El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.

Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

Inspector Méndez 6

1 UNA CUESTIÓN DE SOTANAS

– Habrase visto, milady -dijo la señora Robles, que a sus setenta y cinco años estaba aprendiendo inglés-, habráse visto, my teacher, usted, que lleva tan poco tiempo en Madrid, lo que pensará de esta ciudad chingona. Ahora mismo, aquí, al otro lado de la plaza, ¿no ve usted? ¿No diría que aquel caballero tan respetable, aquel gentleman, of course, está muerto? ¿No le parece su postura un poco extraña para uno que está tomando el suri?

– Speak english, only english -susurró con paciencia la jovencísima profesora de jubilados (estudiante a la vez en la Complutense) mientras pensaba que todos sus alumnos jubilados machos no querían aprender inglés, sino tocarle paternalmente el culo-. Only english, if you want learn quickly. ¿Quién quiere decir usted?

– Aquel de enfrente, justo enfrente, my baby, ¿no ve usted? See you just in front, please. Para mí que aquel caballero está jodido, está dead. No se mueve: he is very quiet, demasiado quiet. Y lleva así casi cinco minutos, me he fijado bien. El sombrero le tapa la cara, pero tiene la cabeza demasiado hundida, the head is underground, o como se diga, lady my teacher, ya sabe usted, ya sabe you. Y otra cosa asombrosa: usted no se ha fijado, pero yo sí. ¿Sabe quién lo ha puesto en ese banco? Pues dos putitas. Con toda la delicadeza del mundo, eso sí, haciendo ver que todavía andaba, pero dos putitas.

– Only english -dijo pacientemente la jovencísima profesora, que esperaba cobrar muy pronto las clases del mes.

– Tiene razón: dosfoqui-foqui girls. -¿Pero qué dice?

– Pues claro que sí, yo lo he visto. I see it with the eyes of me, lady teacher. Y oiga… ¿pero qué otra cosa asombrosa está sucediendo? Mire: do you means? ¿No ve esos dos curas que se están llevando al muerto? Y sin demasiados disimulos, oiga, joder, que hablar en castellano descansa. Que yo a los muertos no les rezo en only english, oiga. Se lo llevan como si estuviese enfermo, o borracho, o sidado en fase terminal, y aquí nadie chista. No sé qué va a pensar usted, hija, con el poco tiempo que lleva aquí, de esta ciudad del ande yo caliente, el kiss me y el chollo putañero. Ah… ¿no me entiende? Claro, ya sé cómo se dice: putañero business. Pues no sé qué va a pensar, hija, es lo que yo digo. Claro que como van vestidos de cura quizá nadie se atreve. Mire qué solemnes: parecen deanes de Toledo, ésa es la verdad. Yo estuve en Toledo de recién casada, pero entonces los curas eran más santos y más gordos, parecían todos en estado de buena esperanza. En fin, ya lo han metido en aquel coche tan bonito, Dios sabe lo que van a hacer con él. Y con tanta desvergüenza… Vestidos como curas de los de antes, curas de verdad, curas de canto gregoriano después de cenar, aunque mi difunto marido decía que eran de canto gastronómico. Si al menos hubieran venido vestidos como Dios manda, es decir, como obreros de la Renfe… Se ve que no tienen un street wardrobe. O al menos, digo yo, podrían haber venido en clergyman. Qué escándalo.

2 UNA CUESTIÓN DE SEXOS

– Está usted metido en un lío, Méndez -dijo el doctor eminente-. Y no sólo un lío, que ése también lo tengo yo: está usted metido en varios. Por ejemplo, el de su impotencia, y conste que he empezado por citar el menos importante.

– Caray, pues a mí me parece el que más -dijo Méndez, intentando defenderse.

– No lo crea. Es lo menos que le puede pasar, teniendo en cuenta que está usted en una edad casi terminal y encima le han perjudicado durante años las malas comidas, comidas de figón, de taberna donde cocina el querido de la dueña, de caridad municipal y de casa de putas donde en Semana Santa hacen descuentos de temporada baja. Las comidas de caridad municipal tienen además, como se sabe, elementos alucinógenos, para que la gente crea las cifras oficiales del aumento del coste de la vida. Eso, con el tiempo, hace daño, Méndez, mucho daño. Y ya no cito lo peor, ya no cito el desgaste de sus neuronas, bañadas en alcoholes de los que consume la legión. Si no fuese porque los precios han subido, Méndez, yo le pondría a régimen de vinos de Rioja.

– Me parece una medida sanitaria de lo más razonable -dijo el viejo policía-, pero me reservo el derecho de elegir las marcas. La Rioja Alavesa, por ejemplo, me parece un lugar de donde salen productos muy necesarios para la salud pública.

– Dudo que con eso se alivien sus males de cama, Méndez. Son males muy antiguos, de los que ya se hablaba en los plenos municipales del año 29. Pero no es eso lo que realmente me preocupa: olvídese del sexo, Méndez, porque acabará pagando rVA. Y del mismo modo que se exige un salario mínimo, nunca se exigirá, créame, un sexo mínimo. Lo que me preocupa de verdad son sus alucinaciones: dice usted que ya no conoce su ciudad.

– No, señor, ya no la conozco. Y ésa no es una enfermedad mía, sino una enfermedad general que acabará siendo admitida por el Seguro. Ya no reconozco esta Barcelona postolímpica llena de vías supuestamente rápidas, palmeras africanas y pisos frente al mar donde hasta hace poco aún se alojaban los atletas y donde dicen que, al abrir un armario, semanas más tarde, hallaron todavía a un levantador de pesos ruso fornicando con una saltadora polaca liberada.

Fue en ese momento, en plena y desesperada consulta médica (Méndez la necesitaba a fin de prepararse, porque tenía una cita con una cama y una señora tres meses después), cuando telefonearon al viejo policía. Que venga, que venga -apremió, impaciente, la voz de la Superioridad-, ya debería estar aquí y en plena disposición para el servicio. Pero es que no me dejan ni prepararme para el acoso sexual, se defendió Méndez. Estoy en la consulta del médico, compréndalo, señor jefe. El médico. Deje lo del acoso sexual para más adelante, siguió apremiando la Superioridad. Venga en seguida: es cuestión de vida o muerte, quiero decir, es cuestión de muerte.

3 UNA CUESTIÓN DE DIGNIDAD

El señor don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa empezó la jornada del modo habitual. Salió de su casa, situada en lo más céntrico de la Gran Vía madrileña, en un edificio superexplotado donde había dos pensiones, el consultorio de un dentista, el despacho de un gestor, el bufete de un abogado, el templo de una adicta al Tarot, el picadero de una madame, el taller de un sastre para curas y un buzón del vidente Rappel. La planta baja, también ampliamente utilizada, la llenaban un relojero, una cafetería, un bingo, una oficina del paro y un joyero confidente de la Guardia Civil.

El señor Alejandro Díaz de Quiroga, etcétera, fue a la sucursal del Banco Bilbao Vizcaya, situada a unos pasos, y se detuvo como todas las mañanas ante el tablero en el que se exponían las cotizaciones de Bolsa de la jornada, fuera ésta la que fuere, porque toda la semana llevaban apareciendo allí las mismas. Ello presagiaba, en su opinión, tres cosas: el fin de la Bolsa, el fin del Bilbao Vizcaya o la muerte del empleado que se ocupaba del tablero. A pesar de ello, tomó notas cuidadosamente y se detuvo a observar y reflexionar como si hubiese de hacer una grave inversión. Al fin se dirigió a pasos cortitos a la zona de Callao, como hacía todas las mañanas.

El ambiente abigarrado lo mareó más que de costumbre. Había allí mirones, paseantes en Corte, vendedores de ocasión, barberos en paro, ejecutivos de fondos de inversión buscando en las papeleras y hasta alguna ramerilla que venía, llena de legítima esperanza, de las calles de más abajo. Había también, por supuesto, turistas japoneses, lo cual demostraba que la ciudad tenía un futuro.

Sintiéndose afectado por tanto estrépito, el señor Alejandro Díaz, etcétera, sintió lo que sentía siempre en aquella zona: que empezaba a perder pedazos de sí mismo. Pensó en bajar hasta Sol, donde las aceras eran amplias y permitían otear el paisanaje, pero le asustó el bullicio que encontraría en aquel centro del mundo, de modo que se metió en el café de costumbre y pidió un cortado. El café era pequeñito, apenas un apartado de la portería del inmueble, pero ofrecía la tranquilidad de los retretes de los balnearios. Tomó allí su brebaje, comentó con el dueño, como todas la mañanas, el poco rendimiento que daban los valores de renta fija y salió para comprar elABC en el pedazo de otra sección de la portería de otro inmueble. La compra del ABC era un acto ritual no exento de espíritu utilitario, pues sin el periódico en la mano no podría haber hecho con una cierta dignidad la ruta de las papeleras.

La técnica que empleaba el señor Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa era sencilla, pero estaba meticulosamente estudiada. Hacía la ruta de las papeleras del siguiente modo: leía elABC apaciblemente y sin ganas de llegar a ninguna parte, como cualquier funcionario en servicio activo. Cuando llegaba a una papelera (siempre de barrio bueno, pues aún hay clases) simulaba ir a dejar en ella el periódico, acto perfectamente aristocrático y que indicaba que a don Alejandro no le importaba tirar un puñado de monedas todas las mañanas. Pero esa aparente vacilación le permitía -tras dos años de práctica-otear si en el fondo de la papelera había algo de valor, en cuyo caso lo retiraba, simulando que se había arrepentido en el último momento de arrojar el periódico. Si no había nada de valor, retiraba igualmente el ABC y seguía su camino hasta la próxima papelera. Era una ruta tan llena de sorpresas y hallazgos históricos que no se comprende cómo las autoridades de turismo no la han fomentado de manera más conveniente, teniendo en cuenta el poder adquisitivo de muchos de los que nos visitan.

Este interesante modo de maniobra permitía a don Alejandro conservar la necesaria dignidad -puesto que él siempre podía decir que no recolectaba, sino que lanzaba- y revisar de una manera prudente todas las papeleras del distrito. Hay que anotar otro pequeño detalle ligado a la técnica del procer: si lo que hallaba en los recipientes no correspondía a sus esfuerzos ni estaba de acuerdo con la riqueza catastral de Madrid, al día siguiente no compraba elABC, sino que utilizaba el mismo.

Llegó esa mañana, tras un recorrido lleno de desolación, de desengaños y falta de fe en la generosidad de los hombres, a la plaza de Santa Ana. Hay allí dos grandes ambientes: en el inferior, el del parking, duermen los coches; en el superior, el de los bancos de la plaza, duermen los jubilados. Don Alejandro Díaz de Quiroga, etcétera, los conocía a casi todos, pues él también vivía -o pretendía vivir- de una pensión, y a veces se había sentado con ellos en los bancos de la plaza. Pero así como los jubilados no hacían nada -excepto alimentar la secreta esperanza de que el de al lado se muriese primero-, él, cuando se sentaba allí, era para ejercer un oficio activo, que no menoscababa su dignidad y además tenía una gran importancia para la seguridad pública. De todos modos, el oficio no le gustaba, y sólo cuando la ruta de las papeleras había sido un desastre acudía a aquella especie de última esperanza.

También las cosas parecían ir mal por la plaza aquella mañana, porque no vio a ninguno de sus habituales contactos. Los contactos de don Alejandro estaban inevitablemente en el bar y eran señoritas de buena presencia que estaban seguras de dos cosas, o de una ligada a otra: de que en el mundo se hará un día justicia y de que ellas, por tanto, serán nombradas miss Torremolinos en la fecha próxima. Buenas chicas en el fondo -él lo sabía-, depositarías de esa fe en un mundo mejor que siempre ha tenido la puta española, tomaban en el bar el último café de la mañana antes de meterse en la casa de doña Lorena Dosantos, que era el taller de fornicar más piadoso de todo Madrid.

Pero don Alejandro no vio esta vez a ninguna de ellas. Sólo vio, inevitablemente, al muerto.

4 UNA CUESTIÓN DE CABRONES

– ¡Hijo de la gran puta!

El grito femenino fue inmediatamente seguido por el chasquido de una bofetada. Luego un gruñido de dolor, y en seguida el aullido arrabalero, aunque brotando de una garganta femenina que ya parecía rota.

– ¡Tu madre la chupa por diez euros!

Los secos chasquidos de las bofetadas fueron esta vez dos, y al instante se oyó el crujido de una puerta, como si sobre ella se acabara de desplomar un cuerpo. La mujer ya no volvió a gritar. Solamente se oyeron sus sollozos apagados, preñados de lágrimas.

Y entonces la voz del hombre:

– Vuélvete.

– ¿Pa… para qué?

– Quiero verte bien el culo.

– ¿El… el qué?

– No te hagas la idiota ni la estrecha. Sabes que el culo es lo más bonito que tienes. ¿No te lo decía ya el capellán del colegio de monjas? Aunque tal vez te decía algo más: quizá te decía también que tienes boca de mamona.

– Y tú tienes algo mejor.

– ¿Qué?

– Tienes las medidas exactas para ese ataúd que he visto en una subasta.

La voz había sido seca, desafiante, la voz de una mujer que no tiene miedo. Y en seguida un hipo, como si a ella le costase respirar. Y de nuevo la voz:

– Como vuelvas a hablar o a tratar de tocarme, gritaré hasta que se hundan las paredes. Te lo juro.

– ¿Gritar? ¿Y qué? Pueden hundirse las paredes, pero aquí no nos va a oír nadie.

– Oye bien, tú, pedazo de cabrón… Oye, desgraciado de mierda, puede que hayas roto el culo de alguna chica, no lo sé. Puede que lo hayas hecho. Pero si piensas que conmigo va a ser lo mismo, más vale que vayas encargando tu funeral. Mi padre no sólo te matará cuando se entere: mi padre hará que te sujeten entre cuatro y te vayan metiendo por los pies en un horno.

– Sé muy bien quién es tu padre, nena.

– ¿Y qué?

– Tu padre me la chupa.

La garganta femenina lanzó un aullido de rabia, que al instante fue sustituido por un aullido de dolor. Luego ella boqueó como una niña acorralada, igual que si le hubiesen partido los dientes. El giro de unos tacones de aguja chirrió sobre el parquet. Era evidente que la mujer era empujada brutalmente.

– Tu culo.

– ¡Calla, hijo de puta!

– ¡Tu culo!

Se oyó otro golpe seco, cortante, y luego el impacto de un cuerpo contra el suelo. Debía de ser un cuerpo blando, pero pesado, porque el parquet crujió. La voz del hombre sonó entonces entrecortadamente. Era una voz pastosa, cargada de ansia, dominada por la excitación.

– Te he estado deseando desde que tu padre nos presentó, maldita zorra, cuando saliste del colegio de monjas. Eras muy jovencita, pero ya tenías dos cosas, una delante y una detrás. Detrás tenías un gran culo, delante una cara de puta. Juré que un día te rompería las dos, empezando por la de detrás, y ahora ha llegado el momento. ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!

Saltó al aire un ruido de piernas, de sedas, de salivas candentes. La mujer giraba sobre sí misma y se estaba defendiendo con todas sus fuerzas. Dos nuevos golpes sonaron secamente. La mujer gimió otra vez.

Y al instante un nuevo sonido. Un chasquido metálico, corto, de máquina bien ajustada. Hasta un policía retirado de servicio y apaleado por su mujer lo habría identificado como el sonido de una pistola al ser montada.

– ¿Pero… pero qué vas a hacer?

– Lleguemos a un acuerdo, puta.

La palabra «puta» parecía obsesionar al hombre.

Y en seguida continuó:

– No sé si conoces este cacharro o si os enseñan a manejarlo en las clases de religión, pero te diré lo que es capaz de hacer. Es una Star BM, que carga balas de nueve milímetros. Si a cincuenta metros perfora una cabeza, imagina lo que hará a medio metro. Por tanto, puedes elegir.

– ¿Elegir… qué?

– Oferta primera: te portas bien, te pones de rodillas sobre la cama, con la grupa bien levantada, yo te hago cosquillas en el culo, te lo mojo bien. Luego me marcho y tú te haces una paja.

– ¡Hijo de…!

– Oferta segunda: como no basta con romperte la cara con las manos, te la rompo con el punto de mira de la pistola. Vas a quedar tan marcada que no te quedarán ni párpados. Ni podrás cerrar los ojos nunca más ni te va a reconocer tu propio padre. Luego, si sigues poniéndote tonta, te folio igual, pero con la pistola. Y acabo disparándote una bala dentro del ojo del culo. Tienes un buen menú para elegir.

Hubo un brusco silencio.

Sólo unos segundos después se oyeron los sollozos contenidos de la mujer, que debía de hacer esfuerzos terribles para taparse la boca.

– Ya basta de lloriquear. Habla.

– Has entrado aquí con engaños. Has… has…

– ¡Habla!

– ¡Tendrás que matarme!

– Con mucho gusto. Y no creas que me chafas la fiesta. Al fin y al cabo, tengo curiosidad por saber cómo se folla a una muerta.

Hubo otro silencio, pero éste de unos segundos tan sólo. Inmediatamente el roce de los tacones de aguja sobre el parquet, como si la muchacha retrocediese asustada. Y a continuación el gemido.

– ¡No!

– Pues entonces habla.

– Se… seré buena chica.

– Haces bien, porque ya iba a disparar. Venga, empieza.

– ¿Empezar… qué? -Falda arriba.

Un susurro de telas, una especie de frufrú melancólico.

Y al instante:

– Braguitas abajo.

– No… no me hagas daño.

– No te he hecho nada hasta ahora. Humm… Tienes una retaguardia mucho mejor de lo que creía. Ponte de rodillas en la cama. El culo bien arriba.

Otro instante, otra vacilación, otro silencio. Algo, seguramente una cama, crujió levemente.

– Ábretelo tú misma.

– ¿Qué?

– ¿Que te lo abras tú misma con las dos manos, zorra! ¿No os enseñaban eso en el colegio de monjas? Así… Así… ¡Aaaah!

El alarido de placer pareció llenar la habitación entera, mezclándose con un aullido de dolor. Algo -la cama, seguro que la cama- volvió a crujir. Dos aullidos de placer más se unieron a un grito de dolor lacerante. La voz del hombre sonó agitada y ronca: tris-tras, tris-tras, toma, puta, toma, puta.

– Te llamaron dos empleados de tu padre, ¿verdad? David y Alberto, Alberto y David, toma, puta, toma, puta… Dijeron que tenías que esperar aquí porque vendría tu padre, pero mira, qué lástima, he venido yo. ¿Y sabes qué les prometí a cambio a David y a Alberto, a Alberto y a David? Que los avisaría para que luego también te follaran ellos. Pero no te preocupes, eso no sucederá: lo mío es sólo mío. ¿Qué sientes, nena? ¿Lo notas? ¿Lo notas!… ¡Aaaaaaah!

El último alarido de placer se unió a un gruñido de desengaño. El hombre había terminado, según él, demasiado pronto. Y en seguida el grito de la chica, que sin duda había vuelto la cabeza

– ¡No! ¡Con la pistola, nooooooo!…

– Te he dicho que no te follaría nadie más.

Un nuevo alarido, como si ella sintiese algo duro, lacerante, profundo, en lo más hondo de su carne. Y en seguida un disparo sordo, ahogado, ese disparo que atraviesa un estuche de piel sedosa, de músculo tenso, de membrana sucia, de intestino ciego, de mierda licuada, de semen y de sangre.

5 UNA CUESTIÓN DE MUJERES

Mientras se dirigía a Jefatura Superior, en la Vía Layetana, Méndez seguía sin reconocer su ciudad. La Rambla, aparentemente, estaba igual, con sus gorriones y sus gorrones, sus árboles centenarios y sus hoteles de vieja estampa, en alguna de cuyas habitaciones aún debía de permanecer insepulto un consejero de Alfonso XIII. Subsistían las terrazas de los cafés, algunos comercios de souvenirs, aptos para el último recuerdo, y los quioscos especializados en revistas eróticas, aptas para el último polvo. Todo eso era verdad y podía engañar al observador superficial, pero no engañaba a Méndez.

Hasta el Liceo era nuevo. Conservaba su fachada y las ventanas inferiores del Círculo, las llamadas «de la pecera», en cuyas butacas siempre había algún socio embalsamado en espera del Juicio Final, pero detrás de ese cascarón todo era nuevo, sustituyendo al incendio que se llevó el teatro un 31 de enero: aquel incendio había devorado desde los decorados hasta el telón, desde los palcos con dama otoñal hasta los butacones con fabricante insepulto. Ahora todo era nuevo, sólido, de hormigón homologado, de acero seguramente precintado por un constructor de Kansas. Toda aquella Barcelona estaba cambiando a marchas forzadas, pensaba Méndez: había nacido la nueva Barcelona, la nueva Rambla de los ejecutivos, y había desaparecido la vieja Rambla de los camioneros, pero también de los poetas.

La Superioridad le recibió.

La Superioridad estaba representada por Pons, un jefe de grupo que aspiraba a ascender rápido, porque su abuelo había sido mozo de escuadra en la vieja Generalitat. Con su habitual cortesía, saludó afectuosamente a Méndez.

– Coño, ya era hora, leche.

– He venido a pie. Y encima he tenido que dejar al médico a media consulta.

– Pues ya me dirá a qué vienen tantas prisas con el matasanos, Méndez. Imagino que lo único que ha tenido es un ataque de impotencia.

– Sí, jefe, pero de los graves. Aunque, la verdad, no sé cómo ha podido adivinarlo.

– No tiene ningún mérito. Lo que a usted le pasa lo saben hasta las monjas de clausura.

Alzó la tapa de una carpeta donde había apenas media docena de papeles.

– Mal asunto -empezó diciendo, sin saber que todos los ministros del gobierno, al alzar también las tapas de sus carpetas, pronunciaban aquellas mismas palabras.

– No debe de ser muy importante, si me ha correspondido a mí -dijo Méndez, con voz de monaguillo-. A la fuerza ha de ser un choriceo en los barrios bajos de Barcelona.

– Pues se equivoca. Es un choriceo en los barrios altos de Madrid.

Méndez alzó las dos manos, echó para atrás el sillón y se puso a la defensiva.

– Mire -protestó-, yo no tengo ninguna relación con el Banco de España, el Boletín Oficial, la Cruz Roja, el Banco Español de Crédito, el Ministerio del Interior, la

Dirección General de la Guardia Civil, Filesa y la cooperativa de viviendas de UGT. ¿Los he recordado todos o me dejo algún choriceo de altura?

– Usted no tiene fe en España, Méndez.

– No.

– Pues se equivoca en eso y en otras cosas. No es nada de lo que imagina, y en el caso de que fuera lo que imagina, no tendría usted la más mínima capacidad para resolver el asunto. Se trata de algo mucho más sencillo, algo, digamos, de… de su nivel. -Examinó unos instantes la carpeta antes de decir-: ¿Usted conoce la plaza de Santa Ana?

– Pues claro que sí. Pertenece a «mi» Madrid: el de los churros, las viudas de funcionario, las vendedoras de lotería, los cafelitos cargados en cuenta y los jubilados en turno de sepelio. Es un Madrid estimulante, créame, proyectado al futuro más espléndido. Pero quizá me equivoco, porque hace mucho tiempo que no voy por allí. Puede que la gente ya pague el café al contado o con tarjeta de crédito, puede que ya no haya churros autorizados por el Instituto de Nutrición Animal. Me da en la nariz que los jubilados también van desapareciendo poco a poco, por ejemplo, cada vez que van a hacer una consulta, y los entierran en secreto en el Ministerio de Hacienda. En fin, que la plaza de Santa Ana puede haber cambiado mucho desde la última vez que estuve allí. ¿Pero por qué me pregunta si la conozco?

– Porque es posible que tenga usted que ir allí, Méndez.

– ¿Pero qué dice?

Pons dio un golpe plano sobre los folios de la carpeta.

– ¿Le sabe mal? -preguntó.

– No, no es que me sepa mal… Yo amo el viejo Madrid, y estoy seguro de que el viejo Madrid me ama a mí. Al menos, los de la Comunidad Autónoma no me han expulsado nunca. Pero ya estoy a punto de jubilarme, tengo artrosis, reúma, ciática, impotencia y seguramente sífilis congénita. Los de arriba lo saben y me han ido dando servicios de jardín de la tercera edad de esos que no exigen recorrer más de quinientos metros. Y no crea que por eso son servicios fáciles, no… Estos últimos tres meses, por ejemplo, he tenido que reorganizar todo el servicio de confidentes del London Bar, cerca de la Rambla. Estoy muy arraigado en esta ciudad: todas las noches veo a un camarero que me guarda un chorrito de whisky de veinticinco años, todas las mañanas doy de comer a una paloma. En estas condiciones, enviarme fuera de Barcelona en misión de servicio me parece una crueldad innecesaria.

– Tampoco se va a morir por eso, Méndez. Además, la cosa viene de arriba precisamente, o sea, que no es mía. Mire, me parecería poco noble ocultarle que le miran mal. En cierto modo, esto es una represalia por algo que usted dijo últimamente y que sentó muy mal a los responsables del servicio.

Méndez le miró, pasmado.

– ¿Sí? ¿Qué dije?

– Que le gustaban las jóvenes guardias civiles vestidas de uniforme.

– Con falda -precisó Méndez.

– Eso, con falda.

– ¿Y qué tiene de malo? Yo me limito a mirarlas y a elogiar, en el fondo de mi conciencia democrática, la dosis de humanidad que han dado al viejísimo Cuerpo.

– Pero usted lo comentó, Méndez.

– Es verdad, lo comenté no sé dónde.

– Me parece una falta de respeto y una gilipollez que no llega ni a desviación sexual. A usted se le empinará leyendo el Boletín Oficial del Estado.

Ojalá, pensó Méndez, llegados a ese peligroso punto del diálogo.

– ¿Y qué puedo hacer para congraciarme con el mando? -preguntó a continuación, dominado por el santo temor del funcionario-. En el fondo soy un policía fiel, y los jefes deben comprender que sólo trato de fornicar con personas de orden, a ser posible mujeres.

Pons le miró de soslayo.

– Entonces deberá obedecer las órdenes y aguantar lo que le echen: quiero decir que irá inmediatamente a Madrid en comisión de servicio. Vamos a ver. ¿Usted conoce en la capital del reino a una señora llamada Lorena Dosantos?

– No recuerdo.

– Pues deberá conocer a doña Lorena, porque ella también forma parte de la España clásica.

– ¿Sí? ¿Qué es?

– Es prostituta.

Ante tal precisión histórica, Méndez se conmovió.

– Es raro que no la conozca -dijo, tras reflexionar unos momentos-. Crea que lo lamento. Uno comprende que debería estar más al día.

– Ya lo estará cuando empiece el trabajo. Y hágalo bien, porque ha de pensar que el mando le ha dado un voto de confianza. No sólo quiere alejarlo de esta ciudad donde usted habla demasiado y tiene demasiados amigos, es decir, no sólo quiere hacerle la puñeta. El mando considera que, dados los especiales conocimientos de usted, podrá hacer este trabajo perfectamente.

– Pondré en ello mis cinco sentidos y mi espíritu de servicio -dijo Méndez, quien empezaba a comprender que todo podía haber ido peor aún. Quién sabe si las faldas de las jóvenes guardias civiles también habían sido pagadas con los fondos reservados. Y añadió-: ¿A quién debo descubrir?

– Al contrario, tiene que tapar el asunto.

– ¿Qué?

– Evitar que la cosa se sepa, que se comente, que se publique en la prensa, aunque sea en la sección de noticias municipales. No se me queje, Méndez: este trabajo que se le confía también forma parte de la más delicada tradición oficial española.

– Tengo los suficientes años para sospecharlo, pero… ¿pero qué pasó?

– Un cliente de gran importancia murió en la casa de la señora Dosantos, Méndez.

– ¿Y qué?

– Que no es la primera vez que ocurre una cosa así… la cantidad de personas que han muerto en olor de santidad en una casa de putas es considerable, y las putas parlamentaron brevemente con la dueña. La dueña tenía muchos teléfonos a los que consultar, incluido, supongo, alguno de la Moncloa. De modo que, por lo que ha declarado, pensó en lo más sencillo: pedir que sacaran el fiambre en alguna ambulancia oficial, como si fuera un simple enfermo. Pero eso significaba envolver a alguna alta personalidad en el asunto, pensó doña Lorena, que en el fondo debe de ser una gran mujer. Porque, vamos a ver: ¿qué pasa con las altas personalidades? Pues que muchas no quieren comprometerse, y con las que se comprometen corres dos peligros. El primero es que un día les dé por hablar y lo jeringuen todo; el segundo es que les dé por follar gratis durante toda la vida, hasta que ellos también fallezcan santamente en la casa de putas. Demasiados peligros, decidió la ilustre matrona. Y entonces, una de las chicas, que había pasado por una experiencia semejante con el cura de su pueblo, le dio un consejo: sáquelo usted a la plaza, doña Lo. Lo que más escondido queda es lo que más se enseña. Tenemos ascensor, tenemos una escalera solitaria, tenemos dos chicas fuertes, una yo, y otra la Patri, las dos especializadas en presidentes de consejos de administración, economistas del Estado, notarios y otros varones que jamás han hecho régimen. Sacamos el cuerpo tranquilamente, entre las dos, sosteniéndolo por debajo de los hombros, como si fuera una persona que no se encuentra bien. Y hasta dándole unas suaves pataditas en los pies, podemos fingir, doña Lo, que incluso anda. Total, son apenas ocho pasos hasta el banco que hay enfrente de la casa. Sentamos el cuerpo allí, como si fuese un jubilado completamente absorto, o sea, en trance de que se le revise su poder adquisitivo. ¿Va comprendiendo la sencillez de la jugada, Méndez? Dos cachetitos en la mejilla como diciendo: «Estese aquí quieto, abuelo, que hoy hace muy buen día», y las chicas se van. A nadie le llama la atención un jubilado que se esté dos horas quieto al sol, en un banco, con la cabeza apoyada en el respaldo y la boca abierta como un lagarto: ya ve que me acuerdo de la canción del pueblo blanco, o como se llame, del Joan Manuel Serrat de los huevos. Cuando lo descubran, ya nadie se acordará de quién lo dejó allí, o en todo caso, las chicas siempre podrán decir que ellas lo dejaron vivo, empinado y con un porvenir de la hostia. A ver quién prueba lo contrario, Méndez. Y eso fue exactamente lo que pasó.

– Pues entonces no veo el gran problema. ¿Qué he de hacer yo? ¿Lograr que las chicas canten?

– Ya han cantado. Bueno, lo ha hecho doña Lorena Dosantos, que como le he dicho es una gran mujer, con buena mano hasta en las listas electorales. Vistas las circunstancias, ha preferido decir la verdad.

Méndez entrecerró los ojos, mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa obediente y oficiosa.

– Pero no piensan acusarla -musitó.

– No -dijo Pons-. ¿Acusarla realmente de qué? Además, demasiado lío. Precisamente es el lío lo que queremos evitar, Méndez, porque doña Lo es una persona muy importante, y el muerto era una persona muy importante. Ahí entra usted: ha de evitar toda clase de comentario, indiscreción o noticia. La primera medida es encontrar al muerto.

– ¿Pero qué dice? ¿Es que se fue? -preguntó Méndez con un espasmo en la garganta.

– No -dijo Pons, alzando los brazos en un gesto de impotencia-. Ocurrió algo mucho más asombroso. Se lo llevaron dos curas en un coche.

6 UNA CUESTIÓN DE URGENCIA

Cuando Méndez llegó a Madrid, la ciudad estaba viviendo un delicioso y podrido otoño. La luz oblicua penetraba en el estanque del Retiro y dibujaba sobre él la estatua de Alfonso XII, las siluetas de los remeros, las lenguas audaces de los enamorados y la mano castellana que busca virgo castellano, tal vez con la mayor desesperanza. Las hojas muertas caían sobre la estatua de Pérez Galdós, su libro abierto, su paciencia y su experiencia en caca de paloma. Ese es un doctorado que aún no está en uso, meditaban los paseantes, el de la paloma excretora, pero quién sabe si pronto la impondrán como carrera técnica, con unnumerus clausus largamente meditado por el Consejo de Rectores. Los altos cargos hacían balance, consultaban la cotización del franco suizo y telefoneaban a sus dos mujeres. La verdad era que la ciudad bullía: los entendidos comentaban que en Zalacaín hacía falta otra vez reservar mesa y que en el Eurobuilding de Padre Damián un cliente se llegó a encerrar con tres mujeres bravas en una habitación del sexto piso. En los comederos de la plaza Mayor se producían pequeños milagros, como por ejemplo el que un calamar llevase el sello del Archivo Histórico Militar, un rayo de luz que se iba a dormir diese en los botellones de Valdepeñas, y un camarero de mediana edad, casado y con hijos, escribiese cartas de amor al portero del Madrid. El país -decían los políticos- remontaba. Los cajeros automáticos tenían más asiduos que nunca; según una encuesta de Metra-6, los bares servían muchos bocadillos de jamón, mientras que un año antes sólo los servían de mortadela; en El Corte Inglés se robaba menos género; el ministro de Hacienda había estrenado corbata; en los cines de la Gran Vía volvía a haber colas, y una madame muy conocida juraba que uno de sus clientes había vuelto a pagar al contado una felación.

Cuando Méndez llegó a Madrid, la ciudad estaba viviendo, pues, un delicioso y podrido otoño. Las platerías cercanas a la plaza Mayor brillaban con sus piezas de piso antiguo y mujer casada de entreguerras. Sobre sus escaparates, al caer la tarde, se derramaba un sol imperial, financiado por Carlos V. Los mesones antiguos, segovianos o no, hacían ofertas de temporada y hablaban de lechales finísimos, alimentados con gusanos de seda. La gente de la estación de Atocha iba bien vestida, leía al menos un periódico al mes y ya nada tenía que ver con la boina, la maleta de cartón y el español ahumado: ahora subía audazmente en el Ave, era cosmopolita, se daba cuenta de que ya no hay fronteras en Europa ni en La Mancha, elogiaba la libertad, amaba la buena vida, sabía distinguir entre un crianza y un reserva y había oído hablar de gloriosas mariscadas servidas en algún sitio de la carretera de La Coruña.

Pero Méndez no amaba ese último Madrid, sino el viejo, el de los figones, las tahonas, las copas de Chinchón seco, los pescaditos que habían llegado a pie desde Alicante, las matronas gordas y las corralas donde la ropa recién lavada se exhibía al sol. Por eso no buscó un hotelito reformado en profundidad, con mejoras tan importantes como dos bidets nuevos y dos litografías del maestro Palmero. Eligió una pensión de la Gran Vía que acaso fue distinguida en los tiempos en que los académicos de Ciencias Morales iban a Chicote a buscar las raíces de la virtud; pero ahora era un piso desteñido, con camas de metal de los años cuarenta, un cuarto de baño que cabía en el armario y toallas pasadas por una hormigonera. Las comidas eran familiares y con dos temas fijos de conversación: los clientes hablaban de sus mujeres difuntas y la dueña hablaba del precio a que se había puesto lo que se comía. «Señores, es que ustedes no le dan importancia.» Los vinos de la casa eran unos riojas inclasificables y que sin duda estaban por pagar, entre otras razones porque el representante que los vendió ya había muerto. El dueño organizaba todas las madrugadas unas partidas de mus donde se decía en voz baja que alguien había llegado a perder hasta veinte euros.

En fin, que el sitio le gustó a Méndez mientras las fachadas de la Gran Vía se desconchaban y sobre las aceras caían las cascaras de los años que ya se habían ido. Además, estaba cerca de los lugares en los que le obligaban a investigar.

Lo primero que hizo, claro, después de instalarse, fue oler uno de aquellos riojas posiblemente letales, otear el panorama de mujeres solitarias de la pensión y calcular a ojo la virtud de la dueña. Seguidamente, claro, se dirigió a la casa de la señora Lorena Dosantos, que era el origen de todo.

Hizo antes algunas averiguaciones discretas, por ejemplo sobre la materia prima. Méndez descubrió, ya antes de entrar en la casa, que la materia prima de que se nutría la señora Dosantos estaba formada primordialmente por señoritas provincianas, de clase media baja, en una España que, después de todo, no había cambiado tanto. Señoritas expertas en la cocina, el bordado, la mecanografía, el corte y confección, los buenos modales y otras artes antiguas, se habían encontrado a los veinticinco años con un país de desempleados que no las necesitaba. Doña Lorena Dosantos las recogía en su taller, donde se bordaban casullas de obispo, mantos de vírgenes, camisones para señoritas que estaban dispuestas a dejar de serlo y capotes de paseo para toreros que siempre decían que se iban a morir. Doña Lorena era tradicional y respetable. Su interesante museo del siglo xix era visitado por caballeros del siglo xx que elogiaban la calidad del hilo de oro, la gracia del dibujo, la perfección del acabado, la suavidad de la seda y las piernas de las chicas. Todas ellas habrían parecido sufridas empleadas (alguna incluso se llevaba el bocadillo) de no ser porque entraban a trabajar a las once, y porque poco a poco, con el devenir del tiempo, fueron abriendo cuentas en las sucursales bancarias más próximas. Sus padres nunca se enteraron de que fornicaban, y ellas mismas -por el embrutecimiento que da la costumbre- a veces tampoco.

La clientela era selecta; la discreción, total. La casa era un pedazo del viejo y bondadoso Madrid que hubiese merecido ser trasladada -tras activas gestiones municipales- al Casón del Buen Retiro. No es de extrañar que los clientes cultivasen una viva admiración -a veces algo sentimental- por las pupilas, de las que apreciaban el sosiego, el recato, el saber estar y otras virtudes también antiguas.

Las primeras averiguaciones sirvieron también a Méndez para tener noticia de un hombre con el que se identificó en seguida. Supo que don Alejandro había ido conociendo a las chicas en el café de los bajos de la casa, un café de lectores de periódicos, de putas y, por tanto, de soledades. Don Alejandro Díaz de Quiroga, de una forma más espontánea y por simple espíritu de varón que nunca se comió un rosco -pensaba Méndez- les había empezado a prestar pequeños servicios, como irles a comprar tabaco del que no tenían en el bar, traerles el periódico, prestarles libros de los que llenaban su casa, cambiarles monedas para el teléfono… También daba a las que llegaban, desde su puesto de guardia en el café, recados de las que ya se habían ido. «Oye, Patri, que dice la María que no te enfades, pero que tu amigo el de Hacienda no te esperará hoy, porque se lo ha llevado la Conchi.» Las chicas, a veces, en esos casos, perdían la educación, se enfadaban con el pobre don Alejandro y le enviaban a tomar por los muy variados conductos anales del país. Pero don Alejandro Díaz de Quiroga no se enfadaba nunca. Méndez se sintió invadido de una oleada de solidaridad con él, porque durante su lejana juventud también había hecho mil recados, pensando cepillárselas, a damas a las que no se cepilló nunca.

Era un asunto urgente, le habían dicho en Barcelona, pero el concepto de urgencia que tenía Méndez era muy semejante al concepto de urgencia que tienen el Tribunal Supremo y las Naciones Unidas. De momento, ¿para qué correr si sobre el muerto de la plaza nadie había publicado nada? De modo que Méndez hacía observaciones sosegadas entre taza y taza de café, mientras la tarde moría y todas las sombras del mundo iban naciendo al fondo del local, las nubes de tabaco se hacían y deshacían -fomentando el cáncer hasta en el Pakistán, según decían los periódicos- y de vez en cuando un camarero juraba que el Mérida iba a ganar la Liga.

Pero fue allí, entre tanto desmadre y tanta prisa, donde Méndez sí que oyó hablar de un verdadero crimen.

7 UNA CUESTIÓN DE VOCES

El comisario Fortes fue a verle al café. Fortes era viejo, fuerte, ancho, franquista, admirador de la política exterior de Estados Unidos y aspirante a ingresar en el FBI. Llevaba sombrero, alfiler de corbata, petaca y unbull-dog del 38 con el que había ganado, pese a su cañón tan corto, cuatro concursos de tiro, uno de ellos organizado por la Guardia Civil. Fortes, además, era discreto, silencioso, un poder en la sombra -«un Richelieu», explicaba a veces-, no decía a nadie que era policía -«porque el nuestro es un menester de discretos»- y estaba seguro de ser el investigador jefe más secreto de todo Madrid.

El camarero jefe le saludó:

– Hola, comisario.

– Tu madre.

– Perdone, no sabía que estaba de servicio.

– El servicio me lo pones en aquella mesa, donde está aquel señor -señaló a Méndez-. Quiero un café bien cargado y una copa Machaco. ¿Oído, cocina?

Se sentó al otro lado de la mesita donde Méndez se mataba trabajando. Le tendió la mano, exhibió muy discretamente la placa y susurró:

– Me parece que usted y yo, amigo, vamos a subir un momentito a casa de la señora Dosantos.

Por entonces, Méndez ya sabía algo más sobre aquella tradicional casa. Como en el fondo admiraba la antigüedad de los establecimientos, su seriedad bendecida por los años y su alcurnia, había pensado, durante sus largas investigaciones en el café, que la señora Dosantos merecía algo que la hiciera del todo respetable, por ejemplo, lucir un rótulo de esos a los que son tan aficionados los franceses: «Comerciantes de padre a hijo», porque eso da confianza. No había inconveniente en que la señora Dosantos pusiera: «Comerciantes de madres a hijas.»

Cuando salió del café en compañía del comisario Fortes -su superior, como todos los demás policías de España- ya sabía también otras cosas de la casa a la cual se dirigían. Por ejemplo, que un glorioso día, una de las chicas invitó a don Alejandro a subir al taller; no lo hizo para trabajárselo como cliente, porque el último polvo de don Alejandro -se rumoreaba- había sido con una miliciana en el frente de Madrid, aprovechando que ella estaba de espaldas y gritando «No pasarán». La putita, por lo visto, demostró tal confianza en don Alejandro que lo hizo depositario, no de su virgo ni de su honor, sino de su bolsillo.

La cosa, según lo que sabía Méndez, fue más o menos así: la chica abordó a don Alejandro, pidiéndole que subiera a la casa sobre las doce, cuando ella ya «se hubiera hecho» un cliente. El dinero del tal cliente -oyó decir Méndez, pues con el suceso del muerto se habían desatado las lenguas- pasaría a los bolsillos de don Alejandro, quien con él debía regresar al café. Sobre la una llegaría un tipejo dispuesto a reclamarle una deuda a la encamada, en sus ratos libres bordadora de casullas. Como la virtuosa no quería ver al tipejo, don Alejandro le pagaría en su nombre, exigiéndole que no volviese por allí, cosa que el otro obedecería sin duda, «porque un macho, don Alejandro, qué quiere que le diga, siempre infunde más respeto, y además, usted, se lo juro, tiene un no sé qué de policía arrepentido».

Tan sencillo acontecimiento fue el origen de una actividad comercial copiosísima y no exenta de momentos brillantes. Cuando doña Lorena Dosantos supo que don Alejandro había sido funcionario, hasta su jubilación, del Ministerio de Justicia, encargado precisamente del registro y control de títulos nobiliarios, aún le otorgó más respeto y le enseñó más mantos de vírgenes. A partir de ese día, don Alejandro subió con regularidad a la casa, pero nunca por iniciativa propia, sino previo requerimiento en forma. Doña Lorena le encargaba ordenar las facturas, y las chicas le enviaban a buscar cervezas, limonadas con burbujas, bocadillos ecológicos, tabacos de importación y revistas de duquesas.

Esta actividad, que don Alejandro se planteó al principio como absolutamente desinteresada, le proporcionó sin embargo algún dinero por la misma fuerza de las cosas. Era una situación placentera y cómoda, aunque Méndez supuso que don Alejandro la aceptaba por verdadera necesidad y cuando no había otra cosa, es decir, cuando habían fallado todas sus argucias en la ruta de las papeleras. Al fin y al cabo, aquel dinero de tapadillo le avergonzaba un poco, ya que él había iniciado aquellos servicios como una atención de gentilhombre.

Pero, en fin, la vida no siempre gira en la dirección que uno quiere, y Méndez, que compartía sus pensamientos aun sin haber hablado con él -guiándose sólo por las noticias del café-, le habría dicho que no se preocupara, que todo era normal, que si hay beneficiados de parroquias y catedrales, también puede haber beneficiados de casas de mujeres.

Con todo esto era inevitable que Méndez le abordase, y Méndez le abordó. Para entonces el viejo policía ya había pasado muchas horas en la plaza y el café, llevaba la investigación retrasadísima y tenía noticias de que Pons, su superior en Barcelona, acababa de sufrir un amago de infarto. Pero Méndez estaba convencido de haber actuado con toda diligencia, incluso demasiada, puesto que las pesquisas ya se sabe que hay que llevarlas paso a paso. Su primer encuentro directo con don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa fue muy tradicional, puesto que estando sentados los dos en el mismo banco, don Alejandro le pidió tabaco.

– Sólo tengo de ese que venden en la boca del metro -dijo Méndez-. Y me sabe mal, no crea, porque es rubio oxigenado. El tabaco que a mí me gusta de verdad es el celtíbero, o sea, el negro.

– Yo pienso lo mismo que usted, pero le acepto el rubio oxigenado ése.

– Tome -ofreció Méndez-. ¿Y fuego? ¿Necesita fuego? Pues aquí tiene. Yo, como ve, uso fósforos de madera, de los tradicionales, aptos para encender un faria en una casa de comidas de la calle San Bernardo. Odio esos mecheros anuncio en los que, en el mejor de los casos, hay un escudo del Rayo Vallecano. Y dígame: ¿cómo le gusta el negro? ¿El amariconado? ¿El mentolado? ¿El duro?

– Me gusta el duro -dijo don Alejandro, mientras encendía su cigarrillo de emergencia-. En el Ministerio de Justicia… porque sepa que yo he trabajado en el Ministerio de Justicia, en la sección de títulos de nobleza, he fumado Ideales, o sea, caldo de gallina, Celtas cortos y otros tabacos ricos en sustancias minerales. En eso del fumar, siempre me he sentido muy patriota. La única excepción la hago con los toscanos, pero son difíciles de encontrar, y además sólo los compro cuando estoy mal de los bronquios.

– Usted y yo nos entenderemos -declaró Méndez-. Me permitirá que le invite a un cafelito y a un paquete de Ducados comprados en el bar ése de la esquina. Y ahora que estamos en plan de confianza y sabemos cómo nos gusta el tabaco, ¿y las mujeres? ¿Cómo le gustan las mujeres?

– Gordas -declaró don Alejandro.

– ¿Y culonas?

– Culonas -precisó don Alex, poniendo los ojos en blanco-. Lo demás lo perdono, pero eso no.

– Veo que ha sido usted un buen funcionario.

– Uno ha hecho lo que ha podido. Sepa usted que uno ha tenido sus buenos tiempos.

– No estemos aquí -pidió Méndez- sometidos a los vientos del Guadarrama, que podrían acabar con nosotros. Yo creo que el gobierno los fomenta para reducir el número de pensionistas de cara al 2010. Vamos a por el cafelito ése antes de que sea demasiado tarde.

