dejarles dinero y encima con un trasero que no cabe en una silla. Pero la que recibió a Méndez no era así. Correspondía no a las tradiciones de la novela y el cine, sino a las de la Seguridad Social. Iba vestida con una bata medio rota, tendría cerca de ochenta años, olía mal y a sus espaldas se abría un universo de muebles rotos, paredes desconchadas, bombillas fundidas y platos lamidos por un ejército de gatos. Miró a Méndez como si éste fuese una sagrada aparición.
– Usted -dijo- es de los míos.
– ¿Por qué?
– No hay más que verle. Usted también debe de cobrar una pensión antigua.
– Poco me falta ya, señora. Pero si piden informes arriba, a Madrid, a los que mandan, a lo mejor ni eso me pagan. -Mostró su placa junto a la fotografía de Ángel Martín-. ¿Conoce a este hombre?
Los ojos de la anciana se humedecieron.
– ¿Cómo no? Es Angelito.
– La madre que lo parió.
– ¿Qué ha dicho?
– Nada, nada… ¿De qué lo conoce?
– ¿Y cómo no lo voy a conocer? Salió un tiempo con mi hija, la Conchi. Ella hace dos años que murió. Méndez dijo:
– Lo siento.
La soledad tiene un olor, la miseria tiene un olor, la desesperanza y la luz de las ventanas cerradas lo tienen también. Todos esos olores estaban acechando allí, en el fondo de la casa, envolvían a la anciana y se combinaban entre ellos para crear una nueva fetidez, que era la del olvido. Méndez decidió en aquel momento, ya en aquel momento, que no molestaría a la vieja.
– Lo siento -repitió-. ¿Hace tiempo que Angelito no viene por aquí?
– Sí… Hace bastante tiempo. Pero, oiga… ¿qué pasa? ¿Se ha metido en algún lío?
– Nada de importancia, no se preocupe. Oiga, ¿usted sabe dónde vivía últimamente?
– No. Desde que murió Conchi, apenas he tenido contacto con él, pero si alguna vez me ha pedido para dormir aquí, fuera por lo que fuera, yo le he dejado una cama.
– Puede que ahora también venga. No sé… ¿Tiene usted teléfono?
– ¿Cómo voy a tenerlo si no lo puedo pagar?
– ¿Le da los recados alguna vecina que lo tenga?
– No me hablo con ninguna vecina. Todas dicen que mis gatos huelen mal. Ellas sí que huelen cuando vienen de por ahí, de hacer el pendón. Ellas.
«Mejor, pensó Méndez, así ese hijo de perra no podrá llamarla preguntando si ha venido alguien. Puede que se fíe, venga por aquí y caiga.»
Dulcificó su voz.
– Su hija, la pobre Conchi, ¿tenía amigas, señora? ¿Amigas que Angelito conociera también?
– Sí. La Lourdes.
– ¿Quién es la Lourdes?
– No me haga hablar mal.
– ¿Tuvieron algún problema?
– No me haga hablar de la soplapollas esa.
– ¿Qué pasó?
– Pues que por poco se queda ella con Angelito. Se encaprichó y, hala. Porque Conchi era muy buena y muy confiada, pero lo que hacía esa lagarta no tiene nombre. Cada vez que venía aquí, y eso estando la Conchi, se sentaba delante de Angelito y dejaba que la falda se le subiera hasta la boca, usted ya me entiende. Como no podía presumir de nada más, presumía de piernas, la muy asquerosa. A veces pienso, o pensaba, usted ya me entiende, que era mejor que la Conchi no se casase, porque aquel putón le hubiera buscado la ruina.
Méndez hizo un gesto afirmativo.
Y el muy mamón tenía una cara casi dulce.
– ¿Y usted, señora, sabe dónde vive ahora la Lourdes? -le preguntó.
– Pues claro que sí. Hasta tuvo la cara, cuando Conchi vivía, de invitarme a la inauguración del bar.
– ¿Qué bar?
– Uno de tapadillo que tiene en la calle Verdi, en la parte baja. No crea que engaña a nadie. Tiene una barra oscura, unas botellas, dos reservados y unas chicas que van sin ropa.
– ¿Cómo se llama el bar?
– La Ropita.
Méndez susurró:
– Pues vaya.
Ni conocía el bar ni conocía la zona, porque aquellas eran tierras lejanísimas que sólo pisaban -se decía Méndez- los que estaban decididos a emigrar del país. Cuando uno se alejaba tanto del corazón de la ciudad, tenía que estar dispuesto a que le ocurriera cualquier cosa. A pesar de ello, un incansable Méndez -quien de todos modos ya empezaba a arrastrar los pies- atravesó las calles estrechas y menestrales de Gracia, desfiló ante las pequeñas mercerías, los colmados donde la gente aún se acordaba de los precios del año 36, los bares de familia y las carpinterías con el nombre del abuelo todavía en la puerta. El barrio de Gracia le gustaba porque tenía carácter e historia y porque era un pedazo de la Barcelona que se niega a morir, pero un sitio tan alejado de las Ramblas le producía una razonable desconfianza. Quién sabe si en sitios tan poco explorados habría enfermedades desconocidas y todo. Aun así, jugándose la vida, llegó a la calle Verdi, donde parecían estar ya las últimas fronteras del barrio. Encontró el bar La Ropita, encontró unas luces mortuorias, unas mesas puestas patas arriba, un olor a tabaco pasado por el recto y unas mujeres que estaban fregando.
Claro, no era la hora para meterse en un sitio así. Por descontado que el bar sólo debía de abrir a partir de las seis o las siete de la tarde, pero detrás de la barra, repasando facturas, había una mujer joven que podía perfectamente ser la dueña.
Méndez dejó que su placa se posara delicadamente sobre la barra. Ella le miró con una mueca de asco.
– Normalmente los que quieren que los invite vienen más tarde -susurró.
– No he venido a mamar.
– ¿Pues a qué?
– Usted se llama Lourdes, supongo.
– Sí.
– Busco a Ángel Martín.
La mujer tensó un poco el cuerpo, dejó a un lado las facturas y puso ambas manos sobre la barra. La penumbra no permitía a Méndez distinguir el color de su piel, pero hubiese jurado que estaba pálida. Y los dedos largos, rapaces, de uñas afiladas, temblaban sobre la madera.
Hubo un momento de tenso silencio, un momento que Méndez aprovechó para hacerle con la cabeza una señal a Gallardo, que aguardaba junto a la puerta. Gallardo entró, atravesó el local, procurando no pisar las partes mojadas, y se dirigió a las habitaciones del fondo.
Lourdes se puso aún más tensa.
– ¿Quién es ése?
– Un compañero. Va a registrar esto, sobre todo los reservados. De modo que si tiene a alguien allí, por ejemplo a una novicia y un chambelán, más vale que me lo diga ahora.
– No… No hay nadie. Pero para entrar en este sitio necesita una orden judicial, y usted lo sabe.
– Puede que no lo sepa -susurró Méndez-, o puede que la orden judicial no haga tanta falta como usted cree, o puede que usted no se haya dado cuenta de que Ángel Martín se ha metido en un asunto feo y a usted le conviene colaborar. Por lo tanto, si Ángel Martín pretende refugiarse aquí, más vale que usted me lo diga.
Méndez esperaba una respuesta negativa:
– Ángel Martín ha pasado ya por aquí.
– ¿Quéeee?
– Sí. Apenas he abierto para las mujeres de la limpieza. No necesito decirle que me he llevado una buena sorpresa.
– Cuerno, y yo también. No esperaba que… En fin, ¿qué es lo que quería?
– Pedir que le escondiese.
– ¿Y usted qué le ha dicho?
– ¿Qué quiere que le diga? ¿Qué iba a decirle? ¿Que éste es un buen sitio? ¿Que iba a meterle en un reservado para que lo vieran las chicas? ¿Y luego qué pasaría? A esas guarras la boca no les sirve más que para hablar. Y los clientes también se enterarían. Incluso los polis que se dejan caer por aquí de vez en cuando. Menudos son.
– Por lo tanto se ha ido…
– Sí.
– ¿Le ha dicho adonde?
– Qué coño me va a decir.
Lourdes fue a un extremo de la barra, tomó una botella con un líquido transparente y se sirvió una copita.
– Oiga -dijo-, ahora que me acuerdo. Usted, a lo mejor, se llama Méndez.
– Sí. ¿Por qué?
– También es desgracia. Y encima de la bofia.
– Dígame qué le ha contado de mí ese cabrito.
– Poca cosa. Sólo que un hombre llamado Méndez le perseguía, pero que quería hablar con usted.
– Pues no es tan difícil. Me puede encontrar.
– Supongo que no quería decir eso. Vamos, pienso yo. Supongo que si hablaba con usted era para contarle algo, pero antes tenían que llegar a un acuerdo.
– Con esa clase de tipos no hay acuerdo.
Lourdes hizo un leve gesto de resignación. Limpió con desgana la copa.
– De todos modos, ¿sabe qué le digo? A mí Ángel ya no me importa nada. Que le den. Cuando yo le eché un cable, porque mire que se los eché, él se quedó con otra. Pues que se vaya a la mierda. Repito: que le den. Pero él aún confía en mí, ¿sabe? Él aún piensa que voy a sacarle de un lío.
– Y usted no va a hacerlo.
– ¿Yo…?
– Entonces dígame adonde ha podido ir. Deme cualquier detalle. Todo puede tener importancia, ¿sabe? Lo que sea.
Lourdes movió la cabeza y se echó el pelo para atrás. No cabía duda: había sido guapa. Pero Méndez la miró de soslayo, con la mayor indiferencia para todo lo que había sido y ya empezaba a no ser. Gruñó:
– ¿Qué? ¿No le ha dicho nada?
– Nada. Cuando se ha dado cuenta de que yo no iba a ayudarle, ha dejado de confiar en mí. Solamente ha repetido que tenía interés en decirle algo, pero a cambio de llegar a un acuerdo con usted.
– Pues va listo.
– ¿De veras no quiere una copa, Méndez?
– No.
– Voy a decirle algo más -susurró Lourdes, apuntándole con el dedo-, y voy a decírselo para que me deje en paz. Yo creo que Ángel tenía miedo de que usted acabara encontrando esto, porque al final ha dicho: «Ese cabrón es capaz de encontrar el bar». Lo de cabrón lo ha dicho él, oiga, no yo. O sea que al final se ha ido. Pero yo creo que estaba majareta. Vamos, que estaba loco.
– ¿Por qué piensa eso?
Lourdes vació, antes de contestar, la nueva copa que se había servido. Luego preguntó:
– ¿Es que cree que lo que hizo él lo haría alguien que no estuviese majareta?
– ¿Qué hizo?
Ella señaló el fondo del local. Era el único punto relativamente bien iluminado, de modo que se distinguía con cierta claridad lo que Lourdes estaba señalando. Era la reproducción de un cuadro que podía considerarse erótico, aunque con ese erotismo bendecido por la cultura que tienen las reproducciones de los cuadros antiguos. La cultura, pensaba Méndez, y el convencimiento general de que las mujeres que sirvieron de modelo ya no están en buen uso. Él no entendía apenas nada de pintura, y lo máximo que había llegado a aprender -hablando claro- era que las mujeres de Rubens estaban para darles un mordisco y las del Greco estaban para darles una limosna. Pero en sus largas noches de guardia, mientras leía a Henry Miller y a Pieyre de Mandiargues, había hecho algún descanso para hojear libros de arte, con la secreta esperanza de encontrar la reproducción de algún polvo ducal, o mejor, de alguna orgía eclesiástica. Sus recuerdos le aproximaron, por tanto, al nombre del cuadro que ahora tenía delante; le susurraron que era el famoso
– ¿Usted cree que no hace falta estar loco? ¿Para qué tenía que emborronar el cuadro antes de irse? ¿Por qué a la mujer que está sentada, o sea la más cachonda, la que se ve mejor, le tenía que alargar con un bolígrafo el dedo de un pie? ¿Por qué el dedo que está al lado del pulgar lo tenía que dibujar de nuevo, alargándolo de esa manera, como si tuviera medio metro?
Méndez no supo qué contestar.
La verdad era que él tampoco entendía nada.
Pero se le había secado la garganta. Con un hilo de voz, mientras miraba el cuadro de nuevo, preguntó:
– La verdad es que no tiene sentido. Pero, maldita sea… ¿y si lo tuviese?
Lourdes dijo con desgana:
– Usted también está majara. Definitivamente, le serviré una copa.
13 EL HOMBRE QUE ADELANTÓ EL PIE IZQUIERDO
Gallardo volvió de las habitaciones interiores muy poco después.
– Nada, Méndez -masculló.
– ¿Ningún hombre ha estado allí?
– Ninguno y todos. Por esas paredes ha pasado un regimiento.
– Entonces no nos sirve. Hemos llegado tarde, ¿sabes, Gallardo? Tarde por muy poco. Hale, vamonos.
Estaba ya casi en la puerta cuando se volvió de nuevo hacia Lourdes, que seguía empeñada en servirle una copa.
– Supongo que de verdad no quiere encubrir a Ángel Martín -le dijo.
– Qué coño voy a querer.
– Entonces dígame si él ha soltado alguna palabra, algún dato. El tendría otros amigos en Barcelona. Dígame si tiene idea de adonde ha podido ir.
– ¿Cómo quiere que tenga idea, Méndez? Poco ha faltado para que lo echase, de modo que él no iba a decirle nada a una mujer que se ha puesto en el plan que me he puesto yo. Y ahora lárguese usted también y vuelva a su cueva. Pero si alguna vez, puestos en otro plan, quiere olvidarse de las preocupaciones y pasar un buen rato, dese una vuelta por aquí. A partir de las seis de la tarde suelen venir unas cuantas chicas que están muy bien. Delgaditas y todo eso, pero con el material puesto en su sitio. Y hasta viene alguna casada cachonda que dice que tiene el marido impotente.
– Yo preferiría al marido -dijo Méndez.
– A lo mejor sí.
– No me ponga usted en la tentación. Puestos a pasar la tarde hablando, prefiero el tío que la tía.
– De todos modos, dese una vuelta por aquí. Las delgaditas le gustarán. Y ya sabe que tiene la bebida gratis.
Méndez negó con la cabeza.
– No son mi tipo -declaró-. En cuestión de mujeres, yo tengo gustos primitivos y bastardos. Lo que de verdad me excita es una tía con una buena grupa limpiando una escalera.
– ¿La atacaría usted?
– No, porque antes tendría que subir la escalera. Desde la más tierna infancia, porque yo he sido un hombre de gustos constantes y grandes fidelidades, me han hechizado las mujeres enlutadas, con mantilla y peineta y con unos buenos kilos que llevar a la iglesia más próxima. ¿Usted sabe aquella anécdota que se cuenta de Francesc Pujols?
– ¿Quién era Francesc Pujols?
– Una especie de pensador que creía en los valores eternos de Cataluña. Fue el que le dijo a Dalí que los catalanes, por el mero hecho de serlo, lo tendrían un día todo pagado. Dalí lo contaba muy gráficamente: «¿Vosté és cátala? Dones no es preocupi. Tot pagat». Pues bien, a Francesc Pujols también le gustaban gordas. Supongo que, en secreto soñaba, como todos los hombres del país, en una mujer a la que hubiera que transportar en carretilla. Bueno, pues una vez se encontró con una casada muy guapa y llenita que se quería adelgazar a toda costa. «¿Está decidida?», le preguntó Francesc Pujols. «Pues claro que sí. Completamente decidida.» «En ese caso -le dijo él-, antes de adelgazarse acuérdese de mí.»
– Se puede ir al infierno con sus obsesiones, Méndez. No lo sé… Pero se me ocurre pensar en Pedro Villano.
– ¿Quién es Pedro Villano?
– Un fotógrafo de modas. Hace publicidad, pero casi siempre trabaja para modistos y todo eso. Ángel Martín había trabajado a veces como modelo para él, porque antes tenía un buen tipo. Y se hicieron muy amigos. Si quiere probar, con eso no pierde nada.
Méndez hizo un gesto afirmativo.
– ¿Dónde puedo encontrar a Pedro Villano? -preguntó.
– Tiene su estudio en Padre Claret, muy cerca del Hospital de San Pablo. Ya lo encontrará.
Méndez no hizo ninguna pregunta más.
Salió.
Pedro Villano tenía en una planta baja un estudio sin personalidad, sin carácter, sin alma. Lo mismo podía haber tenido allí un almacén de artículos para motorista o de rodamientos a bolas. Pero Méndez se dio cuenta de que había acertado cuando Villano, un penoso marica viejo, barbotó:
– Sí… Angelito ha estado aquí.
– ¿Aquí? ¿Le ha pedido refugio?
– No, le juro que no. Tampoco se lo hubiese dado. Sé que está metido en un lío.
– ¿Pues entonces qué puñeta quería?
– Mire… Angelito está loco.
– ¿Por qué dice que está loco?
– Por lo que me ha pedido.
– ¿Y qué le ha pedido, maldita sea?
Villano tembló. Estaba tan nervioso que hasta se le desajustaba la dentadura postiza. Mientras señalaba la puerta de su laboratorio, musitó:
– Usted me ha dicho que se llama Méndez.
– No es que me sienta especialmente orgulloso, pero en efecto me llamo así. ¿Qué pasa?
– Angelito estaba muy asustado. Había perdido el control de los nervios, ¿sabe? El control. Todo el control. Estaba convencido de que usted daría con él.
– Pues claro que daré con él. Hasta ahora, todo ha dependido de unos minutos. Puede decirse que le ha salvado la campana.
– Bueno, pues por eso quiere hablarle… Pero pide un acuerdo, un pacto.
– Y una leche.
– Yo conozco a Angelito, señor Méndez. Lo conozco bien. Por eso sé que no mentía cuando me ha dicho que usted no sabe nada. Que va a ciegas. Que no está enterado de nada, coño, de nada.
Méndez arqueó una ceja.
– ¿Por eso quiere hablarme? -barbotó.
– Sí. Quiere darle una información.
– ¿A cambio de qué?
– De un pacto.
– He oído la palabra «pacto» demasiadas veces -masculló Méndez-. Y para eso sólo hay una respuesta que darle a Ángel Martín. La respuesta la ha pronunciado una mujer que le conoce perfectamente.
– ¿Sí? ¿Y qué ha dicho?
– Que le den.
Por muchos y variados motivos -todos ellos culturales- la expresión «que le den» podía interesar a un tipo como Pedro Villano. Pero en lugar de mostrar interés, hizo un gesto de desaliento.
– Usted se lo pierde, Méndez.
– Bueno, no he venido aquí a perder el tiempo ni a hacerme una foto -masculló Méndez-. Antes me ha dicho que Ángel Martín tiene que estar loco. ¿Por qué?
– Pues por una razón, Méndez. ¿Sabe a qué ha venido aquí?
– ¿A qué?
– En primer lugar, quería saber si aún trabaja un cierto falsificador de pasaportes al que yo conozco.
– Eso no es estar majara, sino todo lo contrario -dijo Méndez con voz espesa-. Haría lo mismo cualquiera que intentase pasar de matute la frontera.
– Bueno… Supongo que es eso lo que pretende. Yo no me dedico a esa clase de fotos bastardas, baratas, utilitarias, industriales y que parecen sacadas por un guardia jurado. Es decir, yo no hago fotos de pasaporte ni de documentos de identidad. Pero Angelito me ha pedido que le sacara tres, para poder elegir. Una con bigote y gafas y dos C0I1 barba. Por mi trabajo de publicidad, yo tengo aquí toda clase de postizos.
– ¿Se las ha hecho?
– Sí.
– ¿Tiene los negativos?
– No. Angelito los ha quemado.
Méndez sintió deseos de escupir.
– Maldita sea la madre que lo parió. No ha querido que nadie pudiera sacar una copia de la foto falsa que va a utilizar para el pasaporte falso, Pero eso no indica que esté loco, ni mucho menos. Al contrario, el muy hijo de perra ha sabido exactamente qué era lo que tenía que hacer.
– No tanto, Méndez. Ha cometido una auténtica insensatez.
– ¿Cuál?
– Se ha hecho una fotografía que no tiene ningún sentido. Y de ésa no ha destruido el negativo. Mire. Puede decirse que acabo de revelarla.
Entró en el taller y al cabo de unos minutos salió con una ampliación. Se la entregó a Méndez, cuyos dedos temblaban levemente porque volvía a dominarle la sensación que ya le había dominado otras veces desde que aquel maldito asunto empezó: la sensación de que no entendía nada.
En efecto, lo que ahora le ofrecía Pedro Villano -como herencia o como donativo de Angelito Martín- era lo más increíble y absurdo que pudiera imaginar. Ángel Martín se había hecho retratar de frente y de cuerpo entero. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba hacia adelante, sin expresión alguna. Tenía la pierna izquierda ligeramente adelantada, como si fuese a echar a andar.
Pero no iba a hacerlo. Su posición era rígida, hierática. Parecía una estatua.
Y eso era todo.
– Absurdo -balbució Méndez.
Y Pedro Villano contestó:
– Claro que es absurdo. Por eso digo que se ha vuelto loco.
– ¿No le explicó… por qué quería retratarse así?
– No. Sólo me pidió que lo hiciera y no destruyese esa foto. Apenas pronunció media docena de palabras, ¿sabe? Luego se fue.
– ¿Adonde?
Pedro Villano se encogió de hombros.
– Supongo que quería que le falsificaran un pasaporte -dijo-. Tratará de pasar varias fronteras, digo yo.
– Tiene razón… -reconoció pensativamente Méndez-. ¿Y dónde vive el falsificador al que usted cree que ha ido a buscar?
– Es también un fotógrafo… Pero hace auténticas maravillas, ¿sabe? Maravillas. Tiene un pequeño estudio en la Ronda de San Pablo, un estudio de ésos con dos butacas y unas cortinas, una porquería de las que sólo sirven para retratar a recién casados que se miran con ojos de pez. O primeras comuniones de niños gordinflones y con cara de pedo. O fotos de familia de esas que se hacen cuando un primo se va a trabajar a Teruel. Ahí ha hecho algunas falsificaciones buenas, porque de lo contrario se moriría de hambre. Incluso falsificaciones para etarras, diría yo. Pero el refugio de artista lo tiene en un cuartito, una especie de ático en la calle Mallorca 255. Y ahora oiga, señor Méndez… Yo le he dado toda clase de información. He colaborado. Quiero su promesa de que no me acusarán nunca de ser encubridor de un tipo como Martín. No consentiré que me mezclen con esa basura.
Méndez cabeceó afirmativamente. Después de todo, no le importaba dejar a aquel tipejo en paz. Fue a decir algo para tranquilizarle antes de salir, pero de pronto oyó a su espalda la voz de Gallardo. Una voz que ya sonaba junto a la puerta:
– Le invitaremos a su entierro, amigo. Tendrá una primera fila como para chuparse los dedos. Siento que no pueda venir con nosotros.
– ¿Sentirlo? -preguntó Pedro Villano, enrojeciendo-. ¿Por qué?
– Pues porque podría hacer un gran trabajo, ¿sabe? Podría sacar una foto estupenda del muerto. Sacarlo con la boca tiesa.
14 LA NAVAJA
– Es curioso -murmuró Méndez-, seguimos estando en la parte derecha de la ciudad.
– Si fuésemos a la Ronda de San Pablo estaríamos en la parte izquierda.
– Cierto, pero no creo que encontrásemos nada allí. Eso de la parte derecha y la parte izquierda de Barcelona es pura casualidad, pura chiripa, pura obsesión de funcionario del catastro -declaró Méndez-. Si me pongo a mirar el mapa de la ciudad, en efecto, resulta que ese cabrón de Martín tenía todos los refugios posibles en el lado izquierdo, o sea el lado de poniente, y sin embargo no se ha movido del lado derecho, o sea el lado de levante. Pero todo tiene una lógica: resulta que en el lado derecho también había personas con posibilidades de ayudarle. Y además a mí que no me vengan con planos de la ciudad, Gallardo: eso déjalo para los alcaldes democráticos, que han aprendido las reglas de la especulación leyendo las obras completas que dejaron escritas los alcaldes franquistas. Para mí, la ciudad termina en el viejo recinto amurallado, que si de mí dependiera volvería a amurallarse otra vez. Así no podrían entrar los coches, los guardias urbanos ni los inspectores del fisco. Las murallas, con puente levadizo y todo, permitirían seleccionar a una población intramuros que estaría absolutamente dedicada al bien público y que se compondría de taberneros, putas, fabricantes de licores a granel, encendedores de farolas de gas, poetas en estado terminal y compañías de arte dramático que se dedicarían a pedir subvenciones desde lo alto de las almenas. Toda esta ciudad que estamos pisando, la de los semáforos y los aparcamientos, me horroriza y me produce vértigo. Pero, en fin, ya estamos en la calle Mallorca.
Declamada esta profesión de fe, Méndez estaba regresando velozmente a la sórdida realidad del día. Tenía destrozados los pies, le vencía el sueño, le dolían los riñones y los delicadísimos tejidos de su estómago empezaban a reclamarle alimentos de régimen. Necesitaba con urgencia sardinas a la cazuela, pimientos de Padrón, sanfainas estallantes de color y de jugos vecinales, croquetas de aves a extinguir, protegidas por ICONA, y ensaladillas rusas cocinadas con amor y bien sedimentadas, es decir, anteriores a la perestroika. Todo esto regado con prioratos, cariñenas, gandesas, riojas abaciales y orujos destilados gota a gota por una matrona gallega, podía aún salvar lo poco que quedaba de la vida de Méndez. Pero, para desolación suya, se enfrentaba a una ciudad amedrentada y en plena crisis de valores, donde la gente se alimentaba en cafeterías cuyo único valor nutricio consistía en haber ganado un premio de diseño. La gente que salía de los aparcamientos se alimentaba de leches desnatadas y espirituales, panes plastificados, aguas con marcas patrióticas y jamones en dulce obtenidos previa cocción del muslo de una monja. Otros clientes, de expresión más amarillenta y ansiosa, parecían alimentarse exclusivamente de bonos canjeables del Banco de Santander.
Gallardo susurró:
– Es aquí.
La escalera era antigua, honorable y clásica. Escalera de contable en buen uso, médico de familias, abogado que aún pide dinero a su madre y nena a la que los vecinos empiezan a mirar en secreto. Una escalera respetable, en fin, que no correspondía al mundo de Méndez y en la que además no había ascensor, es decir podía significar la muerte del policía más allá de la segunda planta.
Masculló:
– Si lo sé no vengo.
– Ése es el nombre de un viejo programa de la tele, Méndez. Yo lo veía a veces en la cárcel y trataba de contestar las preguntas, pero lo que me interesaba de verdad eran las tías que salían, unas tías con una sonrisa así de ancha y unas piernas así de largas.
– Si no paso de la segunda planta -dijo Méndez tomando una decisión heroica-, háblame de ellas en el momento de morir.
Y empezó a subir. Gallardo le siguió. Los dos tenían la oscura sensación de que su trabajo estaba a punto de terminar, de que a Ángel Martín no le salvaría esta vez la campana.
Porque si necesitaba que le falsificaran un pasaporte, tendría que estar bastante tiempo en el estudio del ático. Méndez ya sabía que el artista se llamaba Camarasa y que había estado una vez detenido, aunque el juez lo dejara enseguida libre por una de estas dos importantísimas razones: porque ya no tenía ganas de trabajar más o por falta de pruebas. Ambos factores definen la historia judicial de España.
Previo un descanso cada dos pisos, previo unas aspiraciones de Méndez y unas pausas que hubieran servido para la lectura de los Evangelios, alcanzaron una especie de construcción artificial que era el ático. Gallardo, que estaba perfectamente entero, musitó:
– ¿Sabe por qué le he acompañado, Méndez?
– Supongo que para consuelo de mi vejez.
– Le he acompañado porque quiero encontrarme cara a cara con ese tipo. Porque no he dejado de pensar una cosa, ¿sabe? Y es que lo que hizo con esa chiquilla pudo haberlo hecho con mi hija.
– Oye, Gallardo…
– ¿Qué?
– Yo soy muy respetuoso con la ley.
– No me diga.
– Quiero que entiendas que la ley prohíbe matar de buenas a primeras a un tipo así. Luego resulta que la vida de un criminal es sagrada y tú tienes unos líos inmensos. Lo máximo que te puedes permitir, según la doctrina constitucional más autorizada, es balearle los huevos. Por eso yo siempre les apunto a la cabeza.
– Eso no tiene demasiado sentido, Méndez.
– Claro que sí. Cuando les apunto a la cabeza, ¿dónde te crees que les doy?
Y golpeó la puerta.
– ¡Abran! ¡Abran! ¡Policía! ¡La madre que les parió!
Detrás de la hoja de madera se oyó un grito. Méndez supo entonces exactamente que al fin había llegado a tiempo y que Ángel Martín estaba todavía allí. Dispuesto a no concederle ninguna oportunidad para escapar, abrevió trámites y sacó su pistola colt. Muchos compañeros le decían que no era reglamentaria, pero otros, más cultos, le aseguraban que había sido prohibida por el Tratado de Washington de 1922, que puso límites a los tamaños de los acorazados y de la artillería naval.
Disparó sobre la cerradura.
La puerta salió como si fuera de papel, cosa no demasiado extraña, puesto que en realidad era de cartón prensado.
Y detrás apareció Ángel Martín.
Estaba aterrorizado. Las piernas le temblaban. Tendió las manos al vacío, una muda súplica.
Méndez gritó:
– ¡Al suelo! ¡Y con las manos en la nuca!
– ¡Escuche, Méndez…!
– ¡He dicho al suelo! ¡Al suelo o te mato!
– ¡Si me mata nunca sabrá nada de nada, Méndez! ¡Yo puedo contarle cosas que usted no imagina! ¡Le conviene un pacto!
– ¡El pacto te lo haremos cuando estés entre rejas! ¡Cuando te hayan dado otra vez por el saco, cabrón!
– ¡Méeeendez!
– ¡Yo no hago acuerdos con asesinos de niñas!
Ángel Martín perdió del todo los nervios. O tal vez pensó que aún tenía posibilidad de escapar. Al fin y al cabo, era mucho más joven y ágil que Méndez.
Quiso arrollarle.
Se lanzó en tromba hacia adelante.
De su boca escapaba una espumilla blanca. Los ojos se le salían de las órbitas.
Méndez vaciló durante unas décimas de segundo. La verdad era que no le importaba disparar, pero buscando un punto que no fuera vital. Eso le hizo dudar un instante.
Martín llegó hasta él.
Y entonces surgió aquel obstáculo.
El brazo de Gallardo.
Y aquel relampagueo.
La navaja cabritera.
Gallardo la hundió una, dos, tres veces en el cuerpo de Martín. La primera en el vientre, porque lo encontró en su camino, pero la segunda buscando los puntos que aconsejaban los manuales de buena
conducta. La hoja de acero se hundió en el corazón de Martín, y luego en su garganta.
La sangre saltó al aire como una nube roja.
Camarasa, que estaba en el fondo de la habitación, se pegó a la pared y empezó a lanzar unos grititos que parecían gemidos de doncella.
Ángel Martín dio una macabra vuelta sobre sí mismo.
Lo que quedaba de su garganta lanzaba una especie de estertor.
Y entonces Méndez disparó.
Lo hizo a la cabeza de Martín. Y le dio exactamente en el sitio hacia el que había apuntado. Un siniestro chasquido de huesos llenó la habitación mientras la frente desaparecía.
Gallardo, que no esperaba aquello, le miró con asombro y con horror al mismo tiempo.
Camarasa cayó de rodillas mientras barbotaba:
– ¡No había necesidad, hijo de puta!
– Claro que había necesidad -dijo fríamente Méndez.
– ¿Por qué?
– Porque al menos el cadáver de Martín, con una de mis balas encima me servirá para salvar a un amigo.
– Pero ¿qué dice…?
– Digo la verdad, Camarasa. Y voy a llegar a un acuerdo contigo. Un acuerdo que te conviene, porque de lo contrario te acuso de falsificador y de encubridor de un asesino y te mamas cinco años. En cambio, con lo que los dos digamos, vas a salirte muy bien.
– ¿Qué…, qué vamos a decir?
– Ante todo, una verdad.
– ¿Qué verdad?
– Que yo he matado a Ángel Martín.
– Eso no hace falta jurarlo, Méndez.
– Yo tendré muchos problemas, digamos, administrativos, pero no me importa. Más puteado de lo que me tienen ya no me van a tener. Tú, Camarasa, no tendrás ningún problema en cuanto Gallardo borre sus huellas de la navaja y te la quedes tú. Dirás que es de tu propiedad. Que Ángel Martín, al que yo estaba persiguiendo, trató de refugiarse en tu casa, porque te conocía, y que al negarte tú, te atacó. Que no tuviste más remedio que defenderte. Le diste unos tajos, pero sin llegar a matarle. Eso ya no es tan grave. El que lo ha matado he sido yo.
Y yo testificaré que todo lo que dices es verdad. De modo que no tendrás más molestias que una comparecencia ante el juez, y encima, además, puede que te paguen un bocadillo. Hala, Gallardo, limpia la navaja. Y dásela.
Gallardo casi tenía lágrimas en los ojos.
Balbució:
– Gracias, Méndez.
– No me las des. Tú ya tienes bastantes líos, Gallardo.
Y fue hacia el teléfono. Seguro que a más de uno se le cortaría la digestión al oír su voz.
Gallardo limpió su navaja, miró a Camarasa y le hizo un guiño de resignación. Luego clavó unos ojos muy quietos en los ojos muy quietos del cadáver.
Susurró:
– No lo entiendo… ¿Para qué ofrecía un pacto? ¿Qué diablos tendría que decir ese tío…? ¿Qué?
15 LA NOCHE, EL ÁRBOL Y EL PIANO-BAR
El comisario leía unos informes, bajo la luz concentrada de una pantalla, cuando entró Méndez. Pero Méndez, antes de pasar se detuvo unos instantes ante la puerta del despacho y musitó:
– Ave María Purísima.
– Entrégueme su pistola, Méndez.
– ¿Qué quiere hacer con ella?
– Digamos que quiero regalársela al Museo Naval.
– Me han suspendido de empleo, ¿verdad?
– Es lo menos que le podía pasar.
Méndez avanzó a saltitos, sacó la pistola y la depositó sobre la mesa del jefe, cerrando así una especie de Tratado de Desarme. Luego se sentó y respiró con cautela el aire del despacho. Se estaba bien allí a pesar de todo, qué diablos. El silencio del despacho era confortable y sólo era roto de vez en cuando por sonidos más confortables aún: cantos gitanos en la calle Nueva, discusiones de bar, broncas de vecinas y gritos de algún morito tierno perseguido por un cipayo. Aquello indicaba que la vida seguía y que todo estaba en orden en la tierra prometida.
El comisario dijo:
– Dé gracias a Dios de que no le suspenden también de sueldo. Y por descontado que tendrá una nueva nota desfavorable en su expediente. Ya no ascenderá.
– ¡Qué lástima! -dijo Méndez-. Ahora que empezaba a tener esperanzas.
– ¿Esperanzas
– Claro. No crea que me chupo el dedo. He logrado relacionarme mucho con las alturas, y hace poco conseguí que el jefe superior me pidiera tabaco.
– Si no fuera usted tan viejo lo enviaría a la mierda, Méndez, se lo juro. Lo que pasa es que, a su edad, me merece un respeto.
– Pues es el primero que me lo dice.
El comisario jefe se apoyó bien en el respaldo de su asiento, respiró hondo, se frotó los ojos donde se acumulaba el cansancio de los papeles, las caras y las horas. El barrio se lo estaba tragando como se había tragado a tantos policías antes que él. Para que aquel barrio no te tragara tenías que llevar su pesadumbre dentro, tenías que ser como Méndez. Y fue Méndez el que susurró:
– ¿Ha hablado con el juez?
– Sí, y da por bueno el atestado como da por buenas las declaraciones de Camarasa. Por ese lado no van a tener problemas ninguno de los dos. Pero el que no acaba de dar por buenos ni el atestado ni las declaraciones soy yo, Méndez. Por eso he propuesto que, como medida cautelar, le suspendan de empleo. Ahora bien, si quiere alegar algo, alegue. Para eso está usted aquí.
El viejo policía se encogió de hombros.
– No quiero alegar nada. ¿Para qué?
– En el fondo, es mejor así, Méndez. De todos modos, he de reconocer que resolvió el caso, lo cual es un éxito que, con franqueza, nadie esperaba de usted. La Brigada de Homicidios aún no sabía por dónde iba. Si a aquel cabrón de Ángel Martín lo llegan a capturar vivo, hubiera sido perfecto.
– Lo siento. No pudo ser.
– ¿Hay algo que no quiere explicarme, Méndez?
– ¿Yo? ¡Qué va!
– ¿No disparó para encubrir a alguien?
– ¿Yo? ¡Qué va!
– No acabo de creerle, ya se lo he dicho, pero de todos modos, ¿a mí qué me importa? Si uno quiere prosperar en este oficio, lo primero que debe saber es que hay que dar por bueno lo que parece bueno, y no buscarse más complicaciones. El asunto está resuelto, el muerto está en la fiambrera y todos tan tranquilos. Si usted se guarda algo, Méndez, peor para usted. Pero yo no se lo voy a preguntar. Hablando como viejos camaradas: se lo mete usted donde le quepa.
Méndez dijo resignadamente:
– La última vez que un gay me tomó medidas, no me cabía nada.
El comisario transformó su gesto de cansancio en un gesto de hastío.
– Hala, ya le he comunicado la decisión tomada con usted. Ahora largúese, por favor. Largúese.
– Quisiera hacerle antes unas preguntas, si no le importa.
– Claro que me importa. Pero si no queda otro maldito remedio, hágalas de una vez.
– ¿Alguien ha reclamado el cuerpo de Ángel Martín?
– No. Nadie ha querido hacerse cargo del entierro.
– ¿Y qué pasa con Marquina? Oí decir que se lo habían follado en su piso del Paralelo.
– Ese es un asunto que no tiene nada que ver.
– No, claro -dijo Méndez, ocultando sus pensamientos-. No tiene nada que ver.
– Con lo de Marquina se están haciendo investigaciones, pero sin resultado. Reconozco que no tenemos ninguna pista que valga la pena, aunque usted, Méndez, hay que ver qué casualidad, estaba persiguiendo a tiros a Ángel Martín muy cerca de allí.
– Sí. Hay que ver qué casualidad -dijo Méndez con cara de buen chico, hasta dar incluso la sensación de que iba a persignarse.
– En fin, el entierro de Marquina será una especie de acontecimiento ciudadano. Espero que acuda usted, Méndez. Vendrá en bloque todo el personal libre de servicio.
– Sí, claro que iré. ¡Qué breve es la vida de los hombres! Pensaré en Marquina cada vez que llegue la Cuaresma.
– Méndez, ¿por qué no se larga de una vez?
– Me largaré, pero antes quisiera hacerle alguna pregunta más. Por ejemplo, si ha puesto en su informe que Gallardo se había entregado voluntariamente.
– Sí, claro que lo he puesto. Espero que, después de todo, no le traten mal.
– Otra cosa, jefe. La última. La más importante. ¿Se sabe ya quién era la chiquilla muerta?
La mirada del comisario se ensombreció.
– No, no se sabe -dijo-, y lo peor es que Ángel Martín ya no puede explicarnos nada.
«Ni Marquina -pensó Méndez-, ni nadie.» Pero enseguida añadió:
– ¿Alguien ha reclamado su cadáver? -Por ahora, no.
– ¿Qué han hecho con el cuerpo?
– Se conservará todo el tiempo posible.
Méndez tuvo que cerrar los ojos, como si el cansancio le venciera, mientras se levantaba poco a poco de la silla. Por un momento, en aquella posición, le venció el vértigo y tuvo que apoyarse en la mesa. Mientras lo hacía, balbució:
– Es un asunto de locos.
– Sí, Méndez, pero por lo que dice en su informe y por lo que corroboran las gentes que le acompañaron, Ángel Martín era el asesino y ya ha pagado por sus actos. Por lo tanto olvide el caso. Ah… Le prometo que no tendrá ningún problema judicial por la muerte de aquel cerdo.
– Sólo faltaría -gruñó Méndez-. ¿Es que le parece poco el follón administrativo? Hala, comisario, vaya usted con Dios y con la Santísima Virgen, sin pecado concebida.
Salió de allí arrastrando los pies. Se sentía tan cansado -con un cansancio hecho de relojes parados, de bocas cerradas para siempre, de preguntas sin respuesta y calles donde ya no le necesitaba nadie- que apenas pudo bajar las escaleras que daban a la calle Nueva, a la gran madre. Anduvo hacia las Ramblas, dirigió, como hacía siempre, una mirada nostálgica a la casa donde estuvo La Emilia, una de las primeras instituciones para el follador indígena, y acabó un poco fuera de sus dominios, en la parte alta de la Rambla, en el Viena, un piano-bar con fachada modernista, donde unos clientes silenciosos perdían el tiempo buscando el tiempo perdido. Pero se estaba bien allí, acodado en la barra, hundido en la soledad, que es la raíz de todo pensamiento, y envuelto por la música, que es la raíz de toda nostalgia. Méndez se alegraba de que Barcelona recuperara sus señas de identidad, se olvidara un poco de lo que quería ser -o lo que la obligaban a ser- y se acordara de lo que había sido. Hay locales donde en un tiempo moraron los espíritus. Maldito el que desprecie lo que aún queda de ellos para echarlos a la calle.
Pero la soledad de Méndez se fue al diablo cuando oyó repentinamente la voz de Armando, el intrépido vendedor de parcelas urbanizadas en sitios que, por lo general, habían sido declarados no urbanizables.
– A la pas del Sumo Hasedor, señor Mendes. Que Él le dé larga vida y muchos hijos para que le aplaudan el día de su santo.
– Jolín, el Armando.
– Mucho gusto en encontrarle, señor Mendes. Menos mal que esta parte de las Ramblas, que es donde la polisía ha pegado más guantasos, para el bien público, cuenta al fin con la importante presensia de ustés.
– No sé cómo he subido hasta tan arriba. Me va a dar algo.
– Pues yo le vi a ustés en la calle Verdi, que está más arriba entodavía.
– Es verdad, pero aún no me he recuperado -confesó Méndez-. Aquella luz cruda y que no está filtrada, como debe ser, por la ropa tendida… Aquellas caras de los hombres que se acuestan con un despertador y no con una tía… Aquellos bares recomendados por la Organización Mundial de la Salud, donde pides una ración de almejas y te las dan con un donut… Y, por fin, aquel aire que baja directamente desde lugares agrestes y poco de fiar, como por ejemplo San José de la Montaña. No me volveré a arriesgar por allí, Armando. De mis pulmones se fue todo el humo del tabaco y me encontré con que mi aliento olía a aspirina. Desde entonces siento náuseas y mi última esperanza está puesta en una botella de Chinchón seco que me regaló un amigo. Esas expediciones hacia lo desconocido pueden ser mi perdición, te lo aseguro, porque además, cada vez que salgo de la calle Nueva, necesito una brújula.
Armando susurró:
– Eso no le ocurriría si ustés me hubiese comprado el terreno que le ofresí serca del sementerio nuevo, o séase el sementerio viejo, un sitio de pas y de gloria, y de lo más tranquilo, oiga, pues los únicos vesinos hase siento sincuenta años que no molestan. Pero ustés nada de nada, y por eso ha perdido un gran negosio. Ahora todo aquello es sona olímpica, todo sube como la espuma, y hasta hay quien jura que sacarán las tumbas para poner ensima un atleta japonés. En fin, señor Mendes, que ha perdido ustés la oportunidad dorada de su vida, porque además, si el piso no le gustaba, se podía tirar directo desde el comedor a la fosa. Pero ojo, señor Mendes, que me párese que vienen a por ustés.
– ¿Quién?
– La oportuna autoridás competente.
Y Armando emprendió una retirada sigilosa, dejando a Méndez solo ante el peligro. El peligro consistía en el comisario jefe de la comisaría de la calle Nueva y un tío que tenía pinta de sacristán, pero que a la hora de la verdad resultó ser forense.
Méndez apartó un poco la cerveza que había estado bebiendo, mientras ponía cara de conejo.
– A la paz de Dios, jefe.
– Pague y vamos a una silla de la Rambla, Méndez.
– ¿Me ha venido a buscar?
– Puede decirse que le he seguido.
– No querrá meterme mano, supongo.
– Méndez, coño, pague de una vez.
Salieron los tres y ocuparon unas sillas contiguas en la Rambla, cara al paseo, cara a la noche, cara al tiempo que ha quedado suspendido entre los árboles, cara a los mendigos llenos de cansancio y las putitas llenas de esperanza. Méndez confiaba quedar muerto una noche allí, con los ojos abiertos, mirando las farolas de su juventud, y esperaba también que alguna putita piadosa pagara por él la silla, para que nadie le molestase.
El comisario susurró:
– A ver si cree que podía hablar allí, delante de todo el mundo, Méndez, mientras el pianista soltaba una polca. Lo que he de decirle es confidencial.
– Pues antes hemos estado media hora hablando y no me ha dicho nada.
– Se me ha ocurrido inmediatamente después, justo cuando ha venido el señor Recasens a verme. El señor Recasens es el forense que ha hecho la autopsia al cuerpo de Ángel Martín. Lo conozco hace muchos años.
El señor Recasens tendió a Méndez una mano lívida y le dijo:
– Estoy a su servicio.
– Hombre, tampoco hace falta que se dé prisa.
– He venido a decirle que nuestro común amigo -señaló el comisario- que esté tranquilo, porque en el informe he tratado de quitarle hierro al asunto. Ya sabe usted que a veces, en los informes, hay palabras que causan mal efecto y otras que no lo causan tanto. Bueno, pues yo, sin faltar a la verdad, he elegido las que no lo causan tanto. Y es que nuestro común amigo -volvió a señalar el comisario- me ha hablado muy bien de usted, Méndez, y quiero que le molesten lo menos posible, dentro de la desgracia.
– De momento, estoy suspendido de servicio -dijo lamentándose Méndez.
– Bueno… -el jefe hizo un gesto amplio, en dirección a los quioscos de las Ramblas-, la sanción todavía no es firme, pero más vale que la consideremos un mal menor. También sería un mal menor que usted estuviese unos días fuera de Barcelona, Méndez. Lejos del ambiente, lejos de los comentarios y lejos de algún periodista encabronado con la noticia.
– No me irán a enviar otra vez a las playas de Tarragona, jefe. No me irán a enviar a San Salvador, Calafell, Creixell, El Vendrell y la madre que los parió. Son sitios estupendos, jefe, pero para gente hecha a todo, no para mí. Tanto sol metiéndose por tus orejas, tantas olas mojándote los callos de los pies, tanto aire puro colándose por todos los resquicios de la ropa y llegando hasta tus partes viriles, pueden acabar con un hombre de bien en una semana.
El comisario hizo un gesto de paciencia.
– No le enviaré allí, Méndez. Y eso que también reconozco que es un buen sitio.
– ¿Pues adonde va a enviarme?
– A Madrid.
Méndez entornó los párpados y envolvió su propio pasado en una mirada de nostalgia.
– Hace mucho que no voy a Madrid -dijo.
– ¿Cuándo fue la última vez?
– Declaré a favor de una mujer que hacía el oficio y a la que acusaban de no sé qué, pero el caso es que con mi declaración la saqué libre. Luego me lo quiso agradecer en el avión, cuando volvimos, y se puso a hacer de Emmanuelle, con su liguero y todo. Pero no me dio tiempo a terminar el asunto, porque es que entre Madrid y Barcelona hay muy poca distancia. Ya le dije que yo necesito por lo menos un viaje a Nueva Delhi.
– Eso no habrá autoridad que se lo pague.
– Lo entiendo. Pero ¿por qué me van a pagar el viaje a Madrid?
– Es una comisión de servicio, una comisión de servicio costosa, a ver si me entiende. O sea que se paga en gran parte con los fondos reservados del Ministerio de Gobernación. Me han consultado un par de minutos después de marcharse, Méndez, y por la clase de hombre que necesitan he pensado que puede ser usted.
Méndez meneó la cabeza negativamente.
– Nunca he servido para gran cosa -reconoció-. Tengo mala fama, mala presencia y hasta diría que malos recuerdos. No es posible que el retrato robot de un agente que ha de hacer un servicio de lujo se parezca en algo a mí.
– Es que conviene coger por los pelos cualquier ocasión para que usted se largue de Barcelona, Méndez.
– Sigue sin ser bastante.
– Hay otra razón. Quieren dos agentes, ¿comprende? Uno provisional, que se limitará a husmear el ambiente y reunir todos los datos que pueda, y otro definitivo, que sustituirá al primero y hará de verdad el trabajo. Usted es provisional, o sea que no necesita ser listo. Incluso no importa que llame un poco la atención. El que no ha de llamar la atención es el que le sustituya. Ese sí que ha de ser un primera clase. En cambio un hombre como usted, más bien malencarado, mal vestido, mal ambientado y oliendo a policía con poca paga, puede ser útil porque atraerá la atención y hará que nadie se fije en el otro. Usted es el hombre ideal, Méndez.
– Ondia, gracias. No sabe la ilusión que me haría que todo lo que ha dicho de mí figurara en mi hoja de servicios. Si quiere le beso la mano, jefe.
El jefe dijo con desprecio:
– Otra cosa me tendría que besar.
– Todo es proponérselo.
– Mire, Méndez, menos coñas. Me interesa por muchos motivos que haga ese trabajo. Y a usted le interesa también, primero porque se da el bote cuando le conviene darse el bote. Y segundo porque así podemos dejar en suspenso la suspensión de funciones que significa la suspensión de servicio esa, ¿me ha entendido? Pues va a ir a Madrid. Y se va a alojar nada menos que en el Hotel Palace.
Méndez dijo con expresión de angustia:
– No sobreviviré.
– Eso es lo de menos.
– También le agradezco su interés, comisario. Infiernos… ¿y se puede saber por qué han montado todo este cristo?
El comisario dijo con suavidad, mirando al vacío del otro lado de las Ramblas:
– Porque van a matar a un hombre.
16 EL PALACE
Lo más importante, cuando uno tiene que hacer un trabajo sucio, es parecer un ciudadano distinguido y por encima de toda sospecha. Esa era la idea que guiaba a Fernando Torres cuando decidió adquirir un surtido completo de trajes de alta confección, un equipaje de piel, una cartera de mano de auténtico cocodrilo y un surtido de corbatas y camisas italianas, última importación autorizada. Otro detalle que le pareció esencial fue alquilar un coche Mercedes y pedir habitación en el Palace apenas llegado a Madrid. El Mercedes lo usaría muy poco, pero quería que se lo aparcaran -y por lo tanto lo vieran- los empleados del hotel.
Cuando se tiene que hacer un trabajo sucio y se quiere parecer un ciudadano por encima de toda sospecha hay que cuidar además otros detalles, como repartir generosas propinas, leer en el salón rotonda la prensa económica internacional mientras se anotan algunos datos, pedir en el restaurante del hotel -nunca fuera- lo más caro de la carta, y hacerse llamar por amigos que afirmen ser altos cargos de un ministerio. Las llamadas deben ser hechas, preferentemente, durante las horas que uno pasa en el salón rotonda o en el bar del hotel, para que sea necesario buscarle a uno, con el consiguiente revuelo burocrático. También es importante preguntar a la telefonista quién molesta de una manera tan insistente. Las telefonistas comentan luego cosas con los otros empleados, y como suelen ser personas de memoria prodigiosa, crean o destruyen reputaciones en cuestión de días.
Un último y exquisito detalle -eso también lo utilizó Fernando Torres- fue hacerse visitar en el Palace por un periodista, mejor dicho un sedicente periodista, quien manifestó en recepción un grandísimo interés por localizarle, ya que de Fernando Torres podía depender una información importante. El sedicente utilizó el nombre de un diario de Valencia, para que nadie se diera cuenta de la falsedad, porque Torres ya había advertido que en el Palace conocían de hecho a todos los periodistas de Madrid, entre ellos también una buena cantidad de sedicentes.
En fin, a los tres días de residir en el Palace, Fernando Torres era un cliente conocido, respetado y, naturalmente, por encima de toda sospecha. Fue entonces casi exactamente, en el momento calculado minuto a minuto, cuando llegó Ismael Gandaria.
Fernando Torres se fijó en él porque Ismael Gandaria era el hombre al que estaba esperando y la razón de que se hubiese alojado en el Hotel Palace con tan exquisita ceremonia. Otra de las reglas de oro que Fernando Torres conocía bien era que hay que llegar sin prisas antes que el objetivo y marcharse con menos prisas todavía cuando el trabajo está hecho, o sea cuando el objetivo ya no existe. También hay que procurar, por supuesto, que la persona a la que buscas no repare en ti y que te tome por uno más entre los hombres con los que invariablemente se cruzará cada día.
Eso no fue obstáculo para que Torres se fijara intensamente en Gandaria, por encima del borde del
Los que no llevaban maletines ni nada que les pudiese impedir el libre movimiento de las manos eran sus dos guardaespaldas. Fernando Torres se fijó bien en ellos, se dio cuenta de que estaban muy atentos a todo y de que no intentaban disimular su condición. Por la longitud y flexibilidad de sus dedos podían ser unos perfectos pistoleros, y por su estatura y peso podían ser unos perfectos karatekas. Se colocaron sabiamente junto a Gandaria mientras éste recibía la llave, uno mirando hacia la puerta y otro hacia el interior del hotel, pese a que presumiblemente no podía surgir de allí ningún peligro. Los ojos helados del que vigilaba el interior recorrieron el salón y se posaron por un momento en la figura de Fernando Torres, pero éste había conseguido tener una mirada completamente en blanco, lejana y vacía, que no se concretaba en ningún punto. El guardaespaldas llegó a la conclusión de que aquel hombre joven y elegante, que era el mejor situado para controlarlos, ni siquiera se había fijado en la llegada de Gandaria. Hizo un leve gesto y le dijo a su compañero:
– Bien.
Un momento después, Gandaria y sus dos hombres fueron hacia el ascensor. Fernando Torres ni siquiera los miró cuando pasaron a unos metros. Y permaneció sentado, con perfecta indiferencia, cuando hubieron desaparecido.
El único riesgo que no podía permitirse era el de llamar la atención. Por otra parte, en un delicioso Madrid donde las cosas aún se hacen con cierta calma, él disponía de tiempo sobrado para concluir el trabajo. Toda una semana mágica.
El hombre solitario que entró a continuación, y en el que Fernando Torres no se fijó ni un momento porque no le conocía, paseó por el vestíbulo una mirada cansada y nostálgica. Lo primero que le llamó la atención fue que el hotel conservara su generosa amplitud, su matizada luz, su vieja geometría de los tiempos nobles. El recién venido no se distinguía por sus guardaespaldas, sino por su mirada cargada de añoranzas. Pasó casi rozando a Torres, se sentó en una butaca situada a un par de metros, con esa lentitud que tienen los artrósicos, y luego se dedicó a mirar al vacío. Pero aquel vacío parecía estar lleno para él de voces que habían sonado y de seres que habían existido: ministros del viejo banco azul, secretarios del ateneo de la cercana calle del Prado, banqueros de Lhardy, cortesanas de Chicote, escritores del
Se volvió a fijar, efectivamente, en el recién venido, por si cabía la posibilidad de que fuera un policía, pero desechó enseguida la idea, porque los policías que hacen servicios de calle o de salón no suelen ser tan viejos. El hombre que se había sentado cerca no mostraba aún los signos de la última decadencia, pero tenía encima todos los olvidos y todas las añoranzas. Fernando Torres, aunque en esas cosas se equivocaba poco, no supo calcular su edad, porque era un tipo que engañaba. Le atribuyó en cambio un desinterés total por la época presente y ante todo una cultura superior, dos motivos de peso para que dejara inmediatamente de ocuparse de él, especialmente el último.
Al cabo de unos minutos el recién llegado se levantó con lentitud y miró hacia la puerta del hotel, hacia las Cortes, la Carrera de San Jerónimo y no muy lejos la Puerta del Sol, al Madrid de las viejas estampas que quizás aquel hombre conocía muy bien y había añorado durante mucho tiempo. Dio unos pasos, mientras Fernando Torres le miraba de soslayo. La gran sala estaba ahora casi llena -banqueros que hablaban del último empréstito, casados que comentaban algo sobre coristas lejanas, casadas que se interesaban por el precio de un brillante cercano, viejos políticos que hablaban de una crisis del siglo xix, jóvenes políticos que maquinaban una crisis para el siglo xxi-. Los camareros iban en silencio de un lado para otro, catalogaban, susurraban, predecían. Para aquel hombre ya mayor todo dio una vuelta, como si la sala se hubiese puesto a girar, y tuvo que apoyarse un momento en el respaldo de la butaca de Fernando Torres.
– Perdone -musitó.
– Nada, no se preocupe.
Aquel hombre fue a su habitación. No necesitaba recoger la llave porque la guardaba en el bolsillo. La había tenido allí sin darse cuenta casi todo el día, mientras recorría una vez más el viejo Madrid. Se elevó hasta el segundo piso, se acercó a la puerta de su habitación, introdujo en la cerradura la llave y fue a hacerla girar, pero hubiera podido ahorrarse el gesto. Observó que la puerta estaba encajada solamente. Con un gesto de extrañeza, entró.