Se acodaron en la barra de mármol ya gastado, rescatado sin duda de la lápida de un pensador del 98 y que ahora conocía mejores tiempos, puesto que la pulían los dedos de los clientes de la señora Dosantos. Una de sus pupilas estaba allí, y dirigió a don Alejandro una sonrisa de piedad filial. Don Alejandro dijo:

– Lástima de la muerte ésa, la muerte de don Paco Rivera, al que las chicas pusieron en un banco de la plaza con tanto cuidado, aunque olvidaron un letrerito que dijera «Descanse en paz». El señor Rivera, don Paco, era el último representante de una civilización que ya no existe, aunque algún rescoldo de ella queda en las manos de la señora Dosantos. La casa de la señora Dosantos es un sitio donde jamás se ha permitido la palabra procaz, ni siquiera en los trances amorosos y los espasmos del remate. A una chica muy vehemente la despidió porque en uno de esos espasmos había llamado al cliente, cabrón,dao pol saco, joputa y portugués. Claro que la señora Dosantos también despidió al cliente. Con don Paco era todo distinto: don Paco pasaba tardes enteras hablando con las chicas en una salita, les traía bombones y revistas de cantaoras en trance. Era un hombre de mucha representación, créame. Me extraña que su muerte, aunque discretísima y piadosa, no haya movilizado a ningún policía.

– Yo soy policía -dijo Méndez, mientras con el dedo limpiaba de la taza un finísimo hilo de café.

– ¿Usted…?

– Reconozco que lo disimulo muy bien y hasta, a veces, parezco un profesional respetable. Como, por ejemplo, un privatizador de las pocas funerarias municipales que aún quedan en España.

– ¿Y ahora le han enviado a investigar la muerte de don Paco Rivera?

– Todo lo contrario: a taparla. Por los informes que tengo, don Paco murió de muerte natural, como corresponde a un lugar tan bien organizado como la casa de doña Lorena. Por ahí no hay nada que investigar. Pero la Superioridad tiene miedo de que se desate un cierto escándalo y de que a consecuencia de eso aparezcan listas de clientes y bolsas de dinero negro, quién sabe si administradas por el Vaticano. O alguien escriba sobre damas hoy solventes y que empezaron en esa casa. En fin, que ningún policía hidrofóbico y ningún periodista hambriento se metan en el asunto. La paz del país marcha sobre estas cosas.

– Le confieso que hasta ahora no he visto a nadie enredado en esto.

– ¿Don Paco estaba casado?

– Las chicas siempre creyeron que sí, y yo pienso lo mismo. Además, el establecimiento de doña Lorena, tan tradicional, es un sitio de señores casados, como debe ser. Pero me temo que eso de si era casado o no ya lo ha averiguado usted antes.

– Es posible, aunque no se fíe. ¿Hubo esquela?

– Hubo una tan grande como una lápida del Valle de los Caídos, pero ya se daba al difunto por enterrado y al duelo por despedido. Yo barrunto que ha habido interés, desde el principio, por tapar el asunto, y que en ello ha participado la santa esposa del muerto. Valdrá la pena que usted la conozca.

8 UNA CUESTIÓN DE PELOTAS

Algún día, cuando esta historia de hombres ricos, generales, periodistas y putas sea conocida a través de una casete filmada por el CESID, la gente comprobará los detalles, querrá saber si la han engañado o no. Y se dará cuenta de que no se sabe si Méndez subió a la casa de doña Lorena por incitación de don Alejandro o por orden del comisario Fortes. Bien, hay que decir que cuando Fortes llegó al café, Méndez ya estaba a punto de subir a la casa de doña Lorena, pero realmente lo hizo obedeciendo al comisario.

Fortes había dado la orden con esa energía viril propia de todos los viejos cuarteles de la Patria:

– Hala, perdiendo el culo.

Subieron los dos. La casa de doña Lorena, como Méndez había imaginado, era amplia, señorial, hidalga. Exhibía reproducciones de Murillo, El Greco, Vázquez Díaz y el Goya más perseguido por las fuerzas públicas. «Aquí -solía decir doña Lo- sólo tenemos arte patrio.» También había un par de tapices, éstos auténticos, una antigua mesa camilla y un retrato del papa. Estaba claro que -dadas las dimensiones de aquel piso del viejo Madrid- sobraban habitaciones. O quién sabe si en realidad eran dos pisos unidos, quién sabe si durante la Regencia decidieron unir sus viviendas un cardenal y su sobrina.

Doña Lo en persona dio dos besos a Fortes.

– Cuánto bueno por aquí, comisario. ¿Qué? ¿A investigar?

– Nada. Hoy vengo en comisión de servicio, doña Lo.

– ¿Y la compañía?

– Me acompaña por razones de utilidad pública.

Doña Lorena dirigió una mirada conmiserativa a Méndez.

– Mejor que no se ocupe -murmuró-. Ya tuve un muerto hace poco. Bueno, los señores dirán.

– Pues nada, doña Lo, que como necesito tener una conversación larga y privada con este compañero, que aunque no lo parezca también pertenece al Cuerpo, y como las conversaciones privadas de verdad se tienen en las casas públicas, he pensado que podría cedernos un cuartito. Todo el mundo pensará que yo soy un cliente y aquí, el señor, es un florero, pero en realidad hemos de ventilar una serie de cuestiones que tiene pendiente el servicio. Si hablamos en el café de abajo se enterará todo el mundo, y si hablamos en comisaría, peor, porque se enterará todoEl Mundo.

– Y usted que lo diga, comisario. Últimamente, hasta las deliberaciones secretas del Consejo de Ministros salen en Internet. Este es el último sitio seguro que queda en Madrid, si lo sabré yo. Vengan, vengan y sírvanse.

Los condujo a una habitación interior donde había una mesa de anticuario, dos sillas, tres espejos y el retrato de un torero tan viejo que no se sabía si era Joselito vivo o Joselito muerto. También había unas cuantas luces rosadas, más o menos proyectadas sobre uno de los espejos. Éste era barroco, alargado y purísimo, como esos espejos de los años veinte que tenían un pie y ante los cuales las damas opulentas de Rafael de Penagos se ceñían el corsé o se ajustaban las medias. Méndez hasta se puso cachondo, lo cual no dejaba de ser un milagro de Fátima: pero ya se sabe que en el misterio sexual de los hombres hay siempre una postura que se vio de niño, o el chasquido de una liga, o unas bragas olvidadas sobre la colcha, o un espejo de tocador como aquél, donde la más joven de las primitas se miró un día la raja. Aunque había también una gran cama, una sola cama de matrimonio, y al verla, Méndez, en el fondo alma cándida como se sabe, empezó a sentir miedo al encontrarse a solas con Fortes.

Pero Fortes no prestó ninguna atención al centenario culo de Méndez.

Lo único que hizo fue sentarse a un lado de la mesilla y encender un Partagás 8-9-8.

– Este cigarro que está viendo -murmuró- es uno de los últimos residuos de la civilización occidental en estado salvaje. Quiero decir, la civilización que aún huele a hierba, ron, coco fresco y coño de mulata: entendámonos, la civilización que aún no ha sido pasada por la hamburguesería y recibido un masaje de ketchup. Fíjese bien: este cigarro que me estoy fumando es una especie de faraón de la última dinastía. Cuando los yanquis puedan volver a fumar habanos, aunque sea debajo de la cama y con un poli vigilando para que no salga el humo, se los quedarán todos, y nosotros, como país pobre, nos veremos reducidos a la más pura miseria interior. Claro que siempre nos quedarán las farias.

Inhaló el humo, dejándose engullir por él, y añadió:

– Sé para qué le han enviado a Madrid, Méndez.

– Para que no hiciese la puñeta en Barcelona.

– Eso en primer lugar.

– Y para que intente evitar cualquier escándalo relacionado con la muerte de Paco Rivera.

– Eso en segundo lugar. Y no sé si se lo explicaron bien, pero en todo caso intentaré explicárselo mejor.

Depositó sobre la mesa un magnetófono pequeño, compacto, negro, que se veía de alta calidad, de esos fabricados a lengua por dos chicas japonesas.

– Oiga, Méndez…

Méndez oyó. Oyó las dos voces, la del hombre y la de la mujer: y también la voz metálica de la pistola al ser montada. Y la de la pistola al detonar. Y la de la cama al crujir. Y la del cabrón al disparar toda su carga de semen.

«Tu culo.» «Calla, hijo de puta.» «Tu culo.» «Te pones de rodillas en la cama, la cabeza abajo, la grupa bien levantada. Y no me vas a reventar la fiesta. Tengo curiosidad por saber cómo se folla a una mujer muerta.»

Méndez palideció.

Y al fin el disparo sordo, profundo, ahogado por las murallas de papel de seda, esfínteres abiertos, conductos íntimos y sobre todo montañas sonrosadas de carne, carne piadosa de los colegios, carne virtuosa de las casas ricas de Serrano, carne dorada por el sol del Retiro, carne, carne, carne. Carne de chica buena.

Fin.

Las mandíbulas de Méndez crujieron al cerrarse su boca.

– ¿Qué ha sido eso?

Fortes también tenía la mirada perdida, quieta y ancha como la de un sapo.

– Ya ve, Méndez: una conversación.

– ¿Cómo la grabaron?

– Digamos que fue casualidad.

– No creo en las casualidades, comisario.

– Yo tampoco. Las cosas pasan porque pasan, y a veces uno no se lo acaba de explicar. Pero tienen una lógica. La casa donde se grabó la conversación tenía micros hasta en la taza del váter. Te tirabas un pedo y salía hasta la música de flauta. Te corrías en la cama y dejabas el micro perdido de leche.

– ¿Quién puso los micros?

– La poli, hostia. Qué cosas tiene usted, Méndez.

– ¿Por qué?

– Teníamos un soplo. Sospechábamos que aquél iba a ser un piso franco de ETA.

– Entiendo.

– Pues menos mal.

Y Fortes dio una chupada a su faraón de la última dinastía, con la expresión plácida del que piensa que al fin las cosas empiezan a arreglarse.

Méndez aspiró con fruición el humo ajeno, pensando que si atrapaba un cáncer, al menos no lo habría pagado él. Susurró:

– De modo que tenían esos micros para los de la ETA y salió otra cosa.

– Sí.

– ¿Dónde está esa casa? Parece, por lo que he oído, que en un sitio donde nadie oiría los gritos de la chica.

– Está en los altos de Serrano, cerca de la embajada de Francia. Un sitio fetén, fino, de pasta vieja y larga, pasta de toda la vida, donde las niñas ya nacen con un pendiente de oro y los niños con un paquete de acciones del Banco de Castilla ensartado en el pito. Es una torre con jardín que alquilan por una porrada de pesetas. Nos pareció que el soplo sobre los de ETA podía ser cierto, porque el sitio resulta ideal: vecindario muy discreto, pocas vistas desde el exterior y salida y llegada fáciles por la Castellana y María de Molina.

– Pero a un sitio así -objetó Méndez- no podían llegar unos cuantos tipos bebiendo chacolí y sacudiéndose la boina.

– Tampoco lo esperábamos. Dábamos por supuesto que los terroristas iban a ser gente fina y discreta. Por ejemplo, un falso catedrático con su mujer y una criada o un mayordomo. Pero, en fin, la casa sigue preparada para recibirlos, si es que vienen. De momento, lo que nos interesa es lo que hemos cazado al vuelo.

La mirada de Méndez se aguzó, se hizo fría y dañina, se convirtió en la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Quién es el dueño de la casa? -musitó.

– Pasó por bastantes personas, todas ellas gente de dinero. La torre es uno de esos sitios de burguesía alta, donde el viejo señor leía a Ortega y Gasset, y si se aburría se iba a follar con la criada. Aún encontraríamos debajo de la cama a alguna ama de llaves embarazada desde antes de la guerra. Pero lo que son las cosas: como parece que ningún particular puede mantener una casa de ese calibre, ahora pertenece a una agencia inmobiliaria que la alquila, y si se tercia la vende.

– ¿Quién tiene acceso a ella?

– Uf, bastantes personas -dijo Fortes pensativamente-. Presuntos inquilinos, presuntos compradores, es decir, gente que quiere verla. Y agentes inmobiliarios con una flor en el ojal. Y agentes inmobiliarias con una carterita entre las piernas.

Méndez no movió los ojos. Iba adquiriendo bilis la mirada de la serpiente vieja.

– De modo -susurró- que el tío enculador y la tía enculada pueden ser cualquiera.

– Sí, desgraciadamente, sí.

– Hábleme de las pistas, comisario.

– Por las voces, nada. No nos son conocidas ni están en ningún registro.

– Pisadas.

– Unos zapatos de salón, con tacón de aguja, del 42, o sea, que la chica tenía que ser bastante alta. Y unos zapatos masculinos con suela de cuero, o sea, sin relieves especiales, del 44. Es decir, también un tipo alto; no diré que fuera cabo de gastadores, pero casi.

– Leche.

– ¿Qué?

– Semen -dijo Méndez-. Quizá sobre las ropas de la cama se derramó alguna gota.

– Así es: encontramos rastros. El laboratorio está en estos momentos husmeando el ADN.

– Sangre.

– ¿Por qué dice eso, Méndez?

– Cuando a una chica la atacan de esa manera tan salvaje puede sangrar.

Fortes se envolvió en el humo faraónico, como si, pese a toda su experiencia, quisiera parapetarse tras él.

– Tiene razón, Méndez. Hay bastante sangre: quizá demasiada.

La serpiente vieja soltó una imprecación cuartelera:

– Me cago en la leche puta.

– Sé lo que quiere decir, Méndez.

– Quiero decir que ese ruido esponjoso del final refleja la verdad: el tío metió el cañón en el ano de la mujer y disparó dentro.

Fortes necesitó toda su fuerza de cabrón veterano para decir:

– Sí.

– Hábleme de esa sangre. De ninguna manera podía ser sangre limpia.

– No, claro que no. La hemos analizado. Está ligeramente mezclada con heces.

– O sea, que procedía de donde todos suponemos.

– Cierto, Méndez.

– ADN.

– Lo están investigando.

– Pero teniendo el cadáver, como tienen, no necesitan hacer grandes maravillas, comisario: habrán podido analizar todo el cuerpo de la chica. El maricón que la mató se envaina el pito y se larga, pero el cuerpo de la chica se queda.

– No, Méndez.

– ¿Cómo que no?

– No había cadáver, Méndez. A la chica se la llevaron de allí.

Y exhaló una bocanada. La serpiente vieja se deslizó bajo el humo. Su lengua pareció acariciar el aire, buscando algo que manchar. Luego volvió decepcionada a su refugio.

– Oiga, comisario, veo difícil que un solo tío pudiera llevársela.

– ¿Por qué no, si tenía el coche aparcado dentro del jardín? De noche, nadie le vería. Y además pudo recibir ayuda de alguien. En la conversación aparecen dos nombres: David y Alberto, Alberto y David. Sobraba gente para ayudar a ese canalla. Era toda una manifestación.

Méndez cerró un momento los ojos. Lo cual fue una buena medida de salud pública, porque su mirada hacía daño.

– O sea -dijo-, que no tenemos las huellas que pudieron quedar marcadas en la ropa o el cuerpo de la chica.

– Por desgracia, no.

– Quizá el ADN nos dé datos.

– Es una simple posibilidad.

– Y quizá haya huellas repartidas por los muebles, los vasos, los pomos de las puertas… No hay serial en la tele sin un policía culón que las encuentre.

– En este caso, no, Méndez. Lo siento. Una vez cometido su asqueroso crimen, el asesino recobró, por lo que parece, toda su sangre fría. Hizo un trabajo de profesional: lo limpió todo escrupulosamente, de modo que ya ve que no tenemos demasiados indicios.

– Es que aún no hemos terminado. Yo no soy un genio, pero huelo la mierda. Huelo las marcas dejadas por las ruedas del coche.

– Eran nuevas, acabadas de poner -determinó Fortes-. Creemos que correspondían a un Peugeot 406, y en ese sentido buscamos. Pero también es posible que a un coche que no es un Peugeot 406 se le pongan ruedas que no le corresponden, si ha de rodar muy pocos kilómetros.

Méndez suspiró, desalentado.

– Sólo nos queda una pista -dijo-. La chica habla de su padre.

– Sí, por lo visto, es un hombre muy poderoso y con una mala leche que envenena las aguas.

– Pero no sabemos nada más.

– No.

– Necesitaría que me hablase de él, Fortes. Tiene que ser un hombre poderoso, como dice, y a la gente poderosa de Madrid usted la conoce toda.

– Qué cojones voy a conocer. Madrid es una ciudad pobre y auténtica, en contra de lo que la gente cree: es una ciudad de hogaza, vinazo tinto, tripa de cordero, calamar jubilado y sardina de estanque municipal. Pero es pobre porque la riqueza está mal repartida. En Madrid hay cinco mil ricos que se folian la ciudad entera, y es imposible que yo los conozca a todos.

Méndez prefirió no discutir.

– O sea, que cinco mil maricones -dijo.

– Sí, señor, maricones del chollo de la Administración, del chollo de la política y del chollo del Supremo. Y sobre todo maricones de la construcción, de la banca y del fútbol, por no hablar de la droga. Imposible saber en qué batallón de tantos maricones está el padre de esa chica, imposible saber si es coronel o simple corneta. Ese es un trabajo que dejo para usted, Méndez.

Méndez se asustó. Su cara cambió instantáneamente. Dejó de ser la serpiente vieja para convertirse en un conejo joven, si es que Méndez había sido joven alguna vez.

– ¿Qué?… -susurró.

– Sí -reafirmó Fortes-. En ese asqueroso crimen se están haciendo toda clase de investigaciones, pero yo diría que son rutinarias: que si las ruedas de un coche, que si el análisis de sangre, que si el ADN de una polla. Y es que tampoco podemos ir más allá. Oficialmente, en la casa de los altos de Serrano no ha pasado nada, y oficialmente no se ha publicado ni se publicará una nota informativa. De prensa, ni hablar. Esta cinta la ha escuchado un juez, pero bajo absoluto secreto de sumario. O sea, nada. No hay crimen porque no hay muerta: sólo esta cinta. Resulta inútil decirle que la casa no podemos alterarla ni «quemarla», porque en teoría aún es posible enratonar a los de ETA.

– ¿Y qué juego yo en esto?

– Méndez, a usted no le conocen en Madrid.

– Tiene razón, Fortes. Las putas que me conocieron y amamantaron ya han muerto, o están en el geriátrico, o se han casado con el último aviador yanqui de Torrejón.

– Mire, Méndez, vamos al grano. Lo que hacemos los policías de aquí lo saben en seguida los periodistas, porque vamos a los mismos cafés, tenemos las mismas deudas y estamos casados con las mismas mujeres. No se puede enviar a tomarpol saco una operación tan importante a causa de una indiscreción. ¿Y qué dice la Superioridad? ¡Ah, la Superioridad! Pues la Superioridad dice que esto tiene que llevarlo un tío de fuera.

Méndez se agarró a la mesa.

– Ya tengo bastante trabajo aquí -musitó.

– Al principio de la conversación ya hemos acordado que su trabajo aquí estaba concluido con la mayor brillantez. Un éxito, amigo mío, un éxito. De modo que, ahora que doña Lo le conoce, usted puede seguir viniendo y hasta echando una miradita para que nadie hurgue en lo de don Paco Rivera. Pero eso no es matarse, digo yo. Le quedará tiempo de sobra para investigar en lo que le he dicho. Muévase y obtendrá unos resultados que harán llorar de emoción a lo que queda de Patria.

– ¿Moverme? ¿Dónde?

– No se queje. Tiene usted la cinta, Méndez: es una copia muy buena. Tendrá los resultados del ADN, porque yo se los pasaré. Cualquier noticia, cualquier identificación, será suya al cabo de cinco minutos. Yo seré su correo y su seguro servidor, pero lo que no puedo es dar la cara.

– No me sienta bien el clima de Madrid -se defendió Méndez, usando uno de sus argumentos más manidos y poniendo cara patética.

– No hay noticia de que a usted le siente bien clima alguno, Méndez, excepto el de algunos viejos cines de Barcelona que ya han sido derruidos por la Sanidad Pública. De modo que no me hará llorar. Busque.

– Buscar entre cinco mil maricones… -gimoteó Méndez.

Fortes le señaló con el dedo.

– Me basta con que encuentre a uno.

9 UNA CUESTIÓN DE SANGRE

Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había ido a Madrid para no trabajar nada, como corresponde a un honesto funcionario, y se encontraba con que tenía que ocuparse de dos cosas: una, que la muerte de don Paco Rivera no se transformase en noticia, y menos en escándalo. Otra, saber qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado. Demasiado trabajo para un hombre que de verdad aspira a servir a la Patria, pero servirla en paz.

Hay ciudades que no nacen; se inventan. Madrid es una invención. Es una invención de reyes cristianos, reinas cachondas, validos prepuciales, pintores de cámara, ministros en crisis, periodistas en paro, funcionarios en cese, paseantes en corte, catedráticos de café, banqueros yanquis, futbolistas brasileños y putas tailandesas. Madrid es una amalgama parida un día por real orden, con gran sorpresa del personal. Madrid es incomprensible porque no tiene un alma, sino cien almas: por eso, de creación administrativa, nacida en una real cédula, ha pasado a ser creación literaria, nacida en una servilleta de papel. Madrid, parida en palacio, se ha criado en tabernas, figones, buhardillas, corralas, pasillos ministeriales, confesonarios franquistas y bailes de burdel. Tiene noventa y nueve almas que viven en las calles, los pequeños comercios de barrio, las faldas de las dependientas, los muertos de los cafés, las albóndigas caducadas y los calamares de ultramar. Y una sola alma que vive en un papel sellado.

Méndez, como se sabe, no era un hombre de papel sellado. Amaba el alma de las calles, todas esas almas pequeñitas que flotan en las esquinas y se dejan llevar por la voz de un poeta o el balanceo de una mujer. Por tanto, se habría sentido a gusto en Madrid -sin tener que trabajar- como se sentía a gusto en sus barrios de Barcelona, aunque los estuvieran transformando. Porque si Madrid había empezado como creación dinástica, Barcelona estaba terminando, según su pensamiento, como creación olímpica.

Veamos a Méndez trabajar. Méndez, completamente abatido, regresó a su pensión después de cenar, a una hora en la que los huéspedes jugaban una partidita sin fin: agotado el dinero, estaba en juego ahora, no la virtud de la dueña -que no la tenía-, sino la virtud del dueño. Méndez se encerró en su habitación, con vistas naturales a la Gran Vía, y empezó a escuchar la cinta que le había pasado Fortes. Lo hizo a muy poco volumen, porque si alguien llegaba a oír lo que se decía en aquella cinta, la partida del comedor cesaría inmediatamente.

Aun así, alguien golpeó discretamente en su puerta.

Era Bonifaz, un ex delegado de Hacienda en una delegación de la Castilla profunda, de esas que suelen estar instaladas en un ex convento de los dominicos, que son los que no han pagado nunca.

– Señor Méndez…

– ¿Qué?

– Perdone que le moleste. Si me lo permito es para decirle que a la dueña le molesta mucho que desde aquí se llame al teléfono erótico.

– Joder, qué oído tiene.

– Ya sabe usted que los delegados de Hacienda siempre hemos tenido un oído finísimo.

– De acuerdo, procuraré no molestar. Pero esto no es el teléfono erótico.

– Ya veo, ya… Es una grabación hecha en una oficina recaudatoria, y el diálogo es entre el jefe de servicio y una contribuyente. En fin, siga usted con lo suyo, que yo vuelvo a la partidita. A la paz de Dios.

Méndez escuchó dos veces más la grabación, mientras se nublaban sus ojos, el Palacio de la Prensa era envuelto por una rara niebla y de los cines de la Gran Vía salía la última hornada de gente. No entendía nada ni llegaba a la menor conclusión. Lo único que conocía era el lugar de los hechos: una elegante casa con jardín de los altos de Serrano, cerca de la embajada de Francia. Pero hasta esa casa era lugar ignorado para él, pues no la había visto y seguramente no tendría demasiadas facilidades para verla. Lo demás, nada. ¿Quién era -mejor dicho, quién había sido- la chica? ¿Quién era el joputa del agresor? ¿Quién el papá de la nena?

Ni rastro.

En la grabación aparecían dos nombres, Alberto y David, presumibles conocidos del asesino, y por supuesto también de la víctima. Pero nada más. Sólo esos dos nombres. Ni una huella que permitiera acudir a los registros. Ni un cadáver que permitiera la soledad de una autopsia. Sólo la biología de la sangre de la chica y el semen del cabrón, pero eso no sería útil hasta que se detuviera al cabrón o apareciese ella.

Fortes, que tenía rango de comisario pero estaba adscrito a misiones especiales y por lo general solitarias, no iba casi nunca a Jefatura, en la seguridad de que eso le haría pasar desapercibido. Oficialmente regentaba un negocio de maderas en Carabanchel, del que nadie podía sospechar que no fuera el dueño: nunca iba allí antes de las once. Dio a Méndez dos teléfonos de contacto: uno, el de ese almacén, y otro, el de un bar de la calle Orense, por si tenía que llamar por la noche. No le conocía nadie allí como policía al servicio de la legalidad vigente: «Sobre todo, mida sus palabras y tenga cuidado con eso, Méndez.» En cuanto al bar, había sido centro de reunión de estudiantes desesperadas que siempre estaban en primer curso y follaban sin bajarse los téjanos, pero ahora lo frecuentaban divorciadas otoñales, damas de compañía que buscaban un sobresueldo a la hora del té y viudas de buena complexión que, de vez en cuando, enseñaban astutamente un tirante del liguero. Con eso, el bar iba adquiriendo un aire melancólico y de entreguerras, el aire de un Madrid que ya se había ido.

Méndez telefoneó a aquel número, facilitado por el policía más desconocido de España. Preguntó sibilinamente por el señor Fortes, especializado en pinos de Flandes y ricas maderas tropicales traídas del golfo de Guinea. La dueña del local le contestó:

– Ah, sí, el poli.

Méndez no se sorprendió. Estaba acostumbrado a los secretos del mundo hispano. A él le habían hablado de un periodista barcelonés, gran profesional y gran persona, que en tiempos de la guerra civil era miembro del espionaje franquista. En el mayor secreto -como es natural- tenía montada su tela de araña entre los exiliados españoles del sur de Francia, a los que engañaba astutamente y sin que su identidad fuera conocida jamás. Hasta que un día el mando le llamó para darle instrucciones al hotel donde él y los exiliados se hospedaban. El recepcionista recorrió el vestíbulo gritando:

– L'espion de Franco au telephone!

Y el agente secreto pasó hacia la cabina entre sus amigos del alma, que por cierto tampoco le hicieron el menor caso.

Pero ni las esquinas de la memoria aliviaban los males de Méndez, que ahora llevaba dos asuntos cuando en realidad estaba acostumbrado a no llevar asunto alguno. Él, lo que quería era patearse Madrid, recordar, bucear en la entraña de la ciudad vieja.

Y más o menos la entraña de la ciudad vieja era la plaza Mayor, donde ahora se encontraba el cansadísimo Méndez, mirando en torno suyo y haciéndose reflexiones. No entendía que un matrimonio tan rico como el de los Rivera pudiese vivir allí, sin haberse trasladado con los años a Chamartín, la colonia de El Viso, Puerta de Hierro, Padre Damián o Las Rozas, que son los destinos de los millonarios modernos. Cierto que el piso oficial de los Rivera estaba en la calle de Serrano, muy cerca de la Puerta de Alcalá, pero aquello había resultado ser poco más que un despacho con unos cuadros, un diván, una conexión a Internet y un par de habitaciones de urgencia. La única residencia de los Rivera estaba aquí, en la plaza Mayor, en un piso antiguo y enorme desde cuyos balcones, tres siglos antes, debió de verse cómo quemaban a los herejes y oírse sus gritos de agonía, porque los desdichados, claro, no creían en la resurrección. Hoy se oían los gritos del pueblo pidiendo una cerveza y los del servidor del pueblo, es decir, el camarero manchego, pidiendo a cocina unas morcillas fritas, una ración de papas bravas, unos pinchitos, unos pulpos compostelanos y otras especialidades de la cocina de autor.

Bueno, pues era aquí donde había vivido Paco Rivera en compañía de su mujer, sin duda fundadora de la Sección Femenina. Todo concordaba. Un piso heredado de los abuelos, una cocina más grande que la del Asador de Aranda, un pasillo de lado a lado para ensayar la maratón, un salón con sillones frailunos, puntillas de Valenciennes y platería toledana, un boceto de Solana -con las piernas de las putas tapadas- y un retrete con la bendición papal.

De todo eso era capaz una santa esposa como la de don Paco Rivera, tan inevitable como momificada, Gran Cruz del Yugo y las Flechas y duquesa del castillo de la Mota. Oficiante en un dormitorio donde ya debía de haber muerto la abuela y en el que el pobre don Paco Rivera habría tenido que echar los polvos bajo un águila imperial.

Pudiendo haber vivido en La Moraleja, los dos se habían encerrado aquí, en el centro de un Madrid que ya no se sabía muy bien cómo era.

Méndez entró en el portalón, dispuesto a dar los últimos pasos en la investigación sobre Paco Rivera, preparar un informe y luego olvidarse de todo. El principal era el piso que andaba buscando, y tenía al menos cuatro balcones sobre la plaza. Nadie le detuvo, porque el portero, que tenía que controlar la entrada, estaba controlando el bar inmediato. Subió en silencio. Una puerta escurialense y una placa del Sagrado Corazón llenaron de gozo el corazón del tradicional Méndez.

Llamó, pero sin que contestara nadie. Era extraño, porque en aquel piso tan enorme necesitaban servicio: si no estaba la dueña embalsamada, tenía que estar al menos una criada vestida de penitente. Méndez contempló la puerta con recelo, dudando si volver a llamar, mientras hasta él llegaban intermitentes los rumores de la plaza, las mil voces del pueblo que siglos antes había pedido más herejes, luego más caballos, y ahora pedía más goles, más vino de Valdepeñas, más sardinas de Alicante, más jamón de bellota y más mojama de la que había sobrado a los Tercios de Flandes. Fue entonces cuando Méndez pensó en Pablo Muñoz, el cerrajero más hábil de Barcelona.

A Pablo Muñoz lo llamaba la policía cuando detrás de una puerta hermética podía haber un muerto, una acumulación de gas o una niña llorona: Pablo Muñoz, con una técnica que no explicaba a nadie, trabajaba en silencio y abría en unos minutos. Méndez había sido su discípulo, aunque también tenía aprendido el noble arte con los mejores espadistas y cerrajeros del viejo barrio Chino, hoy tan olvidados por la gente que empieza. De modo que realizó unas suaves maniobras, y la puerta acabó cediendo. La lucecita de otro Sagrado Corazón, éste entronizado, le mostró un recibidor enorme, con balcón a la plaza, muebles tan severos que parecían robados de Capitanía, búcaros con flores y un gran tapiz linajudo, de esos que llevan bordadas en oro las armas de la familia. El que Méndez tenía ante los ojos proclamaba: «Armas de Cataviejo» (Cataviejo debía de ser un antepasado de la viuda momificada e inevitable), y exhibía unas lunas y unos cañones navales: eso significaba que los antepasados habían sido marinos, pero Méndez pensó, con la seguridad que da la mala leche, que habían sido piratas.

Tras cerrar con cuidado la puerta, pasó al interior. La luz eclesial de la imagen llegaba hasta un pasillo, ayudada por la que, a través del balcón, llegaba desde la plaza y las losas de los Austrias. El pasillo, aunque hundido en sombras, parecía muy largo, larguísimo, de modo que se confirmó el presentimiento de Méndez: allí, un hombre de bien se podría preparar para la maratón o para perseguir a la criada, miembro en ristre y que sea lo que Dios quiera. A ambos lados había puertas cerradas, más búcaros con flores, una histórica foto de Pío XI y dos nuevos retratos de antepasados con los ojos en blanco, en trance de ver a santa Teresa de Jesús.

Méndez distinguió al fondo una habitación con balconada, como final del pasillo: allí había un comedor solemne, con dos vitrinas exhibiendo cubiertos de plata maciza, tacitas de Sévres y otras delicadezas de las horas. Del techo pendía una gran lámpara de lágrimas que parecía hecha con auténtico cristal de Bohemia. La balconada final, completamente cubierta, correspondía a un mirador con dos butacas desde el que se distinguía una calle tortuosa del viejo Madrid y, a los lados, muros de edificios que quizá ahora encerraban cajas de Chinchón seco, pero que en tiempos albergaron a hidalgos dispuestos a morir por la fe, y preferiblemente a matar por ella.

Méndez pensó que ya podía largarse de allí: nada sugería que la muerte de don Paco Rivera hubiese originado movimiento alguno. De modo que, aun sin ver a la viuda, la misión estaba cumplida, sobre todo teniendo en cuenta que quizá había cometido un error al despreciar las leyes -una vez más- y entrar de chorizo en la casa. Y encima, si se entretenía demasiado, quizá aparecería la ansiosa viuda, con escapulario y camisón, y se follaría a Méndez in situ.

Mientras regresaba al recibidor, volviendo sobre sus pasos, Méndez abrió una sola de las puertas laterales, en el pasillo, para ver mejor la estructura de la casa: Pons, el jefe, le preguntaría si de verdad había estado allí. Distinguió, a la luz que entraba por otra ventana, un dormitorio hecho con madera honrada y maciza trabajada al estilo de Valentí, firma, como se sabe, especializada en camas matrimoniales que han de durar toda la vida. Había un tocador regio, un barómetro (imprescindible para gente muy rica, porque si anuncia mal tiempo no vale la pena levantarse de la cama), un icono de plata, una bandeja con botellitas que parecían de pitiminí y una alfombra de seda india hecha con ojos de niño. Pero había también algo más.

Méndez las vio a un lado de la cama. Eran las piernas de una mujer, unas piernas esbeltas y largas que podían ser de maniquí, un pedazo de falda con color de fiesta, un pubis desnudo con color de luto, unas braguitas abandonadas en la mesilla, una inmovilidad de panteón: en fin, cosas que hasta al ministro del Interior le harían pensar en una mujer muerta.

10 UNA CUESTIÓN DE COPAS

Los ojos de Méndez fueron velozmente de las piernas de la mujer muerta a las piernas de la mujer viva; no todo el mundo tiene la suerte de poder elegir. Porque la puerta había chirriado levemente a su espalda, cuando él descubrió el cadáver, y eso hizo que se volviera con toda la rapidez que le permitían sus vértebras conservadas en alcohol y su reúma centenario. A partir de entonces, la actualidad se resumió en cuatro instantáneas inmediatas, cuatro flashes hechos con piernas de mujer, es decir, con una de las primeras materias del universo.

Las de la mujer muerta estaban tendidas en la cama, eran largas y llenas, jóvenes y rectas, sensuales a pesar de su rigidez. Las de la mujer viva avanzaban hacia él desde la puerta que acababa de chirriar: eran aún más largas y más llenas, más jóvenes y rectas, más sensuales, más carnosas, hechas para las tres utilidades básicas de las piernas de una mujer: la lengua del novio, la caricia del marido, el golpeteo brutal del cliente. Méndez se había educado en las leyes eternas de la calle, elementales y directas.

Las otras dos instantáneas también estaban construidas con piernas de mujer, pero sobre ellas había algo más: estaban los rostros. El de la muerta era un óvalo blanco envuelto en una cabellera negra; el de la viva, un óvalo moreno, tosí.ido por el sol, v envuelto en una cabellera rubia. Curiosamente, las dos mujeres iban peinadas de un modo aproximadamente igual: una superficie lisa y severa recogida por detrás en un moño, como los de las damas victorianas. La muerta debía de tener unos treinta y cinco años, estaba desnuda y había sido una mujer rotunda y guapa. La viva no debía de superar los treinta, estaba semidesnuda -lo que la hacía más atractiva aún- y era rotunda y guapa en tiempo presente, con toda la realidad del caso. Llevaba un finísimo camisón de dormir, pero sólo hasta el pubis: bajo sus bordes asomaban los pliegues de las ingles -insinuadoras de celulitis y otras sustancias no recomendadas-, el nacimiento de los muslos -propios de Celia Gámez, Rosita Carvajal, Carmen de Lirio y otras mujeres de tronío, cuyo centenario habría que celebrar igual que el del 98-, y sobre todo el rectángulo del pubis, negro atildado y fino -porque hasta en esto hay clases, dicen los entendidos-, tan bien construido que el malvado de Méndez pensó que no había sido modelado a tijera, sino modelado a lengua.

Es decir, las dos mujeres parecían haber sido sorprendidas en pleno sueño: una por la muerte, la otra por algún involuntario ruido que había causado Méndez al abrir la puerta.

Cosa curiosa: el oficio hizo que Méndez se fijase ante todo en la cara de la mujer que entraba. Quiso saber si la presencia de la muerta la sorprendía de verdad o no. En las nuevas escuelas de policía enseñan que hay que apretar la tecla de un ordenador; en las viejas escuelas de policía enseñaban que hay que fijarse en una cara.

Y llegó a la conclusión de que la recién llegada estaba sorprendida de verdad. Estaba sorprendida y asustada. La vio retroceder un paso, apoyarse de espaldas en una pared, jadear, arquear una pierna desnuda, mostrar la curva del culo desnudo, exhibir los estragos que en esa curva habían dejado la buena mesa, la buena cama, la buena lengua del samaritano, todas esas cosas benéficas que hacen que vaya naciendo una mujer, no una revista de modas. Méndez estaba extasiado ante tanta abundancia.

Pero comprendió que había llegado el momento de ahogar el grito que ya estaba brotando de la garganta de la mujer. Exhibió su placa.

– No se asuste. Policía.

– ¿Policía de qué…?

– No la engaño. Puede examinar la placa todo el tiempo que quiera. Además, llevo documentación, aunque normalmente la olvido en casa. Si no la convenzo, llame al ogi y ante ellos también me identificaré, pero antes creo que es mejor que hablemos. Punto primero: me llamo Méndez.

– ¿De verdad es policía?

– ¿Por qué no?

– No lo parece. Parece un privatizador de compañías de entierros.

– Me temo que una compañía de entierros es lo que nos va a hacer falta -susurró Méndez-, pero antes serénese y hágame la pregunta que ya tiene en la boca.

– Estoy serena. ¿Cómo ha entrado aquí?

– De una forma ilegal, lo reconozco. Pero es que pensaba que en esta casa no iba a encontrar a nadie.

– ¿Y por qué…?

A pesar de que la mujer había dicho que estaba serena, se la veía a punto de gritar. Pero no lo harás -pensó Méndez-, porque eres una dama. Y porque lo que en realidad te asusta no es ver a tu muerta, sino estar enseñando tu culo de mazapán y tu pubis de seda. Ahora darás media vuelta y huirás de aquí, mostrándome de lleno tu trasero formado durante siglos por generaciones de mujeres que supieron vivir: tu trasero, monumento nacional. Me harás recordar aquella frase del poeta árabe: la raya de tu culo es tu sonrisa. Y luego volverás envuelta en una bata, y entonces recuperarás la calma pero no perderás tu dignidad de mujer desnuda. Entonces quizá sí que te pondrás a gritar y berrear, pidiendo que vengan las agentes de Mujeres Agredidas.

Méndez se equivocó. La mujer no dio media vuelta ni mostró de lleno su retaguardia lunar, su cintura estrecha y joven -todavía la de los primeros viernes de mes- y sus piernas que desde los doce años le espiaban los concejales y los curas.

La mujer terminó la frase:

– ¿Por qué lo ha hecho?

– Sólo quería echar un vistazo a la residencia de Paco Rivera. Asegurarme de que todo está en orden antes de cerrar el caso. Cerrarlo, entiéndase bien, en el sentido puramente administrativo.

La mujer miraba obsesivamente a la muerta, pero abrió la boca con asombro al oír las últimas palabras de Méndez.

– ¿Qué tiene usted que ver con Paco Rivera? -farfulló.

– Me encargaron asegurarme de que no se hablaba de su muerte. De que no habría escándalo en la prensa, la radio, la televisión y todo eso que ahora los estudiantes, después de años de reflexión, han aprendido a llamarmass media.

– ¿Pero por qué?

– Me temo que usted no acaba de entenderlo.

– No.

– Un escándalo podría hacer surgir otros nombres: políticos, banqueros, periodistas, policías de altura… Gentes con el culo a sueldo.

– Ahora lo entiendo.

– Ya es algo.

La mujer logró suspirar. Giró un poco la cabeza. Miró de soslayo a Méndez.

– ¿Sabe con quién está hablando? -musitó.

– La frase me suena.

La mujer entornó los párpados.

– Yo soy la viuda de Paco Rivera.

Una serie de pensamientos sacudieron a Méndez, pero todos iban en dos direcciones fijas. La primera llevaba al villano a decirse que aquello era lógico, y que desde el primer momento tenía que haberlo supuesto. La segunda llevaba al villano a decirse que Paco Rivera bien muerto estaba (y que le dieran pol saco), ya que el tío había sido un idiota.

Teniendo aquella mujer, ¿había necesitado buscar algo en casa de Lorena Dosantos?

Era difícil explicar la muerte de Paco Rivera. ¿Pero cómo explicar su vida?

Méndez balbuceó:

– No sospechaba que fuera usted.

– ¿Pues cómo creía que era?

– Vieja, con un culo no hecho de grasa, sino de gelatina, unos pechos caídos de tanto amamantar carlistas, una experta… perdone la indecencia, en usar el rosario para el ejercicio de las bolas chinas y un certificado de que nunca ha follado en cuaresma.

La mujer torció los labios.

– Es usted un hijo de puta, Méndez.

– Soy un policía viejo, señora, que ha visto muchas cuaresmas y ha sufrido muchos carlistas.

– ¿Y por qué creía que yo era así?

– En parte, por la edad de Paco Rivera: él se conservaba bien, pero ya se sabe que las mujeres envejecen antes que los hombres. Y en parte porque me parece que usted tiene, al menos, un hijo cura.

– Habla, supongo, de los que se llevaron el cadáver de la plaza. Tengo la sensación de que usted lo sabe todo.

– Sí

– Lo hicieron por caridad.

– Lo supongo.

– Solían seguir a Paco.

– Me parece lógico -dijo Méndez-. No se suele encontrar por casualidad un cadáver sentado en una plaza.

– De nada sirve mentir, si es que usted está tratando de ayudarnos. Luego fingimos que Paco había muerto en nuestra casa de la sierra.

– Media España tapa a media España, señora. Eso hace que la historia de nuestro país sea, a veces, incluso presentable.

– Pero hay un error.

– ¿Cuál?

– Uno de los dos curas no es mi hijo. Es hijo de la otra. Yo soy la segunda esposa.

Si los pensamientos de Méndez se habían disparado antes en dos direcciones, ahora se dispararon al menos en cinco direcciones distintas. Miró a la mujer, miró a la muerta y se dio cuenta de que había algo surrealista en aquella habitación entre dos luces, situada sobre una plaza entre dos copas. Pero la vida española está llena de situaciones surrealistas, incluso en el Congreso de los Diputados. Intentó concretar:

– ¿Paco Rivera era viudo? -musitó.

– ¿Sus jefes no le han dicho nada de eso?

– No.

– Pues salió algún comentario en las revistas del corazón. En contra de nuestra voluntad, naturalmente.

– Los jefes de la policía no leen revistas del corazón; las leen sus mujeres.

– ¿Y luego no se lo cuentan?

– Los jefes de policía no hacen nunca caso de lo que les cuentan sus mujeres.

– Por eso se equivocan tanto.

– ¿Pero qué decía la prensa del corazón? -musitó Méndez.

– Que Paco Rivera se había divorciado. Por tanto, no era viudo. Y que se había vuelto a casar.

Méndez tragó saliva, porque por primera vez se sentía desbordado ante la serenidad de una mujer.

– Tiene usted un gran aplomo, señora. En ningún momento la he visto asustada por enseñar lo que tiene.

– Está en su derecho de suponer que lo he enseñado en muchos sitios.

– Yo no supongo nada, y además sé que estoy en falso aquí. Para molestarla lo mínimo, me gustaría hacerle sólo dos preguntas más.

– Hágalas.

– Primera: ¿dónde vive su antecesora de usted?

– ¿La primera mujer de Paco? En su casa.

– Segunda: ¿quién es la muerta?

Los ojos femeninos giraron un momento. Vacilaron por la habitación, como si no se atrevieran a mirar el cuerpo yacente. Al fin se posaron en la cama.

– Es mi criada -dijo con voz insegura.

– ¿Cuánto tiempo llevaba con usted?

– Tres meses.

– ¿Sabe si tenía algún conflicto, algún enemigo, algún lío? ¿Le había contado algo?

– No.

– ¿Y usted no ha oído nada, en el silencio de esta casa?

– Nada. Pero seguro que ha muerto sin hacer ruido -dijo la mujer, a punto de sollozar, mientras su serenidad se rompía en pedazos.

– Trataré de ver de qué ha muerto -susurró Méndez-, aunque sin tocar nada, porque eso depende del forense. Además, tampoco entiendo gran cosa: en mis barrios, las mujeres siempre se mueren por causas perfectamente conocidas, como por una hostia del marido. Usted repóngase, señora, tómese una copa y póngase una bata encima. Seguro que se sentirá mejor.

La mujer lo hizo y volvió. Ahora, el que se sintió peor fue Méndez, pues con la bata había desaparecido uno de los panoramas más sugestivos -y excepcionales- que puede ofrecer el Madrid de los pecados. De pronto, todo había pasado a ser como en las películas de la posguerra franquista, donde las artistas, sobre todo si estaban un poco llenitas, ya parecían haber nacido con una bata puesta.

Con cara de hombre frustrado murmuró:

– No me ha dicho ni su nombre.

– Me llamo Marga.

– También me gustaría saber cómo se llamaba su asistenta.

– Sonia.

– Era muy joven. Y muy bonita.

– Eso me parecía bien porque no soporto a los viejos. Me crié entre ellos.

Méndez la miró de soslayo.

– Paco Rivera no era joven -musitó.

– Puedo soportar a un viejo si me paga, pero no si encima he de pagarlo yo.

– Agradezco su sinceridad. En fin… Procuraré estar poco tiempo aquí, porque en seguida empezará usted a mirarme con mala cara. Y abreviaré: a Sonia le han clavado una aguja en el bulbo raquídeo, o sea, teniéndola de espaldas. La aguja aún está hundida en la nuca y por eso no la veíamos, ya que encima no ha dejado resbalar más que un par de gotas de sangre. Dicho esto, puedo llegar a dos conclusiones de policía de barrio.

– ¿Cuáles son?

– Primera: la muerte debió de ser silenciosa e instantánea. Segunda: el asesino sostuvo el cuerpo y lo depositó piadosamente en la cama.

– ¿Por qué no asesina?

– Lo digo por el peso. De todos modos, ahora hay mujeres que te tumban de una hostia y luego se te folian. Los tiempos han cambiado.

– Sigue siendo usted un hijo de puta, Méndez.

– Sí, señora. Con unos cuantos quinquenios de antigüedad, pero no me los pagan. Y ahora dígame cuántas personas tienen la llave de esta casa.

Marga necesitó reflexionar apenas un momento, mientras jugueteaba con el lazo de su bata.

– Mi marido tenía una, desde luego, pero estaba en uno de los bolsillos de su traje. Por tanto, ahora la poseo yo. Otra llave es la mía, claro. Y una tercera la llevaba Sonia.

– ¿Es ésta?

Méndez había señalado una bandejita de plata de tocador, donde estaba colocada una llave de seguridad. Marga asintió.

– Sí, es ésa. Además, Sonia siempre la colocaba ahí.

– ¿Alguien pudo hacer una copia?

– ¿Lo dice usted porque no notó ninguna señal de violencia en la puerta?

– Sí.

– No es tan fácil sacar una copia de una llave de seguridad -reflexionó Marga-. Además, los profesionales autorizados para ello toman el número de tu documento de identidad.

– A veces, ésa es una precaución inútil. Pero vayamos por partes: ¿el portero tiene copias de las llaves de los pisos, para caso de emergencia?

– Sí, pero las tiene guardadas.

– Esa es también, a veces, una precaución inútil.

– Pero, hay algo más: ninguna lleva el nombre del inquilino, claro. Y los números están cambiados: por ejemplo, si usted tiene la llave que pone «principal», puede ser la del quinto piso. Sólo él las conoce.

Méndez cabeceó, mientras anotaba mentalmente aquel dato que ya suponía. Luego señaló el reloj.

– Se acuestan ustedes muy pronto.

– A mí me gusta madrugar, y Sonia, claro, se amoldaba a mis costumbres.

– Me da por pensar que el asesino tenía que saber eso, y encima lo calculó. De lo contrario, se exponía a no encontrar a su víctima tan indefensa.

– ¿Adonde quiere llegar?

– No lo sé. Estoy pensando, lo cual me producirá un dolor de cabeza horrible dentro de poco. Oiga, ¿usted ve la tele desde la cama?

– Un rato.

– ¿La estaba viendo ahora?

– Sí.

– Lo cual explica que no oyera nada. Sin embargo, me ha oído a mí.

– Pudo ser durante una pausa: a veces, la tele grita mucho, sobre todo cuando te dice que tienes que beber aguas adelgazantes y ponerte compresas con rayos láser. Pero otras veces es un susurro.

– Ya.

Marga le miraba fijamente.

– Imagino por lo que dice -murmuró con voz opaca- que yo soy su primera sospechosa.

– Podría serlo -dijo Méndez-, pero no me atrevo a acusarla, porque yo he entrado en esta casa y he descubierto el cadáver de una manera ilegal. Eso le da a usted, señora, un margen de seguridad. Y encima me han ordenado que evite los escándalos en torno a Paco Rivera, de modo que tengo la sensación de que también he de evitarlos en torno a la viuda de Paco Rivera. Seguro que si consulto a la Superioridad me dirán que busque otro sospechoso.

Fue hacia la mesilla. En esa mesilla había un teléfono blanco, como los que distinguían a la gente rica en las películas españolas de los años cuarenta. Méndez alzó el auricular.

– Debo avisar a la Policía con mayúscula -dijo-, aunque policía con minúscula sea yo. Pero lo haré de una forma discreta, haciendo que vengan el forense y un solo comisario. Luego ya veremos. Permítame.

Naturalmente, Méndez llamó a Fortes. A aquella hora, Fortes todavía estaba trabajando, es decir, la llamada le llegó a través de al menos cinco chicas de una casa de citas de Carabanchel. Fortes se cagó en la madre de Méndez. Méndez contestó que su madre no se merecía eso, después de haberse pasado la vida recosiendo trajes de picador de toros y haciendo vestidos para viudas de la Guardia Civil.

De todos modos, Fortes se presentó allí al cabo de veinte minutos. A aquella hora, a pesar de que estaban llenas las tabernas, había poco tráfico. Además, debía de haber sacado tiempo para hablar con algún juez, porque venía en compañía de un forense bajito, gafudo, calvo, cansado, con pinta de hacer horas extras y llevarse los cadáveres a casa.

Méndez no esperaba que aquel forense aclarara gran cosa, después de lo que él ya había visto. Pero curiosamente fue aquel tipo insignificante el que empezó a aclararlas, empleando términos científicos desde el primer momento.

Porque echó un vistazo sobre la mujer muerta en la cama y susurró:

– Joder, la Mónica.

Méndez murmuró:

– Yo creí que se llamaba Sonia.

El gran bar-tasca-restaurante-terraza mirador y rompeolas de las Españas estaba todavía lleno, a pesar de lo avanzado de la hora. La gente trasegaba vinos pasiegos, comía pimientos de Tudela, pinchaba calamares de Namibia, recomendaba a los parientes para que entraran en la Policía Municipal y preguntaba si el dinero invertido en las quinielas desgravaba de la Renta.

Méndez miró los grandes balcones de la que había sido casa de Paco Rivera, cerrados sobre la plaza y que apenas dejaban filtrar un resquicio de luz. Repitió:

– Yo creí que se llamaba Sonia.

El forense y él estaban sentados en la terraza, bajo una protectora mirada del caballo de Felipe IV, bebiendo la última copa del funcionario cumplidor. El forense había accedido a sentarse allí con él, para hablar a solas (entre gritos, como son las rigurosas soledades de España), cerca y lejos de la casa de la muerta.

– No le extrañe -dijo-, porque las mujeres como Mónica-Sonia cambian con frecuencia de nombre. Según la casa donde trabajen, sobre todo si la casa tiene clientes posmodernos, se llaman Vanessa, Christi, Yolanda o Cleo. Ella era una chica moderada: se hacía llamar Mónica, y encima creo que ése era su verdadero nombre. La conocí en una casa donde imperaba unamaîtresse todavía joven, que calzaba tacones de aguja para que los clientes le besaran los pies, vestía riguroso látex negro, tan ceñido que le marcaba el ano… perdone, pero ése es para mí un término científico, como última puerta del conducto digestivo, puerta milagrosa, porque no siempre está sana y en situación de prestar servicio, y antifaz de terciopelo, que realzaba una nariz pequeña y una boca viciosa y grande. Yo no sé si se ha fijado, Méndez, en lo sugestivas que resultan las mujeres de boca grande. Muchas actrices la tienen y la cultivan, porque una boca grande da sensación de salud, y además ya se han acabado aquellas boquitas de piñón de los años treinta: se lo digo yo, que soy un experto en los tiempos pasados y quizá remotos, pintadas como el que pinta un hueso de aceituna. Además, y vuelvo a la realidad del caso, la maîtresse de que le hablo era una auténtica profesional, muy puesta al día, que para los clientes sibaritas se hacía pis en un orinal forrado de cuero. ¿Qué? ¿Me paga otra copa, Méndez? Se acerca la hora en que me da angustia volver a casa y encontrarme con mi mujer, la hora del piso con la cena recalentada y la televisión encendida, la hora del matrimonio feliz, de la soledad y la desesperanza.

El forense alzó las manos hacia la estatua del rey y el cielo de la plaza. Méndez llamó al camarero.

– Dos más de lo mismo.

– Bueno, pues Mónica trabajaba en las camas de esamaîtresse, que si he de decirle la verdad era una buena ama de casa, amaba el cocido en su punto y sólo era perversa a horas fijas. Antes de abrir miraba los seriales de la tele, hablaba con las chicas, les aconsejaba sobre las rebajas de El Corte Inglés y echaba sus cuentas. Pero en las horas de trabajo era perversa, vaya si lo era. Sabía atar a las chicas de unos ganchos especiales y unas anillas, mientras las insultaba ante el cliente: «Lo que te espera, cabrona», «Unos cuantos latigazos le irán bien a tu culo puñetero» y «Como chilles te pongo una mordaza, maricona de mierda», aunque la chica sabía que para el buen ambiente de la sesión tenía que chillar un poco. Luego enseñaba al cliente a manejar el látigo, arte difícil y para el que se requiere una adecuada preparación cultural, porque los golpes han de ser lo bastante fuertes para hacer daño y lo bastante débiles para no dejar marcas, aunque siempre había algún cliente encabronado que pagaba un extra por dejarlas. De hecho, la maîtresse sabía dar el toque exacto, con la adecuada garantía profesional. Las chicas confiaban en ella.

Hombre habituado a la paz de los muertos, el forense paseó una mirada de desolación por la terraza repleta, los vasos salivares, las mesas donde al parecer se decidía el campeonato de Liga y también por los cuatro extremos ruidosos de la plaza.

– Gracias por esta copa, Méndez. Como le decía, y si no se lo he dicho es igual, lamaîtresse tenía mucho mérito al mantener unido y en condiciones a aquel rebaño de chicas que iban a sufrir. Usted, Méndez, no conoce el mundo del capitalismo a horas, que es el capitalismo más acreditado y más salvaje. A ver si me explico, porque ya sé que eso del capitalismo a horas suena muy mal: quiero decir que la puta artesana de siempre, la que usted conoció en la vieja calle de las Tapias, San Olegario o Robadors, amén de las Ramblas bajas, lugares históricos que deberían estar protegidos por dos instituciones ilustres, la de Historia de la Ciudad y la de Prevención de Enfermedades Infecciosas, no dejaba de ser siempre la misma. A poco que conociera al cliente, le hablaba de sus hijos, de la suegra que los cuidaba y del marido cabrón. Tenía sus fronteras sexuales: esto sí, esto no. Amaba a una serie de vírgenes pastoras y una serie de santos de los que, por lo visto, dependían no sólo la siega y la vendimia, sino también la regla. Metida debajo de un tío en la cama matrimonial o la de un burdel, siempre venía a ser la misma.

Casi se tapó los oídos ante los gritos en una mesa en la que, al parecer, acababa de marcarse un gol.

– Esas mujeres siguen siendo la mayoría -dijo Méndez.

– Sí, pero el capitalismo moderno ha conseguido que sustituyamos el término «vida» por el término «profesión». Cuando ejercemos la profesión, es decir, durante unas horas, abdicamos de nuestra vida. Dejamos de ser. Incluso los psicólogos industriales dicen que eso es conveniente, porque el progreso marcha sobre las profesiones, no sobre las vidas. Nos compran y nos vendemos, pero eso no nos afecta: son sólo unas horas. En el caso de las mujeres de que le hablo, Sonia o quizá Mónica, el ejercicio llega a su máxima expresión: durante unas horas dejan sencillamente de ser.

– Ella era joven y bonita -reflexionó Méndez-, ¿por qué se dedicaba a eso?

– Sin duda, por dinero. Yo conocía en ese sentido a Mónica porque una vez hube de atenderla, y me habló de sus muchos gastos, porque tenía un hijo subnormal, y en una casa de simple metisaca no habría ganado tanto. Luego Dios, contribuyendo también al bienestar general, hizo que ese hijo muriera.

El forense, que no debía ni de creer en los muertos, apuró su copa.

– Así es -dijo.

Méndez, que miraba al vacío del cielo de Madrid, también apuró su copa.

– Me ha maravillado la sangre fría de la viuda de Rivera -musitó.

– A mí también, y tengo para eso dos versiones: o es una mujer que sabe contener sus emociones hasta el límite, lo que en cierto modo la convierte en una gran mujer, o no se ha sorprendido demasiado. Quiero decir que tal vez se temía algo parecido, y que al ver el cadáver se ha dicho que ha pasado lo que tenía que pasar.

– Pues yo me inclino por la segunda versión -dijo entonces una voz.

– ¿Cómo?

– ¿Qué?

Los dos se volvieron. A su lado, Fortes exhaló un suspiro de cansancio mientras tomaba una silla y se sentaba a la mesa. El silencio, un silencio milagroso, se había hecho en aquel lado de la plaza. Los de la mesa cercana, los del gol, se ve que estaban en el descanso de la prórroga.

Fortes añadió:

– Méndez, es usted un cabrón.

– ¿Por qué?

– Con lo que me había costado llegar hasta aquella casa de citas.

– No tenía otro remedio: ya ve lo que ha pasado. Y tratándose de la viuda de Paco Rivera, yo no podía tomar ninguna iniciativa.

– Ha hecho bien. Coño, comprendo que tenía que llamarme como fuese. Además, es posible que no hubiera podido ponerme a punto en aquella casa ni frotándomela con clembuterol y jarabe de aspirinas.

– ¿Ha hablado con la viuda mientras nosotros estábamos aquí, comisario? ¿A usted también le ha llamado la atención su tremenda sangre fría?

– Sí, y me inclino por la segunda versión, porque ella esperaba algo parecido. Y ya lo había asumido en parte, o sea que por eso no se puso a gritar delante de usted, Méndez, a pesar de que si yo fuese mujer y le viese gritaría. Marga y yo hemos estado hablando, y ha tenido que contarme un par de cosas.

– ¿Como qué?

– La primera, que esa mujer, Mónica, la muerta, la que le servía de doncella, había sido colocada allí por don Paco Rivera.

Méndez tragó saliva.

– Extraña situación -dijo.

– ¿Por qué?

– Paco Rivera, ahora lo he visto, tenía una mujer capaz de saciar a cualquier hombre: joven, bonita, curvilínea y encima segunda mujer, o sea, vaca nueva. Y sin embargo muere en un burdel, aunque sea en un burdel tradicional y donde a horas libres se bordan casullas de santos. Pero eso puede pasar: este país vive del aceite, el vino, el textil, el turismo y el cuerno. Lo que me extraña es que instalara a Mónica en su casa. Que le diese un empleo. El tenía que saber que era una puta.

– Lo había sido -corrigió el comisario Fortes.

– Es verdad -reflexionó Méndez-, y eso cambia las cosas. Un hombre puede perfectamente perdonar el pasado de una mujer. ¿Pero y la esposa? La esposa no suele perdonar ni el pasado ni el presente: para ella, el pasado es presente. ¿Sabía Marga que la nueva doncella había sido una puta? ¿Entonces cómo lo aguantó?

– Claro que lo sabía -dijo Fortes.

– ¿Y cómo lo aguantó?

– No me lo ha dicho.

– ¿Y no ha podido sacarle nada más?

– Por favor, Méndez, era una conversación, no un interrogatorio.

Méndez suspiró.

– ¿Qué otra cosa sabía Marga? -preguntó-. ¿Por qué conservó tanta sangre fría al ver allí la muerta?

– Por una cosa muy sencilla -dijo Fortes, el comisario más secreto de España-: Porque ella ya sabía que Mónica tenía que morir.

11 UNA CUESTIÓN DE CALLES

El jefecillo Pons dijo:

– Le he hecho venir de Madrid, Méndez, porque allí no hacía puñetera falta, ya que la cuestión ha tomado un giro absolutamente distinto. Reconozco que durante el tiempo que estuvo allí trabajó bien, o mejor dicho, no trabajó, con lo cual nos evitamos noticias inoportunas, fotografías en la prensa rosa y hasta papeles del CESID. Reconozco también que, si le envié allí, fue porque ninguna persona conocida podía husmear en el ambiente. Y usted no era conocido. Pero ese éxito pasivo, Méndez, no logra borrar su pasado lleno de desastres activos, de modo que me habría gustado trasladarlo a Barcelona esposado, entre dos números de la Guardia Civil y con permiso para mear sólo cada cuatro horas.

– Cada dos -dijo Méndez-. Empiezo a tener próstata.

– Desgraciadamente, ha vuelto en avión y encima cobrando dietas. En fin, como le hice volver con tanta rapidez, me veo obligado a explicarle cómo está el asunto de Madrid.

– ¿Cómo está?

– La lógica intervención del juzgado obligó a abrir una investigación oficial, evitando relacionar esa muerte con la de don Paco Rivera, al menos para la prensa. Y no nos falta razón: lo de esa tal Mónica fue un asesinato, la de don Paco fue una muerte natural. De modo que una cosa se investiga, pero la otra no se investiga para nada. O sólo figura como un tema marginal.

– Mis neuronas dan para entender eso.

– Entre los datos que tengo figura un informe del forense: la muerte de Mónica Sandoval Lanzado, de treinta años, dedicada al servicio doméstico, y con una reciente alta en la Seguridad Social, se produjo por las causas que usted ya adivinó, cosa que me sorprende. Una aguja larga como un estilete, clavada profundamente en el bulbo raquídeo, de un solo golpe. Se supone, por tanto, que la persona que la clavó tenía una fuerza al menos aceptable y que conocía la anatomía del cerebro, porque una punción de esa clase no es tan fácil; hay demasiados huesos como para no tropezar con ellos. El informe forense también da unos datos lógicos: ataque por la espalda, muerte instantánea y atacante cuya estatura no se puede determinar, porque el golpe fue dado de abajo arriba. A la víctima la depositaron luego en la cama cuidadosamente.

– Puede ser un dato importante -dijo Méndez.

– Aún no lo sé. Otros detalles: la víctima iba a acostarse. Estaba desnuda del todo, pero aún no se había puesto el pijama. El contenido del estómago coincide con el de la cena de que nos habló Marga, la viuda de Rivera, o sea, que no la hemos cazado en ninguna contradicción: mejor dicho, no la han cazado los de Madrid. Por supuesto, los de Madrid también han tenido que someterla a un interrogatorio, que ya está en manos del juez, aunque a mí también me han informado.

– Y usted me informa a mí aunque sólo sea para apartarme del caso. Muy bien -dijo Méndez.

– Le preguntaron las dos cosas que le habría preguntado yo, aunque dudo que a usted se le hubieran ocurrido, Méndez.

– Oh, por supuesto.

– La primera fue el misterio de la puerta. Usted entró ¡legalmente, Méndez, detalle que consta en el sumario, aunque el juez ha preferido olvidarlo, y a mí mismo me conviene que lo olvide. ¿Pero el asesino o asesina cómo entró? Eso suponiendo que no sea la propia Marga. Usted ha declarado que la puerta no estaba forzada, y los expertos de la policía de Madrid han dicho lo mismo. Cabe suponer que el asesino era un auténtico experto o llevaba una llave falsa, mejor dicho, una llave duplicada. ¿Cómo la consiguió? La policía de Madrid supone que pudo copiar la llave de la muerta.

– O sea, que tenía con ella una relación.

– Joder, Méndez, todo matador tiene alguna relación con la persona matada: eso lo enseñan hasta en los jardines de infancia.

– Desde el fondo de mi estupidez me disculpo -dijo Méndez-. He querido expresar que el asesino y la víctima tenían alguna intimidad.

– Seguro que la tenían. No sabemos de qué clase, pero la tenían: dinero, secretos, parentesco o metisaca. Es igual. La viuda de Rivera incluso sabía algo, y eso contesta la segunda pregunta que le hicieron: ¿por qué no acabó de tener la reacción lógica de miedo y de sorpresa? Pues porque sabía que Mónica había sido amenazada. Sorprendió parte de una conversación al descolgar por casualidad el teléfono auxiliar, cuando Mónica estaba hablando. Un hombre la amenazaba. No pudo saber por qué ni para qué: ya le digo que fueron sólo unas palabras. Pero, claro, inmediatamente pidió explicaciones a Mónica.

– ¿Y ella qué le dijo?

– Parece que estaba asustada, pero lo disimuló muy bien. Dijo que se trataba de un antiguo novio y que no había que darle importancia. De todos modos, Marga, la dueña de la casa, le aconsejó que se fuese unos días fuera de Madrid. Incluso ofreció anticiparle unas vacaciones, lo cual me parece una actitud muy lógica. Mónica dijo que lo pensaría durante un par de noches.

– Pero ya no le dio tiempo.

– No.

– ¿Y Marga no pudo averiguar nada más? En aquella conversación que sorprendió, ¿no hubo algo especial que le quedase en la memoria?

– Sí. El nombre de la persona que hablaba con Mónica, parece que ella lo pronunció una vez. Era un nombre masculino: David. Ya sé que no significa gran cosa, porque los nombres se repiten en este mundo hasta el hastío total. Pero era David, seguro.

Méndez reflexionó un momento, cerrando los ojos.

Gracias a los párpados, que las bichas no tienen, no apareció en su cara la mirada de la serpiente vieja.

Recordó la grabación. Los altos de Serrano. Una casa en la parte más distinguida de Madrid. Una habitación con una cama. Un culo de mujer que sufre. Una boca de mujer que gime.

Y la grabación otra vez.

Una voz masculina que pronunciaba dos nombres: los de los dos tipos que habían retenido en la casa a la mujer, diciéndole una falsedad, para dar tiempo a que se presentara allí el violador. David y Alberto, Alberto y David. Pese al desgaste cerebral de Méndez y la fuga estelar de sus neuronas, recordaba esos dos nombres perfectamente.

Abrió los ojos.

La mirada del funcionario que no cobra había sustituido a la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Y bien? -preguntó Pons.

– Nada.

– Lo suponía. Usted es el Señor Nada, el Policía Nada. No sé ni por qué le he dado tantos datos.

– Debe de ser por la cortesía que rige entre las personas del Cuerpo.

– Seguramente. Bueno, ahora ya sabe lo justo para no meter la pata. Váyase. Queda relevado de este servicio y a disposición de la Superioridad correspondiente.

Méndez se levantó.

Y como se estaba convirtiendo en un hombre bien educado, dijo:

– Gracias.

Bueno, Méndez, ahora ya vuelves a encontrarte en tu situación natural: policía viejo y que no acaba de retirarse, porque si se retirase moriría de asco en una pensión de la ciudad antigua, mientras sobre los patios interiores acaba de ponerse el sol. Marginado del servicio porque nadie confía en ti, porque los jefes saben que los delincuentes se te escapan o no quieres detenerlos: a veces los chorizos se te confiesan en los bares del barrio gótico, sin enterarse de que la mujer se busca un amigo o se corre un polvo salvaje la hija. Estás en tu mejor momento, Méndez, el que sueña todo burócrata español bien nacido: sin destino, sin trabajo y a disposición de todas las autoridades correspondientes.

Méndez anduvo como siempre hacia las profundidades del Raval, la única tierra tan peligrosa -según él- como para haber estado entre dos murallas. En efecto, la muralla medieval de Barcelona, la de Jaime I, que terminaba en el lado izquierdo de la Rambla bajando hacia el mar, no fue derribada cuando se alzó la muralla moderna, la de la ronda de San Antonio (y sus prostíbulos), la

de la ronda de San Pablo (y su cárcel para ejecutar la suerte del garrote vil), y la de Atarazanas (y sus cafés, sus tocadores del dos, sus aventureras de quince años y sus especialidades del francés a la menta). Entre las dos murallas palpitaba una tierra vacía que pronto cubrieron las instituciones más pías de la ciudad: el Liceo, el mercado de la Boquería, el hospital de la Santa Cruz, el teatro Principal, Madame Petit y el palacio de la Virreina. También lo cubrieron las fabriquitas miserables, los huertos donde sólo cabían una matrona, un perro y un conejo, las pensiones donde sólo cabían un poeta, un obrero y un marino sodomita, los colegios de esperanto, los bares anarquistas, las habitaciones donde una mujer lloraba ante su cliente, las galerías con gato milenario, las casas de gomas y todos los sitios, en fin, donde se escribió la historia secreta, la historia de la Barcelona negra.

Méndez, pues, anduvo hacia su patria, devastada por sucesivos alcaldes. Méndez añoraba, sobre todo, los viejos cafés del carajillo legionario, vino al aguarrás y cazuelita con calamar arrepentido. No quedaba apenas nada: la mayoría habían sido sustituidos por pizzerías tailandesas y súpers de diez metros cuadrados donde la cajera tenía que sentarse sobre las latas de aceitunas y los envases de leche El Castillo.

Mejor dicho, quedaba uno. Estaba en la calle de San Pablo, tenía puertas marrones, sillas marrones y algún que otro cliente marrón. Los espejos y el suelo eran históricos: en los unos se anunciaban licores aptos para el desembarco en Alhucemas, y en el otro aún yacían las colillas arrojadas por el ejército franquista. Méndez se sentó cuidadosamente, pidió un vermut de la casa y se puso a repasar sus últimos éxitos profesionales con los ojos en blanco.

Sobre la muerte natural de Paco Rivera ya no había nada que averiguar: incluso la sustracción del cadáver se explicaba por el amor -o quién sabe si por la repugnancia- de su hijo cura. Olvido eterno para él. Sobre la muerte de una chica desconocida en una torre -para él desconocida- de los altos de Serrano, nada que investigar. Méndez no estaba en Madrid, y además, del asunto ya se ocupaban otros. Sobre el asesinato de Mónica en casa de la viuda de Paco Rivera, olvido y chitón, Méndez. Tampoco estás en Madrid. Y del asunto también se ocupan otros.

O sea, que haya paz. O, como dicen por aquí, Méndez, tranquilidad y buenos alimentos.

Pero había algo en lo que aún podía pensar. Al menos pensar le estaba permitido, cosa no tan frecuente en la historia española. El tal David, que posiblemente había asesinado a Mónica en la plaza Mayor, debía de ser el mismo que había colaborado en el salvaje asesinato de la chica desconocida, en una torre de los altos de Serrano. No podía ser una simple coincidencia de nombres.

Bueno, ¿y qué?

Del asunto ya se ocupaban otros.

Además, la muerte de Mónica no tenía sentido aparente. ¿Qué había buscado el asesino? ¿Y qué relación podía tener con el crimen de los altos de Serrano una joven ramera que sin duda no estuvo allí (ni se hablaba de su presencia ni su voz aparecía por parte alguna) y que además ya había cambiado de vida?

Méndez probó el vermut de la casa.

Le extrañó que la mortalidad del país hubiera descendido.

Y de pronto volvió la cabeza.

Alguien se había sentado frente a él.

Y una voz femenina acababa de decir:

– Hola, Méndez.

La memoria le trajo una luz violenta, cuadrada, de sol que parecía estallar antes de morir entre los tejados de las casas. La habitación era pequeña, con una cama tan trabajada que merecía haber sido dada de alta en la Seguridad Social, una mesilla, un búcaro de flores, una ventana por la que entraba el violento sol y un espejo para ver reflejado en él las maniobras de la cama. En ese espejo aún se reflejaban las piernas de la mujer: medias de fantasía, zapatos de tacón, un pubis negro que brillaba de sudor, un vientre muy blanco que temblaba de miedo. Y al fondo, junto a la ventana, el hombre desnudo: todavía estás empalmado, pedazo de cabrón, aún tienes las venas hinchadas, todavía te da saltos el pito y además te da de lleno el sol en tu capullo de día de fiesta. Méndez recordó su voz de otro tiempo, una voz que había sido poderosa:

– ¡Al suelo, maricón! ¡Al suelo y las manos detrás de la cabeza, o me voy a correr mientras te vuelo las pelotas!

Méndez reconocía que en otros tiempos no hablaba del todo bien. No era un policía científico. Pero en la calle le habían enseñado que un «cagón tu madre» hace casi siempre que no necesites una bala. ¿Y encima qué más da? La madre ni se entera.

Luego habían entrado,, placa en ristre, los dos policías jóvenes que habían montado con él el brillantísimo servicio.

– ¡Patéale los huevos!

– ¡La pistola en la oreja, en la oreja!

Méndez bebió otro sorbo de aquel vermut, conseguido tras grandes esfuerzos después de destilar una marea negra.

¡Aquel sol! El sol de agosto que se arrastraba por los tejados, quemaba los geranios, cocía las calvas de los contables, llegaba hasta los pelos de las putas tempraneras.

La mujer que se había sentado frente a él susurró:

– Fue una bonita detención, Méndez.

– Era el mejor momento. Casi diría que el único. Un tío empalmado nunca piensa que el camino de la cárcel puede estar en el camino de un polvo.

– ¿Qué fue de él?

– ¿Del Robles? Era un ladrón fantasioso, no sé si lo llegaste a saber. Yo creo que era capaz de abrir una caja fuerte con un naipe usado, y se pasó largas temporadas robando carteras en los tres centros culturales más importantes de la ciudad: el Ateneo, el Molino y el Palacio de la Música. Es decir, llevaba una carrera de lo más encomiable. Pero un día tuvo la mala idea de atracar un banco; entonces tuvimos que cazarle.

– Entonces tenías buena voz, Méndez. Y sabías manejar la pistola.

– Era un mérito, no creas. Mi Cok modelo 1912 no había funcionado bien desde la toma de Sebastopol. Hay quien dice que aquella pistola la sacaron de un museo de artillería naval. Pero el Robles sólo tuvo para unos años: buena conducta, la condicional y a la calle. Antes tuve que apadrinar a su hijo.

– ¿Qué?

– Se lo prometí: el Robles me lo pidió llorando desde el fondo de la chirona. De modo que fui a la iglesia un sábado por la tarde y me encontré una mujer gorda, un cura gastrónomo y un bebé berreante y maricón. Hice lo que pude y luego los invité a cenar a los tres en la Rambla.

En recuerdo de los buenos tiempos, Méndez dio al vermut de la casa un sorbo, aun arriesgándose a que fuera el último de su vida. Luego miró a la mujer, su vestido negro, su pelo mal teñido, sus piernas en las que descansaban dos venas azules, sus ojos a los que llegaba, a través de los cristales, el último rayo de sol de la ciudad vieja.

– Llevabas unas medias muy bonitas -dijo-. Medias en agosto, ya ves.

– A él le gustaban. Le gustaba también que hubiera mucha luz en la habitación, una ventana cerca de la cama y un espejo para verme todo el rato. Aunque es curioso: le gustaba porque yo se lo dije. Fui yo la que se lo sugerí. «Si nos traen un espejo me verás mejor; será como si tuvieses dos mujeres.»

– Nunca te he entendido, Julia.

– ¿Por qué no? Hay una cultura para el sexo.

– Era tu cultura lo que me sorprendía, Julia. Cuando yo era más joven, cuando me pateaba de cuatro en cuatro las escaleras del barrio Chino, cuando me sentía capaz de tirarme hasta a un cardenal siciliano y la cosa se me levantaba sin necesidad de que las campanas de la catedral tocasen a gloria, estuve contigo en aquella casa de citas. Me acuerdo de la ventana por la que también entraba entonces el sol, pero un sol de invierno, y de la cama plantada muy cerca, aunque entonces nadie se había ocupado de situar un espejo. No sé si estaba ya el búcaro de flores o lo pusieron más tarde. Aquel día también llevabas liguero y medias.

– Era invierno -recordó Julia, mirando al vacío.

– No te dije que era un policía tronado al que los gatos perseguían por la calle.

– No.

– Lo averiguaste al día siguiente. Fui a un acto cultural como escolta de un prohombre… de algún modo había que llamarle, y se me notó que era de la bofia, aunque había olvidado la pistola en casa. Recuerdo que me situé en la biblioteca, porque desde allí se dominaban las dos salas, las banderas de aniversario, las mesas llenas de canapés y las puertas que los camareros empujaban con el culo. Había dos bibliotecarias formando una guardia de honor a la nada, porque a nadie se le ocurriría acercarse a un libro. Una de ellas eras tú.

Julia entornó los párpados, en los que cada tarde de su vida (y cada hombre de su vida) habían ido creando una minúscula arruguita.

– Es verdad -dijo-, yo era bibliotecaria. Y aquel día, como casi todos los días, nadie se acercó ni a diez metros de un libro.

– Tenías un sueldo.

– Sí.

– ¿Por qué ibas, entonces, a aquella casa de citas?

– Es sencillo: necesitaba más.

– ¿Vestidos? ¿La entrada de un piso? ¿Un coche a plazos? ¿Una joya que habías visto en una película del cine Fémina?

– Qué cosas, Méndez.

– ¿Por qué?

– El cine Fémina ni siquiera existe.

– Es igual. El Taha, el Condal, el Español, el Nuevo, el Roxy, el Avenida, el Mahón, el Cataluña, el Vergara, el Rondas… Barcelona está llena de cines que ya no existen.

– No era por nada de eso, Méndez.

– Entonces no me lo digas. Es igual. Al fin y al cabo, no soy más que un viejo podrido que no tiene derecho a preguntarte nada.

– Aun así, te lo diré. Al fin y al cabo, ¿qué importa ya? De todos los hombres que me aplastaron junto a la ventana y que vieron mis medias brillando al sol: yo siempre elegía aquella habitación, porque me consolaba ver morir la tarde mientras yo también moría un poco, ninguno averiguó dos cosas: por qué iba yo a la casa y por qué el gato que se escondía debajo de la cama se estaba quieto allí hasta que terminaba el trac-trac del somier y terminaba el polvo. Creo que eso tiene una respuesta: el gato se quedaba quieto allí porque estaba amaestrado y luego se lo chivaba todo a la dueña.

– Bien, pero ¿cuál era la otra respuesta? ¿Por qué ibas tú allí, una bibliotecaria ya no muy joven, pero de las que todavía guardan el libro de la primera comunión en casa? ¿Por qué, si tenías un sueldo fijo?

Julia miró al vacío a través de la ventana del viejo café. Aquel vacío, sin embargo, estaba lleno de cosas: una mujer de ochenta años pedía limosna para mantener a sus padres, un vejete miraba los culos de las paseantes, y como no podía levantar nada más, levantaba una ceja, una barrendera municipal perseguía escobón en ristre a un perro cagón y encima de derechas. Un oriental acabado de llegar hacía encuestas por entre la roña de los portales y de paso se ofrecía como mayordomo filipino.

Pero Julia sólo veía el vacío, que es lo que queda después de verlo todo en la vida.

– Mi marido -dijo.

– ¿Tu marido, qué?

– Estaba enfermo. No físicamente, no… Había sido un hombre fuerte, que trabajaba en dos sitios a la vez y encima cumplía los sábados por la noche, después de la película. Pero la cabeza y los recuerdos se le habían ido. No sabes lo que me costó recordar a mí también el maldito nombre: Alzheimer. Y todo eso a los cuarenta años, que a veces ya pasa. Había que darle de comer poniéndole la cuchara en la boca; no sabes lo que necesitaba pagar cada mes para que lo tuvieran en la clínica.

Méndez cerró un momento los ojos.

Si al cabo de los años hay un vacío de fuera, también hay un vacío de dentro.

– Eres admirable, Julia-musitó.

– ¿Por qué? ¿Por cuidar de una persona que me había querido?

– Por eso y por haber aprendido, sin llorar, que el cariño se olvida, que todo el amor, todas las lágrimas, todos los versos y hasta los boleros, que para mucha gente fueron música religiosa, dependen de que no se rompa un nervio entre dos huesecitos. Es demasiado difícil no llorar: no ya por el marido, sino por un amor que resulta que no existió jamás.

– El mío aún existía, Méndez.

– Esa es la segunda cosa por la que te admiro: no parecías hacerlo como un penoso deber. En la cama eras una mujer alegre.

– Quizá es que me acabó gustando el sexo, que es lo último que evita el aburrimiento final. No se lo digas a nadie, pero yo ya he llegado a ese aburrimiento, Méndez. Por eso soy una especialista en mirar al vacío.

Y trató de reír. El sol cuadrado de la cama llegaba allí como un sol lleno de pulgas, como un sol muerto de hambre. Se posó en los años de la mujer y en sus dos venitas azules. Méndez pidió para Julia una tónica, y él terminó su vermut de marea negra.

– ¿Qué haces ahora? -musitó.

– Cobro un pequeño retiro y una pequeña viudedad. Podría vivir bien, pero tengo una hija que sigue gastando. ¿Y tú? ¿Qué haces tú, Méndez?

– En el Ministerio del Interior llevan años preparando mi expulsión, pero a última hora siempre cambian al ministro. Si éste dura tres meses más, seguro que me echa.

– Entonces aún sigues persiguiendo a alguien.

– Pues claro que sí. Hay muchas señoras ricas que han perdido su perro, como hay muchos señores ricos que han perdido su dinero. Pero yo me he especializado en ellas; lo otro es cosa de la policía científica.

– No te desanimes. Tal y como se están poniendo los estudios y el trabajo, la de buscador de perros de buena familia acabará siendo una carrera de grado medio en la Universidad de Bellaterra.

Y volvió a reír. Julia aún conservaba milagrosamente la vieja alegría de la cama, la calle, el gato escondido y el cliente sandunguero. Se zampó la tónica.

– Persigo fantasmas -reconoció Méndez-, aunque he de decir en mi defensa que son fantasmas de buena familia: una chica muerta en una casa lujosa de Madrid, una criada muerta en otra casa lujosa de Madrid… buena chica, no creas, al menos era ex felatriz de la embajada, y un nombre oído en una cinta mal grabada. El nombre es el de un tipo llamado David, un malparido chuloputas, pringado de sangre de nena y que acabará, te lo juro por éstas, pringado de semen de guardia civil.

– Sigues estando en forma, Méndez.

– Lo malo es que hay una montaña de tíos llamados David y una montaña mucho mayor de chuloputas.

– Tienes razón. Yo al menos conozco a dos, Méndez.

– No es lo que se llama una pista de cojones -gruñó el policía.

– Tampoco perderás nada si te digo dónde viven. Podrás hacer eso que se llama una investigación de rutina.

– Perder cien horas buscando un minuto -se lamentó Méndez-. ¿Viven en Madrid?

– No. Si vivieran allí, yo no los conocería. Viven en Barcelona.

– Entonces no me sirven.

– Tampoco pretendo que te sirvan: es cosa de la conversación; pero, además, de uno de ellos me gustaría vengarme a pesar de los años que han pasado. Un día me quiso cobrar, y al no conseguirlo me dio una paliza. Y el otro no sé, no sé… Fue sólo una vez, pero de pronto me preguntó qué precio cobraría mi hija.

Méndez volvió a cerrar los ojos.

– Una gran alegría la de la cama -dijo.

– Sí.

– Puedo hacerles una investigación rutinaria -susurró Méndez-, aunque sólo sea por cumplir una de las misiones que la Constitución encomienda al funcionario español.

– ¿Sí? ¿Cuál es?

– Joder.

Y sacó una libretita tan fina, tan eclesiástica, que parecía haber sido regalada por el Banco Ambrosiano, mientras murmuraba:

– Voy a apuntar los datos. Dime, venga.

12 UNA CUESTIÓN DE NOMBRES

No, no era una pista como para volverse loco, y por tanto Méndez la siguió sin el menor entusiasmo. Pero estaba prácticamente sin trabajo; no le encargaban nada porque dudaban de su eficacia hasta en la Interpol. Encima, la comisaría nueva de la calle Nueva le aburría soberanamente: era limpia, metálica, olía a detergente y no tenía el menor pasillo oscuro donde practicar el acoso sexual. Méndez pasaba en ella el mínimo de horas exigible, aunque por otra parte nadie le había pedido que pasase en ella hora alguna. Aún derramaba lágrimas por la vieja comisaría de la zona, por su portal oscuro, sus cucarachas jubiladas y su balcón desde el que se podía atender al servicio, vigilando a las matronas cuando iban de compra y a las delincuentes en edad de merecer.

Por tanto, podía dedicar tiempo a pistas que no llevaban a ninguna parte. El primer chuloputas, el primer David del que le habló Julia vivía en el barrio, en una zona de destrucciones masivas: el ayuntamiento, decidido a acabar con el barrio Chino, estaba derribando casas de la guerra de Cuba, abriendo calles y construyendo pisos con balconcito y bidet. En la zona bíblica del primer David había un solar con restos: aún se veían las paredes desnudas de lo que un día fue una casa. Los azulejos blancos de la cocina, tan puestos al día que tenían una mancha de ketchup; la cenefa del comedor, con las manchas de las sillas; una ventana intacta, con la mancha de un recuerdo. Méndez subió al piso del cabrón, una quinta planta que le dejó al borde de los viáticos, y que sin duda había sido antes un palomar o un picadero de gaviotas. El cabrón le recibió en camiseta, le enseñó la documentación (ésa era la excusa de Méndez: fingir que buscaba inmigrantes ilegales), le juró que no vivía ya de ninguna mujer (excepto de la suya), le habló de sus grandes tiempos, cuando tenía cuatro mujeres trabajando para él (una de ellas, su hermana) y de sus fracasos actuales, cuando ya no había buen material, cuando todas las mujeres a las que perseguía ya estaban trabajando en El Corte Inglés. Le echó cuentas de lo que le costaba mantener la colección de gatos que llenaban el piso y que encima aumentaban continuamente (no era extraño, porque dos de ellos estaban tris-tras sobre su propia cama) y le contó sus miserias no amparadas por la Seguridad Social: y es que no existe ninguna nómina de macarras, aunque créame, señor, si le digo que pronto habrá una nómina de maricones fuertemente protegidos. Terminó echándose a llorar y pidiéndole un préstamo a Méndez.

Méndez necesitó rehacerse en un bar de la zona donde tenían un orujo gallego de toda confianza, porque, según le explicó el dueño, lo traía directamente todos los meses el ex marido de la dueña.

Si el cerco sobre el primer sospechoso había terminado en un absoluto fracaso, la cosa no fue mejor con el segundo. El segundo David, el que había pedido precio por la hija de Julia, vivía cerca de La Pedrera y el paseo de Gracia, o sea, que seguía siendo un hombre de posibles: Méndez no podía preguntarle si era inmigrante ilegal, de modo que, hombre de derechas como era, le preguntó si era inmigrante ilegal su criada. El tipo le presentó una jovencita de Calatayud, o sea, que de ilegal nada; lo que Méndez adivinó fue que se trataba, no de la hija de Julia, pero sí la hija de otra Julia de los buenos tiempos perdidos. También adivinó que el David fregaba los platos, barría los suelos, cuidaba de las basuras y encima no follaba, de modo que en todo caso el criado ilegal era él. David, paseando por las butacas la tripa y la lengua, pidió casi llorando a Méndez que le librase de la chica, porque, bien mirado, algo de clandestina tenía, y porque, además, en la cuenta corriente pronto no le quedarían más que treinta duros (y encima, señor policía, no me los querrán cambiar en euros). Méndez no se apiadó: toma, cabrón, toma del frasco, toma jarabe de caña.

No se puede tratar, ya se sabe, con un policía viejo, cascado, mal chingado (por tanto, lleno de rencores) y encima tradicional. Méndez fue incapaz de sentir compasión por el tío.

Se coló en otro bar, porque necesitaba fuerzas para reanudar el brillantísimo servicio. ¿Pero qué servicio? ¿Adonde iba a ir ahora? ¿A seguir otras pistas como las que le había dado Julia? De modo que regresó a la calle Nueva con el rabo entre piernas, se sentó a su mesa (que estaba justo en la puerta de los lavabos) y empezó a añorar todas las ventanas, todas las calles pecadoras, todas las camas y todas las mujeres perdidas.

Pronto se rehízo: Méndez siempre había sido un hombre incansable al servicio de la nación. Llamó a Madrid, al comisario Fortes, por si sabía algo de David, Alberto y el crimen de los altos de Serrano. Una pista es una pista, pensaba Méndez, aunque venga del poder. Pero Fortes le contestó de mala manera que ya no llevaba el caso, ni tampoco el de la criadita de la plaza Mayor, de modo que se limitaría a darle el informe más oficial que existe en España: «Pues nada y adiós muy buenas.» También ordenó a Méndez que no se ocupara más de aquellos asuntos y se dedicase, en cambio, a una de las actividades favoritas del país, que es el eterno olvido.

El eterno olvido no era algo que cuadrase con el carácter de Méndez, quien recordaba todas las calles, todos los árboles, todos los cafés, todas las gentes y en especial a todas las mujeres gordas de Barcelona. Por tanto, inició una segunda gestión: comprobar en el fichero todos los David que tuvieran antecedentes penales, en especial los relacionados de alguna forma con la vida de Madrid.

Sólo pudo retener tres nombres, y los tres fichados por delitos sexuales, entre el inmenso muestrario del atraco, la estafa, el palancazo, el robo con escalo, el petardazo inmobiliario y la paja en el ascensor. De las tres fichas hubo de eliminar dos, porque eran demasiado antiguas. Le quedó una, la de un tal David Bujarra (buen nombrecito, pensó Méndez, quien en su primera juventud había visto cómo eran sospechosos todos los llamados Azaña y Líster), fichado por corrupción de menores, violación y trata de blancas. Su especialidad era comprar a las chicas, someterlas y luego venderlas a clubes de alterne. Un tipo de esa clase -pensó Méndez- recorre Madrid, Barcelona y toda España. Además, era lo bastante joven -y atractivo, según la foto- para haber sido novio de Mónica.

Un problema: todas las direcciones de la ficha eran de pensiones, hoteles y casas de yantar. Sólo una, la de un apartamento, llevaba a los barrios altos de Barcelona. Méndez fue a verlo y se enteró de que ahora el apartamento lo alquilaban por días e incluso por horas. No faltaba de nada: una bañera redonda, dos espejos, una cama giratoria, una nevera con bebidas, cortesía de la casa, y un juego de vibradores ante cuyo tamaño se aterrorizó Méndez.

La dueña le dijo que no recordaba a ningún David -«me acordaría si fuera algún diputado de los que pasan por aquí», aclaró- y al ver el aspecto de Méndez le ofreció citarle con una ex empleada de pompas fúnebres que estaba arrepentida.

O sea, nada. Con la copia de la ficha, Méndez regresó a su hogar, en el Paralelo, cerca de la Puerta de Santa Madrona. Las cosas estaban tan mal que hasta había cerrado el bar-pensión de la calle Nueva donde él vivió tanto tiempo. Ahora, todo aquel sector de la Puerta de Santa Madrona era nuevo, o casi: había niditos de dos habitaciones, parkings y hasta un bloque de viviendas sociales al que los vecinos, pensando en la Modelo, llamaban «La Quinta Galería». El nuevo apartamento de Méndez tenía sala y una habitación, estaba lleno de libros y contaba con vistas al puerto, Montjuïc, las tres chimeneas de la fábrica de electricidad y las mujeres errabundas.

Desde allí telefoneó a Amores, el periodista más tronado de Barcelona. Podía haber telefoneado a Carlos Bey, que era mucho más solvente, pero las ocupaciones de Bey quizá no le permitirían hacerle aquel favor. En cambio, Amores se puso al aparato.

– Coño, Méndez.

– Coño, Amores.

– Qué gusto oírle.

– El gusto es mío.

– Llevamos mucho tiempo sin vernos, por suerte mía. Desde entonces no he descubierto ningún cadáver ni mi mujer me ha pillado trincando con otra.

– Será porque no has podido trincar con nadie.

– Eso también es verdad.

– ¿Qué es ahora de tu vida, Amores? ¿Qué haces en el periódico?

– Soy secretario del director.

– Hostia, no me digas.

– Ya ve, con mi historial.

– ¿Y qué haces exactamente?

– Cosas delicadas. A las diez empiezo a ordenar las pruebas de imprenta para que el director las mire. El director se va a las doce, pero yo he de quedarme hasta las tres.

– ¿Para qué?

– Cuando la mujer del director llama a las tres de la madrugada, yo contesto al teléfono y le digo que justo acaba de salir.

– Difícil misión la tuya, Amores, a fe de cristiano viejo.

– ¿Por qué?

– Por si te tiras una plancha.

– ¿Cómo puede decir eso? ¿Me he tirado yo una plancha alguna vez?

– No, nunca.

– Por fin tengo un empleo digno de mi antigüedad en la profesión. Y ahora júreme una cosa, Méndez: júreme que no está planeando hacer algo para que me metan en prisión preventiva.

– ¿Y qué razón habría para eso?

– No lo sé, Méndez. A mí siempre me meten en prisión preventiva y luego ya averiguan por qué.

– Puedes estar tranquilo, Amores. Esta vez no hay nada. Sólo quiero pedirte el favor, si puedes hacerlo, de que mires en los archivos del periódico. Te voy a dar el nombre de un cabrón, David Bujarra, y las fechas en las que fue condenado. Apúntalas.

Le dio los datos, y Amores, al otro lado de la línea, apuntó. Era una operación de alto riesgo. Amores podía confundirse y atribuir aquellas condenas al presidente del gobierno. Pero Méndez, hombre solitario y marginado del servicio, no tenía otras fuentes a las que acudir.

Amores dijo:

– Eso está hecho, Méndez. ¿Qué quiere?

– Fotocopias de todo lo que se haya publicado, porque habrá cosas que no figuran en la ficha de la policía.

– Perfecto, Méndez. De modo que David Macarra.

– No. David Bujarra.

– Un Bujarra que es un Macarra.

– Más o menos -dijo Méndez, sintiendo una extraña sequedad en la garganta.

– Yo ya sabía por dónde iba.

– Muy bien, Amores. Trabaja y que el Supremo Hacedor nos ayude a los dos. Te llamaré esta noche. -¿A las tres?

– No, no quiero que me confundas con la mujer del director.

Y Méndez colgó piadosamente.

Acababa de hacerlo cuando le llamó Julia, la del bar marrón, la del agua tónica, la de los cristales cargados de tiempo. Julia tenía el teléfono de la nueva dirección porque Méndez se lo había dado al pasarle una tarjetita sobre la mesa.