Por un momento, durante unos segundos que se le hicieron interminables, tuvo la sensación de que se había equivocado de cuarto.
Porque dentro estaba una mujer. Y la mujer se empezaba a desnudar, sacándose el vestido por la cabeza.
Todo hombre con la edad y la experiencia de Méndez tiene, no hay que dudarlo, un pasado galante. Méndez arrastraba muchos años ilustrados por Junceda, Opisso, Alloza y sobre todo Rafael de Penagos, que le había familiarizado con la imagen de una mujer treinteañera, gordita, de buenas costumbres, buena crianza y buen culo, que tenía un gramófono en el salón y se ajustaba las ligas antes de salir de casa. La vida de Méndez estaba jalonada de visiones así -por lo general rigurosamente irreales-, de ventanas luminosas, muebles color caoba y carnes prietas, ligeramente tibias, sobre las que el vestido se agitaba como una bandera. Una mujer de esa clase aún le producía un cosquilleo absolutamente fuera de plazo, una crispación inútil, lejana y secreta.
Pero la que tenía delante ahora no era la típica mujer del cosquilleo, una de las que tanto habían florecido en la cosecha inmediatamente anterior a 1950. Era una dama de unos cuarenta y tantos años, que usaba una lencería rococó, unos zapatos de medio tacón hechos para visitar obispos en trance de consagración y ministros en situación de disponible, un collar de perlas convertidas en una garantía y unos pendientes de esmeraldas hechos una provocación. Mujer dotada, sin duda, de todas las solideces requeridas por los bancos, no tenía, sin embargo, la solidez exigida por las camas. Sus muslos eran algo flacos, en comparación con las caderas y el vientre, siguiendo esa ley, tan constatada por Méndez, de que las mujeres se meten la edad en las piernas antes de metérsela en el cuello y en la cara. Eran unos muslos que habían perdido carne, vigor y en consecuencia calidad neumática. Sólo las jovencitas, había pensado muchas veces Méndez, tienen la fuerza de la vida en las nalgas que suben y en los muslos que estallan. Los cuarenta y cinco años -probables- de la mujer que ahora izaba bandera se apreciaban en la delgadez de las columnas básicas, la gravidez del vientre, que almacenaba horas, y la pesadez del culo, que ya se iba llenando de plieguecitos secretos. No eran visibles, en cambio, en su pelo bien arreglado y bien teñido, en la línea todavía firme de los labios y en la esbeltez de un cuello donde no había más que dos débiles arrugas, dos pequeñas batallas perdidas.
Acababa de sacarse por la cabeza el vestido y se mostraba con toda su posible desnudez de modelo de entre épocas. Preguntó con voz muy dulce:
– ¿Estás ahí, Delia?
Méndez quedó paralizado.
No era extraño que ella hubiese oído el ruido de la puerta. A la fuerza tenía que haberlo oído. Pero lo curioso, lo increíble era que preguntaba por una mujer… con la cabeza vuelta hacia él, es decir hacia un hombre o lo que quedaba de un hombre. A aquella distancia, apenas cinco metros, no llegaba a verle.
– ¡Delia!
Méndez no supo qué decir, qué hacer. Le ocurrió lo mismo que unos momentos antes en el salón rotonda: todo dio una rápida vuelta en torno suyo. Esas cosas le pasaban, claro, por meterse en sitios caros, elegantes y desinfectados al menos una vez al año. Es lógico que de vez en cuando te dé un vahído, una lipotimia, o linotipia en el lenguaje clásico, causada por la limpieza, el lujo, y otros excesos de la vida sin freno. En fin, que a Méndez, a pesar de que estaba seguro de que aquélla era su habitación, le dominó un acceso de vergüenza y por lo tanto volvió la espalda.
– Pero Delia… ¿estás ahí?
El viejo policía oyó la pregunta en el momento de cerrar la puerta. Se encontró, sin saber qué pensar, en el largo pasillo color caoba, color tiempo que ya se había ido, alumbrado sólo por las pantallas que a intervalos le daban una luz opalina. Iba a alejarse de allí cuando en aquel momento se acercó una doncella.
– Perdone. ¿Necesita usted la habitación? Es que iba a entrar unas toallas nuevas.
– ¿Por eso estaba la puerta abierta?
– Sí, señor. La había dejado así sólo un momento, mientras las iba a buscar aquí al lado mismo. ¿Es que ha pasado algo?
– Sí que ha pasado algo -dijo él embarazosamente-. Ahí dentro hay una mujer.
– No es posible… Pero vamos a ver. Perdone.
La doncella entreabrió sólo un momento y miró hacia el interior. Se sonrojó mientras volvía la cara hacia el pasillo y cerraba.
– No sé cómo ha podido suceder -dijo-. Es la señorita Alonso.
– ¿La conoce? -preguntó Méndez con amabilidad de policía que acaba de leerse la Constitución y aún no ha tenido tiempo de reaccionar.
– Sí que la conozco. Vive justo en la habitación de al lado.
– ¿Y cómo ha podido equivocarse?
– Perdone… Le he dicho que no lo entendía, pero sí que lo entiendo. Claro que sí… La señorita Alonso es ciega.
Méndez asintió con la cabeza, con un gesto de muda comprensión, mientras captaba en algún sitio, en algún rincón que ya no le pertenecía, un pinchazo remoto.
– Ya he notado algo extraño… -murmuró en voz baja-. A la fuerza hubiera tenido que verme cuando he entrado, y sin embargo me ha tomado por una mujer. Me ha llamado no sé cómo…
– ¿Delia?
– Sí, eso es. Me ha tomado por una tal señorita Delia.
– Es su doncella personal. Duerme a su lado, en la misma habitación. Ya sé lo que ha pasado, ya… La señorita Alonso no se confunde nunca, porque cuenta los pasos muy bien y ya conoce bastante el hotel, aunque sólo lleva tres días aquí. Pero esta mañana debe de estar nerviosa, digo yo, y se ha confundido de habitación por la simple distancia de una puerta. Como además yo la había dejado entreabierta, pues ya lo tiene usted. Ya está.
– Bueno, ¿y ahora qué hago yo? Querrá cambiarse de vestido, y por eso se está desnudando. No puedo volver a entrar si usted no le dice algo.
– No se preocupe, yo lo arreglaré.
Fue a entrar, pero Méndez la sujetó por el brazo con mucha suavidad, en parte por algún remotísimo resto de educación y en parte porque apenas tenía fuerza en los dedos, después de estar dos días a régimen de vinos de marca.
– Oiga…
– ¿Qué, señor?
– No le irá a decir que la he visto.
– Descuide. Claro que no. No se preocupe, que una sabe hacer las cosas con tacto.
Golpeó con los nudillos en la puerta, abrió sin esperar permiso y advirtió:
– ¡Señorita Alonso, señorita Alonso! ¡Métase otra vez el vestido, que se ha equivocado de habitación!
Méndez ya no estaba cuando la ciega salió. Aunque sabía que ella no podía verle, consideraba un deber de delicadeza no asistir a la ominosa retirada. Y es que en cuestión de mujeres que le recordaban los dibujos antiguos, Méndez estaba lleno de delicadezas. Fue de nuevo a la rotonda del hotel, donde vio salir a Candaría -extraño empresario aquel vasco que desafiaba a todo y a todos, y que había declarado estar dispuesto a morir antes que pagar a ETA el impuesto revolucionario-, donde vio también deslizarse hacia el interior a aquel joven ejecutivo de mirada alemana y ropas italianas al que había tenido a su lado antes, durante los breves minutos que dedicó a la contemplación del salón y su mundo. Donde vio, en fin, a Rafael Borras, de quien le habían dicho que en aquel mismo lugar había tenido que oír cien veces las tesis de Giménez Caballero, viejo imperialista que un día quiso casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler, buscando un cruce prodigioso y a la vez lleno de gloria, del que saldría sin duda un doberman católico. Vio, en fin, a Roca Junyent sugiriéndole a un periodista la conveniencia de una tesis doctoral sobre la transmigración del alma de Cambó. Pero lo que vio con más atención, con más detalle, con más precisión, como si fuera lo único que ocurría en el hotel, fue la figura de la ciega que cruzaba el salón. Iba acompañada por una mujer más joven -sin duda la importantísima señorita Delia-, quien la guiaba para que no tropezase en aquel universo de paseantes en corte, empresarios, profetas, bragueteros y presidentes de remotísimos consejos de administración que iban a dar cualquier día la campanada de una opa. La señorita Alonso iba vestida con severidad y con ropas estrictamente negras. Méndez recordaba ahora -lo recordó de pronto como en un chispazo, como en una fotografía borrosa de algo que había sucedido en otra ciudad- que el vestido que se estaba quitando cuando él entró en la habitación también era negro. Y aunque ahora las mujeres suelen usar ese color a diario -porque es elegante, es digno y además da bien cuando una se la juega sobre las ropas de una cama-, había algo en la señorita Alonso, flotaba algo en la señorita Alonso, transportaba algo la señorita Alonso que era luto de verdad, negro de Valladolid, credo de Simancas, llanto zamorano. Era un vestido de pena y de procesión, no de cabalgada en cama. A Méndez el vestido de la señorita Alonso, su forma de llevarlo, le recordó los grandes lutos históricos, los de los años cuarenta, que ésos sí que fueron lutos de verdad y con media España llorando detrás de cada hoz o detrás de cada flecha. Había algo en aquella mujer -había algo ahora y no antes, cuando le recordó una imitación de un dibujo de Rafael de Penagos- que apagaba todos los murmullos del hotel para dejar a su paso un silencio de cementerio castellano. Méndez se dio cuenta de que esta vez el vestido negro de la mujer sí que era como una bandera.
La siguió.
Había en ella algo que le fascinaba, que le impedía pensar, pero que al mismo tiempo dejaba en su corazón -ya lleno de callos y otras distinciones piadosas- un poso de miedo.
Ella dobló hacia la izquierda.
Calle del Prado.
Era absurdo.
La señorita Delia la abandonó, apenas las dos hubieron cruzado la calzada.
Pero ¿por qué la dejaba sola?
¿Qué sentido tenía aquello?
Méndez cruzó la calle también. Materialmente pasó junto a la importantísima señorita Delia, quien no se fijó para nada en él porque no le conocía. La importantísima señorita Delia se había quedado parada en la acera, como si vigilase algo, como si esperase algo. Sin duda esperaba a la importantísima señorita Alonso. Y Méndez tras ella, fue tras la ciega del vestido negro, tras la abanderada, tras la más extraña mujer que había conocido nunca. Comprendió dos cosas: que ella iba contando los pasos para no equivocarse y que sin embargo no era la primera vez que se dirigía al sitio donde se dirigía ahora. Porque había en sus movimientos, en sus pasos, una cierta seguridad. Méndez no entendía por qué razón una ciega tenía que andar sola por una calle de Madrid pudiendo tener compañía, aunque más o menos supiese adonde iba y aunque la calle de Madrid en cuestión fuera la calle del Prado, donde lo peor que le podía ocurrir a una ciega era que le cayese una de las enciclopedias del ateneo sobre la cabeza. Esta sensación de extrañeza se unía en Méndez a la sensación de miedo, extraña sensación de crespón negro, misterio detrás de una cortina y lágrima escondida en un relicario. De modo que Méndez hubiera seguido a aquella mujer hasta el fin del mundo, porque eran demasiadas las cosas que sentía ahora, pero le bastó seguirla hasta tres portales más allá. Entonces ella pareció contar un último paso, giró hacia la derecha y entró.
Era una escalera antigua, con peldaños de madera, lámparas ovaladas, barandas de forja y quién sabe si inquilinos que aún pagaban el alquiler en duros de plata. Pero la señorita Alonso, que parecía saber muy bien adonde se dirigía, no subió por aquellas escaleras. Volvió a girar a la derecha, sin equivocarse, y penetró por una puerta entreabierta que estaba en la misma planta baja.
Méndez la siguió sin vacilar. Sabía que no estaba cumpliendo con su deber, sino haciendo una cosa estrafalaria y probablemente absurda, pero no le importaba. Aparte de eso, ¿cuál era su deber? De modo que entró inmediatamente detrás de la ciega, dio dos pasos, entrecerró los ojos, contuvo un grito, sintió otra vez en su pecho aquel vacío y en sus rodillas aquella debilidad, aquel resto de su reuma barcelonés, solapado y antiquísimo.
Porque el sitio en el que la señorita Alonso y él acababan de entrar era una habitación modesta, preparada para un velatorio.
Había un ataúd blanco.
Y dentro el cadáver de una chiquilla.
Méndez lo recordaba muy bien.
¿Cómo no, si lo había descubierto él mismo, mientras buscaba un cachorrillo entre las ruinas de una fábrica…?
17 UN DESPACHO JUNTO A LOS LEONES
Méndez volvió a notar aquel dolor en las articulaciones, aquella flojedad en las rodillas. Él, que creía haberlo visto todo, que creía haber bajado hasta los infiernos más familiares y discretos, se dio cuenta de que nunca se había encontrado ante un infierno tan familiar y discreto como aquél. Por unos momentos se sintió vacilar, se dio cuenta de que las paredes avanzaban hacia él y luego retrocedían, como en una alucinación.
En la habitación, aparte de la ciega, había una mujer ya mayor, también vestida de negro. Aquella mujer, sentada en una silla al lado del ataúd blanco, no le había visto. No hubiera visto tampoco a un caballo entrando en la habitación, porque tenía la mirada perdida y los ojos anegados en llanto.
La ciega avanzó hacia el ataúd, acarició con las yemas de los dedos el rostro de la muerta y de pronto lanzó un grito ronco, ahogado, que no parecía surgir de una garganta normal, sino de un amasijo de músculos rotos. Méndez, incluso sin verla, porque la tenía de espaldas, se dio cuenta de que las lágrimas resbalaban por las mejillas de la señorita Alonso.
Y algo se rompió en él. Algo le dijo que no podía estar allí, espiando el dolor de las dos mujeres, ensuciando aquel dolor con su presencia. Además estaba tan confundido, tenía el cerebro tan paralizado que para empezar a pensar en algo necesitaba salir de allí.
Dio media vuelta en silencio.
Se encontró en la calle sin saber cómo.
La señorita Delia estaba a unos pasos, pero no se había dado cuenta de su presencia. El que se dio cuenta fue aquel hombre alto, más joven que Méndez -cosa nada difícil- vestido mejor que Méndez -cosa menos difícil aún- y con una cierta expresión de desdén en el rostro, como si se encontrara ante una situación demasiado consabida para merecer su interés. Tocó suavemente el hombro del policía mientras susurraba:
– Inspector Méndez.
Él lo miró. Como el tío era más alto, tuvo que alzar la cabeza.
– ¿Quién es usted?
– Soy el subcomisario Ceballos.
– ¿Qué pasa? ¿Me ha estado vigilando?
– No, pero he estado vigilando esta casa.
Méndez suspiró con cansancio, porque seguía sin entender nada. Y eso lo desalentaba. Miró de soslayo al otro hombre y musitó:
– No sé si será ridículo pedirle que me explique lo que sucede.
– Precisamente me he acercado a usted porque quiero darle una explicación.
– Entonces entremos en cualquier taberna -sugirió rápidamente Méndez-. Hay tabernas tan estupendas en Madrid que bien merecen se gaste en ellas lo que le quede de honor posterior a un hombre.
– ¿Puedo hacerle una sugerencia? -musitó Ceballos, después de mirarle fijamente.
– Sí, claro.
– No nos metamos en ninguna taberna.
– ¿Por qué?
– Porque a lo mejor a usted no le queda ya ninguna porción de honor posterior por gastar, Méndez.
– Se ve que me conoce. Nunca creí que mi fama hubiera llegado tan lejos.
– Me han hablado de usted y además he repasado su expediente. Aunque le parezca mentira, Méndez, tiene usted una hoja de servicios en el Ministerio.
– Supongo que la desinfectarán de vez en cuando.
– Es una idea. Pero ahora acompáñeme por favor, Méndez.
– ¿Adonde? Si no vamos a una taberna, ¿dónde diablos podemos hablar?
– Nos basta con atravesar la Carrera de San Jerónimo. Vamos a un despacho que está al lado mismo de las Cortes.
En efecto, estaba tan cerca que daba la sensación de que con un salivazo desde la ventana podías dejar tuerto a un león de la entrada. Era un local amplio y luminoso, lujosamente enmoquetado, con muebles refinados y selectos que enseguida gustaron a Méndez. Eso significaba, sin duda alguna, que eran muebles de anticuario. Otra cosa que agradó a Méndez fue el ambiente quieto y sereno de aquel despacho, donde nada más entrar se tenía la sensación de que todos los asuntos, por importantes que fuesen, podían esperar. Y una última virtud nada desdeñable de aquel recinto: las cinco únicas personas que parecían trabajar allí eran mujeres, mujeres selectas, bien vestidas y bien lavadas, de las que intimidaban a Méndez. Mujeres, sin duda -pensó él- de gran inteligencia y con una alta solvencia sexual, pues seguro que podían hacer el amor mientras recitaban unos apuntes para oposiciones a cátedra. Mujeres bien aposentadas y sin duda con una ropa tan exquisita por dentro que podías estar deshaciendo un nudo durante un mes, y así, mientras tanto -siguió pensando Méndez- ibas tomando fuerzas.
Una de ellas dijo:
– Buenos días, señor Ceballos.
– Buenos días, Mónica. Quisiera ver al señor Besteiro.
– Enseguida le anuncio.
En las paredes, según observó Méndez mientras iba recuperando facultades poco a poco, se alineaban viejos títulos de la Deuda, lujosamente enmarcados como si fueran cuadros de valor. Eran títulos con sus cupones aún intactos, muchos de los cuales estampillaban una peseta, y hasta cincuenta céntimos. Eso, por sí solo, ya revelaba su venerable antigüedad, así como la buena fe de las damas -sin duda las hubo- que vendieron su entrepierna por un puñado de aquellos títulos pensando que así garantizaban su porvenir. Méndez captó con creciente alarma un ambiente bancario en aquel despacho, un ambiente de dinero antiguo, libros de actas y poltronas de consejo de administración, es decir un ambiente del que él no podría salir con buena salud de ninguna manera.
Preguntó:
– ¿Por qué me ha traído aquí?
– Quiero que hable con el señor Besteiro.
– ¿Quién es el señor Besteiro?
– En este caso el representante de un gran banco oficial.
Méndez suplicó:
– Usted se ha equivocado de hombre. Deje que me vaya antes de que el señor Besteiro se dé cuenta de que estoy aquí y me eche encima al perro. Porque no me va a hacer creer usted que el señor Besteiro no tiene un bulldog diplomado en el IESE.
– Usted no debe de tener mucho contacto con los bancos, Méndez.
– En alguna ocasión he tenido que investigar en ellos, pero de verdad, de verdad, lo que se dice de verdad, sólo he entrado en uno.
– ¿Para qué?
– Para impedir un atraco.
– ¿Y lo impidió?
– Bueno, hubo un follón.
– ¿Por qué un follón?
– Los atracadores eran amigos míos.
– Aun así, no me dirá que no los detuvo.
– No hubo necesidad, ¿sabe, Ceballos? La cosa se pudo arreglar por las buenas. Ellos devolvieron el dinero que se estaban llevando y a cambio el banco les concedió un préstamo. Yo lo avalé -dijo orgullosamente Méndez.
– ¿Y pagaron?
– No, claro que no. Eso nunca. -Y Méndez añadió rencorosamente-: En cuanto les eche el ojo encima sí que los detengo, a esos cabrones.
Pero ya estaban entrando en el despacho del, por lo visto, importante señor Besteiro. Una de las secretarias, la que debía de llevar la ropa interior más fina -Méndez sospechaba bajo la falda un liguero suntuoso y unas bragas solemnes, difíciles de quitar, con un águila imperial bordada en la parte anterior-, acababa de abrir la puerta. Besteiro resultó ser un hombre bajo, grueso y de expresión entre inteligente y astuta, según la imagen del banquero del Desarrollo que Alfonso Escámez y Pablo Garnica lanzaron a la historia. Tendió la mano a Méndez, en un gesto temerario para su salud, y le invitó a sentarse.
– ¿Fuma?
– Sólo farias gallegas y filipinos pata de elefante. -Lo siento. No tengo, señor Méndez. -No me atrevía a pedirle un Montecristo.
– Pues esos son precisamente los que tengo. Tome. El Estado paga.
Méndez encendió el cigarro, sintiéndose progresivamente mejor y más centrado. Aspiró el humo y entonces vio entre las volutas los ojos entre astutos e inteligentes de Besteiro -más astutos que inteligentes- que le miraban con fijeza. Bajó el Montecristo y musitó:
– ¿Qué?
– A usted lo han traído en comisión de servicio a Madrid para que haga unas investigaciones previas en el Hotel Palace. Confieso que, después de haber leído su expediente, siento una gran sorpresa ante esa elección.
– Yo también, señor Besteiro. Con franqueza, querían que durante un tiempo no estuviese rodando por Barcelona.
– ¿Algún muerto?
– Sí.
Besteiro no manifestó la menor sorpresa. Todo lo que hizo fue cambiar la mirada de sitio.
– Pediré aclaraciones sobre eso, Méndez, aunque a efectos puramente informativos, sin que se altere su misión. Y si a efectos informativos quiere saber algo más sobre mí, entérese de que tengo un alto cargo en el Banco de Crédito Industrial, pero en realidad no soy más que un policía. Eso sí, un policía de altura, acostumbrado a comer en Zalacaín o en La Trainera y a alojarse si hace falta en el Hotel Villamagna. Mi trabajo se centra en delitos económicos de altura, para lo cual necesito este cargo y esta posición.
Méndez se encogió de hombros.
– ¿Y por qué no, si el Estado paga?
– Paga.
– Bien. ¿Qué quiere de mí?
– En primer lugar, conocerle personalmente. El resultado de este conocimiento es, digamos, desconcertante. Tiene usted una habitación amueblada en la calle Nueva, de Barcelona, limpia y decente, dice el informe. Sin chinches, pienso yo, porque allí las chinches morirían de una blenorragia. Lo más curioso es que todo eso se nota mirándole, perdone, de modo que no le acabo de situar a usted en el Hotel Palace. Pero, en fin, si le han enviado es porque deben pensar que sirve usted para la misión. Ya le han informado, sin duda, de que tratan de matar a un hombre.
– Sí, al señor Gandaria.
– ¿Lo ha visto llegar?
– Hace poco.
– ¿Cree que está bien protegido?
– Sí.
– ¿Algún cliente le ha parecido sospechoso?
– No.
Besteiro suspiró con un cansancio de buen tono, es decir ese cansancio que uno empieza ya a sentir, ante la estupidez de los demás, hacia las once de la mañana.
Expulsó una bocanada de humo y explicó:
– Usted ya sabe que Gandaria es un rico industrial. Sus orígenes están en el norte, en Bilbao, en el barrio de Neguri. Come en Arzak, en Josetxu o en La Nicolasa. Muchas veces se desplaza de ciudad sólo para eso. Únicamente bebe Cune Imperial, aunque confieso que a mí el Cune Imperial no me gusta, y si me dan a elegir prefiero un Vega Sicilia, desde luego, o hasta un Viña Ardanza de buena cosecha, que los hay como para remediar males de obispo. En fin, que Gandaria es un hombre muy rico y que no hace nada por ocultar su riqueza. En plan de orgía informativa le diré también, Méndez, que es aficionado a las coristas, pero éstas de poca añada.
– Difícil empresa -aseguró Méndez-. Las coristas de hoy día suelen pertenecer al Siglo de Oro español.
– Bien, con todo ello comprenderá que ETA le haya pedido el impuesto revolucionario.
– También lo hace Hacienda -dijo Méndez-, pero cambiando el nombre.
– No es lo mismo.
– Ya.
– Gandaria no ha pagado nunca -dijo Besteiro acariciando en el aire una voluta de humo-, y además hace alarde de ello, por lo cual está amenazado de muerte, y yo creo que se ha convertido en un objetivo preferente de ETA. Naturalmente, por la importancia social de Gandaria y por su gallardía, hemos de procurar que no le ocurra nada. Que ETA no pueda con él. Gandaria se ha convertido en un símbolo de la resistencia al terrorismo, y no conviene que los símbolos caigan. Son lo único que puede hacer grandes a las gentes pequeñas. Por eso, ¿sabe?, la patria está llena de pedestales. Sólo falta poner las estatuas.
– Es usted un cínico -dijo Méndez.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Su forma de hablar.
– Sí. Soy un cínico.
– Como yo -dijo Méndez.
– Lo daba por descontado.
– Le felicito.
– Ser cínico me ha ayudado a llegar lejos -musitó Besteiro, con un cierto tono de nostalgia en la voz-. Eso y cumplir siempre con mi deber, crea o no crea en él. Y es lo que estoy haciendo en el caso Gandaria.
– ¿Cree que podrían matarlo en Madrid?
– ¡Qué cosas tiene! ¡Claro que sí!
– ¿Piensa que lo han seguido?
– No sólo eso, sino que tenemos indicios de que un profesional ha sido contratado para hacer el trabajo aunque sea en el mismísimo Hotel Palace. Ya sabe usted que ahora ETA, ante la falta de idealistas que además no sean detectables para nuestros hombres, contrata, paga y da armas a una inmensa, a una baja, a una repelente chorizada. Algunos trabajos los han hecho chicos de diecinueve años a los que daban un millón y una pipa, o chicas de COU a las que han dado una metralleta, un condón y un támpax. Pero en el caso de Gandaria tenemos noticias de que no han seguido ese método. El contratado es un auténtico, un verdadero y valioso profesional.
– ¿No saben nada más?
– Si supiéramos algo más no haría falta montar tanta vigilancia, Méndez.
– Entonces a Gandaria pueden matarle en cualquier momento…
– ¿Usted qué coño creía?
– ¿Y por qué no le han pedido que evite venir a Madrid?
– Pues porque él necesita venir a Madrid para sus negocios. Y bien mirado, porque aquí corre menos peligro que en el País Vasco. En el País Vasco no necesitan ni contratar a un especialista. Podría matarlo la portera. Y hay todavía una última razón: no le vengas a Gandaria con consejos porque te envía a la mierda.
Méndez sonrió débilmente.
– Me gusta ese tío -dijo.
– Bueno, yo tampoco tengo nada contra él.
– De todos modos, pienso que podían haberle aconsejado que se hospedase en un hotel menos llamativo.
– Todos los hoteles de lujo de Madrid son llamativos, Méndez. O es llamativo Gandaria, lo mismo da. Cámbielo usted de alojamiento y lo localizarán en diez minutos, de modo que en ese sentido poco importa lo que se haga.
– Entiendo.
– Pues si entiende, empápese de su misión. Debe captar cualquier anormalidad, debe descubrir a ese profesional antes de que sea demasiado tarde. Para eso lo han traído a Madrid, donde supongo que se encuentra a gusto.
Méndez carraspeó.
– Todo lo contrario. En el restaurante del hotel sólo me sirven vinos de consagrar y aguas embotelladas por San Luis Gonzaga. No he tenido éxito en mis peticiones de vinos comarcales y aguas procedentes de los lavaderos públicos, que son las que forjan, como usted sabe, un pueblo sufrido y fiel hasta la muerte. A las horas de las comidas me traen aves que tienen en el pico un piramidón, para demostrar su santidad y su limpieza, y soufflés hechos con extracto de hipofosfitos Salud. El aire de mi habitación está acondicionado, lo cuidan, lo santifican y lo mezclan con suspiros de monja. Cambian las toallas cada vez que me rasco un dedo. Este ambiente artificial acabará conmigo. No sobreviviré.
– No se preocupe, Méndez. Si triunfa, volverá pronto a la calle Nueva. Si fracasa, también.
Le apuntó con la llamita del puro y añadió:
– Ahora voy a decirle una cosa.
– ¿Qué?
– Usted ha llegado a la conclusión de que Gandaria es una especie de héroe. El pueblo también ha llegado a la misma conclusión, y eso aumenta la moral colectiva. Pero una vez dicha esta gran mentira, voy a decirle la gran verdad, Méndez. Conviene que usted la sepa porque necesita trabajar con todos los datos en la mano. Nosotros y los de arriba -señaló el techo de la habitación, como si allí estuviera vigilando la santísima trinidad del Cuerpo- tenemos la convicción de que ya ha pagado importantísimas cantidades a ETA.
Méndez carraspeó de nuevo.
– ¿Qué les hace pensar eso? -murmuró.
– Las cuentas corrientes de Gandaria. Su situación financiera, vamos. Ya le he dicho que tengo un importante puesto en el Banco de Crédito Industrial, y desde esa atalaya puedo otear lo que pasa en el campo del dinero español, que por cierto es un campo adornadísimo. Gandaria ha gastado enormes sumas en los últimos tiempos, sin lógica aparente, y ha hecho viajes sospechosos al extranjero, todo lo cual concuerda con la actitud de empresario que paga a ETA. No tenemos pruebas, pero pensamos que las cosas ocurren así. Y a partir de aquí sé que usted me hará dos preguntas, Méndez.
– Justo. Le preguntaré primero por qué razón Gandaria, si ha pagado, sigue con la comedia de que no paga. Y le preguntaré en segundo lugar por qué ETA quiere matarlo, si ETA ya cobra.
– Le contestaré, claro que le contestaré -dijo Besteiro, abandonando por unos momentos el cigarro-. Gandaria, si es que efectivamente paga como pensamos, no lo reconocerá nunca por varios motivos. Primero, por su propio carácter. Segundo, porque si se mantiene como un héroe, puede hacer una carrera política en la derecha española, cosa que ya ha empezado a insinuar. Y tercero, porque todo pago a ETA en el extranjero presupone una alta evasión de divisas, es decir un delito.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Buena respuesta -dijo-. Ahora explíqueme por qué ETA quiere matar a la gallina de los huevos de oro.
– Eso habría que preguntárselo a los terroristas, claro. Pero permítame tener mi propia hipótesis: Gandaria ya se ha cansado de pagar. O ya no puede pagar más. Es decir, la gallina ya no pone huevos. Reconozco que, hasta ahora, la banda terrorista ha sido bastante seria en sus tratos, es decir si se llegaba a un acuerdo en una cantidad, no exigía más. Pero últimamente ETA ha degenerado tanto que puede haber perdido hasta lo último que le quedaba: la seriedad. O puede que Gandaria no haya pagado aún todo lo que prometió. Y hasta pienso en una maniobra propagandística: si Gandaria quiere mantener su prestigio diciendo que no paga, ETA puede querer mantener el suyo matando al que dice que no paga.
– Ha pensado usted mucho en todos los detalles -elogió Méndez.
– En el Hotel Villamagna no sé qué hacer.
– Maldita sea, no es fácil encontrar policías como usted, Besteiro. A lo mejor incluso ha leído a los filósofos griegos de la escuela cínica y se ha pasado una tarde de domingo con Tom Wolfe y con Henry Miller. Pero lo único que ha hecho ha sido darme detalles sobre una misión que ya sé. Y ahora soy yo el que quiere preguntar cosas, ¿entiende? Soy yo.
– Naturalmente que sí. Pregunte, Méndez, aunque ya imagino lo que quiere saber.
– Es esto: yo descubrí en Barcelona el cuerpo de una chiquilla de unos doce años que había sido asesinada.
– Lo sé.
– Pues oiga bien, Besteiro: no se conocía la identidad de esa chiquilla. La última vez que la vi estaba hecha un bultito conmovedor en el depósito del Clínico. Y ahora la encuentro aquí, en Madrid, casi al lado de donde estamos ahora. Y se ocupa de su cadáver una mujer que encima es ciega y que reside en el Hotel Palace.
– Claro, Méndez. La señorita Alonso.
Méndez pestañeó.
– Tengo la sensación -dijo- de que dentro de poco empezaré a necesitar un trago.
– Pues espérese un poco, porque todo lo que sé sobre este asunto se lo puedo explicar. La niña se llamaba Mercedes y, en efecto, tenía doce años. La señorita Alonso es su madre adoptiva.
– ¿Insinúa que Mercedes fue una niña abandonada?
– No lo insinúo. Lo afirmo.
– ¿Y por qué la adoptó una mujer ciega?
– ¿Y por qué no?
Méndez se encogió de hombros casi imperceptiblemente, sintiendo que se movía en un terreno inseguro.
– Claro -dijo-, ¿y por qué no? Pero tal vez lo que estoy pensando es otra cosa. Yo entiendo mucho de mujeres, Besteiro, pero no de mujeres que adoptan a niños. Sin embargo siempre he pensado que la madre adoptante tenía que poder garantizar la protección de la hija adoptada. Dígame: ¿qué garantías de protección puede dar una ciega? ¿Eh? Dígame: ¿qué garantías?
– Toda la protección que usted quiera. La señorita Alonso es enormemente rica.
– ¿Muy rica…?
– Una de las principales fortunas de España.
Méndez quedó pensativo, sintiendo otra vez que se movía por terrenos resbaladizos. Y es que él, cuando le hablaban de dinero -del gran dinero-, se desconcertaba. Pero trató de ordenar sus ideas, porque aquél era un caso que había empezado y terminado él. Terminado en todos los sentidos, con el asesino muerto y metido ya en la fosa. Pero aún había muchos detalles que ignoraba, de modo que preguntó:
– ¿La señorita Alonso tiene otros hijos?
– No. Es soltera.
– ¿Por qué adoptó a Mercedes?
– Porque no la quería nadie.
– ¿Qué quiere decir eso de que no la quería nadie?
– Esa chiquilla era autista -informó Besteiro con paciencia-. Vamos a ver si me explico bien, aunque quizá le estoy diciendo algo que usted ya sabe, Méndez. En España hay unos cinco mil niños autistas. ¿Y qué les ocurre? Pues que no conectan con la vida, las personas y las situaciones. Se puede decir que las personas de su alrededor no existen para ellos. No existen tampoco para ellos los sonidos o los estímulos habituales. Usted puede disparar una pistola junto a su cara y ni siquiera pestañean. No miran directamente a los ojos, y si quieren una cosa, en vez de señalarla con el dedo por ejemplo, tomarán la mano de una persona adulta para conducirla hacia esa cosa. También tienen una enorme resistencia física. A veces repiten gestos agotadores e inútiles centenares de veces, de tal modo que otra persona acabaría reventada, pero ellos ni se enteran. Hay algunos que consumen sus propios excrementos, porque sólo lo que es auténticamente suyo les interesa. En resumen, son unas personas conmovedoras, imposibles de definir, que arrastran consigo todo un mundo propio. Nuestro mundo está hecho de pedazos que repartimos entre los demás. El suyo no. No sé si me he explicado bien, Méndez. No sé si usted ha comprendido ya por qué una niña de esa clase pudo despertar la compasión de una supermillonaria.
Méndez sintió un pinchazo en el fondo de sus ojos, quizá cansados de ver los pedazos de su mundo que tantas veces había repartido inútilmente. Musitó:
– Claro que lo comprendo.
– Bueno, pues ésa era la niña.
– ¿Por qué mataron a una desgraciada así?
– Por dinero.
– ¿Qué dice?
Todo el cuerpo de Méndez estaba ahora tenso. Sus ojos ya no eran melancólicos sino duros y crueles. Volvían a ser los ojos de la serpiente vieja. Sacó la lengua que parecía dividida en dos mitades para repetir:
– ¿Qué dice…?
– La pequeña fue secuestrada. Nada tan fácil como secuestrar a una chiquilla así. No tienen voluntad. Se dejan conducir a donde sea. Y confían en todo el mundo. Su propia vida no les importa.
Méndez dijo abruptamente:
– Hijo de puta.
– Se refiere al asesino, ¿no?
– Lástima que en España no haya pena de muerte. Lástima de verdugo con dotes artísticas y sin demasiada prisa.
– Méndez…, ¿me equivoco si pienso que el muerto que usted dejó en Barcelona era el asesino?
– No. No se equivoca.
Besteiro dio una larga chupada a su cigarro.
Por unos instantes se produjo en el despacho un insoportable silencio.
Al fin Besteiro susurró:
– Deje que le continúe explicando. Esa pobre chiquilla, Mercedes, fue secuestrada, como le decía. Y a cambio de su vida le pidieron a la madre adoptiva una cantidad de las que obligan a meditar: un millón de euros. Ella dijo inmediatamente que pagaría.
– ¿Tenía esa cantidad?
– Por supuesto que sí.
– Cada vez estoy más cerca de necesitar un trago -barbotó Méndez.
– En apariencia -continuó Besteiro, como si no le hubiese oído-, el secuestro se hubiera resuelto como tantos otros a lo largo y ancho del mundo: pagando. Pero la señorita Alonso, desesperada, había hablado con la policía antes de que el secuestrador le enviara el primer mensaje. La policía intervino, sin hacer caso de las súplicas de la madre para que no moviera un dedo. En un delito tan repulsivo, no íbamos a permitir que un bastardo se saliera con la suya. Aconsejamos a la señorita Alonso que pagase, pero tendimos una trampa. Es decir, Méndez, todo lo que le estoy explicando ya lo sabe: es de manual. Lo que ya no resultó de manual fue que la encerrona fallase y el secuestrador pudiera huir, aunque sin el dinero. Y sin embargo la encerrona estaba bien montada, Méndez. Por lo que me han explicado, mis compañeros lo hicieron todo muy bien. En la operación no intervino ningún tonto. Y sin embargo la trampa falló. No entiendo cómo falló, ¿sabe? El secuestrador parecía saber más que nosotros. No sólo pudo escapar, sino que estuvo a punto, a punto de llevarse el dinero encima. Hubiera sido el colmo.
Méndez miró al vacío.
Ahora sus ojos estaban perdidos en un punto inconcreto de la estancia.
Pensaba en algo. En alguien.
Pensaba en el inspector Marquina.
Susurró:
– ¿Pudo prevenirle otro policía?
– ¿Qué dice?
– Pues eso. Un policía que le indicara: «Ten cuidado con eso. Ten cuidado con aquello. Obra así. Obra asá». Unos consejos paternales, Besteiro.
– Pero ¿por qué piensa que un policía puede estar involucrado en eso?
– No, si no lo pienso.
– ¿Sabe usted algo que no me explica, Méndez?
– ¿Yo? ¡Pobre de mí! ¡Qué voy a saber!
– De todos modos -dijo Besteiro pensativamente-, por lo que yo sé del asunto, y hablando en pura teoría, da la sensación de que el secuestrador estuvo bien asesorado técnicamente, porque otro hubiera cometido fallos que él no cometió. En fin, dejemos eso. El caso fue que con nuestra intervención chafamos el asunto, lo hundimos todo, la espichamos, en una palabra. El secuestrador perdió los nervios, que es lo peor que puede ocurrir en esos casos. Convencido de que estábamos tras su pista, se llevó a Mercedes a Barcelona en coche y en Barcelona se deshizo de ella. Por descontado que la pequeña no pudo ser identificada al principio.
– Claro -dijo Méndez, pensando en voz alta-. No llevaba documentos, y además su cuerpo había aparecido en otra ciudad.
– No es sólo eso. La alarma había sido dada para encontrar a una niña autista, es decir deficiente mental. Y eso confundió o desorientó aún más a nuestros ilustres amigos de la bofia. Cuando te dicen que busques a una chiquilla deficiente mental te haces enseguida la idea de que ha de ser una persona a la que se le note en la cara, o sea una persona con una cara especial. Y los autistas no tienen ningún rasgo físico. Al contrario, suelen ser personas muy guapas. Cuando están vivos se nota su deficiencia, claro, pero cuando están muertos no. Eso dio a la policía de toda España una especie de pista falsa, de modo que no le extrañe que aquel cuerpecito de Barcelona no fuera relacionado al principio con la chiquilla de Madrid.
Méndez seguía mirando al vacío.
Su expresión era reconcentrada.
Murmuró:
– Lo comprendo muy bien. Yo mismo me confundí también al principio. Creí que la chiquilla que había aparecido muerta era la hija de un presidiario.
– En fin, Méndez… -Besteiro alzó las manos en un gesto de impotencia-. Todo ha salido muy mal, pero al menos el caso está cerrado porque el asesino ha muerto. Sólo me resta añadir una cosa que usted mismo ha visto: el cuerpo de la pequeña ha sido trasladado a Madrid y se procederá a darle sepultura. La madre adoptiva está deshecha, está hundida, pero es una mujer de gran clase. Ha sabido guardar una impresionante dignidad.
Hizo una pausa y añadió:
– Bueno, creo que necesitaba hablar con usted y ya lo he hecho. Tome este número de teléfono -le pasó una tarjeta por encima de la mesa-. En caso de tener que darme alguna noticia, por insignificante que sea, me llama o pasa a verme, para lo cual ya ha visto que no tiene más que cruzar la calle. Yo siempre estoy aquí, o al menos estoy localizable.
Se puso en pie, dando por terminada la entrevista, pero Méndez siguió sentado como si no tuviera fuerzas para levantarse. Murmuró:
– Una mujer que puede pagar de golpe un millón de euros, ¿por qué tiene el cadáver de su hija adoptiva en un sitio tan modesto como esa vivienda de la calle del Prado? La señorita Alonso tendrá una mansión, digo yo. En Puerta de Hierro o un sitio de ésos donde hasta el pipí de los mayordomos huele a Vega Sicilia.
– La tiene, claro que la tiene. Pero en esa vivienda relativamente modesta que usted ha visto vive la asistenta que cuidaba personalmente de Mercedes. Era la única persona a la que Mercedes hacía caso y entendía. Supongo, Méndez, que para un hombre de la calle Nueva, como usted, eso no significa nada, pero aquí a eso lo llamamos amor. Extraña palabra, ¿no? ¿La ha oído alguna vez? La señorita Alonso sí, y por eso ha querido rendir un homenaje a la persona a la que Mercedes más quiso. Y ahora vuelva al hotel, Méndez, y aproveche. No sabe la suerte que tiene al disponer de barra libre.
Méndez masculló:
– No sé si va a creerlo, pero llevo veinticuatro horas a base de agua mineral. Creo que eso no lo resistiré. Acabaré con el hígado deshecho.
Con pasos menudos, bizqueando porque la luz de la calle le irritaba la vista, Méndez regresó al hotel. Estaba convencido, de todos modos, de que perdía el tiempo y el dinero, porque aquella costosa operación no serviría para nada, excepto para demostrar que los que sirven al gobierno en las alturas son personas de buen gusto y saben gastar. Nadie pretendería matar a Gandaria nada menos que en un sitio como el Hotel Palace.
Casi en la puerta se encontró con el hombre joven, elegante, a quien antes había visto leer en la rotonda la prensa económica, tomando algunas notas. A aquel hombre joven, elegante, etcétera, le estaban abriendo la puerta de un coche Mercedes. Las miradas de los dos se cruzaron.
Y Méndez, bien educado, como siempre, con los que de alguna manera detentaban el poder, le saludó:
– Buenos días.
18 LA SEGUNDA MUERTE DE GANDARIA
Méndez, mientras se adentraba en el hotel con un cierto temor -cosa que le estaba ocurriendo desde que se presentó en él- se cruzó con otro hombre, pero tampoco a éste le prestó demasiada atención. Sólo su instinto de viejo profesional le hizo retratarlo durante unos segundos. Se trataba de un hombre ya mayor: tendría unos cincuenta y cinco años, pero esos años se notaban en su cara, no en el resto de su cuerpo. Su cara reflejaba un cierto cansancio, un cierto desinterés; era como si cada año vivido hubiese dejado en aquella cara una manchita de mosca. En cambio el cuerpo era ágil, entrenado, duro. Era todavía el cuerpo de un joven. Pero hoy día, cuando los ejecutivos juegan más al tenis que al póquer, eso no es extraño. Lo malo para los ejecutivos es que suelen jugar sus músculos, no su cabeza, y la cabeza sigue segregando los venenos de las horas de oficina, dejando en la cara las marcas del éxito.
Aquel hombre, pues, fue retratado por Méndez, pero inmediatamente Méndez lo archivó, mientras seguía avanzando hacia la rotonda. Una vez allí oteó el panorama de rostros ya conocidos, de transeúntes por conocer, damas otoñales a las que no valía la pena archivar, porque a Gandaria sólo hubieran podido matarle de aburrimiento, y señoritas inútiles para todo servicio en las que Méndez se fijó especialmente por puro placer estético, pero diciéndose a sí mismo que era por un sacrificado cumplimiento del deber. En efecto, nada garantizaba que no fuese una mujer la que había recibido el encargo de matar a Gandaria.
Mientras tanto, el hombre en quien Méndez se había fijado sólo un momento salía del hotel, dirigía una mirada hacia la bulliciosa glorieta de Neptuno y atravesaba la plaza de las Cortes para remontar la
Carrera de San Jerónimo. Miró de soslayo el Congreso, que al parecer no despertaba en él ningún interés, y se detuvo unos instantes ante los escaparates de un anticuario situado a mano izquierda. Bañados por una luz declinante acechaban en el interior una consola isabelina, un tocador ante el que debía de haberse desnudado una mujer de Monet, una delicada palangana de Talavera que parecía hecha para abluciones pecadoras y una jarrita que cabría en el segundo piso de un bolsillo de obispo y que parecía hecha para los óleos más santos. En un cuadro de dama con tafetán y perrito, situado al fondo, moría una luz que hubo una vez en el paseo de Recoletos, y en unos azulejos colgados cerca de la puerta brillaba un sol que estalló una vez en un huerto de Valencia. La vida desfilaba tras las anchas espaldas del hombre, se detenía en Lhardy, alquilaba una ilusión en el teatro y se escondía ante un mostrador y un reguero de vino junto a la plaza de Canalejas. El hombre de la cara gastada y el cuerpo joven pareció darse cuenta de que tenía el tiempo detenido entre los dedos, dio un cuarto de vuelta y siguió andando.
La Puerta del Sol, los despachos de la primera detención y los cafés de la última copa solitaria. Los policías que te enseñan a guardar distancias, la extinguida librería San Martín, especializada en temas militares, donde te enseñaban a ganar todas las batallas que ya pasaron. La calle Arenal, con el Hotel Moderno -que, por descontado, es muy antiguo- y la charcutería de lujo donde un letrero indica que allí sólo entran géneros, es decir carnes, sangres y se supone que clientes, de primera calidad. Jóvenes que esperan ver nacer en la acera un trabajo, abogados que esperan una pasantía prometida ya a sus padres, hombres y mujeres parados en espera de algo que podría ser la luna llena.
Y en el café, cerca de la plaza de la Opera, el otro hombre. En el café cercano a la plaza de la Ópera se encontraba Fernando Torres.
Fernando Torres estaba vuelto de espaldas, pero el que había salido poco antes del Palace lo reconoció enseguida. Entró con pasos tranquilos, hasta ponerse a su lado.
– ¿Todo bien, Fernando? -preguntó amistosamente.
Fernando Torres estaba distraído. Por primera vez en su vida podían haberle sorprendido como a un niño. Su derecha quedó un momento en el aire mientras volvía con rapidez la cabeza.
Miró a su interlocutor como si éste fuese un aparecido.
– Galán… -musitó. Y enseguida añadió, reaccionando después de la primera sorpresa-: No sabía que estuvieras en Madrid. Vaya… ¡qué cosas tiene la vida! ¡Pero qué cosas! ¿Desde cuándo no nos habíamos visto?
– Desde México, hará unos cuatro años. O tal vez nos vimos un poco más tarde -dijo Galán mirando al vacío-. Sí, eso es… Nos vimos un poco más tarde. Fue cuando yo te di las instrucciones para el trabajo de Panamá y después te lo pagué. Me parece que la última entrevista la tuvimos en el aeropuerto Kennedy. Hay que ver la de cosas que han pasado desde entonces, la de cosas.
– No muchas. La gente que antes pagaba, paga. La gente que antes cobraba, cobra. La vida es una comedia que siempre se repite. Oye, Galán…
– ¿Qué?
Fernando Torres pareció perder un instante, sólo un instante, su aplomo, mientras apoyaba ambas manos sobre la barra.
– ¿Estás ya retirado? -preguntó.
– No, qué va.
– Pero tienes muchos años.
– Cincuenta y cinco.
– Para este oficio eres una mierda de viejo.
– Te equivocas. Ni viejo ni nada. Estoy en mi mejor momento. Los que pagan lo saben muy bien. Por eso siguen pagando.
– ¿A qué has venido a Madrid?
Galán tomó ostensiblemente la cerveza que Torres tenía delante y que aún no había probado, se la bebió con toda tranquilidad, se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:
– He venido a ver a los amigos.
– ¿Qué amigos?
– Por ejemplo, tú.
– No me digas…
– Claro que te digo. Fui a buscarte al Hotel Palace porque sabía que te hospedabas allí y quería que hablásemos un rato. Nada importante, claro… Cosas de colegas. Pero me di cuenta de que salías poco a pie y usabas con frecuencia un Mercedes despampanante, supongo que sólo para que la gente te mirara. En realidad no ibas con él a ninguna parte, porque lo solías dejar en un aparcamiento a poca distancia. Luego me di cuenta de que frecuentabas algunos sitios. Uno de los sitios es este café. Y tú sin darte cuenta de nada, Fernando, sin darte cuenta de que te tenían controlado. Has perdido facultades y además tienes un exceso de confianza. Ya no actúas como un ejecutor, sino como un cartero. Es admirable.
Desde el lugar solitario de la barra que ocupaban los dos hizo seña al camarero, que estaba algo alejado, y le encargó dos cervezas más, con dos bocadillos de calamares. Galán había dado varias veces la vuelta al mundo, había vivido fuera de España años y años y sin embargo no había logrado olvidar los calamares baratos de Madrid, el pan blanco y denso, el bocadillo de apaño, de urgencia y de trasiego, con sabor a cristal viejo de la calle San Bernardo, a noche de la Plaza Mayor y a rayo de sol muriendo en un mostrador de Atocha. Lo mordió casi con ansiedad, reencontrando olores clausurados y salivas perdidas, mientras evitaba mirar a Fernando Torres. Pero notaba que éste, pese a aparentar tranquilidad, pasaba demasiadas veces los dedos por la barra manchada de cerveza.
Fernando Torres no probó nada. Solamente entreabrió los labios para musitar:
– ¿Cómo has sabido que estoy en el Hotel Palace?
– Llevo muchos años de oficio, Fernando. Para trabajar, yo sólo necesito tres cosas: un nombre, una ciudad y veinticuatro horas de tiempo. Ah, y que me paguen, naturalmente.
– ¿Eso quiere decir que estás trabajando?
– Sí, digamos que sí.
– ¿En qué?
– En algo muy bien tarifado y que necesito terminar a modo. Estoy dispuesto a que sea el mejor trabajo de mi vida. Últimamente he estado algo olvidado, quizás algo enfermo, y… Bueno, hay quien considera que ya no hago las cosas como antes. Por descontado, el que piensa así se equivoca de medio a medio, pero ya sabes lo que ocurre con todos los artistas: de vez en cuando necesitas tener un éxito.
– ¿Qué trabajo es ése?
– Uno en el que estás metido tú.
– ¿Yo? ¿Y qué sabes tú del trabajo en que estoy metido?
Galán terminó su bocadillo, bebió un largo trago de cerveza y pronunció a continuación un solo nombre:
– Gandaria.
Por la calle, más allá de los cristales del café, desfilaban unos jóvenes con una gran bandera blanca. Sin duda se trataba de jóvenes que acudían a una concentración de seguidores del Madrid, para ir juntos al partido con sus banderas, sus canciones y sus gorras. Seguramente había en el Bernabéu encuentro entre semana: Galán no lo sabía. Pero viéndolos pasar recordaba otros tiempos, de cuando él, con sólo diez años, iba a visitar a su padre preso y le llevaba algunos alimentos robados en las tiendas de la Cava Baja o en el mercado de la Cebada, hasta que no hizo falta robar más porque a su padre lo ejecutaron habiendo recibido los santos sacramentos y la bendición apostólica. Eran otros tiempos, cuando el viejo Chamartín constituía casi una reunión de familia, cuando en el Madrid aún se recordaba a un portero artista llamado Esquivia, a un medio ala llamado Lecue, que parecía un intelectual, y las últimas temporadas de Quincoces. El Madrid de finales de la Guerra Mundial era, en los recuerdos de Galán, una ciudad gris, con campos de fútbol siempre embarrados, árbitros gordos y franquistas, una calle recta -la Castellana- que se perdía de vista y unos cafés llenos de humo donde siempre había algún hombre que chillaba y alguna joven melancólica que leía un libro de poesía en riguroso secreto. Por la gran recta de la Castellana sólo pasaban uno o dos automóviles particulares, invariablemente ocupados por cuatro amigos que iban a casas de putas lejanísimas, perdidas en la noche, y luego veían amanecer en una taberna de lágrima flamenca.
Galán pidió al camarero otro sabor perdido, unos boquerones de la casa.
– Gandaria -repitió en voz baja.
– Pero ¿tú qué sabes de él? ¿De qué coño me estás hablando?
– Mira, Torres, no te hablo de un coño, sino de un trabajo que hay que hacer. Ya hace mucho tiempo que Gandaria sabe que puede morir, porque no paga el impuesto revolucionario, desafía a ETA y presume de todo lo que causó la muerte a los que murieron antes que él. Está en la caseta de tiro al blanco y se niega a que lo saquen. Si está loco o no, es algo que no me importa, pero el caso es que él sabe que ya hay alguien encargado de matarle. Lo que no sabe es que el encargado de matarle eres tú.
– Galán, no sabes de qué hablas.
– Pues ya me dirás qué haces en el Palace.
– Tomo las aguas.
– Mira, Fernando, conmigo te puedes ahorrar dos cosas: el dinero y las coñas. Todo lo que tomemos lo pagaré yo. No hace falta que me vengas con disimulos de principiante, aunque, bien mirado, eres un honrado y prometedor principiante que a lo mejor llega lejos. Cuando digo que te han encargado el trabajo, es porque sé incluso lo que te pagan por ello.
Fernando Torres perdió por unos segundos su habitual cara de póquer. Palideció.
– Galán -musitó-, nadie puede saber eso.
– Yo sí.
– Vamos a ver… Has dicho antes que coñas no. Pues yo también te digo: coñas no. Los faroles están de más entre nosotros. Ya que lo sabes todo, dime lo que me pagan. Hala, dilo.
Sin inmutarse, Galán susurró:
– Los gastos, que no son pocos, y encima dos millones de euros.
El impacto se notó. Podría decirse que fue demoledor. Fernando Torres giró un poco la cabeza, como si fuese a negar con vehemencia, pero enseguida decidió callarse. La súbita palidez de su rostro indicó que Galán le había alcanzado de lleno.
Y Galán añadió:
– Te vendes barato, Fernando.
– ¿Y a ti qué te importa?
– Es que a mí me pagan tres millones por hacer lo mismo.
Durante los años grises de Galán, cuando la gente con futuro empezaba a edificar de verdad en la Castellana y cuando la gente sin futuro trabajaba a tutiplén en las tabernas de la lágrima, él había conocido a muchas personas dispuestas a matar, pero esas personas nunca lo hubieran hecho por dinero, sino por una serie de cosas que tenían tan sólo una cotización sentimental y necesariamente barata: un amigo muerto, una bandera rota, una mujer llorando en una silla, un niño vagando por una calle de la que nunca aprendería el nombre. Eran cosas, pensaba Galán, que no se conservaban en los bancos, sino que nacían y morían con una canción, un puño cerrado o un grito. Pero no podía evitar recordar con ternura a todos aquellos compañeros de la noche, a todos los que barrían en las tabernas las colillas, los escupitajos y las cáscaras de gambas, y que de vez en cuando también viajaban Castellana arriba, en tranvías con los cristales cargados de humedad y de años, en busca de casas de putas remotísimas. Pero esos hombres no iban a hundirse entre las piernas de una mujer, sino a buscar consignas depositadas en aquellos sitios que la policía apenas vigilaba, porque todos los que se hundían entre las piernas de las mujeres caras tenían que ser a la fuerza gente de orden y que creía en Dios. De vez en cuando aquellos compañeros de la noche, si eran viejos, bendecían a sus hijas, y si eran jóvenes sentían la oscura tentación de llorar junto a sus hermanas, antes de que unas y otras fuesen elegantemente poseídas a tarifa fija. Una vez existió un Madrid, pensaba Galán, que ya nadie recuerda o no quiere recordar, hecho de buhardillas y palomas, de viejos muertos al sol, tranvías funerarios, mujeres llorando en las camas y hombres caídos para siempre junto a las tapias. Aquel Madrid que terminaba en Chamartín y en Vallecas le convirtió en lo que él era hoy, un asesino para quien el mundo no terminaba en ninguna parte, pero eso no quería recordarlo. Miró de nuevo a Fernando Torres y musitó:
– Más vale que lo dejes, amigo mío. Este trabajo voy a hacerlo yo. Vete cuanto antes y así evitarás que te cace la policía. Suscríbete a un periódico, siéntate, y acabarás encontrando la noticia de la muerte de Gandaria.
Hizo un gesto de indiferencia, dejó sobre la barra el importe de lo que habían consumido y se dispuso a salir del bar. Pero los dedos de Fernando Torres, unos dedos que parecían de hierro, le detuvieron a tiempo.
– Tú no podrás hacer eso nunca, Galán -dijo.
– ¿Por qué no?
– Porque no eres más que un viejo.
– Claro. Precisamente porque no soy más que un viejo -musitó Galán, desasiéndose-. Precisamente por eso, porque necesito demostrar, pese a todo, que sigo siendo el mejor. Y porque tienen que creer en mí, porque tienen que seguir dándome trabajo.
Hizo una mueca y salió.
Fernando Torres fue a seguirle con un movimiento impulsivo, pero se detuvo en el último instante. Lo que menos le convenía era exhibirse, llamar la atención. Miró como un alucinado la barra, miró el dinero y al fin miró la calle que se insinuaba detrás de los cristales. Toda la ciudad no era más que una inmensa mancha.
Fernando Torres no llamó desde su habitación. No lo hubiera hecho nunca. Pese a saber que en el hotel él no estaba vigilado de ninguna manera, prefirió telefonear desde una cabina pública situada en General Martínez Campos, cerca de los coches rugientes del nuevo Madrid y cerca del edificio de los ex alumnos de la Institución Libre de Enseñanza, o sea del Madrid dos veces viejo. Le contestó una voz tranquila, pausada, que él ya conocía, una voz de hombre sin sobresaltos, como esos que dedican sus vidas -los hay- a leer periódicos en los casinos de provincias. Sin embargo Fernando Torres sospechaba que el dueño de aquella voz no podía llevar una vida del todo apacible, porque sólo podía llamarle a aquel número entre las diecinueve y las diecinueve treinta, o sea media hora cada tarde. Justo ese tiempo.
Más de una vez se había preguntado en qué extraño sitio estaría su interlocutor durante esa media hora, sólo media hora al día, pero por supuesto no había podido averiguarlo. Aunque sería ingenuo decir que un hombre como Fernando Torres no había tratado de hacerlo.
Por supuesto, el número no figuraba en la guía telefónica. Había tenido la santa paciencia de repasarlos todos, en una labor de chino. Por supuesto que era inútil preguntar en la Compañía; no le iban a dar ningún dato. Y por supuesto, en fin, que aunque todo se consigue con influencias, él no había querido mover ninguna, pues era introducir una tercera figura -por descontado, peligrosa- entre su misterioso comunicante y él mismo.
Por todo eso Fernando Torres estaba perfectamente resignado a no averiguar nada sobre aquel número de teléfono ni tampoco sobre el dueño de la tranquila voz. Mientras contemplaba la calle desde la cabina -todos los matices del tiempo y todos los tonos del gris en un Madrid para entendidos- Torres preguntó:
– ¿Alguien más puede haberse encargado del asunto que me pasaron a mí?
– ¿Quiere decir un doble encargo? -preguntó la voz-. ¿Contratar a dos hombres para hacer lo mismo, pero cada uno por su lado?
– Sí. Eso es exactamente.
– ¿Y por qué habíamos de hacer una cosa semejante?
– Para asegurar el resultado -murmuró Fernando Torres-. Si uno falla, acertará el otro.
– Es absurdo… Complica las cosas y además cuesta mucho dinero. ¿Por qué pregunta eso?
– Sencillamente, porque al otro tipo lo conozco. Y me ha dicho que me aparte.
– ¿Quién?
– Galán.
– No conozco a ese hombre. ¿Quién es? ¿Un aficionado?
– Nada de aficionado, maldita sea. Todo lo contrario. Me guste o no me guste, he de reconocer que es un profesional perfecto, una especie de obrero seguro e implacable, al que han dado trabajo en todas las partes del mundo. No le voy a explicar detalles porque no nos conviene a ninguno de los dos, y menos por teléfono, pero le repito que es un hombre de primera categoría. Los servicios secretos de Río Grande para abajo lo han estado contratando durante años, aunque ahora ya es viejo para el oficio. De todos modos lo tomé muy en serio cuando hablamos los dos.
La voz le cortó para decir suavemente:
– Cuidado, Torres.
– ¿Por qué?
– Puede ser un infiltrado de la policía.
– No, no lo creo.
– ¿Por qué no?
– No es su estilo. Ni tampoco está de acuerdo con su historia.
– La historia cambia -dijo la voz, con la misma tranquila suavidad-. Parece mentira que tenga que decirle eso precisamente a un profesional como usted. Son precisamente las personas garantizadas por su pasado las que la policía busca para ofrecerles algo muy importante a cambio de algo también muy importante. De ese tal Galán no sospecharía nadie, Torres, ni siquiera usted. Por lo tanto, es el hombre ideal para estar actuando como confidente.
– Pero entonces, ¿por qué se ha quitado ya desde el principio la careta y me ha demostrado que está enterado de todo?
La voz contestó con otra pregunta:
– ¿Y por qué está enterado de todo?
Hubo una vacilación.
– ¿Usted no se lo ha dicho? -musitó Torres.
– ¿Yo…?
– ¿Puede haber una organización paralela dispuesta a hacer lo mismo que nosotros? ¿Y puede esa organización paralela haber contratado a Galán? -preguntó Torres.
– Teóricamente es posible, aunque en ese caso, ¿cómo sabría la tal organización paralela que existimos nosotros, y especialmente que existe usted?
Fernando Torres, que prácticamente no vacilaba nunca, vaciló otra vez.
– Pues Galán lo sabía todo -dijo al fin.
– Entonces desconfíe de él. Desconfíe. No haga nada de momento, excepto reunir toda clase de datos sobre ese tal Galán. Mañana vuelva a llamarme a esta hora. Lo hace desde una cabina pública, por supuesto.
– Sí, claro.
– No lo olvide.
Al otro lado de la línea colgaron. Fernando Torres colgó también. Miró como si no fuese suya aquella mano que temblaba. Miró la calle que de pronto parecía un tubo vacío y hostil, tan profundamente español y contradictorio que tenía en su extremo una iglesia, es decir un monumento a Dios, y en el otro extremo el monumento a un presidente de la República. Salió de la cabina, siguió andando como un autómata y cuando sus pensamientos empezaron a serenarse estaba ya en la calle del Cardenal Cisneros, viejo lugar de tascas y mesones, vinos en trance de consagración, orinas bautismales y quesos fermentados a la luz de la luna. Salió a Fuencarral: brillantes oficinas con una sola empleada y un solo archivador, viejas pegadas a un cristal, un mosaico o una foto, relojeros que habían aprendido a medir el tiempo hacia atrás, bares desde cuyos escaparates te miraba un pulpo resignado a todo y chicas que habían salido a la calle a comprarse dos palmos de vida.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué notaba de pronto aquel miedo y se dejaba invadir por aquella sensación de fragilidad? Ni siquiera el Hotel Palace, cuando se reintegró a él, le pareció como otras veces un mundo de valores permanentes y verdades establecidas, donde las cosas tenían que ocurrir con un ritmo lógico y consagrado desde 1914. De pronto sucedían en el Hotel Palace cosas increíbles, como por ejemplo encontrar a Gandaria completamente solo en un pasillo, sin sus guardaespaldas, encendiendo un cigarrillo y esperando, al parecer, que él hiciera con toda facilidad el difícil trabajo de matarle. Gandaria estaba allí, quieto e indefenso, sin ni siquiera mirarle, tratando de hacer funcionar un monumental encendedor de oro que no funcionaba. De pronto vio venir a Torres, señaló y preguntó:
– Perdone, ¿me da usted fuego?
– Pues claro que sí.
Torres se estremeció al pensar en lo fácil que era todo. En lugar de sacar el encendedor podía sacar el corto estilete que siempre llevaba acoplado a uno de los bolsillos de su americana. Un solo golpe en el pasillo solitario, un golpe al corazón, suave y acariciante, y el asunto terminaría. Incluso el ascensor que él acababa de dejar seguía en el piso, de modo que en cuestión de segundos podía tomarlo y desaparecer. Cuando descubrieran a Gandaria, cuando sonara el primer grito, él ya estaría en el bar charlando del porvenir de España, es decir de su porvenir exclusivamente personal, con cualquier político.
Pero vaciló en los instantes cruciales, justamente a causa de su sorpresa. Un hombre como él nunca debería pensar, pero eso lo comprobó demasiado tarde. De repente la voz de Gandaria dijo con suavidad:
– Gracias, amigo.
Un guardaespaldas apareció entonces al extremo del pasillo. Era enorme. Ahora se dio cuenta Torres de eso, al verlo moverse en un espacio relativamente pequeño. A aquel tipo lo colocaban en un ring y el ring se hundía. El guardaespaldas miró recelosamente a Torres -a quien sin embargo conocía por haberle visto varias veces en el hotel- mientras preguntaba:
– ¿Necesita algo, señor Gandaria?
– No, gracias. ¿Dónde estabas?
– Revisando el ascensor del otro lado. Perdone si me he retrasado un momento.
– No tiene importancia. Adiós, señor.
Miraba a Torres. Este musitó:
– Adiós.
Los vio alejarse mientras él se quedaba absurdamente parado en el pasillo. Con un retraso impropio de un hombre de su experiencia, se dio cuenta de que no se estaba comportando normalmente, de que había olvidado lo básico: la naturalidad. Fingió que él también buscaba tabaco, encendió al fin un cigarrillo y se alejó. Pero en el momento de volverse aún le pareció sentir clavada en él la mirada recelosa del guardaespaldas.
Había perdido una magnífica ocasión, y lo que era peor, había dejado que se fijaran expresamente en él. Ahora ya era tarde para lamentarlo.
Quizá por eso, aquella noche apenas pudo dormir. En un profesional como él, un detalle así era inconcebible.
Pero la conversación que tuvo al día siguiente -desde una cabina telefónica, como le habían ordenado- con el hombre de la voz tranquila, le quitó el sueño durante muchas horas más. Le ordenaron algo que no hubiese esperado nunca.
19 EL HOMBRE DE LA MIRADA QUIETA
Méndez había logrado ingerir en un bar de Atocha, no lejos de allí, unos buenos tragos de anís barato, seco y duro, y estaba convenientemente amodorrado en el salón rotonda del hotel cuando la vio pasar. Méndez había hecho una peregrinación a las casetas de libros viejos de la Cuesta de Moyano, sin encontrarlas ya, y había dado fin a sus problemas culturales metiéndose en aquel bar donde terminó haciéndose amigo del camarero y confidente del limpiabotas, además de enterarse de que muy poco antes había quedado embarazada la dueña. Confortado con estos efluvios del alcohol, de la amistad y de la vida que pasa, Méndez estaba medio adormilado cuando -hay que insistir en ello- la vio cruzar la rotonda a poca distancia. Se dio cuenta una vez más de que no era ya joven ni demasiado guapa, y además, al margen de eso, tenía la desgracia de ser ciega. Méndez pensó que se fijaba en ella, la señorita Alonso, sólo porque lo sabía todo sobre su vida -incluidas sus terribles desdichas- y porque era increíble que una mujer sin visión se moviese con aquella soltura. Pero luego se dio cuenta de que eso no era cierto, de que en realidad estaba pensando una mentira.
La señorita Alonso tenía para él un cierto interés como mujer. Según sabe todo el mundo -y según el curioso lector puede comprobar en diversos archivos cardenalicios- a Méndez le interesaban las mujeres más bien crepusculares, armadas con una corsetería eficaz, que tuviesen un cierto sentido barroco del amor y a las que no importara empezar por la mañana y no haber tenido todavía un orgasmo a la hora de la cena. Quizá la importante señorita Alonso daba la imagen en esos profundos pensamientos de Méndez, al menos de una forma inconsciente. O tal vez no tan inconsciente, pues Méndez la había visto desnudarse en su habitación, y todos sus amigos sabían que Méndez, incluso en sus pensamientos más fugitivos, era profundamente malvado.
Miró con renovada atención a la señorita Alonso. Sus dos batallas perdidas, las dos arrugas en el cuello, aparecían estampilladas bajo un rostro que sin embargo estaba cargado de vida. Sí, a pesar de todo lo que le había ocurrido, el rostro de aquella mujer seguía estando cargado de vida. Méndez clavó sus ojos en ella por una serie de pequeñas cosas, que sin duda empezaban -desvergonzadamente- por el secreto de haberla visto casi desnuda y seguían -por orden decreciente, según la más respetable escala de valores- por su asombrosa facilidad de adaptación a un mundo sin luz, por la gracia de sus andares -propios de una señorita que ha sido instruida en academias de baile y conciertos de piano con audiencia limitada- y la distinción de sus movimientos -por supuesto, propios de una señorita que ha sido enseñada a evolucionar entre cortinas de Valenciennes y tapices de La Granja-. Ninguna de estas virtudes tan inconcretas podía borrar, desde luego, la virtud concreta de un desnudo, pero para un hombre tan pasado de moda como Méndez eran cosas que aún conservaban vigencia. Por eso la siguió con la mirada hasta que ella desapareció por la puerta de la calle, esta vez sin ninguna escolta, lo que era sencillamente asombroso. Por eso Méndez la siguió a toda velocidad -es decir, a dos kilómetros por hora- mientras se preguntaba con inquietud si la señorita Alonso era de verdad una ciega, es decir si allí no existía una gran farsa.
Una vez en la calle se dio cuenta de que la mujer no iba sola. Su dama de compañía, a la cual él ya conocía, la había estado esperando fuera para guiarla a través del tráfico incivil de la calle del Prado. Es decir, la señorita Alonso no sorteó sola los peligros del asfalto. Fue a la cercana casa donde había estado el cadáver de su hija adoptiva y se metió en ella. La dama de compañía entró esta vez también. Méndez permaneció fuera, con la mirada perdida.
Nada extraño en aquella actitud de la señorita Alonso. Aquel piso modesto, cercano al hotel, había de significar tanto para ella que era normal que lo frecuentase. Por lo tanto Méndez olvidó sus malditas sospechas, hizo una mueca, volvió la espalda y se dirigió de nuevo al hotel.
Fue entonces cuando lo vio. El rostro le recordó inmediatamente algo, pero no estaba seguro de que aquel tipo que ahora cruzaba la calle fuera el mismo que estaba archivado en algún rincón de su memoria. Méndez había visto tantas caras de asesinos, atracadores, violadores y otros tipos aptos para triunfar en un festival de ratas que ya le era imposible precisar identidades. Quizás a aquel tipo no lo había visto jamás. Pero le recordaba a Valle, un tipo que violó a dos niñas y mató a otra. El tal Valle era de estatura mediana, manos grandes, buena musculatura y mirada terriblemente fija. El tipo que ahora cruzaba la calle era de estatura mediana, manos grandes, buena musculatura y mirada terriblemente fija. Fue ese detalle, el de la mirada, el que devolvió a Méndez a otros tiempos más dados a la paz cristiana, cuando aquellos tipos, antes de ser ejecutados, recibían toda clase de seguridades sobre su vida futura. Pero era evidente que estaba equivocado. Aquel tipo no podía de ninguna forma ser Valle, ya que Valle tenía que encontrarse en la cárcel. Por su parte, el paseante en corte también le miró a él, y si pensó algo pensó que no podía ser Méndez, puesto que Méndez no podía encontrarse en los barrios altos de Madrid, sino en los barrios bajos de Barcelona.
En fin, Méndez se olvidó de él y regresó al hotel a pasos más bien veloces, buscando de nuevo el placer de su butaca y de su somnolencia en la rotonda. Entonces se encontró -lo cual nada tenía de extraño, puesto que le ocurría frecuentemente- con aquel hombre joven que usaba corbatas de seda italiana y leía el
Después de cruzarse con Méndez, Fernando Torres se dirigió hacia
Cibeles en busca de una cabina telefónica libre y en buen uso. Ardua tarea en la que han fracasado los más notables talentos del país. Pero como disponía de tiempo, como había salido con mucha antelación, encontró al fin una que le permitió hacer la llamada durante la media hora del plazo convenido. La voz tranquila le contestó con la indiferencia de siempre:
– ¿Torres…?
– Sí. Quedamos en que llamaría a esta hora. Puede estar tranquilo, porque hablo desde una cabina pública.
– De acuerdo. He estado haciendo averiguaciones sobre ese hombre del que me habló, Galán.
– ¿Y…?
– Es realmente muy bueno. Ha trabajado en todo el mundo, y parece que no falla nunca. -Se lo dije.
– Ha trabajado incluso en Estados Unidos, para el Sindicato del Crimen. Y en América del Sur, sobre todo en América del Sur. Me han asegurado que una vez, en Bogotá, pusieron tras su pista a otro asesino a sueldo, y Galán no sólo lo mató, sino que envió la cabeza a la casa del hombre que había hecho el encargo. Me han asegurado también que es muy bueno con el cuchillo. Hace lo que llaman «la pajarita».
Sin transición, añadió:
– La «pajarita» consiste en dibujarla en el cuello con la punta de una navaja, pero pinchando muy adentro. El que tiene la desgracia de encontrarse con ese adorno, cuando se entera ya se ha quedado sin garganta.
– Me está hablando de cosas que ya sé -dijo con impaciencia Fernando Torres-. Fui yo quien advirtió que Galán es muy bueno, aunque esté ya viejo y necesite una oportunidad. Si fuese un paquete, no me hubiera molestado en telefonear. Pero ahora, en cualquier lugar del mundo se contrata a hombres como nosotros, y los primeros que nos contratan son los gobiernos. Galán no hubiera llegado hasta esa edad si no fuese una verdadera figura.
– Lo sé… Y precisamente por eso no me ha sido difícil averiguar cosas sobre él. Pero lo más importante no he podido averiguarlo de ninguna manera. No tengo la menor pista de la persona que le ha podido contratar. Y tampoco lo entiendo. No doy con la menor organización que tenga interés en soltar dinero, mucho dinero, para poder tocar el cadáver de Gandaria.
– Maldita sea, pues es muy sencillo -gruñó Torres con la misma impaciencia que antes.
– ¿Sí? ¿Quién?
– ETA
– Mire, amigo Torres, usted no tiene que pensar, pero tampoco tiene que hablar. Hablar nunca. Con nadie, y hasta le diría que casi ni conmigo. Yo soy un intermediario, un agente que le conocía muy bien a usted y ha hecho todos los contactos por teléfono, excepto el de depositar dinero en su cuenta bancaria. Naturalmente, a mí me pagan una comisión, pero ni voy a decirle quién me la paga ni voy a decirle quién me ha hecho el encargo. ¿Tiene monedas?
– Las suficientes.
– Bien, entonces oiga esto: no entiendo quién puede haber contratado a Galán para hacer lo mismo que ha de hacer usted. Pero ETA no ha sido.
Fernando Torres dijo con voz nerviosa:
– Usted está seguro por una sola razón.
– ¿Por qué?
– Porque ETA es usted.
La voz siguió sonando tranquila, apacible, casi abacial, al otro lado del hilo.
– Mire, Torres, yo sólo soy un intermediario, un hombre que le ha contratado a usted para hacer un trabajo, del mismo modo que podía haberle contratado para pagar un rescate en Francia. Pero no le voy a decir nunca quién me ha contratado a mí. Hasta me avergüenza tener que explicarle eso. ¿Usted piensa que me ha pagado ETA? Bueno, pues piénselo. Puede hacerlo mientras no hable. Pero lo que sí puedo garantizarle es que a Galán no lo ha contratado ETA. Tengo los suficientes contactos para saberlo.
– ¿Entonces quién…?
– No lo sé. Ahora estoy hablando sin tapujos: no lo sé. Pero eso me hace insistir en lo que le dije ayer: puede ser una jugada de póquer, pueden estar tendiéndole una trampa, Torres, y para evitarla no hay más que una solución.
– ¿Cuál?
– Hacer pronto el trabajo. Sé que usted tiene su modo de actuar, pero ya ha pasado más tiempo del que me pidió. Ha de hacer el trabajo mañana.
A Torres le ofendía que le marcaran las pautas. Por eso preguntó con voz desafiante:
– ¿Y por qué no hoy?
– Porque hoy ha de hacer otra cosa.
– ¿Qué dice…?
– No esperaba esto, ¿verdad, Torres?
– Yo espero lo que me da la gana.
– No me hable de esa manera ni crea que en mis palabras hay una cuestión personal. Nada de eso. Al contrario, fui yo el que le elegí por ser el mejor. Y la prueba de que le sigo considerando es que necesito encargarle otro trabajo para hoy, un trabajo sencillo y bien pagado. Al precio de lo de Gandaria se le añadirá cincuenta mil euros.
– ¿Cincuenta mil para qué? Yo no uso una pistola por ese precio.
– No tendrá que usar nada, excepto su coche. Hay un hombre que debe ser trasladado de un sitio a otro.
– Que tome un taxi.
– Maldita sea, Torres, no diga sandeces. Usted sabe que los taxistas hablan. Ese hombre debe ser recogido en la puerta principal de Correos dentro de una hora justamente, y llevado al aeropuerto. Sólo eso. Luego usted puede volver. Use su Mercedes, por la sencilla razón de que es un coche que nadie va a detener si por casualidad se produce una batida. Aquí aún se sigue la norma de que los perros muerden a los que visten mal. Lleve también una camisa, una corbata y uno de sus trajes, porque el hombre en cuestión se cambiará dentro de su coche, en el camino al aeropuerto. La ropa que él le entregue la arroja usted a un container al otro lado de la ciudad.
– ¿Qué pasa con esa ropa?
– Al hombre pueden haberle visto con ella.
– ¿Qué más?
– Podría estar manchada de sangre. Un poco manchada.
– Ahora entiendo lo de los cincuenta mil.
– Usted no va a correr ningún peligro, Torres. Sólo ha de hacer de taxista. No pasará nada. Pero si tuviera la sensación de que los están acorralando, si tuviera la sensación de que ese hombre puede ser capturado, haga una cosa muy sencilla.
– ¿Qué cosa?
– Mátelo.
– No quiere que hable, ¿verdad?
– No quiero que hable.
– ¿Qué método debería usar?
– Ése es su problema, Torres. No necesitará que le enseñe su oficio, me parece. Lo único que debo añadir es que ese hombre irá desarmado y además confiará en usted, de modo que será un juego de niños. Pero oiga bien esto, Torres: sólo lo hará si es absolutamente necesario, si usted cree que lo pueden capturar.
– Bien.
– ¿Todo conforme?
– No.
– ¿Qué pasa ahora?
– Quiero medio millón.
Hubo una leve vacilación al otro lado del hilo.
Luego la voz tranquila musitó:
– De acuerdo. Pero le aseguro que no tendrá necesidad de ganárselo.
– Ése es también mi problema. ¿Cómo reconoceré a ese hombre?
– Estará en el sitio indicado, llevará un pañuelo rojo en el bolsillo superior de la americana y leerá el periódico deportivo Marca.
– De acuerdo.
– Una última cosa: excepcionalmente me llama, también desde una cabina pública, cuando haya dejado a ese hombre en el puente aéreo.
– Bien.
Y Fernando Torres colgó, saliendo de la cabina, ante la que ya se había formado una pequeña cola. No sabía quién era el tipo al que debía transportar a Barajas, no sabía lo que aquel tipo tenía que hacer -quizá lo estaba haciendo ya- ni le importaba en absoluto. Era un trabajo como otro cualquiera y por el que cobraría una bonita suma. Además, lo había hecho otras veces.
Incluso matando. Incluso con segunda parte del trabajo incluida. En Paraguay y Bolivia había cobrado por hacer pasar la frontera a más de un periodista y a más de un líder político que no podían quedarse en el país. Pero ni los periodistas ni los líderes habían conseguido llegar al otro lado de la frontera nunca. Cobrar por los dos lados a la vez no era algo que a Fernando Torres le repugnase.
Y así se podía llegar a crear un magnífico círculo de relaciones, así se podía formar parte de uno de los abanicos culturales más amplios del mundo, así se conocía a ministros, diputados, gobernadores, banqueros, mujeres de banqueros y hasta poetas dispuestos a escribir sobre las virtudes del muerto antes de que estuviese muerto. «Si alguna vez escribiese mis memorias -pensaba Torres con frecuencia-, nadie las creería.»
Sólo un par de detalles no serían escritos nunca -seguía pensando Torres- en sus sin duda elogiadísimas memorias. Eran detalles que no le gustaban y que no acababan de estar de acuerdo con la porción de grandeza moral que sin duda él había ido incluyendo en todos sus trabajos. Uno de esos detalles era el del boliviano -quizá demasiado joven-, quien le gritó: «¡La última vez que estuve en una casa de putas siento no haber elegido a tu madre!». Y la del chileno -quizá demasiado viejo- que únicamente susurró: «Déjame un minuto para rezar».
Fernando Torres encendió un cigarrillo, miró su reloj y, persona más bien calmosa como era, pensó que aún le sobraba demasiado tiempo.
El hombre a quien Torres debía recoger una hora más tarde pensaba, en cambio, que no le sobraba tiempo y que le convenía pasar a la acción. En primer lugar porque la señorita Alonso podía salir de la casa en la que se hallaba, y eso lo estropearía todo, porque dejaría de estar indefensa. Y en segundo lugar porque lo que él iba a hacer conviene hacerlo tranquilo, tomándose el tiempo necesario, recreándose un poco, ya que lo contrario le quita todo el encanto y convierte la violación en un trabajo de borrachos o una artesanía de drogatas.
Él también miró su reloj, mientras avanzaba por la calle del Prado. Guardaba ya el pañuelo rojo en un bolsillo interior, con la cartera, pero no se lo había puesto aún en el lugar indicado porque una contraseña no debe utilizarse nunca antes de tiempo. En un bolsillo exterior de la americana tenía muy bien guardado un ejemplar de
Ya conocía a la mujer. Bueno, no era una niña. ¿Y qué? No siempre se va a dedicar uno a lo mismo. Además, las niñas que antes fueron su predilección, las que estuvieron sometidas a sus insultos, sus golpes y sus vicios -en los que ningún orificio dejó nunca de ser interesante- se habían convertido, para su gusto de hombre maduro, en un material chillón y poco duradero, ya que más de una hubo que se le desmayó enseguida. Conseguir a una mujer ya mayor, pero selecta, era una emoción nueva para Rosendo Valle. Porque Rosendo Valle, pese a su indiscutible ascensión social, tenía que reconocer que nunca había podido violar a una mujer rica.
Si con las niñas había escupido sobre la virtud, ahora Rosendo Valle, mucho más educado políticamente, quería escupir sobre el dinero. Quería convertir a aquella mujer en una piltrafa humillada, castigada, ahogada por el miedo y el asco, para demostrarle que él, Rosendo Valle, estaba por encima. El hecho inesperado de que aquella mujer fuese una ciega -se lo habían dicho en el último momento- añadía a la aventura un punto de malignidad especial, de toque culinario excitante, de gran estreno sólo para iniciados. En fin, de
Como ya había estudiado el terreno muy bien, se metió en el portal de la casa. Vio allí a un hombre ya mayor hurgando en los buzones de la correspondencia, como si depositara en ellos propaganda comercial, pero no le importó. Llamó con toda naturalidad a la puerta, sabiendo que le abriría una mujer ya vieja.
– Hola, ya estoy aquí -dijo amablemente Valle-. Me envían del hotel.
No permitió que la otra contestara. Con rapidez simiesca, pasó entre la mujer y la hoja de madera, se coló dentro y cerró. La víctima dijo, sin entender nada:
– Pero ¿quién es usted…?
Lo que sucedió a continuación fue tan rápido como un fogonazo. Descargó sobre el cráneo de la mujer la barra de hierro que había llevado remetida entre la camisa y el pantalón, y en el silencio de la habitación resonó un crac siniestro. Valle no supo si había matado a la mujer, pero eso le importaba bien poco. Tampoco por eso iba a estar ni un día más en la cárcel, aun en el absurdo caso de que llegaran a identificarle. Cuando la primera víctima hubo caído, Valle avanzó velozmente unos pasos, se dirigió a la otra habitación y entonces vio a la ciega.
Estaba sola.
Mejor.
Le habían hablado de la posibilidad de encontrarse con una señorita de compañía bastante joven, en cuyo caso el trabajo sería más difícil, aunque quién sabe si también más placentero. Pero ni ese problema existía. La señorita Alonso estaba sola. Sin entender nada, murmuró:
– Pero ¿qué pasa…?
No tuvo tiempo de preguntar nada más. Una especie de bola se le metió en la boca como un pelotazo, llegándole hasta la garganta. En aquel momento no comprendió que era un pañuelo prensado. Lo único que comprendió fue que no podía gritar y que además se estaba ahogando.
Lo que pasó a continuación, en menos de un segundo, aún fue peor. Estaba braceando en el aire, sin saber lo que ocurría, cuando una ancha tira de esparadrapo le selló la boca. La sensación de ahogo, de angustia fue tan intensa que cayó de rodillas, convulsionándose. Había estado a punto de tragarse el pañuelo, pero a pesar de eso no podía ni toser.
Rosendo Valle la miró desde arriba, lanzando una risita. Todo estaba resultando maravillosamente fácil. Contempló a la mujer, que movía la cabeza angustiosamente, y pensó que, después de todo, le parecía más bonita que la primera vez que la vio. La primera vez que la vio no tuvo para él más atractivo que el dinero que iban a proporcionarle por ultrajarla; la segunda vez pensó que tenía un no sé qué de decadente, de mujer antigua, bien educada y bien limpia, que a lo mejor daría juego en la cama. Ahora, en una rápida progresión de su capacidad artística -apreciar la belleza allí donde la haya-, Valle se dio cuenta de que la señorita Alonso tenía unas buenas y seguramente satinadas nalgas. Por lo tanto le subió la falda con un movimiento brusco mientras decía:
– Zorra.
Ella cayó de bruces, estremeciéndose de horror. Valle la sujetó con fuerza, para mantenerle la grupa en el aire.
Sabía que podía hacer con aquella mujer cualquier cosa, mientras no la matase. Matarla era el único lujo que de ningún modo se podía permitir. Mientras le mantenía la grupa en el aire con su poderoso brazo izquierdo, empleaba la mano derecha para rasgarle las braguitas de un solo tirón seco.
Ella volvió a estremecerse.
Pero él se estremeció también.
¿Qué hacía aquel hombre allí?
¿Por dónde había entrado? ¿Por qué se había sentado tranquilamente en una de las butacas, como si quisiera contemplar la escena? ¿Por qué le estaba mirando?
Rosendo Valle balbució:
– ¿Quién eres tú…?
Oyó la risita. El hombre no contestó, pero se puso a reír suavemente. Sus ojos parecieron hacerse más grandes y adquirieron la fijeza de los de una serpiente. Y ahora se dio cuenta Rosendo Valle de dos cosas: de que era el mismo hombre que había visto antes trajinando en los buzones y de que, pese a ser efectivamente un hombre ya mayor, era bastante más joven y fuerte de lo que había creído al principio.
Repitió como un eco:
– ¿Quién eres tú…?
El otro no contestó tampoco. Se puso en pie. Seguía riendo silenciosamente, como si se dispusiera a hacer algo placentero que ya había hecho docenas de veces, como si se anticipara el placer de un festín abyecto. Y entonces Rosendo Valle se sintió acometido por la desesperación. Soltó a la mujer y trató de saltar de costado hacia la puerta, mientras lanzaba un gritito. Nunca había sentido miedo de la ley, pero en cambio sintió que el horror le helaba la sangre al encontrarse ante aquella especie de verdugo.
No iba armado para no correr el riesgo de matar a la mujer, y porque tampoco hubiera podido pasar con armas el control del aeropuerto. De todos modos aún tenía a su alcance la barra de hierro. Intentó sujetarla.
El desconocido dijo brutalmente:
– Te la meteré por el culo.
Y abrió la navaja. Era una pieza enorme, una especie de cuchillo de desollar que arrancó reflejos a todos los metales y a todos los espejos que había en la habitación. Rosendo Valle, mudo de horror, intentó dar otro salto y chocó contra un ángulo, quedando completamente clavado allí como si las paredes tuviesen manos, como si el aire le ahogase, como si la luz irreal de aquella habitación destilase una especie de baba.
Sólo pudo balbucir:
– No… no lo hagas.
Mientras tanto, sin cambiar de posición, intentó dar un puntapié al bajo vientre de su enemigo, pero éste esquivó con la facilidad de un auténtico profesional, una facilidad increíble para su edad y sobre todo para su peso. Entonces tendió la mano derecha.
La hoja de acero brillaba en ella.
Hubo un chispazo.
Un grito.
El desconocido susurró:
– Te gustará mi servicio de afeitado en seco.
Rosendo Valle ahogó un grito de horror.
No podía moverse.
Sabía que estaba ante un sádico.
Y entonces sintió el primer pinchazo. La hoja de acero le llegó hasta el fondo de la garganta. Le perforó la tráquea.
Valle sintió que sus rodillas se doblaban y que un líquido caliente y pegajoso le llenaba la boca.
No sabía que aquello era «la pajarita».
Murió sin saberlo.
La sangre saltó hasta la pared.
Pero en todo tiene que notarse la pericia de un auténtico profesional: ni una sola gota de sangre salpicó la mano del hombre que estaba haciendo la carnicería.
Rosendo Valle se derrumbó. Bajo su cuerpo, la sangre se estaba extendiendo con tal velocidad que pronto todo el suelo de la habitación se volvería rojo. Antes de que eso sucediera, el hombre limpió la navaja en las ropas del muerto y se alejó.
Ni siquiera se preocupó de la señorita Alonso, por la sencilla razón de que ella se había desmayado.
Después de todo, lo peor que ahora le podía pasar era que se pusiese perdida de sangre.
20 EL HOMBRE DE LA SILLA DE RUEDAS
Galán salió de la casa, observó en torno suyo y se dio cuenta de que nadie se fijaba especialmente en él. Por lo tanto avanzó con expresión tranquila, sin alterarse, llegó a la plaza de las Cortes y descendió sin urgencia hacia el laberinto de Neptuno y el Prado. Caso de tener tiempo libre hubiese ido a pie hasta alguna tasca de Atocha cuyo ambiente no hubiese variado en los últimos treinta años -«pues haberlas haylas», pensó- pero el reloj apremiaba. De modo que tomó un taxi a poca distancia de Cibeles y se hizo conducir a la plaza de la República Argentina, a un Madrid apacible y donde aún piaban algunos gorriones que habían podido escapar al último censo. Desde allí volvió a salir a la Castellana y tomó otro taxi, al que dio la dirección definitiva, o aproximadamente definitiva. El sitio donde el taxi le dejó estaba a una parada de autobús de su destino.
Era la Calle Mayor. Había allí algunas platerías que parecían conservar el último lujo -y la última cubertería empeñada- de los Austrias. Había algunas viejas tiendas de blanco: ropa de cama para la nena, ropa de sudario para la vieja, ropa de ilusión para la novia, ropa de primera noche, ropa de primera sangre, y quizá al fondo de la tienda, adonde no llegaba la luz, estaba la ropa del primer bostezo, de la primera lágrima, y quién sabe si de la primera cornada. También existía alguna tienda de artículos militares en un país donde los militares ya no se ven por la calle, país de sables escondidos -pero brillantes-, medallas póstumas y estrellas que debió bordar la novia, pero la novia ya no existía y encima quién sabe si nunca supo bordar. Galán pasó ante un escaparate donde un mantón de Manila lucía su pasado, su nostalgia, su desafío cupletera de mujer cachonda y morena. Entró en un portal ancho y solemne, piedra por fuera y cerámica por dentro, lámpara de bronce a la derecha y a la izquierda una portería con vocación de garita de la Guardia Civil. Ascendió los peldaños -hierro forjado hasta el principal, y del principal hasta arriba barandilla de taberna.
El propio hombre de la silla de ruedas le abrió la puerta del segundo piso cuando él llamó. El hombre de la silla de ruedas tenía un aspecto barroco, usaba batín, pañuelo, foulard, bisoñé, monóculo. «Ya nadie usa monóculo en Madrid -pensó Galán- a menos que el objetivo visual en cuestión merezca muchísimo la pena». Por ejemplo para mirar un himen de una monja. Pero a pesar de su aspecto barroco, a pesar de su silla de ruedas, de su bisoñé, su edad y su profunda desgracia -«con todos los atributos viriles caídos para siempre», pensó Galán-, el hombre tenía un aspecto decidido y enérgico, como si en cualquier momento fuese a descolgar el teléfono y gritarle que tuviera cuidado con el
El instinto le dijo que el hombre de la silla de ruedas estaba ofendido. En efecto, cerró la puerta, le señaló con el índice el fondo de la casa y dijo:
– Entre.
Era un piso que había conocido tiempos mejores, no cabía duda. Las alfombras eran buenas, pero estaban comidas por el uso; a los muebles isabelinos les faltaba una restauración. Dos cuadros algo tristes -Raurich, pensó Galán, que era un entendido en arte- mostraban en sus marcos un beso antiguo, hecho de olvido y de polvo. Un gato también antiguo, sentado en una butaca, le miraba con un ojo y no hacía un solo movimiento, esperando que fueran los otros los que se comprometieran.
– Siéntese.
Galán se sentó enfrente del gato, vigilándolo: «Espíritu casero de los antepasados con seis letras: minino».
Galán dijo suavemente:
– Lamento haberme retrasado un poco, Salomón.
– Le esperaba hace una hora.
– Lo siento. Ya sé que usted me aguardaba. Pero es que he tenido algo importante que hacer.
– ¿Tan urgente era?
– Sí. No podía esperar.
– ¿Y en qué consistía eso tan importante que tenía que hacer?
– En matar a un hombre.
Galán lo dijo sin ninguna emoción, sin que su voz se alterara lo más mínimo, sin que tuviera un matiz. Vio que el hombre de la silla de ruedas se estremecía un momento, pero Galán no dio a eso la menor importancia.
Lo único que dijo fue:
– Salomón, cuando usted me contrató ya sabía que yo me dedicaba a matar. Ya sabía, además, que ése es un oficio que vuelve a ser apreciado en todo el mundo.
Los ojos de Salomón se iluminaron un momento.
– Me maravillaría saber que ya ha matado a Gandaria -susurró.
– No, aún no.
– Pues ¿por qué ha aceptado otro trabajo? Tenía que estar exclusivamente dedicado al asunto de Gandaria. Usted lo sabía.
– No era un encargo -dijo Galán con voz opaca.
– Pues ¿a quién ha matado?
– Digamos que a un cerdo asesino.
– ¿Por qué?
– Iba a violar a una mujer.
– ¿Y a usted qué le importaba?
Galán volvía a tener su mente en blanco y volvía a dejar que su instinto, sus recuerdos, sus pesadillas hablasen por él. Esta vez le costó un esfuerzo decir:
– Pongamos que yo quería defender a esa mujer.
– ¿Por qué?
– Pongamos que es algo que yo veo en las ventanas.
– ¿Qué ve usted en las ventanas, Galán?
– Cosas que han ocurrido.
Se puso en pie y dio unos pasos por la habitación. El gato portador de espíritus, sin dejar de vigilarle, se cambió de sitio.
– ¿Y qué fue lo que ocurrió, Galán? -preguntó el hombre de la silla de ruedas.
– Eso no le importa a nadie.
– Entonces dígame cómo sabía que esa mujer iba a sufrir un daño. O quizá lo supo por casualidad.
– Yo nunca sé nada por casualidad, amigo Salomón. Yo he logrado estar vivo, y he logrado que otros hombres estén muertos, porque me fijo en todo. Y como deseaba proteger a esa mujer, la estaba vigilando. Y ahora no hablemos más de eso. Lo único que tengo que decirle es que ese acto… digamos «suplementario», no me ha distraído en absoluto del trabajo principal. Usted me contrató para matar a Gandaria y lo haré, puede estar seguro.
Hizo una pequeña pausa para añadir rápidamente:
– Sólo una cosa podría impedirlo.
Salomón ladeó de pronto la cabeza, para mirarle de soslayo. En aquella posición, el ojo que estaba detrás del monóculo parecía inmenso, como el ojo de un pez.
– ¿Qué es lo que podría impedirlo? -le preguntó también velozmente.
– Que Fernando Torres lo mate antes.
– Olvídese de Fernando Torres.
– ¿Por qué he de olvidarlo? Es un auténtico profesional.
– Me importa muy poco lo que sea. Usted tiene que hacer un trabajo. Olvídese de todo lo demás.
– Si he de olvidarlo, quisiera hacerle antes una pregunta, amigo Salomón.
– Hágala.
– Cuando usted me contrató para matar a Gandaria, yo le dije que había visto en el Hotel Palace a Fernando Torres. Y que me dejaba arrancar la piel si Fernando Torres no estaba en aquel lugar para matar a alguien, y ese alguien no podía ser más que Gandaria. Entonces decidí hablarle con toda franqueza, amigo Salomón. Le pregunté por qué me contrataba para un trabajo que de todos modos iba a hacer otro hombre.
– ¿Y qué le contesté?
– Más o menos lo que me contesta ahora. Que no me preocupase de nada que no fuera mi misión.
– Supongo que la respuesta no le dejó satisfecho.
– En absoluto. Por eso insistí, sabiendo que usted no podía hacer más que dos cosas. Una era confesar que no sabía nada de Torres, lo cual le hubiera puesto en evidencia como un hombre mal informado y con el que resultaba peligroso trabajar. La otra era asumir sin tapujos su papel de hombre importante y confesar que lo sabía todo. Fue eso lo que hizo, claro. Y hay que ver lo que sabía, Salomón… Más que un rey bíblico cuyo nombre lleva. Me enteré hasta de lo que cobra Torres por hacer el trabajo. Tenía más datos que si lo hubiera contratado usted mismo.
– ¿Y qué?
– Eso me obliga a hacerle otra pregunta -dijo Galán secamente.
– Le contestaré si puedo.
– ¿Ha contratado usted también a Fernando Torres?
– ¿Por qué había de hacerlo?
Galán se encogió de hombros.
– ¿Por qué había de hacerlo? ¿Por qué…? -susurró- ¿Y yo qué sé? Pero mire una cosa, Salomón: cuando uno no sabe algo, es porque hay centenares de respuestas posibles. Y yo le daré la más lógica: usted ha contratado a los dos para asegurar el resultado sea como sea. Naturalmente pagando sólo al que hiciese el trabajo. Y yo no me hubiese enterado del podrido asunto si no llego a conocer a Torres.
Salomón, hombre en su silla de ruedas, hombre impotente sin más compañía que la de un gato, le miró sin embargo con una cierta expresión de lástima.
– ¿De verdad quiere una respuesta sincera, amigo Galán? -musitó.
– Naturalmente que la quiero.
– Yo no he contratado a Fernando Torres para nada. Nunca le he dado un euro. Nunca he hablado con él.
– ¿Es ésa una respuesta sincera?
– Claro que lo es.
– Entonces ya me dirá, Salomón, cómo conoce tantos detalles. Usted sabe lo del trabajo de Torres mejor que la madre que lo parió. Tanto que hasta pensé que tiraba un farol, pero no es así. Los datos los he comprobado.
– ¿Cómo los ha comprobado?
– Hablando con Fernando Torres, naturalmente.
– ¿Está… loco?
– ¿Por qué había de estarlo? Torres es un colega. He trabajado con él. Hemos cobrado bastantes veces de los mismos gobiernos y de las mismas personas. Pensar que Torres me va a denunciar o yo voy a denunciar a Torres es absurdo, porque caeríamos los dos. Pero necesitaba saber si usted estaba tan enterado como parecía, porque le digo la verdad: no podía creerlo. Y además por otra razón: quería pedirle a Torres que esta vez me dejara el terreno libre.
– Sigue estando loco. ¿Por qué razón había de pedirle a Torres un favor de esa clase?
– No es un favor, digamos que le hice unas reflexiones. Y ahora usted me preguntará por qué.
– Sí. ¿Por qué?
– Sólo hay una respuesta, ¿sabe? Necesito rehacer mi nombre. Necesito que la gente no me considere un viejo. Cuando yo mate a Gandaria, los clientes que hay en las cinco partes del mundo lo sabrán. Pero para eso necesito matarlo.
Salomón, el hombre de la silla de ruedas, le miró con curiosidad, como si Galán fuera un desconocido al que viese por primera vez. A sus labios asomó una levísima mueca de desdén, pero esa mueca de desdén fue inmediatamente sustituida por otra de fastidio. Maniobrando con fuerza y habilidad, dio una vuelta a la habitación, rozando el diván en que el gato, al igual que otros personajes tan listos como él, descansaba de su descanso. Pero ahora el bicho no se movió de su sitio.
Consultó su reloj de pulsera. Era un Cartier Pasha, y Galán supo valorarlo. Hacía falta ser muy rico para tener una pieza así, pero también hacía falta ser muy rico -pensaba Galán- para contratar a un hombre de su clase.
Salomón susurró:
– Quería verle para que me trajera noticias, pero lo único que me ha traído son problemas. Y oiga bien esto, Galán: no quiero volver a verle hasta que Gandaria haya muerto. Olvídese de Fernando Torres. Usted haga su trabajo y borre de su cabeza todo lo demás. ¿Lo ha en-
tendido? ¿O lo necesita más claro? ¡Acabe con Gandaria de una vez! ¡Maldita sea! ¡
Sus últimas palabras habían sido casi un grito de odio.
Galán se sorprendió.
Los que le contrataban eran gente sigilosa, astuta, importante, que hablaba de la muerte de un hombre como una simple operación comercial o política. Incluso, en aquel mundo hermético y en cierto modo exquisito, propio de hombres de altura, se consideraba de mal gusto pronunciar el nombre de la víctima. También se consideraba de mal gusto fijar plazos demasiado rígidos. Salomón, en cambio, estaba cometiendo dos errores, que eran dejarse llevar por los dictados de su reloj y los dictados de su odio.
Pero Galán necesitaba aquel trabajo, por mucho que le molestara tratar con hombres que no sabían dominar sus nervios.
Con una estrecha sonrisa, musitó:
– Supongo que es inútil preguntarle por qué desea tanto la muerte de Gandaria.
– Sí. Es inútil preguntármelo.
– No se preocupe. De todos modos, haré mi trabajo.
– ¿Cuándo?
– Quizá mañana.
Salomón se limitó a hacer un gesto afirmativo. De su batín extrajo un fajo de billetes de quinientos, todos usados. Era un fajo voluminoso: seguro que pasaba del medio millón. Se lo tendió a Galán.
– Tome -dijo-. He pensado que usted quizá necesitaría una inyección de moral.
Y por primera vez asomó a sus labios algo que parecía la sombra de una sonrisa.
Fernando Torres se dio cuenta de que se le presentaba la ocasión que había estado esperando durante tanto tiempo. Los guardaespaldas de Gandaria, fuese porque el jefe no seguía las indicaciones o fuese por exceso de confianza, estaban bajando la guardia.
Otra vez volvió a encontrar solo a Gandaria en un pasillo, aunque durante unos breves segundos. Pero unos breves segundos -eso lo pensó más tarde- le habrían bastado para matarle. Dos veces salió Gandaria del hotel sin escolta alguna, aun cuando sólo fuera unos metros para tomar en la esquina su coche blindado. Esos metros -también Torres lo pensó más tarde- hubieran sido suficientes para dispararle con silenciador desde el otro lado de la calzada. No hubiese sido la primera vez que Fernando Torres mataba a un hombre en plena calle, ocultando la pistola insonorizada bajo un periódico.
Pero él, Fernando Torres, también debía de estar bajando la guardia porque no aprovechaba las oportunidades con la rapidez de otro tiempo. Hubo momentos en su vida en que una oportunidad fugaz como un soplo era bastante para él. Y ahora estaba perdiendo aquella rapidez de reflejos, aquella intuición, aunque eso no le asustaba. Porque había estudiado tan a fondo a su personaje que estaba seguro de encontrar dentro de poco la oportunidad perfecta.
Y la oportunidad perfecta se presentó aquella noche. Gandaria, que durante la tarde había recibido varias visitas de negocios en el hotel, salió solo nuevamente.
Fernando Torres reaccionó esta vez con la rapidez de sus mejores tiempos. Estaba en forma. Cuando vio salir a Gandaria se levantó inmediatamente de su asiento en el salón rotonda, pero cumpliendo de una forma primorosa con todas las normas del oficio. Norma primera, doblar el periódico con tranquilidad, casi con aburrimiento, y no darse prisa. Norma segunda, escrutar el paradero de los guardaespaldas. Para su sorpresa, habían bajado la guardia del todo, pues ambos estaban discutiendo en el bar. ¿Será que los guardaespaldas también tienen sus problemas sindicales? Norma número tres, encender un cigarrillo, para acentuar la sensación de indiferencia y enseguida consultar el reloj, como si de pronto se recordara una cita. Seguidamente Torres avanzó con tranquilidad hacia la salida.
Vio a Gandaria de espaldas, unos metros más allá. Estaba cometiendo el error más imperdonable que un hombre en sus condiciones podía cometer. Avanzaba hacia el estacionamiento subterráneo que hay en la plaza de las Cortes, a muy poca distancia del Hotel Palace.
Si Gandaria entraba allí, estaba perdido.
A pesar de toda su experiencia, Fernando Torres sintió que se le secaba instantáneamente la boca.
Con el pie derecho rozó suavemente el arma que llevaba enfundada en la pantorrilla izquierda, cerca de la rodilla, para que nadie la viese si cruzaba las piernas. Era una pequeña Astra Constable del nueve corto, que pesaba poco más de medio kilo y resultaba eficacísima para matar a corta distancia. Para tirar de un lado a otro de la calle evidentemente no le hubiera servido, pero no era eso lo que necesitaba ahora.
Contuvo la respiración.
Había matado a muchos hombres, pero de pronto sentía como si Gandaria fuese su estreno, su primera víctima.
No tenía más que agacharse y desenfundar. El estampido de la pequeña pistola no se oiría apenas en el tráfago de la calle, si lograba disparar a quemarropa.
Pero Gandaria no le puso las cosas tan fáciles. No fue al estacionamiento subterráneo, como Fernando Torres había supuesto. De pronto cambió de dirección hacia la izquierda y avanzó hacia un coche estacionado muy cerca de la entrada de la rampa.
Fernando Torres sintió que sus músculos se tensaban.
Pero era igual. De todos modos, no fallaría. Porque el coche hacia el que se dirigía Gandaria, un Rover azul que Torres no había visto nunca, estaba vacío. Sin duda iba a abrirlo y subir a él.
Magnífico.
Torres respiró hondamente ahora.
No podía soñar una oportunidad mejor.
De modo que sonrió.
Se agachó con suavidad felina, fingiendo ajustarse un zapato.
La pistola.
Le pareció que sus dedos estaban más completos ahora. Que su mano era lo que siempre había anhelado ser.
Gandaria acababa de abrir la portezuela.
Torres estaba a dos pasos.
Pensó: «Ahora».
Y entonces oyó la voz.
¡La voz!
¿La voz?
La palabra saltó como un dardo:
– ¡Idiota!
Fernando Torres se volvió con la boca abierta.
En su derecha brillaba el arma. Al girar, había dejado caer el periódico que la ocultaba.
Vio la cara.
De los dos guardaespaldas, era el más delgado. En su boca flotaba una mueca de asco. Torres sólo pudo balbucir: -Pero…
Estos disparos sí que llenaron la calle. El guardaespaldas había hecho fuego dos veces, y encima con una estridente Baretta del nueve largo. Todo el mundo se volvió al oír las detonaciones. Una mujer lanzó un grito.
Pero Fernando Torres ya no llegó a darse cuenta de nada de aquello. Las dos balas de grueso calibre le habían penetrado por la boca. Una le destrozó las vértebras cervicales, y la otra le perforó la base del cráneo.
Giró sobre sí mismo antes de desplomarse.
Sus ojos estaban espantosamente abiertos.
21 HISTORIA DE DIOS EN UNA ESQUINA
Méndez fue prácticamente el primero en llegar. De hecho había seguido a Torres cuando éste salió del hotel, porque empezaba a estar seguro de que era el único sospechoso entre todos los que se alojaban en el Palace. Casi tuvo que detenerse en seco para no tropezar con el muerto mientras éste se desplomaba.
El guardaespaldas no se movió.
Sólo dijo:
– Sabía que iba a llegar, inspector Méndez.
Méndez masculló:
– La madre que te ha parido.
– ¿Por qué se enfada, inspector?
– ¿Cómo cojones sabes que me llamo Méndez?
– Porque se ha inscrito con su verdadero nombre -dijo el guardaespaldas tranquilamente, mientras miraba el cadáver de Fernando Torres-, y porque la propia policía nos advirtió que usted estaba allí para ayudarnos. Aunque su misión fuera secreta, a nosotros sí que nos lo podían decir.
Méndez abrió repentinamente la boca, ahogando una maldición.
De modo que la propia policía…
Claro que, de todos modos, no tenía por qué asombrarse. Era natural. Quizá no hubiesen advertido al propio Gandaria, pero a sus guardaespaldas sí. Los guardaespaldas, al fin y al cabo, eran como policías: tenían una licencia para hacer su trabajo.
Gandaria no se había movido. Miraba aterrorizado el cadáver y el círculo de gente que se iba formando alrededor del coche. Aquel círculo aumentaba tan rápidamente y se iba haciendo tan espeso que Méndez hubo de mostrar su placa, para imponer el buen sentido y la serenidad de la ley:
– ¡Atrás! ¡
No hizo falta que Méndez pateara los cojones a nadie, en el improbable caso de haber llegado a tenerlos a su alcance, porque desde el cercano Palacio de las Cortes llegó una patrulla. No en vano la muerte se había producido en el lugar más vigilado de Madrid. Inmediatamente la multitud fue alejada. Gandaria fue sacado del coche y el cadáver cubierto con una manta.
Méndez volvió al hotel, tras indicar el número de la habitación en que podían encontrarle. Gandaria y sus guardaespaldas fueron conducidos provisionalmente al retén de las Cortes, donde fue avisado el juez. Por el momento nada más se podía hacer, excepto esperar que se iniciara el tedioso rosario de trámites legales, después del cual -Méndez lo sabía muy bien- el caso se daría por definitivamente cerrado y resuelto. Porque si había muerto el hombre que iba a matar a Gandaria, ¿para qué buscar más…?
Se sentó en una de las butacas del hotel.
Sus ojos estaban nublados.
Sentía una extraña sequedad en la boca.
Casi no vio al hombre que venía hacia él.
Claro que no era un hombre que llamara la atención de una forma especial, aunque pertenecía sin duda -eso lo pensó Méndez de una forma maquinal- a viejas culturas desacreditadas y extintas: la cultura del casino, la tertulia ilustrada, la silla del ateneo y el café con leche a horas fijas. Pertenecía, en fin, a una de esas especies que están desapareciendo rápidamente de Madrid, y que sin duda acabarán extinguidas del todo a menos que una ley las proteja. Claro que los supervivientes, si los hay, siempre podrían quedar confinados en parques naturales, como el Café Gijón, los peldaños de acceso a la Biblioteca Nacional o los bancos menos buscados del paseo de Recoletos. Méndez, aunque estaba hundido en sus propios pensamientos, no dejó de sentir un inmediato interés por él, al captar en aquel hombre ciertos rasgos que lo identificaban como un animal de su especie.
Aquel hombre era más viejo que Méndez. Eso se notaba, aunque conservaba parte de su agilidad. Se inclinó un poco sobre la butaca en que estaba el policía y susurró:
– Perdone. No sé si me permitirá hablar un solo minuto con usted.
– Por supuesto que se lo permito. Siéntese… Mire, aquí estará usted muy bien.
– No quisiera ser inoportuno. Por cierto, permita que me presente. Me llamo Antonio Cañada. Supongo que usted me ha visto bastante por el hotel.
– Sí, es verdad… Le he visto.
– Quisiera invitarle a algo, si me lo permite. ¿Qué le apetece? Algo me dice que usted es, como yo, hombre de vino viejo.
– Sí, es verdad. Soy hombre de vino viejo y, por desgracia, de mujeres viejas. Un jerez.
– Ahora mismo se lo pido, señor Méndez.
– ¿Cómo sabe que me llamo Méndez?
– Me he tomado la libertad de preguntarlo. Espero que no le sepa mal.
– Perdón, pero ¿por qué ese interés?
– Es que quería disculparme por una cosa, y para eso necesitaba saber antes su nombre.
– Yo no recuerdo que usted me haya ofendido en lo más mínimo, señor Cañada. ¿Por qué quiere pedirme perdón?
– Por el error que ha cometido mi hija.
La cabeza de Méndez fue sacudida por un breve estremecimiento. Musitó:
– ¿Su hija…?
– Sí. Se metió por error en la habitación de usted. Yo estaba cerca de los ascensores y lo noté en el último momento. Pero verá… No me atreví a darle explicaciones entonces, delante de la doncella.
Méndez arqueó una ceja mientras sorbía unas gotas del jerez recién servido. Acababa de averiguar una cosa que no sabía: la señorita Alonso tenía un padre. Lo que no acababa de cuadrar era que la señorita Alonso tuviese un padre que no se apellidaba Alonso sino Cañada.
Pero decidió aparcar ese pensamiento por unos segundos. Vio que el que ahora iniciaba el gesto de beber era Antonio Cañada. Levantó la copa y, al hacerlo, no pudo evitar que le temblara la mano, como si le dominara un lejano Parkinson. De todos modos consiguió frenarlo.
– Amigo mío -dijo Méndez, con una educación impropia de su bajo linaje-, soy yo el que lo lamenta de verdad. Cometí un error al entrar de aquella manera. Y siento mucho lo que ocurre, créame. Siento mucho que su hija sea ciega.
Añadió cortésmente, ante el silencio penoso del otro:
– Confío en que tenga remedio.
– No, no lo tiene.
– ¿Seguro?
– Seguro. ¿No cree que a estas horas lo he probado todo?
– ¿Fue un accidente?
– No, nació así.