– Hola, Méndez.

– Qué sorpresa, Julia.

– Me he acordado de otro David, aunque a éste no lo conozco personalmente. Me habló de él una amiga, una amiga de oficio, bueno, de ex oficio, porque ya lo he dejado. Ella también quiere dejarlo, pero parece que no puede del todo. Es más joven que yo.

– ¿Cómo se llama?

– Lola.

– ¿Y qué le pasa?

– No ha tenido demasiada suerte en la vida. Su madre la vendió.

– ¿Qué dices?

– No me vengas ahora con que no has conocido a ninguna capaz de hacer eso, Méndez.

– Bueno… Imagino lo que quieres decir.

– Hay una tierra que tú no has conocido, Méndez: la Barcelona del hambre y encima aplastada por el sol del verano. Los balcones de los barrios, las persianas desvencijadas, los niños berreantes y las mujeres acodadas en las barandillas para ver pasar la cochina tarde. Y algo peor: la cochina vida.

– Maldita sea. Yo conocí esa Barcelona hasta sus entrañas, Julia.

– No sé si te he hablado alguna vez de la señora Tomasa y de sus cuatro hijas enviadas por Dios, nacidas para la gloria.

– No, de eso no me habías hablado nunca.

– Bueno, pues ahora te lo contaré, porque está relacionado con Lola. Una mujer viuda, de cincuenta años, llamada Tomasa, llega desde un pueblecito de Málaga donde no hay nada. Bueno, sí, hay un señorito, el caballo del señorito, un guardia civil, un monumento a un torero que se mató cayendo de una escalera y un cacique del que todas las mujeres del pueblo saben que la tiene muy gorda. Tomasa llega como todos los inmigrantes del sur, por la estación de Francia y en un tren botijero. Ahora los trenes llevan hasta azafatas con minifalda, pero entonces llegaban madres jóvenes, con cinco críos y una sola gota de leche. Bueno, pues la señora Tomasa no tiene un clavo al bajar del vagón: gasta lo último en cuatro panecillos para sus cuatro hijas. Luego echa a andar con ellas paseo de Colón abajo, puerto del Morrot abajo, cementerio de Montjuïc abajo, río Llobregat abajo. Le han dicho que tiene trabajo en Gavá, un pueblo que hoy está lleno de jubilados con tripa, pero que entonces estaba lleno de peones con callos. Gavá, le han dicho, cae hacia el descenso del sol. Y ella, con sus cuatro hijas y sus maletas, sigue el curso del sol durante veinte kilómetros.

– Me estás contando la historia de una desafecta al régimen -gruñó Méndez…

– Sí.

– ¿Qué tiene eso que ver con Lola?

– Lola es una de las hijas, la mayor. No cree en nada ni sabe nada, excepto que hay que comer todos los días y que, allá en el pueblo, ya se la quería tirar el cacique de la cosa gorda. La madre trabaja en la limpieza de las fábricas, pero ya tiene cincuenta años: no gana para cuatro. Mejor dicho, para cinco, porque ella también tiene hambre atrasada. La hija mayor, Lola, la ayuda en la limpieza. Ni aun así. Un día, un señor muy religioso le ofrece hacerse cargo de Lola, mantenerla, educarla, llevarla a un buen colegio. Encima, le da a la señora Tomasa una bonita cantidad. No me digas que eso no es una venta.

– Lo es -dijo Méndez, con la mirada perdida.

– Podría hablarte de la educación de Lola, de los estupendos colegios de Lola.

– Háblame.

– El señor muy religioso la mantuvo, es verdad, le dio buena comida, buenos vestidos y buenas palmadas en el culo. La enseñó a usar el bidet, que entonces, en la Barcelona del hambre, sólo usaban las nenas de la Sección Femenina y las señoras monárquicas y de buena familia. La llevó a un colegio donde enseñaban religión, buenas maneras, costura, la lista de los pecados capitales y el cuidado de la mesa. No se puede decir que la engañase: le dio educación y formas redondas, es decir, formas de señorita bien comida y bien sentada. Tampoco la engañó en la cama. La propia Lola me lo contó: se la tiraba todos los domingos, desde el día en que ella cumplió doce años, es decir, cuando a él aún podían acusarle de estupro, lo que no es tan grave, según la ley de entonces, pero no de violación. Lola lo recuerda muy bien: la cama ancha con un crucifijo encima, la gramola en la que sonaban canciones de entonces, comoBésame mucho, Los últimos de Filipinas y Qué lindas playas tiene Mallorca, la ventana tras la que moría la tarde y el tío encima gritando «Ah, ah, ah…». Te juro, Méndez, y tú lo sabes, y por eso no crees en nada, que miles de historias de niñas se han escrito así, en miles de tardes de domingo, en las mil Barcelonas del hambre. Coño, pero qué literaria soy. Soy una ex puta ilustrada. El tío se corría a veces antes de penetrarla, de tan emocionado que estaba ante las rollizas piernas de Lola y el liguero tamaño infantil que le había de confeccionar a medida una vieja corsetera. Bueno… ¿seguimos hablando de cosas en las que tampoco la engañó, Méndez?

– Sigamos.

– Había prometido a Lola que la dejaría bien colocada, que su virgo valdría un precio. Aquel señor, ¿sabes?, era un señor. Todos, al final, intentaban situar a sus queridas en un lugar acomodado y, por supuesto, santo. Hubo un famoso magnate que casaba a sus sucesivas queridas con sus sucesivos secretarios. El meapilas fertilizador de nenas, que no había fertilizado a Lola, la casó con uno de sus socios cuando vio que se acercaba la hora de morir, y por tanto la hora de arrepentirse de todos sus domingos por la tarde, arrepentirse de que no hubieran sido domingos y jueves, porque en la vejez, uno se da cuenta de que no ha aprovechado su vida. Lola tenía entonces dieciocho años, unas formas solemnes, una gran sabiduría de lengua, una cara de metal y una mirada de hielo. Yo he visto sus fotos, Méndez. ¿Te hablo de ese álbum donde se empieza viendo a la señora Tomasa haciendo la siega en Málaga, bajo un sol mahometano, y se acaba viendo a Lola tomando un cóctel en Rigat, bajo un toldo de rayas?

– No. Yo no conservo ningún álbum de los viejos tiempos. Las fotos me hacen llorar.

– Pues no te hablaré. Pero como tienes que estar bien informado, te mencionaré al marido socio de empresa y socio de cama, el segundo hombre, el segundo barítono del «Ah, ah, ah». Parece que Lola, cansada de la misma partitura, le fue infiel: al fin y al cabo, no creía en nada, si había llegado a no creer en su propia cama. Para entonces ya tenía una hija, Carlota, a la que llamaba Carol. El marido se separó; no quiso saber nada con ella ni con la hija. Eso sí, siempre le ha pasado una generosa pensión para la nena, que ya no es nena, pero un día lo fue, y así ha quedado, como envuelta en una luz irreal, en la memoria del padre. Aquel hombre, don Pedro Mayor, estaba acostumbrado a decir las cosas en castellano claro, como un canónigo del siglo XVII: «Todo este dinero es para que eduques bien a la nena y para que ella nunca chupe lo que no tiene que chupar.»

Méndez, al otro lado del teléfono, siempre decía las cosas -también- como un canónigo del siglo XVII. Preguntó:

– ¿La nena vive?

– Sí.

– ¿Chupa?

– No.

– Lo celebro.

– Lola la cuida.

– Muy bien. Lola cuida a Carol.

– Queda poco para el final de la historia, Méndez, pero he de contártela toda, porque si quieres investigar necesitas saberla. Lola siempre ha querido vivir bien después de su separación; al fin y al cabo, estaba acostumbrada a ser una dama que iba al Liceo antes de que el Liceo se quemase, y visitaba al obispo Modrego antes de que el obispo Modrego se muriese. Supongo que tú me entiendes: vivía a lo grande con lo que le daban para que viviese en grande la nena.

– ¿Pero la educaba?

– Sí.

– ¿La atendía en todo?

– Sí.

– Alabada sea la gloria del Altísimo.

– No tanto, Méndez. La vida tiene muchos rincones, y en cada uno de ellos hay una mano que te pide pasta. Nunca hay suficiente. Por otra parte, Lola no era doctora en Ciencias de la Información, ni en Ciencias Políticas, ni en Ciencias de la Imagen, pero era doctora en Ciencias de la Cama. Ese es un título que da dinero: a ver si de una maldita vez alguna universidad lo reconoce.

– Es lo que yo digo siempre -declaró Méndez-. Hay que orientar a la gente, hay que crear una entente entre universidad y empresa.

– Méndez, que te den.

– Ya me han dado muchas veces.

– Pues que te hagan daño. Y ahora vamos a la historia, porque al fin y al cabo soy amiga tuya. La historia es ésta: Lola ha sido prostituta de alta calidad. Todavía hoy, pese a ser una mujer mayor, conserva la vieja clase. A ver si nos entendemos, Méndez: todavía hay señores… señores, no como tú, que prefieren una felación hecha como por favor con la boca de una gran dama con la que antes han hablado de si Egon Schiele es un buen pintor o no, y han escuchado música de Debussy en un piso de Pedralbes. ¿Que cómo domino esos nombres tan poco populares? Pues porque tú ya sabes que fui bibliotecaria. El caso es que la Lola ganó dinero y vivió bien, aunque dudo que tuviera bastante: sobre todo ahora, cuando los viejos clientes van escaseando o se le mueren a media felación, ya ves qué cosas. Y ahí entra David.

– ¿Qué David?

– El que he recordado ahora pensando hacerte un favor, Méndez. Te hablé de dos David, ¿no? Pues te hablo de un tercero; éste es un cabrón que vive de las mujeres y ha estado en Madrid, Valencia, Barcelona, Bilbao y en todas partes donde se mueva pasta, o sea, que cuadra con el tipo que tú buscas. Ese David conoce a Lola como cliente, o sea, que se la tira un par de veces. Se la tira y paga. Luego pasan tres cosas.

– Suéltalas.

– La primera es que se da cuenta de que Lola se gana mal la vida. Ella pretende ser lo que era, pero ya no lo es, de modo que le vendrán bien unos ingresos extra. La segunda que Lola, por sus relaciones, puede ser una magnífica vendedora de droga entre gente que puede pagarla. Porque David, mariconazo, está además en el negocio de la droga, sí, señor. Y la tercera cosa: ve un retrato de la hija.

– Carol.

– Sí.

– Explícate.

– A Carol no la he visto nunca, pero su retrato sí; es una chica preciosa. Lola tiene dos retratos: uno de cuando se separó, con la niña pequeñita y picarona, pero con uniforme de colegiala y mocos en la nariz. Otra, el actual o casi actual, con una mujercita que tira de espaldas, una señorita bien que puede dar millones en el circuito de la cama.

– A ver si lo entiendo -dijo Méndez-. Te lo explicaré antes de que me envíes a que me den. Ese tercer David le ofrece a Lola un trato de mucho dinero: tú vendes droga a gente de altura y además le cobras la cama. Pero al mismo tiempo sitúas a tu hija. Y si lo hacéis las dos juntas, será fabuloso. Hay gente podrida de millones que está deseando gastarlos para quedar podrida en un morbo.

La voz de Julia sonó opaca al otro lado del cable:

– Méndez, que te den.

– ¿Qué le contesta Lola?

– Que de tenderse ella en la cama, pues sí. Pero que de drogas nada, que ella será puta, pero honrada como la que más. Y de la nena, menos. La nena es superdecente, y además hija de un hombre rico, que le pasa una generosa pensión. No sabe nada de cómo se busca la vida la madre; para ella, la madre se pasa la vida en misa. Y encima ahora la nena está en París, estudiando en la Sorbona. ¿Pero qué se ha creído el puerco de David? Lola lo echa de casa.

– ¿Y qué pasa luego?

– David no se va.

– ¿Me dejas imaginar el resto, Julia?

– Puedes oler toda la basura que quieras.

– David la amenaza -susurró Méndez-. Le pega una paliza. La viola sólo para hacerle daño. Luego la coacciona: tú misma me has dado la dirección de la hija. Pues muy bien, la hija y tú os iréis a tomar pol saco. Mis amigos y yo la buscaremos. O me das el «sí» antes de una semana o más vale que te tires por este balcón. Este balcón está en el séptimo piso.

Hubo un brusco silencio al otro lado del teléfono.

Julia acabó diciendo:

– Sí.

– ¿Cuándo pasó eso?

– Hace tres días.

– O sea, que aún no se ha cumplido la semana.

– No, pero qué más da.

– ¿Quién te ha explicado eso?

– La propia Lola. Está desesperada.

– ¿Le has dicho que vaya a la policía?

– No, Méndez, no me vengas ahora con soluciones de confesonario. Tú sabes que la policía esas cosas no las arregla. Lo primero que le he aconsejado es que envíe a la chica a otra ciudad bien lejos de París y que contrate protección, o sea, un gorila. Pero dudo que tenga dinero para gorilas. Luego he pensado que ese David podría ser el David que tú buscas. He descolgado el teléfono y aquí estoy.

– Me has hecho un favor, Julia.

– Tú podrías hacerme otro.

– ¿Cuál?

– Te daré el domicilio de Lola. Tú averiguas dónde vive el tal David; no será tan difícil. Lo trincas por lo que a ti te parezca. Por ejemplo, por haber hundido el Titanio. Cosas peores se han visto. Pero como se resistirá, le cortas los huevos, los trituras, les añades sal y los registras en Patentes y Marcas como producto dietético.

Méndez protestó:

– Julia, yo soy un policía demócrata.

– Y una leche.

– No sé por qué la gente me da una fama que no merezco. Pero, de todos modos, reconozco que en las tiendas hacen falta nuevos productos dietéticos. Empieza por darme la dirección de Lola.

Julia se la dio: parte alta de Sarria, ático a los cuatro vientos, dos grandes habitaciones y salón, baño con espejos a tutiplén, aire acondicionado, parking.

– ¿Me dejará hablar con ella?

– No le he dicho nada de ti, pero te dejará hablar con ella.

Méndez dijo:

– Te invitaré a una comida de régimen.

Y colgó.

Fuera estaba el sol, estaba la muerte horizontal del Paralelo. Estaban las tres chimeneas, la acera inmemorial, las fachadas donde antes hubo teatros, luces de neón, carteles con gloriosos nombres de vedettes y vicetiples llegadas para triunfar, es decir, mujercitas con los ojos llenos de ilusión y el culo lleno de esperanzas. Méndez, tú no tienes más que una mirada decadente e impía, que antes sólo veía la mentira de las vidas y ahora sólo ve la verdad de los fantasmas. Estás hecho de ellos, Méndez, de los fantasmas de la calle, de los fantasmas con nombre de mujer, y les dices adiós todos los días. Miras a la gente, calculas sus años y te preguntas de cuántos pedazos está ya hecha. Tú, como los poetas de barrio, acabarás recogiendo los pedazos de los otros en esta tierra sagrada.

Miró la notita con la dirección de Lola y se encaminó hacia allí, aunque temía que el aire puro y la luz le acabarían dejando manchas en la piel. Menos mal que el trayecto procuraría hacerlo, como de costumbre, en la protección amorosa de los túneles del metro.

Iba a descender la escalera cuando la voz de Amores dijo:

– A la paz de Dios, señor Méndez.

Méndez supo entonces que, como siempre pasaba con Amores, la paz de Dios les iba a traer algún muerto.

– Ahora, después de tantas desventuras e incomprensiones, llevo una vida tranquila y digna -dijo Amores-, dedicada a poner en orden las pruebas de imprenta y a engañar a la mujer del director. No crea que resulta tan sencillo, Méndez, porque eso de engañar a las mujeres, sobre todo si están resabiadas, es un arte difícil y antiguo. Bueno, ya que nos hemos encontrado, supongo que me dirá adonde va y me permitirá acompañarle.

– Vamos a Pedralbes.

– Hostia, Méndez.

– ¿Qué pasa?

– No sobrevivirá.

– Supongo que lo dices por el exceso de aire puro. Pero es verdad que no sobreviviré si tú tratas de ayudarme, Amores. Dime qué te traes entre manos.

– Sólo trato de ayudarle, Méndez: usted me ha pedido un favor y yo se lo hago con toda premura. He averiguado que el tal David Bujarra ya murió, eso sí, después de regenerarse. Le atropello un camión cuando estafaba a la gente pidiendo dinero contra el sida.

– Gracias, Amores, pero ya tengo la pista de otro David. Parece que hay bastantes.

– Pues menos mal que busca usted a un David y no a un Manolo, porque iba a ser la hostia.

– No hace falta que me acompañes. Me has hecho un gran favor y te aprecio mucho, pero cada uno en su sitio.

– Estoy en mi sitio, señor Méndez: al pie del cañón. Usted afronta un trabajo difícil, por lo que veo… incluso el nombre de David me sugiere un problema bíblico, o quién sabe si esto acabará con un kibbutz en el viejo campo del Espanyol o una intifada en Pedralbes, de modo que va a necesitar mis dotes de observador periodístico. Vamos, confíe en mí y que sea lo que Dios quiera.

– Que sea lo que Dios quiera -susurró Méndez, mientras lamentaba haber perdido la fe.

Dios quiso que llegaran a un ático de Pedralbes, dos grandes habitaciones, un gran salón, gran terraza, gran aire acondicionado, gran parking. Gran dama todavía Lola, la Lola de los divorcios, la Lola de las lenguas, la Lola de las camas. Gran señora ya algo consumida, pero llena todavía de belleza marginal, a la que se podía pagar lo que fuese por un polvo bajo un dosel o un escudo heráldico. O quién sabe si por un polvo en pie, sobre el estante de una joyería.

Méndez sabía que no siempre se paga a la mujer, sino que se paga a su fantasma.

Amores, lleno de orgullo íntimo, fue el que se quiso presentar:

– Yo soy el ayudante del señor Méndez.

No fue una entrevista larga, pero sí difícil y llena de sobrentendidos. Méndez aclaró que su misión no era oficial, aunque precisamente por eso era auténtica. Julia le había explicado el problema de Lola con un tal David, y como Méndez también buscaba a un tal David, bien pudiera ser que las estrellas del destino de todos ellos se hubieran puesto a girar en la misma elipse. Usted, señora, me da la dirección que necesito y yo me ocupo del brillantísimo servicio, sin ninguna molestia para nadie. Bueno, puede que haya alguna molestia para el tal David, como dolores occipitales, desprendimientos renales y pinchazos anales, pero eso ocurre en las mejores familias. Con todo esto, doña Lola, usted ya habrá comprendido que yo soy un policía moderado por la Constitución, pero en el fondo del viejo estilo.

Y allí estaba el gran salón, las alfombras orientales, las tapicerías de seda, los muebles sólidos y las cortinillas, en cambio, finas y livianas, hechas con baba de monja. Allí estaba la gran terraza, desde la que se dominaba todo Barcelona y se veía el mar. «Con unos prismáticos que fueron de mi marido puedo leer hasta los nombres de los buques que entran y salen, señor Méndez.» Y allí estaba, sobre todo, el retrato de la nena.

Méndez quedó admirado; no le extrañó que hubiera pensado en explotarla un tipo como David, acostumbrado a subastar las pieles de melocotón, los labios de planta carnívora y los bordes vaginales tan suaves y frágiles como un gusano de seda. Hay que ver, Méndez, desde que eres impotente te has convertido en un poeta, y es que uno llena a la mujer de palabras cuando no puede llenarla de otra cosa. Piensas que Carol está repleta de cosas dulces, pero en otro tiempo habrías pensado que está repleta de cosas convenientemente sórdidas: unas piernas para morderlas, un vientre para aplastarlo, unas nalgas para abrirlas, una lengua para hacerla pedazos. Vamos, Méndez, que no hay que extrañarse de todo lo que pasa, porque Carol es una nena de escándalo.

Méndez dijo hipócritamente:

– Muy mona, su nena.

– Eso dice todo el mundo.

– ¿Dónde vive ahora?

– En el barrio Latino de París.

– Eso debe de resultar carísimo: tenderos, guardacoches, gendarmes y putas que hablen latín. Es que no puedo ni imaginarlo.

La dama Lola le miró de soslayo.

– Es caro, desde luego, pero el padre de Carol ha pagado su educación siempre.

– ¿No la ha hecho usted cambiar de dirección?

– Todavía no, para no asustarla, pero ya hay un agente inmobiliario de París, muy discreto, que me está buscando otro sitio. Le he dicho que es urgente.

– También debería cambiar de universidad, porque allí será muy fácil localizarla.

– Eso ya es un poco más difícil, pero lo pensaré.

Méndez suspiró mientras daba unos paseos por el gran salón, con las manos unidas a la espalda.

– Si de mí depende no hará falta, señora. Deme la dirección de ese David beatífico.

– ¿Y si usted fracasa, Méndez? ¿Y si David se da cuenta de que le estoy atacando? ¿No será todavía peor?

– Con mi ayuda, el señor Méndez nunca fracasará -dijo el Amores, que había fracasado continuamente.

– Usted no se preocupe y deme la dirección, señora.

– Vive en un ático de la calle Entenza.

– ¿Más arriba o más abajo de la Modelo?

– Más arriba. Cerca de Infanta Carlota.

– Durante unos años, ése fue buen sitio para el choriceo.

– Los tiempos cambian, Méndez.

– Si lo sabré yo. Deme su dirección exacta. Y lo que sepa de sus horarios habituales. Y lo que sepa de sus armas habituales, si ha visto alguna.

– Tiene un revólver de cañón corto, pero de un ancho enorme, con la culata marrón y un circulito dorado en la parte derecha, donde está la marca. Me lo enseñó una vez.

– Eso no es decir gran cosa.

– A ver… Me explicó que era muy práctico, porque podía usar dos clases de balas.

Méndez cerró un momento los ojos y paseó la memoria por todas sus miserias, todas las máquinas de fabricar muertos y toda la artillería naval de su vida.

– Si admite dos clases de balas -dijo al fin-, podría ser un 357 Astra Pólice, que también se carga con un 38 Especial. Esa arma no es unbull-dog, pero tiene el cañón corto. En fin, es igual, ya procuraré que se la meta en el culo. ¿Puedo darle este número de teléfono, señora? Es el actual. Aquí tiene también el de la comisaría de Atarazanas, porque podría dar la casualidad de que me pillara trabajando. No me llame a menos que David vuelva a presentarse por aquí. Y no necesito decirle que debe guardar un absoluto silencio. Sobre todo con su hija.

Lola no parecía demasiado convencida. ¿Era el aspecto de Méndez lo que le hacía pensar en un policía seleccionado para perseguir al asesino de Canalejas? Se levantó, desplazando todos sus encantos marginales por aquel salón desde el que se veía el mar. Protestó:

– No acabo de fiarme, señor Méndez.

Aunque Méndez ya se había ido. Tenía que trabajar.

Pero no emprendió el viaje aniquilador hasta las tres de la madrugada, esa hora que los policías demócratas aprendieron de los policías franquistas. Calculaba no encontrar a nadie, pero en los apartamentos de aquella zona aún había una vida marginal intensísima. Aún había tras las puertas parejas jugando a las cartas, bebiendo, escuchando rock o tratando de hacer uso de los muy diversos órganos del sexo. Deberíamos haber venido más tarde, pensó Méndez mientras se movía por pasillos a media luz buscando el apartamento del cabroncete. De todos modos, reinaba allí, tras la puerta, un silencio de camposanto zamorano, que en opinión de Méndez tiene que ser el silencio más espeso y más santo que existe. De modo que he calculado bien, se dijo el policía.

Forzó la cerradura con perfecta suavidad, temiendo despertar a alguien, pero vio las luces encendidas, un recibidor, una pared desnuda, una percha, un retrato del Dioni, una alfombra valenciana y un rastro de sangre.

Méndez, que no había leído ningún libro del FBI, dijo:

– Hostia.

13 UNA CUESTIÓN DE MALA LECHE

La verdad es que nunca había visto una cosa semejante.

El policía hispano, sobre todo el tradicional, está acostumbrado a ver sangre en los crímenes pasionales, las venganzas familiares y los partidos del final de la Copa, pero no tanta como la que Méndez tenía ahora delante de los ojos. La sangre llenaba la primera habitación situada más allá del recibidor, que era la principal de la casa; las paredes, las butacas, las botellas de licor, el equipo musical, la alfombra, estaban teñidos de sangre. Había manchas rojas hasta en el techo. Si un cuerpo humano puede almacenar cinco litros, los cinco estaban allí, creando un océano de muerte.

En cambio, al cadáver ya no le quedaba ni una gota.

Méndez lo miró mientras Amores, el audaz reportero de sucesos, vomitaba silenciosamente. El cuerpo desnudo, por supuesto, también estaba teñido de rojo; de no ser por eso, la blancura de la piel habría resultado espectral. Méndez le dedicó una mirada estrictamente profesional, fría y sin emoción alguna. El hombre podía contar unos cuarenta años, aunque era difícil calcular su edad en aquellas circunstancias, con la agonía inenarrable de su rostro. Dos pañuelos al menos habían taponado por completo su boca, pero con los espasmos de la desesperación se había tragado uno. Un bulto patético en el cuello aún pregonaba aquel espantoso final.

Méndez no pudo acercarse del todo, porque de lo contrario habría pisado el lago de sangre. Mejor, porque a pesar de toda su experiencia estuvo a punto de vencerle una náusea.

Oyó que un gimoteante Amores arrastraba los pies hacia él.

– Vámonos, Méndez.

– ¿Nunca habías visto una cosa así?

– No.

– Yo tampoco.

Mientras profundizaba en ese primer examen, Méndez se daba cuenta de la magnitud de aquel horror. Era evidente que a la víctima la habían atrapado por sorpresa, ya que no había señales de lucha, y muebles, botellas y lámparas estaban en su sitio. Conseguido esto, le habían introducido dos pañuelos hasta la garganta, para que no chillase, aun a riesgo de ahogarlo. Pero, por desgracia para él, el hombre no se había ahogado. Luego lo habían desnudado por completo: la ropa aún estaba en un rincón, teñida absolutamente de rojo. Dentro de lo que se podía distinguir, las prendas parecían caras, aunque con un gustoparvenú y un poco detonante. Méndez volvió la cabeza para mirar a un Amores vacilón, pero que intentaba recomponerse y avanzar en busca de la noticia.

– Ahora mismo voy a telefonear -dijo.

– Tu madre.

– Este es el crimen más espantoso que se ha cometido en muchos años, Méndez.

– De acuerdo, pero no puedes decir nada aún. Además, a esta hora ya no llegas a tiempo de que hagan ningún cambio en el periódico.

– Fí… fíjese, Méndez.

– Ya veo. Le han cortado el pene.

– Se ha desangrado por ahí. Debe de haber sido como una pesadilla.

– No se ha desangrado solamente por ahí, Amores. Hay algo más.

– ¿Qué dice?

– ¿Tú ves esa máquina doméstica de taladrar que está ahí, inundada de sangre?

– Sí. En… en casa tenemos una.

– Pues le han metido el taladro por el ano. Yo había leído muchas cosas sobre los empaladores de la Edad Media, pero eran unos aprendices al lado de lo que le han hecho a este hombre.

Amores miró.

Comprendió que el taladro había llegado hasta el fondo de los intestinos de la víctima.

Apoyado en la jamba de una puerta, se puso a vomitar sobre las baldosas, sobre el recuerdo de su periódico, sobre la mujer del director, sobre su angustia de reportero perdido.

Gimió:

– Méeeeeeeendez…

Pero Méndez, el maldito, ya volvía a mirarlo todo con la precisión y la frialdad de una máquina. Dio unos pasos, bordeando el lago de sangre. Pensó en voz alta:

– Punto primero, si la puerta no estaba forzada, es porque la propia víctima ha abierto a sus asesinos. Seguro que eran al menos dos. Y si no hay señales de lucha, es porque ha confiado en ellos hasta el último momento. Es decir, los conocía.

– ¿Y la hora? -logró gimotear Amores.

– Ése es el punto segundo. Por el aspecto del cadáver y su sangre, la fiesta debe de haber tenido lugar hacia medianoche. Razón de más para creer que la víctima confiaba en sus asesinos, porque no se abre la puerta a un desconocido a esa hora.

– O… oiga, Méndez.

– ¿Qué?

– Cortarle el pito a un tío… Meterle hasta las entrañas un hierro que gira como un loco… La sangre no saldría a chorros… Saldría a manguerazos. Mire: ha llegado hasta el techo. Eso indica que los asesinos saldrían con los trajes hechos un sofrito de tomate. Así no se puede dar un paso en el puto bulevar. Y eso indica que… que…

Amores casi dio un salto mientras le recorría un escalofrío de miedo.

– … ¡Que aún podrían estar aquí!

– Ojalá, Amores, porque les podrías sacar una entrevista en exclusiva. Pero no temas, porque estoy seguro de que se lo han tomado con calma. Una vez desnuda e indefensa la víctima, se han desnudado ellos también. Todo fuera, hasta los zapatos. Entonces ha empezado la fiesta. Por supuesto, se habrán puesto perdidos de sangre. Sangre hasta en la raíz del pelo, hasta en la punta del capullo.

Mientras hablaba, Méndez buscaba el cuarto de baño. Lo que vio en él le reafirmó en su idea.

– Luego se han duchado -continuó-. Una ducha a fondo, con jabones hechos de baba de tortuga, champús hechos de semen de hormiga y otras mariconadas de toilete. Veo que la víctima tenía un buen surtido, de modo que encima el repaso les ha salido gratis. Luego se han vuelto a vestir de pies a cabeza, con la ropa que tenían a buen recaudo.

Amores, desde la puerta, miraba fascinado la bañera, por la que aún resbalaban goterones de sangre.

– ¿Y la máquina de taladrar? -musitó-. ¿También era de la víctima?

– Seguro que sí. Luego lo comprobaré, pero apuesto a que encuentro armarios revueltos. Los asesinos sabían que en una casa hay electrodomésticos manuales: los electrodomésticos manuales, amigo Amores, son los instrumentos de tortura más horribles que existen. Cortan, penetran, rasgan, trituran, pulverizan y dejan un dignísimo miembro viril convertido en suflé de pene. Ellos sabían que encontrarían algo, aunque quizá no pensaron concretamente en una taladradora. Al verla, pensaron que les resultaría perfecta.

– Pero todo este horror… ¿por qué?

Méndez ni siquiera le miró al contestar:

– Una venganza.

– Pero una venganza tan espantosa… ¿Por qué?

– Apuesto a que el muerto se llamaba David, y que encima es el David que llevo tiempo buscando, después de oír su nombre en una grabación.

– ¿Dónde oyó esa grabación, Méndez?

– En una casa de putas de Madrid.

– O sea, una casa de putas centralista.

– Ya sé que tú, Amores, sólo follas en las casas autonómicas. Y con mujeres que hayan hecho la inmersión lingüística.

– Eso lo dice con doble sentido, Méndez, supongo.

Amores parecía más aterrorizado que nunca. Estaba convencido de que, por una razón u otra, de aquel crimen le acusarían a él. Pero Méndez dio unos pasos y siguió pensando en voz alta.

– Debió de ser el tal David que, en compañía de otro tipo llamado Alberto, condujo a una trampa mortal a una mujer en una casa de Madrid que estaba llena de micrófonos ocultos, aunque imagino que él no lo sabía. Esa mujer, que ya está muerta, tenía un padre, por lo visto, muy poderoso y por tanto con capacidad para vengarla. Y creo que eso es lo que ha hecho.

– La muerte de la mujer de que me habla debió de ser horrible…

– Sí.

– Lo que demuestra que quien a hierro mata a hierro muere.

– Yo lo expresaría de una forma más exacta: quien a culo mata a culo muere. Hay frases que son un bien cultural del país -dijo educadamente Méndez.

Y a continuación hizo una investigación rutinaria, aunque sabía lo que iba a encontrar: todos los documentos y recibos estaban a nombre de David Mellado, que sin duda era la víctima. Por cuestión de principios, Méndez hizo una última investigación: miró en la guía telefónica por si aparecía el nombre de David Mellado. Aparecía, y con el número del teléfono que estaba en la casa.

– Al menos sé quién era el muerto -dijo-, y sé también que es el mismo que un día tendió una trampa a una mujer en Madrid en una hermosa casa de los altos de Serrano.

– Ya es algo, Méndez. Supongo que eso le llevará a alguna pista.

– No. La lástima es que la pista termina ahí. Pero es posible que los asesinos hayan dejado huellas. -¿Usted lo cree?

– No, pero tengo obligación de creerlo. Los expertos las buscarán por todas partes, especialmente en la taladradora y en el baño. Yo creo que un asesino profesional no dejaría una huella nunca, pero tengo derecho a pensar que un padre vengador no es un asesino profesional, y encima, cuando mata, no piensa.

– Ojalá tenga razón, Méndez.

– Es una simple posibilidad. Ahora habrá que comprobar cuánto tiempo llevaba en este piso David Mellado: seguro que es de alquiler, y encima un alquiler reciente, porque ese tipo se movía de una ciudad a otra. Por supuesto, haré que Lola lo identifique. Lo conocerá muy

bien, porque él la amenazó, y encima fue su cliente en la cama.

– Mal trago…

– O quizá no. Lola tenía más de un motivo para desear esta muerte. A lo mejor, lo celebra con champán.

– Lo cual indica que la podrían acusar a ella.

– Es verdad. A lo peor la acusan, pero no fue ella. Yo declararé en su favor.

– ¿Y ahora qué va a hacer, Méndez?

– No me queda más remedio que avisar a las altas jerarquías, y que ellas hagan lo que les parezca. Este marrón no me lo puedo comer yo sólito.

– Le acusarán de allanamiento de morada, Méndez.

Méndez detuvo la mano que ya iba a asir el teléfono mientras decía:

– Estás muy equivocado, Amores. Te acusarán a ti.

14 UNA CUESTIÓN DE BUENA SANGRE

Méndez siempre había sido un polizonte mal visto, mal pagado, mal considerado y además lesionado por la popa. Todas esas circunstancias indicaban una sola cosa: pobreza. Pero en realidad no era del todo cierto. Aunque Méndez ganaba poco, también gastaba poco. Toda su vida había comido en figones, bares a punto de clausura y tabernuchos cercados por los inspectores de Sanidad: es decir, había comido, sin darse cuenta, residuos municipales y sobrantes de ambulatorio. Con ese régimen de vida, una de dos: o uno se muere o ahorra.

Todo esto quiere decir que Méndez había ahorrado algún dinero, pese a su digna pobreza. Y ahora él, que apenas había salido de la ciudad, resolvió gastarlo en una serie de viajes, entre ellos uno a Madrid, recordando los tiempos en los que una rabiza que había visto Emmanuelle se encerró con él en el aseo de un avión de puente aéreo.

Antes tuvo que atender a una serie de requisitos con los investigadores y con la policía de Barcelona; en primer lugar, evitar que le empapelasen por allanamiento de morada. ¿Por qué entró ilegalmente en aquel piso?, le preguntó Pons. Pues porque el tal David había amenazado a una mujer a la que yo quería defender, y fui allí para cantarle las cuarenta. Usted siempre defendiendo putas -dijo Pons, quien tenía la cabeza en otro sitio-. Por esta vez, lo pasaré. Y ahora, Méndez, no crea que porque ha descubierto un crimen lo va a investigar usted. De modo que olvídelo todo, déjenos en paz y váyase a la mierda.

Que a uno lo dejen de lado es a veces una ventaja. Méndez investigó, y además pudo enterarse de lo que investigaban los otros. En primer lugar, nada de huellas, lo cual indicaba que los asesinos podían no ser unos profesionales, pero tampoco eran unos incautos. Nada de testigos, por supuesto, a pesar de que a la hora del crimen -medianoche-, bastantes vecinos aún estaban despiertos, veían la tele, lavaban los platos, se jugaban a las cartas la paga del mes o esnifaban en el cuarto de baño. Ese inmueble -decía la policía- es de gente de paso, gente de aluvión, y por tanto sospechosa. Hay en él desde viajantes de comercio que se turnan en la misma cama a estudiantes que se turnan en el mismo libro, pasando por sindicalistas, banqueros fugitivos y curas rebotados. Créeme, Méndez, es de esos sitios catalogados en los que puede pasar cualquier cosa.

Tampoco había fibras de tela, pelos o restos de saliva en un vaso. Parecía como si al tal David Mellado lo hubiesen matado unos fantasmas. Porque el nombre era ése: David Mellado. La policía averiguó que había vivido en varias ciudades, aunque frecuentaba Barcelona, y que se dedicaba en pequeña escala a la trata de blancas. «Hubo un tiempo en que ganó dinero de verdad -decía un informe- porque hay mucha demanda de mujeres en saunas, bares de alterne y clubes de carretera. Sin embargo, parece que se iba apartando de esa actividad sin bajar su nivel de vida, lo cual hace sospechar que obtenía ingresos aún mejores haciendo de correo de la droga.»

Parece una conclusión bastante lógica, dada la catadura del tipo, pensó Méndez, mientras husmeaba en los informes buscando rastros del muerto en otras ciudades españolas. Pero nada llevaba a ninguna parte, excepto, en todo caso, a Madrid, cosa que Méndez ya pensaba. Tampoco había datos que relacionasen a David Mellado -a ojos de la policía oficial- con el crimen de los altos de Serrano.

De modo que poco podía avanzarse, e incluso se corría el peligro de que el crimen se catalogase como un ajuste de cuentas entre gente de la droga, lo cual condenaría el caso poco menos que al olvido eterno. Pero quizá el comisario Fortes, ese tigre solitario, sepa algo más, pensó Méndez.

Por tanto, fue a Madrid. Con la esperanza de que alguna azafata de servicio hiciera de Emmanuelle, Méndez las miró a todas fijamente, pero sólo consiguió que una le preguntara si necesitaba primeros auxilios. Descendió en el puente aéreo, y para no gastar tanto en un taxi fue en autobús hasta la Biblioteca Nacional, de donde anduvo, en una larga caminata, hasta la Gran Vía. Buscó alojamiento en la pensión de la otra vez, donde se enteró de que uno de los clientes había muerto y una de las dientas había contratado a un cubano -sobrante de una artista famosa- con la esperanza de tener un orgasmo, y quién sabe si un hijo.

De modo que Méndez se instaló en la más absoluta normalidad del país. Y hecho eso, fue en busca del comisario Fortes.

Fortes le saludó afectuosamente:

– En mala hora, Méndez. Me gustaría saber quién ha tenido la jodida idea de enviarle a hacer pipí a Madrid.

– No me ha enviado nadie.

– ¿Quiere decir que viene por su cuenta?

– Sí, señor.

– ¿Pagándose el viaje usted?

– Exacto. Y sin descuentos.

– Pues vaya coña. ¿Y el trabajo?

– He pedido unos días a cuenta de mis vacaciones. De todos modos, tampoco se habrán enterado.

Fortes consultó su reloj. Quién sabe si tenía un trabajo inaplazable en la casa de citas de Carabanchel. Preguntó con impaciencia:

– Bueno, ¿y qué?

– Ha muerto David Mellado, uno de los que tendieron la trampa a la chica en los altos de Serrano.

– Me lo han dicho los compañeros de Barcelona. Un trabajo de artesanía, oiga.

– Sí, Fortes. Y encima todo hecho en casa y con instrumentos de casa.

– Me han dicho que fue una venganza de la hostia.

– Inenarrable, Fortes.

– ¿Y la prensa? No he leído nada especial, por lo menos hasta ahora.

– Cuando la prensa pudo echar un vistazo al escenario de la fiesta, el cadáver ya había sido retirado. Los expertos ya habían trabajado con los rastros, las huellas y la sangre, de modo que el piso estaba limpio, o casi limpio. Como el juez ha dictado el absoluto secreto del sumario, ningún periodista sabe nada especial. De momento, todo ha quedado como un crimen más.

– De momento, Méndez, de momento. Pero eso no durará mucho, porque siempre habrá algún periodista que investigue. O habrá algún soplo, o alguna confidencia.

– Lo peor es que yo estaba con un periodista cuando se descubrió el crimen, y encima ese periodista es un bocas. Pero no hablará con ninguno de sus compañeros por miedo de que le acaben acusando a él. En cuanto al cuerpo destrozado, está en la nevera de la Morgue. Se hizo un trámite de identificación, claro, pero no se lo dejan ver a nadie más.

– Veremos lo que dura. ¿Los papeles de ese tipejo han ayudado a encontrar a algún familiar?

– La madre.

– ¿Y qué?

– Está en un geriátrico. Hace dos años que perdió la memoria.

Fortes apretó los puños.

– Leches -dijo.

– Sé lo que me va a preguntar, y le anticipo la respuesta: nadie ha reclamado el cadáver.

– Por tanto, cero sobre cero. Habrá que esperar, Méndez. Ya sabe usted que la labor de la policía es paciencia. Jódase.

– Estoy en ello -dijo Méndez-. Pero lo malo es que yo no llevo la investigación. Meto las narices donde puedo, pero no tengo autorización para mover una sola hoja de papel.

– Pues en eso estamos igual. Yo ya no llevo el caso de aquella chica violada, aunque la casa de Serrano sigue bajo vigilancia y con los micros instalados, a ver si se deciden los maricones de ETA.

– ¿No se deciden?

– Por ahora, no. Habrá que esperar. Ya le he dicho, Méndez, que la labor de la policía es paciencia.

– Jódase.

– Estoy en ello -gruñó Fortes, con cara de limón podrido.

– ¿Le han encargado que lleve ese asunto?

– Sí. Ahora estoy con los de la Brigada de Información, metido hasta las pelotas en la lucha antiterrorista. Por eso me han retirado absolutamente del caso de aquella chica violada, que fue algo del todo marginal y fuera de programa. Paz eterna para aquella pobre chica y para su culo lleno de virginidades.

– Es usted un hijo de puta, Fortes.

– Sí. Y usted también, Méndez.

– Sí.

– Por si me lo pregunta, le diré que el caso de la chica lo lleva ahora la Brigada de Homicidios, como es normal. Si quiere darles alguna información, póngase en contacto con ellos.

– En cierto modo pensaba hacerlo -dijo Méndez, apoyando pensativamente una mejilla en la palma de la mano-, pero me he dicho que, aunque sólo fuera por una simple cuestión de lealtad, primero tenía que hablar con usted. Además, ¿qué les digo a los de Homicidios? ¿Que ha sido salvajemente torturado y muerto uno de los que tendieron la trampa a la chica?

– Eso les corresponde averiguarlo a ellos -musitó Fortes-. Relacionar una cosa y otra, como ha hecho usted. Terminarán lográndolo, claro, pero para entonces es posible que alguno de los novatos de la Brigada ya cobre quinquenios.

La sabia cabeza de Méndez se ladeó con pesadumbre.

– Joder, Méndez, se me está usted durmiendo.

– Qué va, comisario. Sólo ligaba los cabos sueltos. ¿No hay ninguna pista de quién pudo ser la chica violada, muerta y desaparecida?

– No.

– Se habrán hecho análisis de sangre, supongo. Su pobre culo había sido un manantial.

– Claro que se han hecho. Sabemos el grupo sanguíneo de la víctima, su ADN y sus enfermedades. Tenía una hepatitis C no curada del todo. El análisis de sus restos de heces nos ha indicado hasta lo que comió. Pero nada.

Méndez había alzado la cabeza.

– ¿Una hepatitis C mal curada? -balbuceó-. Eso indica que habría ido al médico últimamente. Es una pista.

– ¿Y cree que los de Homicidios no la han tenido en cuenta? Los pobres han hecho un trabajo de cabrones, mientras esperan a que les suban el sueldo. Investigación en todos los centros de la Seguridad Social de toda España, caso por caso de hepatitis C. Y luego consulta telefónica a todas las mujeres afectadas, para convencerse de que seguían vivas, es decir, no eran la de la calle Serrano. Y luego comprobación de los certificados de defunción de todas las muertes. Eso son horas que no se cobran. Y luego vuelta a casa para encontrarte con la cara de piedra de tu mujer.

Méndez cabeceó lentamente.

– Seguro que la víctima era una chica rica, con un padre poderoso -musitó-. Debieron de atenderla en la medicina privada.

– Eso ya es casi imposible de comprobar.

– ¿Pero lo intentan?

– Un agente telefonea a todos los especialistas de Madrid, en un trabajo de cabrón veterano. Pero luego habría que seguir por Chinchón, por Móstoles… para llegar hasta Sevilla. Imposible. Lo único que hay que hacer es estar atentos al dato y confiar en la casualidad, que a la larga resuelve más de la mitad de los casos.

Dicho esto, Fortes volvió a consultar su reloj.

– Trabajo urgente -gruñó.

– ¿Carabanchel?

– Lo único que le digo, Méndez, es que, si tardo más, a la chica le va a venir la regla. Y ahora vayase a jeringar a su madre.

Méndez llegó a la amarga conclusión de que ya no tenía a nadie a quien jeringar.

Pero no se resignaba a olvidar aquello: no era un crimen, eran tres. Y dos de ellos particularmente repulsivos. Sólo uno, el que acabó con la joven criadita de la viuda de Paco Rivera, había sido relativamente humano, si un asesinato lo es alguna vez.

De modo que Méndez, ya que estaba en Madrid y tenía tiempo libre, resolvió ir a ver a la viuda. Con un poco de suerte la encontraría desnuda, como la otra vez. Si las enfermedades venéreas se pillasen por mirar, Méndez ya estaría con el rigor mortis.

Antes telefoneó a Barcelona. Un amigo suyo, a punto de jubilarse, le prometió enterarse de todo lo que se averiguara sobre la muerte de David Mellado. «Pero no te hagas ilusiones, oye -le contestaron-. Por lo que sé, todo lo que se investiga hasta ahora es rutina.» Luego Méndez buscó algún viejo bar de Madrid, un superviviente de la República, lugar de cabildeos políticos y tertulias extinguidas, donde aún quedase un poeta muerto sobre un velador, en espera de que alguien pagase la cuenta.

Por lo que pudo ver, sólo quedaba el Gijón, pero a aquella hora sólo había unos cuantos actores de televisión que buscaban trabajo y unas cuantas señoras casadas que hablaban de lo caros que estaban los pisos.

Méndez, a falta de algo mejor, se bebió allí con unción una cerveza helada, tras dominar su deseo de pedirle al camarero que la consagrase.

Luego fue a ver a la viudita Rivera, confiando en que aún estuviese viviendo en la plaza Mayor.

Le abrió una criada nueva, ésta severa y austera, vestida como para ir a la procesión en Tordesillas, y de una edad como para pensar en ir cobrando el SOVI. Sin embargo, la viudita Rivera (aunque también iba vestida como para ir a una procesión, y eso sugería mil pensamientos obscenos a Méndez) no era severa ni austera ni tenía edad para cobrar el seguro de vejez. Méndez, sentado en el recibidor, la vio cuando se abría la puerta de la sala que quedaba a la derecha: por un momento la distinguió sentada, con el borde de su falda negra muy arriba, los zapatos de alto tacón, las medias color humo, el límite de lo prohibido, el botón insinuado del liguero, una línea de carne dura, tensa, blanca, desbordante, estallante, viva, que recibía en secreto el acoso sexual del sol.

Méndez pensó: ¡Coño!

Él sabía que esta palabra no era vana. Si vamos a fijarnos, resume toda la intelectualidad popular.

Pero inmediatamente hubo de prestar atención a otras cosas. Porque de la habitación de la viuda acababa de salir un hombre con sotana, con anillo, con tonsura, con todas las bendiciones del Señor. Era un hombre joven y por tanto con capacidad para fertilizar una procesión entera. El ensotanado dijo:

– Ave María Purísima.