– En ese caso, le cabe el consuelo de pensar que ella no sufre, señor Cañada. Nadie echa en falta lo que nunca ha conocido.
Méndez hubiera preguntado muchas cosas más, porque al fin y al cabo la hija de aquel hombre era a su vez la madre adoptiva de Mercedes, la niña asesinada en Barcelona. Pero decidió esperar, porque alguien le había dicho -quizá durante una noche de vino y olvido en un bar de la calle San Ramón- que una de las virtudes del buen policía es la paciencia. Permanecieron un rato en silencio los dos, sin mirarse, con los ojos clavados en las copas de jerez, el vino que había superado todas las edades y que venía en línea recta de las tertulias de Pombo, los debates literarios del Gijón, el recinto sin puertas del Bar Flor y de todos los rincones de un tiempo que ya se había ido. Los dos tenían la sensación de ser los únicos supervivientes de ese tiempo convertido en árboles, ventanas, fotos color sepia, manos que un día estuvieron en las calles y rostros quietos frente al viento. Los dos contemplaban el viejo hotel que no había cambiado y que para Cañada formaba seguramente parte de su vida. Para Méndez, en cambio, el hotel era algo que nunca pensó conocer directamente, era sólo pasajes de libros leídos en su refugio canalla.
Fue él quien rompió el silencio para preguntar:
– ¿Viven ustedes aquí?
– Oh, no… Yo tengo un piso en la calle Serrano, el que siempre tuve. Mi hija, naturalmente, vive conmigo, y los dos habitamos, por decirlo de algún modo, en un Madrid que ya no existe, pero que nos gusta. Habrá observado, señor Méndez, que mi hija no es una niña.
– Sí.
– Eso significa que no ha podido ver los cambios de Madrid, las sucesivas épocas que nos lo han ido quitando cada día un poco. La calle Serrano aún conserva parte de su estilo, gracias a Dios, como lo conserva este hotel, pero en Madrid ha cambiado hasta el aire, señor Méndez, hasta el aire. Y sin embargo en casa se ha seguido recibiendo el
– Lo entiendo muy bien, amigo Cañada, claro que lo entiendo muy bien.
– Por lo tanto, también entenderá que la haya traído unos días a este hotel, donde al menos puede hablar con gente. Necesitaba arrancarla como fuese del ambiente de nuestra casa, y su estado no permitía un viaje, de modo que la traje aquí, al Palace, un sitio que para ella está lleno de significado, pues la solía traer aquí de niña. Conoce todos los rincones del edificio, todos. No se nota que es ciega.
– No -bisbiseó Méndez, con todas las antenas puestas.
Cañada añadió:
– Ha pasado por una prueba terrible. Todos la hemos pasado, pero ella más. Para ella ha sido angustioso. No tiene nombre.
– Me temo… En fin, me temo que ya sé de qué se trata, señor Cañada.
– ¿Usted? ¿Por qué?
– Más vale que le hable con sinceridad. Soy inspector de policía.
El otro hundió la cabeza.
– Dios santo… -farfulló-. ¿Por qué le he explicado todo esto?
– Porque le alivia hablar, señor Cañada. Le alivia compartir su angustia con alguien. Es una razón suficiente. Pero puesto que usted ha venido a mí y puesto que le he hablado con sinceridad, va a tolerar que le haga unas preguntas. No tienen demasiada importancia; son simplemente cosas que no acabo de entender. Ah… Para su tranquilidad, le diré que no investigo este caso. A mí me han enviado a este hotel para proteger al señor Gandaria.
– Conozco mucho al señor Gandaria. Vaya si lo conozco… Está amenazado.
– Ya no lo está, o por lo menos no lo estará de nuevo hasta que envíen a otro asesino. El que tenía que acabar con el señor Gandaria acaba de morir, de modo que mi misión ha terminado y regresaré inmediatamente a Barcelona -explicó Méndez-. Pero por eso mismo quisiera antes preguntarle una cosa. ¿Usted es inmensamente rico?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Porque tras secuestrar a Mercedes, pidieron un rescate fabuloso.
Los dedos de Cañada temblaron. El Parkinson, agazapado, volvió de una forma ostensible. Estuvo a punto de volcar la copa de jerez.
– Sí -musitó-, la verdad es que soy fabulosamente rico. Poseo una de las mayores fortunas de España. No creo que sea ninguna vergüenza decirlo.
– ¿Qué bienes posee?
– Metálico, acciones, los mejores solares en las mejores ciudades, tierras, casas y joyas de familia. Pero no gasto mis rentas, a pesar de que Hacienda se lleva cada año una parte increíble. Mi puesto en el consejo de administración de dos grandes bancos ya me da para vivir.
– Comprendo.
– Yo podía pagar el rescate, señor Méndez.
– Sé que trató de pagarlo.
– Todo lo que tengo lo tengo por mi hija. A mí ya no me importa gran cosa. Y además gasto poco, ¿sabe?, gasto poco. Comprenderá que no es demasiado caro pasarse las tardes oyendo viejos discos de doña Concha Piquer. De modo que si me hubiesen pedido más por la pequeña, más hubiera estado dispuesto a ofrecer. Yo siempre he mantenido ante mi hija la mentira de que Madrid no había cambiado, de que no se había movido una hoja y todo seguía teniendo la alegría de su niñez. Todo lo hubiese dado con tal de mantener esa sombra de felicidad, esa mentira.
– Sigo comprendiéndolo muy bien.
– Le he hablado de la música, ¿no…? La música es el medio de comunicación que mi hija tiene con este mundo. Eso y unos cuantos sonidos familiares como las voces, las pisadas, el chirrido de los grifos, el piar de los pájaros. Nuestro mundo es un mundo cerrado. No le he dicho que en casa tenemos varios pájaros, señor Méndez, y que mi hija conoce su estado de ánimo como si fuesen personas y como si los estuviese viendo. También hemos tenido siempre perro, y durante años los perros han sido sus únicos amigos de verdad, los que se lo estaban diciendo todo con el aliento o con un simple roce del hocico en sus manos. Mercedes también los amaba. Incluso a veces pienso que mi hija, con todo este mundo artificial, ha sido feliz, aunque no ha tenido sexo. Pero el sexo no lo es todo, si hay compañía. En cambio ahora va teniendo soledad, sólo soledad. Los únicos que, a la larga, se compenetran con ella son sus profesores de música.
Méndez bebió de un solo trago su jerez, como si necesitara darse fuerzas.
– Ella ha pasado por una prueba terrible -musitó-. Mejor dicho, dos pruebas terribles. Un inspector de policía como yo, aunque esté ya desahuciado por los poderes públicos, suele enterarse de lo que pasa al menos a cien metros de distancia. Y parece que a su hija, además de lo que ya le había pasado, trataron de ultrajarla. Tenemos el testimonio de la persona que estaba con ella, esa señora mayor, esa señora de compañía a la que por poco matan. Pero su hija tuvo un salvador providencial, señor Cañada, un salvador providencial que no sé quién es, aunque hemos intentado averiguarlo por todos los medios. El agresor sí que sabemos quién era: un hijo de la gran chingada que, como todos los hijos de la gran chingada, andaba suelto.
Y Méndez añadió otra de sus frases rituales:
– Bien muerto está. Que le den.
Notó que a Antonio Cañada le temblaban las manos espasmódicamente otra vez. Aquel hombre, que antes aún quería mantenerse animoso, se estaba poniendo de pronto los años y las debilidades encima. Hasta su cuerpo vaciló, como si pese a estar sentado fuera a derrumbarse sobre la mesa.
– Dios mío… -preguntó con un hilo de voz-. ¿Quién puede odiarnos de esa forma? ¿Quién?
– No les odian, señor Cañada. Al menos el odio es un sentimiento humano. Los que mueven los hilos de todo esto, sin embargo, no tienen sentimientos.
– ¿Pues qué les mueve?
– El dinero.
Méndez se inclinó un poco hacia aquel hombre. Con voz confidencial, susurró:
– Siento que hablemos de todo esto, señor Cañada. Pero en parte es mi obligación. Y en parte a usted le alivia compartir sus angustias con alguien.
– Es… verdad. Y al menos usted sabe escuchar.
– Me he pasado la vida escuchando, amigo mío. Y ahora permítame que le dé un consejo, si es que un tipo como yo puede aconsejar alguna cosa: deben irse de España una temporada. Yo no sé si su hija está en condiciones de viajar, pero por el momento es mejor que se abran, que se den el piro. Bueno…, quiero decir que deben tomarse unas largas vacaciones lejos de aquí, ustedes que pueden.
– Ya tenemos decidido hacerlo. Y más que decidido. En realidad vamos a irnos enseguida.
– ¿Adonde?
– De momento, a Egipto. Luego ya veremos.
Méndez preguntó rápidamente:
– ¿En Egipto se va de copas?
– No creo.
– Pues no sé de qué les sirve una cultura tan antigua.
– Lo de Egipto ya lo teníamos pensado, ¿sabe, señor Méndez? Incluso los billetes estaban pagados. Pero hubo que frenarlo todo cuando… cuando ocurrió lo de Mercedes. Perdone.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas apergaminadas, mejillas de hombre que había vivido todas las épocas. Sin duda poder hablar con alguien le había ayudado en el primer momento, pero ahora los recuerdos le estaban hundiendo. Se levantó avergonzado mientras farfullaba:
– Perdone, señor Méndez.
Desapareció mientras procuraba que nadie le viese. Méndez permaneció hundido en su butaca, en la soledad compartida de la rotonda, mientras pensaba que Antonio Cañada tenía razón: era mejor que se fuesen del país durante varios meses. Pero Méndez pensaba también algo más: que no había tenido tiempo de preguntarle a Cañada por qué él, llamándose Cañada, tenía una hija que se llamaba Alonso.
Aunque la desazón de Méndez no había hecho más que empezar, lo cual probaba que frecuentar según qué ambientes no era bueno para su salud mental. Porque en ese momento se acercó a él aquel segundo hombre.
A éste no lo había visto nunca.
Y fue extraño: le sugirió la idea de la muerte.
¿Eran sus ojos? Méndez pensó que sí, que tenían que ser sus ojos, porque no había en él otra cosa que llamara la atención. Parecía un cliente como tantos otros, un cliente de mediana importancia, de los que no gastan en extras, no dan grandes propinas ni llevan a las noches del hotel, furtivamente, a damas del viejo Madrid que juran que aprendieron el oficio la semana pasada. El desconocido rebasaba los setenta, seguro que sí. Vestía de una manera muy convencional y tenía el aire desorientado de los que al salir no sabrán muy bien si la Puerta del Sol cae a la derecha o a la izquierda. Podía ser un juguetero de Ibi, un pequeño banquero de Lugo, un anticuario de Pamplona o un discretísimo corruptor especializado en los hoteles de Palma. Por eso lo único que llamaba la atención eran sus ojos, siguió pensando Méndez: sus ojos. Había en ellos tanta angustia, tanta tristeza
Aquellos ojos pidieron permiso al viejo policía. Éste indicó en silencio la butaca que Cañada acababa de dejar. Y se dio cuenta, al tenerlo al lado, de que aquel hombre no era tan de clase media como parecía; a la fuerza tenía que tratarse de un hombre muy rico. Llevaba un sello de oro con brillantes que, si eran auténticos, valía una fortuna. Llevaba un Rolex de oro macizo. Llevaba un alfiler de corbata con una gran perla. Esos detalles, que sólo se apreciaban teniéndolo muy cerca, desconcertaron a Méndez; le desconcertaron y le avergonzaron porque a él le molestaba profundamente codearse con gente muy rica. La gente muy rica siempre acaba ofreciéndote un empleo en una portería.
El hombre susurró:
– Perdone. Al entrar en el hotel he visto que usted hablaba con Antonio Cañada.
– ¿Y qué?
– ¿Le ha ocurrido algo?
– ¿Qué le iba a ocurrir?
– No sé, pero me ha parecido que se marchaba muy hundido. Quizás es que usted le ha dicho algo inconveniente.
– ¿Y por qué le había de decir yo algo inconveniente?
– Porque usted es policía.
Méndez suspiró con cansancio.
– Vaya… -dijo-, y yo que pensaba que lo llevaba tan en secreto.
– Por favor, no imagine que trato de meterme en su terreno, señor Méndez. Usted se llama Méndez, ¿verdad? Me lo dijo el inspector que retiró el cadáver del que había tratado de abusar de mi hija cerca, en la calle del Prado. Pero lo que decía: no trato de meterme en su terreno, Dios me libre. Lo único que ocurre es que Antonio está tan hundido, tan destrozado que todos debemos hacer algo por él. Debemos ayudarle, no hundirle.
Méndez movió las manos desconcertado. Y hombre vulgar como era, al oír aquellas dos palabras, «mi hija», solamente pudo pensar: «Hostia».
Iba a decir algo, cuando el otro continuó:
– Qué estúpido soy… Aún no le he dado ni mi nombre. Me llamo Luis Manrique.
– ¿Luis Manrique?
– Sí.
Lo primero que pensó Méndez fue que se trataba de un hermoso nombre. Él aún conservaba la antigua cultura literaria -hoy reivindicada por la más nueva política- de las palabras que quizá no expresan conceptos, pero suenan bien. Lo segundo que pensó fue que aquel apellido tampoco coincidía con el de la maltratada señorita Alonso. O aquello era una historia sin sentido o le estaban tomando el pelo, aunque él ya no tenía edad para que le hicieran eso, como no la tenía para que le asignaran una actividad sexual socialmente útil.
– Verá -dijo-, intentemos empezar por el principio, por lo que hubo antes de la costilla de Adán. Ante todo, debo decirle que no he molestado a Cañada, sino todo lo contrario. Pero vamos a lo que importa. Y por favor, contésteme algo que tenga coherencia. Él me ha dicho que la señorita Alonso, la ciega, es su hija.
– Sí.
– Usted dice que es su hija.
– Sí.
– Mierda.
– ¿Qué le pasa, señor Méndez?
– Le he pedido que me contestara algo coherente.
– Intento hacerlo.
– Pues, coño, lleva buen camino. Dígame al menos por qué esa señorita no tiene el apellido de uno de los dos.
– Lleva el de la madre. Hace muchos, muchos años que nos pusimos de acuerdo en eso, y por lo tanto no tenemos hecho nada para cambiarlo, ni lo haremos nunca. Ni la prueba moderna del ADN.
– Pero vamos a ver, ¿de quién es hija? Porque al menos una cosa está clara aquí: uno tiene la paternidad, el otro tiene los cuernos.
– No sea vulgar, señor Méndez.
– Pues ya me dirá.
– Yo soy el padre adoptivo de Clara Alonso, e hice que se respetara, como le digo, el apellido de la madre.
– Bueno, usted es el padre adoptivo. Muy bien. Pero ¿quién es el padre biológico?
– Los dos.
Méndez lamentó no tener otro jerez a mano. Lanzó un gruñido mientras movía la cabeza.
– Señor Manrique -musitó-, yo soy un hombre bien hablado, fino y cortesano. Por eso le digo: menos coña.
Manrique le puso delicadamente la mano en el antebrazo. Era un gesto suplicante, un gesto que marcó un paréntesis en el aire y no necesitó ir acompañado de ninguna palabra. Méndez miró a aquel hombre, vio que el tiempo le estaba contemplando desde el fondo de aquellos ojos y sintió algo así como un escalofrío.
El tiempo siguió allí, entre los dos, igual que otra mano quieta.
– ¿Le ha dicho Antonio -preguntó Luis Manrique- que vivimos en la calle de Serrano, en una casa con carácter, entre cuyos inquilinos podrían figurar el pintor Vázquez Díaz y un viejo presidente de sala del Supremo? Quedan menos edificios de esa clase cada día que pasa.
– ¿Es que viven los tres allí? ¿Juntos?
– Sí.
– Infiernos… Entonces tengo que insistir: ¿ella de quién es hija?
– No lo sabemos.
– Pero ¿qué me dice? ¿O es que la madre era una mujer que se acostaba con todos?
– Por favor, no la insulte.
– No la estoy insultando. Quiero saber la verdad.
– Muy bien. Pues entonces le voy a contar la verdad, señor Méndez, porque no es ningún secreto y porque no será usted el único en saberla. Yo, al igual que Antonio, soy un hombre muy rico. Él le habrá contado cómo vivimos, ¿no? Seguro que se lo ha contado, porque Antonio es de los que se tranquilizan hablando. En fin, eso me ahorra decirle que tengo tantos bienes como él. Los dos éramos muy ricos y jóvenes cuando empezó la guerra civil.
Méndez se acordó de la permanente miseria en que vivía la gente de sus barrios y dijo solamente:
– Leches.
– Éramos muy jóvenes, ¿sabe, Méndez? Unos críos el año 36. Pero sabíamos muy bien que nos matarían si nos atrapaban, y por eso tuvimos que escondernos.
– Por lo que veo, con éxito.
– No crea.
– ¿Por qué no he de creerlo?
– Porque nos atraparon en los últimos días de la resistencia de Madrid. Fue cuando lo de Casado, que a mí, aunque en aquel momento se me podía considerar un fascista, siempre me pareció un traidor. Y tampoco me gustan Besteiro ni Mera, ¿sabe? Tampoco me gustan. Con el enemigo no se pacta pensando en tu propia vida y no en la vida de los otros. Pero, en fin, ¿por qué le hablo de esto? Quizá sea injusto, y encima ya es historia. El caso fue que cometimos un descuido y nos atraparon a los dos.
– ¿En los últimos días? Eso es tener mala suerte.
– Sobre todo teniendo en cuenta que, en un juicio rapidísimo, nos condenaron a muerte, pensando que éramos espías. La ejecución fue señalada para la madrugada siguiente, con todo Madrid ya lleno de tiros y de muertos. Le juro que a veces aún los veo en las calles. Los muertos están allí, como mirándome. Se lo juro. Siguen en sus puestos.
Méndez guardó silencio.
Miraba a aquel hombre con una fijeza casi hipnótica.
Manrique continuó:
– ¿Sabe quién era la secretaria del tribunal?
– No, claro que no.
– Una hermosa mujer llamada Marta Alonso.
– ¿La… la madre de Clara?
– Sí.
– Infiernos…
– Era una roja convencida. La mujer más roja que he visto en mi vida, a pesar de que Madrid estaba perdido, la guerra estaba perdida, ella estaba perdida. Pero ella no quería rendirse, ella dijo que aún empuñaría un fusil. ¿Y sin embargo sabe lo que sintió por nosotros?
– ¿Qué?
– Piedad.
Hubo un brusco silencio, un silencio tan espeso como si la rotonda estuviese vacía, el hotel vacío, el tiempo vacío. Méndez tuvo la brutal sensación que ya había tenido otras veces, la sensación de que el tiempo es una broma, de que en realidad no existe.
– ¿Intentó salvarles? -musitó.
– No podía.
– ¿Entonces qué hizo?
– Traernos comida, pero no quisimos. Traernos bebida, pero no quisimos. ¿Qué podía darnos? Nos dio su compañía, nos dio su palabra. En aquel momento era lo único que queríamos realmente: la palabra de alguien que fuese capaz de sentir piedad.
– ¿Se quedó toda la noche?
– Sí.
Su mirada volvía a ser la de la serpiente vieja.
Y quizás eso no era malo. Quizás en su mirada había algo de eternidad.
– ¿Estaban solos? -susurró.
– Sí. Aquella noche éramos los únicos condenados a muerte.
– Dígame que es mentira lo que estoy pensando.
– No es mentira, Méndez.
– Dios santo…
– Algo me dice que usted nunca invoca a Dios.
– Tiene razón. Apenas lo invoco. Dios tendría toda la razón si de vez en cuando se molestara en escupirme desde una nube.
Y Méndez volvió a mirar al vacío. No se movía nada en el hotel, nada, ni una mano, ni la ceja de un político, ni el ojo de un mercader, ni el labio inferior de una mujer ansiosa. Todo estaba inmóvil de pronto en aquel pedazo de tiempo que ellos dos habían dejado suspendido en el tiempo.
– ¿Cómo se lo propuso? -preguntó Méndez en voz muy baja.
– No nos lo propuso. Marta Alonso estaba ante nosotros, apoyada en el alféizar de una ventana, jugueteando con el borde de su falda rural, mostrándonos sus rodillas sólidas, de chica que ha ido a pie hasta el frente del Guadarrama, y sus manos finas, de chica que ha tocado esa misma noche la última melodía en el último piano de Madrid. ¿Sabe, Méndez? Es como si lo estuviera viendo otra vez, como si distinguiera a través de la ventana, como enmarcando el cuerpo de Marta, la puerta de Alcalá, cargada de historia que venía vestida con la
Luis Manrique hundió la cabeza.
Seguía teniendo un hermoso nombre.
Quizás en su vida todo había sido hermoso, aunque no lo supiera.
– ¿Por qué no les mataron? -susurró Méndez-. ¿Por qué?
– El oficial que había de mandar el piquete se las apañó para aplazar la ejecución. No quería comprometerse, no quería jugarse la cabeza cuando los moros estaban a veinte pasos. Pudo alargar aquello sólo un día, pero fue suficiente. Unas horas más tarde, las tropas de Franco entraban en Madrid y terminaba una etapa de la historia de España. O continuaba, no sé. Hay quien dice que duró hasta 1975. ¿Qué importa eso, cuando la única verdad histórica está en la piedad de una mujer? La buscamos por todas partes. Pensamos que, al igual que tantas otras, la habrían fusilado enseguida.
Méndez cerró los ojos.
– No la fusilarían, supongo -musitó-, si Clara tuvo tiempo de nacer.
– La buscamos por todas partes -continuó Manrique, como si no le hubiese oído-. Por las cárceles, por las calles, por los campos de refugiados y hasta por las casas de putas. A veces, ¿me sigue escuchando, Méndez?, nos sorprendíamos con lágrimas en los ojos cuando veíamos a una mujer que se le parecía en las esquinas del viejo Madrid con la camisa nueva, gloria-a-la-patria-que-supo-seguir-en-el-azul-del-mar-el-caminar-del-sol. Nos deteníamos en las celdas de una comisaría, en el patio de una cárcel, veíamos a las mujeres y sentíamos unos horribles deseos de rezar. Porque el deseo de rezar, Méndez, también puede ser horrible. Por fin la encontramos, pero ya había sido condenada a muerte. ¿Sabe por qué no la habían ejecutado aún, viejo policía especialista en nazarenos? Porque la ley prohíbe ejecutar a una mujer encinta. Sí. Ella estaba encinta. Fue en enero de 1940 cuando dio a luz a una niña, a la que había de ser la importante señorita Clara Alonso, en un jergón de una cárcel, medio desangrada, desnutrida, infectada, rota por dentro, sin ganas de vivir. Sí. Marta Alonso era todo eso. Nunca supo que su hija había nacido ciega.
Méndez ladeó la cabeza.
Miraba las columnas del salón.
Pero no veía nada.
Susurró:
– ¿Cuándo la mataron?
– Justo en el tope legal. Cuarenta días después.
– ¿Ustedes no pudieron evitarlo?
– Dios santo…
– Tengo la sensación de que usted tampoco invoca demasiado a Dios, amigo mío.
– No lo hago apenas desde entonces. Y sin embargo noto que Dios me envía a veces mensajes desde las esquinas. ¿Me ha preguntado si no hicimos nada, Méndez? Dios santo, he dicho yo. Llegamos hasta el que entonces llamaban el Caudillo. No hubo nada que hacer. Todos los miembros del Tribunal Popular, se nos dijo, tenían que morir. Se nos dijo eso como si fuera la última revelación de la Patria. Pero no nos dejaron acompañarla la última noche, no nos dejaron darle, como ella había hecho con nosotros, ni el pobre milagro de la palabra. Yo no sé cómo murió, Méndez, pero la imagino cara al pelotón, recordando unos versos de Machado, de García Lorca, de Miguel Hernández o de Rafael Alberti. Ése es el milagro de los poetas, Méndez: ellos son los únicos capaces de regalarnos la última palabra. Fue entonces, ¿sabe?, cuando Dios me empezó a enviar mensajes desde las esquinas. De pronto salía a mi encuentro y me susurraba unos versos de Hernández, o se escondía astutamente en una bocacalle y me arrojaba a la cara una poesía de Alberti transformada en canción del puente de Toledo o el paso del Ebro. Yo volvía a casa y encontraba absorto a Antonio, con la mirada perdida, y entonces me daba cuenta de que él también había estado en la misma bocacalle, en la misma esquina, y de que Dios había estado jugando con él y con el viento que trae las palabras. No nos decíamos nada, pero los dos nos dábamos cuenta de que habíamos quedado anclados en un tiempo que no iba a pasar nunca. Y así es, Méndez, aquí estamos Antonio y yo, con Dios todavía espiando en la esquina.
Méndez hundió la cabeza.
La serpiente había muerto en sus ojos.
Susurró:
– ¿Dónde está enterrada Marta?
– En una tumba de La Almudena. Es, al menos, una tumba hermosa.
– ¿Qué dice el epitafio?
– Es muy sencillo.
– Sí, ¿pero qué dice?
– «Tuvo fe.»
– ¿Lo sabe Clara?
– No. ¿Para qué, si tampoco podría ver la tumba?
– ¿Cuándo la adoptaron?
– Enseguida que fue posible. Y vivimos para ella, ¿comprende?, vivimos para ella. ¿Aunque para qué se lo digo? Claro que lo entiende. Y como usted también debe ser de los que han recibido mensajes en las calles, comprenderá muy bien que ni Antonio ni yo nos hayamos casado ni hayamos admitido nuestra separación a causa de una mujer. Porque entonces, ¿quién se quedaba a la niña? Nos hemos hundido en la calle Serrano, hemos mirado la puerta de Alcalá y le hemos regalado a Clara lo que nos regaló su madre: el amor y la palabra. La hemos vestido con tiempos que ya no existen, la hemos bañado en músicas antiguas. Le hemos destapado versos de Aleixandre y le hemos descrito un Madrid del año cuarenta, pero ella ignora que no existe. Por lo tanto todo es una gran farsa, una gran mentira, pero sin embargo es la única verdad de nuestra vida. Y oiga esto, Méndez: Clara ha sufrido dos pruebas terribles porque ella ignoraba la existencia de la maldad. Pero ya no sufrirá ninguna prueba más. Estará del todo a salvo cuando nos alejemos de aquí. Nos la vamos a llevar enseguida, ¿entiende?
– ¿Adonde? -preguntó Méndez, aunque ya lo sabía.
– De momento, a Egipto.
22 UN HOTEL EN EL CAIRO
Méndez lo identificó enseguida en el aeropuerto de El Cairo. Aquel tío, Pepe Quílez, era el gorila. Acompañaba a Clara Alonso, a Antonio Cañada, a Luis Manrique y a una niña.
Méndez, de momento, sólo se pudo fijar en el gorila. Lo recordaba muy bien, a pesar de que habían transcurrido bastantes años, porque, ¿cómo olvidar a Pepe Quílez? Seguía pesando unos cien kilos, midiendo dos metros, teniendo dientes de caimán y mirada de hiena. En fin, era un zoo. Méndez lo había conocido a principios de los años setenta, cuando Quílez se dedicaba al noble oficio de proteger tahúres y proteger putas. Por descontado, gente de altura, o sea tahúres con buenas manos y putas con buenas piernas. Luego Quílez hizo unos cuantos trabajos para la policía, protegiendo a diplomáticos, políticos extranjeros, banqueros y otras gentes de vida encomiable. Esas actividades piadosas le obligaron a matar a dos hombres, pero Méndez podía garantizar que los dos hombres ni se enteraron. Quedaron en forma de ovillo, con la columna vertebral rota. Fue entonces cuando Méndez pensó que Quílez seguía siendo un zoo, pues además de dientes de caimán y mirada de hiena tenía la fuerza de un buey. Era, por lo tanto, una persona de toda confianza.
Si los dos amigos lo habían contratado para proteger a Clara Alonso, Clara Alonso podía estar tranquila.
Méndez los vio llegar, junto con otros pasajeros, al vestíbulo donde él aguardaba pacientemente. Porque el viejo policía había llegado dos horas antes, en otro avión.
Encendió un toscano, pese a que ahora empieza a estar prohibido fumar en todos los aeropuertos, las embajadas y los
Su piel -Méndez lo sabía- saltaría convertida en escamas y en polvo, pero no era eso lo que más le atormentaba. Lo que más le atormentaba era su estómago. El estómago de Méndez ya venía descrito en la Gran Enciclopedia Catalana como un ejemplar de suma delicadeza. Sólo soportaba pulpo a la gallega, pimientos de Padrón, pochas a la navarra, carnes de buey con chile, bacalaos a la llauna, codillo leonés y, sobre todo, fabadas preparadas con paciencia por la cocinera de un obispo. Méndez, según sabían bien sus amigos, era hombre dado a esos y otros ayunos. Para compensar la flojedad y el desinterés de tales alimentos los regaba, eso sí, con algún vino sustancioso, como podían ser prioratos, cariñenas, jumillas y otros caldos de camionero altoaragonés, de esos que dejan dos viudas después de sufrir una muerte súbita. Su catálogo de cazallas, roñes, orujos, grapas y pingas -esos detalles Méndez los cuidaba mucho- también estaba puesto rigurosamente al día.
Y un hombre así, que había cuidado durante años su salud con tantos desvelos y tantos sacrificios se veía ahora abocado a una aventura que de ninguna manera podía tener buen fin. En el avión le habían dado una comida fría cocinada a base de aspirinas y polietilenos. Para beber, le habían suministrado una limonada tan virtuosa que parecía hecha con lágrimas de vírgenes de la Albufera. Y no había hecho más que empezar: porque Méndez se daba cuenta, con creciente horror, de que estaba en un país islámico, es decir, un sitio donde no podría pedir un ron y ni siquiera algo tan inocente como unos pies de cerdo amenizados con un par de botellas de gandesa. No sobreviviría.
¿Por qué, pues, había gastado casi todos sus ahorros en un viaje así? ¿Por qué quería estar cerca de Clara Alonso?
Méndez sabía que no iba a poder contestar a esta pregunta de una manera razonable. Pero sabía también que las preguntas que se pueden contestar de una manera razonable no tienen el menor interés. Justamente aquella situación le fascinaba porque no podía explicársela.
¿Le gustaba Clara Alonso? Qué leches le iba a gustar. Le resultaba atractiva, eso sí, pero era muy mayor y nunca podría despertar en Méndez una pasión capaz de sacarle de sus pudrideros de la calle Nueva. Ni ella ni ninguna mujer. En los últimos tiempos, Méndez, cada vez que había intentado hacerse el macho, había tenido grandes reclamaciones por parte de la clientela. Las mujeres desengañadas no sólo juraban no volver jamás con él. Algunas amenazaban con quejarse a la Generalitat y a la Organización de Consumidores. Hubo una que a medio polvo aseguró que llegaría hasta el Defensor del Pueblo.
La explicación que Méndez se daba -y ahora, mientras masticaba su toscano, se la dio por enésima vez- era de lo más incierta. Su viaje venía motivado por una especie de duda y al mismo tiempo por una incertidumbre sentimental: Ángel Martín, el que asesinó a Mercedes, la niña autista ahijada de Clara Alonso, era un experto en historia del antiguo Egipto.
Pero ¿y eso qué importaba? Además, Ángel Martín estaba muerto. Méndez ya había podido dedicar a su memoria el más cariñoso de sus homenajes: que le den.
Y sin embargo estaba allí. Era como una obsesión, como una llamada. Méndez, durante dos noches seguidas, dando vueltas y más vueltas en la cama, había sido incapaz de desoírla. Sabía que todas las cosas tienen un principio y vuelven al principio. En fin, acabaría por volverse loco.
Arrojó el toscano a un cenicero y siguió a los nuevos visitantes una vez éstos hubieron pasado los trámites de policía y aduana. La aduana había consistido en un arquear de cejas del funcionario y la policía y la estampada de un sello y un timbre en el pasaporte de un empleado de la misma agencia de viajes.
Méndez no sabía nada de El Cairo. Todo lo que había conocido, a lo largo de dos horas de espera, había sido aquella sala del aeropuerto.
Por lo tanto, a la expectativa de las maravillas que había de ofrecerle la ciudad, su atención se centró en la única persona del grupo que aún no conocía: en la niña. Debía tener unos diez años. Iba de la mano de Clara Alonso, y enseguida despertó en Méndez la sensación de estar viendo algo extraño. Porque era evidente que la niña guiaba a la ciega en aquel territorio absolutamente desconocido. Pero era evidente también que la ciega la estrechaba con fuerza, la envolvía, la protegía. ¿Protegerla de quién?
La sensación de Méndez, aquella sensación de ver algo que no era normal, se transformó de pronto en certeza y en asombro. Fue al ver a la niña de perfil, aunque a alguna distancia. Ya le había llamado la atención su aspecto algo pesado -que no correspondía a su edad- y su modo rígido de andar. Ahora se dio cuenta, viendo su perfil, de que la chiquilla era una mongólica.
Méndez conocía lo suficiente del síndrome de Down para poder hablar de sus características: los ojos achinados, la lengua exhibiéndose entre los labios, la nuca más ancha, la configuración del cuerpo más maciza y carente de gracia. No obstante el viejo policía se dio cuenta de que aquella niña, de no haber sido por el síndrome, hubiera resultado una auténtica belleza. Tenía la cabellera larga, rubia como el oro, la piel finísima y los ojos de un color azul casi transparente. Resultaba imposible, viendo la niña que era, no pensar en la niña que podía haber sido.
Méndez estaba asombrado.
¡Infiernos!
¿Qué era todo aquello?
Comprendió que necesitaba un trago.
Pero ¿un trago dónde? En la sección de Internacional del aeropuerto aún se lo hubieran podido servir. Pero aquí… ¡qué diablos! De modo que se tragó su saliva, se tragó su asombro y tomó un taxi en seguimiento del grupo que acababa de llegar. Sabía ya, por medio de la agencia de viajes, que iban al Hotel Mena House.
Con su inglés de alta escuela, Méndez le indicó al taxista:
Le entendieron, lo cual empezó a afincar sutilmente en Méndez la sensación de que era un políglota. Si seguía por aquel camino, si se esforzaba un poco, podía incluso ascender. Miró a través del parabrisas el «luxurious car», nada menos que un Rolls que sin duda habían enviado los del hotel a recoger a tan ilustres huéspedes. Por una avenida que a Méndez le pareció ancha y de escaso sabor oriental -él había esperado encontrar ya en el aeropuerto una legión de vendedores de alfombras fumando pipas turcas- dejaron a la izquierda el Hotel Sheraton y se adentraron en el corazón de El Cairo, hasta enfilar la avenida de las Pirámides. Y aunque todo, en aquel sector, seguía teniendo un aire occidental, a Méndez le fue gustando progresivamente lo que vio. En efecto, sus ojos descubrieron un número razonable de chiringuitos tronados, tenderetes ambulantes y gentes sentadas en los bordillos, es decir dispuestas a aceptar una charla, preferiblemente sobre mujeres, hasta las tantas de la madrugada.
El Mena House, según pudo ver al apearse ante él, debía de ser uno de los mejores hoteles de El Cairo, y además unos de los pocos que conservaban la vieja estructura oriental. Situado al pie mismo de las pirámides, constaba de una parte central, característica y antigua, donde estaban la recepción, los restaurantes y las habitaciones de lujo, y de unas alas más modernas donde se encontraban las habitaciones tipo estándar. Desde una cierta distancia, sabiendo que no sería observado entre el ajetreo del vestíbulo, Méndez vio que un guía particular se ocupaba de los recién llegados y pedía la suite presidencial, en el tercer piso. El guía elogiaba en español que el departamento era inmenso, con salones, despacho, dos baños, uno de ellos enteramente en mármol blanco, ventanas que daban a las pirámides y un dormitorio principal con una cama de más de cuatro metros de ancho. Ultimo resto, pensó con envidia Méndez, de épocas de pasada grandeza, cuando un hombre se atrevía a acostarse con tres mujeres a la vez y sobrevivía. Pero hoy ya nadie se acuerda de las virtudes antiguas.
Una vez hubieron desaparecido, Méndez se acercó tímidamente a recepción y mostró todos sus documentos de la agencia de viajes. Le asignaron una habitación standard en el ala izquierda del hotel, fuera del recinto central. Una vez hubo depositado su única maleta, el tronado policía se maravilló de todo aquel lujo, aquella pulcritud, aquel estilo rigurosamente impersonal de la habitación, hecha para no despertar ningún recuerdo, y pensó de nuevo que él allí no sobreviviría.
Estaba pensando en eso cuando la puerta se abrió de repente.
Sin duda habían utilizado una llave falsa.
La boca de un Magnum del 44 asomó por el hueco.
Méndez lanzó una maldición.
A causa del viaje aéreo, no había podido traer consigo su colt de la Gran Guerra. Las alarmas en los aeropuertos se habrían disparado de tal modo que hubiesen acabado sonando hasta en el dormitorio de Jordi Pujol. Y era una lástima, pensó fugazmente Méndez, una verdadera lástima, porque un duelo entre su colt y aquel Magnum, dos auténticas piezas de artillería naval, hubiese sido digno de la batalla de Jutlandia.
La cara de Pepe Quílez asomó detrás del Magnum.
Pepe Quílez dijo educadamente:
– Mierda, Méndez.
– ¿De dónde coño has sacado la llave falsa?
– Es una llave maestra que llevo siempre. Y la sé manejar bien.
– ¿Y el revólver?
– No hubiera pasado el control de los aeropuertos, naturalmente. Pero me lo ha dado un corresponsal sólo llegar al hotel. Estaba acordado que lo tendría.
– Leches, no me he dado ni cuenta.
– Lo cual indica que está perdiendo facultades, Méndez -murmuró el gorila después de cerrar a su espalda-. Ya ve: podía haberle matado perfectamente. Un par de disparos con este cacharro le hubiesen dejado a usted convertido en la montañita de ceniza de un cigarro faria.
– Claro. Llevo demasiado tiempo sometido a régimen de limonadas y comidas de plástico -se defendió Méndez-. Eso acaba con cualquiera.
– El que empieza a ser de plástico es su cerebro, Méndez, cabrón. Ha pensado que no me había dado cuenta ni de que nos seguía, y ya ve: en cinco minutos incluso he averiguado cuál era su habitación. Pero el que avisa no es traidor. Esto se acabó, amigo. Se acabó.
– ¿Se acabó qué?
– La investigación. Mis clientes no son sospechosos de nada, sino todo lo contrario, de modo que la policía española no tiene por qué seguirles. Y usted aquí no tiene la menor atribución. De modo que… ¡fuera!
Méndez suspiró y se sentó en una de las butacas. Miró con complacencia el Magnum.
– Tendrá gatillo de dos tiempos, supongo.
– No me venga con chorradas ahora. Lo único que tiene el revólver son dos huevos, eso sí.
– Mira, Quílez, tú y yo nos conocemos de antiguo. Nos hemos encontrado trabajando, aunque cada uno en su esquina, en los grandes tiempos, en los años que tanto lustre dieron a la historia nacional. No sé por qué me tratas como a un enemigo. Hemos detenido a los mismos chorizos, hemos comido de gorra en los mismos sitios, hemos protegido a las mismas putas.
Quílez se enterneció.
Guardó su revólver.
– Eso es verdad, Méndez.
– Tienes que creerme si te digo que no estoy aquí en misión oficial. La última misión oficial que me encomendaron fue investigar el robo de unas cajas de támpax.
– ¿Pues entonces qué hace aquí?
– He gastado en esto casi todos los ahorros de mi vida. Vengo de turista.
– ¿De turista detrás de nosotros? Además, ¿desde cuándo le ha interesado a usted el mundo que queda más allá del Paralelo y las Ramblas?
– Te equivocas, Quílez. Yo soy un hombre de una curiosidad turística universal. Una vez leí un libro sobre las casas de masajes de Tailandia.
– Váyase a tomar por saco, Méndez.
– Siéntate.
– Me siento por respeto a los viejos tiempos, Méndez. Pero dígame qué busca.
– Lo curioso es que no busco nada. Lo único que sé es que Clara Alonso huye de un peligro, aunque hay que pensar que ese peligro ya no existe. Y sin embargo yo sigo pensando que aún está ahí. Y los padres de Clara Alonso -ya ves que digo «los padres» en plural- piensan exactamente lo mismo. La prueba es que te han contratado a ti.
– No sé por qué coño dice «los padres». Sólo son adoptivos.
Méndez se dio cuenta enseguida de que el otro no conocía la historia. Por eso dijo simplemente:
– Sí.
– Me han contratado sólo porque así Clara Alonso se siente más segura. Tiene un miedo cerval a que a su otra pequeña le pueda ocurrir algo.
– De esa pequeña quiero hablarte, Quílez.
– Bien, pero sea breve. -Es adoptiva, supongo.
– Claro.
– No sabía que existiera. Yo pensaba que Clara sólo tenía a Mercedes, la que fue asesinada.
– Por lo que me han dicho, las adoptó casi al mismo tiempo. Nadie las quería.
Méndez cerró un momento los ojos.
La frase quedó resonando en sus nervios.
Dios santo…
Cuando Clara Alonso nació… ¿quién hubiera podido querer a Clara Alonso?
Méndez seguía con los ojos cerrados.
Quílez, guardaespaldas de alta escuela, preguntó:
– ¿Qué le pasa ahora, mamón?
– Nada.
– Pues parece que le pasa algo.
– Solamente que ahora ya sé por qué Clara Alonso ha adoptado a dos niñas subnormales, dos niñas a las que nadie quería.
– ¿Por qué?
– Clara Alonso está pagando una deuda.
– ¿Una deuda con quién?
– Con la vida.
– No me venga con chorradas, Méndez. Usted, hasta ahora, tenía fama de estar mal de los huevos, pero ahora veo que también empieza a estar mal de la azotea.
Méndez no le hizo caso.
Había vuelto a cerrar los ojos.
Musitó:
– A veces uno piensa que en el mundo hay gente maravillosa.
– Entonces cambie de oficio, Méndez.
– ¿Y cuál es mi oficio, Quílez? ¿Tu lo sabes? ¿Lo saben mis jefes? Yo simplemente estoy en la calle. Y en la calle uno conoce gente. Y ve cosas.
– Eso no es ningún oficio.
– No, no lo es.
– Así le va, Méndez.
– Cierto, así me va.
– Bueno, déjese de monsergas y escúcheme, Méndez. Lo cierto es que Clara Alonso adoptó a esas dos niñas a las que nadie quería, y les está dedicando su vida. Y sus dos padres, Cañada y Manrique, también piensan que en este mundo no se puede hacer nada mejor. Por cierto, Méndez: son hombres que hablan de cosas que ya no existen con personas que ya no existen en pisos que ya no existen. No los acabo de entender. Pero a lo que iba: una de las niñas fue asesinada, y Clara teme que a la otra le pase lo mismo.
Méndez, que tenía los ojos entrecerrados, los abrió de golpe.
En su cabeza nacieron unas antenas herrumbrosas y de segunda azotea, pero antenas al fin.
– ¿Quieres decir que la han amenazado? -murmuró.
– Yo tengo la sensación de que sí, aunque la familia no habla de eso.
– Infiernos…
– ¿Qué pasa?
– Primero alguien secuestra a Mercedes y pide una enorme cantidad de dinero por su vida. Clara Alonso no tiene ocasión de pagarlo, y Mercedes es asesinada. Luego la amenaza sigue. Ahora lo comprendo. La amenaza sigue. Porque intentan que Clara Alonso se dé cuenta de que está perdida, de que pueden hacer lo que quieran con ella. Por eso tratan de violar, de hundir, de destrozar a la que al fin y al cabo no es más que una pobre ciega. Y ahora tal vez sepa que tratarán de matar también a la otra pequeña. Por eso ha huido.
– ¿Quiere decir que tal vez le están pidiendo también una enorme cantidad de dinero por la vida de la segunda pequeña?
En lugar de contestar, Méndez preguntó:
– ¿Tú qué misión tienes, Quílez?
– Je, je…
– ¿Qué quiere decir «je, je»…?
– Mi misión consiste en meterle una bala en mitad de los huevos al que no me guste.
– ¿Y qué dirían las autoridades egipcias?
– Aún menos que las españolas. Aquí parece que se puede comprar lo que haga falta.
– Por lo tanto es posible que Clara Alonso haya estado recibiendo nuevas amenazas… -recapituló Méndez, pensando en voz alta-. Es posible que le sigan pidiendo millones por la vida de la segunda niña, porque el que ha organizado esta cadena macabra estará rabioso… Y es posible también que Clara Alonso quiera pagar para estar definitivamente tranquila, pero no le es posible.
– ¿Por qué no le ha de ser posible? ¿Tiene pasta para eso o no?
– Tantos euros es una cifra lo suficientemente sustanciosa para que las autoridades españolas la controlen. El movimiento clandestino de un capital así es difícil, sobre todo si la policía está sobre aviso. Ya pasó con el rescate de algunos secuestrados por ETA. Por ejemplo, el de Revilla. A veces quieres pagar y resulta que el peor enemigo que tienes es la propia policía que debería protegerte.
– Por eso me han contratado a mí. Yo soy la ley -dijo orgullosamente Quílez, en plan Clint Eastwood.
Méndez no le oyó. Seguía pensando en voz alta.
– Pero no puede ser -musitó.
– ¿Por qué no puede ser?
– Ángel Martín está muerto. Cualquier persona relacionada con esto está muerto. Todos están muertos. Y de pronto se puso en pie.
Estaba intensamente pálido. -Dios mío… -farfulló.
Él seguía sin invocar apenas a Dios. Y eso se notaba. Le había temblado hasta la boca.
Quílez farfulló:
– ¿Qué le pasa ahora?
– Nada, no tiene sentido.
– ¿Qué es lo que no tiene sentido, Méndez?
El viejo policía trató de reír.
– Bueno… -susurró-, al fin y al cabo tal vez lo tenga. Estamos en Egipto, ¿no?
– ¿Y qué?
– Nada… Que supongo que por eso estoy oyendo la voz de un muerto.
23 UN BARCO LLAMADO NILE
El buque se llamaba
Se sentía mal. El sol le castigaba implacable la naciente calva, le quemaba la piel, y amenazaba con hacerla saltar, privándole de sus últimas virtudes de vampiro. La ropa que llevaba tampoco era la más adecuada. Se había puesto un traje negro, un traje de Madrid apto para ir a pedir trabajo al registro de Últimas Voluntades. Además, el corto vuelo entre El Cairo y Asuán le había sentado fatal. Méndez, policía endurecido por todas las cazallas del Barrio Chino barcelonés, empezaba a notar los efectos del aire puro y estaba a punto de sufrir una arcada.
Pero se dominó. Descendió con precaución las empinadas escaleras de piedra y se metió en el
Era un barco grande. Pese a que el Nilo no admitía buques de gran porte, éste tenía tres cubiertas de dormitorios, una inferior casi al nivel del agua, otra en el centro, que era la principal, y una superior, donde estaba el restaurante. Todavía un último puente albergaba un enorme salón bar amueblado con gusto clásico y una zona descubierta donde estaban la piscina, las tumbonas y la promesa de todos los soles de Egipto.
Méndez captó los olores espirituosos del bar y subió sin pérdida de tiempo. Había tomado un vuelo inmediatamente anterior al que sabía iban a tomar Clara Alonso y su familia, para seguir pasando inadvertido ante ellos. Claro que en el barco se encontrarían todos, pero entonces ya sería demasiado tarde para que le mostraran su rechazo. Además, los otros aún tardarían en aparecer por allí. Desde el aeropuerto de Asuán, en el extremo sur de Egipto, habrían tomado otro avión para visitar Abu Simbel, que era -le habían dicho a Méndez- la maravilla más notable del viaje. Una montaña artificial -le habían contado-, toda una montaña artificial sostenida por una cúpula inmensa, mucho mayor que la de San Pedro en Roma, dentro de la cual, como una caja en cierto modo diminuta, estaba el reconstruido templo de Ramsés II, antes tragado por las aguas del Nilo. Una obra de ingeniería tan fabulosa -le aseguraban- que por una vez palidecía ante ella todo el arte del Antiguo Egipto.
Pero Méndez no había querido verla. Había preferido inspeccionar el barco, conocer el terreno, ver llegar a los pasajeros, observar sus primeras reacciones y clasificarlos a su modo. Además, a la fuerza tenía que haber algo terriblemente amargo en aquel viaje de Clara Alonso. ¿Qué podía ver ella? ¿Y qué podía entender la niña mongólica?
Sin embargo había también algo de maravilloso, había una maravillosa piedad en aquella imposible aproximación a la vida. «Enamórate de la vida aunque la vida no se enamore de ti.» ¿Quién había dicho eso? ¿Un poeta? ¿Un pensador mal visto por los poderes públicos? Bueno, era igual. Merecía haberlo dicho.
Méndez se zampó un gintonic, porque a bordo se servía alcohol. Empezó a sentirse mejor. Pidió otro.
– ¿Tienen ustedes bastantes provisiones? -le preguntó al camarero, que chapurreaba el español-. Le advierto que yo voy a necesitar un petrolero cargado de alcohol. Pero no sé si un buque así podrá remontar el Nilo.
Y Méndez empezó a beber su segundo gin. Se sentía cada vez mejor, más en forma. Y entonces una voz le sacó de sus abstracciones y de su reconciliación con la vida.
– Buenos días, señor Méndez.
El policía giró la cabeza, pero no vio a nadie. Tuvo que bajar la vista.
Y es que el que le hablaba tenía una estatura normal, pero estaba sentado en una silla de ruedas.
Ofrecía un aspecto barroco, un poco extravagante, aunque eso llamara menos la atención en el fondo de un viejo imperio. Llevaba bisoñé, foulard y monóculo.
El policía preguntó:
– ¿Cómo sabe que me llamo Méndez?
– He visto la lista de pasajeros. Y me han dicho que usted y yo somos los únicos que estamos a bordo. Los demás embarcarán más tarde, porque han ido directos a Abu Simbel.
Le tendió la mano.
– Deje que me presente. Tengo un nombre bíblico y extraordinariamente apropiado para estas tierras. Me llamo Salomón.
– Estaba usted predestinado. Supongo que habrá ido antes a Oriente Medio. Y que tendría grandes deseos de hacer este viaje.
– Claro que sí. Es la segunda vez que lo hago, de todos modos, vale la pena volver, porque Egipto siempre tiene nuevas cosas que ofrecer. Pero he estado también en Jerusalén, Ammán, Damasco y otros sitios donde los dueños de los hoteles querían hacerme rebaja al oír mi nombre.
Méndez le miró de soslayo.
Y Salomón adivinó su pensamiento.
– Se está usted preguntando cómo puedo moverme en el barco, ¿verdad? -preguntó-. En el barco hay escaleras.
– Cierto.
– La verdad es que puedo subirlas, haciendo un gran esfuerzo y sujetándome a la barandilla muy bien. Bajarlas, en cambio, me es imposible, porque me caería. También puedo dar algunos pasos, aunque de forma excepcional. Me quedo destrozado enseguida.
– ¿Y qué hace con la silla?
– ¿Se refiere a cuando subo unas escaleras? Pues la dejo vacía al pie de los peldaños y mi ayuda de cámara me la sube luego. Para bajarlas es distinto. Para bajarlas, tengo que ir en la silla, ¿comprende? Y para mi ayuda de cámara no es entonces tan difícil. Le basta con sujetar bien la silla y dejarla resbalar poco a poco, peldaño a peldaño. En fin… Todo esto son simples cuestiones personales. No le voy a abrumar con mis desgracias.
– De todos modos -dijo Méndez-, parece que esas desgracias no le impiden disfrutar de la vida.
– Eso es relativo. Aquí, por ejemplo, no podría hacer nada si no fuera por mi ayudante. Espere, se lo presentaré.
E hizo una seña.
Méndez vio entonces acercarse por el salón a un hombre situado al fondo, y en el que por lo tanto no se había fijado antes. Era un hombre ya mayor. Pasaba de los cincuenta. Pero se adivinaba en él la fortaleza, la agilidad del que ha estado haciendo ejercicio toda su vida. Sus ojos eran quietos, fijos, hipnóticos. Eran unos ojos siniestramente grises.
Salomón presentó con una sonrisa:
– El señor Méndez.
Y añadió:
– Mi ayuda de cámara. El señor Galán.
Méndez arqueó una ceja.
El podía ser lo que se quisiera, pero tenía buena memoria.
Susurró:
– A usted le he visto alguna vez.
Galán contestó sin inmutarse:
– Seguro que en el Hotel Palace de Madrid.
– Los ayudas de cámara no suelen alojarse en hoteles como el Palace -dijo Méndez con una amable sonrisa.
– Pues seguramente ha tenido que ser allí, porque yo también le recuerdo a usted. En cuanto a su extrañeza por verme alojado en un hotel de lujo, le diré que yo no vivía allí. De vez en cuando iba a llevar recados para algunos huéspedes que eran amigos del señor Salomón, eso es todo.
Méndez comprendió que el llamado Galán le había dicho la verdad. Caso de tratarse de un huésped, quizá le hubiera visto con más frecuencia. De modo que miró su gin confusamente, no sabiendo qué decir. En realidad aquella pareja del tullido y su guardaespaldas -porque era evidente que además se trataba de su guardaespaldas- le interesaba realmente poco. Fue el propio Salomón el que le sacó de su apuro diciendo:
– Beba tranquilo, señor Méndez. Tendremos tantas ocasiones de hablar que no voy a molestarle ahora. Galán, ¿quiere usted llevarme a mi habitación? Para lo que guste mandar, señor Méndez, estoy en la primera habitación junto al restaurante. Buenos días.
– Buenos días.
Méndez vio con el rabillo del ojo cómo Galán empujaba la silla hasta el borde de las escaleras y, sujetándose a la baranda con una mano, bajaba el peso con la otra, dejando resbalar las ruedas peldaño a peldaño. Tenía fuerza aquel condenado Galán, pese a ser un hombre ya mayor. Vaya si la tenía.
Méndez acabó su segundo gin.
Y entonces los vio.
Llegaban pronto. Antes de lo que había esperado. Descendían del autocar que les traía desde el aeropuerto, se congregaban un momento en el embarcadero para comprobar con ojo crítico las virtudes del
Y vio a alguien más.
En el primer momento no pudo creerlo.
Susurró, pensando en voz alta:
– Infiernos… Que me agarren entre cuatro si ese que viene con el grupo no es Gandaria.
Y Méndez añadió, terminando su pensamiento:
– … Que me agarren entre cuatro y me hagan lo que me tienen que hacer.
El camarote era amplio, con dos camas, aunque Salomón lo iba a ocupar en exclusiva. A la izquierda, entrando, había un cuarto de baño relativamente modesto dada la categoría del buque. A la derecha había un armario empotrado. La pared del fondo -y eso era lo más notable del camarote- estaba en su mayor parte ocupada por una gran ventana de cristales deslizantes, más allá de los cuales se divisaba el azul turbio de las aguas y la orilla opuesta del Nilo.
Galán cerró la puerta, dejó de guiar la silla y murmuró:
– Ha hecho mal en presentarme, Salomón. Ese buitre me ha reconocido enseguida.
– Precisamente por eso. Así ha quedado todo más natural, de sitio donde no hay nada que ocultar. Y usted, Galán, también se ha convencido de que es el mismo hombre que estaba en el Palace. Necesitaba tener esa certeza para no cometer ningún error.
– De acuerdo, la necesitaba. Pero me pregunto qué hace aquí. Porque ese tío es un policía.
Salomón se desprendió del monóculo. El ojo que el cristal aumentaba fue haciéndose pequeño, mezquino, hasta parecer el de un pollito.
– Muy sencillo -dijo-. Tiene el encargo de proteger como sea a Gandaria.
– ¿Y usted cree que el Gobierno español se gastaría tanto dinero…?
– Naturalmente. El Gobierno español se gasta el dinero en lo que le da la gana.
Galán produjo un brusco chirrido con sus dedos, mientras miraba a Salomón de reojo.
– Eso complica las cosas -susurró-. ¡Todo parecía tan sencillo después de lo de Madrid! Pero nada. Ahora se vuelven a complicar las cosas. Usted va y me dice: «Gandaria, después de fracasar el intento de asesinato contra él, va a poner tierra de por medio, por si acaso. Va a viajar por Egipto en plan lujo, sabiendo que allí no le pasará nada. Incluso ha despedido de momento a sus dos guardaespaldas. De modo que nosotros no tenemos más que intentar que nos den el mismo barco y entonces lo tendremos metido en el ataúd». Oiga bien, Salomón, eso fue lo que dijo.
– Es verdad, eso fue lo que dije.
– Pues la espichó. Siguen temiendo un atentado contra Gandaria y lo siguen protegiendo. Ese policía de casa de putas no está aquí precisamente para tomar baños en el Nilo.
– Lo sé.
– Protegerá a Gandaria.
– ¡Maldita sea, lo sé!
Se produjo un brusco silencio. Salomón hizo una maniobra violenta con su silla, como si deseara descargar los nervios. Los muelles, pese a ser de primera calidad, chirriaron lúgubremente.
Galán puso un cigarrillo en sus labios.
– Quiero hacer bien este trabajo, Salomón -musitó, como si hablara consigo mismo-. Lo protejan o no lo protejan, acabaré con Gandaria.
– Procure no cometer errores. El hombre que tenía el mismo encargo, falló.
– Aquel hombre, Fernando Torres, era un novato. Además, yo tengo a Gandaria bien ubicado. Lo tengo acorralado en un barco pequeño.
– Fernando Torres lo tenía acorralado en un hotel.
– No es lo mismo.
Galán hizo un silencioso gesto de asentimiento. Fue hacia la puerta y se dispuso a abrirla. Pero de pronto se volvió para preguntar en voz baja:
– ¿Por qué quiere que Gandaria muera? Usted no está metido en sus negocios.
– No.
– ¿Gandaria le debe dinero?
– No.
– ¿Espera usted ganar dinero con su muerte?
– No.
– ¿Pues entonces por qué desea usted tanto su muerte? ¿Por qué le odia?
– Cosas.
– ¿Mujeres?
Salomón emitió una risita sorda, mientras volvía a ajustarse el monóculo. Su ojo volvió a adquirir las dimensiones inquietantes del de un pez.
– ¡Qué tontería! -musitó-. Yo nunca mataría ni haría matar por causa de una mujer.
Impulsó de nuevo la silla de ruedas y fue hacia la puerta. Tenía tanta habilidad, tanta destreza que hubiera podido participar en un campeonato de básquet para minusválidos. Abrió mientras Galán le dejaba paso.
Vio el pasillo alfombrado, las puertas color caoba, el obsequioso camarero egipcio que transportaba unas bandejas.
Vio a Méndez.
Y vio a Gandaria.
Gandaria estaba en primer plano, materialmente junto a la puerta. Casi tropezó con él.
Gandaria barbotó: -Pero…
Y Salomón exclamó, estirando los brazos en un gesto casi ansioso, como si quisiera impulsar su amor más allá de la silla:
– ¡Qué casualidad! ¡Querido hermano mío…!
24 LA NIÑA
Méndez se hundió de lleno en el mundo de los placeres del crucero. Por primera vez desde que tenía uso de razón se dedicó a mirar, a pensar y a disfrutar de la vida.
Las dos primeras cosas las había hecho siempre; la tercera no. Mirar, pensar y al mismo tiempo disfrutar de la vida eran cosas antagónicas. Pero ahora estaba tan convencido de que no tenía nada que hacer, de que nadie corría peligro alguno y de que él hacía menos falta en el barco que un bombero en el infierno, que se dejó ganar por la paz.
La cosa, de todos modos, no resultó tan fácil. En el mercadillo indígena de Asuán, al que llegó guiado por el olfato, se hizo amigo de unos vendedores, les enseñó unas fotos de Marta Sánchez con medias negras y consiguió a su vez que una vendedora le bailase la danza del vientre. Méndez empezaba a interesarse por el ombligo de la mujer, es decir por la cultura egipcia, cuando le vinieron a rescatar. Eso le sumió en una profunda postración durante todo un día.
Asuán -le habían dicho- era la ciudad más abierta y simpática de Egipto, quizá porque siempre fue comercial y siempre fue la puerta por la que penetraban los productos del África negra -pieles, especias, maderas y, por supuesto, alguna tía dispuesta a todo- en las tierras del Faraón. ¿Qué le esperaba en otras tierras más austeras, más islámicas, más aburridas? ¿Qué mujeres opulentas bailarían la danza del vientre para él? ¿No era de temer que, en vez de mujeres en edad de parir, le ofreciesen algún morito primerizo?
De todos modos, la calma del viaje le apaciguó. Egipto tenía una gran personalidad -se dijo- porque su campo no parecía haber cambiado desde los tiempos de la Biblia. Aún imperaban los elementos naturales que nacieron con el mundo, como la palmera, el asno, la calma, la luz, la mano del campesino. La familia de Jesús podía volver allí con la sensación de encontrar viejos amigos y viejos acreedores; en fin, con la sensación de no haberse ido. En todo lo que la vista podía alcanzar, no se apreciaba la bastardía de una máquina.
Y fue la niña la que se lo dijo. Fue la niña que no sabía nada la que resumió sus pensamientos en una sola palabra:
– ¿Paz…?
Le señalaba el paisaje. Le tendió la mano. Méndez, quien pensaba en aquel momento en viejas rameras de su distrito, mujeres que no habían visto en su vida más que una cama, un bidé, un pene, un terrado y un gato sintió que su mano quedaba lavada sólo con el contacto de la mano de la niña.
– ¿Paz…?
Estaba claro que era un juego. «¿Amigos?» Sí, claro, amigos. Méndez, el podrido Méndez, le estrechó la mano y le sonrió. Vio sus ojos un poco oblicuos, sus facciones un poco anchas, su piel que parecía de seda, sus manos que daban amor, su frente detrás de la cual nunca había germinado un mal pensamiento, una mala palabra, y se sorprendió al darse cuenta de que su sonrisa se hacía más ancha. Incluso rió. En nombre de todos los santos…, ¿cuánto tiempo hacía que no reía Méndez? En todos los anales del Barrio Chino barcelonés -que como se sabe son largos, profundos, discutidos y respetables- nadie podía decir que había sido testigo de un prodigio semejante. ¡Méndez riendo! ¡Y Méndez riendo ante una niña!
– Amigos -dijo Méndez-. Amigos toda la vida.
A la pequeña, sin duda, le habían enseñado buena educación. «La buena educación -le habían dicho seguramente-, será tu única defensa ante la vida.» «La buena educación de los otros -pensó amargamente Méndez, mientras su mirada se enternecía-. Que las calles no te traguen, pequeña. Que siempre tengas unos ojos que te esperen, una mano que te guíe, una boca que sepa pronunciar tu nombre. Que encuentres siempre amigos, pero que sean mejores que Méndez.»
La niña le tendía la mano.
– ¿Cómo se llama usted, señor?
– Yo, Méndez.
– Yo, Olga.
Se sentó en sus rodillas. Tenía una impudicia infantil, una naturalidad de perrillo que te mira en una esquina y se acerca porque piensa que todo el mundo es bueno y le van a regalar una caricia. Miró a Méndez y rió, pero sin sacar la lengua. «También te han educado para eso -pensó Méndez-, también…» El dinero de Clara Alonso estaba siendo empleado en la mejor obra del mundo. Méndez sintió un casi irreprimible deseo de besar a la niña.
No lo hizo.
No quería mancharla.
– Bésame tú -pidió.
– ¿Por qué?
– Porque en el sitio donde tú me beses, no me saldrá ningún grano jamás.
Miraron juntos el paisaje maravillosamente verde que se extendía a ambos lados del barco. La tierra fértil ocupaba apenas unas franjas junto al río, pero tenía que ser -pensó Méndez- la mejor tierra del mundo. Los minaretes de las mezquitas se elevaban aquí y allá, entre las palmeras, rompiendo con una mancha blanca aquel azul del cielo que se hubiera hecho agobiante. El aire, en mitad del río, era fresco, y tan inmensamente puro que Méndez empezó a pensar en serio que no lo resistiría.
– ¿Tú tienes una hermanita? -preguntó.
– Sí. Mercedes.
– ¿Dónde está?
– Ha ido al colegio.
Méndez cerró los ojos.
Olga susurró:
– ¿Qué te pasa?
Infiernos… -pensó Méndez- ¡Qué bajo he caído! Hasta ahora mis pensamientos sólo los adivinaban las tías que llevaban al menos veinte años en el oficio. Y ahora resulta que los adivina hasta una niña.
– Nada, pequeña.
– ¿Estás contento?
– Pues claro que sí.
Olga se apoyó en su hombro.
A Méndez le pasaba lo que no le había pasado nunca. Hubiera querido cerrar los ojos otra vez.
En aquel momento una sombra se proyectó sobre los dos.
Una voz opaca preguntó:
– ¿Ha tenido usted hijos, señor Méndez?
– No.
– Pues se comporta como si los hubiera tenido.
Méndez miró la cara inexpresiva de Galán, el hombre de confianza de Salomón Gandaria. Su guardaespaldas, vamos. Méndez había visto a tantos hombres muertos -y a tantos de sus matadores- que sabía distinguir en el fondo de los ojos el hilillo de la sangre. Y Galán ni siquiera lo ocultaba en el fondo de los ojos. Tenía fuera, en la mirada, el hilillo de la sangre.
Méndez torció la boca.
– He visto niños en las calles -susurró-. Aunque no fuesen míos.
– ¿Y qué?
– Nada. Sólo que los niños te enseñan cosas.
– Ya.
Galán miró el paisaje. Pero era extraño. Con un ojo lograba mirar el paisaje y con el otro lograba mirar a la niña. De una forma lenta, estudiada, le tendió la mano, pero Olga no la recogió en el aire. Al contrario, desvió la mirada. La rechazó.
Ella también parecía haber visto el hilillo de sangre que no sólo estaba en los ojos, sino que bailaba ante los ojos.
Galán musitó:
– Usted ha adivinado mi oficio, ¿verdad, Méndez?
– Sí.
– ¿Qué cree que soy?
– Hay un viejo y honorable gremio.
– ¿El de los asesinos?
– Sí -musitó Méndez-. Sí. Y digo que es viejo porque ha existido siempre. Y digo que es honorable porque verdaderos profesionales ya quedan muy pocos. Hay que cuidarlos.
– ¿Cómo ha adivinado que yo pertenezco al clan?
Méndez rió delicadamente.
– Sé oler la mierda aunque la hayan perfumado -dijo.
– No me ofende, Méndez.
– Tampoco he tratado de hacerlo.
Y Méndez volvió a sonreír. Su rostro tenía ahora una expresión casi delicada, lo cual sugería malos presagios. Mientras acariciaba el pelo de la niña, musitó:
– ¿Ha tenido usted hijos, Galán?
– Sí. Tengo… una niña.
– ¿La ve con frecuencia?
– Sí. La veo con frecuencia.
– Su trabajo no se lo debe permitir…
– Es verdad. Pero aun así la veo con mucha frecuencia.
Méndez pensó que mentía.
Olga se había apoyado en el hombro de Méndez. Quizás era la primera vez que una chiquilla se abandonaba así a él. Procurando no rozarla apenas, le acarició el pelo de nuevo. Y clavó en Galán unos ojos que parecían una radiografía.
– ¿Casado, Galán? -musitó.
– Separado.
– ¿Me equivoco si supongo que usted trabaja sólo por su hija?
– No, no se equivoca, Méndez.
– ¿Y que por ella no quiere fracasar?
– Exacto. Por ella no quiero fracasar.
Méndez meneó la cabeza.
– Me parece extraño hablar aquí -musitó.
– ¿Por qué?
– Porque yo siempre hablo en bares y en habitaciones oscuras.
– No crea. Yo también. Pero no puedo permitirme el lujo de elegir los sitios, ¿sabe? He tenido que dar varias veces la vuelta al mundo.
– Y está aquí porque protege a Salomón, ¿verdad? -susurró Méndez-. Es un cuento eso de que le ayuda. Verdaderamente lo que hace es protegerle.
– Sí.
– ¿Usted sabía que Salomón es hermano de Ismael Gandaria?
– Esto no es un interrogatorio. Le contestaré si quiero, Méndez.
– Pues no me conteste.
Galán rió. Otra vez tendió la mano hacia la niña y otra vez notó, de una forma rápida e invisible, el instintivo rechazo de ésta. Galán retiro la mano poco a poco.
– No me ha contestado, Galán. Le he preguntado si usted sabía que Salomón es hermano de Ismael Gandaria.
– No. ¡Qué voy a saberlo…! Me he enterado aquí. Desconocía incluso el apellido de Salomón, por la sencilla razón de que los hombres como yo hacemos muy pocas preguntas. Cuanto menos sabes, menos te comprometes.
– En su caso es absurdo, Galán. Los hombres como usted quieren saber a quién protegen.
– Tiene razón, Méndez. Pero es que Salomón no se hace llamar Gandaria. Usa siempre el apellido de la madre.
– ¿Por miedo de que lo puedan matar como a su hermano?
– No… Las cosas no van por ahí, Méndez. A Salomón no pueden haberle amenazado nunca porque ni siquiera ha puesto los pies en el País Vasco. Ismael Gandaria tiene sus intereses, sus ramificaciones y sus negocios en el Norte. Salomón, por lo que he ido sabiendo, no quiere ni puede moverse de Madrid. Y tiene negocios completamente distintos de los de su hermano, porque Salomón, por lo que he deducido, se dedica a la banca. Y eso es todo. Pero, por lo que pueda ocurrir, le acompaña siempre un hombre como yo.
– Una última pregunta, Galán. ¿Usted ha notado, ahora que sabe que son hermanos, si los dos se aprecian?
– Mucho.
– ¿Y cómo lo ha notado? ¿Por sus gestos al encontrarse? ¿Usted cree en eso?
– Oh, no… Tampoco soy de los que, cuando ven un abrazo, piensan que ese abrazo es de verdad. Pero al darme cuenta de que Salomón también se llama Gandaria, me permití entrar en su camarote y revisar los papeles mientras él estaba en el bar. Es curioso, ¿sabe? Tiene un álbum de fotos. Y en todas está con su hermano Ismael, abrazándole continuamente. Parece como si fuera la única persona que quisiera en el mundo.
– ¿Fotos de cuando eran niños?
– No. Fotos de hace apenas un par de años.
Méndez acarició el pelo de la niña, que iniciaba sobre sus rodillas un movimiento de vaivén. Olga se estaba riendo. Galán la seguía mirando cuando musitó:
– ¿En qué piensa, Méndez?
– Nada. En que éste sí que es un verdadero viaje de placer. No hay nada que hacer, ¿sabe? Nada… Gandaria no corre aquí ningún peligro.
Siempre con sus facciones impasibles, Galán dijo:
– No.
Y Méndez, mientras miraba al horizonte con los ojos entornados, suspiró:
– Llegamos a Kom Ombo.
25 PRIMERA REVELACIÓN
– Quizá la gente piense, quizá ustedes piensen -explicó el guía- que cuanto más se acerca uno a las profundidades del Nilo, más antiguo es lo que va a ver. Pues es al contrario. La verdadera antigüedad de Egipto está en las pirámides que todo el mundo conoce, y especialmente en Sakkarah, la antigua Menfis, con su ensayo de pirámide. O sea que la pirámide de Sakkarah es mucho más antigua que las de Gizeh, Kefrén, y Mikerinos. El sitio en que están ustedes ahora, en cambio, pertenece al Egipto decadente, el de los Tolomeos, cuando los griegos ya habían sustituido a los primitivos faraones. Mañana, en Edfu, veremos precisamente un magnífico relieve en el que se representa la coronación de uno de los Tolomeos. Observarán que se le está colocando la doble corona, la del Alto y la del Bajo Egipto unidas en una sola, pues fue el faraón Menes, el más antiguo, el que logró unir el Alto y el Bajo Egipto en un solo país, quien simbolizó esa unión en la doble corona, uniendo las dos en una. Se darán cuenta también de algo que verán con mucha frecuencia: mientras se le coloca la corona, el rey Tolomeo, que se encuentra en pie, tiene la pierna izquierda ligeramente adelantada, como si fuese a andar, lo cual significa que está vivo. Ése es un dato básico en la egiptología. Cuando la estatua de un faraón, por ejemplo, tiene la pierna izquierda adelantada, es que ese faraón estaba vivo cuando la estatua se hizo. Si tiene ambos pies unidos, es que estaba muerto. Y ahora fíjense en el dios Sebeth, el de la cabeza de cocodrilo…
Méndez escuchaba con atención. Vestido de negro en un grupo donde todos vestían de blanco, hubiera podido hacerse pasar por el notario que redactó el testamento de Tutankamon. Escucho la historia del «nilómetro», un pozo con unas escaleras. Según el nivel del agua en las escaleras, los recaudadores de impuestos, por lo visto una plaga que no se ha extinguido jamás, calculaban la capacidad de riego de los campesinos, y por lo tanto la cuantía de los tributos. Escuchó luego con la misma atención la historia de los que venían al templo a preguntar al dios lo que debían hacer en su vida. Si un campesino llegaba -naturalmente con una ofrenda- a preguntarle al dios si debía casarse o no con una determinada mujer, se le exigía que diera incesantemente vueltas al templo hasta oír la palabra del dios. Y la palabra, o sea la respuesta divina, siempre llegaba. Se ocupaba de eso la voz de otro sacerdote debidamente camuflado, naturalmente. Si la ofrenda había sido buena, se le decía al campesino que se casara y se fuera, a ser posible bien lejos. Si la ofrenda, en cambio, había sido mala o mediocre, se le comunicaba que el dios tenía serias dudas, y que lo mejor sería que volviese otro día a buscar una respuesta más completa. Naturalmente, una segunda visita significaba una segunda ofrenda, o una tercera, o una cuarta. De hecho, el pobre tío estaba volviendo hasta que la ofrenda les parecía digna a los representantes del dios. Méndez estaba maravillado.
La historia de las costumbres humanas, que él consideraba tan moderna, era en realidad una historia muy antigua.
La historia de las plagas humanas, que él consideraba tan moderna, era en realidad también una historia muy antigua.
Verdaderamente, seguía pensando Méndez, la relación hombre-poderes públicos poco ha mejorado. Y hasta estaba dispuesto a admitir que, en los viejos tiempos, las fuerzas vivas tenían más imaginación para engañar a la gente, y por lo tanto más mérito.
Pero había algo más en el fondo de todos esos pensamientos.
Algo que no podía precisar.
Algo a lo que no sabía dar nombre.
Pero que existía.
Méndez cerró los ojos.
Infiernos…
¿
– Los muertos eran transportados al otro mundo en una barca -seguía diciendo el guía-. Mañana verán precisamente en Edfu una magnífica muestra de «Barca del Más Allá». Esa barca, a la vez esperanzadora y siniestra, llevaba delante y detrás la imagen del sol. Aunque a veces, como la que verán mañana en Edfu, ostentaba la imagen de un dios.
La voz iba y venía.
Se alejaba.
No lograba penetrar en Méndez.
Y Méndez se detuvo.
¿Qué diablos le estaba pasando?
Entonces la mole pareció proyectarse sobre él.
Era el gorila.
Quílez dijo:
– Seguro que lo está pasando bomba, Méndez.
– No lo sabe bien.
– Yo no entiendo para qué coño han venido aquí con la chiquilla Cañada, Manrique y Clara Alonso. Éste es el reino del Más Allá, Méndez, el reino de los pobrecitos y jodidos muertos. No hay más que piedras y tumbas. No hay garitos. No hay tabernas. No hay sitios donde puedas meter un casquete. No hay higos. No hay culos. No hay tías. Ya me dirá usted.
Méndez dijo finamente:
– Sí. Es una mierda.
– ¿Entonces, qué…?
– Tiene un alto interés cultural.
– No me venga ahora con esas mandangas, Méndez. ¿Desde cuándo cree usted en la cultura?
– Yo leo en las paradas de los autobuses.
– Pues si lee tanto, a lo mejor sabe para qué leches han venido aquí. Y encima lo tenían proyectado, por lo que se ve, hace muchísimo tiempo.
– Han venido para poner tierra de por medio, Quílez.
– ¿Tienen miedo de que intenten secuestrar a Olga, como hicieron con la otra?
– Yo opino que sí -dijo Méndez pensativamente-. El miedo es libre, pero sin embargo creo que a esa pequeña no le puede ocurrir ya nada. El hombre que secuestró a su hermana Mercedes está muerto. El que le dio las instrucciones, un policía, está muerto también. Ya no quedan enemigos, Quílez. Como dice el himno de la Guardia Civil, la patria goza en calma. Además, ¿quién va a secuestrar aquí a Olga? Estamos en un pequeño barco. Nos envuelve el Nilo. Nos rodea el desierto. No hay modo humano de salir clandestinamente de aquí. Y por si fuera poco a la niña la protege un gorila.
Quílez preguntó torvamente:
– ¿El gorila soy yo?
– Mejorando lo presente.
– La madre que lo parió, Méndez.
– No hay que ofenderse, Quílez, no hay que ofenderse. Lo único que trato de decir es que aquí no corre peligro Gandaria y no corre peligro tampoco la niña. No va a pasar nada.
– Pero usted sigue con su cara de muerto, Méndez.
– Me sigue rondando el maldito pensamiento por la cabeza.
– ¿Qué clase de pensamiento? Dígalo de una vez.
– No lo sé… Ni siquiera es una idea. Lo mejor que puedo hacer es olvidarlo todo. Aquí se respira un clima especial que me ha trastornado los nervios. No hay más que eso.
Quílez lanzó una carcajada.
– De acuerdo Méndez, aquí no va a pasar nada. Venga, vamos a darnos el piro. En el bar del barco aún estaremos a tiempo de beber alguna cosa.
Y se volvió.
Fue entonces.
Seguramente Quílez llegó a ver algo.
Pero sólo le quedó tiempo para susurrar:
– Yo no…
Todo el cuerpo de Quílez pareció girar, pareció doblarse mientras de su garganta escapaba un estertor.
La flecha acababa de penetrarle por la boca.
26 EL MENSAJE
Méndez no perdió ni una fracción de segundo en lanzarse a tierra. Levantarse ya sería otra cosa, pero dejarse caer lo hacía muy bien. Rodó por el suelo, sintiendo que todas sus articulaciones crujían, mientras oía un leve taponazo y el silbido de la segunda flecha.
Le pareció que todo ocurría simultáneamente, mientras él estaba aún cayendo. El silbido pasó junto a su cabeza y luego sonó un tloc. La flecha acababa de estrellarse contra una de las enormes piedras del templo.
Méndez giró sobre sí mismo, sintiendo otra vez que todo su cuerpo crujía. Miró hacia el sitio donde acababa de sonar el taponazo y ya no vio nada. No se distinguía ni siquiera a los vendedores, la plaga bíblica que ataca a todos los visitantes de Egipto. Todo aquel sector del templo estaba vacío.
No se había dado cuenta, mientras hablaba con Quílez, de que todo el grupo se alejaba con el guía. Ahora parecía ser el único habitante del mundo, como si Kom Ombo volviese a ser un templo olvidado, como si las piedras se hubiesen dispersado y las arenas hubieran vuelto a tragarlo otra vez.
Pero el cerebro de Méndez trabajaba con más rapidez que sus mus culos. Supo desde el primer momento que la flecha había sido dispara da con una pistola especial, seguro que desde una de las esquinas del templo. Y hubiera apostado también a que la punta del proyectil estaba envenenada. El asesino o asesina necesitaba obrar sobre seguro.
Pocas veces Méndez habrá notado tan dentro de sí, tan metida en la sangre, la sensación de la muerte.
Pero nada de eso se advirtió en su cara mientras se ponía en pie, con una agilidad que en muchos años no había tenido. Corrió como pudo hacia la esquina del templo, aun sabiendo que allí podía estarle esperando una nueva flecha.
Pero lo único que distinguió fue el grupo de visitantes a lo lejos. Allí estaban los conocidos: Gandaria, Galán, Salomón, Cañada, Manrique, la ciega Clara Alonso y la niña. Allí estaban también todos los desconocidos. Pasajeros de los que no sabía ni el nombre, caras anónimas, manos anónimas, pensamientos en los que nunca podría penetrar. Cualquiera de aquellos seres ignorados, reunidos por el destino en un buque de placer, podía ser el asesino de Quílez.
Y podían serlo por otra razón. Todos ellos estaban dispersos y comprando junto a la entrada del templo. Eso significaba que el guía no podía controlarlos. Significaba que cualquiera de ellos podía haber vuelto atrás unos pasos, sin llamar la atención, y disparar las dos flechas.
Méndez tenía la boca espantosamente seca.
Lanzó una especie de gruñido.
Porque su pensamiento iba mucho más allá. Su pensamiento le decía que habían matado a Quílez… ¡para que la pequeña Olga no estuviese defendida!
La idea le estremeció.
Aunque lo cierto era que también habían tratado de matarle a él. ¿Por qué? ¿Por temor a que hubiese visto algo? ¿O quizá para que también quedara indefenso Gandaria?
Méndez sintió que le temblaban sus rodillas.
Porque la maldita idea anterior estaba volviendo. ¿Qué era lo que había sentido cuando le hablaron de las estatuas con el pie izquierdo adelantado? ¿Qué? ¿Qué? ¿
Una voz dijo entonces a su lado:
– ¿Qué le pasa, señor Méndez?
Méndez giró un poco la cabeza.
Allí estaba el guía.
– Me encuentro como me pasa por… por… por…
– ¿Necesita algo?
Méndez tragó saliva con un chasquido.
– ¿Ha controlado usted al grupo? -preguntó.
– ¿Qué quiere decir?
– Que si los ha tenido bajo su vista.
– No, ahora no. Están comprando. Unos aquí, otros allá… ¿No se da cuenta? Pero ¿qué es lo que le pasa, señor Méndez? ¿Ha visto al dios-cocodrilo paseando por el templo?
Méndez barbotó:
– He visto los huevos del cocodrilo.
Y señaló hacia el cadáver de Quílez, todavía con la flecha clavada en la boca.
Ahora fue el guía el que se apoyó en el muro como si a él también le temblasen las rodillas.
– Dios mío… -barbotó.
– ¿Es usted católico?
– Yo soy cristiano copto.
– Guarde silencio. Llévese a los viajeros al barco y desde allí telefonee a la policía. Supongo que habrá policías vivos en este maldito lugar de los muertos.
– Sí. Hay alguno.
– No deje que cunda la alarma. Si preguntan por Quílez, el muerto, diga que se ha roto un tobillo y que volverá pronto. Yo esperaré aquí. Quiero ser yo el que hable con la policía. ¿Ha entendido?
Hubo suerte, porque la policía se presentó apenas media hora después. La importante fuerza pública consistió en un tipo uniformado de azul y un tipo vestido con pantalones y camiseta verdes. Examinaron la placa de Méndez, le saludaron afectuosamente, le abrazaron, le preguntaron por su familia y por los sueldos que se ganaban en España, y sólo después de todo esto echaron una mirada al muerto.
– Nunca había visto una cosa igual -dijo el de azul, que había asegurado llamarse Nabib-. Normalmente la gente viene al Nilo a oír hablar de muertos, pero no a morirse.
– Este no se ha muerto solo -masculló Méndez.
– No, claro que no. Y además apostaría a que la flecha tiene la punta envenenada. ¿Se ha fijado en el cadáver, señor Méndez? -Nabib hablaba en un correcto francés, lengua que Méndez entendía bastante bien-. ¿Eh? ¿Se ha fijado? La muerte ha sido instantánea porque ni siquiera ha tratado de llevar las manos a la flecha. Y una de dos: o la flecha le ha llegado hasta la médula espinal, cosa que no creo, o el veneno ha producido un efecto fulminante al mezclarse con la sangre de los grandes vasos del cuello. ¿Usted ha visto algo? Porque me doy cuenta, por esa otra flecha, de que también han tratado de matarle a usted.
Méndez hizo un gesto de admiración.
– Creí que la policía egipcia no era tan… tan observadora -susurró.
– Señor Méndez, por desgracia nosotros llevamos cinco mil años sin hacer otra cosa que observar.
– Pues espero que vean algo que yo no he visto. ¿Qué trámites van a seguir?
– No nos queda más remedio que llamar a Luxor, porque Luxor es la ciudad más cercana donde se puede contar con unos servicios importantes de policía. Y el único lugar desde donde se puede telefonear oficialmente a El Cairo sin problemas. Ahora bien, aunque todos los trámites oficiales se hagan sin su presencia, más adelante lo necesitaremos como testigo, señor Méndez.
– ¿En qué buque viaja?
– En el
– ¿De la compañía President?
– Sí.
– ¿Lleva algo que lo demuestre?
– Llevo la llave de mi camarote.
– Bien. Como el
Méndez apretó los labios.
Claro que tenía sentido.
Habían matado a Quílez no por él, sino porque era la única persona que podía defender a la pequeña Olga.
Pero no lo dijo.
Nabib susurró:
– Esperamos no entretenerle demasiado y no estropearle la visita al Valle de los Reyes. Supongo que pensará verlo.
– Tengo varios acreedores enterrados allí -dijo Méndez.
– Entonces vaya a visitarlos. ¿Conoce la situación del Valle de los Muertos?
– Por supuesto que la conozco. Además, me llevarán.
– De todos modos, piense lo siguiente, señor Méndez: todo lo que se refiere a los vivos, está siempre en la orilla oriental del Nilo, la parte por la que sale el sol. Todo lo que se refiere a los muertos está siempre en la orilla occidental, la parte por la que el sol se pone. En los ritos egipcios no hay nada gratuito, señor Méndez. Todo está unido a la lógica de la Naturaleza.
Méndez susurró:
– Claro, ya lo voy comprendiendo.
– Ustedes apenas hacen nada con arreglo a la lógica de la Naturaleza. Lo hacen todo con arreglo a la lógica de los relojes y del beneficio.
– He procurado no seguir nunca ese mal ejemplo -gruñó Méndez-. Apenas miro el reloj, y jamás he tenido beneficios.
– Es una posición inteligente. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Volver al barco?
– Claro que sí. Y cuanto antes.
– ¿Tanta prisa tiene?
– Una prisa que no me deja ni respirar. Cada segundo cuenta.
– ¿Por qué?
Méndez miró al vacío.
– Dicen que en el templo de Edfu hay una barca solar -musitó-, una de esas barcas que llevaban al otro mundo las almas de los difuntos. Pues bien, el buque en el que yo viajo también es una especie de barca solar. Es el buque de los muertos.
Todo el mundo parecía tranquilo en el
Manrique era de los que estaban en la cubierta alta, aunque algo apartado de los demás. Se puso inmediatamente en pie al ver llegar a Méndez.
– ¿Qué le ha pasado? -murmuró.
– Nada. Que me he quedado al lado de Quílez por si necesitaba algo.
– ¿Es verdad que se ha roto el tobillo, como nos ha explicado el guía?
Méndez movió negativamente la cabeza.
– No -dijo en voz muy baja.
– ¿No? ¿Entonces… qué ha ocurrido?
– Usted y Cañada tienen que conocer la verdad. Clara Alonso no lo sé. Eso depende ya de ustedes, depende de lo que quieran decirle. Pero hay personas a las que no se puede engañar. Quílez ha sido asesinado.
Manrique se hundió de pronto sobre el asiento, como si le hubiesen fallado las piernas.
Se llevó por un momento las manos a los ojos mientras preguntaba con un hilo de voz:
– Pero ¿qué dice…?
– Ustedes contrataron a Quílez para que protegiera a la pequeña, ¿verdad?
– Sí… Fue cosa de Clara, porque ella estaba muerta de miedo. Y es natural. Lo que le pasó a Mercedes marca una vida. Ya antes de que nos pidieran el rescate por Mercedes, pensamos poner tierra de por medio, o sea llevarnos bien lejos a Mercedes y a Olga. Estábamos seguros de que a bordo de un barco del Nilo, por ejemplo, no nos pasaría nada. Pero aun así, Clara insistió en contratar a un guardaespaldas de primera clase.
– Y después de enterrada Mercedes, persistieron en su idea, ¿verdad? Sabían que el asesino de esa pobre niña estaba muerto, pero aun así el miedo les seguía dominando. Lo encuentro muy natural, entiéndame… -Méndez, que hablaba en un cuchicheo, paseó una mirada recelosa en torno suyo, para asegurarse de que nadie podía oírles-. De modo que conservaron sus billetes para el viaje a Egipto, diciéndose que aquí Olga estaría mucho más segura. ¿Es eso?
Manrique preguntó, mientras le temblaban los párpados:
– ¿Me está usted diciendo que… que el asesinato de Quílez indica que Olga corre peligro?
– Sí.
– ¿Aquí, en el barco?
– Sí.
Manrique se hundió. Su edad era ya la de un hombre que no puede luchar. Apoyó la cabeza en la barandilla del buque, como si se sintiese mareado. No pareció ni notar que Méndez le ponía alentadoramente la mano en el hombro.
– Anímese, Manrique. Vamos a luchar -musitó.
– ¿Luchar… contra quién?
– No lo sé, pero tengo una ayuda.
– ¿Una ayuda? ¿Qué es?
– El mensaje de un muerto.
Manrique alzó la cabeza de pronto.
– Usted, Méndez -musitó-, también empieza a sufrir las enfermedades del Nilo.
– No lo crea. El Nilo me ha dado la solución, pero el mensaje me lo transmitieron en Barcelona, bien lejos de aquí.
– ¿Sí? ¿Y qué muerto se lo transmitió? Espero que no hable en broma, Méndez.
– Claro que no hablo en broma. El muerto es Ángel Martín, el que materialmente asesinó a Mercedes. Y el que la secuestró, claro. Pero es evidente que lo hizo por orden de alguien.
– ¿De quién?
Méndez dijo en un susurro:
– Había un primer eslabón.
– Por favor, hable más claro.
– El eslabón era un policía corrupto llamado Marquina. Ese hombre, por sus conocimientos y su posición, tenía que «cubrir» el trabajo de Ángel Martín y darle consejos técnicos para que, pese a todas las dificultades, cobrara sin problemas el rescate. Gracias a esos consejos técnicos, Martín logró escapar de la encerrona tendida por la policía, aunque sin conseguir llevarse el rescate. Ah…, no necesito decirle, Manrique, que el corrupto Marquina se llevaría un buen puñado de millones a cambio de su «asistencia técnica».
– Claro… No necesita decírmelo.
– Yo no sé lo que hubiera ocurrido con Ángel Martín si todo hubiera salido a pedir de boca -siguió explicando Méndez-, aunque sospecho que hubieran acabado con él. Martín era un tipo de baja estofa, un sucio asesino, un ex preso fichado, y por lo tanto un peligro. Les era útil para un momento, pero pasado ese momento ya no les servía de nada. Al contrario. Y encima la cosa salió mal. El dinero había volado. Ángel Martín había perdido los nervios. Marquina, o el que daba órdenes a Marquina, decidió entonces «dejarle caer».
– Si les estorbaba, podían haberlo matado sin tantos rodeos -musitó Manrique con una implacable lógica-. Al fin y al cabo, ese Marquina del que usted habla es policía. O «era», no lo sé.
– Precisamente por ser policía -dijo Méndez.
– No acabo de entenderle.
– Estamos hablando de un tipo peligroso como Ángel Martín. Un pájaro desconfiado. Un buitre. En pocas palabras, un hombre difícil de matar, al que por su experiencia sería imposible meter en una encerrona.
– Me parece que le voy comprendiendo.
– Si Marquina intentaba matar a Ángel Martín, podía muy bien ser que el muerto fuera él. Resultaba mejor «dejarle caer» y procurar que fuera detenido. Una vez Martín en Jefatura o en la Modelo, estaría completamente indefenso. Un ciudadano normal no hubiese podido entonces matarle, pero un policía sí. Le bastaba con simular un intento de fuga. O todavía más sencillo: comprar a un recluso de la Modelo para que cualquier noche hiciera el trabajo. En las cárceles españolas se hacen varios «trabajos» así al año. Y encima salen baratísimos.
– ¿Y si Ángel Martín hablaba antes? Ese peligro existía…
– Ángel Martín no iba a hablar de buenas a primeras. Cuando un asesino sabe algo, esa es la única moneda que tiene. No la malgasta así como así; al contrario, intenta venderla a buen precio. Hacer un trato, vamos. Y mientras Martín pensaba con quién hacer el trato, ya estaría muerto. Creo que Marquina obró como le convenía obrar, porque de ese modo aprovechaba todas sus ventajas. Incluso cabía la posibilidad de que, al ser detenido, Martín se resistiese, y le clavaran entonces cuatro balas en las pelotas.
– Entiendo, Méndez. Pero ¿qué sistema utilizó Marquina para «hacer caer» a Martín?
Méndez explicó en pocas palabras lo de los vestidos con la etiqueta del fabricante. Seguro que Martín no se había fijado en ese detalle o, en caso de fijarse, había confiado en Marquina. Si Marquina hacía las cosas así, es que estaban bien hechas.
– Por ahí obtuve la primera pista -terminó Méndez.
– Dios mío…
– Y la persecución terminó con la muerte de Ángel Martín. Pero hay algo más. Marquina también murió. Y no fue Martín el que lo hizo. Se utilizó a dos mercenarios con cuyo paradero no sé si daremos algún día. Pero en el fondo no me importa demasiado, ¿sabe? Fueron simples instrumentos.
– ¿Qué mercenarios?
– Un hombre y una mujer. La mujer era una putilla o fingía serlo. Su trabajo resultó fácil. Primero, abrirse de piernas en el piso de Marquina, o al menos dar a entender que se abriría de piernas. Segundo, hacerle salir con cualquier pretexto al balcón que daba al Paralelo. Allí estaría el segundo mercenario, metido en un coche y armado con un rifle de precisión.
Méndez se balanceó un poco en la silla, mirando la cinta cada vez más oscura del río, y añadió:
– Este solo hecho ya debió hacerme comprender que había alguien por encima de Marquina, alguien que lo tenía calculado todo y había fijado el precio. Y la verdad es que lo comprendí. Pero como planeaba cazar a Ángel Martín vivo y hacerle hablar, ese pensamiento pasó a segundo término. Además, los acontecimientos se precipitaron. Ángel Martín fue cosido a navajazos ante mis ojos, y yo tuve que acabar de matarlo para… para ayudar a un amigo.
– ¿Qué significa eso?
– Nada que le importe, Manrique. Son cosas de la calle. Pero de la calle Unión, la calle del Cid o la calle Nueva de Barcelona, no la calle Serrano de Madrid. Por lo tanto, no me entendería. Olvídelo. Lo importante es que Martín, mientras intentaba huir, me estuvo ofreciendo un trato.
– ¿Y usted no lo aceptó?
– Y una leche voy a aceptarlo. Quería la libertad. ¿Iba yo a darle la libertad al asesino de una niña? Yo no quería darle la libertad al asesino de una niña. Yo no quería darle la libertad. Yo quería darle por el saco. Martín mantuvo su oferta hasta el último momento, pensando que yo la aceptaría. Mientras tanto, para demostrarme que sabía cosas y no hablaba en vano, me fue dando algunos detalles.
– ¿Qué detalles?
– Hay un dato previo, amigo Manrique. Martín se había quemado las pestañas estudiando historia del antiguo Egipto. Era la única afición cultural que se le conocía, aparte, claro, la de tocarle las ancas a algún monaguillo de buena fe.
– No empiece, Méndez. No sea digno de su fama. Dígame qué significa eso de la historia del viejo Egipto.
– Pues que Ángel Martín me fue dando pistas usando los conocimientos, por otra parte nada especiales, que tenía. Bueno, nada especiales para un técnico. Para un profano como yo, sí que eran unos conocimientos bastante serios, tanto que entonces no llegué a entender lo que me decía. ¿Y por qué me dejó esas pistas, si podemos llamarlas así? ¿Qué necesidad tenía de eso? Yo he estado dando vueltas al asunto y pienso que le movieron dos razones. La primera, y seguro que más importante, fue excitar mi curiosidad para que al fin me aviniese a hablar con él, cosa que tenía difícil. La segunda razón fue señalarme que el peligro seguía existiendo para nosotros. Que Marquina había muerto y él podía morir, pero el verdadero cerebro seguía vivo. Yo pienso que Martín no conocía de ninguna manera el nombre de ese cerebro; de lo contrario, es posible que me lo hubiera dicho, al menos por venganza. Pero dentro de lo posible, me fue señalando una dirección.
– ¿Qué dirección?
Méndez hizo un gesto ambiguo, cargado con toda la elegancia decadente de un marica retirado.
– Le he dado dos razones para explicar la conducta de Ángel Martín -susurró-, pero no desdeño una tercera. No desdeño que el fugitivo, ante la inminencia de su fin, intentara hacer la única obra artística que había hecho en su puñetera vida. Pero usted me ha preguntado qué dirección me señalaba. Bueno, pues me señalaba la dirección de Egipto. Y me indicaba que nuestro auténtico enemigo -o enemiga- aún vivía. ¿Cómo? Mire, en una reproducción de un cuadro donde había unas mujeres -por cierto muy llenitas y en su punto- a una de ellas le dibujó un dedo de un pie más largo que los otros. Es el famoso «dedo egipcio», una característica racial que se aprecia en las momias. Y se hizo retratar como una estatua de faraón, pero
– Sí. Que cuando se levantó la estatua, el faraón estaba vivo. Cuando la estatua aparece con los dos pies juntos, es que estaba muerto. Pero ¿qué quería decirle a usted Ángel Martín?
– Pues eso: que el
– Dios mío…
– Y aún hubo otro detalle. El más extraordinario de todos.
– ¿Cuál?
Méndez hizo un gesto de incomodidad y fue a encender un faria. Al fin se arrepintió y apuntó con él a Manrique, mientras lo sostenía en el aire.
– A Ángel Martín le interesaba huir -dijo.
– Sí, claro. Eso lo supongo.
– Para huir necesitaba ayuda. Y las ayudas más importantes las tenía en el lado izquierdo de la ciudad. Aunque vamos a ver si me explico bien, Manrique: el Ensanche de Barcelona está dividido en dos mitades, la derecha y la izquierda, por la Rambla de Cataluña. Como le digo, las principales ayudas las tenía en el lado izquierdo. Sin embargo, se mantuvo siempre en el lado derecho. El confiaba en huir igualmente, pero se mantuvo en el lado derecho.
– ¿Y eso qué significa?
– Piense en Egipto.
– ¿Y qué…?
– Las necrópolis siempre están en la parte izquierda del Nilo, en el lado oeste. Ahí están, por lo tanto, los muertos. Es el lado por el que se pone el sol. En la parte derecha están las antiguas ciudades. Es el lado de los vivos, el lado por donde el sol nace.
– Repito, ¿y qué…?
– Demonios, Manrique. Ángel Martín no fue al lugar de los muertos. Se quedó en el lugar de los vivos. Eso significaba que el hombre que le dirigía estaba vivo también. Que el peligro continuaba. Que atacaría otra vez.
– Y ese «cerebro», si es que vamos a seguir llamándole así, sabía que veníamos a Egipto.
– Sí.
– ¿Sabe lo que significa eso, Méndez?
– Naturalmente que lo sé. Clara Alonso tiene a su cargo otra peque ña. Y sigue teniendo posibilidades de pagar millones de euros.
– ¿Pretende decir que a esa niña también la… la…?
Méndez entornó los párpados.
En sus ojos volvía a brillar la mirada de la serpiente vieja.
Pero ahora era una serpiente veterana y cabrona. Era una serpiente de lujo que había hecho un máster reptando entre las tumbas. Era una cobra.
– Sí, Manrique -musitó-. Sí.
– Aquí no pueden. Este es el lugar más seguro del mundo. Por eso nos embarcamos en Egipto.
– No hay nada seguro. Nada. Por eso conviene que observe muy bien en torno suyo. Yo diría que la vida de la pequeña Olga está pendiente de un hilo.
Miró hacia el río y añadió con voz amarga:
– Más exactamente, yo diría que está pendiente de un Nilo.
Y se volvió.
Había rostros indiferentes en cubierta, rostros que ni siquiera les miraban. Esa viuda a la que su marido dejó unos cuernos grandes como la catedral de Burgos, pero también una fortuna que ella está gastando meticulosamente. Ese notario castellano, acostumbrado a escribir las últimas verdades, y que busca en el Nilo la primera verdad. Ese editor retirado, ya demasiado viejo, que se emborracha cada tarde para olvidar que éste puede ser el último viaje de su vida. Esa putilla que tuvo un buen golpe de fortuna, es decir un buen golpe de cama. Ese funcionario que se acaba de jubilar y al que no le importa nada el viaje: sólo habla con su mujer de la virtud de los chorizos de Castilla. Ese hombre de la silla de ruedas, el sorprendente hermano de Gandaria. El guardaespaldas que le acompaña, y en cuyos ojos ha sabido encontrar Méndez una serpiente más venenosa aún que la suya… Todos son sospechosos, todos, incluso los camareros que pueden haber sido comprados antes de salir de Asuán. Después de la muerte de Quílez, Méndez sabe que está solo y que nadie le podrá ayudar.
Encendió el faria.
– Está usted triste, Méndez. O nervioso, no sé.
– Me siento fuera de mi ambiente, ¿sabe, Manrique? En mi barrio podía entrar en un bar, hablar con los clientes, entre ellos varios presuntos, y ver desfilar el tiempo. Yo tengo ideas viendo el humo, ¿sabe? El maldito humo de los cafés. Pero aquí, ¿dónde me meto? ¿Con quién hablo? En este maldito barco todo es convencional y lujoso. No tiene un solo lugar respetable.
Y exhaló una bocanada de humo. Manrique tosió.
– Me bastará con que no pierda de vista a la niña, Méndez -dijo en un susurro-. Sé que tiene usted razón: han matado a Quílez para que nosotros quedemos indefensos, pero si usted no pierde de vista a la niña, nada ocurrirá. Estamos en el único lugar seguro.
Méndez preguntó con voz burlona:
– ¿El Nilo…?
27 LA SALA DE LAS COLUMNAS
Estaban llegando a Luxor.
Méndez, que se hallaba en la parte de proa de cubierta, contempló el embarcadero, cerca del Hotel Sheraton, y se dio cuenta de que la ciudad le iba a gustar. No le importaban demasiado los templos, que junto con los de Abu Simbel eran seguramente los mejores de Egipto, sino el aire decadente de la tierra a la que estaban llegando. Méndez, especialista no en cosas que empiezan, sino en cosas que terminan, comprendió que Luxor tenía algo especial. Tenía viejos y señoriales hoteles, coches de caballos, damas inglesas que aún posaban sobre su cabeza una pamela y bazares en los que comprar una joya -seguramente falsa- a una desconocida. Tenía funcionarios que parecían haber inaugurado el Canal de Suez y momias de hombres rubios que aún brindaban por Su Graciosa Majestad. En toda la ciudad había un aire -le pareció a Méndez- de formalidad victoriana, de relojes parados, de citas para tés a los que no acudiría nadie o a los que faltaría la única dama. Se captaba en la ciudad un aire -seguía pensando- que convertía el turismo masivo en una profanación.
Pero seguramente no había un tugurio ni un viejo café. Méndez suspiró con desaliento mientras miraba al vacío.
Galán se acercó a él.
– ¿Va a bajar?
– Sí. Creo que daré una vuelta esta noche, para echar un vistazo. ¿Y usted?
– Depende del jefe.
– Puede dejarle unas horas. Mientras no tenga que cambiar de piso, él se mueve muy bien en su silla de ruedas.
– Sí -musitó Galán-. Tiene mucha habilidad. Y más fuerza de lo que todos creemos.
– Pues déjele en su camarote y usted dese un garbeo por ahí. ¿O tiene miedo de que a Salomón le ocurra algo?
Galán se encogió de hombros.
– ¿Qué le va a ocurrir? -musitó-. Este es un sitio seguro. Nadie puede subir al barco sin exhibir una credencial. Y la credencial sólo se la entregan a los pasajeros cuando bajan.
– No es exactamente así -dijo Méndez como si repasara sus propios pensamientos, pues había estudiado todos los aspectos inseguros del
Galán sonrió.
– Yo diría que no quiere que le pase nada a Clara Alonso, esa mujer ciega. Y tampoco a la niña subnormal que va con ella.
– No me gusta que la llame subnormal -dijo Méndez.
– ¿Por qué no?
– ¿Qué es la subnormalidad en casos como el de esa niña? -preguntó Méndez en voz baja, siempre mirando al vacío-. ¿Falta de competitividad? ¿Y es tan importante en este mundo ser una persona competitiva? ¿Significa estar alejado de la verdad? ¿Y qué es la verdad? Quizás es que yo, como soy un maldito viejo, he empezado a hacerme unas malditas preguntas. Yo no creo que lo más importante sea estar por encima de los otros. A los que están por encima de ti se les puede matar con una sola cosa.
– ¿Con qué?
– Con la indiferencia.
Galán sonrió, pero su sonrisa era apagada, era una sonrisa de maniquí.
– No crea que no he pensado muchas veces en eso -dijo-. ¿De qué sirve triunfar si los demás no hacen caso? En fin, voy a seguir su consejo, Méndez. Le preguntaré a Salomón Gandaria si puedo bajar a tierra. Por cierto, ¿esta noche hay espectáculo de luz y sonido en el templo?
– Creo que sí. De todos modos, yo no voy a ir -dijo Méndez-. Oiga, los dos hermanos Gandaria no se parecen en nada, ¿verdad?
– En nada.
– ¿No participan en ningún negocio común?
– ¡Qué va! En ninguno.
– ¿Y la muerte de uno favorecería al otro? Me refiero, por ejemplo, a una herencia.
– ¿Por qué pregunta eso, Méndez?
– No sé… Son cosas que se le ocurren a un policía viejo que ya lo ha tenido todo menos el sida.
– Pues no, no creo que a Salomón le beneficiase la muerte de Ismael, y viceversa. Son hermanos que se han tratado muy poco, y me imagino que no se mencionan en sus testamentos. Pero no me haga demasiado caso. Yo no puedo estar enterado de esas cosas.
Hizo un gesto de saludo y se alejó.
Méndez siguió mirando al vacío.
Sabía que no iba a tener demasiado tiempo libre en Luxor. Era aquí donde la policía egipcia abriría el informe oficial sobre la muerte de Quílez. Era aquí donde le interrogarían a él, a Méndez, aunque nada nuevo podría decir. Y en fin, era aquí donde Cañada y Manrique tendrían que disponer la repatriación del cadáver. Después de todo, Quílez había sido algo así como un empleado suyo.
En aquel momento Galán penetraba en el camarote de Salomón Gandaria. El monóculo de éste despidió un relampagueo mientras se abría y cerraba la puerta.
– Luxor -dijo Galán.
– Sí. Ya veo que estamos atracando.
Galán miró hacia la gran ventana panorámica, que ocupaba casi toda una pared del camarote y desde la que se adivinaba la oscura superficie del río.
– Están llegando otros barcos -dijo-. Atracarán al lado.
– ¿Y qué?
– Nada. Sólo que la gente de los otros barcos pasará por el
– Mejor -dijo Salomón en voz muy baja-. Se va a producir un magnífico momento para acabar con Ismael.
– ¿Pero eso por qué? ¿
Como si no le hubiese oído, Salomón continuó:
– De todos modos, sería una ingenuidad hacer el trabajo en el barco, que no deja de ser un lugar fácilmente controlable. Tengo otra idea.
– ¿Cuál?
– El espectáculo de luz y sonido en el templo de Karnak.
– ¿Cree que Ismael asistirá?
– Estoy absolutamente seguro. El ha venido aquí para protegerse, ya que piensa que en el barco no le acecha ningún peligro, pero de todas formas no renunciará a los placeres del viaje. Quiero decir que irá al templo, rodeado por la multitud. Me he informado bien de lo que pasa en un sitio semejante.
– ¿Qué pasa?
– En las pirámides, el espectáculo de luz y sonido es completamente distinto -dijo Salomón-. Estás sentado. Hay bastante claridad, después de todo. No te puedes acercar excesivamente a tus vecinos. Pero aquí, en Luxor, todo es distinto. Buena parte de la visita se hace a pie, o sea que hay una ingente multitud en marcha entre las columnas y las estatuas. Me han dicho que hay japoneses suficientes para invadir Filipinas otra vez. Seguro que hay hasta esquimales. Pero, en fin, se trata de una multitud que marcha a tientas. No se puede ni soñar un sitio mejor para acabar con un hombre.
Galán dijo con un hilo de voz:
– Comprendo.
– Todo consiste en pegarse a él. Situarse un instante a su espalda y… basta. Un estilete en el corazón no te deja ni gritar. Y aunque grite, ¿qué? Yo diría que mejor aún. En la oscuridad, el tumulto será inenarrable. Resultará materialmente imposible identificar al hombre que haya movido el arma.
– Lo sé.
– Pues trabaje, Galán. Es su momento.
Galán le dirigió una sonrisa lejana mientras iba hacia la puerta. Una vez allí, cuando ya tenía la mano en el pomo, se detuvo.
– Durante todo este tiempo no he hecho más que esperar una buena ocasión. Ahora la tengo -susurró.
– Pues aprovéchela, Galán. Usted es un profesional.
Sonó el chasquido de dos dedos.
Luego nada. No se pudo oír ni siquiera el sonido de la puerta.
Galán había salido.
Luxor es como una gran calle, pensó, es realmente una gran calle. Una sucesión de joyerías, una hilera interminable de escaparates siempre iluminados, una procesión de coches de caballos, un cielo siempre impasible donde está, seguía pensando Galán, el techo de la Historia. Había oído decir que las primitivas casas de Luxor estaban sin cubrir, es decir, no tenían tejado. ¿Para qué, si nunca llovía? Hasta un hombre como él, que no creía en nada, comprendía que los egipcios hubiesen adorado al sol. Miró de soslayo los escaparates mientras pensaba en otras ciudades, en otras épocas, mientras pensaba en las tiendas de Kowloon, en el Gran Bazar de Estambul, en los tugurios de la Séptima Avenida de Nueva York, en todos los lugares iluminados por los que él se había deslizado como una sombra, con el solo objeto de matar a un hombre que ni siquiera le conocía. En este caso era distinto, porque Gandaria sí que le conocía. ¿Y qué? Era mejor así, porque podía esperarle a la entrada del templo, justo antes del espectáculo, y fingir que se tropezaba con él. Luego sería todo muy sencillo, porque Gandaria no había traído a sus guardaespaldas. El no cometería el error de Torres, el error de creer que seguían en el bar del Palace cuando en realidad habían ido a proteger a Gandaria por otro camino. Torres, en el fondo, se había comportado como un maldito novato.
El no iba a hacerlo.
Se detuvo ante uno de los escaparates.
Quería comprobar si alguien le seguía.
Sus ojos acerados recorrieron la multitud que aprovechaba la suave temperatura nocturna, los ocupantes de los landós, los que se habían detenido ante los escaparates, como él, y hasta los dependientes de las tiendas. Como si su cerebro fuese una máquina fotográfica retrató los rostros, las expresiones, los gestos. Logró una instantánea en la que cabía toda la calle y en la que no había, sin embargo, la menor posibilidad de error. Por eso lo vio.
Nunca hubiera sospechado ver entre la multitud aquel rostro que era como una mancha blanca. No hubiese imaginado que Méndez hubiera podido seguirle con tanta rapidez con aquella sinuosidad de serpiente.
Méndez también parecía una sombra.
Se detuvo junto a él.
– Maldita ciudad -dijo-, no hay ni una taberna.
– ¿Qué quiere que haya aquí?
– No sé, pero la verdad es que he tenido un desengaño. No me quedará más remedio que echar un trago en un hotel, pero tiene que ser un hotel viejo, con un camarero que esté allí desde el día de la fundación y con una reserva de botellas que se vaya bebiendo poco a poco la querida del dueño. ¿Usted cree que encontraré alguno así en Luxor?
– Quizá lo haya. Luxor es, al fin y al cabo, una ciudad muy vieja.
– De acuerdo, seguiré buscando.
– Y una leche, Méndez.
– ¿Por qué me dice eso?
– ¿Y usted por qué me sigue?
Méndez alzó apenas uno de sus cansados párpados.
– ¿Se me nota?
– Maldita sea, Méndez, nunca lo habrá hecho peor.
– Hay que ver. Un día que tomo todas las precauciones. Sólo me ha faltado ponerme gafas negras.
– No me venga con historias. Usted quería que le viese, Méndez. Quería hablar conmigo fuera del barco.
– Tal vez.
– Dígame lo que busca. Pero no intente ofrecerme dinero por mi culo. Es ya demasiado viejo, y encima no está en venta.
La mirada de Méndez se endureció.
Se hizo dañina y concreta.
– Usted es un guardaespaldas -dijo-. No me venga con mandangas. Usted es del oficio y protege a Salomón, ese cabroncete.
– ¿Y qué?
– Necesito que me ayude -dijo Méndez.
– ¿Por qué razón?
– Ha vuelto a suceder. Acabo de saberlo.
– ¿Qué es lo que ha vuelto a suceder?
– Han seguido a Clara Alonso hasta aquí. Parece mentira, pero la han seguido hasta aquí. Empecé a tener la seguridad después de la muerte de Quílez, porque Quílez ha muerto, aunque no sé si usted conoce la noticia. Y ahora le han pedido una suma de dinero. O la paga o esa pequeña que viaja con ella, Olga, morirá.
Galán también alzó un párpado que de pronto parecía tan cansado como el de Méndez.
Y Méndez añadió:
– Clara Alonso pasó ya por una prueba terrible. Su otra hija adoptiva murió asesinada.
– Conozco a Clara Alonso -dijo Galán secamente.
– Mejor.
– ¿Cuánto le han pedido?
– El doble que la otra vez.
– ¿Alguien tiene ese dinero líquido en España?
– Pregunte usted a algunos banqueros. Pregunte usted a algunos gobernantes -dijo ambiguamente Méndez.
– ¿Clara lo tiene?
– Digamos que sí.
– ¿Y cómo se lo han pedido?
– Usted tiene una ventaja, Galán, maldita sea. No hace comentarios, hace preguntas. En eso se nota la gente del oficio. Bueno, le contestaré. Ha encontrado en su camarote una cinta magnetofónica llena de música. Llena menos en un pequeño sector. En ese sector estaba el mensaje grabado.
– ¿Con qué voz?
– Voz de hombre, pero muy deformada. Resulta imposible identificarla.
– Qué coño va a ser imposible. Hay medios técnicos para eso.
– No aquí, en el Nilo. No aquí, en Luxor. Puede haberlos en El Cairo, aunque lo dudo, pero en todo caso, cuando la cinta sea analizada en El Cairo, la niña ya habrá muerto.