Méndez repasó en lo más profundo de su memoria para saber lo que se tenía que responder en estos casos. Tremendo problema el del viejo polizonte que ha de regresar a los tiempos del Laus Deo y del Christus Vincit. Pero al fin Méndez triunfó:

– Sin pecado concebida -dijo.

Y se puso en pie, en señal de respeto, o al menos de cortesía. Los escasos conocimientos eclesiásticos de Méndez le habían llevado a la conclusión de que el hombre que acababa de salir era un obispo. Pero era un obispo joven, lo cual no tenía nada de extrañar, pensó Méndez, ahora que la juventud triunfaba en todas partes. El hombre le miró de soslayo.

– Ha dicho la fámula que usted quiere ver a la señora Rivera.

– Eso es, si no hay inconveniente… y si usted ha terminado.

Lo dijo con retintín, pero el obispo no lo notó.

– Claro que sí. Pase, por favor.

No hizo falta, porque la viudita Rivera salía en aquel momento. La falda había bajado, las medias ya no recibían el acoso del sol, el botón del liguero había desaparecido. Pero el vestido aún daba a la viudita un aire procesional, de perversión eucarística, de mujer que sabía hacerlo a escondidas y sin lanzar grititos. Méndez, como se sabe atento a todas las corrupciones del país, había deseado antaño a las mujeres de las procesiones, sus vestidos negros, sus medias tensas, sobre las que palpitaba la carne prieta. Le gustaban las caras un poco pálidas, los labios rojos, las mantillas negras. Seguro que lo hacían sin quitarse la peineta y entonando elKirieleison, pero hay que decir que Méndez siempre había sido un hombre profundamente impuro.

La viudita le miró.

– Qué sorpresa, señor Méndez.

Ni una turbación: probablemente ni un recuerdo de que Méndez la había visto con el pubis al aire.

– Sólo he venido a saludarla, señora. Y a asegurarme de que no la molestan demasiado.

– Ahora nada en absoluto. Por cierto, no sé si se conocían usted y mi hijo.

– ¿Su hijo?

– Bueno, hijastro. Él es hijo de Paco y su primera mujer. Con su juventud, todo un señor obispo.

– Admirable, señora. En mis tiempos había muchos más curas y la competencia era mayor, pero de no ser por eso yo podría haber seguido mi verdadera vocación y haber llegado a ser papa, el papa Méndez. Me maravillan los obispos de hoy, tan sufridos y hechos a todo. En fin, señora, creo que he llegado en un mal momento.

– No, no… Mi hijo ya se iba. Me viene a visitar muy poco, pero él sabe que agradezco su compañía. ¿Tiene que preguntarme algo?

– No, señora. Sólo asegurarme de que no la molestan y de que no ha recibido amenazas ni ha pasado nada desde la última vez que nos vimos. Es pura rutina.

– No, no ha pasado nada, aunque supongo que sigue la investigación. ¿Usted sabe algo nuevo?

– En Barcelona ha muerto un hombre que podría estar relacionado con el caso, pero no estoy seguro… Bien, no quiero molestarla. Cada vez que venga a Madrid le haré una visita, si usted me lo permite.

Tal vez la conversación hubiese durado más, aunque fuera con fórmulas de cortesía, pero el obispo la cortó secamente:

– Celebraría mucho poder hablar con usted, señor Méndez.

– Cuando usted quiera, señor…

– Jorge Rivera.

– Estoy a su disposición para lo que necesite.

– ¿Por qué no me acompaña? Me han dejado estacionar el coche a muy poca distancia de aquí. No seré pesado, se lo aseguro. Y prometo que no voy a pedirle ninguna limosna para los chinitos.

Salieron los dos, tras despedirse Méndez de la viuda. La plaza Mayor empezaba a estar llena de bebedores, de japoneses que tomaban fotografías y de vendedores ambulantes que se ciscaban en la estatua del rey. Los japoneses empezaron a orientar sus máquinas hacia el obispo, lo cual indicaba lo mucho que ya llamaba la atención una sotana en la España católica. Qué diferencia de aquellos buenos tiempos, tan ejemplares, en que por no llevar sotana te quemaban vivo.

El obispo conducía un coche modesto, pero que quizá concordase con el que se había llevado el cadáver de don Paco Rivera en la plaza de Santa Ana. Aunque estaba en lugar prohibido, no tenía en el parabrisas ni una multa ni una bendición. Mientras rodaban por la calle Mayor, que iba perdiendo rápidamente toda su grandeza de vieja vía de los autos de fe, el obispo dijo:

– De modo que usted es el policía que descubrió aquel hecho terrible en casa de mi madrastra.

– Sí. ¿La visita usted con frecuencia?

– No mucho.

– ¿Por qué?

– Perdone, pero es asunto mío.

– ¿Le molesta como viste?

El obispo no contestó, pero apretó los puños sobre el volante. Méndez comprendió que había acertado. A Jorge Rivera, que quizá era un obispo de buena fe, le gustaban las mujeres de Dios, pero no las mujeres de los hombres. Le turbaba saber -de una forma casi palpable y bendecida por el sol- que su madrastra usaba ligueros y medias clásicas, es decir, medias pecadoras y ligadas al muslo estallante, al triángulo del mal, a la autopista de la lengua. A los recuerdos, quién sabe, de su primer pecado de cura, a su primera paja desbordante, ah, ah, ah, mientras todo el santoral temblaba. Seguro que en la relación con su madrastra había un hilo de deseo, otro de admiración y otro de odio. Y quién sabe -seguía pensando Méndez con su perversidad habitual- si la madrastra había notado esto (es decir, seguro que había notado esto) y por tanto cruzaba las piernas, dejaba deslizarse la falda y nacer una línea de carne blanca bajo los ojos del aspirante a papa. Mira, tu padre tuvo una mujer de la que naciste tú y nacieron todos los bostezos y todas las tardes muertas de su vida: pero yo he sido algo más, yo he sido su puta.

Méndez susurró:

– En fin, que le molesta como viste.

– Digamos que para Marga no es importante la modestia cristiana.

– Usted debe de haber sufrido mucho, señor obispo.

– ¿Por qué?

– Ante todo, por el divorcio de su padre, don Paco Rivera, y su nueva boda con una mujer para la que no es importante la modestia cristiana.

Las manos volvieron a crisparse sobre el volante, mientras enfilaban la Carrera de San Jerónimo.

– Insisto en que es asunto mío, señor Méndez, pero en todo caso tampoco me parece tan grave. Y no sé si alguien le ha hablado de eso, pero sepa que el sufrimiento enriquece y que la hierba crece bajo la nieve.

– Opus.

– No.

– Lo siento, señor obispo: o uno ha leído poco o todos los libros de Iglesia dicen lo mismo. ¿Pero por qué quería hablar conmigo? Deje que lo adivine: usted piensa que yo investigué algo sobre la muerte de su padre. Y en sus ojos que ya ven la ciudad de Dios, es decir, la ciudad que nacerá aquí cuando el Madrid de las putas y de los alcaldes haya sido destruido, queda pendiente una lágrima: ¿sé yo algo más de lo que se ha dicho?

– No se ha dicho nada.

– Porque yo me ocupé de que no se dijera nada -murmuró Méndez-. Era mejor así. No se dijo nada de la muerte en la casa de doña Lorena Dosantos, quizá porque fue una muerte natural, ni del rescate del cadáver que ustedes hicieron en la plaza de Santa Ana, ni del traslado clandestino al chalet de la sierra, donde tuvo lugar la defunción oficial, o sea, la defunción santa. No, no tema, nadie va a intentar culparle de un delito por haber hecho eso. O sea, si quería hablar conmigo para tranquilizarse, puede estar tranquilo desde ahora. Pero, llegados a este punto, déjeme hacerle una pregunta para la que ya tengo la respuesta: usted ha sufrido mucho.

– Supongamos que sí.

– ¿Seguía a su padre más o menos regularmente?

– Sí.

– No le gustaba su vida, ¿verdad? -Supongamos que no.

– Lo cual indica -susurró Méndez- que en los sentimientos hacia su padre se confundían la compasión y el odio.

– ¿Y a usted qué le importa?

Méndez no hizo caso. Continuó:

– Me importa porque tuve que intervenir en esa muerte, aunque fuese de un modo marginal. Y déjeme suponer que usted lo ordenó todo, le dio una apariencia, digamos, respetable por pura compasión.

– Sí.

– Pero ahora, solucionados los problemas de la compasión, lo único que queda es el odio.

Habían llegado al final del paseo del Prado, es decir, a la estación de Atocha; seguro que el obispo conducía sin rumbo y no sabía muy bien ni dónde estaba. La estación de Atocha conservaba su vieja estructura decimonónica, pero, dentro, el imperio del tren de madera, la maleta de cartón, el bocata, la parienta, el pedo y el callo habían sido sustituidos por la pulcritud de unos jardines bancarios. El paseo ya no era lo que había sido, pensaba Méndez, pero conservaba sus bares de aluvión, sus cascaras de gamba, sus albóndigas de arcipreste, sus calamares de entreguerras y sus costillitas de cordero pascual. Méndez respiró hondamente, porque al fin y al cabo aquello se parecía mucho a sus calles barcelonesas: estaba en una de las esquinas de la tierra prometida.

El obispo se detuvo junto a un paso cebra y le miró con fijeza.

– Agradezco todo lo que ustedes han hecho -dijo-. Al menos no se ha hablado de mi padre.

– Usted se avergüenza de él.

– Se equivoca. Nunca he tenido miedo de que su modo de actuar entorpeciera mi carrera eclesiástica. -No me refiero a eso.

– ¿Se refiere usted entonces a una vergüenza moral, a la vergüenza más humana que existe? En ese caso, para qué vamos a engañarnos. En ese caso le diré que sí, que no me gusta recordar a mi padre, al conocido don Paco Rivera. Si pudiese, me cambiaría el apellido. Él destruyó muchas cosas, empezando por mi madre.

– Una señora hogareña, supongo.

– ¿Qué tiene usted contra ellas?

– Nada, nada… Justamente soy de los que creen que la estabilidad de un país viene de las señoras hogareñas.

– Mi madre es una buena cristiana: recatada, cumplidora, casta y justa. Ya de niño me crió en el temor de Dios.

– No es lo mismo el temor de Dios que el amor a Dios -se atrevió a susurrar Méndez.

– A ver si me va a resultar usted un moralista…

– No, no, todo lo contrario… Soy un hombre pervertido y lúbrico.

– Yo admiro a mi madre. Amo a mi madre. Ello no me impide ver sus defectos, como por ejemplo el que le guste, o le haya gustado, lucir socialmente, estrenar ropa, ir a cenas y recepciones y tener muy al día la lista de personas que deben invitarla o a las que ella tiene que invitar. Pero desengañémonos: la vida del Madrid tradicional es eso, y nunca cambiará. Ni conviene que cambie. Una familia pertenece a su clase, y sobre todo una mujer pertenece a su clase. Mi madre tiene muy asumido eso, sobre todo porque hubo de subir desde muy abajo.

– ¿Su padre no fue siempre rico?

– Oh, no… -El joven obispo rió secamente-. Este país, que tuvo cuarenta años de estabilidad con Franco, ha visto luego nacer y morir fortunas muy rápidamente. Mi padre estaba arruinado, pero, eso sí, siempre fue un gran trabajador. Volvió a subir desde abajo.

– Cuando estaba abajo conoció a su madre…

– Sí.

– Que supongo era una mujer humilde, sensata, trabajadora y sencilla. Pero los dos subieron juntos, su marido y ella.

– Pues claro que sí.

– Yo no sé si su padre, señor obispo, cambió demasiado. Pese a que venía de una gran familia y últimamente tenía mucho dinero, la fama que ha conservado es la de un hombre bromista, amable y asequible. Su madre, por lo que parece, pensó más en las recepciones, las cenas y las personas que la tenían que invitar. Bueno, en ese Madrid que no conviene que cambie.

– Lo dice usted con un cierto retintín, señor Méndez. Y eso me molesta.

– Todo lo contrario. Intento ver las virtudes de cada uno.

– Pues, en el caso de mi madre, las virtudes se han acentuado cada vez: una casa muy ordenada y limpia, con el personal de servicio en su sitio. Misa diaria, porque al fin y al cabo no cuesta tanto trabajo hablar con Dios. Corrección en la cama, o al menos nunca he tenido motivo para pensar otra cosa. Respeto absoluto al nombre de mi padre, y por supuesto una conducta honesta a toda prueba.

– Me parece que no fue ése el caso de su padre -dijo Méndez, mirando al vacío.

El obispo sonrió amargamente.

– Qué va a ser el caso… En fin, para qué voy a mentir, señor Méndez, si usted es el primero en saber cómo murió. Pues murió como había vivido, rodeado de mujerzuelas y de pecados, envuelto en sábanas que no eran suyas y quién sabe si en una actitud innoble. No debería decir esto, porque es una falta de respeto muy poco cristiana, pero a veces importa más la verdad que la vergüenza. Por supuesto, mi madre nunca fue tonta, y pronto adivinó toda la verdad.

– ¿Qué hizo al adivinarla?

– Me pidió consejo a mí.

– No todas las madres tienen a mano un obispo -dijo Méndez-. Magnífica idea.

A Jorge Rivera tampoco le gustó esta vez el tono de voz. Gritó bruscamente:

– ¡Baje del coche! -Y en seguida-: Bueno, no, perdone, a veces no me doy cuenta de que mi actitud es poco cristiana. Puede quedarse pero, por favor, no haga comentarios. Mi madre me pidió consejo, aunque entonces yo no era obispo ni pensaba serlo. Debo decirle, señor Méndez, que hay una jerarquía moral, muy alejada de la jerarquía de las callejas que usted frecuenta, según me han dicho. De modo que mi propia madre, con lágrimas en los ojos, me pidió orientación, y yo le aconsejé que tuviera la virtud de la santa paciencia. No es nada baladí, créame: la santa paciencia es importantísima para la cohesión social. Uno ha llegado a calcular que, de los matrimonios que ya tienen más de cinco años, un diez por ciento se mantiene por intereses comerciales de las partes, un veinte por ciento por el sexo, lo cual, me confiesan muchos feligreses, ya es una proeza, y el setenta por ciento restante se mantiene gracias a la santa paciencia, que de paso se ha convertido en una costumbre hogareña. Eso fue lo que le aconsejé a mi madre, pero ella no aceptó.

– ¿Y qué fue lo que hizo?

– Pedirle a mi padre el divorcio, que entonces ya existía, aunque para mí nunca debió existir. Que se fuera de casa y le pasara una buena pensión, además de la mitad de lo que él había llegado a poseer durante toda su vida.

– Eso le dio mejor resultado económico que la santa paciencia -dijo Méndez.

– Cállese. Le he pedido que no hiciera comentarios. Reconozco que el trato se resolvió muy bien a favor de mi madre, pero no fue eso lo que le aconsejé. El negocio del divorcio, tan practicado hoy, no es un negocio cristiano. Si ella había venido con lágrimas en los ojos hasta mí, con lágrimas en los ojos fui yo hasta ella para pedirle que no lo hiciese.

– ¿No intentó hablar con su padre, es decir, con Paco Rivera?

– Sólo le pregunté si era verdad lo que mi madre decía.

– ¿Y él qué contestó?

– Que sí. No intentó negarlo: dijo que sí. Fue a partir de ese momento cuando me negué al menor diálogo con él, aunque luego me arrepentí. Me arrepentí, como los malos sacerdotes, cuando el mal ya estaba hecho: mi padre tampoco me pedía diálogo, pero debería haber comprendido que era por vergüenza. Debería haber ido yo hacia él, y no lo hice. Falté a mi deber, aunque entonces no me daba cuenta. Me parecía que ya cumplía siguiendo las indicaciones de mi madre, que en este sentido se comportaba como una santa.

– ¿En qué sentido cumplió usted?

– En el de vigilar a mi padre, en el de impedir, sobre todo cuando ya tuve el poder de un obispo, que hiciera el ridículo más. Supongo que usted no lo ha pensado, Méndez, y que los maridos españoles no suelen pensarlo tampoco: pero si el pecado es además ridículo, pues doble pecado. Y ése fue el deber que me impuse: seguir el caritativo consejo de mi madre.

– Lo hizo muy bien -susurró el viejo polizonte-, y lo prueba el montaje de la muerte de Paco Rivera.

– Reconozco que, en este sentido, mi madrastra me ayudó.

– A pesar de lo cual, usted no siente demasiada simpatía por ella. Si la visita, es sólo por educación.

Las manos cerradas sobre el volante se crisparon otra vez.

– No es cuestión de simpatía, sino de altura moral. Ella ha sido una mujer de otro mundo, y todavía lo es: le parece muy normal sentarse de cualquier manera, como si delante no tuviese un hombre.

– Tal vez ella piense que usted no es un hombre.

– ¿Pues qué soy?

– Un obispo.

– Mire, Méndez, déjese de mandangas. Yo no voy a discutir si soy más hombre que obispo o más obispo que hombre, pero Marga debería ver una cosa clara: soy su hijo.

– Eso lo entiendo -susurró Méndez.

– Gracias por haber accedido a acompañarme en el coche y a tener esta conversación conmigo: reconozco que no he sido demasiado educado con usted.

– Tampoco yo lo he sido. Espiritualmente pertenezco a barrios obreros, ¿sabe?, en que la gente, antes de morir, pedían que le dejasen dar una patada al amo y quemar una iglesia. Y creo que soy yo el que debe darle las gracias. Me ha aclarado algunas cosas.

En la mirada del obispo Jorge Rivera hubo una señal de alarma.

– Espero que esto no forme parte de una investigación -dijo.

– No, no, de ninguna manera. Reconozco que he venido a Madrid a investigar, pero no he averiguado absolutamente nada. Además, ni a usted ni a su madrastra tenía que interrogarlos. ¿Por qué habría de hacerlo?

– En casa de mi madrastra se produjo un crimen -apuntó el obispo.

– Sí, pero ya está resuelto. Sabemos quién mató a aquella criada, a Sonia: fue un tal David Mellado, al cual no podemos detener porque ya está muerto. Lo mataron salvajemente en Barcelona, en una especie de ritual de sangre que quizá se tuviera bien merecido. Se ve que Mónica, antes de morir, dijo que le tenía miedo. Bueno, no sé si llamarla Mónica o llamarla Sonia, porque ella, como muchas mujeres que viven de la cama, mezclaba su nombre de bautismo con su nombre de trabajo, pero lo mismo da. El caso es que sabía que estaba en peligro y tenía miedo de morir.

– Miedo del tal David Mellado, supongo.

– Sí.

– ¿Eso se lo contó mi madrastra?

– Claro. ¿Es que mintió?

– No. Estoy seguro de que no mintió -susurró el obispo-, porque Marga, mi madrastra, a falta de otras virtudes, suele decir la verdad. Pero es curioso…

– ¿Curioso, qué?

– En una visita que hice a casa de mi madrastra… el lío del entierro de Paco Rivera originó muchos contactos entre nosotros, ya lo puede imaginar, vi a Sonia muy preocupada, tanto que le pregunté qué le ocurría.

– ¿Y ella le dijo que tenía miedo de un hombre?

– No. Me dijo que tenía miedo de una mujer.

15 UNA CUESTIÓN DE COMPAÑÍA

Si las palabras de la Santa Madre Iglesia están para ser recordadas, Méndez era un cristiano de narices, con gran sorpresa del personal. Porque en su cerebro daban vuelta continuamente las últimas palabras del obispo, las que pronunció cuando se despidieron en el coche: «Miedo de una mujer.»

¿Una mujer?

¿Pero quién?… La verdad es que Méndez no entendía nada. Estaba claro -o razonablemente claro- que a la criada de Marga la había amenazado un tipo llamado David con el que tenía una relación, probablemente sentimental, o ligada a su antigua vida. Estaba claro -o razonablemente claro- que el tal David había acabado con ella. ¿Pero una mujer?… ¿Qué mujer? Los datos se amontonaban en el obtuso cerebro de Méndez: a la chica la había amenazado un hombre, no una mujer, porque Marga oyó su voz al descolgar casualmente el teléfono. A la chica la había depositado en la cama un hombre, no una mujer, entre otras razones porque a una mujer quizá le habrían faltado fuerzas. O al menos eso pensaba Méndez, que era uno de los pocos que aún creían en el macho ibérico.

Por consiguiente, se transformó en oscura una cosa que él tenía -o creía tener- clara. Pero era evidente que a aquella mujer desconocida no la hallaría nunca en un desconocido Madrid, de modo que decidió olvidarse del asunto y regresar cuanto antes a Barcelona.

Antes, sin embargo, tenía que despedirse de un amigo. Y así decidió ir a ver a don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa, honra y prez del funcionariado español y de todas sus clases pasivas.

Lo encontró haciendo la ruta de las papeleras. La cosecha debía de ir muy mal, porque don Alejandro llevaba unABC antiguo de dos semanas.

– Se agradece un cafelito -dijo.

Tomaron asiento en una terraza de la Gran Vía, y don Álex explicó que todas las chicas de la casa de doña Lorenza Dosantos recordaban con agrado a Paco Rivera, un hombre que les hacía obsequios, las animaba en los momentos difíciles, gestionaba sus papeles y no las molestaba nunca.

– Hay algo que no me acabo de explicar -dijo pensativamente Méndez-. Don Paco Rivera tenía una esposa muy atractiva, ¿por qué iba entonces a una casa de mujeres?

– Vamos a ver, vamos a ver… -dijo don Alejandro alzando un poco un brazo, como si fuera a buscar algo en el archivador de su memoria-. Por lo que me han contado, Paco Rivera no fue nada feliz con su primera mujer.

– Pues lucharon juntos en épocas difíciles. Paco Rivera parece que las sufrió.

– Eso es cierto y pudo superarlas. Pero luego su mujer fue cambiando. Mi experiencia de funcionario mamón, que ve el mundo a través de una ventanilla, me ha enseñado que es muy difícil que un matrimonio sobreviva a una crisis económica grave y a su angustia, pero es también muy difícil que sobreviva a una abundancia y a su aburrimiento. Es más, yo le diría que las dificultades económicas unen, y hasta cargan a un matrimonio de proyectos, pero el dinero separa, y carga a un matrimonio de puñetas. Yo creo que los problemas entre don Paco y su mujer empezaron cuando ya lo tenían todo pagado y les quedó tiempo para ver morir la tarde en su salita de estar, mientras se miraban a la cara. Cuando tienes problemas, no ves la cara; ves el futuro. Cuando no te queda más que la cara, mal asunto.

– Eso es aproximadamente lo que me explicó su hijo -dijo Méndez-. El aburrimiento matrimonial es uno de los grandes problemas del país. Habría que dictar alguna ley para remediarlo, o mejor aún, diecisiete leyes, una por cada autonomía. Y es que yo estoy seguro de que el aburrimiento de un matrimonio catalán no es el mismo que el aburrimiento de un matrimonio de Burgos.

Don Alejandro, que no era nada centralista, hizo un gesto de asentimiento.

– Tiene razón, señor Méndez, y creo que ésa fue una de las causas del distanciamiento de don Paco y de su gran aburrimiento madrileño. Y del aburrimiento de su mujer, todo hay que decirlo. Yo, dentro de la modestia, he estado pensando entre expediente y expediente, señor Méndez, y como mi escasa categoría como funcionario no me permite pensar en las grandes crisis nacionales, me he dedicado a pensar en las grandes crisis domésticas. ¿Cómo se origina una gran crisis doméstica? Mire usted, señor Méndez, para dos novios es muy fácil tener un proyecto de vida común: ambos piensan al mismo tiempo en irse de casa, encontrar un piso, amueblarlo, mirar los folletos de las agencias de viajes y planificar un polvo. Eso les hace pensar que la vida tiene un sentido y que han nacido el uno para el otro. Pero los años de matrimonio van variando poco a poco la situación, con la persistencia de una gota de agua. Nada garantiza que el proyecto de vida que se va formando el marido coincida con el proyecto de vida que se va formando la mujer; es más, uno de los proyectos estorba al otro. Al final, son dos perfectos desconocidos que se encuentran, se miran, se gruñen y buscan refugio en otros sitios. Pero no tema, señor Méndez, que la sabiduría occidental lo tiene todo previsto: hay excelentes refugios, como el trabajo, el juego del dominó, el cotilleo con las amigas y el Campeonato Nacional de Liga. Quien crea que en una casa hay un mundo, se equivoca: hay dos mundos. Ni siquiera los hijos renuevan el primer proyecto común, porque para los hijos, cada uno suele tener un proyecto distinto.

Don Álex, hombre bregado en los cafés madrileños -que es donde se tramita el futuro del país-, continuó:

– Pero a lo que iba: hay dos sistemas para que el viejo matrimonio aún se tome de la manita y permanezca unido. Uno es hallar un nuevo proyecto de vida común, como por ejemplo comprarse otro piso y otros muebles. Pero esto no siempre es posible.

– ¿Y el otro sistema?

– No haber tenido jamás un proyecto de vida.

Don Álex cabeceó lentamente.

– Esto puede parecer terrible, señor Méndez -continuó-: dejarse llevar y no ser nadie. Pero ahí podría estar una de las claves de la felicidad, como la clave de la felicidad de un país es no tener historia. Y ahora perdone estas reflexiones de funcionario que entre expediente y expediente se busca una excusa para no trabajar. Iré otra vez a lo que hablábamos: don Paco era un hombre reflexivo y hasta había empezado a escribir dos libros, aunque nunca los terminó. A su mujer, en cambio, sólo le interesaba figurar, ahora que tenía dinero. Fue el sentimiento de soledad el que impulsó a don Paco hacia las casas de mujeres que podían hablar con él. Yo creo que compró, no sus coños, sino sus palabras.

Méndez, para quien el sexo era un imposible (y por tanto ya podía seguir fácilmente el camino de la virtud), susurró:

– Eso es más frecuente de lo que parece; las casas de putas están llenas de soledades. Pero aun así, lo de don Paco Rivera me parece un recurso fácil.

– Por lo que me han contado las chicas, no iba allí a chingar, aunque de vez en cuando lo hiciera. Iba a hablar, a no sentirse solo, lo cual no tiene nada de extraño conociendo la locuacidad de doña Lorena, que es en Madrid una institución cultural tan importante como el Gasón del Buen Retiro. Además, don Paco se dio cuenta de que las mujeres de la casa no estaban allí por casualidad, de que cada una tenía una historia.

– Eso también lo sé yo -dijo Méndez-. ¿Por qué cree que he penetrado en la entraña de mis barrios? Pero don Paco Rivera no era un viejo policía, sino un empresario y un hombre muy trabajador. Dígame, si lo sabe, cómo empezó todo.

– Empezó -dijo don Alex- con las lágrimas de un hombre.

Bebió su último chupito de café y añadió:

– Don Paco Rivera observó, en aquel gran centro social que era la casa, que la mayor parte de las chicas iban allí por necesidad: estaban con doña Lorena porque la vida no les había ofrecido otra cosa, o al menos ellas no habían sabido verlo, que es una cuestión distinta. Don Paco se dio cuenta, y eso le dio mucho que pensar, de que entre aquellas paredes estaba la gran radiografía de la España pobre. Pero había otras mujeres que no estaban allí por necesidad; estaban allí por odio.

Méndez susurró:

– ¿Por odio?

– Sí. Por ejemplo, la mujer que se sentía engañada. Si el marido le había puesto los cuernos en silencio, ella se los podía poner con música. Iba a la casa de doña Lorena a chingar con cualquiera, con cuantos más tíos, mejor, y luego se lo contaba al marido, añadiendo que encima ella no pagaba, sino que cobraba. Hay más casas españolas de las que usted cree con un marido que se ha quedado con la boca abierta y mirando a la puerta.

Méndez susurró:

– En los barrios siempre me han enseñado que donde las dan las toman.

– Don Paco Rivera vio eso y otras cosas más. Por ejemplo, alguna hija de empresario ricachón que iba allí a descubrir la vida. O a hacer un acto de rebeldía y de afirmación personal. No crea que es tan raro, Méndez; las personas somos tan complicadas que a veces pienso que nadie puede escribir nuestra verdadera historia. Y descubrió también chicas que se habían planteado la cama como un oficio cualquiera, con el que pronto, se decían ellas, podrían retirarse con toda dignidad. Don Paco, que sólo había buscado un remedio para su soledad, descubrió allí un mundo mucho más rico de lo que habría imaginado nunca. Además, la puta hispana habla por los codos en cuanto tiene confianza. Pero ya le he dicho que lo que le impresionó de verdad fueron las lágrimas de un hombre.

– Cuénteme eso -pidió Méndez.

– Conoció allí a una mujer separada del marido que se había organizado la vida entre el salón de doña Lorena, los espejos y las camas. Don Paco siempre imaginó, y las chicas se lo confirmaron, que el marido era un pobre hombre. Supongo que por eso ella lo plantó: porque le pareció poca cosa. El caso es que la mujer trabajaba con la más absoluta naturalidad y haciendo honor a las artes más respetables y antiguas. Tenía, según parece, una vulva ancha y elástica, de una sola dirección, es decir, estaba hecha para recibir, pero no para parir cosa alguna. Insisto en este gran cambio social, señor Méndez, porque hasta casi nuestros días las mujeres han estado programadas para parir, lo cual no deja de ser actividad santa, y no para recibir capullo alguno. Aquella mujer tenía también una boca poderosa y succionante, con su bajamar y pleamar, llena de fuerzas ocultas. Y un ano multiuso, honesto y trabajador, que era como una de esas estrellas enanas que no despiden luz y apenas se ven, pero según los astrónomos acaparan todo el magnetismo del universo. O sea, señor Méndez, que poco más se le podía pedir a una mujer de buena conducta.

Don Alex, que en horas de oficina debía de haber explicado toda la historia del país, continuó:

– El marido le pidió muchas veces que volviera, a pesar de saber lo que estaba haciendo con su vida. Y a pesar de saber que algunos de sus amigos conocían ya la vagina de una dirección, la boca en pleamar y el ano milagroso. Es decir, la dama no se detenía en consideraciones sociales ni hacía distingos: solamente atendía, como recomiendan nuestros banqueros, al trabajo bien hecho. Hasta que un día el marido tiene un acto de valor, que en el fondo es un acto de cobardía, y se presenta en la casa de doña Lorena provisto de sus ahorros de un año, una mirada vacía y unas manos temblorosas. El salón está lleno de silencios y de tardes que se deslizan sin que Madrid lo sepa. De entre las chicas elige a su mujer, que ni siquiera se inmuta; ella también tiene los ojos vacíos, pero, a diferencia de su marido, las manos no le tiemblan. La mujer le dice con voz opaca: «Pago por adelantado, y una vez en la habitación el señor cliente me dirá lo que quiere que le haga.» El señor cliente, que se ha hartado de golpear la cabeza contra las paredes de su casa solitaria, rompe todos los principios de aquel lejano honor que le enseñaron de niño. Y dice ante el espejo: «Ahora me la vas a chupar, puta, ahora me la vas a chupar con tu boca de mamona. Y si me lo haces bien, te daré una propina.» Ella tampoco se inmuta: «No se preocupe, usted ha pagado. Por cierto, ¿cómo se llama? ¿Alberto? Bonito nombre. ¿Le gusta que se lo haga así, delante del espejo? Pues bueno, empecemos cuando quiera.» Y el hombre vio la cabeza que iba arriba y abajo, vio la larga cabellera negra que había acariciado tantas veces, notó la profundidad de la lengua, sintió que se le ponía tiesa, y entonces la sacó de repente, estrelló su propia cabeza contra una de las paredes, y en silencio se puso a llorar.

»Ésa fue una de las cosas que más impresionaron a don Paco, señor Méndez, porque ya le he dicho que don Paco era un hombre observador, reflexivo, y sin duda pasado de moda. Imagino que en la casa de doña Lorena y otras parecidas, lo mejor, tanto para el hombre como para la mujer, es no pensar, pero resulta que don Paco Rivera pensaba. Y todo eso le hizo darse cuenta de que en las camas está la verdadera historia del país, su historia más profunda o, si usted quiere, la destilación secreta de todas las historias del mundo. Durante años, creo yo, y también lo creen las chicas en las profundidades del café, vio en el aire la cara de piedra de la mamadora y las lágrimas del mamado. Como vio al rico empresario de rodillas en el salón, cuando un día fue a la casa de doña Lorena y encontró allí a su hija. Don Paco fue captando todo el dolor humano y todo el misterio que se deslizaba por delante de los espejos: yo creo que fue el único que pensaba, en un sitio donde jamás se piensa. Y fue entonces, creo yo, cuando empezó a ayudar a algunas de las chicas, entre ellas una llamada Lola, que es nombre de guerra y catre. Pero resulta que esa Lola usaba un nombre auténtico, y durante una breve estancia en la casa de doña Lorena, entre visitas de diputados y consejeros de banco, de los que no se sabe que ninguno llorara alguna vez, hizo amistad con Paco Rivera y le contó sus cosas. Parece que don Paco le dio dinero para una hija que Lola tenía en París, educándose en la inocencia.

Méndez echó la cabeza para atrás y de nuevo apareció en sus ojos, aunque fugazmente, la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Esa hija de París se llama casualmente Carol? -preguntó en voz baja.

– No lo sé. Yo sólo sé lo que las chicas me han contado en el café, entre cortados, pipermints y encargos para la legación pontificia.

– ¿Doña Lorena puede recordarlo?

– Pues supongo que sí.

– Es que puede que yo conozca a la tal Lola -explicó Méndez-. El mundo de las camas parece muy grande, pero en el fondo no lo es tanto, y además una cama está siempre relacionada con otra. Lola también es depositaría de una historia de la España profunda. Me contaron que es hija de una emigrante, la señora Tomasa, que en los años del hambre caminó casi veinte kilómetros hasta la población de Gavá, desde la estación de Francia, llevando una maleta en cada mano y las hijas colgando de la falda. Una de las hijas era la tal Lola, que con los años llegó a hacer fortuna por la vía del altar y se casó con Pedro Mayor, un hombre rico, del que se divorció más tarde, y entonces, me han dicho, trató de hacer fortuna por la vía de la cama. Supongo que fue en esa época cuando Paco Rivera la conoció. Lola, si es la misma, tiene una hija estudiando en París, de modo que coinciden bastantes cosas.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó don Álex.

– Puede que esté relacionado con una serie de crímenes, aunque ni Lola, ni mucho menos su hija Carol, tienen la culpa.

– Mal asunto, señor Méndez.

– ¿Por qué?

– Me temo que se va a ir usted de Madrid.

– No lo sé. Es posible. ¿Pero por qué lo lamenta?

– Porque estando usted en Madrid siempre tenía mi cafelito pagado -se quejó don Alex-. Hala, afloje la mosca.

16 UNA CUESTIÓN DE SUERTE

Tenía razón don Álex, con esa intuición que siempre ha tenido el funcionario español desde los tiempos de Isabel II: era verdad que se iba a quedar sin su cafelito. Méndez, en efecto, convencido de que nada averiguaría ya en Madrid, regresó a Barcelona, a su refugio cercano a Atarazanas y las tres chimeneas del Paralelo, a lo que quedaba de los viejos cafés que un día figuraron entre los mayores de Europa (el Español, el Rosales, el Sevilla) y que hoy habían desaparecido o constaban de cuatro mesas donde se celebraban cenas de jubilados que seguirían trabajando o despedidas de solteros para tíos que, de todos modos, tampoco se iban a casar.

De modo que a Méndez volvió a quedarle tiempo libre y lo aprovechó para visitar a don Pedro Mayor, el ex marido de Lola, a fin de averiguar algo más sobre su hija Carol, la que estudiaba en París, aunque después de la horrible muerte de David, la joven ya no parecía correr ningún peligro. De modo que fue al paseo de Gracia, donde ahora vivía Pedro Mayor.

El paseo de Gracia ya no es del todo la gran vía señorial donde las damas burguesas ponían todas las mañanas flores frescas en las tribunas y los gatos burgueses vigilaban desde ellas a los empleados de las notarías. Hoy el paseo de Gracia está lleno de establecimientos de comida rápida y de cafeterías mixtas donde puedes desayunar y al mismo tiempo comprar una revista donde se detallan todos los embarazos rápidos del mes. Pero también se rehabilitan los edificios nobles y las aceras se llenan de turistas con la boca abierta, de modo que ha conservado su nobleza.

Pedro Mayor vivía en un edificio casi nuevo en el chaflán de Mallorca, donde es fama que habitan algunas de las personas más adineradas del país, y cuyo portero consultó por interfono si podía dejar entrar a Méndez.

Pedro Mayor no estaba, pero en el gran salón de recibir se mostraban algunas evidencias, como por ejemplo una foto enmarcada en plata de una niña minúscula que debía de ser Carol, puesto que Méndez recordaba haber visto otra exactamente igual en el salón de Lola. O una dama de no más de veinte años, que se presentó como la secretaria privada de don Pedro Mayor, y que demostró en seguida tener una alta preparación académica para el cargo (hay que ver, la policía aquí y a estas horas de la mañana, «cuando todavía no han dado las once, también son huevos») y a cambio llevaba una minifalda de alta costura haciendo juego con los muslazos ídem. La secretaria privada debía de atender, sin duda, todos los asuntos privados de don Pedro Mayor, de modo que Méndez respiró tranquilo al ver restablecido el equilibrio del universo: Lola llevaba unos buenos cuernos para compensar los de don Pedro Mayor, que sin duda habían sido durante un tiempo los monumentos más fotografiados por los japoneses en el paseo de Gracia.

Méndez justificó su visita diciendo que tenía noticias de que Carol Mayor corría peligro en París, a causa de un maleante internacional, y preguntó si allí sabían algo de eso. Ni idea -dijo la secretaria- y tampoco me extraña, porque Carol quedó al cuidado exclusivo de su madre (la

Lola, creo que la llaman) y el señor Mayor no la ha vuelto a ver, en parte porque la madre (la Lola ésa) se lo impide con todos los trucos del mundo, supongo que para hacerle daño moral, además de daño económico. Porque daño económico se lo hace, vaya que sí, con la niña esa de las berenjenas.

– Deduzco que usted tampoco la ve -susurró Méndez.

– Daño económico se lo hace, vaya que sí, con la niña esa de las berenjenas -repitió la secretaria-. Exhibirla no la exhibe, pero cobrar sí que cobra la Lola lunera. Como la niña, la infanta doña Carol, no para de estudiar, el señor Mayor ha de entregarle dinero no sólo para manutención, sino para matrículas, libros, viajes, estancias y besamanos diversos. Fue una de las cláusulas de cuando la Lola y él se separaron: la madre se quedaba con la hija, puesto que era tan chiquitina que el padre no se la podía quedar, pero la mantendría y se lo pagaría todo mientras estudiase. ¿Y hasta cuándo estudia una señorita de nuestro tiempo? -preguntó la secretaria-. Ah, señor policía, antes las nenas estudiaban hasta que les venía la regla, luego hasta que perdían el virgo, y ahora hasta que les viene la menopausia. A la Carol Mayor le queda al menos hasta los treinta o treinta y cinco, de modo que su padre ya puede ir abriendo la bolsa. ¿Y dice usted que en París quieren matarla? ¿Hay alguna posibilidad de que eso sea cierto?

Méndez respiró hondamente y contempló a través de una de las ventanas la luz tarifada del paseo de Gracia.

– ¿El dinero se lo envía directamente a Carol? -preguntó.

– Se lo gira a bancos extranjeros, a cuentas que están a nombre de Carol y su madre.

– ¿Y el señor Mayor no ha intentado nunca librarse de esa carga?

– ¿Cómo? ¿Abriendo un juicio?

– Es el sistema más normal, y hasta dicen que el más civilizado. Antes, cuando había un problema familiar de esos tan gordos se resolvía con un trancazo.

– No, señor policía, no: para el señor Mayor es más civilizado pagar que ir ajuicio. Su desgraciada boda con la Lola ya ha sido olvidada por nuestra buena sociedad, de modo que lo único que haría un juicio sería refrescarle la memoria a la gente. Y encima habría quien diría que el señor Mayor no quiere mantener a su hija ni lograr que sea una catalana normalizada, es decir, una catalana bilingüe. ¿Qué digo bilingüe? La infanta Carol es al menos pentalingüe, después de haber estado en tantas universidades extranjeras y haberse acostado, digo yo, con tantos rectores honoris causa. Y aparte de eso, imagine las declaraciones de la madre: que ese tacaño podrido de dinero no quiere pagar ni para la cultura de su hija, después de todo lo que yo he hecho por él.

La secretaria minifaldera quedó al fin satisfecha de sus explicaciones, pero aún añadió:

– Porque sepa usted, señor policía, que hay mujeres capaces de decir hasta eso.

– En el caso de Lola, puede ser verdad.

– Digo.

– De modo que la madre quizá no tuvo mucha suerte en la vida, pero la hija sí.

– La hija vive como Dios.

– ¿Y no ha llamado últimamente a su padre para decirle que tenía la sensación de correr peligro?

– ¿Qué le va a decir, si no se han hablado nunca? Y tampoco se han visto, a no ser por foto: el único detalle de la Lola ha sido enviar de tarde en tarde alguna foto de la nena, y hasta algún diploma de licenciatura, de esos que ella obtiene con los cheques del señor Mayor.

Y añadió:

– Supongo que lo hace para justificar gastos o para darse importancia: mira lo bien enseñada que está la nena. Yo guardo los diplomas, cuatro o cinco. ¿Los quiere ver?

– No, no hace falta.

– Mejor, porque no vaya usted a creer que son títulos de esos que cortan el aliento: arquitectura en la Politécnica de París, por ejemplo. No, nada de eso. Tiene un título de la Universidad de Nanterre sobre Sociología de las Masas, cualquiera que sea el significado de eso. Porque vamos a ver, señor policía: a mí que me expliquen lo que es Nanterre, lo que es la sociología y sobre todo lo que son las masas. Pero también tiene uno de Técnicas de la Imagen en algo así como la Universidad Libre de Bruselas. Y ya me dirá usted lo que son las técnicas de la imagen: sacar fotos en un fotomatón. Pierde el tiempo, se lo pasa bomba y encima puede presumir de chica intelectual, de esas que acaban de fundar una ONG para las madres solteras del Beluchistán. Seguro que fuma en los cafés de todos los ateneos de Europa y se las da de chica distinta e innovadora, es decir, no se mete el cigarrillo en la boca, sino en el culo.

Y la entusiasta secretaria añadió:

– Cualquier día nos envía el título desde Corea.

– Esas cosas terminan un día u otro -intentó calmarla Méndez.

– ¡Qué va! Cualquiera sabe lo que te dura una hija hoy día, y mucho más una hija de… de…

– ¿De puta?

– Usted lo ha dicho, señor policía, no yo. Pero está bien: una hija de puta.

– ¿El señor Mayor se ha casado otra vez?

– ¿Con quién?

– No sé… Con una mujer, supongo, aunque tal como están hoy día las cosas y con todo eso de las parejas de hecho, lo mismo podía haberse casado con un barrendero público con todo puesto en su sitio.

– Mire, oiga, vamos a ver… Aquí la única que lo tiene todo puesto en su sitio soy yo.

– Y usted, a falta de una nueva esposa para el señor Mayor, es la única que puede controlar todos esos gastos de la nena.

– Poder, lo que se dice poder, no puedo. Pero como secretaria lo controlo todo y de vez en cuando doy mi opinión. En fin, qué importa.

Como todo aquello coincidía con lo que le había dicho Lola, Méndez se puso en pie.

– Es verdad: qué importa. Y además yo no he venido a preguntar por los asuntos internos de la familia, sino por lo que supieran de alguna amenaza sobre Carol. Como veo que todo parece estar en orden, no voy a molestarla más.

Estaba ya en la puerta cuando se volvió para preguntar:

– ¿Usted ve a Lola?

– ¿Yo?… ¿Pero qué dice? Yo soy una mujer de buen gusto.

– ¿La ve el señor Mayor?

– Ni en sueños. Fue una de las cláusulas del divorcio: que ella no le molestaría más. Sólo se hablan a través del banco.

– Me parece lógico. ¿Para qué más? Uno paga y la otra cobra. Ese lenguaje, los bancos lo entienden. En fin, sentiría haberla molestado. Ha sido una simple cuestión de rutina.

– No me ha molestado; al contrario, quizá me ha venido bien desahogarme. Y además, ¿qué quiere que le diga?, a veces la policía da un poco de emoción a la vida. Aunque usted no parece un policía, la verdad. No lo parece.

– ¿Qué parezco?

– Funcionario del Negociado de Cementerios. De los que cobran los atrasos de los nichos.

Y en seguida añadió, con la rapidez de una profesional que al final acaba sabiendo estar en su sitio:

– No se ofenda.

– Nunca me ofendo porque me digan la verdad -suspiró Méndez-. En fin, deseo que eso de Carol termine bien y ustedes no tengan más sobresaltos… Ah… Una última pregunta.

– Diga.

– ¿Carol nunca viene a Barcelona?

– No hace falta. Su madre va a verla a París, a Londres o a donde sea.

– Pero Carol, si no me equivoco, nació aquí. Y es lógico que haya querido volver a una ciudad que en los últimos años ha cambiado tanto. Ya no digo que haya querido ver a su padre. Ver la ciudad.

– Al señor Mayor ya se encarga la Lola esa de que no lo vea. Es algo así como su venganza. Pero la ciudad, sí: Barcelona ha cambiado tanto que la infanta Carol quiso verla. Y yo pienso, digo yo, que no ha venido sólo una vez, sino dos o tres. Pero qué más da. Nosotros siempre nos enteramos cuando ya ha pasado.

– ¿Qué quiere decir eso de que se enteran cuando ya ha pasado?

– Cuando ya se ha ido. Por lo menos una vez sabemos seguro que estuvo, porque la Lola telefoneó al señor Mayor y encima en plan chungo: «Para que lo sepas, tu nena ha estado aquí, pero te has quedado sin verla. Se fue ayer. Y ni puñeteras ganas de verte ha tenido, ¿te enteras? Pues toma del frasco.»

– ¿Y el señor Mayor qué contestó?

– Que se metiera la nena en el culo.

– Parece que, para él, ésa es una historia pasada del todo -dijo Méndez.

– Afortunadamente, porque de lo contrario la Lola le pudo hacer mucho daño. Pero ya no. El tiempo lo acaba borrando todo. Es lo que yo le digo al señor Mayor: tú no te preocupes. A los malos recuerdos, patada en los huevos. Así de claro, para qué vamos a disimular. A los malos recuerdos hay que darles tiempo y hay que darles cama.

– Es verdad. La cama también cura -dijo Méndez.

– No hay remedio mejor.

– Es usted una mujer muy sincera.

– Ahora ya menos. Antes, cuando era secretaria de una empresa de transportes, sí que hablaba como se tiene que hablar. Pero ahora he cambiado porque estoy haciendo un curso de Derecho en la universidad a distancia.

Muy convencida de que era ya una mujer integrada, la secretaria terminó:

– Bueno, ¿qué más quiere?

– Si lo recuerda y no le molesta, dígame en qué último domicilio estuvo Carol, cuando visitó la Barcelona posmoderna y postolímpica.

– Aquí no.

– Ya lo imagino. ¿Pero dónde?

La mujer hizo un gesto de resignación, fue a un despacho que estaba contiguo al salón y que debía de ser el sitio de los desvelos y trabajos del señor Mayor, si es que tenía desvelos y trabajos. Regresó con una gruesa agenda. Y repasó las páginas con sus ojos de secretaria que trabaja bien en sus horas libres de cama.