Como si aquel fuese un lenguaje que entendiera muy bien, Galán ni se inmutó.
– ¿Usted la ha oído? -preguntó.
– Acabo de oírla porque acaban de encontrarla.
– ¿Dónde?
– En la cama del camarote. Alguien la dejó allí.
– ¿En qué idioma está el mensaje?
– En castellano. Es lo lógico.
– O no tan lógico -susurró Galán, adivinando los pensamientos que Méndez no había expresado aún-. Pudieron haber grabado el mensaje en otro idioma para despistar. Pero en fin… Sí, es lógico que sea en castellano. ¿Aunque con qué acento?
– Yo no he notado ninguno -explicó Méndez-, aunque tendría que oírla varias veces para estar seguro. De todos modos, ya le he dicho que la voz está muy desfigurada. Imita el lenguaje que podría tener un robot. Y por debajo de esa voz se capta una leve música de fondo que la desfigura más aún.
Galán volvió la cabeza con un gesto brusco. Miró las joyas que se exhibían en el provocativo escaparate. «Los musulmanes te convencen por la abundancia -pensó-. Amontonan los tesoros unos sobre otros, al contrario que los europeos, que tendemos a individualizarlos. En nosotros está viva la figura de Shylock; en ellos está viva la figura de Alí Baba.»
Como siempre que estaba preocupado, Galán pensaba en otra cosa, por ejemplo en un crucigrama, para dejar que su instinto obrase.
– Cuando ha aparecido ese mensaje, ¿la gente ya había empezado a bajar del barco? -preguntó.
– Sí. Y habían pasado a través del
– Entonces ha podido ser cualquiera… Hacerse con el duplicado de la llave de un camarote es fácil.
– Sí -suspiró Méndez-. Sí…
– Pero hay un hecho claro, un hecho básico. La mujer a la que han amenazado no lleva tanto dinero encima.
– Por descontado que no lo lleva.
– ¿Entonces qué plazo le han dado para pagar?
– Me está usted haciendo las mismas preguntas que yo me he hecho, Galán, pero celebro que sea así porque me sirve para repasar la situación. En efecto, Clara Alonso y los dos hombres que la acompañan no tienen tanto dinero aquí. Lo pueden tener en El Cairo.
– No es posible, al menos me lo parece a mí, una evasión de divisas tan rápida y tan gigantesca, Méndez.
– ¿Y a mí qué me explica? Yo sólo estuve una vez en Gibraltar y evadí una cajetilla de Ducados. Pero le he preguntado a Cañada lo mismo que usted me pregunta, claro que sí. Y me ha contestado que tiene paquetes de acciones en compañías extranjeras. Puede venderlas por medio de un banco cuando lleguemos a El Cairo.
– Eso significa que han tenido que darles un plazo razonable para pagar.
– Razonable según cómo se mire -dijo Méndez-. Esta vez el hijoputa que mueve la tramoya tiene mucha prisa. Nosotros, una vez hayamos visitado Luxor, vamos todavía en el barco hasta Denderah y Kena, para regresar aquí y tomar el avión hasta El Cairo. Allí nos hospedaremos en el Hotel Marriott. Dicen que es un sitio de narices y donde también tienes que tocártela con un papel de fumar.
– Es un viejo palacio que construyeron para los dignatarios que iban a inaugurar el Canal de Suez -dijo Galán, tan versado en sitios de lujo como Méndez en tabernas-. En efecto, Méndez, más vale que allí ni siquiera se la toque. Pero ¿qué dice el mensaje sobre el Hotel Marriott? ¿Recibirán allí alguna noticia más?
– En efecto, pero sólo disponen de veinticuatro horas para reunir el dinero.
– Difícil conseguirlo, ¿no?
– Difícil, pero no imposible.
– ¿Dónde lo han de depositar?
– Ya se lo dirán en el Hotel Marriott.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo -susurró Méndez.
Galán dejó que en sus labios flotase una sonrisa burlona.
– Entonces Clara Alonso tiene muchas bazas por jugar -opinó-. En El Cairo, esa mujer puede ser protegida de lleno por la policía egipcia e incluso por el embajador español, si es que un embajador español ha protegido alguna vez a un español. Puede no salir de su habitación en el Hotel Marriott e instalar ante la puerta a cuatro o cinco gorilas venidos de Nubia. No sé si ha oído usted, Méndez, en sus conversaciones de fumadero de opio, que los antiguos romanos se hacían traer de Nubia gladiadores para el circo. Eran personas de una fuerza física parecida a la de un elefante y una mala leche parecida a la de un procónsul. Es de suponer que esos viejos luchadores habrán tenido tataranietos.
– Sí -dijo Méndez, entusiasmado-. Y convenientemente entrenados, pueden atrapar al asesino en la puerta de la habitación y empitonarle entre cuatro.
– Basta con que lo empitone uno -dijo Galán.
– Bueno, es lo que decía yo. Uno empitonando y tres sujetando.
– Lo que trato de dejar claro es que en el barco, o incluso en ciudades como Luxor, a la pequeña la tienen acorralada, pero en El Cairo no. En El Cairo puede estar protegida, e incluso tomar cualquier avión. Ya no hablo de Iberia o de Egyptair, hablo de las docenas de compañías que tienen vuelos regulares con las pirámides. Salir de la ratonera será un juego de niños. Por lo tanto me parece que esta vez el asesino va a fallar el golpe.
– Cierto -susurró Méndez-, todo esto deja un margen, pero yo no estoy tan seguro de que dispongamos de las ventajas que usted dice, Galán. Por eso pido su ayuda. Lo que necesito es que, mientras estemos en el barco, ni a Clara Alonso ni a la niña les pueda ocurrir nada. Ah… Y que observe lo que sea, Galán. Usted está acostumbrado a observar.
Galán cerró un momento los ojos.
Pensó que aquella misma noche iba a cometer un crimen.
Y le estaba pidiendo ayuda un policía.
La vida tiene bromas que uno no se atreve a contar ni a los amigos, porque no las creerían.
– Puestos a observar -dijo, mientras intentaba que su rostro siguiese pareciendo de piedra-, ¿cuál es la música que contiene la mayor parte del casete?
– Una música deliciosa -aseguró Méndez-. Son tangos. Historias de chicas que acabaron seducidas por el tendero de la esquina mientras el novio tocaba el acordeón en la Boca.
– No me gustan nada los tangos -susurró Galán-, tienen un mal final.
– Porque a los autores de la letra les falta imaginación. Para los tangos de antaño, yo tengo una serie de finales posmodernos. Por ejemplo, el caso que estoy diciendo: un buen final sería que la cándida paloma le pegase al tendero una blenorragia.
– Le veo a usted cantando tangos en la calle Nueva, Méndez.
– Sería mi final dorado.
– Bien, imaginemos que la cinta conteniendo los tangos haya sido comprada en cualquier sitio. ¿Usted ha mirado eso?
– Sí. Está comprada en España.
– Lógico. Y con una sencilla manipulación y valiéndose de un aparato normalísimo, puede borrarse una parte de la cinta y grabar en su lugar el mensaje con la voz desfigurada. Es de suponer que esa parte ha sido grabada en el barco o en alguna de las escalas. Por ejemplo en Edfu. O en Esna. En cualquier sitio donde el manipulador haya podido aislarse.
– Natural -afirmó Méndez.
– Lo cual indica que la música que sirve de fondo para disfrazar la voz también ha sido grabada durante el viaje -murmuró Galán-. ¿Qué música es esa? ¿Es música enlatada? ¿O tal vez grabada del natural?
– Ya he pensado en esa pista -dijo Méndez-. Es una voz humana. Una canción árabe.
– ¿Cantada por un profesional?
– Yo diría que no. Está llena de defectos. Más bien parece una de esas canciones espontáneas que uno suelta mientras trabaja. La totalidad de las casas que figuran en el censo inmobiliario de España han sido construidas gracias al impulso laboral que dan el vino tinto, las canciones de esa clase y los culos de las ciudadanas que pasaban por el lugar. No sé si usted me entiende, Galán. Mientras nuestro amigo o nuestra amiga grababa el mensaje, se oía la voz muy suave de alguien que estaba cantando.
– Ésa es una buena pista, Méndez.
– Lo sé y pienso seguirla.
– También yo pienso ayudarle en lo que pueda. Y ahora relájese, Méndez. ¿Se da cuenta de que estamos en las entrañas del viejo Egipto? ¿Ya ha pensado que tenemos nuestros pies sobre la antigua Tebas?
– Tenemos nuestros pies sobre un bazar -dijo Méndez-. Y no me extraña, puesto que estamos en la orilla de levante, la orilla de los vivos en todos los sentidos de la palabra. En la orilla de poniente, según el curso del río, está el cementerio llamado el Valle de los Reyes, o sea el mundo de los muertos.
Galán hizo un leve gesto de asentimiento, mientras la palabra
– Le ayudaré, Méndez -dijo-. Me ocuparé del asunto apenas regrese al barco esta misma noche. Y ahora, si usted me lo permite, voy al templo de Karnak, porque quisiera ver el espectáculo de luz y sonido. Además de un guardaespaldas, soy un hombre de una extraña cultura. Yo mismo me asombro cuando me miro al espejo.
Si bien el templo de Luxor está situado relativamente cerca de los muelles, el de Karnak requiere desde éstos una larga caminata. Galán la hizo solo, confiando en sus piernas todavía ágiles y elásticas, mientras miraba los escaparates de los innumerables bazares y desdeñaba los ofrecimientos de los conductores de coches de caballos que querían llevarle a su destino. Sabía que disponía de tiempo suficiente para tomar posiciones antes de que llegase el autocar que transportaría a Gandaria junto con unas cuantas docenas de pasajeros del
Sabía bien lo que iba a ocurrir en el templo de Karnak, porque Galán no dejaba nada al azar. Aquí el espectáculo de luz y sonido no era una especie de platea, como en las pirámides, sino una lenta caminata. La visita se efectuaba en forma de paseo colectivo, con alto en unos puntos determinados para ver las partes del templo iluminadas y escuchar las explicaciones y la música. Hasta llegar a esos puntos iluminados, el avance se efectuaba en manada, en silencio y en tinieblas. Acabar con un hombre en esas condiciones era tan sencillo que Galán llegaba a sentir en el fondo de sí mismo una especie de vergüenza.
Pero un crimen, siempre que esté bien planeado -seguía pensando mientras avanzaba poco a poco- es fácil. Él había matado a hombres en ciudades que jamás pisó y jamás volvería a pisar, los había matado en barberías, en sastrerías, en casas de relax, en supermercados, en garajes y en saunas de maricones. Los había matado en bares, en las salas de espera de los médicos y en confesionarios. Sí. Una vez fue tan cabronazo y chaquetero -seguía pensando Galán- que se hizo lamepilas de una iglesia hasta saber que su víctima se confesaba con frecuencia, y hubo cinco minutos mágicos, cinco minutos otorgados por la benevolencia del Señor en los que él y su pistola pudieron sustituir al cura y sus absoluciones consabidas. Pero Galán no se sentía avergonzado de este trabajo tan especial y tan dado a las palabras póstumas, porque lo había hecho para los montoneros y encima sin cobrar nada. Galán había dado la última bendición a mañosos, traficantes de droga que no pagaban, a miembros de la Triple Aya violadores o asesinos que habían sido absueltos por la Justicia. Después de trabajar con los montoneros argentinos sin cobrar, había hecho todo lo contrario, había trabajado, cobrando, con el Batallón de la Muerte brasileño. Tampoco ese oscuro pasaje de su vida le avergonzaba, porque él pensaba -o barruntaba, o quería barruntar- que todos los que murieron en sus manos merecían morir. En cambio, a veces, aún se despertaba por las noches pensando en el ciudadano Gómez, o el ciudadano Lenoir, o el ciudadano Ahmed, de los que nada supo antes ni después, y a los que sólo conoció durante unas décimas de segundo, cuando los tuvo delante del punto de mira de su revólver. Pero eran arrepentimientos -y él lo sabía- de hombre aposentado, de profesional que ha llegado lejos en su carrera, porque sólo las carreras dilatadas -y seguramente gloriosas- dan motivo para pensar que uno, a veces, debió cuidar más los detalles.
Y sin embargo él había estado a punto -lo recordaba ahora, mientras pasaba ante las tiendas más sórdidas y ajetreadas del bazar- de abandonarlo todo -arrepentimientos incluidos- por una vida sencilla y escrupulosa, una vida de horarios fijos, empleo irreprochable, árbol de Navidad, flores de aniversario y apartamento alquilado en agosto en cualquier urbanización civilizada, donde se oirían por consiguiente los rumores de las olas y los pedos del vecino. El había estado a punto de aprenderse los itinerarios de los autobuses que te llevan al trabajo al otro lado de Madrid, los nombres de los cajeros que te pagan y hasta los de las esposas de los jefes, señoras con culazo, y los de sus hijas, estudiantes con culín. Galán había estado en trance de llegar a un punto sin retorno en su nueva vida de empleado puntual que tiene una esposa, un pisito en las afueras de Madrid, allá por la carretera de Extremadura, un amigo en el bar de la esquina, un televisor a plazos, un cómplice en el club de vídeo, una cartilla de ahorros en el Hispano y un consejero iluminado en el centro de quinielas. Galán, surgido de la miseria de la posguerra, el que sin embargo un día lo tuvo todo -suites en Bangkok, despachos en Hong Kong, yates en Acapulco y coches blindados en Manhattan)-, lo dejó también todo por el amor sencillo de una mujer sencilla. Galán, que había recibido todos los honores secretos (abrazos de generales con choques de sables y fajines, cheques de banqueros con números confidenciales, indulgencias de cardenales con línea directa hasta el Altísimo y lágrimas de guerrilleros que hasta querían cederle a su compañera por una noche-, lo olvidó todo por un contrato de alquiler, una cartilla de la Seguridad Social, un abono al autobús, una mujer tendida en una cama y un calendario con los días festivos marcados en rojo. Galán, que había tenido, o podido tener, todas las variaciones del sexo -secretarias en Londres, geishas en Tokio, colegialas en Asunción y monaguillos en Roma-, las cambió por unas piernas abiertas cada sábado. Galán quiso abandonar el camino de la sangre, quiso ser el hombre normal y honesto que había sido su padre, que eran hoy sus amigos. Aceptó un empleo rutinario, la monotonía de un sueldo y el cariño de una mujer honesta. Tuvo vecinos como los que tiene todo el mundo: un albañil, un practicante, un panadero, un funcionario, un putón, un oficinista con la baja. Hizo amistad con unos cubanos que ya no hablaban de política, sino de mulatas, y con unos exiliados argentinos, che, sos pelotudo, ayer me equivoqué con vos, lo sé, y me envié una cagada.
Él había buscado -lo pensaba ahora mientras se detenía ante las primeras columnas de Karnak- la vida sencilla, el amor sencillo, la sinceridad de una mujer que ama su ventana, su barrio, su cama y sabe dedicar su vida a la compañía de un hombre. Hasta que ella rompió su sueño dos años después, hasta que se lo dijo precisamente en la soledad de la cama: «Cabrón, que no eres más que un pasmado y un inútil sin oficio ni beneficio, sin pelotas, sin empuje y sin nada de lo que tienen otros. Yo no sé lo que eras antes de conocerme, pero sé lo que eres ahora. Eres el pasajero tres millones del autobús, el empleado ocho mil del Banco Central y el votante dos millones trescientos cincuenta mil de esta jodida autonomía». Y había añadido, saltando de la cama para que él no la tocase, como si tuviera asco: «A ver si crees que una mujer va a conformarse siempre con la misma ventana y con la misma cama. Puede conformarse con el mismo puñetero hombre, pero a condición de que cambie todo lo demás. Yo no sé lo que te vi, mamón, que eres un mamón, pero estaba equivocada. Pensé que me sacarías de aquí, del Campo del Moro y de San Antonio de la Florida, para llevarme no te diría a Puerta de Hierro, pero sí al menos a la calle Orense». Y había seguido con su discurso moral, mientras empezaba a reunir su ropa: «Mira la Chelo. Su marido se ha trajinado no sé qué en una inmobiliaria y ahora tienen piso en Hortaleza, ella lleva un Lancia y se está mamando un visón. Mira la Loreto. Su hombre, desde que es representante de comercio, no paga impuestos, la lleva a cenar al Jockey ése, le ha comprado un apartamento en la sierra y encima le da gusto en la cama, porque a veces la oigo chillar». El catálogo de vidas ejemplares y provechosas para el bien público había seguido implacable: «Mira la Julia cómo ha prosperado, desde que su marido se hizo sociata. Mira lo bien que le va la tienda de vídeo al Pamias. Mira las obras que se ha podido hacer la Betty. Mira el crucero cinco, seis o siete mares que se acaba de tirar la Patri. Y yo aquí, sin haber podido cambiar un cuadro de sitio en dos años, sin haber renovado el culo de una silla, sin haberme hecho un vestido y teniendo que tomar el autobús cada vez que quiero ir aunque sea a la Ronda de Toledo. Y pensando cada mañana ahora cambiará, ahora le ascienden, ahora le echa huevos a la cosa, ahora me viene con que es verdad lo que yo le noté cuando le conocí, porque tú tenías algo, no sé qué era, pero tú tenías algo. Y cuando vuelves a casa, hijoputa, te llamo hijoputa porque no he tenido el gusto de conocer a tu madre, resulta que ganas lo mismo que el año pasado menos el ierretepé, y que te pones a leer el periódico, y que no me das ni para la peluquería, y que encima no follas. Porque no sé ni cómo me has dejado embarazada, maricón inútil, habrá sido por intermedio de san José o habrá sido por carta. Pero si pensabas que yo me casé para quedarme aquí, para asomarme por la ventana y ser feliz encima viendo como otras se cambian de sitio o se lo pasan guai, vas dao, cariño, vas dao, que yo no me he casado para morirme en esta escalera, ni para rezarle a santa Rita a ver si cambias. De modo que ya te puedes buscar otra tía a la que le gusten los pasmaos, los sueldofijo y los parroquianos de los autobuses. Yo estoy embarazada, pero no me verás más. Y lo que es más grave para ti, mamón: no conocerás a tu hija. Sería para mí un estorbo que no me permitiría empezar de nuevo».
Galán consultó su reloj.
Bueno, convenía comprar la entrada e ir tomando posiciones cerca de los autocares que empezaban a llegar. Quería ser el primero en ver a Gandaria.
Sus ojos se nublaron un momento. No, no había conocido a su hija. Supo que su esposa la había abandonado al nacer. No, no había podido dar con la mujer sencilla y honesta aunque fuese para matarla. No, no había podido ser otra vez el número uno, no había tenido trabajos oficiales, que eran los bien pagados, ni había podido dejar de oír de labios de sus clientes que después de casi tres años de retiro estaba anticuado, no conocía el mundo actual y encima se había vuelto viejo.
Peldaño a peldaño, seguía pensando Galán. Había pasado el tiempo y nada era lo mismo, y los que mandaban eran los clanes de las drogas, con los que nunca quiso tratar, y surgían nuevos «valores», como el imbécil de Fernando Torres, y él tenía que aceptar clientes tipo Salomón, del que nada sabía, excepto que era tan hijoputa que quería matar a su propio hermano. Pero subiría peldaño a peldaño otra vez. La muerte de Gandaria, un hombre con el que ni ETA había podido acabar, sería su aval para un futuro que aún estaba lleno de promesas.
Peldaño a peldaño. También había sido así la búsqueda de la hija. Porque sabía que era una hija y sabía que había sido abandonada en una bolsa de basura, pero nada más. O casi nada más. Peldaño a peldaño había buscado a la hija para protegerla, peldaño a peldaño había buscado a la madre para matarla. Si encontraba a la madre ella sabría en medio segundo, como una iluminación, qué era aquello tan especial que había notado en sus ojos la primera vez que lo vio. Ella sabría en medio segundo, como una iluminación, que había estado durmiendo durante casi dos años con un hombre que quiso dejar de ser uno de los asesinos mejor pagados del mundo. Pero no necesitaría más de medio segundo, eso sí. El tiempo justo para ver el cañón de un calibre 38 y oír la única pregunta: «¿Qué nombre le pusiste? ¿O no llegaste a ponerle ni nombre, puta?».
Galán hundió la cabeza. De pronto, ante el viejo templo de Karnak, él se sentía cansado y viejo. De pronto desfiló por su memoria la larga peregrinación por las comisarías, las maternidades, las clínicas. «Sí, fue en una bolsa de basura. Siento decírselo, pero la realidad era ésa. Y la niña vivía. Era un milagro pero vivía. Nosotros la entregamos a un centro asistencial.»
Y a partir de ahí nada. Sólo el silencio de las oficinas, la complicidad de los funcionarios, la negativa de los jueces. Nada. Más allá de los muros, las calles llenas de otras bolsas de basura. El secreto de las noches sin rumbo. La sombra de otras niñas muertas, maltratadas, olvidadas, cuya voz nadie oiría jamás.
Galán giró la cabeza.
Su cuerpo se balanceó. Volver al presente le produjo una sensación de vértigo.
Pero el «paquete» ya estaba allí. Gandaria acababa de descender del autocar. Hablaba con unos amigos. Y parecía como si se hubiese vestido para hacer más fácil su muerte, la ceremonia de su muerte, ya que llevaba un traje claro y que a la fuerza había de destacar poderosamente en la semioscuridad del templo. Se anudaba una corbata italiana tan alegre que chillaría su presencia a los cuatro puntos cardinales de Karnak. Y por si eso fuera poco, usaba, adherido a su oído izquierdo, un pequeño aparato para la sordera como el que Galán le había visto utilizar más de una vez. Con la particularidad de que además el aparato era poco discreto, tenía un pequeño aro protector metálico que seguramente emitiría brillo. Si Galán perdía un objetivo así, podía pedir un empleo en cualquier oficina del catastro y ponerse a pegar sellos.
A nadie le extrañó la presencia de Galán allí, porque después de todo formaba parte del grupo. La Sala de las Columnas empezó a iluminarse y la manada entró. Aplicados ingleses con sus guías de bolsillo, desorientados americanos con su mundo acabado de nacer, inexplicables japoneses que siempre parecían estar dando la vuelta al mundo, silenciosos italianos que esta vez ni siquiera gesticulaban porque estaban ante los viejos maestros. Todos avanzaron mientras sonaba la música, mientras las luces insinuaban las columnas -«únicas en el mundo», decían las guías más acreditadas- y ante miles de ojos asombrados se abría la magia nocturna del templo. Galán no se pegó aún a la espalda de Gandaria.
Sabía que tenía que hacerlo en la enorme Sala de las Columnas, apenas se apagaran las luces. Había estudiado bien la estructura de Karnak y sabía que, si se perdía entre las columnas después del golpe, nadie podría seguirle. Nadie llegaría a verle siquiera. Medio segundo de acción: un movimiento rápido, un impacto certero y como máximo un grito mientras la gente se arremolinaba y Gandaria caía.
Oprimió la navaja con doce centímetros de hoja que llevaba en el bolsillo derecho de la americana.
Era su arma favorita. Muchas veces la había usado en lugar del cómodo 38 o de la Beretta con silenciador. Esta navaja era nueva, porque la había comprado en su primer día en El Cairo, pero aun así, sentía su tranquilizadora presencia como la de una antigua amiga.
Se acercó a su presa con agilidad felina.
Aún tenía buena cintura. Buenas piernas.
Los otros ni siquiera se daban cuenta de que avanzaba.
Y menos Gandaria.
Lo tenía de espaldas y a un paso.
Las luces se extinguieron.
Sólo destacaba el traje. La mortaja de Gandaria. Su figura confortable de hombre al que le sobra todo. «Yo mismo me santiguaré ante tu ataúd, amigo. Será un ataúd muy ancho.»
Hubo un momento de quietud.
Luego la música inició un crescendo.
Galán empuñó con fuerza la navaja.
¡AHORA!
Fue como un grito interior. Siempre lo había sentido en el momento de matar. ¡
Y entonces los dos gritos:
– ¡
– ¡
Eran dos hombres los que se movían. Galán no llegó a verles las caras a causa de la semioscuridad, pero se dio cuenta de lo que significaban: la cuenta con Gandaria iba a ser saldada. Allí, en el último rincón del mundo, un grito que había ensangrentado España marcaba el último segundo del viaje del magnate vasco. ¡
Pero ése fue el primer chispazo.
Instantáneamente, el segundo.
Gandaria había saltado.
Su agilidad resultaba increíble.
La multitud y la sorpresa eran su única defensa. Y utilizó ambas cosas cuando se colocó materialmente detrás de Galán, que estaba pegado a él. Galán se dio entonces cuenta, con un atisbo de horror, de que ya no tenía las facultades de otro tiempo. Se había dejado sorprender.
Su cintura no había sabido responder al repentino cambio de posición del otro.
Vio las dos armas.
¿Pistolas checas? ¿O belgas?
La pregunta de profesional dejó de importarle cuando sintió en el cuerpo dos impactos. Estaban tan delante de Gandaria y los dos pistoleros eran tan novatos que le alcanzaron a él. Galán se retorció soltando la navaja, mientras la multitud que le rodeaba por todas partes dejaba de tener forma, desaparecía para convertirse en un agudo grito.
Los dos pistoleros saltaron hacia las columnas. Era justo el movimiento que el propio Galán había tratado de hacer. Nadie les retuvo en parte porque nadie les veía y en parte porque todo el mundo estaba petrificado por el horror. Los tres mil quinientos años de Karnak se los tragaron en un segundo.
Galán giró sobre sí mismo.
Pensó absurdamente en la muerte de Fernando Torres.
Pero no fue lo mismo. Fue exactamente lo contrario. El propio Gandaria se arrodilló junto a él y le sostuvo la cabeza mientras gemía con lágrimas en los ojos:
– No se preocupe, usted no va a morir… Yo le sacaré de aquí…, amigo.
28 MANUAL DE FELICIDAD PARA INFELICES
Méndez estaba con la pequeña Olga en sus brazos cuando se lo dijeron. La niña se había dormido, sentada en sus rodillas, mientras Méndez contemplaba las luces de la ciudad desde cubierta. Un hombre vestido de blanco, pero cuya americana parecía contener todas las manchas de grasa de todas las cocinas de Egipto, se detuvo ante él.
– Usted es el inspector Méndez, de la policía española -dijo.
Méndez susurró:
– Aún no me han echado.
– Yo soy Hakim, de la policía de Luxor.
– Esperaba que vinieran. Tengo que hacer unas declaraciones oficiales sobre la muerte de un hombre de Kom Ombo.
– No he venido para eso. Se trata de otro asunto.
El dificilísimo castellano del policía egipcio no impidió a Méndez comprender que algo absolutamente nuevo acababa de ocurrir. Y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su sorpresa y no acabar despertando a la niña.
– ¿Qué dice…?
– Han herido a un hombre de este barco.
– ¿Quién…?
– Le han reconocido todos los otros pasajeros. Se llama Galán.
– Pero ¿qué dice? ¿Y dónde ha sido…?
– En el templo de Karnak, durante el espectáculo Luz y sonido. Ya tengo los detalles esenciales, aunque mis compañeros siguen con la investigación. -Se pasó un pañuelo por la sudorosa frente, porque había venido a toda prisa-. ¿Me permite que me siente?
– Claro que sí. Pero, por favor, no despierte a la niña.
– Bueno… -el otro siguió secándose la frente y explicándose en su difícil español-. Por lo que nos ha dicho un pasajero llamado Gandaria -consultó el nombre en una libretita-, él ya venía amenazado desde España por una organización independentista que tienen ustedes, una cosa que me parece que se llama ETA.
– Eso es verdad -dijo Méndez.
– El pensaba que aquí se encontraría a salvo.
– También es lógico.
– Pero no ha sido así, amigo Méndez, no ha sido así… ¿Usted se lo explica?
– Hay una explicación bastante sencilla, y es que algunos miembros de ETA han estado, o aún están, en ciudades de África. Desde cualquiera de ellas es fácil llegar a Luxor escapando a todo control.
– Pues así ha tenido que ser, señor Méndez. En la oscuridad del templo, dos hombres han disparado contra Gandaria mientras lanzaban un grito extraño. Los españoles que estaban cerca lo han entendido. ¿Podría ser «Gora ETA»?
– Sí. En efecto. «Gora ETA.»
– También han entendido la palabra
– No me extraña. Es la primera palabra que enseñan en las escuelas públicas.
– Lo que ha pasado ha sido muy rápido, y la gente lo explica de diferentes maneras, pero más o menos es esto: el señor Gandaria ha visto venir a los atacantes y ha dado un salto atrás. Resulta que el señor Galán estaba muy pegado a él, tan pegado que no me lo explico. Y al darse la vuelta el otro, él ha quedado delante. Total, que le han metido dos balas.
Los ojos de Méndez se nublaron un momento.
Por su memoria pasó la imagen de otros atentados. De otros fracasos que antes no hubieran ocurrido nunca.
– Los tiempos están cambiando -dijo en voz muy baja-. Antes, ETA era, por lo menos, una máquina de matar segura. Nunca erraba el blanco. Pero ahora contratan a cualquiera, digo yo. A cualquier piernas que esté dispuesto a ganarse unas monedas. Así no es extraño que ETA tenga tantos fracasos. Quieren matar al dueño de una fábrica, y matan al guardacoches.
– Todo puede haber sido causado por la oscuridad -musitó Hakim-, y por el rápido movimiento del señor Gandaria. A primera vista puede parecer un atentado fácil, pero sin luz y con tanta gente, era en realidad un atentado muy difícil.
Méndez tragó saliva.
La niña se acurrucó aún más entre sus brazos.
Era como un animalillo perdido y en busca de protección, pero que se había equivocado de sitio.
Hakim musitó:
– De todos modos, si el atentado no resultaba tan fácil, la huida sí que lo era. La Sala de las Columnas de Karnak es un laberinto, y desde allí se llega fácilmente a la salida del templo. Si piensa usted en los gritos y la confusión, comprenderá que los dos hombres de ETA han podido escapar.
– ¿Alguien puede describirlos?
– Ya me he ocupado de eso.
– ¿Y qué?
– Nadie puede.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Lo entiendo -dijo-. ¿Son graves las heridas de Galán? ¿Cree que puede vivir?
– Lo han llevado al hospital. Bueno, lo ha llevado el propio señor Gandaria. El señor Gandaria está muy… muy… ¿cómo se dice?
– Muy jodido.
– Eso -dijo Hakim-. Creo que voy a aprender muy bien el español. Usted me enseña las palabras exactas.
– Oh… -susurró Méndez-, no tiene ningún mérito.
– Una de las balas se le ha clavado en la cadera, y la otra en un muslo. Supongo que los dos hombres de ETA no han fallado. Pero es que no podían entretenerse demasiado en apuntar, y además el señor Galán se ha movido muy rápido. Yo creo que, dentro de todo, ha podido esquivar lo peor.
– Perdone que le haga una pregunta rutinaria, Hakim. Esos dos tipos, ¿cómo podrán escapar de Luxor?
– Si tienen los pasaportes en regla no será difícil, amigo mío. Y supongo que han tomado la precaución de tenerlos en regla. Además, puede que ni se molesten en escapar, porque les interesa más fingir que están haciendo un crucero por el Nilo. Aquí se han juntado hoy más de diez barcos, y en cada uno de ellos es seguro que hay pasajeros españoles. ¿Entonces, qué hacemos? ¿Detenerlos a todos para un interrogatorio…?
Méndez comprendió que eso no llevaría a ninguna parte. Seguro que los dos hombres contratados por ETA ni siquiera tendrían acento vasco. Seguro que ya no llevarían encima las armas con las que habían hecho los disparos. Seguro que sus coartadas serían al menos tan buenas como las de todos los españoles que habían llegado hasta aquel rincón del Nilo. De modo que se encogió de hombros y susurró:
– Por favor, acompáñeme a ver a Galán. Pero antes tengo que devolver a su dormitorio a la niña.
Olga se despertó con el movimiento de Méndez al levantarse. De una forma maquinal le dio un beso, y Méndez se lo devolvió.
Con infinito cuidado, como si transportara una carga preciosa, anduvo con ella a lo largo de la cubierta.
El policía Hakim susurró:
– Se nota que tiene usted hijos, señor Méndez. O nietos.
Méndez apenas volvió la cabeza para decir:
– Y una leche.
Gandaria estaba sentado en uno de los bancos que había en los pasillos del hospital. Estaba tan abstraído, tan hundido en sus pensamientos que Méndez ni siquiera se dio cuenta de que los dos hermanos se parecían en algo, porque Ismael Gandaria, al igual que Salomón, tenía ojos de pez.
– Ha sido horrible… -balbució-. Aún no me explico cómo estoy vivo…
– Supongo -musitó Méndez- que es cuestión de suerte.
– Me he dado cuenta a tiempo del movimiento de aquellos dos hombres. Y además Galán estaba materialmente pegado a mí, no sé por qué, de modo que al volverme para esquivar lo que veía venir, él ha quedado en primera fila. De lo contrario, no estaría ahora hablando con usted.
– Supongo que los tiradores tampoco eran los hombres de primera clase que antes tuvo ETA.
– Cierto -dijo Gandaria-, ya no son los de los primeros tiempos.
– Y hay que añadir la semioscuridad.
– Eso es evidente.
– ¿Usted los podría identificar, señor Gandaria?
– ¿Yo…?
– Es verdad, ya comprendo que en esas circunstancias no pudo fijarse en nadie. Pero una pregunta como ésa es la que siempre tiene que hacer un policía como yo, rutinario y oficinesco.
– Comprendo que cualquiera me la hubiese hecho.
– Nadie conoce todavía esta noticia, imagino. Me refiero a conocerla fuera de aquí.
– Pero ¿qué dice…? -Gandaria le miró como si no le entendiera-. ¿Tratan de matar a un hombre como yo en medio de una multitud y en uno de los lugares más famosos del mundo y pretende que no se sepa? Pero ¿en qué mundo vive usted, Méndez? Luxor es un primerísimo enclave cultural. Hace media hora ha venido a verme un periodista de la agencia Reuter.
– ¿Y usted se lo ha contado todo?
– ¿Por qué iba a mentir? Además, ya había interrogado a media docena de personas de las que estaban conmigo en el templo de Karnak. Puede decirse que lo sabía todo.
– Comprendo que es lógico.
– Lo único que no sabía, porque eso les suena a chino, era que yo estuviese amenazado por ETA.
– ¿Usted se lo ha dicho?
– ¿Y qué inconveniente hay en eso?
– Claro. Es la verdad.
– Tampoco le he dado demasiados detalles -dijo Gandaria secamente-. A la agencia Reuter no le importan.
– Eso es razonable. Pero, a pesar de todo, ETA obtendrá en el mundo entero una formidable propaganda. Me imagino los titulares, y eso que yo no leo los periódicos. Yo sólo leo el
– No he querido aumentar el dudoso prestigio de ETA -dijo Gandaria penosamente-. Imagínese… Sólo he querido decir la verdad.
Méndez le puso una mano en el hombro. Pensó que era la primera vez en su maldita vida que ponía en plan protector la mano en el hombro de un auténtico millonario.
– Está claro que no podía hacer otra cosa -dijo-. Ah… Y le agradezco lo que está haciendo por Galán. Parece que ha sido usted el que ha procurado que lo atendieran enseguida.
– Me ha salvado la vida, aunque haya sido involuntariamente. Por eso estoy dispuesto, además, a correr con todos los gastos de curación. Me parece un deber.
– Creo que ha pensado usted bien, señor Gandaria. En estas situaciones es cuando tiene que definirse un hombre. Pero ¿y su hermano Salomón? ¿No ha dicho nada?
– ¿Por qué había de decirlo?
Méndez se encogió de hombros.
– No sé… Galán viaja como su ayuda de cámara, o algo así. Pero todo el mundo que haya tomado el tren una vez, aunque sea hasta Calatayud, sabe que es su guardaespaldas.
– Quizá no se ha enterado de lo ocurrido.
– Me extrañaría… Sería una sorpresa que, después de un retraso tan grande por parte de Galán, Salomón no hubiera preguntado. Pero en fin… Curioso tipo, ese Salomón Gandaria. Supongo que no se ofenderá si le digo a usted que es un hombre que no me gusta.
– Mientras no le insulte, no se preocupe. Las opiniones son libres. Además, con Salomón nunca nos hemos entendido muy bien.
– ¿Por qué?
– Él representa digamos que a la parte tradicional de la familia Gandaria. Yo soy más liberal.
– En fin… -Méndez volvió a tocarle alentadoramente un hombro-. Me gustaría ver a Galán, si es que su estado permite una visita.
– Por fortuna, la permite.
Claro que la permitía. Galán estaba consciente y con el cuerpo tenso. La habitación era modesta y mal equipada, como Méndez siempre había supuesto que debía corresponder a un hospital del Nilo Medio. Una enfermera silenciosa estaba repasando los vendajes, y se retiró sin una palabra al entrar Méndez.
Galán le miró, hundió la cabeza y dijo en tono de disculpa:
– Ya ve.
– Celebro no encontrarlo embalsamado, Galán. De ser así, le aseguro que hubiese recogido firmas para que le hicieran el honor de enterrarle, al menos, en el Valle de los Reyes.
– Maldita sea su estampa, Méndez.
– Veo que está mejor de lo que pensaba.
– ¿Qué le hace creer eso?
– El viejo refrán.
– ¿Y qué dice el viejo refrán?
– «Me cago en tu padre, luego existo.»
Se sentó con timidez junto a la cama de Galán y le espetó de repente:
– ¿Por qué estaba tan pegado a él?
Galán ni le miró. Con la mayor naturalidad, dijo:
– Todo el mundo estaba pegado a todo el mundo.
– Lo supongo. Esos actos multitudinarios tienen su parte buena. Me estremezco al pensar en un espectáculo de luz y sonido en Karnak para un solo cliente. ¿Cómo iba vestido usted?
– Tal como me vio ante el escaparate de la joyería donde estuvimos hablando. Ropa más bien oscura. ¿Por qué?
– Por nada. ¿Y el señor Gandaria?
– Con la misma ropa que lleva ahora. Ha entrado a verme hace poco.
– ¿Salomón no se ha movido del barco?
– No. Estoy seguro de que no. Pero ¿por qué me pregunta todo eso, Méndez?
Sin contestar, el viejo policía susurró:
– Estoy seguro de que se salvará.
– Eso mismo me ha dicho el médico. Orificios limpios de entrada y salida, sin complicaciones especiales. Pero de no ser por Gandaria quizás hubiese muerto, porque estaba perdiendo mucha sangre. El me sacó, pagó un taxi y me trajo hasta aquí.
Méndez susurró dulcemente:
– Ya ve… Ahora voy a sentirme un poco huérfano. De verdad confiaba en usted.
– ¿Para lo de la niña?
– Con franqueza, sí.
Galán se mordió el labio inferior.
– Me temo que ya no soy más que un trasto inútil -musitó-. Lo he estropeado todo.
– ¿Qué culpa tiene usted, Galán? Ha sido una desgracia.
– Tal vez sí. Pero ¿sabe qué estoy pensando, Méndez?
– No lo haga. Pensar es malo para la salud.
– Es que no puedo quitármelo de la cabeza. Entre una cosa y otra, esa niña cada vez está más sola. Nadie va a poder defenderla.
– Es cierto -reconoció Méndez mientras se daba cuenta, con angustia, de que sus solas fuerzas no bastarían para gran cosa.
– Y el que quiere, o los que quieren matarla pueden estar en cualquier parte. Uno cree que esto es el fin del mundo y no es verdad. Ya ha visto a los de ETA.
– Claro que sí, Galán, claro que sí… Pero tiene que olvidarse de todo esto, ¿sabe? Tiene que olvidarse. Aquí no va a pasar nada, y en El Cairo esa pequeña estará mucho mejor protegida.
– De verdad, en eso confío.
Méndez se encogió de hombros.
– Parece mentira, ¿verdad? -susurró-. Dos grandes hijos de puta, como usted y yo, preocupándose por la vida de una niña que nunca va a saber multiplicar. ¿Aunque para qué ha de saber multiplicar? Eso ya lo hacen unas maquinitas que, total, valen diez euros. Es curioso, Galán, que para crear seres que no mienten, la Naturaleza haya tenido que crear seres imperfectos. Pero todo esto, en resumen, es la mar de desconsolador. ¿Sabe lo que me preocupa?
– ¿Qué…?
– Que a lo mejor usted y yo no servimos para nada. A lo mejor usted y yo no somos ni siquiera unos hijos de puta. Hizo una mueca y añadió:
– Trabaja toda la vida para llegar a esto.
– Váyase, Méndez.
– Eso voy a hacer. Y diré que se vaya también Gandaria, que a la fuerza ha de estar deshecho. Usted descanse, Galán, y si la enfermera trata de tirárselo, defiéndase con todas sus fuerzas.
Cerró y avanzó hacia Gandaria, que seguía postrado en el mismo banco del pasillo.
Galán, al quedar solo, lanzó un débil gemido.
En presencia de Méndez no había querido dejarse vencer por el dolor, pero la verdad era que el dolor le estaba doblando. Sentía las piernas muertas y le parecía que no iba a ser capaz de volver a mover las caderas alguna vez. Además, tenía que cerrar los ojos, porque la habitación empezaba a dar vueltas en torno suyo. La fiebre estaba subiendo.
Así, con los ojos cerrados, lo pensó confusamente.
No iba a ser capaz de matar a Gandaria.
Él no podía matar a un hombre que le había utilizado como parapeto, eso sí, pero involuntariamente. Y que luego había corrido como un loco para salvarle la vida.
Además, con los ojos cerrados, la vio de nuevo.
Su mujer.
El pequeño piso cercano al Campo del Moro.
El sol en las baldosas.
El sol de las horas muertas.
Algún día alguien sabrá explicar -pensaba Galán- que hay un sol de los pisos pequeños, de las habitaciones desordenadas, de las baldosas baratas y de los días sin esperanza. Algún día alguien sabrá explicar -pensaba Galán- que las ciudades tienen en exclusiva un sol que lo pudre todo, un sol de domingo prestado, de rectángulo blanco que se va agazapando después del coito inútil, de la mujer insatisfecha y hastiada, del reloj parado, el silencio y la siesta. Galán se llevó las manos a los ojos porque aún creía tener delante ese sol, esa etapa de su vida en la que él pudo ser un hombre tan distinto, pero que había terminado en una bolsa de basura, una calle solitaria y quién sabe si un llanto de la hija perdida. Retiró las manos de los ojos y tensó el cuerpo porque ya no sentía dolor. Sin darse cuenta, había llenado sus venas del mejor anestésico que existe. Las había llenado de odio.
Méndez, desde cubierta, miró el paisaje y pensó:
– Denderah.
Aguas abajo de Luxor, la antigua Tebas, el Nilo forma una gran curva donde hay dos puentes: uno enlaza Kena y Denderah, el otro, Dabba y Nab Hammadi, camino de Abydos, el maravilloso templo que desde hace tres mil quinientos años conserva el prodigio de la memoria de Seti. Denderah, en cambio, pensaba Méndez, intentando recordar lo que había leído, es mucho más moderno, puesto que fue iniciado por Cleopatra y continuado por Cesarión, el hijo que tuvo con Julio César. Quizá por eso Denderah sugestionaba a Méndez, ya que le parecía mucho más interesante un templo fundado por una dama de vida agitada que una catedral fundada por un arrepentido capellán castrense. Pero mucho más sugestiva le parecía Kena, que había visitado en coche de caballos previo atento estudio de los antecedentes de éstos. En Kena le fascinaban los viejos edificios coloniales, antaño habitados por piadosas damas victorianas condenadas a medio polvo y por rudos coroneles condenados a media paga. Hoy esos edificios se derrumbaban, habían adquirido el color del desierto y exhibían una nostalgia que para Méndez era más importante que la de las diosas egipcias: la de las mujeres europeas que habían vivido prisioneras en ellos, que habían visto desde sus ventanas la muerte que el Nilo les iba trayendo poco a poco. El olvido yacía en las calles de Kena, en sus cafés parecidos a cuevas y en sus aceras donde los egipcios miraban eternamente el tiempo en la más humana de las posiciones. «No la fetal -pensaba el impío Méndez- sino la fecal.» Por las noches, junto al puerto, silenciosos hombres de turbante jugaban partidas interminables mientras el río y la noche cantaban su eternidad, el barco dormía y Méndez pensaba, quizá por primera vez, en la inutilidad de su vida.
Pero ahora navegaban hacia Denderah antes de regresar a Kena. Méndez observaba la gran curva del río, los palmerales de Disna, los minaretes que se alzaban en los campos y las espaldas de los campesinos que seguían trabajando como en tiempos de la Biblia. Había en ellos una mágica dignidad, pensaba, que los ligaba a las promesas de la tierra y no a los tornillos de una máquina.
Tenía los ojos entrecerrados.
Su vida le seguía pareciendo corta, vacía y absolutamente inútil. No había creído en Dios, no había creído en las mujeres y no había creído ni siquiera en la gran verdad de un pedazo de tierra. Porque, ¿qué tierra era la suya? ¿La tierra de todos? ¿La de las aceras urbanas escupidas desde el día de su colocación? ¿La de las esquinas de la Barcelona vieja? ¿La de las barras de los bares donde te está acechando el gran tiempo colectivo, el tiempo que ni siquiera es tuyo, sino de la gran ciudad que te está viendo morir? ¿El de los restaurantes baratos donde tu cuchara no es la de las boquitas pintadas, sino la de cien bocas que ya no existen?
Méndez se llevó la derecha a los párpados.
Nunca olvidaría aquel viaje a Egipto. Nunca olvidaría su gran lección, que era la de haber podido atisbar un segundo, por un agujerito insignificante, el sentido del tiempo.
Mientras tenía su derecha levantada, unos dedos infantiles se posaron en su mano izquierda.
– Un beso.
Olga tiraba de él. Olga le sonreía con su boca tal vez demasiado grande, con sus ojos oblicuos, con toda su piel de nácar. Allí estaba Olga con su verdad tan pequeña, tan sincera, tan auténtica que no necesitaba ni siquiera el disfraz de las verdades eternas.
– Un beso.
Seguía tirando de él. Siempre que llegaba a cubierta, siempre que entraba en el comedor, buscaba por los pasillos o aguardaba en el bar, sabiendo que aquel mundo no era el suyo, sus ojos se cobijaban en los de Méndez, su cuerpo se abrazaba al del viejo policía adivinando que éste no trataría de imponerle las verdades de un mundo hostil, que ella no tenía ningún interés en conocer.
Méndez no trataría de imponerle ninguna verdad -intuía la niña- porque no creía en ellas. O porque las verdades en las que Méndez creía estaban ya usadas. La niña adivinaba que Méndez no trataría de destruir su mundo.
El la besó.
– ¿Me quieres? -preguntó ella.
Méndez destruyó su mundo.
– Esa es una pregunta muy importante -dijo.
– ¿Qué?
– Es quizá la única pregunta importante que existe.
La niña rió.
– No te entiendo.
– No hace falta que me entiendas, pequeña -Méndez la encerró en sus brazos, la apoyó en sus rodillas mientras mantenía los ojos perdidos en la línea del río-. No hace falta que entiendas el sentido de las palabras
La abrazó con más fuerza.
Su mirada seguía perdida en la gran curva del río.
– Olga…
– ¿Qué?
– No me has entendido, ¿verdad?
– No.
– Suerte para ti.
Le acarició el pelo.
– Pero hay una cosa que Méndez quiere decirte, ¿sabes? Méndez te la quiere decir.
– Pues dímela.
– No consentiré que te pase nada, ¿sabes? Nada. Tú y yo estamos solos en el río, pendientes de no sé qué, pendientes, digo yo, del Nilo. Pero nadie te hará daño, Olga. A ti no. Méndez nunca ha jurado una cosa que fuese verdad, pero esta vez es una verdad lo que te juro.
Y la volvió a abrazar.
Notó entonces una presencia extraña cerca de los dos.
Era como si alguien les estuviese mirando.
¿
Méndez volvió la cabeza y distinguió a Clara Alonso, la ciega.
Clara Alonso musitó:
– No abrace a la niña, Méndez. Ella es muy nerviosa.
Y Méndez farfulló:
– ¿Cómo sabe que la abrazo…?
29 LA MIRADA DE LA CIEGA
Clara Alonso avanzó un paso más, sin vacilación alguna. Dominaba las dimensiones y los recovecos del barco como había dominado los recovecos y las dimensiones -y hasta las ideologías- del Hotel Palace. Mirando -¿por qué daba la sensación de que realmente miraba- a Méndez, susurró:
– Es posible que usted no se haya dado cuenta, Méndez, pero he sabido que la tenía abrazada porque le palmeaba la espalda.
– Es increíble…
– ¿Por qué va a ser increíble? Olga lleva una falda con tirantes, y esos tirantes se cruzan por detrás en una hebilla metálica. Usted ha hecho ruido al tocarla.
– Aun así, no entiendo cómo ha podido oírlo, señorita Alonso.
Ella sonrió. Encontró fácilmente una silla, sólo tendiendo una mano, como si hubiera adivinado su situación. Se sentó cruzando las piernas, con esa elegancia de movimientos que le habían dado sus años de alta clase.
– Lo he oído porque mi mundo no es el suyo -dijo en voz baja-. Para usted, el mundo está en la luz. Para un perro, está en los olores. Para una perra, si me lo permite, es decir, para mí, está en los sonidos. No sé si se ha dado cuenta, pero yo lo oigo todo desde cualquier distancia.
Méndez pestañeó.
Le dio miedo que ella pudiese «oír» sus pensamientos.
– ¿Por qué se insulta usted misma? -preguntó en voz baja-, ¿por qué ha dicho que es una perra?
Clara Alonso sonrió.
Tenía una sonrisa cansada, pero sin embargo hermosa.
– Debe de ser porque necesito un amo -contestó-. Yo sola me moriría.
– Olga necesita más protección que usted.
– Naturalmente. ¿Por qué cree, si no, que hemos llegado hasta Egipto? Pero me temo que ni esta lejanía sirva. ¿Se ha dado usted cuenta de la gente que hay en el Nilo? Ahora pienso que nos equivocamos al venir aquí. Éste es un sitio donde cualquier desconocido se mueve con una facilidad enorme, y todos los puertos, todos los bazares, todos los barcos que atracan junto al nuestro, están llenos de desconocidos.
– También he comprobado eso -dijo Méndez-. Éste es un mundo cosmopolita y extraño, propio de una novela de Ian Fleming, o mejor aún, de Paul Morand o de Cecil Roberts. Maldita sea, he mencionado a Paul Morand y Cecil Roberts porque me doy cuenta de que éste es un mundo sin edad, maravillosamente pasado de moda. Y es en los mundos sin edad, que están por encima del tiempo y no tienen esquinas definidas, donde puede ocurrir cualquier cosa.
– No sabía que usted se dedicara a leer, Méndez.
– Pues se equivoca, porque leo muchísimo. Los detenidos de la comisaría, que ya me conocen y en el fondo son buenos chicos, me llevan los libros al balcón. Además soy el terror del mercado viejo de San Antonio. Me lo llevo todo. Vivo en una habitación en la parte trasera de un bar del Barrio Chino, y mis libros desbordan el pasillo y el almacén donde se apilan las cajas de cerveza y las botellas de La Casera. La dueña del bar ya está harta de que mis libros lleguen hasta la cocina y de vez en cuando le salgan unos calamares a la Vargas Llosa. Duda entre echarme o exigirme que le haga cada sábado eso que llaman el cunnilingus, pero me parece que cederé. Si me deja leer mientras se lo haga, soy capaz de cualquier cosa.
– Dudo que en un momento tan solemne le deje leer -dijo Clara Alonso con una sonrisa turbia.
– Desde luego, si se pone en un plan cabra, le exigiré que lo ensayemos antes -aseguró Méndez-. Me falta práctica.
– ¿Qué edad tiene su patrona?
– No sé… Unos cincuenta.
– ¿Y de qué edad le gustan a usted las mujeres, Méndez?
– Bueno, pues… justamente de esos años, o alguno menos tal vez. Y que usen ropa interior pasada de moda, como la que aparecía en las ilustraciones de
Con un gesto de resignación, añadió:
– No le extrañe, por tanto, que con tantas exigencias socioculturales, nunca encuentre a la mujer que me conviene, excepto en los libros.
Clara Alonso tenía los ojos perdidos en el río.
Su sonrisa seguía siendo turbia.
Pero estaba hermosa pese a su edad.
Musitó:
– Quizá no ha buscado bien.
– Por supuesto. La verdad es que apenas me he movido del Barrio Chino barcelonés, señorita Alonso. -Mal hecho.
– Pero el Barrio Chino barcelonés me ha servido para algo. Me ha servido, por ejemplo, para tener paciencia en los servicios de esquina y para empitonar in situ a los que se acerquen a determinados sitios. Todo el que intente aproximarse a usted o a la pequeña se atendrá a las consecuencias. No me pasará inadvertido, se lo juro.
– ¿Sabe usted que el principal peligro no está aquí, sino en El Cairo?
– Lo sé.
– ¿Sabe que no puedo contar con la protección de Quílez?
«Ni con la de Galán», pensó Méndez antes de decir:
– Sí.
– ¿Sabe que estoy dispuesta a pagar?
– Lo supongo.
– ¿Y sabe que eso me impide pedir ayuda a la embajada española, e incluso a la policía egipcia? Todo el movimiento de la fabulosa suma que nos hace falta tiene que realizarse de una forma rápida, discreta y, por supuesto, ilegal. Ya me encontré una vez con un fracaso y… -su voz tembló un momento- y de ninguna manera puedo correr el riesgo de encontrarme con otro.
– Es muy fácil comprender eso, señorita Alonso.
– Por lo tanto me veo obligada a pedirle una cosa.
– ¿Qué?
– Soy una mujer derrotada. No sé dónde está el peligro, no sé de dónde viene, no sé por qué lado nos van a atacar. Tampoco puedo confiar ya en las defensas que yo misma me había organizado. Por lo tanto, si he de pagar, Méndez, le pido que no intervenga en nada, que me deje hacer. No juegue a ser un policía eficaz y eso cueste la… la vida de otra niña.
Clara Alonso hundió la cabeza. Sus ojos parecían serenos, pero Méndez, a tan corta distancia, notó que había en ellos un resplandor de lágrimas.
– Además… -añadió ella en voz muy baja, queriendo convencer a Méndez- ese dinero tampoco va a significar el hundimiento de nuestra familia. Pagaré.
– Pagará al asesino de Mercedes.
– El asesino de Mercedes está muerto.
– Su jefe vive.
Clara Alonso se retorció los dedos desesperadamente.
– Por Dios, no hable así…
– Hablo así porque no perdono.
– ¿Y yo…? ¿Qué cree que siento? Pero le ruego que… que lo comprenda. He pensado mucho en todo y al fin he decidido pagar. Es la única salida.
– Claro que la comprendo. Y por eso le digo: usted pague. Yo no la estorbaré. Y añado: si yo mato, no me estorbe tampoco usted.
Las facciones de Méndez, habitualmente tranquilas, formaban de pronto unas líneas duras y rectas. Era una cara de auténtico malparido con solera, criado en barrica de roble. Nunca en su barrio, ni siquiera en los sitios más tirados, le habían visto así.
Ella sonrió tristemente.
– ¿Y a quién quiere matar, Méndez? -balbució-. ¿A quién…?
– No lo sé.
Giró la cabeza y vio entonces el monóculo. Vio la figura gordinflona, abacial, llena de sosiego. Vio por primera vez rectas las piernas que había visto dobladas siempre. Salomón Gandaria les contemplaba en pie y a pocos pasos, en la cubierta más alta.
Méndez sintió que la boca se le abría con asombro, mientras preguntaba apenas sin voz:
– Pero ¿es que ahora ese tío anda…?
Salomón Gandaria, apoyándose en la barandilla, dio unos pasos torpes.
– He hecho más esfuerzos que en todo el resto de mi vida -dijo.
– Pues los resultados son asombrosos. No sabía que anduviera, señor Salomón Gandaria. Tampoco usted sabe, me parece, que han estado a punto de matar a su guardaespaldas.
– ¿Guardaespaldas…?
– O asistente. O palanganero. Lo que quiera. Pero han estado a punto de cargarse a Galán. ¿De verdad no lo sabía…?
– Claro que sí -dijo Salomón, apoyando todo su peso en la barandilla, como si las piernas no le sostuviesen-. ¿Por qué cree que estoy haciendo esfuerzos que los médicos me han prohibido? Además, le estaba buscando a usted, Méndez. Quiero saber dónde está mi hermano.
– Imagino que aún sigue con Galán.
Salomón pestañeó dos veces.
– ¿Con Galán? ¿Por qué? -preguntó.
– Su hermano Ismael se siente responsable de lo ocurrido. El atentado de ETA era contra él, no contra el otro. Ah… Y quizá Ismael Gandaria no sea el tipo duro e insensible que todo el mundo imaginaba. Quizá sea más humano de lo que muchos piensan.
Salomón no contestó. Como si las piernas se le doblaran a causa del inusual esfuerzo, quedó derrumbado sobre una silla contigua a la baranda. Desde allí farfulló:
– Pero supongo que desde Luxor volará a El Cairo con todos nosotros.