– Sí, aquí está la dirección -musitó-. La Lola-Loli se la dio por teléfono a su marido para mayor recochineo, pero cuando la nena ya se había ido. Hala, para que veas lo cerca que la has tenido, chato, y las pocas ganas que ella tenía de poner el ojo en tu jeta. Esta es la dirección donde estuvo: Poeta Cabanyes, 165.

Méndez no apuntó aquella dirección. Pero la recordaría.

– Poeta Cabanyes es la calle en que nació el cantante Joan Manuel Serrat -dijo.

– Eso lo saben hasta las monjas clarisas.

– Es un sitio muy modesto, me parece -dijo Méndez-. Yo conozco bien el barrio.

– Más modesta es la pensión en que se alojó. No sé por qué hizo eso la infanta Carol, teniendo dinero como supongo que tenía, pero barrunto que lo hizo para demostrar a su padre que, encima, es ahorrativa. En fin, agua pasada. Adiós, señor policía.

Méndez giró para enfocar la puerta. Pero algo había cambiado en la habitación, algo había cambiado en el aire, y en el primer momento él no supo aún lo que era. Al fondo todo estaba igual: los muebles algo macizos, solemnes, de rico de entreguerras que sigue siendo rico y espera confiado la próxima crisis, a ver si todos se acuerdan menos él. Muebles del catálogo de Hurtado, pensó Méndez, que de vez en cuando leía revistas. La gran ventana que daba al paseo de Gracia seguía enviando su luz de alta calidad, mitad notarial mitad bancada. Pero algo ha cambiado, Méndez, maldita sea, y tú no sabes qué. Algo que antes no estaba ahora está posado en el aire. Giró un poco más la cabeza y entonces lo vio. Al abrirse la puerta del despacho se entreveía una salita de espera con una gran consola también de entreguerras (pero de entreguerras carlistas, es decir, una venerable antigüedad), un sillón isabelino, un diploma de alguna escuela de Comercio y una lámpara de algún taller de Murano. Sobre la consola había una cabeza de madera tallada, y ése fue el objeto sobre el que se posaron los ojos de Méndez. No porque fuera una obra de arte; él no podía saberlo. Pero sí que era el busto más atormentado, más salvaje, más maravillosamente mal hecho de toda la colección de caras mal hechas que en sus barrios había visto el viejo policía. Era esa cabeza atormentada la que había roto la luz y la armonía del paseo de Gracia. Sin despegar apenas los labios, Méndez preguntó:

– Una escultura muy original. Y muy extraña. ¿Qué significa?

– ¿Eso? ¡Y yo qué sé!

– Puede no valer nada y puede valer mucho -dijo Méndez-. No lo sé. Lo que es seguro es que usted no le tiene mucho aprecio.

– ¿Cómo se lo voy a tener? Le he dicho doscientas veces al señor Mayor que la tire, pero él siempre contesta que, por lo mucho que le costó, vale la pena conservarla. Y eso que no se la cobraron.

– Si no se la cobraron, ¿cómo le costó cara?

La secretaria hizo un gesto de asco.

– Porque a su hija, la infanta Carol, además de darle por los estudios, le dio por el arte. Menudas facturazas de su maestro de escultura, créame. Ni que fuera Rodin.

Y si al menos le hubiera enseñado la técnica clásica, la que sirve para algo y luego te permite, al menos, emplearte en una ebanistería. No. Lo que le enseñó fue eso que llaman la posmodernidad, el arte espontáneo, el arte del siglo XXII. Vamos, la escultura hecha con herramientas de supermercado, con herramientas de bricolaje. ¿Sabe por qué queda tan rara esa cabeza? Pues porque le nena la modeló con un aparato doméstico, con una máquina de barrenar. Con uno de esos cacharros que enchufas, les pones una broca, le das al gatillito y, hala, á hacer agujeros. Vaya mierda consiguió la infanta

Carol, ya lo ve. Pero parece que ella estaba la mar de orgullosa: según su madre, es una maestra del taladro, una campeona que no falla, una tía que agarra el cacharrito, le da caña y te corta en el aire los huevos de una mosca.

17 UNA CUESTIÓN DE VIAJES

Cualquiera que se haya molestado en mover las piernas y subir hasta lo más alto de la calle Poeta Cabanyes, en el Poblé Sec, conoce la zona. Pero no es fácil que mucha gente la conozca, porque al final de todo hay una escalera, y por la escalera no se puede subir en coche. Es, de todos modos, lugar muy fotográfico. Hasta apareció en una película sobre la muerte delpresident Companys, como calle donde se reunían unos viejos luchadores dispuestos a subir a lo alto de la montaña, cargarse el castillo de Montjuïc y salvarle. La lástima -pensaba Méndez- es que ya no quedan viejos luchadores, la gente no se acuerda de quién era el president Companys ni sabe dónde para Poeta Cabanyes.

El sí que subió a lo más alto de la escalera. Desde allí, la calle bajaba hasta el Paralelo, navegando entre pastelerías con nena gordita, bisuterías con dueña emancipada, panaderías republicanas y barberías donde ya en los años veinte se afeitaba el alcalde de barrio. Se deslizaba entre recuerdos como el de Joan Manuel Serrat, y entre olvidos como el de Antonio Sabrás, honrado médico de pobres que salvó a todos los desahuciados del barrio, y quién sabe si permitió que la madre de Joan Manuel Serrat viviera. Se detenía en bares donde aún quedaba una copa en que bebió el último vecino fusilado. Al atardecer, la calle se dejaba mirar desde los balcones por poetas que, no habiendo podido cantar una tarde de lujuria, dedicaban su vida a cantar una tarde de hambre.

Méndez aún recordaba la montaña llena de huertecitos al final mismo de la escalera, con caminos que serpenteaban sobre el campo de fútbol del Poblé Sec y zonas de barracas conflictivas, como las de Can Valero, donde la Superioridad le enviaba a hacer razzias y en las que obtuvo notables éxitos, como el de aquella vez que detuvo a varios ladrones que entre todos sumaban un botín de cien pesetas.

Ahora la calle se había aburguesado, varias casas estaban siendo restauradas y hasta había un par de bares famosos donde iban a hacer el aperitivo los capitalistas amantes del progreso. También existía, al pie de la montaña, una pensión familiar, muy modesta, para representantes de empresas desaparecidas y familiares de vecinos que venían a Barcelona para un entierro.

En esa pensión tan modesta, por absurdo que pareciese, se había hospedado Carol. Aunque quizá no fuera tan absurdo si, como había adivinado la secretaria, pretendía demostrar a su padre que aún le faltaba dinero para vivir. La pensión tenía un comedorcito con un trinchante y un florero, un recibidor con un retrato de Pablo Iglesias, un perchero con un gorro de ducha y dos únicas habitaciones para huéspedes, con balconcitos que daban a la calle y a su historia.

– Sí, aquí se hospedó una chica llamada Carol Mayor -dijo la dueña-, una chica monilla, pero que, la verdad, cuando vino aquí no tenía buena cara. Buenas paellas, le dije, buenas paellas le convienen a usted, como las que hacen en La Oliveta, las Siete Puertas y Casa Remigio, que es de toda confianza. Pero las chicas de hoy no son como las de antes: quieren que les quepa bien una talla dos veces inferior y que la ropa les quede resultona aunque sea en la caja de muertos. A las chicas de hoy, créame, les han de hacer una transfusión cada vez que les viene la regla. Ni se comió una paella, ni se bebió una copa de coñac Fundador, ni se trajo ningún hombre a la habitación ni le dio ningún gusto al cuerpo.

– Debía de pasar una mala época -opinó Méndez-, un tiempo coñón, de esos en que pierdes el apetito. Pero yo he visto en las fotografías que es una chica con las cosas puestas en su sitio. Claro que foto de mayor sólo he visto una, y eso engaña. Descríbamela.

La dueña de la pensión le describió una mujer como la que él había visto fotografiada en casa de Lola, aunque al parecer bastante más delgaducha.

– ¿No recibió a nadie mientras estuvo aquí? -preguntó Méndez.

– A nadie, aunque la verdad es que sólo venía a dormir. Le pregunté si tenía parientes en Barcelona, y me contestó que su madre. Entonces le pregunté también por qué no vivía con ella.

– ¿Y qué le contestó?

– Nada. Imaginé que estaban enfadadas la una con la otra.

Méndez pensó que aquello también era lógico. Lola no querría que, a través de la vivienda o las llamadas telefónicas, Carol descubriese lo que hasta entonces había sido su vida.

La dueña le estaba mirando fijamente.

– Bueno, en resumen, ¿a qué ha venido usted? ¿Qué más quiere saber?

– Nada. Sólo asegurarme de que la chica había estado aquí. Pura rutina.

Pero no era pura rutina. Al salir, Méndez lo pensó. Le era imposible olvidar el arte que la infanta Carol tenía con el taladro, le era imposible olvidar el agujero terrible, profundo, sádico, sabio que con un taladro habían hecho en un ano, el ano del David chorizo. Justo el que había amenazado a la infanta Carol y había dicho que, después de leer al marqués de Sade y a Pierre Loüys, estaba dispuesto a hacer toda clase de guarrerías con ella.

Méndez pensó también que aquello no le importaba nada; no era su trabajo. Pero la verdad es que le importaba. Méndez aún sentía como algo propio las historias de las calles, aún se fijaba en detalles que a la policía no le importan (como el miedo en los ojos de un niño o la amargura en los labios de una mujer), aún sabía ver en los portales las caras de los muertos y recordar los objetos nuevos que rompían la simetría del aire. Toda aquella historia (quizá a falta de otras historias más concretas, como por ejemplo la santa ira de una esposa) le obsesionaba. Buscó refugio en las mesas del viejo café Chicago, lugar de empleadillos y de copas pagadas a principio de mes, pero el café Chicago no existía; en su lugar perduraba una caja de ahorros donde en lugar de servirte un anís Machaquito te servían una libreta al dos por ciento.

Pocas mesas quedaban ya en el Paralelo, donde antaño pudieron sentarse todos los culos de Europa. Sólo una sillita aquí, una mesita allá. Méndez halló acomodo -que no paz- en los restos de una cervecería cuyas jarras, no demasiado limpias, conservaron durante años las marcas de un pintalabios de vedette y ahora conservaban con amor las babas de un jubilado. El Paralelo se estaba muriendo a trozos, a palmos cuadrados, a horas: alguien tenía que salir de la tumba e inventarlo otra vez. Porque Méndez sabía que las calles siempre tienen que ser inventadas. Volvió la cabeza.

Uno se hace viejo, y como le queda poca vida, se atreve a todo. Méndez nunca había salido de los barrios bajos y sombríos, por temor a que el aire limpio le perforase los pulmones, y como máximo hacía excursiones -previa consulta médica- hasta la Diagonal y el paseo de Gracia. Hasta que un día se atrevió a ir a Egipto, y como no le ocurrió nada (salvo una mayor momificación de sus partes viriles), fue ganando atrevimiento y audacia. Fuentes de la Jefatura Superior decían que había sido visto incluso en el Tibidabo y Vallvidrera, y hasta comiendo los restos de una paella en una terraza del Puerto Olímpico. Ahora se iba a París, aunque sus compañeros más veteranos decían que no volvería para contarlo.

Méndez no conocía París ni las líneas férreas que lo unen con Barcelona, en trenes rigurosamente nocturnos. En el colmo del lujo, adquirió billete para un departamentosingle del coche cama más prometedor que había visto en su vida. Lástima que no tuviera allí una chica, al menos para pasar la noche hablando de los cuplés de la Bella Dorita. En realidad, Méndez pasó la noche observando los fugitivos pueblos franceses, con las torres de sus iglesias iluminadas, sus pequeñas residencias burguesas y sus casas de piedra donde vivían probablemente mujeres a punto de cometer un pecado mortal. Méndez, en su juventud, había sido educado en la limpia santidad española, según la cual, todos los pecados mortales se cometen en Francia, y por tanto lo que hay que hacer es poner mucha guardia civil en la frontera. Llegó extasiado, pero muerto de sueño, a la estación de Austerlitz, sitio sin duda peligroso porque durante cuarenta años todos los refugiados españoles habían pasado por ella.

Hermosa ciudad, París. Hermosa y vieja ciudad llena de buhardillas para atrapar desprevenida a una criada, mientras que en España no las hay, y las que hay están desaprovechadas porque sólo sirven para que un gato atrape desprevenida a una gata. Sin más que su perspectiva visual, Francia le pareció a Méndez un país acreditado y burgués, donde curiosamente la familia significaba algo más que la sociedad de socorros mutuos que ha llegado a ser en España. La misma perspectiva visual le decía que París no definía a Francia: Francia era la provincia, la casa de los antepasados, el monumento a los muertos de la Gran Guerra, el negocio familiar, el vino de la tierra, la sobrina del cura y, en fin, todos esos elementos que dan a un país estabilidad y permanencia.

Méndez se instaló en un hotel del barrio Latino situado muy cerca del bulevar Saint Germain, en un edificio tan antiguo que en él debió de haber criadas graciosamente fecundadas por Enrique IV. Tuvo suerte: le dieron una buhardilla desde cuyas claraboyas se divisaban las torres de Notre Dame, y en cuyos cristales defecaban palomas llegadas desde Roma con órdenes secretas. Una escalera de caracol, que parecía la última obra de los templarios antes de ser quemados vivos, llevaba desde la buhardilla de Méndez, a una recepción que parecía la taquilla del metro y a un comedor donde dormitaban dos japoneses. La calle era tranquila, oscura, y en ella había un vendedor de flautas, un librero de viejo, un coleccionista de soldados de plomo y otros comerciantes venerables.

Si Méndez se había instalado allí era por una razón: le gustaba el corazón de las ciudades. Y aunque París tenía muchos corazones (Méndez había leído docenas de libros sobre la plaza de los Vosgos, la Bastilla, el Palais Royal, el fauburg Saint Antoine y los líos financieros del barón de Hausmann), éste era el más cercano a la dirección que andaba buscando. Era la única pista de la infanta Carol, el domicilio que ésta había dado en la pensión barcelonesa del Poeta Cabanyes.

París es una ciudad cara, y por tanto a Méndez no le convenía pasarse demasiados días allí. Lo lógico habría sido ir en seguida a la rué Gay-Lussac, donde estaba o había estado el último domicilio de Carol, pero antes quiso situarse. Todas las ciudades -pensaba Méndez- y por tanto todos los misterios, tienen un alma. Si no conoces la primera, nunca aclararás el segundo. Y su instinto le dijo que parte de las almas que buscaba las encontraría en lugares más bien olvidados y sórdidos: las catacumbas y el cementerio de Le Pére Lachaise. Las almas de los bulevares, el Lido, el Maxim's, Pigalle y la place du Tertre las venden empaquetadas en las agencias de viajes. Méndez volvió a ser hombre de sombras, de esquinas y de rutas clandestinas en el metro.

Las catacumbas estaban en el entorno de una de las estaciones, la de Denfer-Rocherau. Méndez había leído no sabía dónde ni cuándo -seguramente en un libro comprado una turbia mañana de domingo en el mercado de viejo de San Antonio- que cerca de allí, durante una excavación, fueron halladas centenares de cabezas de gato. ¿Qué pasaba? ¿Eran gatos proletarios, que alguien había ido asesinando junto a las basuras de París? ¿O, por el contrario, eran gatos capitalistas, guillotinados durante la Revolución francesa? ¿Y por qué allí? Tras arduas investigaciones, el historiador había comprobado que en ese mismo lugar, en tiempos bendecidos por la buena fe, había existido un gran restaurante especializado en carnes de conejo. Méndez meditó sobre los misterios de las grandes ciudades mientras se sumergía en las catacumbas, en su angustia, en su encierro y en su sensación de aire ya respirado por muertos. Cuando los cementerios parroquiales de París quedaron engullidos por la ciudad y hubo que suprimirlos, los huesos de los parisinos muertos en gracia de Dios (pero nada más) fueron recogidos y trasladados a las catacumbas, ordenándolos por barrios.

Con ello, no París, pero sí las entrañas secretas de París, les reservaban perpetua memoria. No como en Barcelona, pensaba Méndez, donde los viejos cementerios parroquiales fueron eliminados edificando sobre ellos una plaza. Todas las plazas de la ciudad antigua, donde ahora crece un árbol y donde una dependienta masturba a un dependiente, están construidas sobre un inmenso osario. Allí yacen los comerciantes de la ciudad amurallada, los mártires de la venta al detall, sus santas esposas (mártires de cien polvos bendecidos por la abuela), sus empleados (mártires del mostrador y la escoba), las pobres putas de las casas francas, los marinos venidos de América, los sargentos de la Ciudadela, los anarquistas del esperanto y la bomba y los mártires de la Barcelona libre de 1714, malos españoles ellos, sobre cuyas tumbas izaron un día bandera los falangistas y desfilaron brazo en alto al paso alegre de la paz.

Este París más respetuoso con los muertos era el que visitaba Méndez, como homenaje a las entrañas olvidadas en las que nadie piensa. Pero como Méndez era un hombre de ideas fétidas, y que en el fondo no creía en nada, al llegar al osario de los muertos de la Bastilla tuvo una idea inquietante. Allí estaban mezclados todos los caídos, desde los que murieron por el rey hasta los que murieron por la libertad del hombre. Y Méndez pensó que a la fuerza tenían que estar también allí los huesos de algún comerciante de Reus que, sin comerlo ni beberlo, se había visto envuelto en el fregado de Lafayette cuando estaba a punto de cerrar una venta.

En el cementerio de Le Pére Lachaise, bajo cuyos huesos pasaba prácticamente el metro, tuvo muchos motivos para no creer en nada. Allí yacía el gran París, el de los poetas y los músicos, el de las damas de los salones que les dieron de comer (como hoy les da de comer la tele), el de los bolsistas que pagaron un día la cuenta de Balzac, el de las mamonas del Palais Royal, el de los cardenales que las visitaron, el de las feligresas con un virgo conservado en alcohol, el de los clientes opulentos del Grand Vefour, el de los mariscales de Francia y el de los protectores de las nenas que aprendían a bailar en la Opera durante el día y a gemir en la cama durante la noche.Sic transit gloria mundi. El cementerio guardaba el secreto de sus vicios, sus ahorros, sus cuernos y sus deudas. Gran amigo que nunca habla. Pero a veces habla. Méndez, que no creía en nada, creyó todavía menos al hallar la tumba de un general napoleónico, un tal general Hugo, cargado de medallas, cicatrices y honores, vencedor en cien batallas, sobre cuya lápida había un cartelito que indicaba a los turistas: «Esta no es la tumba de Víctor Hugo. La tumba de Victor Hugo está en el Panteón.»

Bueno, pues Méndez ya había tratado de conocer un poco las entrañas de París, como conocía las entrañas de Barcelona. Y siguió su camino al adentrarse en el barrio del Temple, en cuyas tiendas aún había alguna botella de vino inmemorial y alguna dependienta emparedada, en cuyas esquinas aún había cafés de una angostura total, donde cabían milagrosamente dos veladores, dos posaderas, un vaso y la cuenta de las consumiciones. Méndez olvidó el París recomendado por las guías turísticas para hundirse en el París de las calles sin destino, el de los paquebotes del Sena, el de los restaurantes de todas las delicadezas y todas las basuras del mundo: restaurantes libaneses, turcos, griegos, chipriotas, somalíes y bereberes. Restaurantes para recién casados, restaurantes para banqueros de la República Federal, restaurantes para matronas recién orgasmadas, restaurantes para sodomitas. París -lo comprendía ahora- era la ciudad de todos, era el único sitio donde podía haber sido feliz -y fue feliz- un amigo suyo que intentó que le dieran cobijo unos parientes, y éstos acabaron instalándole en la caseta del perro. París -palabra de Méndez, digna de fe- era una de las dos o tres capitales del mundo.

Pero él había venido a trabajar y a dar testimonio de que el funcionario español puede llegar a ser un individuo útil. Fue a la rué Gay-Lussac, último domicilio conocido, al menos para él, de la infanta Carol.

Era una escalera tortuosa, y tan estrecha que Méndez en seguida imaginó que las matronas habían de subir por ella de perfil, y los ataúdes salir por la ventana. Para su sorpresa, el piso estaba habitado, pero no por quien él esperaba. En vez de abrirle Carol -de la cual no tenía más referencia que un nombre y un retrato entrevisto en un salón-, le abrió una mujer de edad que, como todas las pensionistas francesas, llevaba un vestido para conmemorar el 14 de julio y un sombrerito eterno que también debía de servirle de gorro de dormir. Aquella francesa típica le habló en un francés tan malo que Méndez adivinó que a la fuerza tenía que ser española.

– Qué voulez vous içi?Je ne donne pas de la limosna. Allez, Allez!-dijo la pensionista en plan de bienvenida.

– Por su acento, usted tiene que ser gallega -contestó Méndez.

– ¿Cómo lo sabe?

– He visto gallegos en todas las ciudades del mundo. Mejor dicho, los habría visto si hubiese recorrido mundo.

– ¿Usted quién es? -preguntó la señora, ya con acento de Betanzos.

– Me llamo Ricardo Méndez. Soy un policía español.

– ¿Un policía?

– Sí, pero arrepentido.

– ¿Y qué hace aquí?

– Nada malo. He venido a ver, si es posible, a una señorita española llamada Carol Mayor. Bueno, supongo que sigue siendo española.

– Ella no está, pero pase.

El piso era modesto. Parecía mentira, pero la infanta Carol parecía decidida a demostrarle a su padre que no le daba bastante para vivir bien. Tenía paredes empapeladas en la época de Thiers, cortinas ya amarillentas y una moqueta comida por diversas plagas prehistóricas. Los muebles eran viejos y seguramente comprados en el Marché aux Puces, lo cual no es ningún demérito, porque a Méndez, hombre tradicional, le habían dicho que en el Marché aux Puces hay muebles perfectos procedentes de épocas señoriales y perfectas, sin duda más virtuosas, en las que los maridos tenían un solo cuerno.

Le pareció que el piso tenía sólo dos habitaciones, con dos ventanas a la calle.

Méndez preguntó educadamente:

– ¿Usted es la asistenta de la señorita Carol?

– No. Yo soy Olga Tavares, gallega que ejerce, viuda a mucha honra de un coronel republicano.

– ¿Y cómo vive aquí?

– ¿A usted qué le importa?

– Esto no es un interrogatorio, señora, sino una conversación -dijo Méndez-. Contésteme lo que quiera, porque aquí no tengo ninguna autoridad. En Francia no soy policía, y me temo que en España tampoco.

– Es que una ya está muy resabiada, ¿sabe? Muy encabronada por todo lo que ha vivido. Antes, cuando cruzabas la frontera, estabas fuera de la policía española y en manos de laliberté. Ahora, con todo eso del Marché Commun, las policías se dan la mano entre ellas, se lo chivan todo y nunca puedes estar tranquila. Hablas mal de Franco en Salamanca y te detienen en Narbona.

– Ahora pocos hablan mal de Franco, señora. Al contrario, ha pasado tanto tiempo que algunos hasta empiezan a hablar bien. ¿Cómo se llamaba su marido, el coronel republicano, señora?

– Balaguer.

– Estuvo detenido en Madrid -dijo Méndez, que tenía una memoria de elefante.

– Cuerno. No lo detendría usted, ¿verdad? No habrá venido por eso.

– Nunca trabajé en Madrid -contestó Méndez-, y además los detenidos se me escapaban milagrosamente.

– Mi marido, el coronel Balaguer, siempre fue un hombre fiel. Era soldado raso en Madrid, cuando la defensa del puente de Toledo. Capitán en Brúñete. Comandante cuando el paso del Ebro. Ya era coronel cuando se defendió del ataque de los traidores de Casado, con otros compañeros comunistas, en los sótanos del Banco de España. No sé ni cómo pudo escapar del cerco de los fascistas y llegar a Francia. Aquí estuvo en la Resistencia y se fugó de un campo de concentración alemán. Creo que tuvo que matar a bastantes boches, aunque él nunca hablaba de eso. Los franceses le respetaron el grado militar en apariencia, pero luego lo consideraron comunista peligroso y lo detenían cada dos por tres. Para mí que los gendarmes, antes de hacer una razzia, telefoneaban a Franco.

– En honor de Francia, le diré que siempre ha tenido que defenderse más de los amigos que de los enemigos. Por lo menos, eso es lo que he estado leyendo en los libros que antes me prestaban los detenidos. ¿Y usted cómo es que ha estado casada con un coronel republicano? Él tendría ya más de noventa años, y usted es demasiado joven para eso.

– Es que entre nosotros había mucha diferencia de edad. Yo vine aquí como criadita gallega en los años sesenta, cuando la población española se dividía en diez partes.

– ¿Qué diez partes?

– Un diez por ciento estaba trabajando en Alemania, otro diez en Francia, otro diez en la cárcel, otro diez vigilando la cárcel, otro diez haciendo de camarero en la costa, otro diez haciendo de puta al lado de un convento, otro diez en la tribuna del Barcelona hablando mal del Madrid, otro diez en la tribuna del Madrid hablando mal del Barcelona, otro diez trabajando y otro diez echando un polvo en un Seat 600.

– Tantos esfuerzos combinados hicieron grande a España -dijo Méndez-. Fue una gran época.

– Bueno, pues yo vine a fregar escaleras sin saber una palabra de franchute, y lo primero que hice fueron tres cosas: abrir una cartilla de ahorros, buscarme un centro gallego donde comer los domingos y comprarme una cinta de modista, una cinta de medir, para que no se me acercase a menos de un metro una polla francesa. Así conservé mi dinero, mi salud y mi virtud, que son tres cualidades de la tierra. Al cabo de un tiempo, cuando ya tenía ahorrado algún franco, conocí al coronel. ¿Le digo cómo?

– ¿Cómo?

– Me estaban dando una paliza aquí en el barrio Latino, en mayo del 68, cuando los estudiantes llenaban todo esto de basura en nombre de la liberté. No sé, no sé, pero como gallega vieja he aprendido que eso de la liberté siempre empieza por dejar las calles hechas una mierda. Y yo, pobre de mí, que nunca he tenido liberté, resulta que iba a tirar la bolsa de la basura. Los gendarmes nunca lograron atizar a un estudiante con todas las asignaturas pendientes ni a una estudiante liberada, pero me atizaron a mí, una obrera, porque debieron de creer que en la bolsa de la basura llevaba un misil ruso. Me tenían en el suelo y

me atizaban con las botas cuando apareció el coronel. Ya no era joven, pero se les plantó. «¡Yo soy un oficial rojo español y delante de mí no se pega a una mujer que está trabajando!» Un gendarme joven se le plantó también: «¡Tú vete a tratar con los obreros de tu tierra, que bastante trabajo tienes!» Y el coronel gritó: «¡Si hace falta, yo me cago en los obreros, pero defiendo a las obreras!» Y todos empezaron a guantazos. Dios mío, nunca he visto aguantar tanto a un hombre. Los españoles de ahora son muy distintos, pero antes comían piedras, segaban trigo en los campanarios y podían dejar preñada a una cerda. Así me hablaba el coronel los domingos, mientras pasábamos la tarde, sin gastarnos un franco, en un puente del Sena. Le partieron la cabeza, le hicieron beber litros de su sangre, y al final lo detuvieron, pero él aún iba con la frente alta, y cuando llegó un oficial se cuadró. El caso fue que a mí me dejaron en paz. Dos días más tarde me enteré de dónde estaba preso, reuní cuatro cosas en una cesta de comida y se la entregué diciendo sencillamente: «Aquí estoy.»

– La historia de nuestro país -susurró Méndez- la han escrito en secreto millones de mujeres que han sabido estar en su sitio.

– Con el jaleo, me hicieron una ficha policial y me despidieron del trabajo, de modo que la primera noche tuve que ir a dormir a un albergue. Porque lo peor de una criada es eso: no tener casa. Y a la mañana siguiente, en la puerta del albergue, estaba él. Me miró y me dijo sencillamente: «Aquí estoy.»

– ¿Se casaron?

– Sí. Y volví a conseguir trabajo. Era fácil: las señoras francesas se pirraban por las manos de una gallega, ya que los señores franceses tenían prohibido pirrarse por las tetas de una gallega.

– ¿Y el coronel de qué trabajaba?

– Ya estaba pensionado. En eso, los franchutes siempre han sido gente muy seria.

– Entonces irían bien de dinero…

– ¡Qué va! Hasta mi libreta de ahorros se fue en ayudar al Socorro Rojo. Ante cualquier desgracia de un compañero, él siempre se plantaba. «Aquí estoy», decía. Se ve que entendía mucho de guerra, pero yo me tuve que poner en plan gallega que entiende mucho de paz. «Mira -le dije-, una gallega, antes de defender una bandera, tiene que dar de mamar a su hijo.» Al final supongo que lo entendió.

– ¿Tuvieron un hijo?

Olga Tavares miró a otro sitio.

La habitación pequeña, la ventana que daba a la ventana vecina, el aire que se había hecho agobiante y se había ido cargando de tiempo.

– Sí.

– ¿Hijo o hija?

– Hija.

– ¿Dónde está?

Olga Tavares se puso en pie e hizo una sola seña.

– Venga.

El metro de París, donde se derrama la miseria de los países avanzados. El metro de París, donde vive gente y se cultiva el vertedero nuclear de la pobreza. Un mendigo chillaba en un vagón: «¡Tantos franceses ricos y el único que me ha dado limosna ha sido un africano!» Otro conseguía andar milagrosamente sobre sus piernas cortadas. Un jovencito imberbe cantaba una dulce canción de Charles Trenet. Una estudiante opulenta, sentada de cualquier manera, le mostró hasta arriba las piernas a Méndez, quien se aterrorizó al no sentir absolutamente nada.

En el cementerio de Pantin había una pequeña tumba con un retrato al esmalte: era una hermosa niña de apenas tres años. Olga se detuvo allí, clavando en el vacío una mirada que también había muerto.

– Mi hija está aquí -susurró.

– ¿Y el coronel?

– El coronel quiso que lo enterraran en España.

Anduvieron por los senderos silenciosos, que tenían un reflejo dorado a la luz de la tarde.

– Murió cuando empezaba a quererme -dijo Olga en voz muy baja-. Ella era mi esperanza.

Fue en un viejo café donde ella se lo explicó todo. Café de barrio, de esquina, de anciana con gato y de votante de Léon Blum.

– Después de la muerte del coronel y de la niña, yo quedé espantosamente sola. -La ciudad vacía ante tus ojos, pensó Méndez, la ventana que siempre recibe una luz gris, la habitación llena de recuerdos y de retratos congelados-. Pero de eso hace muchos años.

– ¿Y no ha podido olvidarlo?

– No.

– ¿Por qué no volvió a Galicia?

– ¿Y abandonar la tumba de mi hija?

Méndez lo comprendió. La pared donde garabateaste de niño es tu patria. El cementerio de Pantin puede ser tu patria.

Olga susurró:

– Casi acababa de morir mi niña cuando conocí a Carol, la hija de Lola.

Los ojos de Méndez pasearon con indiferencia por el techo del café, con indiferencia por el culo de una dienta pensionada, con indiferencia por el culo del camarero (afortunadamente). Sus oídos, en cambio, se alertaron al máximo.

– ¿Y qué edad tenía Carol? -preguntó.

– También unos tres años.

– Entonces empiezo a entender algunas cosas. ¿Pero cómo la conoció?

– Sus padres eran ricos y vinieron a pasar una temporada en París. Él se llamaba Pedro Mayor. Ella, Lola.

– Conozco a Lola. Y a él, en cierto modo, también.

– Como es natural, trajeron a la niña: no iban a separarse de ella. Pedro Mayor era rico y alquiló un magnífico apartamento de tres habitaciones desde cuya cama, si abrías la ventana, parecía que podías tocar la Torre Eiffel. Por medio de una agencia con la que yo había trabajado antes, tuvieron un gran interés en contratarme, al ser española, para que cuidara de la niña.

– Lo entiendo todo.

– Entonces ya se habrá dado cuenta de que la niña, Carol, fue otra vez como mi hija -musitó Olga Tavares.

– Sí.

– ¿Usted no tiene hijos?

– No. Yo soy como un pequeño monstruo. Sólo tengo libros -musitó Méndez.

– Pero puede imaginar cómo quise a Carol.

– No necesito que me explique nada. Lo terrible era que no podía durar.

– Claro que no duró. Los padres estuvieron dos meses aquí: visitaron los alrededores, las iglesias, los museos, las pinacotecas y, por supuesto, los mejores restaurantes. El señor Pedro Mayor era un hombre culto: me enseñó a hablar bien, como antes había hecho el coronel, que tenía el lenguaje de los clásicos. Ella, la señora Lola, era más ligera de cascos. Yo sólo sé que, a mi manera, fui feliz, pero cuando se marcharon fue como si mi hija hubiese muerto otra vez.

– ¿Y ahora cómo es que vive en su casa?

– Todas las historias -musitó Olga- tienen una lógica. Yo ya no trabajé más porque, con la pensión de viuda, no lo necesitaba. De vez en cuando hacía algo para señoras españolas, pero esporádicamente. Tenía mis recuerdos y mi piso, por supuesto cerca del cementerio de Pantin.

– Lo entiendo.

– Pasaron los años. Yo vivía en soledad, aunque todavía era joven. Iba demasiado al cementerio, y mis pocos amigos españoles no acababan de entenderlo. «En vez de ser una gallega beata más te valdría ser una gallega cachonda», me decían algunos. Otros eran más directos: «En vez de ser una gallega rezadora, más te valdría ser una gallega folladora.» Pero cada uno es como es, qué quiere que le diga. Pasó el tiempo como pasa la vida, sin que te des cuenta, aunque la vida se te haga más larga porque siempre estás mirando la misma pared. Y un día va y me encuentro a la señora Lola. También es leche, digo yo. Pero si andas por París, es natural que encuentres a la gente que anda por París. Ella fingió que no me conocía: ya se sabe, la gente con pasta es muy suya. Pero algo me dijo que había perdido pasta y en cambio había ganado no sé qué de provocación. Vamos, que hay maneras de andar por la calle, y una de esas maneras es pensar que en la calle hay hombres. Casi me le eché encima de tanta emoción y, claro, le pregunté por Carol. Entonces la señora Lola me lo explicó todo.

– ¿Qué le explicó?

– Que no había tenido suerte. Que se había divorciado, aunque conservaba la custodia de su hija. Natural: ella era muy chiquitína cuando ocurrió todo, porque se ve que el divorcio vino poco después de que estuvieran en París. El señor Mayor le pasaba muy poca pensión a ella, pero en cambio cubría con generosidad todos los gastos de la hija. Tanto que, como ya era una muchachita, podía adquirir cultura y mundo haciendo unos cursos en París.

– Supongo que usted se volvió loca por ella.

– ¡Y tanto que me volví loca! Se notaba que la señora Lola no quería darme ninguna facilidad. Vamos, que no quería saber nada conmigo, la antigua sirvienta: se ve que pensaba que iba a infectar a la nena. Pero tanto insistí que me enseñó a Carol. Parece mentira, con los años que habían pasado, pero la reconocí en seguida.

– ¿Qué edad tendría?

– Unos dieciséis, o quizá dieciocho, no sé.

– ¿Ella se acordó de usted?

– Qué coño va a acordarse. Aunque, si bien se mira, es lógico.

– ¿Y qué impresión le causó Carol?

– No era lo que se dice una chica sana.

Méndez recordó inmediatamente lo que le habían dicho en la pensión de la calle Poeta Cabanyes: Carol no parecía una chica en buena forma física. De modo que todo concordaba.

– ¿Qué le pasaba? -preguntó.

– Flacucha, desmejorada. Es extraño, porque a mí me hizo el efecto de que comía bien. Pero ya se sabe que hay chicas que no nacen fuertes, y a otras les perjudica el trauma de saber que son hijas de padres que se odian. El caso es que la vi bastante pachucha, y en seguida pensé que yo podría arreglarlo. Imagine si me dejan el asunto a mí, una mujerona gallega.

– ¿No se lo dejaron?

– Qué va. La señora Lola se me acabó quitando de encima con cajas destempladas. Mire, usted es quien es y la nena es la nena. De manera que no joda. Ya la ha visto, ¿no? Pues hala. No me dio el domicilio donde iba a vivir Carol, naturalmente que no, pero yo no paré hasta averiguarió. Y es que con tantos años trabajando a base de agencias, me sé no sólo todas las de colocaciones, sino todas las de alquiler de pisos. Di con Carol.

– ¿En ese sitio de la rué Gay-Lussac?

– No, en otro piso de la parte de arriba, cerca de la place de Clichy. También era un piso baratito, no crea, de estudiante. Carol hablaba mejor el francés que el español, pero nos entendíamos. Al principio debió de parecerle que yo era una pesada, pero cuando vio que le hacía la limpieza y la comida, y que incluso la compra la pagaba algunas veces yo, me aceptó como se acepta a una madre. Y es que se notaba que yo la quería más que su propia madre, oiga. La veía con frecuencia en la place de Clichy, hasta que se fue a estudiar en otro sitio del extranjero.

– Concuerda con lo que me han contado de ella -dijo Méndez.

– ¿Qué le han contado de ella?

– Nada especial ni que pueda perjudicarla. ¿Pero de qué vivía Carol?

– Se lo he explicado: de lo que le enviaba su padre.

– Pues no debía de ser mucho, porque, por lo que he visto, Carol siempre ha vivido en sitios modestos.

– Eso es verdad, pero no creo que a ella le importase. Es una chica de gustos sencillos, me parece que al contrario de su madre. En cambio gastaba mucho en matrículas y cursos universitarios. Los estudios son muy caros.

– Eso es verdad. Y, según parece, se ha ido licenciando en diversas cosas, de modo que tiene que ser una sabihonda, aunque me temo que eso no sirve para comer. ¿Usted ha vivido con ella?

– En cierto modo. Quiero decir que yo le atendía la casa, pero no vivía allí, quiero decir que no dormía allí. Y si no duermes, no intimas. Dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición. ¡Qué más hubiese querido yo! Porque Carol es mi hija. Pero siempre hubo una cierta distancia en ella, supongo que exigida por la Lola: nena, si quieres ser una señorita europea, una euroseñorita, no intimes con una fregona gallega.

– ¿Y usted por qué vive ahora en la rué Gay-Lussac?

– No vivo, sólo voy a cuidar el piso. Lo hago sin ningún interés, sólo por ver a Carol, pero la verdad es que no la veo; aunque mantiene el alquiler, está haciendo ahora un curso en Alemania.

– Es fantástico lo que han cambiado los tiempos. Antes, la juventud se ponía a trabajar a los catorce años. Ahora estudia hasta los cuarenta, mientras haya alguien que la mantenga. Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos. La leche.

– Ya lo pienso a veces, ya… Yo, a los doce años, ya fregaba suelos. Pero son los tiempos.

– ¿Sabe si Carol ha estado en Barcelona muy últimamente?

Méndez pensaba en David, en su muerte horrible, en su ano roto por un taladro: maricón a máquina. Pero la gallega dijo:

– No. Sólo estuvo hace tiempo, en una pensión barata de la calle Poeta Cabanyes.

– Lo sé. Oiga, ¿Carol no tiene ninguna relación, ningún novio, ningún amante, ninguna polla voladora? A su edad, sería lógico.

– No, pero no me gusta.

– ¿No le gusta, qué?

– Su aspecto. Siempre tiene muy mala cara, mal aspecto, aunque podría vivir muy bien. Y eso que es guapa, la puñetera. Guapa. Ella dice que yo no entiendo, que qué me he creído. Las gallegas antiguas pensamos -asegura- que una niña bien plantada ha de estar alimentada a chorro con leche de vaca, o mejor con leche de toro. Y ahora las chicas elegantes han de tener aspecto de alimentarse con agua de litines y con el perfume de una coliflor. Antes, cuando estaba más gordita, los hombres la veían y se ponían a cien, pero ahora ya me dirá usted: resulta que ahora los agujeros de una mujer no tienen que estar hechos en un pedazo de carne, sino en un pedazo de aire. No me gusta.

– Sigue sin explicarme lo que no le gusta. Hay algo más, al margen de que no la vea del todo sana.

– No sé decirle… ¿Cómo puede una explicar lo que no sabe? Pero para mí que tiene alguna mala compañía o toma algo que la consume. No me lo explica.

Méndez cabeceó.

– ¿Y usted se lo pregunta?

– Claro, pero la veo poco. Y cuando la veo, hace lo que todas las chicas de hoy en día: me envía a hacer puñetas. Bueno, a todo esto, yo hablo y hablo y usted aún no me ha contado para qué quiere verla.

– Simple cuestión de residencia -mintió Méndez-. Lleva tanto tiempo fuera de España que no tiene los papeles en regla, y ahora eso lo controlamos un poco más que antes. Ningún problema, ¿sabe?, ningún problema. Pero hay jóvenes españoles que viven en Francia y acaban siendo medio enredados por ETA.

Olga Tavares rió con su risa sana y rotunda, carcajada recuperada de los años duros, de los tiempos españoles del pico, la pala, la fregona y el hambre, de cuando eres joven, tienes una sola hora libre y entonces no comes porque no hay, pero te ríes que es la hostia.

– ¡Vamos, hombre, ni soñar con eso! -dijo mirando a Méndez-. Si no le importa España, a bonita hora le va a importar el País Vasco. Además, no trata con gente de más allá de los Pyrénées. Nunca le he conocido un amigo de Madrid, Barcelona o Valencia: ni siquiera gente de confianza, como por ejemplo un seminarista de Compostela. Aunque no es exactamente así. Bueno, quiero decir que me equivoco. Sólo una vez trató un par de días con un tío de Madrid, aunque tenía pinta de rico, de esos que no se meten en política. Iba muy bien vestido y viajaba la tira. Cuando me explicó dónde vivía, me quedé turulata: todo un señorito. Imagine una casa chalet de esas que ya no quedan en Madrid, toda una mansión en los altos de Serrano, donde hay un jardín con un surtidor de agua mineral y donde hasta los pájaros comen de la mano de la duquesa de Alba.

18 UNA CUESTIÓN DE PAPELES

No existen las casualidades, pensaba Méndez como viejo policía zorruno. Si la mujer es del que se la trabaja (a veces), la casualidad es siempre del que la busca, del que compara datos, del que habla con gente, del que pierde horas. Méndez estaba convencido de que sin su viaje a París y su paciencia para encontrar a Olga Tavares, la relación entre Carol y el chalet solitario de los altos de Serrano no podría haberla establecido nunca.

Era una relación difusa, eso sí, nada concreto. Cuando le pidió a Olga Tavares que recordara todo lo posible de aquel joven que, al parecer, sólo bebía Vega Sicilia y comía jamón de pata negra, los datos se hicieron más confusos aún. La gallega sólo le había visto una vez. No existían papeles que se relacionaran con él: ni un apunte, ni un número de teléfono, ni la factura de un restaurante, ni la tarjetita de un meublé. Al parecer, la infanta Carol y el joven desconocido sólo se habían visto durante un par de días, y encima superficialmente.

A pesar de ello decidió seguir el hilo, cosa que ninguno de sus compañeros -eso sí, con más trabajo- habría hecho. Pasó un último día en París, puesto que no podía ir a Alemania a hablar directamente con Carol: la gallega desconocía la universidad y la dirección. Ese último día lo dedicó Méndez a ver el Louvre (aunque en la imposibilidad de verlo todo se dedicó a visitar las tiendas de la galería comercial), a ascender por la rué Lepic hasta Montmartre (donde un dibujante se ofreció a hacerle un retrato, jurándole que no se le parecería), a cenar en la Tour d'Argent (donde estuvo tan distraído mirando Notre Dame que elcanard por poco se le escapa volando del plato) y a rodar por la Bastilla, donde murió el Viejo Régimen y el ciudadano, al fin libre, tuvo la primera erección republicana.

París, para ser conocido, no necesita una visita: necesita una vida. Madrid, más abierto, se deja conocer con un par de comidas en la Cava Baja y una gestión ministerial. Aunque la verdadera cara -pensaba Méndez- no se ve: está en la gente encerrada en sus pisos. De modo que Méndez regresó a Madrid, fue otra vez a la pensión de la Gran Vía (donde el dueño había dejado embarazada a una turista finlandesa, al parecer sin darse cuenta) y se hundió en el Registro de la Propiedad para realizar un trabajo de cabrón: se trataba de encontrar a los propietarios del chalet de los altos de Serrano. La policía, por supuesto, sabía que pertenecía a una sociedad, cuyos miembros, por si acaso, estaban siendo vigilados. Pero Méndez tenía que ir más allá y averiguar si esa sociedad procedía, a su vez, de otra. Por ello pasó del Registro de la Propiedad al Registro Mercantil, revisó docenas de libros y pidió la ayuda de don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa, experto en papeles, en dietas de funcionario y en deslices de funcionaría. Don Alejandro resultó ser, como siempre, un auxiliar considerable.

Si alguien -incluidos los miembros del Tribunal Supremo- ha entendido alguna vez el entramado de sociedades de Filesa o Banesto, por poner un ejemplo, o ha intentado ser abogado del Banco Ambrosiano, podrá hacerse una idea de lo que significó para Méndez aquella investigación. Pero al final, y gracias a unas indicaciones de don Álex, que conocía como nadie los cruces de apellidos (y los cruces de camas) de todas las grandes familias españolas, llegó a la conclusión de que el palacete había pertenecido siempre, en realidad, a un mismo linaje: el de los Gomara, descendientes de un indiano que había hecho fortuna en Cuba. Y de eso no había pasado tanto tiempo: sólo cien años. Pero después de la Dictablanda de Primo de Rivera, y se supone que para evitar los desmanes inmobiliarios de la República, el indiano había empezado a disfrazar sus propiedades bajo una red de sociedades interpuestas donde figuraban sus hijos, sus queridas, los queridos de las queridas, los porteros de las fincas y hasta -pensaba Méndez- algún palanganero de la calle Fuencarral. El objeto de esas sociedades nunca fue sospechoso a los ojos del pueblo: eran sociedades libertarias que al parecer tenían por objetivo financiar la Revolución francesa. Jamás fueron incautadas, ni siquiera durante la guerra civil: incluso en el chalet de Serrano los Gomara instalaron un hospital de sangre perteneciente a una sociedad llamada La Resistencia Asturiana. Luego -descubrieron los dos investigadores-, las sociedades cambiaban sabiamente de objetivos, de socios y de nombres. Ingresaban Damas de la Virginidad, obispos mitrados, generales con mando en plaza y falangistas que exhibían una larga trayectoria de honradez, pues hasta entonces habían tenido una sola camisa. La sociedad que seguía siendo propietaria del chalet -y de otros grandes inmuebles de Madrid- se llamaba ahora La Gran Patria, y tenía por objetivo organizar conferencias y recaudar informes históricos sobre la posible unión entre Portugal y España. Nadie los molestó. Los Gomara, que eran una familia cada vez más reducida, ostentaban el mando de las diversas sociedades por medio de otra sociedad (ésta de control) que cada año se disolvía y volvía a nacer con otro nombre. De no ser por la pericia y el olfato de don Alejandro, Méndez no podría haber seguido el hilo nunca. Claro que la única referencia que buscaban era el chalet de los altos de Serrano, desdeñando todo lo demás.

Con la democracia de Adolfo Suárez, el susto de Tejero, la reforma fiscal, los déficit de Abril Martorell y, ya no digamos, con las confiscaciones de Felipe González, el arte de las sociedades interpuestas había llegado a ser digno de figurar en el museo del Prado. Don Alex estaba boquiabierto. Las sociedades propietarias eran cinco, todas ellas sin ánimo de lucro y dotadas de una alta calidad moral, pues se llamaban desde El Resurgimiento Nacional a La España Filantrópica. Repartían auxilios a viudas de marinos insepultos y vales de comida para sitios donde, pensaba Méndez, jamás había ido a comer nadie. Seguían organizándose conferencias en el chalet de Serrano, aunque ahora sobre otros temas que apasionaban al país, como la natalidad india y el sida africano.