– Sí. Yo imagino que sí. ¿Sabe una cosa, Salomón Gandaria? Falta muy poco para que abandonemos este buque y volvamos a lo que llaman la civilización urbana. ¿Puede preparar sus maletas sin tener a Galán? ¿Quiere que le ayude?
– No, gracias. No necesito que nadie se meta en mi camarote.
– Lo suponía.
– ¿Por qué lo suponía…?
Méndez no contestó. Hizo que la pequeña se apoyara de nuevo en sus brazos mientras decía con un hilo de voz:
– El Cairo…
Desde un buque de la Sheraton que en aquel momento se cruzaba con ellos en el río estaban tomando fotografías. Méndez no se dio cuenta de que un teleobjetivo le enfocaba directamente a él.
Y a la niña.
El Hotel Marriott está situado en un viejo palacio que se alzó para servir de alojamiento a los dignatarios extranjeros que iban a asistir a la inauguración del Canal de Suez. Tiene fama de ser uno de los más lujosos de El Cairo, aunque, al igual que el Mena House, diversos edificios nuevos y funcionales se han unido a la estructura antigua. Méndez se asombró del lujo de las galerías comerciales, de la amplitud de las habitaciones y la elegancia decadente de los salones de la parte vieja, donde aún parecía inevitable -pensó- encontrar a un banquero egipcio con fez y esmoquin y a una bailarina egipcia con velo y un tapón en el culo. La imaginación de Méndez se desbordó al ver aquellos salones, e inmediatamente se sintió fascinado por los lujos y los peligros antiguos. Pero eso no le impidió concentrarse en la situación, intentar vigilar las entradas y salidas del hotel -cosa imposible, porque el Marriott tiene más salidas que una estación ferroviaria- y exigir una habitación pegada a las que ocupaban Manrique, Cañada y Clara Alonso con la niña.
Se dio cuenta enseguida de que estaban en el peor sitio de El Cairo. Hubiese sido mil veces más favorable para ellos un pequeño hotel, en lugar de aquel monstruo por cuyo interior se movían en un día más personas que en un campo de fútbol. Pero ¿existen pequeños hoteles en la capital del Nilo? ¿No son verdaderos monstruos todos los que se alinean en sus orillas? ¿Cómo poder controlar a la multitud de maleteros, mozos, camareros, cajeros, azafatas, conductores, guías y viajeros llegados desde todas partes del mundo?
Méndez lo comprendió enseguida. Si en el buque habían estado a merced de su misterioso enemigo, en el Hotel Marriott se encontraban completamente en sus manos, sin posibilidad de escapatoria alguna. Claro que podían hacer varias cosas, seguía pensando Méndez. La primera, pedir refugio en la embajada de España, aunque eso complicaría enormemente las cosas si en definitiva había que pagar. La segunda, que ni Clara Alonso ni Olga saliesen para nada de la habitación, haciéndose servir en ella todas las comidas. Pero el servicio de restaurante y de limpieza de una habitación de lujo significa la entrada de numerosas personas, a pesar de todo. Y estaban también las ventanas. Méndez se había dado cuenta de que estaban a tiro de rifle -y hasta de pistola del nueve largo- de cualquiera de las ventanas del edificio frontero. Todo aquel universo lleno de agitación, de lujo y seguramente de amores clandestinos le parecía tan incontrolable que llegaba a sentir verdadera consternación.
Pero el ambiente del hotel le seguía fascinando. Sus plantones ante la conserjería, para intentar ver quién entraba y salía, le pusieron en contacto con verdaderas nubes de ejecutivos en viaje de negocios, jeques en busca de caza, recién casados en luna de miel, estudiosos del viejo Egipto que habían pedido ser embalsamados, espías tan tronados que parecían trabajar para el Gobierno albanés, damas otoñales ansiosas de un último amor y maricones que andaban de lado, en trance de penetración póstuma. Toda la fauna que Méndez estaba habituado a observar desde el balcón de su comisaría era tan completamente distinta de la que ahora tenía ante los ojos que se sentía extasiado.
Una vez comprobadas, con la consiguiente desesperanza, las escasas posibilidades de defensa que ofrecía el hotel, Méndez se concentró en un examen militar de sus alrededores. Pudo darse cuenta de que el Marriott está situado en una isla, muy cerca del Sporting Club de Chézira y del puente 26 de Julio, que une la elegante zona con la inmensa extensión general de El Cairo. Un poco más abajo, remontando el curso del Nilo, se hallaban los otros grandes hoteles, seguramente más multitudinarios todavía. Localizó los dos Sheraton, el Meridien, el Nilo y el Hilton. Se dio cuenta de que si cruzaba el puente de El Tahrir se encontraría en los Garden City, otra de las zonas más lujosas de la ciudad, pero un poco más abajo ya tropezaba uno con el cementerio cristiano y con el acueducto, que era la auténtica entrada a la ciudad vieja, misteriosa, sucia, incontrolable y, por supuesto, fascinante. Desde todos los puntos de vista, allí no había nada que ofreciese la menor posibilidad de vigilar.
Estas perspectivas tan desalentadoras no impidieron a Méndez dedicar su atención a las partes viejas de la ciudad, al menos las inmediatas, las que empiezan al sur del acueducto, que es una especie de frontera natural. No hace falta decir que Méndez, fascinado por los barrios viejos de Barcelona, había obtenido siempre amplia información sobre las calles, infinitamente más sucias, los edificios cien veces más tronados y las hetairas copiosamente blenorrágicas de El Cairo antiguo. Méndez, en su brillantísima juventud, había soñado que resolvía misterios en lugares tan ricos en imágenes como un restaurante de serpientes en Hong Kong, un fumadero de Singapur, un harén del Yemen, una mezquita de El Cairo, una casa de putas de Hamburgo y un urinario de París. Eso le había hecho obtener toda clase de datos sobre la ciudad en que estaba ahora y en la que era incapaz no ya de resolver un misterio, sino incluso de vigilar una simple habitación de hotel. A la hora de la verdad, todos sus sueños se derrumbaban. Pero los informes, obtenidos en tabernas del Barrio Chino donde la luz, la tristeza y la soledad adquirían categorías universales, le hablaban siempre de un Cairo donde las basuras se amontonaban en las calles, formando verdaderas cotas, y en ellas trajinaban niños, pastaban cabras y se cerraban negocios entre los representantes de las fuerzas vivas del barrio. El Cairo que ahora se ofrecía ante sus ojos era muy distinto. No había pilas de basura, calles andrajosas eran destruidas y un cierto aire occidental se adueñaba incluso de los lugares más recónditos. El Cairo seguía siendo una ciudad sucia, en especial en sus barrios más entrañables, pero no era ni mucho menos la misma que conocían los informes de Méndez. Éste se juró, de todos modos, conocer a fondo la vieja ciudad, penetrar en sus secretos y descubrir sus figones, sus garitos, sus prostíbulos y sus lágrimas. Méndez, que aún hubiera podido describir, sin haberlo visto, un restaurante de serpientes en Hong Kong, no renunciaba a sus sueños.
Pero había cosas importantes, más urgentes que resolver, y la primera de ellas era la seguridad de Olga. Por lo tanto sugirió a Cañada que, como medida elemental, contratase a dos matones para vigilar la puerta.
Los dos matones llegaron apenas una hora después. Parecían dos antiguos gladiadores de los que no sólo destrozaban a su rival en el Coliseo, sino que luego, pensaba el cultivado Méndez, aún tenían fuerzas para darle por el saco al emperador con todo respeto. Iban vestidos a la manera occidental e incluso con cierta elegancia, pero las costuras de sus trajes reventaban. Parecían el boxeador Tysson vestido de etiqueta. Hombres discretos sin duda, exhibían, cada vez que cambiaban de postura, el mango de un cuchillo entre la camisa y el pantalón y la culata de un Magnum por un lado de las solapas. Méndez felicitó a Cañada por la elección y por la finura, disimulo, clase y saber estar de los dos guardaespaldas.
Con aquellos dos gorilas en la puerta y no saliendo de la habitación -pensó Méndez- era imposible que a Clara Alonso y a la pequeña les ocurriese nada malo, siempre y cuando tuvieran corridas las cortinas para que no les dispararan desde el edificio frontero. Cuando limpiaran la habitación o sirviesen alguna comida, uno de los guardaespaldas entraría con el empleado del hotel, y si éste intentaba algo, sería convenientemente despellejado, hervido y servido como exquisitez a la hora de la cena.
Quedaba el momento peligroso del regreso a España, pero eso también lo tenía previsto Méndez. Clara Alonso y Olga saldrían del hotel materialmente rodeadas para meterse inmediatamente en un coche blindado y rodar hacia el aeropuerto sin dilación alguna. El coche blindado se podía alquilar. Una vez en el aeropuerto, la vigilancia se mantendría hasta que ambas hubieran ocupado sus asientos en el avión. Ni un jefe de Estado, pensaba Méndez, podía aspirar a estar mejor protegido.
Todo esto hizo que el bofia se reconciliara con el Destino. Fuese quien fuese su misterioso enemigo, él conseguiría que no pudiera dar un solo paso. Dentro de lo difícil que era vigilar un hotel como el Marriott en una ciudad imposible como El Cairo, él habría conseguido crear un bunker que ningún arma podría perforar. Clara Alonso no tendría que preocuparse ni siquiera de nuevas amenazas.
Sin embargo, como Clara Alonso no podía ver esas medidas de seguridad, hacía falta explicárselas y pedirle que respetara una norma elemental, como era no descorrer las cortinas de la ventana. De modo que Méndez entró en la habitación, se sentó ante el lujoso escritorio, puso a la pequeña Olga sobre sus rodillas, se aseguró de que nadie podía fotografiarle a él, un hombre duro, en posición tan vergonzosa, y detalló todo lo que Manrique, Cañada y él habían dispuesto. Clara Alonso le escuchó en silencio, impasible, sin mover un músculo de su cara, que tenía una extraña serenidad esa tarde.
– Parece que todo es perfecto -dijo ella al fin-. Lo único que lamento es que voy a tener una horrible sensación de estar prisionera.
– Durará poco, y además le aseguro que no queda otro remedio. He dado vueltas a todas las soluciones y al final me he decidido, claro, por la menos imaginativa, lo cual me demuestra que yo podría ser un excelente jefe de gobierno. Pero las soluciones medievales, es decir puertas y gorilas, suelen ser las más eficaces.
– Lo comprendo.
– Cuando alguien entre para un servicio de la habitación, por ejemplo la limpieza, estese usted siempre quieta en el mismo sitio con la niña. Uno de los guardaespaldas permanecerá fuera y otro se quedará dentro, vigilándolo todo, hasta que las dejen a ustedes solas otra vez. Por descontado, no debe recibir ninguna visita.
– Eso va a ser un poco desagradable. He hecho bastantes amistades durante el crucero y todas se alojan aquí, en el Hotel Marriott. Querrán verme.
– Pues que se aguanten. Les atiende, como máximo, por teléfono, sin permitir a nadie, absolutamente a nadie, que entre aquí. ¿Con cuántas personas ha estado en contacto usted? ¿Con unas sesenta? Pues las sesenta son sospechosas, y eso sin contar las que no han hablado con usted nunca. Le he dicho antes que mis planes no tienen ninguna clase de imaginación. Pues muy bien. Mejor. No hay nada tan seguro como una puerta que esté cerrada siempre. Échele en cambio imaginación al asunto y le harán llegar una bomba aunque sea por medio de una paloma mensajera.
– ¿Hay alguien que le disguste especialmente, Méndez?
– Todo el mundo. Porque la muerte puede estar en manos de alguien con quien no nos hemos cruzado ni una sola vez. Pero ya que me pregunta, le diré que no me gusta Salomón Gandaria. ¿Por qué? Porque es un tío extraño. Porque no tiene ninguna lógica que esté aquí. Y porque lleva un veneno dentro, eso se nota. Lástima que usted no pueda mirarle a los ojos. Le juro que es un tío que lleva un veneno dentro. Y otro que no me gusta es Galán, ¿sabe? Aparentemente está de nuestro lado, pero no me gusta porque es un profesional frío y hermético. Y un profesional frío y hermético acepta cualquier clase de encargo con tal de que le dé dinero.
– Acaba usted de decir algo importante, Méndez -susurró Clara Alonso, que no perdía palabra-. Si el que hace todo esto actúa por dinero, significa que los que tienen dinero largo no pueden ser sospechosos de ninguna manera.
Méndez pareció desconcertado por un instante. Dio la sensación de que hasta entonces no había pensado en eso.
– Es verdad… -reconoció-. No resulta lógico que Ismael Gandaria pida millones, puesto que tiene eso y mucho más. Yo no sé cómo son los negocios de su hermano Salomón, pero supongo que también es muy rico. También lo son sus dos padres, señorita Alonso.
Ella tensó el cuello bruscamente.
– ¿Por qué los relaciona con esto? -preguntó.
– No, si yo no los relaciono… Solamente digo que son muy ricos.
– Pues ni eso tenía que haber pensado.
– Perdone usted a un viejo policía apegado a las tradiciones, Clara Alonso. Para mí todo el mundo es sospechoso menos el cajero, y eso por la sencilla razón de que si detengo al cajero no cobraré. Pero reconozco que su argumento es bueno: no debo sospechar de según quién. Y ahora voy a hacer una cosa: voy a volver al barco.
Ella pareció un poco desconcertada por lo que acababa de oír. Movió la cabeza.
– ¿Al barco para qué? -preguntó-. ¿Va a volar hasta Luxor?
– Sí. Ya lo he calculado todo. Puedo ir y volver en pocas horas, si consigo una buena combinación de aviones. Ya ve: yo, una rata de ciudad que nunca se había movido del Barrio Chino barcelonés, convertido de repente en una especie de dios Horus. Horus es el de la cabeza de halcón volador, ¿no?
– Creo que es ése. Pero ¿por qué quiere volver al barco, Méndez? ¿Qué ha olvidado allí?
Méndez sonrió.
Su sonrisa era barata y mezquina.
– El
– ¿Y por qué ha de hacer ese registro?
Méndez la miraba fijamente.
¿Percibía Clara Alonso esa mirada? ¿Es verdad que los ciegos notan que los están mirando con fijeza porque sienten un misterioso calor en la piel?
– Uno de los antiguos pasajeros olvidó algo -susurró Méndez.
– ¿Y cree que ese algo aún estará allí? El pasajero de quien habla, ¿no se habrá dado cuenta de su olvido?
– No -dijo Méndez.
– ¿Por qué?
– Porque lo que olvidó no era una cosa material.
– ¿No? ¿Pues qué era?
– Algo que estaba en el aire -dijo Méndez en voz baja-. Y él o ella no saben que yo lo encontré en el aire.
30 LAS TUMBAS DE LOS MAMELUCOS
Justo cuando Méndez acababa de mencionar aquel extraño descubrimiento que pensaba hacer en el aire, el aire se puso a vibrar. Sonó el teléfono.
– ¿Esperaba alguna llamada? -susurró Méndez.
– No. Ninguna. Pero a la fuerza ha de ser uno de los compañeros de viaje.
– Yo también soy compañero de viaje -susurró Méndez-, como se decía en los buenos años del franquismo. Le atenderé.
Descolgó el teléfono.
Y entonces oyó la voz.
Era la misma voz de la cinta. Una voz completamente deformada, completamente irreconocible, completamente abstracta, hecha a piezas. Para deformarla aún más, sonaba muy suavemente una música de fondo.
«Sé que intentan irse inmediatamente, pero oiga bien esto, Clara Alonso: ni su hija, ni seguramente usted, llegarán a salir vivas de El Cairo si no pagan antes la cantidad exigida en dólares, rigiéndose por la cotización del dólar hoy en la bolsa de Madrid. Sitio de pago: bajo la torre principal de las Tumbas de los Mamelucos, en el cementerio de El Khalifa. Hora: las once de la noche. Forma de entrega: una maleta con todo el dinero dentro. El peso en dólares será un peso muy razonable, sobre todo si seleccionan billetes grandes. Condición primera: ningún policía y ninguna trampa, porque eso significaría la muerte irremediable de la niña. Condición segunda: si el pago está conforme, yo volveré a telefonear al hotel. Como máximo, transcurrirán dos horas desde la entrega del dinero. A partir de ese momento, podrán considerarse libres de toda amenaza. Repito la información para que anote los datos. Atención. Repito.»
Estaba claro que Méndez no hablaba con nadie, sino con una cinta puesta ante el auricular. Ahora la rebobinarían y la harían pasar de nuevo. Por lo tanto era inútil perder tiempo en palabras.
Colgó.
Le dijo a Clara Alonso que volvía inmediatamente y que no se moviese de allí. A toda la velocidad que le permitían sus piernas, Méndez se dirigió al vestíbulo. Necesitaba saber si alguien telefoneaba a Clara desde el propio hotel.
Su inglés propio de un caballo de la batalla de Waterloo no le sirvió de nada, pero su francés, mucho más académico («Escute moi, je desire saber si quelque personne eté telephonant mademoiselle Alonso dans ce moment juste, juste»), le abrió todas las puertas. La telefonista le dijo que en la habitación de
Méndez dio unos pasos como un sonámbulo. Lástima, aunque reconocía que hubiera sido demasiado fácil. ¡Pescar al cabrón mientras telefoneaba desde el mismísimo hotel! Al bajar a toda prisa ya sabía que no lo iba a conseguir, pero tenía que probarlo. Ahora estaba como al principio, pero con una nueva amenaza encima. Para intentar disimular su turbación, encendió un cigarrillo con gestos parsimoniosos.
Y vio a varios de los pasajeros en la cola de los que querían cambiar dinero en el hotel. Vio, por ejemplo, a los hermanos Gandaria, tan juntos como si se amasen eternamente, uno en pie, con gesto aburrido, y el otro en su silla de ruedas. Vio al notario. Vio al editor, vio a casi todos los conocidos del buque. Ninguno podía haber telefoneado porque era evidente que llevaban en la cola bastante tiempo.
Pero eso no sorprendió para nada a Méndez. El sabía que la amenaza se movía en un círculo próximo, aunque exterior al hotel. ¿O quizás el círculo no era tan próximo? ¿Podía haber telefoneado Galán desde el hospital de Luxor? No era fácil, pero sí posible. Depositó el cigarrillo en el cenicero porque el tabaco le sabía mal, lo cual era un síntoma pésimo, y se juró que averiguaría eso en el viaje a la antigua Tebas. Luego regresó a la habitación de Clara.
Olga salió a su encuentro. Volvió a sentarse en sus rodillas mientras preguntaba:
– ¿Amigos…?
Méndez susurró:
– Claro, pequeña. Amigos.
Una cosa estaba rabiosamente clara para él: no la dejaría sola. No la dejaría morir. No permitiría que aquel cerebro, donde jamás había anidado un mal pensamiento, fuese destruido por otro cerebro donde jamás había anidado un buen pensamiento. Pero quizá Clara Alonso adivinó todo aquello. Quizá la ciega intuyó desde el primer instante lo que estaba ocurriendo, porque musitó una sola pregunta:
– Eran las últimas instrucciones, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Qué quieren?
– Poca cosa -dijo Méndez-. Una juerga con todo pagado.
Y le detalló las exigencias. Ni un músculo se alteró en las facciones de Clara Alonso mientras escuchaba en absoluto silencio.
Al final musitó:
– Pagaremos.
– ¿Sin luchar?
– ¿Y contra quién quiere que luche, Méndez? Ya sabe cuál es mi decisión. No permitiré que Olga corra el menor peligro. Además, mis padres llevan horas haciendo gestiones para reunir el dinero. Nunca les había notado tan… tan angustiados como hoy. Pero lo conseguirán.
Méndez acarició de nuevo el pelo de la niña.
– De acuerdo -dijo-. Se hará como usted desea.
Y fue de nuevo hacia la puerta. Cuando ya estaba casi en ella volvió apenas la cabeza para preguntar:
– Hay un plazo hasta mañana a las once de la noche, ya se lo he dicho. ¿Puedo pedirle que permanezca aquí encerrada hasta que yo vuelva de Luxor?
– ¿Va a ir hasta allí, Méndez?
– Sí.
– ¿A recoger lo que alguien dejó olvidado en el aire?
– Sí.
– ¿Y quién pudo dejarlo olvidado?
– Quién sabe si usted misma.
Abrió y salió bruscamente. Los dos guardaespaldas le miraron de soslayo mientras mantenían las manos cerca de los cuchillos. Eso era peor que los revólveres, pensó Méndez. A nadie le sienta bien un afeitado en seco.
Mientras se dirigía al recodo de los ascensores, no se dio cuenta de que alguien le miraba también.
No se dio cuenta de que una de las puertas del fondo se había abierto y los ojos de Galán le escrutaban desde la distancia.
Méndez tuvo suerte con los aviones. Regresó aquella misma madrugada. Estaba reventado de cansancio, pero comprendía que había sido una gestión absolutamente necesaria, una gestión que no le quedaba más remedio que hacer.
El sol estaba ya muy alto sobre los minaretes de El Cairo, sobre los toldos de El Jalili, sobre las callejuelas del barrio copto cuando despertaron a Méndez. Méndez, que además observaba la piadosa costumbre de no levantarse antes de las cinco de la tarde, tenía en aquel momento la sensación de que se acababa de meter en la cama.
Era Antonio Cañada, un Antonio Cañada definitivamente viejo, definitivamente hundido, pero en cuyos ojos quería brillar un rayo de esperanza.
– Nos libraremos de esta pesadilla, Méndez -susurró.
Méndez, que usaba un pijama a rayas, volvió a la cama pudorosamente.
– ¿Eso significa que usted y Manrique han conseguido el dinero? -musitó.
– Sí, y además en dólares, en billetes grandes. Todo cabe perfectamente en una maleta.
– Bueno, pues en tal caso ya sabe lo que tiene que hacer. La torre principal de las Tumbas de los Mamelucos, en el cementerio de El Khalifa. Como esta noche a las once habrá luna llena, puede ser incluso un paseo agradable. Hala, ¿a qué espera?
– Usted no iría, ¿verdad, Méndez?
– Yo qué cojones voy a ir.
– ¿Por qué no?
– Primero porque no me rota pagarle a un sucio asesino para que se pueda lavar el culo con Eau de Rochas. Segundo, porque no tiene en su poder a la niña. Dice que si cobra le perdonará la vida, pero la verdad es que no tiene la menor posibilidad de matarla. Y tercero y último, porque sale un avión esta tarde. Antes de que se cumpla el plazo, pueden estar todos ustedes en Madrid.
– Lo cual significa que no podrá matar a Olga en El Cairo, ¿verdad?
– Justo. Eso es lo que significa.
– Pero entonces la matará en Madrid.
Méndez se rascó una oreja.
– La verdad, no había pensado en eso -gruñó.
– Es mejor pagar, Méndez. Es mejor pagar y librarse de esta pesadilla.
Dio una vuelta a la habitación. La luz entraba a raudales a través de los patios color arcilla del hotel. Un sol inclemente arrancaba ya reflejos metálicos en los suelos de mármol.
– Clara me ha dicho que usted fue a Luxor -musitó Cañada.
– Sí. El viaje de ida y vuelta en avión es rápido, pero aun así estoy hecho polvo. Y encima, cuando el avión ya estaba en el aire y además me habían puesto el cinturón de seguridad, o sea no tenía escapatoria, me dieron a beber naranjada. Imagínese.
– Debió de ser horrible, Méndez.
– Estuve a punto de pedir los santos viáticos, pero no sé si los egipcios gastan eso.
– Me temo que no. ¿Y qué hizo en Luxor?
– Volver al
– ¿Incluso el que había sido mío?
– Incluso el que había sido suyo, señor Cañada.
– ¿Y qué averiguó?
– ¿Qué significa pché?
– Cada camarote guarda su secreto, amigo Cañada. Conserva la presencia de los vivos y la presencia de los muertos.
– Es usted un tipo raro, Méndez. No creo que un lenguaje así pueda figurar en un atestado policial. Pero ¿qué más averiguó?
– Que Galán ya no estaba en el hospital.
Cañada hizo un gesto de extrañeza.
– ¿Quiere decir que ya está curado? ¿Tan pronto?
– No, no está curado. Se escapó.
– Dios mío, pero ¿por qué?
– ¿Cómo puede saberlo un hombre al que no dejan dormir y encima está a régimen de naranjada?
– Mire, Méndez, yo no quiero saber nada de eso. Yo sólo quiero librarme de la pesadilla, ya se lo he dicho. Y si he entrado aquí es para pedirle que me aconseje en una cosa: ¿Quién tiene que ir al cementerio con la maleta? ¿Yo? ¿Uno de los guardaespaldas contratados? ¿Usted? ¿El mensaje decía algo sobre eso?
– No, no decía nada.
– ¿Entonces qué cree que se debe hacer?
Méndez apretó los puños.
– Iré yo -dijo de repente.
– ¿Qué…?
– Iré yo, pero no llevaré el dinero. Quiero una maleta llena de recortes de papel.
– ¡Méndez…!
– ¿Qué pasa?
– ¡Pasa una sola cosa! ¡Le he dicho que estoy dispuesto a pagar!
– De acuerdo… -Méndez se encogió de hombros-. Si las cosas son así, llevaré el dinero, seguiré las instrucciones del asesino y pagaré. Pero después de eso, lo demás depende de mí.
– De usted no depende nada, Méndez. Ni de la policía. Ni de nadie. Quiero liquidar el asunto de una vez, ¿entiende?
– Perfecto… Entonces le aseguro que no haré nada. Seguiré las instrucciones al pie de la letra.
– No me fío, Méndez. Debería ir yo mismo.
– ¿Por qué? ¿Para ponerse más nervioso aún? Usted es parte interesada, amigo. Deje el asunto en manos de un verdadero profesional como yo.
– ¿Un profesional ha dicho…?
Méndez prefirió no contestar. Sólo se sacudió un momento los hombros del pijama como si quisiera eliminar unas motitas de polvo. Luego miró fijamente a Cañada.
– ¿Qué…? -preguntó.
– De acuerdo. Tengo la maleta en una caja fuerte especial del hotel. Se la entregaré a usted a las diez y media de esta noche. ¿Quiere que le acompañe alguien?
– Nadie.
– Pueden robarle, Méndez. Me han dicho que es uno de los lugares más siniestros y peligrosos de El Cairo. Y si pierdo ese dinero lo pierdo todo. No podré volverlo a reunir.
– Lo sé, pero no tema. Iré armado. Ya he conseguido en El Cairo un magnífico revólver Phyton con seis balas blandas, de las que se fragmentan en los sesos de un tío. Y no es eso sólo. Alguien me acompañará.
– ¿Acompañarle? ¿Quién…?
Méndez suspiró beatíficamente antes de susurrar:
– La Muerte…
31 EL CEMENTERIO DE LOS VIVOS
Méndez había visto, a lo largo de su viaje, el Egipto de los primeros faraones, el de los invasores griegos y el de los invasores romanos. Le faltaba ver el Egipto de los árabes. Y esa noche, poco antes de las once, al dirigirse a la fortaleza de Saladino, se enfrentó a él.
La impresionante ciudadela, casi al lado de la mezquita del sultán Hassan, está rozando la avenida de Salah Salem, que linda con el monumento llamado las Tumbas de los Mamelucos. Entre éstas y el viejo acueducto, se abre el inmenso cementerio de El Khalifa.
Méndez había oído contar cosas increíbles de aquel lugar.
Era el sitio más extraordinario del mundo.
Era el único cementerio del planeta Tierra donde había más vivos que muertos.
La luna iluminaba siniestramente las entradas, que coincidían con las ruinas del acueducto. Su luz plateada resbalaba sobre las piedras medievales, sobre la suciedad, las figuras dormidas en tierra, los perros vagabundos, las ratas y los miserables chiringuitos donde durante el día una harapienta multitud comía, bebía, rezaba y defecaba junto a los muertos.
Pero no era eso lo que había oído contar Méndez.
Eso, al fin y al cabo, era normal. En su amada Barcelona, durante muchos años, las barracas del cementerio de Montjuïc estuvieron pegadas a las tumbas. En la antigua barriada de Casa Valero se bebía, se cantaba, se orinaba y se chingaba, entre la más típica alegría del Sur, a unos pasos de los nichos. En el llamado Cementerio Nuevo, frente a la avenida Icaria, había chozas construidas junto a la tapia, y hasta ellas llegaban, cuando la pared de los nichos tenía grietas, el olor, las moscas, la gusanera y lo que los vecinos llamaban «el suco» de los muertos. Méndez sabía, por lo tanto, muy bien que en las tierras del sol pobre la gente sigue sentando sus difuntos a la mesa.
Sí, Méndez sabía todo eso, pero el siniestro mundo en el que acababa de entrar era distinto del todo. Debido a la dramática escasez de viviendas baratas en El Cairo, hay familias que viven en los panteones. Junto a los ataúdes han puesto cortinas, fogones, camas, mesas y cunas. Junto a los ataúdes se nace, se ama, se trabaja, se come y se muere. Un panteón es un verdadero hogar. Méndez había oído contar la historia -que le costó creer, pero que era cierta- de que en el momento en que se estaba celebrando una boda en uno de los panteones, llegó la familia propietaria a enterrar a uno de sus muertos. No hubo problemas, peleas ni gritos. Ambas ceremonias se celebraron simultáneamente.
Éste era el mundo increíble y alucinante en el que, a la luz de la luna, se disponía a entrar Méndez. Una inmensa extensión de tumbas, minaretes, monolitos y calles se extendía hasta el infinito, hasta el mundo de las tinieblas más absolutas, dejando en el centro, como el monumento más siniestro de todos, el templo del imán El Shefi.
Entrar allí con grandes billetes de mil dólares, era la locura más insigne que podía cometer un hombre. Pero en realidad Méndez no necesitaba entrar. Las Tumbas de los Mamelucos están prácticamente fuera del cementerio. Y junto a la torre principal del monumento tenía que encontrar al que para él era el más sucio asesino del mundo.
Los dientes de Méndez crujieron.
Volvía a ser la serpiente vieja. Se deslizó junto a los muros con el silencio de una cobra.
Hasta allí no corría un peligro especial. Cierto que podían tratar de robarle, pero eso no era demasiado fácil junto a una avenida amplia y que todavía mantenía un buen ritmo de tráfico. Más adelante, si es que tenía que entrar de verdad en el cementerio, ya estaría absolutamente perdido, y él lo sabía. Podía surgir de entre las tumbas una nube de atacantes, podían desnudarle, matarle, descuartizarle y sepultar sus restos en cualquier agujero del inmenso cementerio. Nunca más, ni en el glorioso día del Juicio Final -donde tantos matrimonios se enterarán de sus secretos- se sabría lo que fue de Méndez.
Pero él no tenía miedo. No lo tenía por varias razones. La primera era su profesionalidad; Méndez era el policía más pintoresco de la plantilla barcelonesa, pero no había esquivado jamás el peligro. La segunda razón estaba en su odio; nunca se tiene miedo cuando uno se dispone a ser el que muerda. Y existían dos razones más. Una, que lógicamente debía encontrar al asesino fuera del cementerio. Otra, que Méndez esperaba ayuda.
Muchos le hubiesen preguntado: «¿Ayuda de quién?».
Méndez no lo hubiera dicho nunca.
Se detuvo junto a la torre.
Allí empezaba la recta calle que lleva hasta el fondo del cementerio, cortada por Shar Ibn El Cairo y Shar El Tahawiya. La luna blanqueaba sobre las tumbas. La sensación de soledad era absoluta, aunque Méndez estaba seguro de que lo escrutaban cien ojos.
Aguardó unos instantes. Eran las once en punto.
Sus nervios estaban tensos.
Sabía que al asesino no le convenía hacerle entrar en el cementerio. Si a Méndez le robaban el dinero, era como si se lo robasen al asesino. Y aunque no se lo robaran a él, el pagador, podían robárselo al asesino, el cobrador. A la rata, macho o hembra, que buscaba Méndez le convenía una operación segura y rápida.
Por eso se sorprendió al no encontrar a nadie. Aunque, de todos modos, era natural. Fuera quien fuese la persona que tenía que venir, estaría antes unos minutos observando, para asegurarse de que a Méndez no le acompañaba nadie.
Contó los minutos.
Se le había secado la boca.
Dos minutos. Tres. Cuatro.
Y entonces la mancha negra.
Fue todo tan brusco como la aparición de una rata.
Dio la sensación de que aquella figura se había despegado de la pared. Al menos Méndez hubiese jurado que un segundo antes no estaba allí. El sinuoso egipcio se plantó ante él. Llevaba una túnica negra que le permitía confundirse en la oscuridad. Su voz sonó como un silbido.
– Eh, tú…
Incluso para dos palabras tan sencillas le costaba pronunciar el español. Méndez se dio cuenta de que era un auténtico egipcio, y de que ese auténtico egipcio chapurreaba su idioma. También se dio cuenta de que le mostraba sus manos, y de que en esas manos no había armas.
– Eh, tú… -repitió.
– ¿Qué? -gruñó Méndez.
– Tú pasas cementerio.
No esperaba eso. El interior del cementerio era un terreno tan peligroso para él como para sus enemigos. Por lo tanto preguntó:
– ¿Por qué?
– Te esperan dentro.
– Sí, pero ¿por qué?
– Si tú das maleta fuera, tú ves sitio huida, si tú das maleta dentro, no ves nada.
Era lógico, después de todo. Méndez lo reconoció. Por otra parte, la persona o personas que le esperaban dentro del siniestro recinto podían así estar seguros de que nadie entraba tras él. Fuera del cementerio, no podían estarlo tanto.
Tampoco Méndez sintió miedo, aunque comprendió que eso cambiaba del todo la primera parte de su plan. Ahora iba a meterse en el terreno más inseguro del mundo. Pero podía contar con la segunda parte. Él seguía esperando ayuda.
El árabe insistió:
– Tú entra.
Le hizo una seña para que le siguiese. Pero de todos modos, Méndez preguntó:
– ¿Tú qué ganas con esto?
– Dinero.
– Te han pagado dólares por anticipado, ¿verdad?
El silencio del egipcio fue una afirmación elocuente. Pero sus señas para que le siguiese eran más apremiantes cada vez. Méndez obedeció.
Y entró en el otro mundo.
Piedras blanqueadas por la luna. Silencio. Una angustiosa sensación de irrealidad. Una angustiosa sensación de vacío.
Pero no existía tal vacío, pensaba Méndez. Estaba seguro de que le seguían observando cien ojos. Como estaba seguro de que no corría ningún nuevo peligro, por el momento, mientras no avanzase muy hacia el interior y mientras fuese acompañado de un árabe.
Fue el propio árabe el que le señaló uno de los mausoleos, indicándole que se detuviese. Era un lugar estrecho y en el que apenas M podía ver a dos pasos. Entonces el árabe desapareció.
Ya había cumplido su misión. Méndez quedó solo.
Pero esta soledad duró solamente unos segundos. Desde mu de las esquinas del mausoleo, desde un lugar completamente oscuro, uní voz dijo en perfecto castellano:
– Deja la maleta en el suelo, Méndez.
No vio a nadie. Sabía de dónde surgía la voz, pero era incapaz de distinguir al que hablaba. De todos modos, obedeció.
– Empújala hacia aquí con el pie. Pero muy despacio. Empújala hacia adelante.
Méndez tocó la navaja de resorte que llevaba en el bolsillo de su americana. Las instrucciones de Cañada y de Manrique habían sido tajantes: nada de resistencia, nada de revólver. Incluso habían querido revisar la maleta, para convencerse de que Méndez no introducía en ella ninguna trampa. Pero el hombre que había encontrado el cadáver de Mercedes no iba a dejar las cosas así. El era un experto en el viejo arte. La chusma con la que había tratado durante toda su vida le había enseñado al menos una cosa: a manejar mortalmente la navaja.
Y Méndez había conseguido esconder una.
Empujó la maleta con el pie.
La rabia le ahogaba.
Fue a saltar.
Y entonces vio la mano que se tendía hacia la maleta. Era una mano enguantada de negro, a la que seguía un pedazo de manga también negra. La luz de la luna se derramó sobre aquellos dedos cuando iban a sujetar el asa.
En aquel momento ocurrió.
Fue igual que un leve golpe.
Y un gemido.
El chorro de sangre saltando desde las tinieblas fue tan brutal que hasta llegó a teñir la manga.
32 ¿NO ME CONOCE, MÉNDEZ?
La mano enguantada tembló unos instantes en el aire. Luego el hombre que hasta aquel momento había estado oculto en la oscuridad cayó de bruces.
La luz de la luna dio en su nuca y en su cuello. Por allí parecía haber penetrado una especie de cimitarra. La cabeza estaba casi separada del tronco y enviaba al aire un surtidor de sangre.
Méndez no se movió.
Veía al muerto. Veía la maleta. Todo estaba en orden porque la ayuda había llegado justo cuando más la necesitaba. Él sabía que llegaría, estaba completamente seguro de que llegaría.
– Lo has hecho muy bien, Galán -dijo-. Cuando supe que te habías escapado del hospital de Luxor, supe también que actuarías. Ha sido un golpe perfecto.
– ¿Galán? ¿Qué Galán? -preguntó desde la oscuridad una voz opaca.
Méndez se estremeció.
Era una voz completamente desconocida.
No había esperado aquello. La sorpresa fue tan intensa que durante unos segundos le inmovilizó.
Y la misma voz preguntó entonces:
– ¿Es que no me recuerda, Méndez? ¿No le dice nada mi voz? ¿Ya ha olvidado que hablamos en Madrid?
Y el hombre se adelantó, surgiendo de las tinieblas. La luna dio en su cara como antes había dado en la nuca destrozada del muerto. Méndez lo recordó entonces, claro que lo recordó.
Era el subcomisario Ceballos, el que le había servido de enlace para llevarle hasta el despacho del comisario Besteiro. Desde aquel despacho, situado en el mejor sitio de Madrid, se veían los leones de las Cortes. Ahora Ceballos, situado en el peor sitio de El Cairo, no veía más que el polvo, la sangre y aquella maleta que era la última cosa que había tocado el muerto.
El asombro de Méndez, que había llegado a inmovilizarle, desapareció en un instante. Comprendió que, después de todo, aquello era lógico. Los hombres que llevaban la operación desde arriba, desde muy arriba, no iban a dejarle solo. Incluso, bien mirado, él, Méndez, no existía, porque actuaba por su cuenta.
Susurró:
– ¿Desde cuándo me estáis siguiendo?
– Desde el principio del viaje.
– ¿Quiénes?
– Besteiro y yo mismo.
– ¿Y cómo… lo habéis hecho?
– De la forma más normal, Méndez. Embarcándonos como turistas en otro barco que se había de cruzar con el vuestro en varios puntos. Nos hemos hartado, desde la cubierta de nuestro buque, de fotografiaros a ti y a la niña.
Méndez tensó los músculos. Los que le quedaban, por supuesto. Pensó que estaba perdiendo facultades velozmente porque la verdad era que no se había dado cuenta de nada.
– Había mucha gente haciendo fotografías por todas partes -dijo de todos modos, como si quisiera disculparse a sí mismo.
– Nos sorprendió ver que tú estabas en este mejunje, Méndez -dijo Ceballos en un susurro-, pero luego averiguamos que habías venido por tu cuenta y como simple turista. ¿Por qué? Bueno, eso no nos importaba. Nosotros teníamos que seguir a Gandaria y lo hemos hecho, porque pensábamos que este viaje no era una casualidad. Que al final se vería obligado a pagar aquí a los de ETA el impuesto revolucionario con todos sus atrasos. Y Gandaria te ha delegado a ti para hacerlo, ¿verdad? Muy bien, pues este dinero no lo cobrarán. Dame la maleta.
No esperó a que se la diera, sino que la asió inmediatamente. Durante unos segundos, Méndez quedó tan paralizado por el estupor quino pudo pronunciar palabra.
Pero al fin barbotó:
– Maldita sea, Ceballos, estás cometiendo un error. Este dinero no tiene nada que ver con Gandaria ni con ETA. Pertenece a dos hombres a quienes tú debes conocer, porque son grandes fortunas de España: Cañada y Manrique. Y no lo pagan por Gandaria, sino para que no le ocurra nada a una niña subnormal que tiene adoptada Clara Alonso.
– Pero ¿qué dices…?
– La verdad, Ceballos, maldita sea tu estampa, te estoy diciendo la verdad.
– Eso habrá que comprobarlo. Yo no actúo legalmente aquí, en país extranjero, pero estoy en misión oficial. Llevaremos la maleta a la embajada y allí decidiremos qué es lo que debe hacerse.
Méndez vaciló.
No había esperado aquello. Aquello lo cambiaba todo. Lo que Ceballos decía era muy razonable, pero hundía a la pequeña Olga. Porque el asesino o los asesinos no habían cobrado su rescate.
– ¿Por qué has matado a este hombre? -preguntó.
– ¿Y por qué no? ¿Qué otro remedio tenía? No iba a avisarle para que se volviese hacia mí con una Parabellum. Además, ¿es que en un sucio cementerio egipcio voy a hacer caso de lo que diga la ley de Enjuiciamiento Criminal española? Venga, larguémonos de aquí.
– ¿Y el cadáver?
– Lo dejaré. ¿O es que no está en buen sitio? ¿Qué sitio mejor que uno de los mejores cementerios del mundo? ¿O es que crees que no se sentirá cómodo?
– Ahora ya no podré sacarle lo que pensaba sacarle -gruño Méndez-. Tengo en el bolsillo de la americana una buena navaja, v sé manejarla. Se la hubiera metido en el culo para que hablase.
– ¿Qué es lo que pensabas sacarle?
– Un nombre. Un solo nombre. Quería que confirmase lo que estoy sospechando.
– Pues olvídate de eso. Las cosas son como son. Y olvídate del muerto, porque nunca más oirás hablar de él.
– ¿No? ¿Y qué pasará cuando lo encuentren mañana?
– No lo encontrarán, Méndez. No aparecerá nunca. ¿Tú crees que la gente miserable que vive en esas tumbas se expondrá a que los acusen de haber matado a un europeo para robarle? Le robarán todo lo que lleve, claro, pero lo harán desaparecer. Lo meterán en tal sitio que no aparecería en un siglo ni aunque se removiese cada día este maldito cementerio.
Méndez comprendió que Ceballos tenía razón. Además, no podía discutir, porque era necesario darse prisa. En cualquier momento podían ser ellos las víctimas de un mortal ataque.
Todo aquello había sido muy rápido, y lo siguió siendo. Los dos avanzaron hacia la salida, que al fin y al cabo estaba cerca, pero sintiendo de pronto que todas las sombras del inmenso cementerio se lanzaban sobre ellos. El acueducto que marcaba la frontera, o sea el fin de aquella pesadilla, les parecía de repente una mancha tan lejana e inalcanzable como la propia luz de la luna. Méndez oyó a Ceballos resollar.
– Estás más nervioso que yo -dijo-. O más cansado.
– Pues claro que sí… ¿Crees que ha sido fácil seguirte, maldita sea?
– ¿Tú has pagado a aquel árabe?
– No. Al árabe le ha pagado el hombre que acaba de morir. Yo me he limitado a dar un rodeo para poder caer por detrás.
– De acuerdo, pero vamos inmediatamente a la embajada. Quiero hablar con el embajador en persona, ¿entiendes, Ceballos? Quiero resolver el asunto
– ¡Naturalmente que vamos a la embajada! ¿Adonde coño quieres que vayamos? ¿A ver cómo una tía de cien kilos nos baila la danza del vientre?
Estaban ya a pocos pasos del acueducto y por lo tanto de la salida del cementerio. Iban a conseguir escapar vivos de allí. Ceballos apremió:
– ¡Aprisa! ¡Aprisa!
Pero las cosas inesperadas no habían terminado para Méndez.
Fue entonces cuando sucedió.
El hombre apareció detrás de una tumba.
Era un europeo. Se podía distinguir en la semipenumbra su figura atlética y ágil, enfundada también en un traje negro, pero no se podía reconocer su rostro, porque llevaba -cosa nada corriente en El Cairo- un sombrero de fieltro con el ala echada sobre los ojos. Aquella figura saltó con la rapidez de un puma.
Méndez se dio cuenta, pese al vértigo de la situación, de que aquel hombre estaba desconcertado. Seguro que había esperado cualquier cosa menos verles aparecer a los dos. Aquel tipo barbotó:
– ¿Dónde está el…?
No hubo respuesta ni podía haberla. Méndez se dio cuenta de que aquel tipo iba a disparar. Vio en su mano derecha el brillo de un 38.
Fue Ceballos el que se movió antes.
Ya llevaba la pistola preparada. Méndez se dio cuenta de eso ahora.
Y se dio cuenta también, una vez más, de que su desconocido enemigo estaba estupefacto al verlos allí, porque no reaccionó con la suficiente rapidez. Al menos su brazo derecho fue lento, porque seguramente el tipo quería asegurarse de algo que Méndez no sabía. Fue Ceballos el primero que tuvo ocasión de disparar.
Y lo hizo como un maestro. Dos secas detonaciones atronaron el cementerio. Dos balas implacables fueron al encuentro de la cara de aquel hombre, justo por debajo del ala del sombrero.
Curiosamente, el sombrero no saltó. Fue todo el hombre el que dio un brinco y una vuelta completa en el aire. Luego se desplomó de bruces, quedando con los brazos bajo el cuerpo.
Todo había sucedido como una alucinación. Méndez iba atando algún cabo, pero estaba tan aturdido que aún le costaba trabajo pensar con rapidez. Lo único que le decía su instinto era que tenían que salir de allí, porque ahora, después de los disparos, sí que estaban metidos de verdad en un avispero. Podían quedarse en el cementerio… para siempre.
Dio media vuelta mientras le gritaba a Ceballos:
– ¡Corre!
Pero Ceballos no corrió. De pronto el que parecía inmovilizado por el estupor era él. Se quedó como una estatua a espaldas de Méndez.
Quizás era absurdo.
Pero Méndez no tuvo tiempo de pensarlo.
Empezó a volverse.
Barbotó:
– ¿No vienes o qué…?
Pero no estuvo ni siquiera seguro de haber pronunciado esas palabras.
Porque en aquel momento volvió a suceder.
El estampido.
La bala.
Ceballos salió disparado hacia arriba.
Durante unas décimas de segundo quedó como colgado en una posición absurda, levantando incluso una pierna. Luego se derrumbó.
Méndez, pese a toda su experiencia, sintió que se le cortaba la respiración.
Por la cara del muerto, como una mano que quisiese cubrirla, avanzaron los dedos de sangre.
De pronto era como si estuviese en otro planeta, en otra dimensión. No sólo era espectral aquel gigantesco cementerio en el centro de la ciudad, sino que era espectral todo lo que de repente estaba ocurriendo. Méndez sintió que temblaban sus rodillas, como si hubiesen vuelto todas las artrosis, todos los dolores ocultos y todas las humedades de su vieja calle Nueva.
De pronto su instinto funcionó. Y su instinto le dijo que tenía que salir de allí o acabaría tan muerto como aquellos tipos. Tomó la maleta y echó a correr hacia las ruinas del acueducto.
Su cerebro, aunque de forma entrecortada, volvía a funcionar, y empezaba a trazar una primera cronología de los hechos. Primero, el hombre que debía cobrar el dinero no se había fiado de hacerlo en un lugar exterior al cementerio, como era las Tumbas de los Mamelucos. Había preferido hacerlo dentro, aunque a corta distancia de la salida, porque así Méndez, en aquel laberinto, no vería por dónde escapaba, Y había enviado a un mensajero pagado para que guiase al policía.
Segundo: pero Ceballos, que seguía a Méndez, había podido dar un rodeo, cazando a aquel hombre por la espalda y liquidándolo en silencio. ¿Razones de que no le hubiese dado el alto reglamentario?. Dos: estaba en situación ilegal y además no podía exponerse a un tiroteo allí.
El cerebro de Méndez seguía funcionando mientras sus ojos buscaban desesperadamente un taxi.
Tercer factor: en apariencia, con la muerte del primer tipo, todo estaba solucionado, y su única preocupación consistía en salir para dirigirse a la embajada española. Pero posiblemente Ceballos ignoraba -como el propio Méndez- que el hombre que debía cobrar tenía las espaldas guardadas por un compinche. Aquel compinche debía protegerle y acompañarle a la salida del cementerio. Al no verle llegar a él, sino a Méndez y un desconocido, había salido desconcertado de su escondite. Seguro que no entendía nada, y eso explicaba su pregunta: «¿Dónde está el…?».
Hasta aquí Méndez veía las cosas claras. Incluso le parecía lógico, dentro de las circunstancias, que Ceballos hubiera disparado contra aquel tipo, sin hacerle ninguna pregunta, porque nadie hace preguntas a un hombre armado en el más siniestro cementerio de Egipto.
Pero a partir de aquí algo se rompía en el cerebro de Méndez. ¿Por qué Ceballos se había quedado un poco atrás? ¿Qué era lo que veía? ¿O qué era lo que temía? ¿O qué pensaba? Y sobre todo: ¿quién había acabado con él?
A esta última pregunta quizás hubiera podido contestar Méndez.
Quizá.
Pero lo demás era una espesa bruma.
Vio un taxi al llegar a la avenida y le hizo señas desesperadamente, temiendo que una auténtica pandilla de mamelucos vinieran tras él. Y si venían para matarle, es decir con buenas intenciones, aún sería lo de menos. Méndez pensaba que aún podían ocurrir cosas peores para la poca honra que le quedaba.
El taxi se detuvo.
Méndez se dejó caer de cabeza dentro.
Méndez, dispuesto a presumir de idiomas como fuera, murmuró:
33 EL EVANGELIO SEGÚN MÉNDEZ
Méndez tenía los ojos cerrados cuando el taxi se detuvo ante el hotel. En realidad los había tenido así durante todo el viaje.
Y es que lo necesitaba. Se sentía absolutamente incapaz de mirar nada, de ver nada, como si todos sus sentidos se hubieran atrofiado, como si sólo viviera en él un oscuro pensamiento secreto. Al abrir de nuevo los ojos miró desorientado en torno suyo, como si no supiera dónde estaba.
Pero era aquel pensamiento secreto el que le daba fuerzas. Era aquel pensamiento secreto el que guiaba sus pasos. Sujetó con fuerza la maleta y entró en el hotel.
Ahora tenía los ojos muy abiertos. Su mirada era fija e hipnótica.
No se detuvo ante conserjería. Fue directamente a los ascensores, que estaban más allá de la espléndida galería comercial. Uno de los empleados, que hablaba un correcto castellano, le llamó:
– Eh, señor Méndez.
– ¿Qué hay?
– La señorita Alonso ha preguntado por usted. Ha dicho que, por favor, cuando volviese la viera enseguida.
– Gracias. Lo haré… más tarde.
– Perdone, pero es que me ha dicho que era urgente.
– Comprendo que sienta impaciencia -susurró Méndez-. Y enseguida iré. Pero antes necesito pasar… por otro sitio.
– Bien, señor.
Méndez no le miró. En realidad tenía la mirada perdida. Siguió andando.
Tomó el ascensor. Sujetando fuertemente el asa de la maleta, anduvo un trecho del pasillo. Se detuvo ante una de las puertas y llamó con los nudillos mientras preguntaba:
– Soy Méndez. ¿Me puede abrir, señor Gandaria?
El propio Gandaria le abrió. Iba perfectamente vestido, como si se dispusiera a salir. Miró a Méndez de arriba abajo, sorprendido, sin acertar al principio a decir una sola palabra.
– ¿Usted…? -musitó finalmente.
– Siento molestarle. ¿Me permite pasar?
– Pues claro, Méndez… Pase. La verdad es que no esperaba su visita… ¿A qué ha venido?
Méndez tomó asiento en una de las butacas de la habitación sin que el otro le invitase. Su mirada era plácida. Su sonrisa era decadente y un poco amanerada. Susurró:
– ¿Me pregunta a qué he venido…? Pues he venido a traerle su dinero, señor Gandaria.
Y señaló la maleta, que acababa de depositar en el suelo. Gandaria se dejó caer en la otra butaca, frente a él, y por unos instantes le miró como si no comprendiese.
– ¿Mi dinero…? -balbució finalmente.
– Sí, señor Gandaria. En billetes de mil dólares, que pesan y abultan poco.
– Pero ¿qué dice…? ¿A mí ha venido a traerme eso? ¿Y ese dinero qué es?
– La cantidad exigida para que no le pase nada a la hija de Clara Alonso, señor Gandaria.
El empresario le volvió a mirar de arriba abajo. Daba la impresión de no entender nada. Al final hizo un gesto de desprecio y musitó:
– ¿Está loco?
– Necesitaría estarlo, señor Gandaria, porque así no sentiría tanta repugnancia ante lo que tengo que ver.
– ¿Y qué es lo que le produce tanta repugnancia, Méndez, si puede saberse?
– Los negocios, amigo, los negocios.
– No me extraña, Méndez. Usted ha sido siempre un muerto de hambre. Y ahora le recuerdo que estoy de vacaciones. Dígame por qué demonios ha venido a molestarme. Y luego váyase.
– Ya se lo he dicho: he venido a traerle este dinero que usted esperaba. Y a hablar.
– ¿A hablar de qué?
– Por ejemplo, de los negocios que se arruinan en el País Vasco.
– Eso no le importa. Ni siquiera ha estado usted allí.
– Por desgracia, es cierto -dijo Méndez en tono plañidero-. Nunca he estado en el País Vasco, una de las tierras más bonitas que existen.
Y he perdido lastimosamente la oportunidad de fisgar en sus restaurantes, tabernas, figones y sociedades gastronómicas. Nunca le he tocado el pandero a una tía de buen ver y que encima se llamara Nicolasa. Nunca una cocinera de las que valen la pena me ha invitado a mesa y cama mientras su marido estaba en un levantamiento de piedra. Ni he oído a los orfeones. Ni he ido de copas, en horas rigurosamente nocturnas, por calles que olían a puerto y a vino de segunda boca. Son muchos los que opinan que me he perdido lo mejor de la vida, y yo pienso que tienen razón. Ya ve.
Gandaria hizo un gesto de asco.
– No me explique ahora las desgracias de su estómago, Méndez. O las de su membrillo viril, si es que lo conserva. Me hablaba de negocios que se hunden. Por ejemplo, ¿qué negocios?
– El suyo, señor Gandaria. Los suyos, mejor dicho -afirmó dulcemente Méndez, mientras movía las manos como si fuese a darle la bendición.
– Mis negocios van bien, Méndez. No tiene derecho ni a mencionarlos.
– No, amigo, no van bien. Hasta el momento ha logrado mantener usted una apariencia de solidez, porque es cierto que entran grandes cantidades de dinero. Pero las cantidades que salen son mayores toda vía. ¿Sabe que leí y releí muchos periódicos antes de venir a Egipto? Y no precisamente el
Los labios de Gandaria temblaron un momento. Estaba tenso no a causa del miedo, sino de la indignación. Poco faltó para que tratase se abofetear a Méndez.
Pero éste dijo, con la voz helada que hubiese podido tener un reptil:
– Deje los cojones donde los tiene. No se mueva, Gandaria.
– Pero ¿usted se ha creído que…?
– No sé de qué se queja. Le estoy hablando educadamente, con voz plañidera, suave y hasta ligeramente amariconada. No sé qué más quiere.
Gandaria barbotó:
– Quiero que me diga de qué está hablando.
– Pues de dinero, amigo. De dinero… ¿No le gusta a usted el tema? Estoy hablando de sus negocios que se han descapitalizado, ¿se dice así?, hasta el extremo de que ya no pueden competir. Pero ¿por qué se han descapitalizado? Pues porque usted se ha llevado enormes cantidades de dinero. Porque usted ha pagado enormes cantidades de dinero a ETA.
Gandaria se mordió el labio inferior.
Sus dedos temblaron y estuvo a punto de levantarse otra vez, pero al fin reconoció de mala gana:
– Sí. He tenido que pagar enormes cantidades de dinero a ETA. ¿Y qué? ¿Me lo va a devolver usted?
– Qué más quisiera… De todos modos celebro que lo confiese, señor Gandaria, porque eso ya lo sospechaban, más bien lo sabían, algunos policías de altura, como por ejemplo el comisario Besteiro, que otea las finanzas del país desde un puesto falso en el Banco de Crédito Industrial.
– Siento que… que lo sepan. Pero en el fondo ya imaginaba que una cosa así no podría mantenerse en secreto siempre. De todos modos, ¿qué iba a hacer?
– Aun así, yo me pregunto una cosa, señor Gandaria.
– ¿Qué?
– Me pregunto por qué se quiso convertir en un símbolo de la resistencia y jurar que nunca pagaría nada a ETA.
– ¿Y por qué no?
– ¿Y por qué sí, señor Gandaria?
– Tiene su lógica. Si aceptaba el robo, no tenía por qué aceptar la humillación. Y al mismo tiempo era mi pequeña venganza. Elevaba la moral de los demás. Muchos empresarios esquilmados habrán recobrado la hombría gracias a mis palabras.
– Admirable apostolado, señor Gandaria.
– Maldita sea la leche que ha mamado, Méndez. ¿Se está burlando de mí?
– Acepto su maldición, señor Gandaria. Algunas de las cosas que he mamado merecen eso y más. Pero yo quería hablarle más bien de dos circunstancias.
– ¿Cuáles?
– Circunstancia primera: ese fortunón que usted se fue llevando a Francia, ante la pasividad más o menos tolerante y ante el despiste, ¿por qué no?, de la policía, no se lo pagó usted ni a ETA ni a la madre que la parió. No se lo pagó a nadie. Se lo quedó usted.
– ¿Qué…?
– Circunstancia número dos: su papel de Gran Resistente estaba perfectamente calculado. Le era muy útil. Y hasta pienso que, de hecho, era el único papel que podía interpretar. Porque si ETA no cobraba, le parecía muy lógico que usted dijera que no iba a cobrar nunca. Todo era coherente. Si, por el contrario, hubiese estado cobrando, las carcajadas se hubiesen oído desde las mesas del restaurante La Merced hasta las mesas del restaurante Las Pocholas, desde las cocinas del Hispania hasta los asadores del Hotel Boix. Y hablo de restaurantes, señor Gandaria, porque sé que así me entiende, porque sé que usted domina la geografía del guiso como domina la geografía del coño. Pero perdone la vulgaridad. Uno ha comido como máximo en Casa Leopoldo, v eso se nota. En fin, que ETA no le dejaba a usted en ridículo poique no tenía motivo para hacerlo. Ante sus jefes, la madre que los parió, USted estaba diciendo la verdad. ¿Y la policía qué? La policía no sabía nada con certeza, no tenía ninguna prueba, y sólo en sus alturas, las de los que comen a costa del contribuyente en Zalacaín y El Cenador del Prado, se sospechaba algo. Pero tampoco iban a ponerle en evidencia a usted, ¿sabe, señor Gandaria? Tampoco. Primero porque no tenían ninguna prueba, insisto. Segundo, porque la actitud de usted les parecía encomiable y útil. Un tío que mantiene alta la bandera de la dignidad. ¡Estupendo! ¿Por qué iban a ser ellos mismos quienes la derribaran…?
Hubo entonces un brusco silencio.
Méndez alzó un dedo delgado y sinuoso.
Apuntó con él a Gandaria.
Se oía la respiración silbante de éste.
Méndez susurró:
– Quedamos en que ese dinero se lo ha ido quedando usted. ¿Qué tiene que decir?
– Sólo tres palabras.
– ¿Cuáles?
– Hijo de puta.
Méndez ni se inmutó.
Su dedo largo y sinuoso seguía apuntando a Gandaria.
– Pero el resultado era que los negocios se descapitalizaban, ¿sigue diciéndose así?, e iban quedando en una situación cada vez más difícil – murmuró-. Eso a usted no le importaba, claro. Usted estaba haciendo un negocio fabuloso llevándose la pasta. Y con su aureola de dignidad podía permitirse el lujo de no dar demasiadas explicaciones a los otros amos del dinero, o sea los socios y los bancos. Claro que alguna explicación hay que acabar dando. En esta vida hay que acabar dando explicaciones a todos, incluso a la mujer cuando estrena un body con medias negras y tú nada. Ni con grúa. Esas explicaciones, por ejemplo, digo yo, acostumbran ser peligrosísimas.
Los dientes de Gandaria rechinaron.
Ahora sí que se puso en pie.
Con los brazos tensos masculló:
– Le voy a echar, Méndez. Llamaré al detective del hotel. O lo en viaré fuera a patadas yo mismo. Sus palabras me darían asco si no mi dieran antes una cosa más importante: risa.
– Pues ríase.
Con una mueca de desprecio, Gandaria fue hacia la puerta.
Pero la voz de Méndez sonó como un trallazo.
– Le conviene quedarse, Gandaria. Le conviene seguir tronchándose.
Con la mano en el pomo, Gandaria se detuvo. La mueca de desprecio se hizo más amplia cuando hasta él llegó nuevamente la voz de Méndez.
– No me extraña que usted necesitara pasta gansa, amigo mío. Ni siquiera hace falta ir preguntando por ahí para saber que le gustan los manteles de Arzak cuando está en España, los de Maxim's cuando está en Francia y los de Laurent cuando está en Nueva York. Que le gustan los Vega-Sicilia, los Marqués de Riscal y los Chateau d'Iquem. Pero eso no significaría gran cosa para una fortuna como la suya si no le gustaran también los Montecristo del uno. Aunque eso ¿en qué puede dañarle? Tampoco significaría nada si no le gustaran, como complemento, los culos de las pocas vedettes que aún están en buen uso, o sea las pocas que aún tienen culo. Precisamente por eso, porque hay pocas, resultan carísimas, al margen de que buena parte de ellas se dedican a la vida hogareña, la castidad y las obras pías. ¿Qué se ha hecho, señor Gandaria, de aquellas grandes vedettes que yo había conocido, que tenían un querido para cada día de la semana, y el domingo lo dedicaban a los gobernadores civiles y los prelados domésticos? El caso es que sus gastos en hímenes y otros desperfectos desequilibrarían el Manhattan Chase Bank, ¿se dice también así?, y han desequilibrado las empresas. Como además usted no se ocupa de trabajar, y como encima quiere tener un porvenir asegurado con más hímenes y más desperfectos, no me extraña que todo el dinero que se ha guardado aún le parezca poco.
– Eso no es verdad, Méndez. Pero en todo caso sería asunto mío, de mis banqueros y de mis socios.
– ¡Justo! -Méndez volvió a señalarle con el dedo y a adoptar una voz meliflua-. Justo, señor Gandaria, usted me acaba de reconducir a la verdadera situación. Los banqueros y los socios ya empezaban a no explicarse muchos fallos. Pedían cuentas. Y usted comprendió que necesitaba dinero, un último golpe de dinero para dos cosas.
– ¿Qué dos cosas?
– Me he explicado mal: una de dos. O bien dinero para tapar sus agujeros y restablecer la confianza y la situación inicial o bien dinero para darse el piro con todo atado y bien atado, como se decía en los buenos tiempos. En todo caso le hacía falta una última entrada de pasta.
– ¿Qué está tratando de decir, Méndez?
– Pues mire, ya que me lo pregunta, estoy tratando de decir dos cosas -murmuró Méndez, encogiéndose de hombros con desenvoltura.
Y añadió, mirando de soslayo a Gandaria:
– La primera era casi obligada. Usted, para asumir bien su papel, para aparecer siempre como una víctima, para alejar de sí las sospechas, necesitaba demostrar que corría un gran peligro, de muerte. Que ETA iba a acabar con usted. Que necesitaba incluso protección.
– ¿Y qué? Mucha gente la tiene. Hoy día la tienen hasta las criadas de los ministros, no sea que alguien les contagie el sida.
– Eso es verdad, señor Gandaria. ¡Qué gran verdad! Mucha gente contrata a su guardaespaldas, pero nadie contrata a su propio asesino.
La derecha de Gandaria tembló un momento en el aire.
Barbotó:
– ¿Qué dice…?
– Lo que está oyendo, pedazo de cabrón, y perdone que no emplee otras palabras más circunspectas ni me meta, por ejemplo, con la dilatación de su esfínter. Usted contrató a Fernando Torres para que le matara. Le pagó algún dinero, pero prometió pagarle mucho más si hacía bien su trabajo. Por supuesto no lo contrató usted, ya que eso hubiera sido estúpido. El trato lo hizo por teléfono uno de sus propios guardaespaldas.
Gandaria lanzó una risita.
– Está loco, Méndez -susurró-. ¿Iba yo a pagar dinero para correr peligro de muerte?
– No lo corría.
– ¿Cómo que no?
– Nunca se corre peligro cuando uno sabe quién es el que le viene detrás, y cuando dos guardaespaldas que conocen perfectamente sus costumbres lo controlan minuto a minuto. El único resultado lógico fue justamente el resultado que se produjo: todos ustedes dieron una oportunidad a Fernando Torres. Y como la oportunidad estaba perfectamente controlada, uno de los guardaespaldas lo acabó matando. Y además en público y de una manera espectacular, que era lo que le convenía.
– Sigue estando loco. ¿Qué ganaba yo con eso?
– Demostrar que, efectivamente, corría un enorme peligro. Una vez muerto Fernando Torres, se estudiarían todos sus antecedentes y se sabría que había sido un asesino profesional de primera clase. Usted, Gandaria, podría seguir, entre toda clase de aplausos, su carrera de gran hombre. Ninguno de sus socios se atrevería a atacarle, aunque sólo fuera por temor a la opinión pública. Y ninguno de los bancos. No se ataca a un símbolo.
Méndez añadió:
– Pero le estaba hablando del dinero, amigo Gandaria. Del gran dinero. Era el que necesitaba para una de esas dos cosas que le he dicho antes. Y pensó obtenerlo de la forma más sencilla: haciendo secuestrar a una pobre niña.
Hubo un brusco silencio. Se pudo oír en la habitación el jadear de los dos. Sobre todo el de Méndez, cuya garganta arrastraba licores de baja crianza, vinos de economato militar y todo un museo de nicotinas.
– Parecía sencillo -añadió-, pero le salió mal. El encargado de llevar adelante el asunto, Ángel Martín, lo estropeó por completo. Claro que usted reaccionó inmediatamente y cortó todos los hilos y todos los contactos que podían unirle a él, incluso el del policía Marquina. Me maravilla la limpieza de su ejecución, ¿sabe?, por medio de aquella chica a la que me gustaría conocer por simple curiosidad de colega, pero a la que me he resignado a no encontrar nunca. Y no crea que me importa. No puedo sentir odio hacia el que mata a un bicho como Marquina.
– Está divagando, Méndez. Usted mismo sabe que no tiene idea de lo que dice.
Como si no le hubiera oído, Méndez continuó:
– Bueno, el caso es que el asunto salió mal, aunque usted seguía libre de toda sospecha. Y yo me pregunto ahora si, caso de salir el negocio bien, hubiera necesitado usted toda la comedia del Hotel Palace. No, yo pienso que no. Usted, con el dinero, o hubiese restablecido la situación de sus empresas o, cosa más probable, se hubiera largado con el botín sin prisa alguna y en el momento más favorable. Pero la cosa había salido mal y usted necesitaba repetir el golpe. La víctima, eso lo había comprobado, era extraordinariamente vulnerable. Y estaba en el Hotel Palace. Y usted podía perfectamente alojarse allí. Y ganarse su entera confianza. Y ser el hombre menos sospechoso del mundo. Y aparecer más que nunca como un símbolo. Usted le apretó hasta el tope las tuercas a una pobre ciega porque supo que ella cedería.
– ¿Sí? ¿Y cómo le apreté las tuercas, Méndez?
Méndez escupió antes de pronunciar un solo nombre:
– Rosendo Valle.
– ¿Quién es Rosendo Valle?
Con una mala educación absoluta, Méndez volvió a escupir ostensiblemente antes de decir:
– «Era.» Usted sabe que está muerto. Lo debió leer en los periódicos. En el Hotel Palace los sirven con el café.
Gandaria se encogió de hombros.
– Si apareció en la sección de sucesos, yo no la leo nunca. Eso lo dejo para la gentuza como usted, que es la que busca allí su nombre.
– Me parece una sana costumbre, amigo Gandaria, pero de todos modos usted sabía quién era ese tipejo antes de que su apellido chorreante no ya de sangre, sino de mierda, apareciese en las páginas de sucesos. Usted -por medio de uno de sus guardaespaldas, naturalmente- lo contrató para violar a Clara Alonso, una pobre mujer ciega.
Ahora Méndez se puso en pie. Su mandíbula tembló un momento, sus dientes, donde estaba toda la historia de Tabacalera S.A., rechinaron con suavidad.
– Rosendo Valle era la rata de alcantarilla más asquerosa y sifilítica que ha corrido jamás por las calles de Madrid -dijo-. Bien muerto está. Que le den. Su trabajo consistía en hundir para siempre a Clara Alonso. En demostrar que estaba absolutamente indefensa. Que no podía hacer nada. Sólo con aquella terrible prueba, ella ya pagana lo que le pidiesen. Pero también le salió mal, Gandaria. Hay que ver. A Rosendo Valle se lo cepillaron con chilaba y todo. Y usted no tuvo más remedio que seguir con su plan. Qué lástima.
Apuntó de nuevo a Gandaria.
– Naturalmente que tenía que seguir con su plan -mascullo-. Por eso vino al Nilo en el mismo barco que la niña. Sus dos guardaespaldas o sus dos compinches, como prefiera llamarlos, viajaban en otro buque que tenía que encontrarse con el
– Uno no tiene que entretenerse demasiado aplastando gusanos -dijo ambiguamente Gandaria-. No molestan.
Méndez lanzó una risita seca.
– Usted no cree ni una palabra de lo que he estado diciendo hasta ahora, ¿verdad, señor Gandaria? -preguntó, cambiando de pronto el tono de su voz y haciéndola tan respetuosa como si hablara con una persona inasequible, o sea una señora de al menos quinientos euros.
– ¿Cómo piensa que voy a creerle?
– ¿Entonces por qué me escucha tan amablemente, señor Gandaria?
– Por una sencilla razón.
– ¿Cuál?
– Las historias de locos y las historias de maricones siempre me han divertido.
– Tiene razón. Ésta es una historia de locos y de maricones -dijo Méndez con la misma amabilidad cortesana-, o sea que es una historia civilizada y culta. Pero no sé si me permitirá hacerle una pregunta, señor Gandaria. No sé si será abusar de su cortesía.
– Después de tantas barbaridades, no importa una más. Hasta puede ser divertido.
– Hay algo que no entiendo, señor Gandaria: ¿por qué quiere matarle su hermano Salomón?
– ¿Qué dice? ¿Hasta qué extremos va a llegar? ¿Supone que Salomón piensa acabar conmigo?
– No lo piensa, lo hace. Pero es algo que no entiendo, ¿sabe, respetado señor Gandaria? No entiendo por qué quiere matarle, aunque supongo que lo averiguaré. De todos modos, ¿qué importa ahora ese detalle. Lo cierto es que usted sabe, lo misino que yo, que Galán no es un ayuda de cámara, sino un guardaespaldas, o mas exactamente un asesino profesional. Y digo que lo sabe lo mismo que yo porque estuvo siempre preparado para evitar el ataque de Galán. Hasta que comprendió que la noche en el templo de Karnak era la última oportunidad que Galán tenía. Y decidió aprovecharla en beneficio propio.
– ¿En mi beneficio? ¿Cómo?
– A usted le seguía interesando jugar el papel de irreprochable ciudadano que corre peligro en todas partes.
– ¿Sí? Pero ¿qué está diciendo? ¿Usted sabe la oscuridad que imperaba en Karnak? ¿Cómo coño lo hice?
– De oscuridad estoy hablando, amigo Gandaria -dijo calmosamente Méndez-. De oscuridad. Usted no sólo alertó a sus guardaespaldas para que estuvieran atentos y vigilaran obsesivamente a Galán, sino que utilizó dos elementos que hasta entonces no había utilizado.
– ¿Sí? ¿Cuáles?
– Uno era un traje claro, perfectamente visible incluso en la penumbra más espesa. Aparentemente era una imprudencia, porque así Galán podía seguirle mejor. Pero en realidad era su mejor defensa, porque de ese modo sus guardaespaldas podían conocer perfectamente sus movimientos y situación. No olvidemos que ellos también estaban mezclados con la multitud y muy cerca. Y no olvidemos tampoco, Dios nos libre, una maravilla de la técnica que hoy día ya no es tan maravillosa. Me refiero al pequeño audífono para sordera que usted ha estrenado en este viaje a Egipto. Por cierto, ¿por qué no lo lleva aquí, en su habitación, señor Gandaria? ¿Ya oye bien?
– Oigo como me da la gana.
– Claro, por supuesto. Ha oído como le da la gana ahora y siempre. En realidad usted oye muy bien. Pero necesitaba un micro para recibir las advertencias de sus guardaespaldas, quienes le protegían viendo lo que usted no podía ver. Y esa mágica noche de Karnak llevó el micro, por supuesto, ya que era una pieza esencial. Sus gorilas tenían que avisarle del momento exacto en que Galán actuaría, para que pudiese flexionar su cuerpo hacia el lado que le indicaran y esquivar el golpe. Claro que esa noche hubo en el micro un detalle adicional y lleno de delicadeza: usted lo rodeó con un pequeño hilo fosforescente. Todos los testigos me han hablado de ese leve detalle de luz. ¿Y para qué servía? Pues, con toda probabilidad, para que sus gorilas supieran perfectamente, si la oscuridad llegaba a ser excesiva, dónde estaba usted. Con un leve movimiento no sólo se libraría de Galán, sino que ellos podrían matarlo. Galán está vivo por verdadero milagro, amigo mío. Las balas tenían que haberlo dejado seco allí mismo.
Méndez hizo un gesto de indiferencia y añadió:
– Pero usted sigue sin creer una palabra, ¿verdad?
– Sigo riéndome de todo lo que dice.
– Está completamente seguro de que todo esto son suposiciones y de que nunca se podrá probar nada.
– Estoy seguro de eso porque lo que usted dice, Méndez, es una delirante fantasía. Pero aunque fuera verdad, la situación seguiría siendo la misma: nunca se podría probar nada.
– Excepto por un detalle. O por dos. Pero permítame que como yo soy un hombre de mente ordenada y que merecería haber estudiado en los jesuitas, empiece por el primero de esos detalles.
– ¿De veras? ¿Quiere que me siga riendo? ¿Cuál es?
– Una cosa que estuvo en el aire.
– ¿Pero de qué leches me habla?
– De una canción.
Gandaria le miró como una persona inteligente miraría a un verdadero loco.
– No sabía que las canciones fuesen pruebas, Méndez -dijo al fin con desprecio.
– Esta, sí.
– ¿Por qué?
– Usted grabó la última amenaza contra Clara Alonso en un pequeño sector de una casete musical. No quiso correr ningún peligro inútil, y para eso disfrazó muy bien la voz y además la dotó de un fondo musical muy bien estudiado, que contribuía a distorsionar las palabras. Todo eso lo tuvo que hacer lógicamente en su camarote del
Méndez fue hasta la pared de la habitación, se volvió de pronto, y ante el silencio del otro siguió:
– No era difícil, puesto que le bastaba con obtener el fondo musical de otra casete que haría sonar al lado, de tal modo que la música se grabase también mientras usted hablaba. Pero había un pequeño detalle, claro. Un pequeñísimo detalle. Cualquier sonido un poco fuerte que llegara a la habitación lo recogía también la cinta que estaba grabando.
– ¿Y qué?
– No parecía importante al principio, claro. Nada importante. Me costó darme cuenta de que una canción que se oía muy poco, por debajo de la música de fondo, era una canción en árabe muy mal entonada. ¿Y si procedía de un camarero? ¿O de un cocinero? ¿Qué se podía oír desde su camarote, señor Gandaria? Por eso me he molestado en volar otra vez a Luxor, antes de que el
– No me haga reír. Puede causarme molestias, pero usted sabe perfectamente que una cosa así no le serviría de nada.
– Es que hay otro detalle, amigo.
– ¿Otro detalle? ¿Cuál?
– Sus guardaespaldas.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Han muerto.
En el rostro de Gandaria no hubo la más leve alteración. Habitualmente expresivo, el hombre no movió una ceja esta vez. Se limitó a preguntar con desprecio:
– ¿Dónde?
– En el mayor cementerio de El Cairo, donde usted los envió. Cerca de ese monumento tan singular que se llama la Tumba de los Mamelucos. Usted envió uno allí a cobrar el rescate y otro a cubrirle el camino hacia la salida del cementerio. Tal vez usted ha pensado, al verme llegar con esta maleta, que no contiene dólares. Pues sí, señor, los contiene. O tal vez ha pensado que no me presenté en el lugar de la cita. Pues sí, señor, me presenté. A partir de este detalle, ya puede adivinar que sus dos gorilas están muertos, porque de lo contrario tendrían ellos el dinero, no yo. Pero no piense que me los he cargado con mi propia mano, respetado señor Gandaria. Me valoraría en mucho si pensara eso. A mi edad yo ya sólo puedo matar, y eso tras un largo entrenamiento y si tengo el armamento adecuado, a uno de los que venden los cupones de la ONCE.
Se oyó el crujido de las mandíbulas de Gandaria.
– Si no los ha matado usted, Méndez -barbotó-, ¿quién…?
– Al primero lo mató la policía. Al segundo, el que tenía que cubrir la retirada, no sé con certeza quién se lo cargó, aunque lo supongo Pero, en fin, me basta con los dos cadáveres. Cuando se compruebe quiénes son y un juez pregunte qué leches hacían allí y por cuenta de quién obraban, va a ser todo una maravilla, señor Gandaria.
– ¿Sí? ¿Y quién va a contestar a esas preguntas? ¿Los dos muertos?
– No, señor Gandaria. Dos muertos no. Dos policías.
– ¿Quiénes?
– El que mató al primer guardaespaldas y yo. Comprendo que valga poco, pero ese día, cuando tenga que declarar, me cepillaré el traje para causarle buena impresión al juez.
Méndez sabía que estaba mintiendo, porque nada de aquello era posible. En primer lugar, no aparecerían los cadáveres de los dos guardaespaldas. Ni siquiera estaba seguro de que fuesen los guardaespaldas de Gandaria, puesto que no les había visto la cara. Tampoco aparecería, claro que no, el cuerpo del subcomisario Ceballos. El inmenso cementerio, más lleno de vivos que de muertos, se lo tragaría todo. Pero él necesitaba mentir, necesitaba demostrarle a Gandaria que disponía de pruebas contundentes. Sólo así hundiría a aquel hombre que contaba con todo y lo había previsto todo.
Se dio cuenta de que tenía razón.
Por primera vez, los párpados de Gandaria temblaron.
Su cuerpo se tensó.
Méndez contaba con eso.
Con la misma voz indiferente que hubiese podido tener en un bar de su distrito, murmuró:
– Puede que vaya armado, Gandaria, pero le aconsejo que lo olvide. Un tiroteo aquí, en el centro de uno de los mayores hoteles de la ciudad, no le servirá de nada. Y puestos a armar ruido, le aseguro que soy mas rápido y tengo más mala leche que usted.
Méndez volvía a mentir. Ahora no disponía de su revólver, sino solo de su navaja, pero Gandaria no lo sabía. Jamás se atrevería a resistir, sabiendo que podían dejarlo seco allí mismo.
Pero entonces ocurrió.
Méndez no esperaba aquello.
Era incapaz de imaginarlo siquiera.
En aquel momento estaba diciendo:
– Voy a detenerle, Gandaria. Apóyese en la pared con las manos en alto. Va a arrepentirse de haber nacido, aunque me cago en el día que en España suprimieron la pena de muerte.
No había terminado de decir esas palabras cuando una puerta se abrió a su espalda.
Era la del cuarto de baño.
Y una voz dijo:
– Me temo que ha perdido la partida. Deje en paz a Gandaria, Méndez.
Méndez tensó el cuello, sintiendo que se le cortaba la respiración.
Sintió frío en la columna vertebral.
Porque había reconocido muy bien aquella voz.
Era la voz de Clara Alonso.
34 «YO TENGO MI LEY»
Hay una lógica del horror. Hay una lógica de la desdicha. Incluso mu cierta lógica del absurdo. Pero Méndez supo en aquel momento que no hay una lógica del asco.
Sus rodillas parecieron doblarse.
Nunca le había ocurrido nada igual.
Su cuerpo vaciló.
Oyó el suave taconeo a su espalda.
Méndez quiso volverse.
Ni eso pudo hacer.
La voz de Clara Alonso dijo entonces suavemente:
– Soy yo la que tiene su revólver, Méndez. Ya sabe que se lo hicimos dejar en el hotel. Y sabe también que un Phyton no perdona.
Méndez sabía eso. Claro que lo sabía. Sus sesos -o lo que quedara de ellos después de tanto alimentarlos con vino barato- quedarían clavados hasta en el techo. Pero no era miedo lo que sentía. Era otra cosa. Logró encontrar un resto de voz para decir:
– Usted es una ciega de verdad, Clara Alonso. Una ciega. No puede apuntar a ninguna parte.
Ella siguió avanzando. En el silencio espantoso de la habitación, su taconeo era como el sonido de un tambor.
– Se equivoca, Méndez -susurró.
– Sé que es una ciega, Clara. Lo he comprobado mas de una ve/. Al principio sospeché que no lo era, que estaba fingiendo miserablemente. Por eso anoté todos los detalles. Y ahora sé que no puede verme Que no puede apuntarme… ni me puede matar.
– Vuelve a equivocarse, Méndez. Usted no puede entenderlo porque no ha nacido ciego. No puede darse cuenta de que capto una respiración por leve que sea. De que huelo como los perros. De que oigo hasta el sonido que produce al moverse la tela de un traje. -Avanzó un paso más-. Ahora mismo sé que está a mi izquierda.
Si no hubiese sentido tanta turbación, tanto asco, tanta náusea, Méndez hubiese lanzado una carcajada de burla.
Porque no estaba a su izquierda, sino a su derecha.
¡Menuda ciega!
Por lo tanto no se movió ni habló.
Mejor que ella estuviera confundida.
Y entonces volvió a ocurrir.
A Méndez le hubiese parecido increíble.
Pero no pudo darse cuenta.
Ella había alzado repentinamente la mano armada con el revólver. Lo había hecho con una rabiosa decisión. El pesado Phyton era como una maza.
Y golpeó… ¡pero no hacia la izquierda!
Méndez no se había movido.
Recibió el impacto de lleno. Su cabeza pareció abrirse en dos.
Durante una fracción de segundo, como un chispazo, pensó que aquella ciega había sido más lista que él. Mucho más lista. Sabía desde el primer momento dónde estaba, pero con su treta lo había mantenido inmóvil.
Empezó a barbotar:
– ¡Maldi…!
O creyó que lo había dicho.
Luego todo terminó.
Méndez se derrumbó como un saco vacío.
Y entonces Clara Alonso giró un poco. Su derecha seguía sosteniendo el revólver. Su cara era una máscara rígida, glacial, era una cara que hubiese admirado Méndez porque en ella parecía palpitar un retrato de serpiente.
Gandaria se pasó un instante una mano por el pelo. En sus ojos hubo un tic nervioso.
– No sabía… no sabía que estuvieras en el cuarto de baño -susurró.
– Lo estaba desde hacía pocos minutos.
– ¿Y cómo pudiste entrar?
– ¿En tu habitación? Con la llave, naturalmente.
– ¿Con qué llave?
– Con la del camarero de esta planta, por supuesto. No hay en iodo Egipto un camarero que no tenga una «distracción» a cambio de una propina de doscientos dólares.
Gandaria pestañeó.
– Pero podías haberme encontrado aquí…
– Sabía que no estabas.
– ¿Cómo lo sabías?
– Te llamé antes por teléfono.
– ¿Por qué?
– Para eso, para asegurarme de que no estabas y así ocultarme en tu habitación. Realmente llamé a todos los viajeros de nuestro grupo. Y a esta hora todos estaban en sus camas excepto tú. Según me dijeron en conserjería, habías salido unos minutos antes.
– ¿Y eso qué tiene que ver…?
– Mucho, Gandaria. Justo a esa hora tenías que salir… ¿Por qué? Pues porque tenías que entrar en contacto con alguien, pero te era imposible hacerlo en el hotel. No iban a traerte aquí la maleta con el dinero. Eso era imposible. Necesitabas recogerla fuera del hotel y ponerla a buen recaudo. ¿Dónde? Eso es algo que ahora carece de importancia. Pero sólo después de haber hecho eso volverías al hotel.
Hizo una pequeña pausa.
Su respiración era silbante.
El tic nervioso se repitió dos veces en un ojo de Gandaria.
– Eso hizo que sospechara de ti -continuó Clara Alonso con voz opaca-. Y como no tenía ninguna prueba, decidí buscarla. ¿Dónde, sino en tu habitación? Por lo tanto soborné a un camarero para entrar y me oculté. No le extrañó demasiado, ¿sabes? Quizá pensó que yo quería tener una aventura contigo. ¿Sabes qué esperaba? Oírte telefonear, oírte recibir algún recado… Pero en lugar de eso ha entrado Méndez, y Méndez lo ha explicado todo. Tengo bastante.
– Todo esto es absurdo, Clara Alonso… No hay nada que tenga sentido. ¿Qué hubieras hecho si yo llego a entrar antes en el cuarto de baño?
– Una cosa muy sencilla.
– ¿Cuál?
– Matarte.
Gandaria se estremeció.
– Pero ¿qué estás diciendo? -barbotó-. ¿Entonces por qué has atacado a Méndez?
– Porque en España está suprimida la pena de muerte. Y porque dentro de diez años saldrías en libertad. Ésa es la razón de que yo tenga una ley, ¿sabes? Una ley.
Gandaria jadeó.
Pero sabía que no tenía nada perdido.
Al contrario.
Contaba con todas las ventajas.
Clara Alonso no podía verle. Él sí. Fue a llevar la derecha hacia el interior de la americana.
Entonces se oyó un chasquido.
Fue instantáneo.
Gandaria no había contado con eso.
Lanzó un gruñido gutural.
Clara Alonso acababa de oprimir el conmutador de la luz, dejando la habitación a oscuras.
Las tinieblas rodearon a Gandaria y a la mujer. Unas tinieblas donde… ¡donde ella era la reina!
¡Clara Alonso podía saber dónde estaba!
¡Él no!
La voz sonó silbante a un lado de la habitación. Gandaria hubiese jurado que ella acababa de cambiar de sitio.
Aquella voz helada llegó hasta él.
– Lo único que siento es no poder matarte poco a poco.
Y entonces el fogonazo.
Y la bala.
Era el fin.
Pero Gandaria se había movido en la última fracción de segundo. El miedo daba a sus músculos una agilidad que no habían tenido nunca. Oyó el crujido de la bala al empotrarse en la pared, junto a su cabeza.
Fue él quien saltó.
Con desesperación.
Con rabia.
Sintiendo en su piel la viscosidad de las tinieblas y el frío de la muerte.
El fogonazo le había indicado el sitio donde estaba Clara Alonso, y no le dio la oportunidad de disparar otra vez.
Cayó sobre ella. De un manotazo a ciegas le pudo arrancar el revólver, que se deslizó por la moqueta. Mientras sus dientes chirriaban sujetó a Clara Alonso por el cuello.
Y apretó. Apretó rabiosamente… ¡Apretó!
No se dio cuenta de nada.
Sólo de que quería matar.
Ni siquiera vio que la puerta se abría de golpe a su espalda.
Que un rectángulo de luz caía sobre él.
No vio tampoco la figura recortada en el marco.
El hombre que estaba allí dijo:
– Adiós, Gandaria.
Hubo un solo disparo.
El hombre no falló.
Realmente no había fallado nunca.
La bala le penetró por la nuca a Gandaria. Era plana y de poca potencia, de modo que quedó empotrada entre los huesos del cráneo. Gandaria dio en el primer instante un terrible salto, como si todo su cuerpo se fuese a izar en el aire, y luego cayó de costado, al lado de Clara Alonso.
Galán, todavía tambaleándose por el dolor de las heridas, sosteniendo la pistola humeante en la derecha, ayudó a levantarse a la ciega.
35 EL HOMBRE DE LA SILLA DE RUEDAS
A pesar de las dos detonaciones, al pasillo del lujoso hotel aún no había asomado ningún curioso. Una de las normas no escritas de la vida moderna es la indiferencia. Aunque, sin duda, desde varias habitaciones a la vez estaban telefoneando a los servicios del Marriott, de modo que aquello pronto se llenaría de camareros y quién sabe si de policías. Pero Galán no parecía pensar en eso cuando, a pesar de que él mismo apenas podía tenerse en pie, sacó de allí medio a rastras a Clara Alonso.
Sólo entonces oyó el ruido suave, casi elegante.
El armónico siseo de los muelles de la silla de ruedas.
Galán se volvió un momento.
Salomón estaba allí.
Tenía los ojos entrecerrados y en su fondo palpitaba algo así como un brillo de lágrimas.
– No se preocupe -musitó Salomón-, yo diré la verdad, o sea que lo ha matado para salvar la vida de una mujer ciega. No hay mejor caso de defensa justificada. Cualquiera le absolvería.
– Ésa es la verdad, pero sólo una parte de la verdad -bisbiseo Galán-. ¿Por qué no hablamos de la otra parte, ahora que aún estamos a tiempo? ¿Por qué me encargo matar a su hermano?
Los labios de Salomón apenas se abrieron para decir:
– Porque yo lo sabia todo.
– ¿Que es
– Su ruina. Sus manejos. Su falso papel de víctima. ¿Le parece poco? pero aun así no me importaba. El era mi hermano, ¿comprende, Galán? Era mi hermano. Hasta que dejó de serlo cuando le recriminé su conducta y me contestó que todo iba a cambiar y que saldría de apuros muy pronto. Que me iba a pagar todo el dinero que me debía y a taparme la boca y el culo con billetes. Eso dijo: la boca y el culo con billetes. Fue entonces cuando sospeché algo muy grave, cuando comprendí que Ismael ya no se iba a detener ante nada.
Su voz era baja, suave.
Sólo Galán podía oírla.
Y Galán musitó:
– ¿Qué fue lo que llegó a sospechar?
– Que iba a hacer algo repugnante, pero sin poder precisar mi idea. Como primera medida para tratar de evitarlo, contraté a un detective para que vigilase a Ismael día y noche. No fue mucho lo que me pudo decir, excepto que se había entrevistado muy discretamente con un policía que podía ser importante, un tipo llamado Marquina. Ésa, en realidad, parecía una buena noticia. Casi me alivió, pero el alivio duró muy poco.
– ¿Hasta cuándo?
– Hasta que supe que Marquina había sido asesinado. Y que muy cerca de su casa, en el Paralelo, había sido tiroteado un delincuente llamado Ángel Martín, el cual murió luego. Todo eso lo tuve que relacionar a la fuerza, porque siempre aparecía en escena el mismo policía, el maldito Méndez, con el secuestro y la muerte de una niña subnormal. Aún no sabía nada con certeza, pero mis sospechas eran tan angustiosas que acusé a Ismael del crimen. En el fondo aún estaba seguro de que me equivocaba, de que él me insultaría o se reiría de mí. Pero no hizo nada de eso.
– ¿Qué hizo?
– Me amenazó. Juró que me mataría si yo comunicaba a alguien mis sospechas. Entonces supe, mientras el mundo se hundía bajo mis pies, que él era un asqueroso asesino. Y eso no fue lo peor. Me prometió dinero para muy pronto. Supe entonces que quizás había fallado en su primer crimen, pero que intentaría otro.
Galán necesitó apoyarse en la pared.
Ya no se tenía en pie.
Con un hilo de voz preguntó:
– ¿Por qué no lo denunció?
– ¿Sí? ¿Y hundir nuestro apellido? ¿Y a nuestra familia? ¿Y exponerme además a la venganza de un verdadero asesino? No. Era mejor emplear su táctica. Pagar a un verdadero profesional. Puesto que Ismael siempre decía que iban a matarle, a nadie le extrañaría que lo matasen de verdad. Por eso lo busqué a usted, Galán. Terminaría con el problema sin vergüenza para la familia. Pero fue usted quien me dijo que otro asesino al que conocía, Fernando Torres, ya iba detrás de mi hermano.
– Claro. Creí que era mi deber decírselo.
– No niego que sentí alivio. Pensé que otro se encargaría de lo que odiaba tener que encargarme yo. Pero entonces Ismael me visitó para reiterar sus amenazas y para pedirme más dinero. Todo iba a salir bien, me dijo, pero de momento tenía muchos gastos al haber contratado a un hombre llamado Fernando Torres. Hasta me concretó la cifra que le había ofrecido por un «trabajo», sin decirme qué trabajo era. Naturalmente, él pensaba que me dejaba en blanco. Que yo no podía imaginar quién era Fernando Torres. Que no podía deducir nada. Pero con lo que usted me había dicho, Galán, sobre la profesión de aquel tipo, supe de qué se trataba. O lo sospeché. No era tan difícil, conociendo a Ismael. Me lo callé todo, por supuesto, ante usted, y en especial la circunstancia de que yo era hermano del hombre al que usted tenía que matar. Como es normal en estos casos, no le di ningún dato ni facilidades para que lo averiguase. Pero pensando en la cifra que me había pedido mi hermano, quizá le comenté lo que solía cobrar un hombre como Torres. ¿Usted pensó que él tenía que matar realmente a Ismael?
– Sí -susurró Galán-, y hasta pensé que lo pagaba también usted para asegurarse el resultado.
– No era eso. Yo sólo quería que… Sólo quería…
No pudo seguir hablando. Todo su cuerpo se arqueo mientras quedaba dramáticamente doblado sobre la silla, a punto de vomitar, La angustia le impedía decir una palabra más, pero de todos modos tampoco hubiera podido pronunciarla. Ni le convenía hacerlo, so pena de declararse culpable ante todo el mundo. En el pasillo, de pronto, habían aparecido dos policías con uniformes azules. I tetras de ellos, l n misión de rigurosa retaguardia, venía un tipo gordo que debía di li I uno de los gerentes del hotel.
Fue él quien en correcto castellano barbotó, mientras las primeras puertas empezaban a abrirse:
– Pero ¿qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién se atreve a ensuciar el honor del Marriott?
Salomón tuvo una arcada. Pero con un terrible esfuerzo fue él quien balbució:
– Yo he sido testigo… Este hombre ha matado a mi hermano, pero lo ha hecho para salvar la vida de una mujer ciega, la señorita Alonso. Ella lo confirmará también. Mi hermano estaba… sometido a tratamiento… Creo que había acabado de volverse loco.
– Quizá lo que ustedes digan no baste… -gimió el gerente del hotel-. ¡Hace falta que lo confirme alguien más, que todo quede bien claro…! ¡No consentiré dudas sobre algo que ha ocurrido en el Marriott!
El Marriott parecía ser la única cosa que le importaba en la vida.
Méndez, que acababa de salir tambaleándose de la habitación, mostró su placa con los dedos todavía manchados de sangre. La placa no tenía ningún valor oficial allí, pero la palabra «policía» la entiende todo el mundo, aunque la esgrima un tipo como Méndez.
El gerente, por supuesto, la entendió. Preguntó con voz tensa:
– ¿Qué va a declarar usted?
– Lo mismo que dice Salomón Gandaria. Su hermano Ismael me ha atacado a mí por… por sorpresa antes que a la mujer. Si no llega a ser por sorpresa, qué coño va a tumbarme. Y oiga una cosa, amigo.
– ¿Qué…?
– Yo soy un policía español, aunque España, en beneficio de su decoro, trate de ocultarlo por todos los medios. Éstos son ciudadanos españoles. Ya sé que la policía egipcia tiene que intervenir, pero será mucho mejor que me dejen a mí el asunto. No saben ustedes la cantidad de molestias que se van a ahorrar.
– Es un asunto a considerar, claro… -dijo el gerente pensativamente-. Supongo que será lo mejor para el buen nombre del hotel. De todos modos deberán quedarse aquí durante las formalidades, en especial usted, señor… ¿Cómo ha dicho que se llamaba…?
– Méndez.
– Bien, señor Méndez. La señorita Alonso será atendida, y en cuanto al señor Salomón Gandaria, ¿se llama así, verdad?, será mejor que se retire a su habitación. Usted debe quedarse porque es otro hombre -señaló a Galán- también, porque podría ser el culpable.
Todo aquello pareció absolutamente lógico a Méndez. Hizo una seña a Galán y entraron los dos de nuevo en la habitación, junto con los dos policías egipcios. Uno de ellos se hizo cargo de la pistola de Galán.
Éste encendió un cigarrillo, sin querer mirar el cadáver de Gandaria. Los dedos le temblaban quizá por primera vez en su vida.
Méndez dejó cuidadosamente a un lado la maleta con el dinero y se apartó, porque siempre había sustentado la creencia de que toda cantidad superior a mil euros puede desprender radiaciones maléficas.
– ¿Por qué se escapó del hospital, Galán? -musitó, sabiendo que los dos policías egipcios no podían entenderle-. ¿No se dio cuenta deque era una locura?
– Toda la vida he hecho locuras.
– Como la de intentar matar a Gandaria, por ejemplo.
– Para eso me pagaban. Pero no me pude dar cuenta de cuál era la verdadera situación. Cometí más errores que en todo el resto de mi vida.
– ¿No se dio cuenta de que, al ver que estaba vivo, Ismael Gandaria extremaba las atenciones hacia usted? ¿No comprendió que esto formaba parte de un plan para aparecer como el hombre más inocente del mundo?
Galán se derrumbó sobre una butaca. No podía tenerse en pie.
– Claro que lo pensé -murmuró-. Fue eso lo que me hizo comprender que sucedería algo más grave aún, y que tenía que estar en El Cairo si quería proteger a la niña.
– ¿Protegerla por qué? -preguntó Méndez tensando el cuello-. ¿Por qué?
Los ojos de Galán se cerraron un momento. No era solo la herida, no era sólo el cansancio, pensó Méndez. Había algo más. Méndez, que siempre había flotado entre viejas historias, se dio cuenta de que allí flotaba otra vieja historia. Y encontró un terrible vacío en los ojos de Galán, cuando Galán abrió los ojos.
– No lo entenderá, Méndez -dijo con voz muerta
– ¿Por qué no?
– Porque usted nunca ha querido cambiar.
– Bueno, no lo sé -susurró Méndez-. Tal vez es que la calle no me ha dejado. Algún día se escribirá la historia de por qué las calles no dejan cambiar a la gente.
– Yo quise hacerlo -bisbiseó Galán-. A pesar de las calles y a pesar de todo.
– ¿Usted?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Quizá sentía asco de mí mismo.
– ¿Y qué trató de hacer?
– Lo que suele hacer todo el mundo: me casé. Usted sabe que todo hombre piensa que necesita encontrar a una mujer o dejar a una mujer para poder cambiar de vida. Yo fui de los que la encuentran. Acepté un empleo rutinario y honorable, un piso tranquilo y honorable. Vivíamos en Madrid, cerca del Campo del Moro y la carretera de Extremadura. Pensé que también tenía una mujer honesta y honorable. Bueno, es verdad, la tenía.
Se pasó una mano por los ojos. Cada vez parecía ser más intensa en él la sensación de vértigo.
– Por supuesto -dijo al cabo de unos instantes, con voz débil-, hasta las mujeres honorables sueñan. Y suelen soñar con maridos emprendedores, poderosos y ricos, aunque no sean honorables. Me di cuenta demasiado tarde de que ése no es el requisito más imprescindible que existe. Llegó un momento en que ella me dijo: «Quédate con tu abono para el autobús. Vete a la mierda».
– Siempre he aconsejado que se acuda a los sitios a pie -susurró Méndez-. Los autobuses son una lata.
– Lo que no sabía -dijo Galán como si no le hubiese oído- era lo que pasaría con la hija que iba a nacer. En fin, ni siquiera sabía que ella estaba embarazada cuando me abandonó por inútil, por miserable, por mierda y por pobre. Usted ha dicho que algún día se escribirá la historia de las calles que no dejan cambiar a la gente, ¿verdad? Pues yo le voy a decir otra cosa, Méndez: algún día se escribirá la historia de las mujeres a las que sus maridos nunca les dieron lo que ellas habían soñado. Y la mía es ésa.
– Está escrita -dijo rápidamente Méndez-. La historia está escrita.
– ¿Dónde?
– En los merecidos cuernos de los maridos y en las casas de pulas. Pero usted me estaba hablando de su hija.
– Sí.
– ¿Qué pasó con ella?
Galán volvió la cabeza para no mirarle. Un sudor helado empezaba a cubrir su cara.
– La abandonó viva en una bolsa de basura.
Méndez sólo fue capaz de decir con voz opaca:
– La muy cabrona.
– Hay palabras peores, Méndez.
– La muy maricona.
– La he buscado por todas partes para matarla. Y algún día daré con ella, se lo juro. Algún día daré con ella.
– Pero ¿por qué una madre abandonó a su hija de ese modo? ¿Por qué? ¿Por qué?
– Tuvo miedo.
– ¿De qué?
– La niña era mongólica.
Todo el cuerpo de Méndez se inclinó hacia adelante. De pronto pareció más cansado, más viejo, más carcomido por el peso de todas las noches que se le habían ido metiendo dentro. Con un hilo de voz farfulló:
– ¿Mongólica… como Olga?
– Sí, Méndez.
– Dios santo…
– ¿Se da cuenta, Méndez?
– No quiero darme cuenta.
– Olga podría ser mi hija.
Una mueca que hubiera podido ser una sonrisa flotó durante un solo segundo en la cara de Galán. Luego hizo un esfuerzo supremo, un esfuerzo en el que parecieron crujir no sólo sus músculos, sino también sus pensamientos, y se puso en pie. Fue tambaleándose hacia la puerta, aunque sabía que no podía salir. Como si fuera a derrumbarse apoyó la cabeza en la pared, junto a uno de los policías egipcios.
Añadió con voz casi inaudible:
– Por eso hubiera muerto para defenderla.
– Lo… lo entiendo.
– Usted no entiende nada, Méndez. Nunca ha tenido hijos. Usted no se da cuenta de que ésta es una cochina historia.
– Galán…
– ¿Qué?
Méndez se retorcía los dedos nerviosamente. -Es usted el que no se da cuenta de que también es una hermosa historia.
Y guardaron silencio los dos. En la habitación parecía flotar de pronto una luz mortecina, un aire irreal, con los dos policías silenciosos y el cadáver de Gandaria cruzado sobre la moqueta. Fue ahora Méndez el que tuvo que cerrar los ojos. Se dio cuenta de que Galán, un asesino profesional, estaba llorando.
– Quisiera enseñarle cosas a Olga… -dijo con voz entrecortada-. Quisiera…
– Se equivoca, Galán.
– ¿En qué?
– Olga le enseñará cosas a usted.
La habitación amplia y lujosa, la luz tamizada, la ventana que daba a la noche de El Cairo, el silencio discreto y acogedor de los sitios bien nacidos. La mueca de Galán, las lágrimas de Galán, los años puestos de pronto en sus ojos, en las mil arrugas de su frente, en las comisuras de la boca. El carraspeo de un policía egipcio, un crujido en la pared, la mirada errabunda de Méndez que sabe que hay algo que se ha detenido en el tiempo.
Y Méndez susurra:
– Olga le enseñará que aún existe la inocencia. Usted y yo lo hemos olvidado, Galán, y quizá necesitamos que alguien nos lo enseñe de nuevo. Usted y yo hemos dejado que cada año nos marque por dentro con una manchita negra, y hemos estado dispuestos a presenciar cómo las manchitas negras también se van marcando en el interior de nuestros hijos. A usted, Galán, le será ahorrado ese espectáculo al que dedicamos nuestra vida.
Avanzó pesadamente hacia la maleta, la tomó, se dirigió a la puerta. Ninguno de los dos policías egipcios hizo el menor ademán para detenerle. Cuando ya Méndez hacía girar el pomo, Galán alzó la cabeza para susurrar:
– Méndez…
– ¿Qué?
– ¿Adónde va?
– A hacer la única cosa buena de esta noche. Este dinero es de Clara Alonso y ya no hace falta pagar nada con él, ¿sabe? Voy a de volvérselo.
Salió. El pasillo volvía a estar vacío, como si jamás hubiese ocurrido nada en él. Méndez avanzó en silencio, con las facciones levemente contraídas. Todas las puertas estaban cerradas. Todas menos la que se abrió bruscamente a su paso.
Y una voz dijo suavemente, saliendo de la oscuridad de la habitación:
– Le estoy apuntando. Entre, Méndez.
Méndez conocía aquella voz. Claro que la conocía. La había oído en una época que ya parecía infinitamente lejana, hundida en el pasado, en un despacho desde el que se veía el viejo Madrid, se oía el rumor del tráfico neocapitalista de la plaza de Neptuno, se veían los leones de las Cortes y se distinguían las tiendas dedicadas al tiempo antiguo.
Méndez entró sin soltar la maleta.
No se le había movido ni un músculo de su rostro. Sus ojos se habían empequeñecido y trataban de habituarse a la oscuridad. Tuvo que pestañear de pronto, casi con un sobresalto, cuando las luces se encendieron bruscamente.
Y entonces lo vio. Era verdad que le estaba apuntando, aunque no parecía dispuesto a disparar. Más bien descansaba en sus labios una sonrisa negligente, casi compasiva, ligeramente cínica.
– Hacía tiempo que no nos veíamos, Méndez -dijo con voz opaca el comisario Besteiro-. Cierre la puerta.
– Bastante tiempo, comisario. Es verdad…, bastante tiempo desde aquel despacho en el que usted ocupaba, junto con su ayudante,el subcomisario Ceballos, un alto cargo bancario que era de tapadillo
– No había nada de tapadillo, Méndez. en eso se equivoca. Era mi alto cargo para poder vigilar desde las alturas. Solo eso.
– Claro, comisario. Claro que sí. Pero también ha investigado usted en las bajuras. También ha investigado al nivel del Nilo.
– Era necesario, Méndez. Quería convencerme de que no se hacía nada ilegal.
– ¿Ilegal? ¿Por ejemplo qué?
Besteiro señaló la maleta negligentemente.
– Por ejemplo -musitó-, pagar un rescate.
– ¿Eso es ilegal? ¿Lo dice en serio, comisario? ¿Qué quería que hiciera la familia?
– No soy yo quien debe decidirlo, Méndez, y usted lo sabe. Por lo tanto, a mí no me lo pregunte. Pero si una familia tiene sus problemas, el Estado también los tiene. El Estado tiene el problema, que usted parece no haber entendido, de lograr que se cumpla la ley.
– ¿La ley? ¿Qué ley?
– Impedir el movimiento de capitales no autorizados, si quiere un ejemplo.
– Y esto lo es, ¿verdad?
– Claro que lo es. ¿Necesito decírselo? Mire, Méndez, yo no quiero amargarle la vida, pero usted ha incurrido en dos responsabilidades gravísimas. En primer lugar, ha sido cómplice de una infracción económica. Sólo por eso ya podría detenerle y privarle de su arma reglamentaria.
– No tengo arma reglamentaria.
– Eso nos evita un mal trago a los dos. Claro que tampoco voy a detenerle, ¿sabe? No hay ninguna necesidad de llevar las cosas tan lejos, aunque usted haya cometido dos infracciones de bulto. Una, la más grave, es la que ya le he dicho: intervenir en una operación ilegal. Y si me dice que en nuestro país hay altos cargos que realizan eso cada día, le contestaré que a mí no me afecta mientras no pueda probarlo. Pero hay una segunda cosa: usted no ha confiado en nosotros, en nuestros esfuerzos, en nuestro tesón. No ha querido creer precisamente usted, un policía, que con la ley en la mano también puede solucionarse todo.
– ¿Qué iba a solucionar usted, Besteiro?
– ¿Y lo pregunta? ¿Sabe lo que significa haberles seguido hasta aquí? ¿Las horas perdidas? ¿Y el dinero gastado? ¿Se da cuenta de lo que hay detrás de todo eso, Méndez?
Méndez no contestó.
Sus ojos se habían empequeñecido, pero su mirada no era ni siquiera la de la serpiente vieja. La suya era una mirada perdida.
Solamente al cabo de un tiempo que pareció hacerse interminable musitó:
– Sí. Detrás de todo eso, ¿qué hay?
La pregunta quedó flotando en el aire. Los que ahora se empequeñecieron fueron los ojos de Besteiro. Pero en ellos sí que brotó la luí acerada de los de una serpiente vieja.
– Deme esa maleta, Méndez -ordenó.
– ¿Dársela? ¿Por qué?
– Es el instrumento de un delito, y los instrumentos de un delito deben ser intervenidos por la autoridad. ¿Conoce usted la ley, Méndez?
– Yo no conozco la ley, pero hago otra cosa.
– ¿Qué?
– Me cago en ella.
– No abra más su sucia boca, Méndez. No se puede tratar con tipos como usted. Deme la maleta.
– ¿Qué va a hacer con ella?
– Entregarla a la autoridad.
– La autoridad es usted, ¿verdad?
Y Méndez empujó suavemente la maleta con el pie hacia el comisario Besteiro. No se opuso a que éste la tomara. El roce del cuero sobre la moqueta de la habitación fue suavísimo, pero para ellos dos produjo el efecto de un estruendo.
– De acuerdo, Méndez. Muy bien. Celebro que haya sido razonable.
– ¿Puedo hacerle una pregunta, Besteiro?
– ¿Es también una pregunta razonable?
– Pues claro que lo es. Y sensata. Y prudente.
– Entonces hágala.
– Ceballos tenía orden de seguirme hasta el cementerio, adelantarse y matar a los secuestradores, ¿verdad? De la forma que fuese con el pretexto que fuese pero tenía que hacerlo, ¿no es así?
Besteiro ni siquiera le miró.
Con perfecta indiferencia dijo:
– Era un acto de servicio, aunque fuese realizado en país extranjero Supongo que no verá nada malo en que se haya impedido el pago del rescate.
– Pues claro que no, Besteiro. Sólo que Ceballos no pudo cumplir del todo con su trabajo. No pudo terminar bien la última parte de la orden, que consistía en matarme a mí y llevarse la maleta. Nada tan fácil en aquel último rincón del mundo, donde ni siquiera los cadáveres aparecerían jamás. Pero fue una lástima, ¿sabe? Ceballos no pudo terminar porque alguien me salvó la vida. Ya ve: molestarse en salvarle la vida a un tipo como yo. Qué cosas.
Besteiro le miró ahora.
Unas venillas latían en sus sienes.
La cara se le había puesto roja.
«Debes de estar a treinta de tensión, cabrón», pensó Méndez.
Pero no dijo una palabra.
Fue Besteiro el que musitó, arrastrando las sílabas:
– Sé perfectamente quién le ha salvado, Méndez. Cuando ese tipo vuelva a España, nos ocuparemos de él.
– No volverá, Besteiro. Galán todavía no es un hombre acabado, aunque a veces piense lo contrario. Cuando solucione su problema con la policía egipcia, encontrará trabajo en mil sitios. No necesitará volver.
– ¿Ni siquiera para ver a esa niña a la que tanto se ha ocupado de defender?
– Yo me ocuparé de que la vea.
– ¿Usted, Méndez?
– Ya ve. Hasta un tipo como yo puede verse influido por las cosas que se piensan en el Nilo.
Con la misma mirada vacía vio cómo Besteiro asía con más fuerza la maleta. Cómo encajaba las mandíbulas e iba hacia la puerta.
Antes de que llegara a sujetar el pomo, Méndez susurró:
– Mucha gente se ha movido para tener lo que hay en esa maleta, pero el único beneficiario ha sido usted, Besteiro.
– ¿Yo?
– ¿Qué va a hacer con tanto dinero?
Al ser encajadas con tanta fuerza, las mandíbulas de Besteiro produjeron una especie de chasquido antes de preguntar:
– ¿Me va a denunciar, Méndez? ¿Va a decir que me entrego ese dinero? ¿Y quién lo creería?
– Seguramente nadie.
– Entonces sea razonable, Méndez. Viva como hay que vivir.
– Supongamos que no soy razonable y que no vivo como hay que vivir. Supongamos que lo digo. ¿Qué pasaría?
– Dos cosas -susurró Besteiro sin inmutarse-. La primera ya se la he dicho: nadie le creería. La segunda se la voy a decir ahora: alguien podría matarle, Méndez. Un conductor borracho. Un choricete salido con permiso de la cárcel. Un atracador bien situado en un portal. No sé. Alguien.
Méndez tampoco pestañeó siquiera.
– Supongamos que mi vida no me importa -dijo-. Ni los conductores bebidos, ni los choricetes con permiso ni los atracadores que fuman en los portales. Supongámoslo.
– En este caso suponga usted otra cosa, Méndez.
– ¿Qué?
– Alguien podría matar a la niña.
Méndez recibió de lleno el golpe. Esta vez se le notó. Todo su cuerpo pareció tambalearse un instante, sólo un instante, mientras cerraba los ojos. Pero aun así llegó a ver la sonrisa de Besteiro, una sonrisa ancha, profunda, donde dos dientes de oro brillaban como una verdad oficial.
– Claro que no hay motivo para preocuparse -dijo Besteiro-. Un pacto es un pacto.
– Sí.
– Tranquilo, Méndez.
Abrió y se fue. Desapareció con el dinero, esfumándose por el largo pasillo. Méndez ni se movió.
Tenía la cabeza hundida, los ojos cerrados. De pronto, después de aquel silencio que se lo había tragado todo, oía los mil ruidos del hotel: puertas que se cerraban, pies que salían de los ascensores, coches que se detenían ante la gran entrada decimonónica. Incluso le parecía oír los susurros de los camareros. Oía también algo en el fondo de su cerebro, algo como una música ahogada en cuyas notas estaba Coda la inutilidad de su vida.
Al fin hizo un gesto de decisión, aunque en realidad fue una mueca, Salió de allí. El pasillo, a pesar de todos los rumores que acababa de oír, estaba vacío. Se dirigió a la habitación de Clara Alonso y su hija, la sencilla razón de que necesitaba verlas a las dos. Necesitaba, sobre todo, ver a Olga.
Encontró junto al ascensor a uno de los policías egipcios. Éste le dirigió una mirada indiferente, una mirada que ya parecía cargada de olvido.
– ¿Adonde va usted, señor Méndez? -preguntó.
– A aprender.
– ¿Qué dice? -preguntó el otro en un difícil castellano- ¿A aprender usted después de toda su experiencia? Me han dicho que se ha pasado la vida recorriendo las calles. Que conoce todas las esquinas. Me han dicho que lo sabe todo.
Méndez contestó con voz casi inaudible:
– Todo menos lo que me puede enseñar la mirada de una niña.
Francisco González Ledesma