En cuanto a las sociedades instrumentales, eran también cinco, dos de ellas instaladas en un paraíso fiscal. Ante un entramado tan hábil -y además tan antiguo, pues venía engañando a todos los gobernantes desde los tiempos de Largo Caballero-, Méndez no pudo disimular su admiración, al margen de aprender algo que la policía no ha aprendido hasta los últimos tiempos: la verdadera criminalidad, la culta, la eurocriminalidad, no se da hoy tanto en personas físicas y reales como entre fantasmas, o sea, personas jurídicas. Si la persona física te estorba, es bastante fastidioso tener que matarla: patalea, chilla, pesa y encima te deja pringado de sangre. En cambio, si estorba la persona jurídica, visitas al notario, te fumas un Montecristo con él, y la matas en una tarde.

Hecha esta constatación, Méndez se dio cuenta de que el laberinto llevaba a una salida: en los últimos cien años, los más agitados de la historia española, se había mantenido el linaje de los Gomara, un linaje que al principio había sido amplio. Por entre la urdimbre de las sociedades, todas ellas con un gran sentido patriótico, se movían los industriales, los especuladores, los banqueros y los rentistas. Se movían los grandes pisos de Madrid, los cotos de Badajoz, las concesiones de obras públicas, los brillantes actos sociales, las cenas en Zalacaín, las misas de pontifical, las joyas regaladas en secreto a la cuñada guapa y los gritos de las sobrinas al ser montadas por el tío millonario que las había apadrinado el día del bautismo.

Toda la historia secreta de España estaba allí, en aquellos papeles muertos, aunque fuera una historia sobre la que el buen gusto exige que no se hable.

Pero el linaje de los Gomara, que había sido muy amplio, se iba reduciendo con los años. Las bodas abundaban cada vez menos, porque las damas Gomara se hacían exigentes y no aceptaban a cualquiera en el tálamo, mientras los señores Gomara se iban haciendo sabios y mantenían queridas hasta los setenta, casándose sólo cuando ya no se les levantaba (generalmente con una de las queridas), de modo que no tenían descendencia. ítem más: algunos Gomara se habían dedicado a las pesetas y no a las mujeres, porque las pesetas (aunque el pueblo sencillo no lo sepa) producen orgasmos que duran toda una noche. Y, en fin, unos últimos Gomara habían sido maricones ilustradísimos, de modo que tampoco tuvieron descendencia, aunque hoy el problema del amor anal está resuelto porque, gracias a la astucia de los legisladores, dos maricones bien avenidos pueden tener una descendencia copiosísima.

Al tiempo que Méndez -siempre mal pensado, como se ha visto- profundizaba en el estudio de los registros, se daba cuenta de que no sólo habían descendido los Gomara biológicos, sino también los Gomara capitalistas. Como dijo sabiamente Víctor Hugo, no basta con ser malvado para triunfar. Al contrario, la honradez también es un capital, aunque sea a largo plazo. Bastantes operaciones turbias de los Gomara habían salido mal: negocios frustrados, estafas entre socios, inversiones fallidas y hasta esposas que, sabiendo que no las podían denunciar, se habían largado con el dinero y con un masajista cubano. El caso era que, en los años ochenta, hasta la casa de los altos de Serrano, única referencia siempre fija de todo el patrimonio familiar, había estado hipotecada. Levantó la hipoteca una sociedad que era la propietaria actual. Y el propietario de la sociedad -naturalmente por medio de un grupo de gestión- era un banquero llamado Orestes Gomara, con negocio propio y además participación a alto nivel en otros bancos del país. Orestes Gomara era viudo y tenía una sola hija, Virginia, a la que todo el mundo llamaba Virgin.

Llegado a este punto, y cubierto todavía por el polvo de los archivos y por las ladillas que anidaban en los registros, Méndez sintió que le invadía un sudor helado.

Necesitó salir de allí, hablar con don Alex y respirar aire puro en la terraza de un café con vistas al Campo del Moro.

Don Álex susurró:

– O sea, que tenemos un auténtico propietario de la casa.

– Que de momento se ha jodido, porque sabe que la policía la tiene controlada y llena de micros.

– Quizá al principio no lo sospechaba, pero ahora a la fuerza lo ha de saber. Y se aguanta porque no tiene otro remedio. Se aguantará hasta que la policía levante la investigación o hasta que la casa la alquile el supuesto comando de ETA.

– El caso es que es un banquero.

– «Un hombre poderoso», según las palabras de la chica que se recogían en aquella grabación.

– Y la chica muerta podría ser su hija.

– Tenemos su nombre y apellido: Virginia Gomara.

– Ahora deberemos averiguar dos cosas.

– A ver.

– Primera cosa, para estar seguros: si Virginia no ha sido vista en los últimos tiempos y si había padecido una hepatitis C.

– Detalle básico, porque el análisis de la sangre indicaba que la chica había padecido eso.

– Segunda cosa que hay que averiguar, en el caso de que tengamos identificada a la chica desaparecida.

– Venga.

– ¿Por qué coño su padre, Orestes Gomara, no ha denunciado su muerte y ni siquiera su desaparición? -Hay un posible motivo.

– ¿Cuál?

– Ha podido tener acceso a la grabación, cosa al fin y al cabo lógica. Y por la voz sabe quién es el asesino de su hija.

– Y los auxiliares.

– Uno se llamaba Alberto, el otro David.

– Ellos no encularon ni mataron a la hija, pero ayudaron de algún modo a que se celebrara la fiesta.

– Del Alberto no sabemos nada.

– Pero del David, sí.

– Un auténticodao pol saco.

– Y que apareció echando sangre por la boca y con un taladro en el culo.

– Es decir, hubo una venganza de la hostia.

– Lo cual explicaría la actitud del padre.

– No quiere que la policía haga nada.

– Quiere vengarse él.

– Tiene medios suficientes.

– Y una leche más fermentada que un yogur en un convento.

– Hostia, resulta que estamos sobre una pista.

– Hay que seguir trabajando.

– Y sacudirse el polvo de encima.

– Y las ladillas.

Pero con ésas no hubo problemas. Las ladillas de los registros oficiales, si no les pagan dietas, se vuelven a las estanterías.

Ahora Méndez sabía que tenía un camino relativamente fácil. De momento, husmear en los ambientes en que se había movido Virginia Gomara.

Madrid es una gran capital, y los ambientes de hoy no son los que estarán de moda mañana. Pero aunque cambien, siguen más o menos las mismas coordenadas geográficas, teniendo por eje la Castellana. En Barcelona, las circunstancias también se parecen. Seguir la pista de una chica joven y rica no requiere andar mucho.

Primer dato: domicilio. Para eso sólo hace falta consultar un bestseller llamado guía telefónica.

Segundo acto: agencias de recortes de prensa. Fiestas y actos a los que en los últimos años ha asistido la nena.

Tercer dato: amigos periodistas que hacen crónica de sociedad y que están pidiendo a gritos que alguien les pague un café.

El primer dato saltó en seguida: Virginia Gomara vivía con su padre en un tradicional y soberbio piso de Recoletos, muy cerca del palacete donde estuvo la Presidencia del Gobierno. Segundo dato: era dienta de grandes agencias de viajes, conocía los grandes cruceros de lujo (siempre acompañada de su padre, lo cual indicaba que era una buena hija, o al menos una hija sumisa) y no se perdía las cacerías en los cotos de Extremadura, las fiestas taurinas ni los bailes en las embajadas. Tercer dato: no se le conocían novios, amoríos, desvaríos, polvos solemnes en los salones isabelinos y mucho menos rapidillos en los ascensores.

Por tanto, era fácil moverse en los ambientes que normalmente frecuentaba. Y así, mientras don Álex telefoneaba con voz servil a algunos grandes apellidos del país, cuyos títulos había tramitado, Méndez visitaba embajadas, se sentaba ante grandes agentes de viaje (quienes le decían en seguida que podían prepararle un tour para visitar la tumba de Tutankhamon), se deslizaba por cafeterías de lujo y visitaba toreros más o menos en crisis que antes se habían ido a la cama con todas las folclóricas del país, pero que ahora se iban a la cama con un toro embalsamado.

El resultado de tan activas gestiones confirmó sus sospechas: Virgin Gomara no había sido vista en las últimas semanas, ni correspondido a invitaciones, ni cazado una liebre, ni asistido a la larga agonía de un toro bajo el sol de la tarde. Tampoco había contestado a alguna de las cartas enviadas por grandes familias de Madrid. El mayordomo de su padre siempre contestaba que la señorita Virginia estaba de crucero dando la vuelta al mundo, que es lo menos que puede hacer todos los años una chica bien educada. Méndez recordó a un conspicuo crucerista, pertinaz cliente de la Costa Creciere y la Cunard y antiguo cliente de la Ybarra, quien daba todos los años la vuelta al mundo, y que al desembarcar en el último puerto decía: «Bueno, ya se ha terminado el crucero. ¿Y ahora qué hago yo en mi chalet los próximos nueve meses?»

Total, que de Virgin Gomara no había ni rastro. Y no estaba dando la vuelta al mundo, porque ni en sus agencias habituales de viajes ni en las grandes compañías navieras constaba su presencia.

Méndez y don Álex se volvieron a reunir en un café, aunque éste no tenía vistas al Campo del Moro, sino al Rastro y a la pensión La Florita. Allí hablaron detenidamente.

Sólo faltaba saber si Virgin Gomara, tiempo antes, había sufrido la hepatitis C. Eso era algo más difícil, porque ningún médico contestaría a sus preguntas. Pero Méndez contaba con la ayuda de las agencias de recortes de prensa.

Una de ellas facilitó una pequeña noticia: la señorita Virginia Gomara descansaba en el hermoso balneario del Vichy Catalán, donde probablemente se hospedaría una larga temporada. ¿Y de qué coño iba a descansar una larga temporada una señorita en la flor de la edad? Seguro que los médicos le habían recetado reposo.

Hepatitis C.

Méndez no preguntó en el balneario para asegurarse, sino en varías clínicas de lujo de Madrid. Motivo, o mejor dicho falso motivo: un seguro médico que la señorita Virginia Gomara tenía que cobrar. En Puerta de Hierro le dijeron que la distinguida dienta había sido tratada de una hepatitis.

Bueno, ya estaba.

La muerta, la horriblemente muerta, era Virginia Gomara.

Su padre, el hombre poderoso, era el banquero Ores-tes Gomara, el viudo, el que siempre había vivido con su hija.

Y la estaba vengando.

Méndez podía hacer dos cosas: la correcta o la incorrecta. La correcta era dar cuenta a sus jefes para que éstos siguieran la investigación, la incorrecta era seguir él sólito sus pesquisas, que tanto dinero le estaban costando.

Por supuesto, hizo la cosa incorrecta.

Ahora bien, el funcionario probo tiene siempre un detalle de conciencia que consiste no en arreglar las cosas, sino en cubrir el expediente. De modo que Méndez telefoneó al comisario Fortes.

– ¡Hostia! -dijo éste-. ¿Otra vez en Madrid? ¿Todavía no le han echado?

Luego contestó brevemente a la taimada consulta de Méndez:

– ¿Dice que el banquero Gomara podría estar envuelto en un delito? ¿Y no me explica cuál? Pues se mete el dedito, digo el delito, en el culo, porque a mí no me interesa complicarme la vida. Además, sólo puede ser un fraude de divisas o un blanqueo de dinero. Y si usted pone el ojo encima de un balance o una auditoria, le entra mareo, le entra caguera y se le arruga el prepucio. Vamos, que no entiende ni la primera cifra. Por tanto, absténgase, ya que no averiguará nada. Y si averigua algo, peor, porque va a tener en contra a tantas fuerzas del país que acabará haciendo mamadas en el penal del Puerto de Santa María. ¿Que si a mí me interesa, como policía, meterme en el asunto? ¡Vamos, hombre! ¡A mí lo que me interesa es seguir cobrando a fin de mes y que no me atrape follando la parienta!

Méndez sabía que Fortes le diría eso.

Pero ya había cumplido con su conciencia.

Ahora le quedaba lo más difícil: cómo abordar el asunto.

Seguro que si Gomara había hecho ejecutar a David de aquella forma horrible era porque tenía gente a sueldo. Y gente de primera clase. En consecuencia, si Méndez le estorbaba, haría matar a Méndez. Ese no era un gran problema legal; las investigaciones sobre la tal defunción no irían lejos, porque en todo caso, Méndez bien muerto estaba. La Jefatura le pagaría una esquela (a lo mejor), los compañeros lo celebrarían con una cena y la Delegación del Gobierno les prometería una paga extra.

Si la intervención directa era mala por peligrosa, la intervención indirecta, investigando paso a paso, era peor por inútil. Nunca llegaría a averiguar, y menos a probar, que Gomara estaba vengando a su hija. Y encima, puestos a ser sinceros, Méndez lo justificaba. Si la policía pública no había averiguado nada aún, justo era que el dinero privado ajustase las cuentas. Y aun suponiendo que los criminales fueran detenidos y llevados ante el juez, a los dos años ya estarían en la calle con permiso penitenciario.

Por tanto, Méndez tomó la solución más arriesgada, que en el fondo era la que había tomado siempre. Entendía la actitud de Gomara y podía hablarle no de igual a igual, pero sí de hombre a hombre. Le interesaba una entrevista con el Poderoso.

Fue don Álex quien le dio la noticia:

– Oiga, que Orestes Gomara no está en Madrid.

– ¿Pero no tiene su banco, su domicilio fijo y sus negocios aquí?

– A ver, a ver… El banco marcha solo, del domicilio fijo puede uno ausentarse, y los negocios de un hombre como Gomara están en todos los sitios. Tiene una inmobiliaria en Barcelona, de modo que ahora vive allí. ¿Motivo? Barcelona está creciendo, aunque en teoría no puede crecer más, encajonada como está entre dos ríos, el mar, la montaña y las tetas de sus putas más históricas.

– Dígamelo a mí, don Álex, dígamelo a mí, que ya no la conozco. Barcelona debía de estar fantástica en los tiempos de las murallas, cuando todas las casas estaban dentro de un círculo, todos los vigilantes se conocían, todos los tenderos vendían al mismo precio y todos los obreros se tiraban el sábado a la misma puta.

– Ahora hacen calles con tiralíneas y construyen casas hasta en los cementerios. Se lo digo yo, señor Méndez: no hay orden alguno.

– ¿Y Gomara está haciendo negocios allí?

– Exacto. En las márgenes del Besos, que siempre fue un río cloaca, hay muchas cosas por hacer. Pero me han asegurado que también negocia con las casas del Ensanche. Las compra, echa a los vecinos, las derriba o rehabilita y hace unos pisos o unas oficinas más caros que el copón.

– De modo que deberé ir allí.

– No sabe lo mal que lo pasaré sin verle, señor Méndez. Cuando usted se va, tengo la sensación de que el país se acaba.

Méndez regresó a Barcelona, a su tierra prometida y llena de justicia. Pero el recibimiento del comisario Pons fue exactamente igual que el recibimiento del comisario Fortes:

– ¿Otra vez aquí, Méndez? ¿Pero aún no le hemos echado?

Méndez volvió a su mesa al lado de los sanitarios, comprobó que seguía sin trabajo y se enteró de que ya habían ascendido a una compañera policía culona. Entonces, enganchado a un teléfono que pagaba el gobierno, se enteró también de todo lo que estaba haciendo en Barcelona Orestes Gomara.

– Ha puesto dinero en Pueblo Nuevo, donde hay grandes proyectos inmobiliarios, y en La Sagrera, que es lugar muy afectado por el Ave. Pero su negociete más seguro, su mercería, está en el Ensanche. Compra casas a buen precio, porque los habitantes no pueden pagar las reparaciones. Luego los echa sin grandes problemas, porque en esas casas que antes fueron señoriales, amigo Méndez, viven muchas viejas que están en la última miseria.

Méndez conocía el terreno. El Ensanche fue tierra señorial, sobre todo la parte derecha, porque el urbanista Ildefons Cerda lo concibió teniendo como eje el paseo de Gracia. Las calles eran anchas, arboladas y ventiladas, en contraste con las calles de la ciudad antigua: además, los interiores de manzana debían estar abiertos por un lado y convertirse en un jardín, cosa que a los propietarios de los terrenos les pareció un desmadre como para tirarse de cabeza a la cloaca. Y eliminaron los jardines para aprovechar toda la superficie. También las calles les parecieron exageradamente anchas, una pérdida de terreno inútil. Y para ello alegaron razones médicas y de salud pública que nadie podía rebatir: con las calles tan anchas y tan rectas, señor alcalde, bajarán huracanados los vientos de la montaña, y los honrados paseantes atraparán cada pulmonía de la hostia.

El caso era que aquél nunca había sido el territorio de Méndez, en parte porque había demasiada luz y demasiada riqueza, y en parte porque lo de los vientos huracanados era verdad. Mejor dicho, era mentira, pero el aire abundoso y limpio podía perjudicar a Méndez, conservado por el aire quieto y los efluvios ligeramente fétidos de la ciudad vieja.

No era su tierra, pero Méndez la conocía bien. Con ese instinto que los pobres tienen para la pobreza (los ricos la ignoran, y les parece mentira que aún exista), Méndez sabía que en el Ensanche yace la miseria más espantosa de Barcelona, aunque, eso sí, es una miseria secreta. Viudas de abogados independientes que tuvieron que dejar el despacho en un ataúd vivían ahora con una pensión tan miserable, la pensión del Colegio, que hasta un inmigrante africano la rechazaría. Viudas de médicos que habían cuidado de medio distrito subsistían con una dieta tan sana que sin duda la habrían recomendado sus maridos: un vaso de agua y un yogur. Lo que pasaba era que, por vergüenza, siempre salían bien arregladas a la calle, y nunca se agregaban a las manifestaciones de los barrios, que pedían pisos nuevos y subsidios. Mejor dicho, Méndez no recordaba que en el Ensanche se hubiese organizado manifestación alguna, de no ser las de la época de la Transición pidiendo libertad. De esas manifestaciones salieron contusionados, lisiados, y quién sabe si impotentes, los maridos de muchas viudas.

¿Un hombre como Orestes Gomara podía hacer negocios allí? Pues claro que sí. Para eso está la angustia de los viejos: yo le compro el piso y usted podrá habitar en él hasta el día de su muerte y encima cobrando una rentita, pero procure que los viáticos se los den bien pronto. Y usted, señora, no sé qué coño hace aquí, con tanta humedad, tanto espacio desaprovechado y con goteras hasta en la almohada. Usted se va, y nosotros le pagamos un geriátrico de lujo en la parte alta, donde la radio sólo da poesías de Salvador Espriu y nada más amanecer ya se ponen a cantar los pájaros.

Lógico que Gomara pasase una larga temporada en Barcelona, ciudad que conservará por lo menos hasta el año tres mil el espíritu olímpico. Tenía unas oficinas en la Gran Vía, cerca de la calle de Bailen, entre el monumento al doctor Robert, gran hombre que curiosamente se hizo famoso por no querer pagar impuestos, y el hotel Ritz, lugar donde todo el mundo los paga.

Las oficinas no eran sitio para que Méndez le visitara. Por tanto, se enteró de que también tenía un piso en la carretera de Sarria, muy cerca del antiguo campo del Espanyol, donde en las noches de viento aún flotaban las cenizas de muchos catalanes que mientras gritaban «Goool» morían de un infarto.

Méndez no sabía bien de qué iba a hablar con aquel hombre, con aquella especie de peligro público. Pero él siempre había creído que la investigación forma parte, no de la ciencia, sino de la vida, y por tanto está sujeta a los avatares de la vida. En la ciencia te ciñes a un programa; en la vida tienes que probarlo todo, porque algo puede salir. Y Méndez pensaba que algo saldría, que al menos Gomara se pondría nervioso y descubriría alguna de sus cartas.

Su cabeza dio vueltas por todas las posibilidades, y sus pies dieron vueltas por las calles de Bruc, Lauria y Girona, vieja tierra de abogados que engañaban a sus esposas con el Aranzadi y de pasantes que hicieron durante cuarenta años el mismo camino, convencidos de que al año siguiente se ganarían la vida. Vieja tierra de comerciantes del textil que tenían en el armario el cadáver de un dependiente, y una cama y una querida siempre esperando debajo de un telar. Vieja tierra, en fin, de notarios que una tarde, hartos de firmar escrituras, cerraban la ventana, se daban cuenta de que no habían vivido y por un momento soñaban escriturar la compra de un recuerdo. Pero toda aquella tierra le gustaba a Méndez aunque no fuera la suya: conservaba su señorío burgués, su historia, su clase. Su aire de pago al contado. En un país donde todo se destruye para poder hacer más habitaciones y colocar más televisores, Méndez agradecía que el Ensanche perdurase, que la ciudad hubiera sabido conservarlo.

En el Ensanche estaba la oficina de Gomara, pero Méndez decidió no verlo allí; era mejor el piso de la carretera de Sarria. De modo que tomó con aire furtivo un autobús urbano, el 7, que llegaba hasta la parte alta de la ciudad, hasta el hotel Juan Carlos I y la Zona Universitaria, por lo que el vehículo, aun a aquella hora, iba cargado de nenas con delantera atómica. Méndez volvió a comprobar con horror que, al verlas, no sentía absolutamente nada.

Se apeó casi enfrente del hotel Hilton, dispuesto a volver atrás y hacer un trecho a pie para acabar de ordenar sus pensamientos. Las aceras de la Diagonal estaban tranquilas, sólo frecuentadas por ciclistas desesperados que se preparaban para el tour de la plaza Catalunya, palomas mensajeras que se le habían escapado al Estado Mayor de Croacia y corredores de jogging tan agotados que se limpiaban con la lengua la propia camiseta. Aun así, para Méndez, el ambiente respiraba paz. Fue a situarse en el centro de la acera cuando de repente lo vio.

Cara demudada. Ojos fuera de las órbitas. Manos temblonas. Color amarillo de santo castellano. Amores casi cayó en sus brazos mientras gemía:

– ¡Méeeeeeeendez!

Poco antes, Amores no estaba así. Poco antes, Amores, en el archivo del diario, estaba tomando notas sobre la historia de un asesino cabrón, quien se había quedado con todas las propiedades de una viuda a cambio de pasarle una pensión, la había envenenado al mes siguiente (cosa que la viuda jamás imaginó, pese a lo imaginativas que pueden ser las mujeres), había logrado un certificado de muerte natural, que le libraba de problemas, y para ahorrar había hecho enterrar a la viuda en la fosa común, eso sí, pidiendo una comisión a Pompas Fúnebres por encargarles el trabajo. El asesino cabrón había sido desenmascarado por un antiquísimo novio de la viuda, que había vuelto a Barcelona con un ramo de flores, el certificado de propiedad de un piso y la intención de casarse con ella. Es toda una novela -había pensado Amores-, será necesario escribirla. Lástima que Amores no supiese escribir y que sus únicos éxitos literarios los hubiera conseguido en la sección de «Necrológicas».

Pero también había visto aquella tarde -a los archivos de los diarios llega todo- un anuncio de la sección de «Relax»: «Joven universitaria no profesional, alta clase, nena de Pedralbes, aceptaría relación o contacto con señor serio y solvente.» Amores era serio, pero no solvente, aunque de todos modos se atrevió a llamar al teléfono, casi pidiendo perdón. Acostumbrado a engañar a su fiel esposa (lo de fiel lo imaginaba) con mujeres tronadoras de los barrios bajos, que se prestaban los clientes y las bragas, una nena de Pedralbes con las piernas bronceadas por el tenis, los pechitos de laboratorio y el culín perfumado con lavanda le ponía al borde de la eyaculación con el simple pensamiento. Lo único que le asustaba era que los pudiese descubrir su padre, porque las nenas de Pedralbes siempre tienen un padre que va para subsecretario.

El precio no era asequible, pero Amores, ya lanzado, pensó que podía pedir un préstamo en caja. Pidió también permiso para ausentarse del diario, el cual le fue concedido con un gran alivio colectivo. Se largó a Pedralbes, o las cercanías, porque la nena le dijo que no pecaba en su propio barrio. Era una chica alta, redondita, con cara, si bien se miraba, de dedicarse a las tareas agrícolas: pero se había puesto zapatos planos, calcetines cortos y además llevaba un libro. El Amores pensador estuvo a punto de preguntarle el título, para saber si había leído al menos eso. Pero el Amores eyaculador estaba tan excitado que la imaginó siendo nombrada rector de la universidad y entrando en el aula magna con sus pechos que rompían la toga, y sus calcetines blancos. Valía la pena gastarse una fortuna por cepillarse en Pedralbes a un Rector Magnífico. El Amores desvirgador (pues sin duda la futura rector era virgen) preguntó a la chica si podían

realizar in situ la inseminación, es decir, en alguna habitación de las proximidades, preparada para tales eventos. La chica le respondió que había que guardar las apariencias, porque ella era una señorita de clase alta en la ciudad alta, y por tanto irían por separado al sitio donde la virtud femenina sería profanada por primera vez. Dios sabe lo que pasaría si se enterara su padre o lo sospecharan los miembros de algunos consejos de administración bancarios. A estas alturas del negocio, Amores estaba ya empalmado, dispuesto a creerlo todo, y decidido a trepar por la fachada hasta la última ventana de la Facultad de Ciencias. De modo que le pareció maravilloso que ella le señalara un edificio cercano (más fácil no podía ser) y le dijera que llamase dentro de cinco minutos por el interfono al segundo piso, sexta puerta. Ella le abriría y le esperaría con el corazón, los brazos y las piernas también abiertos.

Amores hizo meticulosamente lo que le habían indicado. Buen amante no lo sería, pero obediente y encima pagador, claro que sí.

Esto era lo que había ocurrido muy poco antes de que Amores encontrase en una acera de la Diagonal, jugándose la vida, al policía mejor leído y peor comido de toda Barcelona.

Le pareció providencial. De hecho, Amores ya estaba decidido a arrojarse, no en brazos de su mujer, sino bajo las ruedas de un autobús urbano.

Por eso, vacilando y tropezando con las farolas, corrió hacia él mientras gemía:

– ¡Méeeeeeendez!

19 UNA CUESTIÓN DE FALDAS

Méndez lo recibió con el natural espanto. De hecho, el que pensó lanzarse bajo las ruedas de un autobús fue él. Balbuceó, frenándolo:

– Amores, ¿qué te pasa?

– ¡Méeendez!

– ¿Qué?

Amores pudo respirar al fin. Se apoyó casi en los frágiles hombros del policía, mientras en torno suyo giraban las nenas, orinaban los perros de los banqueros, se embotellaban los coches y se apreciaban, en fin, todos los signos de una ciudad en marcha.

– ¡Méndez!

– Repito: ¿qué?

– He descubierto un cadáver.

– Hostia, Amores. El día que te mueras, el que descubrirás tu propio cadáver serás tú.

– Hablo en serio. Yo no tengo la culpa de ser un hombre de mala suerte, Méndez.

– Menos culpa tenemos los demás. Eres una infección pública, Amores. La mala suerte también se contagia.

– Eso es cierto, inspector. Es una verdad consagrada. Vaya usted con un pobre y acabará siendo pobre, vaya usted con una mujer violada y lo acabarán violando a usted. Pero de verdad lo siento, Méndez, porque lo aprecio. Antes le tenía miedo, sobre todo cuando lo veía en aquella comisaría tan fúnebre cerca de la Rambla, pero ahora me doy cuenta de que usted siempre ha sido un amigo.

– Menos rollo, Amores. No vomites las palabras y dime lo que ha sucedido.

– Yo tenía una cita con una mujer.

– Cosa rara.

– Y ha salido mal.

– Cosa rara.

– Repito que le estoy hablando en serio, Méndez. Era un asunto de los anuncios de «Relax». Una universitaria de verdad. Mirada blanca y fatigada por el estudio. Unos calcetinitos cortos. Un libro.

Méndez balbuceó:

– La leche. No me digas, Amores, que te has tenido que follar el libro.

– Ni eso. Habíamos quedado aquí. Como ella lleva los asuntos con mucha discreción, me señala ese edificio. «Te espero en el segundo piso, sexta puerta. Llamas por el interfono y te abriré. Todo muy fácil.»

– En efecto, parece muy fácil. ¿Y cuál es el problema?

– Ella me ha abierto.

– Pues más fácil todavía. Pero se me ocurre una pregunta: ¿además de interfono había portero? ¿Te has equivocado y te has tirado al portero?

– Méndez, repito por enésima vez que estoy hablando en serio. No me he confundido con nadie, excepto con la puerta. Al llegar al segundo piso, no me acordaba muy bien de si ella me había dicho la quinta puerta, la sexta o la octava.

– Muy propio, Amores.

– En todo caso, suponía que estaría entreabierta y que por eso no me podía equivocar.

– Y tú has avanzado audazmente. La chica te estaría esperando sin nada puesto, excepto los calcetinitos blancos.

– Pocas bromas, Méndez. Era un momento importante. Si al dejar a la chica estás decepcionado y vacío, antes de llegar a la chica estás ilusionado y lleno. ¿Cómo se comportará? ¿Sabrá mover el culo? ¿Hará el francés? ¿Se habrá quitado ya la ropa? De modo que avanzo por un pasillo lleno de puertas detrás de las cuales parece no haber más que oficinas siniestras. Pero ya lo sabe usted, Méndez: algunas chicas decentes se folian a la clientela al lado de un ordenador. Yo busco una puerta sólo ajustada y de pronto la descubro. Coño, aquí es. Entro y se me queda un nudo en las tripas, una picadura de avispa en el capullo, un grito en la garganta.

Méndez se compadeció.

– Lo de la picadura de avispa en el capullo es lo peor de todo, Amores. Pero dime de una vez qué es lo que has visto.

Amores estuvo a punto de lanzar el grito que se le había atravesado en la garganta. Y gimió:

– ¡Venga, Méndez!

Fue Amores el que oprimió el botón del interfono, arriesgándose a equivocarse. Pero no se equivocó. La voz de la chica destinada a ser Rector Magnífico sonó con estridencia:

– ¡Ya era hora, coño!

Sonó un zumbido y la puerta se abrió. Méndez dedujo que Amores no había llegado a encontrarse con la chica decente que follaba al lado de un ordenador. Seguro que se había equivocado, al encontrar una puerta ajustada que estaba situada en el mismo pasillo, pero antes. Y mientras tanto la chica decente quitándose y poniéndose los calcetinitos blancos.

La vieron salir de una puerta situada al fondo. Iba vestida y parecía indignada. Blandió amenazadoramente el libro.

– ¡Pedazo de cabrón, con dos tíos, no! ¡Yo soy muy decente!

Dio un paso atrás y añadió:

– En todo caso, podías habérmelo dicho antes y hubiese llamado a una amiga.

Amores parecía aterrorizado y se quedó quieto, de modo que fue Méndez el que avanzó un paso, mientras mostraba su placa.

– Policía, nena. Pero no temas, porque no va contigo. Quédate en tu habitación, cierra bien y no salgas hasta que yo te avise.

Ella obedeció en seguida. Méndez giró la cabeza.

– ¿Dónde, Amores?

– Aquí…

Estaban casi al lado. Una puerta ajustada no dejaba ver el interior, pero daba la sensación de que alguien te estaba esperando dentro. Un silencio denso, absoluto, se respiraba en aquel lado del pasillo. Nadie había salido a ver qué pasaba, señal de que las oficinas y apartamentos estaban ya vacíos, o quizá habitados por gente que no quería enseñarle la cara ni al señor obispo.

Méndez empujó la puerta. Por pura deformación profesional, se fijó ante todo en los detalles de la habitación y en los rincones donde podía estar oculto alguien. El apartamento era pequeño, sin duda una antigua oficina compuesta de recepción, sala de espera, despacho y baño. Pero aquello llevaba mucho tiempo sin ser oficina, qué diablos. Había dos espejos, un tocador ovalado, un diván, un mueble bar, un montoncito de revistas porno y un equipo musical que desgranaba una melodía de los años cuarenta. Ningún rincón sospechoso y ninguna cortina amplia tras la que pudiera ocultarse alguien. De todos modos, Méndez sacó su pesadísimo Colt 1912, una pieza digna del acorazado Missouri.

– Sígueme, Amores, y sobre todo cierra la puerta.

Amores lo hizo. Su brazo izquierdo señaló hacia la habitación del fondo mientras gemía:

– Está ahí.

En efecto, estaba allí. Era un hombre joven, de unos treinta años. O había sido un hombre joven. Tenía pinta de atleta barato, de ligón de disco, de gigoló cabroncete y que cobraba antes de sacarla. Tenía pinta de hijo de puta posgraduado. O la había tenido.

Méndez tenía estómago y había visto cadáveres quemados, degollados, colgados o perforados analmente por la morería. Nada le quitaba el apetito, ni aunque estuviese ante unas morcillas de Burgos que llevaban unas semana en la barra. Pero esta vez se quedó sin aliento.

Oyó que Amores caía a su espalda. El audaz reportero no había soportado ver aquello por segunda vez.

El cadáver tenía dos amplias señales de sangre en la cabeza, indicio de que lo habían golpeado con algo muy duro, seguramente una culata, y lo habían dejado sin conocimiento. Pero la expresión de indecible horror de su cara indicaba que el asesino o asesinos habían esperado a que lo recobrase, para que se diera perfecta cuenta de lo que iba a suceder.

Estaba atado de pies y manos con dos tiras de plástico que habían llegado a atravesarle la piel. Méndez observó los nudos, venciendo su primera impresión de horror y de asco. Eran sólidos y firmes, seguramente unos nudos de marinero.

El cadáver conservaba la americana, la camisa e incluso una corbata chillona que parecía el anuncio de unas vacaciones en Miami. Pero los pantalones y los calzoncillos estaban bajados. Y era allí, en el pubis, donde se había producido la horrible carnicería.

El hombre no había podido gritar, porque sus mejillas hinchadas indicaban que tenía al menos dos pañuelos metidos en la boca. Sobre los labios, sellándolos completamente, aparecía una gruesa cinta adhesiva de color negro. No, no había podido gritar de ningún modo, pero no le habían faltado motivos para hacerlo.

El soplete aún estaba allí, al lado del cadáver. Era una pieza normal, de las que se pueden adquirir en cualquier tienda de menaje. Pero con su llama habían quemado el pene de la víctima, habían abrasado horriblemente su pubis y profundizado hasta dejar en el cuerpo no ya un hueco, sino un abismo, por el que se llegaban a ver los huesos de la cadera.

Méndez, que se había arrodillado para examinar mejor el cuerpo, sintió que le era difícil volver a ponerse en pie.

Balbuceó la única palabra que se le ocurrió, una palabra que tiene al menos la virtud de ser eminentemente científica:

– Hostia.

Amores estaba vomitando a su espalda. El policía le oyó decir:

– Por favor, vámonos de aquí, Méndez.

– Vete tú. ¿Has cerrado la puerta?

– Síiii…

– Pues aguarda en la otra habitación y procura que no entre nadie. Yo voy a examinar esto mientras me quede estómago.

Amores no salió, quizá porque le faltaban fuerzas incluso para irse. Pero su cerebro funcionaba, bien o mal, porque se le oyó decir:

– Mire usted si ese fiambre lleva documentación, Méndez. Imagino lo que va a encontrar.

– ¿Qué?

– Usted me ha explicado algo de este caso. El otro muerto se llamaba David Mellado, ¿no?

– En efecto.

– Pues seguro que éste tiene que ver algo con el otro.

Méndez también lo suponía. Con dedos de carterista hurgó en los bolsillos interiores de la americana, sin alterar ningún detalle de la prenda. El asesino o los asesinos no se habían molestado en llevarse nada, como si les importara un pito la identificación de la víctima. O quizá querían precisamente que alguien la identificase. El interior de la cartera exhibía una elevada suma de dinero, un preservativo, una invitación para un pub y el retrato de una niña medio vuelta de espaldas, desnuda, que mostraba a la cámara sus ojitos cargados de angustia y de miedo. No tendría ni doce años. Seguro que era el recuerdo podrido y fermentado de alguna perversión, de un acto sádico del hombre que ahora yacía en tierra.

Méndez tuvo uno de sus pensamientos clásicos, tan llenos de caridad:

– Bien muerto está. Que le denpol saco.

El documento más importante -mejor dicho, el único- era un permiso de conducir a nombre de Alberto Parra, con la cara sonriente de la víctima cuando aún conservaba intactos los trastos de matar. Ahora habría sido muy distinto.

Para Méndez no hubo ninguna sorpresa. Recordaba perfectamente los dos nombres captados por los micros ocultos en la casa de los altos de Serrano: David y Alberto, Alberto y David. David Mellado, el del ano triturado a máquina (descanse en paz) y ahora Alberto Parra, el del pene al'ast (por supuesto que descanse en paz también, pensó Méndez, que para algo están las buenas formas y la caridad cristiana).

Fue Amores el que balbuceó:

– No aguanto más. No sé si me queda algo en el estómago, pero lo voy a poner todo perdido.

– ¿Tan mal te encuentras, Amores?

– Siento como si a mí también me hubieran quemado el pito.

– Está bien, vamos a la otra sala. Creo que hay que pensar un momento y hacer un resumen de la situación.

– Por favor, ayúdeme a ponerme en pie, Méndez.

Los dos se deslizaron hacia el recibidor, donde imperaba un silencio absoluto. La planta entera parecía deshabitada, aunque en ella debía de haber normalmente mucho trajín de taconeo y bragueta. Sólo los rumores del tráfico llegaban hasta allí desde la cercanía de la Diagonal, ruido de motores enjaulados, de acelerones y chirridos en la que había sido la última tierra de los pájaros.

Méndez debía de estar pensando en eso, porque murmuró:

– Ésta es también la última tierra de las putas. Más allá, la ciudad se acaba.

– Yo también lo creo, Méndez. De la misma forma que la universitaria cándida me ha citado aquí, muchas vírgenes de la ciudad deben de citar aquí a sus clientes. El ambiente de oficina no es más que una pantalla.

– Lo cual me permite un primer pensamiento: Alberto Parra fue citado aquí por una mujer de la que no tenía ningún motivo para desconfiar.

– Es curioso, pero uno nunca desconfía de una puta. Se desconfía más del alcalde, del ministro del Interior y de los bancos.

– Es posible -Méndez seguía pensando en voz alta- que alguien siguiera a Alberto Parra para matarle, y en ese sentido la mujer que entró aquí con él fue un simple instrumento para meterlo en un sitio cerrado, es decir, en su propia tumba. Aunque quizá la mujer fue algo más que eso: fue uno de los asesinos. Que éstos la contrataran sólo como cebo me parece un riesgo excesivo, teniendo en cuenta lo que pensaban hacer. Ella tendría que enterarse a la fuerza de demasiadas cosas, o sea, que tendrían que darle una fuerte suma para que no hablase, y aun así era demasiado elevado el riesgo de que se fuese de la lengua. O tenían que matarla, y su cadáver no está aquí. Digo…

Como movido por un resorte, Méndez fue a la carrera (es decir, a tres kilómetros por hora) al cuarto de baño, que era la única pieza que aún no había visto. Pero no había nadie allí: sólo una sensación de limpieza a horas, de toallas anónimas, semen anónimo en el agua del lavabo, frustración, soledad en compañía y desesperanza.

– Ningún otro cadáver -dijo Méndez mientras regresaba-. Lo imaginaba, porque ésta es una obra de profesionales, y un profesional sólo mata a la gente estrictamente necesaria. De modo que he de pensar que Alberto Parra fue atraído aquí por una mujer que participó en la tortura y la muerte. Ella tuvo que abrir la puerta a un asesino, aunque lo más probable es que fueran dos.

– Esa mujer puede ser una pista. Si es una habitual de estos parajes, no resultará tan difícil dar con ella -susurró Amores, que al fin y al cabo, entre otras cosas, había sido reportero de sucesos-. Debía de tener alquilado el apartamento. O sea, pan comido. Ya puede considerarla enchironada, Méndez.

Méndez arqueó una ceja.

– No tienes el cerebro tan dormido, Amores.

– El pito, sí. No volveré a engañar a mi mujer hasta que me muera.

– Tienes razón en lo que dices. Localizar a esa mujer será demasiado fácil para la policía. Y demasiado peligroso para los asesinos. A estas horas ya debe de estar muerta.

Amores cerró un momento los ojos, como si rezara una oración por todas las mujeres engañadas de la ciudad. Luego musitó:

– Más sencillo les habría resultado a los asesinos llevar a Alberto Parra, con engaños, a cualquier casucha abandonada de la comarca. Sin testigos y sin problemas. Una vez allí, le podían haber metido el soplete hasta la garganta.

Méndez negó con la cabeza.

– No, Amores, no tan sencillo. Alberto Parra era un zorro viejo, y además tenía que conocer a la fuerza la horrible muerte de David Mellado. De ningún modo se habría dejado llevar, de grado o por fuerza, a un sitio solitario. En cambio, aquí podía confiar. Seguro que era cliente de esta casa, donde barrunto que a veces se deslizaba alguna menor. Sospecho que al cabrón de ahí dentro debían de gustarle las braguitas pequeñas, las lenguas que sólo se han entrenado chupando helados y los pechitos de piñón. Pudieron enredarle fácilmente con una promesa así, aunque eso tuvo que hacerlo una mujer, la que tarde o temprano aparecerá muerta. Y en lugar de la nena del culo tierno se encontró con al menos dos tíos que tenían el culo de acero.

– Es usted un hijo de puta, señor Méndez.

– Eso me lo dicen al menos una vez a la semana.

– No se puede olvidar el lenguaje de algunos barrios, ¿verdad?

– Ni me interesa olvidarlo.

Dio cinco pasos por la habitación -ejercicio más que suficiente para estar en forma- y añadió:

– Insisto en que esto ha tenido que hacerse de una manera profesional y fría, o sea, que no creo que los de Homicidios encuentren huellas ni pistas. De todos modos, los avisaré en seguida. Yo no tengo material para buscar nada.

– ¿Interrogará antes a la nena con la que yo tenía que ir? ¿La universitaria?

– No te has fijado bien en ella, Amores. Esa Virgen del Rectorado tiene al menos treinta años. Pero hablaré con ella, claro que sí. Puede saber algo.

Salió y fue hacia la puerta tras la que estaba el último amor eterno de Amores, aunque llevando la placa por delante para que nadie se confundiera. De todos modos, sospechó que ella le tomaría por un ayudante del forense.

El último amor eterno se había sentado al fondo de una habitación muy similar a la primera. Estaba espatarrada y mostraba las braguitas de colegiala. Era el único detalle de la santa infancia que había en ella, porque el rostro hablaba de docenas de hombres que habían soñado con una perversión. En sus ojos pequeños y helados, color mercurio, había una máquina de calcular que se estaba quedando sin pilas. ¿Méndez había hablado de treinta años? Debía de tener treinta y cinco. Detrás de ella -pensó- tenía que haber un apartamento en Pedralbes pagado con dinero rápido, un coche comprado a plazos, un amor de toda la vida que en realidad era un chuloputas, unos padres jubilados que iban todos los días a misa y vivían en Talavera de la Reina.

Méndez susurró:

– ¿Tú trabajas siempre aquí?

– Sí. ¿Y qué? Mi oficio es más honrado que el suyo.

– No lo discuto. ¿El pájaro que venía conmigo era tu primer cliente de la tarde?

– No. El segundo.

– ¿Le has dicho que iba a desvirgarte?

– Más o menos.

Y añadió mirando procazmente a Méndez:

– Tampoco le he engañado tanto. Soy muy estrecha.

– Ah.

– Por la edad que tiene, usted no me la metería ni con un destornillador.

– Muy moderna, nena.

– ¿Y qué? ¿Está prohibido?

– No.

– Por la cara que pone, se ve que no le gusto nada.

– Es que yo soy muy antiguo, y sólo me ponen cachondo las sobrinas de los curas y las monjas de clausura. De modo que lo único que quiero de ti es la lengua. La lengua para hablar. ¿Mientras has estado trabajando aquí has visto entrar o salir a alguien que no conocieras?

– Éste es un sitio de tíos desconocidos. ¿O no lo sabía? Hay algunos clientes fijos, claro, pero la mayoría son babosos que sueñan con una nena, te dicen que te van a hacer daño porque la tienen muy grande y luego resulta que les cabe en una cajita de pastillas para la tos. Pero yo, a veces, hasta grito. Soy una experta.

– Y yo que creí que lo sabía todo -dijo Méndez.

– Usted no sabe nada.

– Es verdad, estoy pasado de moda. Las mujeres que yo frecuentaba no me hablaban del tamaño de nada. Sólo de que sus hijos eran muy buenos y sus maridos unos cabrones. Pero veo que el tiempo pasa. ¿Te has encontrado con alguien que te llamara la atención? Por ejemplo, una pareja de hombres solos.

– No.

– ¿Seguro?

– Seguro. Y no me enrede más, policía, porque lo único que yo quiero es estar en paz, darme masajes, hacerme la liposucción el año que viene y seguir trabajando. Si me complica en algo, diré que ha tratado de pervertirme.

– A ti ya no te pervierte ni un libro de Henry Miller.

– ¿Quién es Henry Miller?

– Nadie.

– Ya decía yo. La policía siempre se inventa nombres de sospechosos para asustar a la gente honrada. Bueno, lo que quiero decir es que declararé que me ha puesto la chapa en la boca y ha querido hacérmelo sin pagar, o sea, por la cara.

– Por la cara yo ya no se lo hago ni a un palomo cojo. Bueno, tampoco me importa tanto esta conversación tan edificante que tenemos los dos. Necesitaba alguna prueba para acusar a una persona que yo sé, porque hoy día, sin pruebas, no vas a ninguna parte. Antes era más sencillo: antes, en las comisarías, las pruebas las tenías a partir de la tercera hostia. Pero lo mismo da. Sé a quién tengo que ir a buscar.

– Muy bien. Usted sabe adonde tiene que ir. ¿Y yo?

– Tú, a la calle.

– ¿Sin cargos?

– Sin cargos.

– De acuerdo, policía. Al fin y al cabo, no tiene usted tan mala jeta.

Se levantó y fue hacia la puerta. Antes de que la abriera, Méndez dijo:

– Mejor que desaparezcas y no vuelvas hasta dentro de una semana. Ni una palabra de esto.

– Pues claro. ¿Qué quiere? ¿Que asuste a la clientela?

– Naturalmente que no. Ah, otra cosa.

– ¿Qué?

– Avísame cuando apruebes la selectividad.

– Descuide. Usted será el primero en saberlo.

Salió.

Méndez se encogió de hombros, aunque estaba decepcionado. Es verdad eso de que hoy día, sin pruebas, no se va a ninguna parte, y él no las tenía. Pero al menos sabía adonde ir. Y estaba decidido a no perder el tiempo.

Amores volvía a tener arcadas. Estaba más al borde de un ataque de nervios que una mujer de Almodóvar. Casi se echó en los brazos de Méndez.

– Por favor, sáqueme de aquí.

– Tienes dos opciones, Amores.

– Sí, ya sé. Una es tirarme por la ventana. Otra, contárselo todo a mi mujer y regalarle una escopeta cargada.

– No. Una opción es volver a tu periódico, decir que has descubierto el crimen y tener una gran exclusiva.

– Ni hablar. Quién sabe si el director era cliente de esta casa. O el administrador. Créame, Méndez: la vida de los administradores es insondable siempre.

– Pues queda la otra opción: lárgate y no hables con nadie de esto. Yo llamaré a Jefatura y ya me las arreglaré. Pero inmediatamente después de llamar voy a hacer una visita.

– ¿A quién?

– A la misma persona que iba a ver cuando te he encontrado a ti.

– Hecho. Me quedo con la segunda opción. Y espero no descubrir un cadáver nunca más.

– Pues empieza por no tener líos con mujeres y por engancharte la cosita entre las dos puertas del armario.

– Santa palabra, Méndez.

Y se fue arrastrando los pies.

Méndez le miró con aprensión, arrepintiéndose de haberle dado aquel consejo.

Porque el otro era capaz de hacerlo. Pobre armario.

20 UNA CUESTIÓN DE PRESTIGIO

La casa era de narices. Calle tranquila, pocos vecinos, parking vigilado, conserje las veinticuatro horas, jardín cuidado por profesionales, árboles plantados por el propio alcalde cuando la ciudad fue olímpica.

Ventanas con doble cristalera. Toldo en la entrada, como en un hotel de Nueva York. Arquitectura de firma.

Méndez valoró los pisos en seguida. De ciento veinte milloncetes para arriba. Dueños de multinacionales, banqueros recién fusionados, hijos de papá, nenas recién casadas que por cada polvo le pedían a su marido un Porsche.

El país marchaba.

Detenido ante el edificio, Méndez reflexionó un momento antes de entrar, diciéndose que sabía tres cosas: que el banquero Gomara vivía allí, que era el principal sospechoso y que contaba con al menos un par de asesinos a sueldo, factores todos ellos que, si bien se miraba, jugaban en contra de Méndez, aparte de que contra Gomara no tenía prueba alguna. ¿Había algo en favor de Méndez? Sí: que Gomara se pusiese nervioso. Pero si no se ponía nervioso y se limitaba a escucharle con una son-risita irónica, Méndez no conseguiría nada.

Aparte de todo, estaba el hecho de que Méndez sólo sabía una cosa: Gomara estaba vengando a su hija Virgin. Pero nada más; otras cosas seguían siendo un misterio para Méndez. Por ejemplo, ¿qué relación existía entre la infanta Carol y el joven bien vestido que la había visitado en París? ¿Y qué relación existía entre aquel joven y el banquero Gomara? Sólo la casa de los altos de Serrano, ninguna otra cosa. Y Méndez sabía que, de momento, ése era muy poco bagaje para hacer una acusación.

Pero tenía que probar.

Al conserjefull-time le tuvo que enseñar la placa, pero no le dijo que era para investigar a Gomara, sino todo lo contrario: era para que él le aclarase unos datos sobre una estafa que le habían hecho a su banco. Arriba en el piso, también le enseñó la placa a una doncellita que le enseñaba las tetas. La doncellita le dijo que el señor Gomara no estaba, que se había ido a cenar a Via Véneto.

El restaurante Via Véneto no está lejos. No está lejos de ningún sitio donde se muevan el dinero y la clase de la ciudad. Lugar que reúne todas las virtudes decadentes (elegancia, discreción, comodidad, silencio), en sus mesas se reparten cuentas de beneficios, altos cargos, cabezadas ministeriales y presupuestos de televisión. Era un mundo completamente ajeno a Méndez, a sus vinos de pajar, sus cazallas de garrafa y sus albóndigas de guardia civil, pero lo único que le tranquilizaba era que allí no se había repartido nunca el culo de un policía soltero. Veremos qué pasa. Hala, Méndez.

Una mesa para un caballero solo. Muy bien, señor. Méndez se acomodó y contempló atónito el desfile sobre las mesas: caviar del Caspio, langostas del Cantábrico, calamares que hablaban euskera y costillitas de cordero nonato. Botellas de Vega Sicilia, de Petrus, de Cháteau Latour y de brunellos vendimiados por Juan XXIII cuando era patriarca de Venecia. Méndez añoró las hogazas de pueblo, las chuletas de buey jubilado y los grandes vinos de tinaja.

Monge, el dueño, le atendió personalmente, como hacía siempre. Comprendió en seguida que aquel extraño comensal no podía gastar mucho, y le ofreció discretamente un menú asequible, dentro de la categoría del local: crema de mariscos, salteado de setas y, para beber, un Raimat, un vino leridano que casi podría venir a pie. Méndez, aunque poco habituado a leer revistas de economía y política, vio allí a los rostros más importantes de la ciudad. Qué placer no ha de sentir el caviar al navegar, no por Internet, sino por la lengua de una alcaldesa. Pero lo más importante para Méndez era que estaba sentado casi al lado de Gomara.

Este también comía solo, y se miraron sin disimulo los dos. Seguro que Gomara, cuyos servicios de información le daban los datos de todo, sabía quién era Méndez, y lo que éste buscaba al aventurarse en aquel terreno lleno de suflés. Su mirada de desprecio paseó por el traje rozado de Méndez, sus bolsillos cargados, no de avales, sino de libros, sus zapatos de rebajas de enero y su nómina de fin de mes. Sin dejar de mirarle, se bebió despectivamente su copa de Cháteau Laffite como si se bebiera de golpe toda la miseria contenida y todos los quinquenios de Méndez.

Méndez le contempló también, consciente de que era la primera vez que miraba cara a cara a un asesino de altura. Orestes Gomara tendría unos cincuenta años muy bien puestos, o sea, que estaba en la mejor edad para llenar a las mujeres de billetes y licores seminales concentrados. Aunque algo grueso -cosa inevitable tras las comidas de trabajo-, se le veía fuerte y musculoso -cosa recomendable tras los hoyos, las saunas y los gimnasios también de trabajo-. Vestía ropas de alta calidad, de esas que antes te hacían los sastres del paseo de Gracia. Había pedido de primero unas angulas ya casi milagrosas, recogidas una a una en el delta del Ebro, a los acordes de un vals.

No hubo disimulos entre los dos. Méndez iba a por él, y Gomara sabía que iban a por él. Lo admirable era la entereza (o quizá el desprecio) con que aceptaba aquel desafío. Los dos comieron mirándose, aunque Gomara acabó más tarde, porque tomó un café y un Armagnac y pidió al camarero que le encendiera un Partagás 8-9-8.

Fue en la puerta cuando le preguntó a Méndez:

– ¿Le molesta?

– ¿El qué?

– El tabaco. El tabaco dentro del coche.

Estaba ante un Mercedes 500 que acababa de traer el aparcacoches. El negro impecable era un negro de viuda recién iniciada, los asientos de piel suavísima parecían hechos con virgos cosidos, y el volante forrado con entrepierna de mulata. Pero qué mal pensado eres, Méndez, policía tronado, cabrón de bajura. Sonrió y le dijo al banquero:

– ¿Puedo fumar yo también?

– ¿Fumar qué?

– Puritos andorranos.

– Imposible. Luego tendría que cambiar todo el sistema de climatización del coche.

– Entonces no fumaré. ¿Adonde va a llevarme?

– A mi casa. ¿No quería verme?

– Me extraña que se haya enterado tan pronto.

– Me informan de todo el que se me acerca a menos de diez millas náuticas, aunque sean ministros y otras personas de conducta dudosa. Pero, además, usted ha estado antes en casa: la doncella me ha informado en seguida por el portátil.

– La de las tetitas -dijo Méndez con absoluta desvergüenza.

– No la contraté por eso. Bueno, ¿sube o prefiere tomarse un café en sus barrios y dejar que su cadáver aparezca en la Rambla?

– Subo.

El vigilante de la finca se ocupó del coche. Méndez fue introducido en un piso que tenía vitrinas llenas de plata, paredes llenas de cuadros y dos doncellitas llenas de pezones. El viejo policía estaba más admirado cada vez, no ya de la riqueza, sino de la audacia de Gomara. Aceptó sentarse en un chéster suavísimo, hecho sin duda con piel de diputada tory.

Gomara dijo:

– Aquí puede fumar.

– No, gracias. Prefiero oler el habano de usted. Siempre he soñado con ser fumador pasivo de un 8-9-8.

– Como quiera. Usted se llama Méndez.

– Veo que lo sabe todo.

– No es tan difícil. Trabaja en una comisaría de la parte baja de la ciudad. Tiene una mesa junto a los urinarios. Le encargan trabajos difíciles, como perseguir rateros de autobús, controlar los culos de la morería y contar los canutos de hachís que se venden en la esquina.

– Eso era en los buenos tiempos, cuando tenía carta blanca para patrullar las calles y detener a los maricones en los mingitorios subterráneos. Ahora, ni mingitorios subterráneos quedan. Y encima los maricones son mis mejores amigos. Hace tiempo, señor Gomara, que no me encargan nada, absolutamente nada. Estoy desamparado y haciendo de prejubilado en la puta calle.

– Yo podría encargarle algo.

– ¿Qué?

– Cinco millones y me olvida.

– No.

– Siete.

– No.

– Usted es pobre y morirá pobre, Méndez. El mundo es de los que saben aprovechar su oportunidad.

– Tampoco gasto mucho, y además soy una persona de mal gusto. Me basta con lo que tengo.

– ¿Por qué me persigue?

– Por sospechas.

– ¿Por sospechas?

– Así empieza actuando la policía, aunque muchas veces actúe en el vacío. De todos modos, reconozco que éste es el trabajo más extraño que he tenido.

– ¿Extraño por qué? Oiga, ¿recibe usted bien el humo del habano?

– Sí.

– Debería hacérselo pagar. Pero le he formulado una pregunta: ¿por qué es extraño su trabajo?

– Por varias razones, y se las voy a enumerar. Una: nunca he conocido a un criminal que no trate de huir. Dos: nunca he conocido a un criminal que me trate con tanto desprecio. Y tres: eso me hace pensar que nunca he conocido a un criminal tan rico.

Orestes Gomara no se alteró. Si alguna impresión le habían causado aquellas palabras, no lo demostró en absoluto. Dio una chupada a su habano y observó en el vacío las volutas del humo.

– ¿Yo criminal?… -fue lo único que susurró, al cabo de unos instantes.

– Empezaré por el principio. Supongo que no van a volver a entrar esas dos doncellitas que usted tiene, con pezones de pitiminí. Supongo también que en la habitación no hay micros, y si los hay, peor para usted, porque en todo caso esta conversación no me perjudicará precisamente a mí. Yo tampoco llevo ningún micro porque no es mi forma de trabajar. Puede registrarme.

– No hace falta. Esta conversación no va a quedar registrada en ninguna parte. Siga.

– Lo primero es lo del antiguo y hermoso chalet de los altos de Serrano, en Madrid. Hay una maraña de sociedades tan antigua y complicada que cuando uno se adentra en ella cree adentrarse en los archivos del Vaticano, pero en resumen la casa pertenece a una sociedad, y la sociedad le pertenece a usted.

– Sí.

– El chalet ha servido para muchos usos a lo largo de su hermosa vida, pero ahora estaba para alquilar.

– Exacto. En realidad está para alquilar todavía.

– Porque la policía espera que los nuevos inquilinos sean jefes de ETA, y mientras mantenga esa esperanza no cerrará lo que ahora se llama «el operativo». Tócame los cojones. Supongo que usted no sabía nada de eso.

– Nada absolutamente. De un alquiler de tanta importancia se ocupa una agencia, como es natural. Y yo no investigo las agencias ni los nombres, falsos, naturalmente, en este caso, que me proponen, aunque imagino que la policía sí que lo hace.

– ¿La policía le dijo a usted algo?

– Qué coño me va a decir.

– El caso es que, en prevención, la bofia llenó la casa de micros muy secretos y muy bien puestos, de modo que se pudiera captar cualquier conversación. ¿A usted le dijeron algo?

– Qué coño me van a decir.

– El caso es que la casa estaba deshabitada, en espera de los nuevos inquilinos. Y con los micros a punto.

– Sí.

– A usted, según asegura, no le dijeron nada acerca de esos micros. Una escucha ilegal más. ¿Qué importa? ¿Pero usted realmente no sabía nada?

– Voy a serle sincero, Méndez. Si le he dejado llegar hasta aquí es porque pienso contarle la verdad.

– ¿Tan insignificante le parezco?

– Sí.

– ¿Hasta ahí llega su desprecio?

– Sí.

Méndez no se ofendió.

– Siempre he oído decir -musitó solamente- que dinero es dinero. Que mucho dinero es poder, como en su caso. Y, digo yo, muchísimo dinero tiene que ser la hostia.

– Exacto, Méndez. Yo estoy situado en el centro de la hostia. Por eso puedo permitirme el lujo de ignorarle mientras no le veo, y de despreciarle cuando le veo. ¿Conforme?

Y dejó en el cenicero de Sévres su cigarro a punto de consumirse. Méndez siempre había oído decir que a un habano de alta clase hay que dejarlo morir encendido y con dignidad.

– Capto su desprecio hasta en el humo -susurró Méndez-. Casi me lo echa a la cara. Pero al menos dígame la verdad.

– Se la diré, y es bien sencilla. Mis técnicos revisaron todas las instalaciones cuando llegó una oferta solvente de alquiler, aunque esa oferta no se haya materializado aún. Pensaba levantar luego un acta notarial, para acreditar que yo entregaba la casa en perfectas condiciones, en previsión de algún desperfecto. Y entonces descubrieron el primer micro, y luego todos los demás. Tampoco era tan difícil.

– ¿Usted sospechó que los había colocado la policía?

– Claro.

– ¿No reclamó?

– ¿Por qué? Podían haberlos colocado para un anterior inquilino. Yo no sabía la fecha exacta de su instalación, de modo que cabía esa posibilidad. Podían haberlos colocado para el nuevo inquilino, lo cual era lo más probable. Pero, en todo caso, de momento los tenía yo. Podía decir cualquier cosa que me resultara beneficiosa ante la policía, porque la policía la sabría. Es decir, jugaría con ellos si hacía falta. Y como averigüé la onda en que lo recogido por los micros llegaba a la central de datos de la bofia, oiría todo lo que se hablaba. Usted, Méndez, ha dicho antes que mucho dinero es poder. Mucha información también es poder. ¿Está de acuerdo? Claro que usted nunca ha tenido ninguna de las dos cosas: ni dinero ni información. Es inútil.

– ¿Usted captaba de vez en cuando lo que se decía en la casa y quedaba grabado?

– Sí, de vez en cuando. Era como el que capta una emisora con informaciones idiotas. Comentarios de los empleados de la agencia, de las mujeres de la limpieza, de los aspirantes a inquilino… Y de tarde en tarde había alguna cosa con gracia. Por los micros me enteré de que el portero de la finca se había tirado a media España, y su mujer a la otra media.

– Siempre he dicho que toda España está jodida -aseguró Méndez.

Gomara volvió a encender otro habano.

– ¿Le molesta?

– Qué va -susurró Méndez-. Para el último habano que compré necesité un aval. ¿Y quién más conocía lo de los micros en la casa?

Gomara vaciló por primera vez, pero al final dijo:

– Mi hija. Nunca le oculté información alguna.

– ¿Única hija?

– Sí.

– ¿Virginia? Es decir, ¿Virgin?

Sólo un observador como Méndez podía notar que la mano y el nuevo habano de Gomara temblaban un momento.

– Le voy a tener que devolver el honor -dijo el banquero, tratando de reír-. Ha averiguado usted bastantes cosas.

– ¿Virgin sufrió una hepatitis C hace tiempo?

– Definitivamente le devuelvo su honor, Méndez.

– ¿Su hija tenía malas compañías, señor Gomara?

– ¿Qué quiere decir?

– Usted lo sabe perfectamente.

– No… No tenía malas compañías. Lo normal. Las chicas modernas salen hoy con mucha gente, pero en su caso nada especial. Yo nunca tuve un problema con Virgin, excepto uno de fondo, uno de esos problemas que el tiempo arregla: ella no quería sucederme, no quería tener y dominar un banco, pese a saber que era mi única heredera. Pero esas cosas les pasan a mucha gente, desde el dueño de un restaurante al dueño de una fábrica de hilados, cuando saben que tienen un único heredero… Ah… Los hijos no se fabrican a medida. Pero, contestando a su pregunta, le diré que nunca tuvo malas compañías. O, mejor dicho, vamos a ver: todo tío que quiere empitonar a tu hija por las bravas es necesariamente una mala compañía, aunque ella no lo sepa.

– Perdone la brusquedad de la pregunta: ¿su hija quería ser empitonada por mucha gente?

Ahora sí que la mano y el habano de Gomara temblaron ostensiblemente.

– Es usted un cabrón, Méndez.

– Sí.

– Un hijo de puta.

– De eso tengo hasta un diploma.

– A pesar de todo, contestaré a su pregunta. En efecto, a mi hija la miraban con deseo muchos hombres. Ya ve que empleo el tiempo pasado, porque sospecho que usted lo sabe todo, es decir, que está muerta. Ya le he devuelto el honor de ser un buen policía, Méndez, que es el único honor que le queda, aparte, supongo, del honor anal. Mi hija no sólo era guapa; también era elegante, dulce, culta y encima tímida. Y más encima todavía: era rica. La mitad de los hombres, incluso los que han recibido órdenes sagradas, se mueren por tirarse sobre una mujer así. Y si es rica, mejor. Cualquier desgraciado estalla cuando piensa que puede encontrar la lengua de una mujer rica.

Méndez guardó un momento de silencio. Algo le dijo que Gomara también se había criado en la calle.

Luego susurró:

– Siga.

– Un día mi hija desapareció -dijo Gomara con un hilo de voz.

– Y usted la buscó en todas partes. En la casa de los altos de Serrano también, claro. Y encontró sangre. Y comprobó todo lo que se había grabado a través de los micros.

– Sí.

La voz de Gomara era apagada, lejana. Se diluía en el humo del habano, que como se sabe es un humo en el que se diluye el tiempo.

– Le pido que me siga contestando con sinceridad -dijo Méndez-. ¿Llegó usted antes que la policía?

– Imagino que sí. La policía es muy rutinaria y muy gandula. Cuando monta una escucha de espera, no la atiende al minuto. Las conversaciones quedan grabadas, como las grababa yo. Por supuesto, era inevitable que también ellos lo supieran rápidamente, pero por muy poco tiempo llegué antes yo.

– ¿Y no tocó nada?

– No.

– Porque ya se había trazado un plan al margen de la ley.

– Yo no creo en la ley.

– Que usted, un banquero, no crea en la ley es lógico. Pero yo, que soy policía, tampoco creo en ella. Y pienso que, al oír las grabaciones, supo exactamente lo que le había pasado a su hija.

– Lo supe… exactamente.

– Y no presentó ninguna denuncia.

– ¿Para qué? Era relativamente fácil capturar a los criminales, porque yo podía dar sus nombres. ¿Pero y luego? En el caso de que fueran condenados… no olvide que no había más pruebas que su voz, y su voz había sido grabada ilegalmente, al cabo de tres años ya estarían con permiso penitenciario. Si les daba la gana, podían pasar todo un domingo por la tarde contándome lo mucho que les había gustado el… el… la espalda de Virgin. Y salir con tercer grado al cabo de cinco o seis. La ley, amigo Méndez, es una chapuza, una burla. De modo que no presenté ninguna denuncia. Tenía ya mi plan.

– Explíquemelo.

– Lo primero y elemental era tratar de encontrar el cuerpo de mi hija.

– ¿Gastó en eso mucho dinero?

– Un camión de dinero. Cuanta más discreción pedía, más gastos. Pero no me importó.

– Lo que le importó fue fracasar.

– Sí. No había ni rastro, y en cierto modo me lo explico. Puede usted enterrar un cuerpo al pie de un árbol y no lo descubrirán hasta que derriben ese árbol, como ocurre siempre, para hacer una urbanización. Me lo expliqué, repito. Pero eso no hizo más que aumentar mi odio. Mi odio se hacía rojo. Subía como una columna de mercurio en el desierto.

– Por supuesto, usted supo en seguida quién era el que acababa de asesinar a Virgin.

El habano de Gomara cayó al suelo. Lo recogió.

– Claro que lo supe. No aparecía su nombre, pero era igual. La voz delataba a Leo Patricio, mi jefe de seguridad. Era como tenerlo delante.

– ¿Usted había notado si ese tal Leo se había pasado alguna vez con Virgin?

– Notaba que le gustaba mucho y que la miraba con codicia, pero me pareció lógico. Todos los hombres miraban a Virgin. Y ése era un perro que comía de mi mano y al que le tenía bien puesto el bozal. Imaginaba que el bozal no se lo llegaría a quitar nunca.

– Había otros dos.

– Sí: David Mellado y Alberto Parra, pero esos no intervinieron directamente. Sólo contribuyeron al engaño para que Virgin fuera sola a la casa de Serrano. Supongo que usted, Méndez, ha investigado para llegarlos a conocer.

– He entrado en contacto, digamos circunstancial, con unas delicadas partes de sus cuerpos: el ano barrenado de David y los huevos al'ast de Alberto Parra.

– Supongo que estará de acuerdo conmigo en que han sido dos buenos trabajos -musitó Gomara con una chispita de felicidad en sus ojos.

– Perfectos. Pero usted solo no pudo hacerlo.

– No. Yo sólo ayudé, y por supuesto estuve delante durante el desarrollo de la tortura. Soy un experto, ¿sabe?, pero experto por casualidad. Me interesaba la psicología para dominar a los otros en la vida comercial, y llegué a estudiar dos cursos muy completos. En un libro extranjero había fotos de expresiones faciales. ¿Lujuria? Ahí tiene usted la expresión de felicidad y ansiedad de un tío mientras se supone que, un poco más abajo, una mujer de rodillas mueve la lengua. ¿Sed? La foto de un soldado desangrándose que se acerca a un río. ¿Dolor? ¿Miedo? Eso era lo más apasionante, porque se trataba de viejas fotos de suplicios chinos. ¿Por qué los cabellos humanos se erizan como puntas? Allí estaba: el chino mirando horrorizado cómo el verdugo le pasaba la sierra por el centro de las rodillas. ¿Por qué los ojos se salen de las órbitas? Allí estaba también: el chino colgado por los pies y con la cabeza empotrada en el interior de una jaula redonda, una especie de huevera antigua, donde había una rata hambrienta. De modo que yo, modestia aparte, era un experto en la cultura del horror. Y cuidé los detalles. Pero, eso sí, no me salí de la civilización más funcional, utilizando aparatos que se hallan en todas las casas modernas.

Méndez tragó saliva.

Ya no notaba ni el humo.

– Si usted sólo ayudó -dijo-, ¿cuántos hombres lo hicieron?

– Le parecerá mentira, pero sólo uno. Eso sí: un fenómeno. Una bestia. Lo contraté expresamente. Lo tengo contratado aún.

– ¿Cómo se llama?

– Váyase a la mierda, Méndez.

– Suponía que no me lo iba a decir. ¿Qué aparato guarda para Leo Patricio?

– He alquilado una serrería.

– ¿Una cinta continua?

– Sí.

– ¿Y pasar el cuerpo por en medio, como cuando se corta por la mitad un tronco?

Gomara dijo con toda tranquilidad:

– Sí.

– Pero aún no sabe dónde está.

– Es el único que me falta.

– ¿Los otros no le dieron datos antes de morir?

– No sabían nada, y yo creo que decían la verdad. Un hombre, en esas circunstancias, no miente, por duro que sea. Y mire que Alberto y David eran duros. Unos bestias. Los mejores agentes ejecutivos que un hombre honrado puede encontrar para desarrollar sus actividades comerciales con sosiego y con paz. Pero no sabían nada de dónde estaba Leo ni de dónde yacía el cuerpo de mi hija. Creo que tampoco sabían nada de su horrible muerte. Imagino que, a petición de Leo, la atrajeron con engaños a la casa, pero sin llegar a saber exactamente lo que iba a ocurrir.

– ¿Entonces por qué huyeron?

– Leo debió de advertirles que yo estaba rabioso, aunque sin explicarles la razón. Y les aconsejaría que se abrieran una temporada, como se dice hoy. O si llegaron a barruntar algo de lo sucedido, se asustaron tanto que habrían sido capaces de ir nadando hasta las costas de Florida. El caso es que no me fueron de demasiada utilidad.

Añadió en voz más baja:

– De todos modos, tampoco pude presionar demasiado, es decir, no pude dejarles soltar un discurso. Las circunstancias quisieron que los atrapara en sitios habitados, o sea, que tenía que amordazarlos. Y si les quitaba la mordaza para que hablasen, podían lanzar un grito.

– ¿Esos dos eran ayudantes de Leo?

– Y muy buenos.

– Eran unos mal nacidos, marranos y dados por el saco -declaró Méndez.

– Sería en sus vidas privadas, porque conmigo cumplían. Y en sus vidas privadas no acostumbraba a meterme, aunque ya sospechaba que no se pasaban las fiestas en misa. Yo quería perros de presa, Méndez, y a un perro de presa le pides que sepa morder.

– ¿Leo Patricio es aún peor?

– Sí.

– Descríbamelo.

– De unos treinta años. Un atleta de expresión dura, de esos que vuelven locas a las mujeres. Las tenía chifladas, porque las mujeres de hoy carecen de gusto. O buscan ya la novedad, porque se han ido volviendo como los hombres. No lo sé ni me importa. Siempre imaginé que, con el cuento de protegerlas en sus transportes de dinero, se había cepillado a algunas de mis mejores dientas. Tampoco me importaba. Lo único que yo sabía con certeza era que nunca se llegaría a cepillar a mi hija.

Méndez entrecerró los ojos.

Esos ojos ya no eran normales. Eran pequeños, duros; eran los ojos de la serpiente vieja.

– Pero se la cepilló -dijo con un hilo de voz.

– Cállese, Méndez, o lo echo de la casa.

– No tiene por qué ofenderse; en realidad estamos pensando lo mismo los dos, y es lógico. Un ano barrenado, un pubis pasado por el soplete sólo se explica por ese pensamiento terrible. Y algún día Leo Patricio aparecerá dividido en dos mitades exactas, con manantiales de sangre hasta en el techo de la serrería. ¿Es ése su proyecto?

Gomara dijo con perfecta calma:

– ¿Y qué espera? Además, el alquiler de la serrería tampoco me sale barato.

– Le pescarán, Gomara.

– ¿Por qué?

– Piense un poco: cuerpo partido en dos por la sierra. Tío que ha alquilado la serrería vacía. No es tan difícil.

– Y usted piense un poco también, Méndez: la serrería la ha alquilado una sociedad extranjera por medio de Internet. El pago lo ha hecho la sociedad extranjera con dinero electrónico. En Internet se perderá la pista.

Méndez contempló admirado la habitación: los cuadros, la platería, las alfombras, los muebles de firma. Sólo faltaban los pezones de las niñas.

– Tiene usted una bonita casa -murmuró.

– Es lógico. Hago negocios en Barcelona y necesito dar una sensación de solvencia, que en este caso es, además, una sensación perfectamente ajustada a la realidad.

– ¿Me equivoco al pensar que, si ahora vive aquí, es porque no se puede soportar los recuerdos de la casa de Recoletos?

– No, no se equivoca.

– ¿Se da cuenta de que ha confesado, Gomara?

– Sí.

– ¿Y se da cuenta de que puedo denunciarle?

Gomara lanzó una risita tenue.

– Méndez, no sea ingenuo. Sé lo bastante de usted para saber que no lleva una grabadora, pero antes de que salga me aseguraré de que es así. Luego podrá acusarme, claro. ¿Pero de qué va a servir? Usted es un policía despreciable, al que nadie va a creer, mientras que yo soy un banquero de prestigio nacional. Soy un hombre de prestigio, Méndez, métase esto donde le quepa. Me deben favores los jueces, los altos policías y ya no digamos los políticos, que si están en ese trabajo es sólo para ganarse la vida. Pero hay más: también soy un hombre con un cierto golpe de vista. Y sé que usted no va a hacer nada por salvar lo que aún queda de la corta vida de Leo Patricio. Nada. Tal vez lo que hará será leer el informe de la autopsia. ¿Y qué dirá entonces? Por favor, refrésqueme la memoria.

La serpiente vieja musitó:

– Bien muerto está. Que le den pol saco.

– ¿Lo ve? Usted también conoce la vida, Méndez. La vida no se explica sin la muerte. La vida siempre arroja un excedente biológico, un exceso de producción que hay que eliminar. En la vida hay mucha basura. Limpiémosla. Y no lloremos sobre el cubo de los desperdicios, porque eso es una idiotez. Al contrario, si el cubo contiene el cuerpo aserrado de un culpable, bailemos encima. Incluso no hay que llorar aunque contenga el cuerpo de un niño.

– ¿Usted no cree en nada, Gomara?

– No.

– Es un hijo de puta.

– ¿Y qué? No me siento ofendido por eso, aunque contestaré a su insulto. Mire, Méndez, ya habrá adivinado por lo que le he contado de los chinos que soy muy aficionado a las fotos antiguas. Y una vez vi una foto de tiernos niñitos en una escuela de primaria.

– ¿Sí? ¿Y qué?

– Uno de aquellos tiernos niñitos era Adolf Hitler.

Dio una larga chupada a su habano, concentrándose en sus pensamientos, y añadió:

– Ya habrá adivinado que desprecio el ABC de la sociedad, pero eso no me preocupa. Al contrario, sé que es el privilegio de los grandes hombres. Y ahora puede pensar en irse, porque creo que lo sabe todo. Incluso se ha hartado de ser fumador pasivo de las mejores labores cubanas, que al fin y al cabo resumen el sudor del pueblo. ¿Algo más?

– Sí -dijo Méndez, encogiéndose un poco-. Quizá no se molestará si tengo alguna otra pregunta que hacerle.

– No me molesto. Mi cortesía, pero también mi desprecio, llegan hasta el extremo de permitirle seguir hablando.

– ¿Qué otros negocios tiene usted, Gomara? Sus guardaespaldas asesinos hijos de puta no son los propios de un banquero normal.

– ¿Y usted sabe lo que es un banquero normal, Méndez?

– No.

– Pues cállese.

– ¿Alguien que tenía alguna relación con la casa de los altos de Serrano, concretamente un joven, viajó a París por cualquier motivo?

– ¿A París para ver a quién?

– A una chica que se llama Carol Mayor, hija de un hombre rico, separado de su mujer, que se llama Pedro Mayor.

Gomara se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea de quiénes pueden ser esas personas. Jamás he oído esos nombres.

Méndez tuvo la sensación de que el banquero decía la verdad. Pero hizo otra pregunta:

– Por pura curiosidad, Gomara: ¿de veras piensa atrapar a Leo Patricio? Está soñando si piensa que él se va a fiar de usted. Está soñando si piensa que se va a fiar de su otro asesino, ese fenómeno del ruedo cuyo nombre ignoro todavía. No caerá en una trampa.

– Bueno… Quizá tenga razón, Méndez. Ya he pensado en eso. Puede que elija a otra persona para acorralarle.

– ¿Una mujer?

– A todos los hombres nos acaba acorralando una mujer, eso es verdad. Y encima nos las damos de listos. ¿Pero por qué lo pregunta?

– Porque Alberto Parra llegó de manos de una mujer al sitio con espejitos donde ya le estaban aguardando los descuartizadores.

Gomara no se inmutó. Se encogió de hombros simplemente.

– Es posible -musitó.

– Esa mujer aparecerá muerta, ¿verdad?

– Es posible.

Méndez achicó los ojos aún más. Ahora la serpiente vieja no sólo miró. También lanzó una especie de silbido.

– Gomara -dijo-, ha cavado usted su tumba.

– ¿Yo? ¿Por qué?

– Hay cosas que puedo entender y hasta perdonar. Otras no. Otras me sublevan. Me vuelven negro hasta el semen.

– ¿Qué semen?

Méndez encajó el insulto con un pestañeo. Aunque quizá no fuera un insulto, quizá fuera una verdad.

– Cuando aparezca el cuerpo de esa mujer iré a por usted, Gomara. Iré a por usted. Lo juro.

– ¿Y qué cree que podrá hacer? Nada, Méndez, nada. Ningún jefe creerá en su palabra, ningún juez dará curso a una denuncia, a menos que haya pruebas. Y pruebas no habrá ninguna. Puede usted forzar las cosas, naturalmente, organizando un escándalo periodístico, porque yo soy una presa, digamos, llamativa y apetecible. Pero si habla con un solo periodista llenaré de querellas por difamación todos los tribunales de España. Hundiré periódicos. A usted no tendré que molestarme en hundirle, porque ya lo está.

Depositó su segundo habano en el cenicero, para dejarlo morir con dignidad. Luego musitó:

– Seguro que no se ha encontrado nunca con alguien como yo, con tanta capacidad de desprecio.

– Lo que es seguro es que nunca he hablado así con un criminal, Gomara.

– Tal vez le da por pensar que he cometido una imprudencia.

– Una imprudencia lógica, Gomara. Tantos estudios de psicología y no ha pensado en su reacción. Usted está orgulloso de la venganza que ejerce sobre los asesinos de su hija. Le parece que así la resucita. Y necesita contárselo a alguien.

Gomara pareció reflexionar. Dio una cabezada, torció la boca a un lado y susurró:

– Bueno… Es curioso, pero quizá tenga razón.

– También tiene un orgullo tan desmedido que escupe sobre el peligro. Se cree el centro del mundo.

– No, Méndez. Soy un hombre con más dosis de humildad de lo que usted piensa.

– Todos los que se consideran el centro del mundo dicen lo mismo para justificarse. Una vez dieron la mano a un conserje: en consecuencia, son humildes. -Añadió-: Claro que eso es para ellos como una especie de defensa propia.

– Cierto, Méndez, tal vez tenga razón. Pero en mi caso he creado un imperio.

– ¿Para quién, Gomara? En primer lugar fundó su imperio para poder creer en sí mismo. ¿Pero luego para quién?

Gomara vaciló un momento. Al fin musitó:

– Para mi hija.

Méndez guardó silencio. El aire de la habitación había cambiado. Hasta el humo de los habanos se estaba agriando.

– Lo siento, Gomara -musitó-. No hay nada peor que un imperio creado para nadie.

Y se puso en pie para irse mientras preguntaba:

– ¿Me registra?

– No hace falta. El marco de la entrada al piso es un arco de seguridad más sensible que los de los aeropuertos, con la única diferencia de que no produce pitido alguno. Pero envía algo así como las radiografías de los objetos, por un sistema de radar, a un control que tengo en otra habitación, a cargo de un hombre de confianza. Ya podrá imaginarse que en mi casa cuento con alguna protección, Méndez.

– En ese caso, su hombre de confianza habrá notado que llevo un pistolón enorme y antiguo. Mis compañeros dicen que es una pieza de artillería naval.

– Daba por descontado que usted iría armado, Méndez, pero eso no me preocupa. No ha venido usted aquí a matarme ni a robarme los objetos de plata. Lo importante es que no lleva ningún aparato de grabar, porque me habrían advertido.

– El que le advierte soy yo. Habrá cavado usted su tumba, Gomara, en cuanto aparezca la mujer muerta.

– Le invitaré a mi entierro, Méndez.

– ¿Le gustan los desafíos, verdad?

– Toda mi vida ha sido un desafío.

Méndez salió. Todo debía de estar controlado en el piso, porque una de las doncellitas, sin que nadie la avisase, acudió a abrirle la puerta.

Hacía frío en la parte alta de la ciudad, un frío que llegaba de más arriba, de los jardines aristocráticos de la Bonanova, de los colegios de lujo y las entrepiernas heladas de sus monjas. Méndez buscó un bar de jubilados, como los de su barrio, para pedir un coñac barato. Pero nada, ni un local abierto. En la parte alta de la ciudad, la gente se jubila en casa.

21 UNA CUESTIÓN DE RUEDAS

El abuelo también se había jubilado en casa, pero era porque llevaba casi dos años de baja. Los tres jóvenes estaban hartos de verlo, de oírle gruñir, de verle esperar ante la puerta del váter porque decía que los cabrones del Seguro no le habían curado la próstata. La abuela también estaba harta, y al menos dos veces al día le preguntaba cuándo se iba a morir. El abuelo sonreía aviesamente y trataba de tocarle el culo a la nieta más pequeña.

Uno de los jóvenes masculló:

– Cualquier día lo echo por la ventana.

– ¿Sí? ¿Y qué haréis sin su pensión?

– Eso le salva.

Los tres amigos, reunidos en el piso de uno de ellos, junto al río Besos, tenían sin embargo otros planes, al margen del viejo proyecto de tirar al abuelo por la ventana. Habían pasado la tarde en uno de los dos dormitorios, viendo películas porno, y ahora estaban más empalmados, decía uno de ellos, que el caballo de Espartero. Fueron a la cocina, para decirle a la abuela que se iban, pero no entraron porque la cocina apestaba. También apestaba la escalera desde que se había roto toda la tubería de aguas fecales en el piso inferior. Y llevaba así diez días, con zumos urbanos resbalando por la pared. El Botas, que era ya un experto, sabía lo que habían comido el guarda jurado del segundo, la viuda del cuarto y sobre todo la rubia -parecía mentira, con lo bonita que era- del séptimo.

El Peter dijo:

– Algún día se la meteré por allí.

– No seas idiota. A una que vive tan cerca no le podemos hacer nada.

Salieron a la calle llena de papeleras volcadas y de bancos urbanos rotos la noche anterior. El viento soplaba bajo y arrastraba hasta ellos los humos de la incineradora. Una niña orinaba entre los escasos parterres. El bar más próximo lucía un toldo ya casi negro que decía: «La Manolita. Tapas de confianza.»

El Tifa gruñó:

– Mierda de miseria.

– Pues yo tengo una idea -dijo el Peter, que estaba más empalmado que nadie.

– ¿Qué?

– Una mujer rica.

– Hostia -aceptó el Botas-. Como la de la última película. ¡Qué bien vestida que iba! Y llevaba joyas hasta en el ojete.

Pero para poder hacer una incursión hasta los barrios altos hace falta algo, como por ejemplo un coche fetén. Y en el Besos no hay coches fetén, sino Seats Ibiza de tercera mano y encima pagados a plazos. También hay Mercedes y BMW, claro, y hasta algún Jaguar, pero esos no los toques, porque los conoce todo el mundo y son de los traficantes. Hacía falta un coche no demasiado llamativo, pero decente, que no despertara el interés de la bofia al verlos dentro, y al mismo tiempo permitiera acercarse a una mujer bien vestida en una calle de los barrios altos. Un coche, dijo el Peter, de un joputa de la clase media.

Tuvieron suerte. Es nuestro día, pensó el Botas. Un Renault, casi impecable, aunque no nuevo del todo, estaba estacionado de cualquier manera en el único descampado aún virgen del barrio, es decir, en el único sitio donde aún no se levantaba una casa de protección oficial. Para mayor coñazo, pensó el Peter, nadie se había ocupado de cerrarlo bien. Era el típico coche robado donde una pareja del barrio -por ejemplo, la Mari Pili y el Thomas, pensaba el Tifa- se habían dado el lote de Palm Beach.

Pero no era un coche robado, porque no tenía hecho el puente. El Tifa dijo:

– Se han dado el lote y no se han preocupado de cerrar bien. O quizá luego lo ha forzado alguien.

– No lo parece -gruñó el Botas-. ¿Pero qué más da?

– Mira, ahí, en el asiento, hay una manchita de sangre.

– Habrán desvirgado a la tía.

– Idiota, ya no hay vírgenes.

– Pues habrán dadopol culo al tío.

– Eso sí.

– Bueno, menos coña y más prisa -gruñó el Peter-. No vamos a estar aquí hasta que se nos hiele el pito. Tú, Botas, vigila mientras hago el puente.

El coche arrancó. Los tres subieron. El Peter conduciendo, y los otros dos atrás para poder sujetar a la tía. Se dirigieron al Nudo de la Trinidad, para desde allí rodar por el Cinturón a los barrios altos, que como se sabe estallan de tías bien vestidas, cachondas y ricas.

Pero que ése era su día de suerte estaba escrito. Antes de llegar al Nudo descubrieron en una calle lateral, tranquila y solitaria, a una mujer joven que iba a llamar por el interfono de una escalera. Los tres se pusieron tensos.

– Esa.

– Mira cómo se le marcan los pezones.

– Y qué culo.

– Lo tiene como aquella de la película.

– La que tomaba.

– Sí, pero ésta, además, se quejará.

Frenaron en plan pirata, subiéndose a la acera. La mujer lanzó un grito al ver que el coche casi la arrollaba y que se abrían aún en marcha las dos puertas de atrás. Fue a entrar de un salto en el portal, pero éste aún estaba cerrado. Volvió a gritar cuando una mano la sujetó por el pelo y tiró de ella brutalmente, bajándole la cabeza. Otra mano se le metió como un rayo debajo de la falda, subiéndole las piernas. No había terminado su grito cuando sintió que estaba en el aire. Tuvo un espasmo cuando la arrojaron como un fardo en el asiento de atrás. Lanzó una especie de vómito.

– La tía asquerosa.

– ¡Dale, Peter!

El chirrido alucinante de las ruedas. El impulso del coche fue tan brutal que chocó contra la pared, dejándose medio guardabarros. Algo rugió en el motor, pero ella sintió como si rugiera dentro de su cráneo.

El Botas gritó:

– ¡Lleva liguero y medias!

– ¡Como la de la película! -masculló el Peter mientras se saltaba un semáforo en rojo y apretaba el gas a fondo.

El Tifa sólo pudo decir:

– Hostia.

En las películas, las tías llevaban liguero y medias, pero en el barrio no. En el barrio sólo veías tendidas bragas que se habían ido volviendo marrones y docenas de pantis.

– Oye, esta tía está muy buena. Con ésta, un rápido no -gritó el Peter desde el volante.

– A ésta hay que aprovecharla bien.

– Hay que hacerle daño.

– Que grite, la cabrona.

El Tifa volvió a decir:

– Hostia.

La mujer se encabritaba dentro del coche, sujeta por cuello y piernas, pero no podía hacer nada. Con los ojos fuera de las órbitas, escupía sobre el pantalón del Botas una especie de salivilla roja. El Botas le apartó las bragas y le metió dos dedos hasta el fondo del sexo.

– Lo tiene seco.

– ¿Y qué quieres? ¿Que se te corra?

– Ya se correrá.

– Pero necesitamos un sitio tranquilo.

El Peter sugirió:

– Montcada. El sitio de la otra vez.

El Tifa balbuceó:

– Hostia.

– Oye, la puta se mueve.

– No podemos llevarla así. Va a romper un cristal con las patas.

– Pues para qué coño queremos el maletero.

– ¡Eso es! ¡El maletero! ¡Para ahí, Peter! ¡Ahí, debajo de la autopista! ¡No nos ve nadie! ¡Ahí! ¡Gira a la derecha, mierda! ¡La metemos en el maletero y que se joda!

El chirrido de frenos fue alucinante otra vez. El coche se detuvo al lado de unos zarzales, bajo el cemento de la autopista que aullaba hacia el progreso, en un camino de tierra que terminaba en dos pilares, al borde de la ciudad sin nombre. La mujer gritó con todas sus fuerzas, con toda su alma, con todo su sexo. El camión que pasaba por encima tapó su alarido. Dos coches llenos de matrimonios felices por poco se vienen barandilla abajo.

El Tifa dijo:

– Hostia.

Los dos de atrás saltaron del coche, arrastrando a la mujer por el pelo. Sabían que así era como estaba más indefensa. Por si acaso, el Botas le tapó la boca. El Tifa siguió pensando que era su día de suerte.

– El maletero está abierto. ¡No hay que forzarlo!

– Joder!

– ¡Adentro con ella!

Fue el Tifa quien alzó la tapa. Dentro del maletero estaba la mujer desnuda. Seguro que llevaba más de un día allí, porque ya estaba incluso amarilla. La sangre seca parecía salir hasta por el tubo de escape. La garganta seccionada era una horrible brecha roja. Sus ojos, en cambio, aquellos ojos enormes que miraban al Tifa, parecían vivos.

El Tifa no tuvo fuerzas ni para bajar la tapa del maletero. Balbuceó:

– Hostia.

22 UNA CUESTIÓN DE CUCHILLO

El jefe masculló:

– Hostia.

Luego anduvo hasta el otro lado del despacho y se detuvo ante la ventana, desde donde se veía un patio interior, una galería de vecinos, un árbol disecado y un perro que lo fertilizaba con su orina. Encendió un cigarrillo comprado de contrabando en la boca del metro.

– Méndez.

Méndez dijo brillantemente:

– A sus órdenes, señor.

– Le parecerá mentira, pero le voy a encargar un trabajo.

– Sí, señor, me parece mentira.

– La mujer la encontraron aquellosjoputas del coche, ya lo sabe usted. Se llevaban a otra para follársela en un descampado de Montcada, pero estaban tan cagados que la tuvieron que soltar en seguida. Fue ella la que presentó la denuncia. De buena se libró.

– ¿Qué pasó con los tresjoputas?

– Nada. Correccional, y a la calle cuando quieran. Ya lo sabe usted, Méndez: laGeneralitá de los cojones y la política de protección del menor. Ahora, al menos, esos tres se han llevado algo de lo suyo. No ha sido como en los buenos tiempos, pero ha sido algo, digo.

– ¿Qué ha pasado?

– El novio de la tía del culo gordo es guardia civil.

– Ah.

– Los ha podido correr a hostias. El abuelo de los menores ha presentado una denuncia.

– ¿Y qué?

– Hemos tenido que detener al abuelo. Resulta que se tiraba a la nieta.

Méndez musitó:

– Mierda de barrios.

– Ahí entra usted, Méndez, si es posible hacerle entrar en alguna parte. Tenemos todo el historial de la mujer muerta en el maletero del coche: treinta y cinco años, no demasiado guapa y ya en decadencia, con dos hijos, separada, mamona en las cercanías del Nou Camp. Cuando tenía suerte y pescaba un buen cliente, lo llevaba a un meublé de cierto lujo, cerca de Pedralbes. El mismo donde apareció aquel tío con un agujero en el pubis que podías meterle la guía telefónica.

Méndez cerró los ojos.

Conocía el sitio, claro.

– Yo denuncié la aparición de aquel cadáver -musitó.

– Por eso mismo. Le he añadido al grupo que investiga ese caso, pero me obedecerá directamente a mí. Pienso que ha de haber una relación entre el tío deshuevado y la muerta del maletero.

Claro que había una relación, pensó Méndez, desviando la mirada. Ella era la mujer que había atraído a Alberto Parra a la habitación donde esperaban los perforadores, los buscadores de petróleo. Ella era la mujer que tarde o temprano tenía que aparecer muerta porque sabía demasiado. Y ya había aparecido.

Méndez susurró:

– Gomara, has cavado tu tumba.

– ¿Qué dice?

– No, nada. Hablaba solo.

– Pues cuando un tío habla solo, mal asunto. Hágaselo mirar.

– Sí, señor.

– Sabiendo eso sobre la mujer, hemos dado los críos a laGeneralitá para que los engorde. Luego hemos trincado al marido por si la mató. Es inocente, porque a esa hora estaba dejando preñada a otra. Hemos hecho una investigación entre los chulos de la zona, pero ella no tenía chulo. Luego hemos preguntado entre las amigas, pero ella no tenía amigas. Y hemos buscado entre los clientes habituales, pero ella no tenía clientes habituales: sólo gente de paso.

– Una investigación gloriosa -dijo Méndez.

– El forense nos ha dado el único dato importante. -Consultó un papel-: Mujer degollada, con una herida tan profunda que llega a producir rotura de vértebras cervicales. Autor: hombre muy fuerte, de un metro setenta y cinco aproximadamente, situado a su espalda: le doy sólo lo esencial, Méndez. Zurdo. Arma empleada: una gumía.

Méndez susurró:

– Es arma árabe.

– Se puede encontrar en muchos sitios, pero, efectivamente, es arma árabe, o al menos son los moros los que la usan mejor. No la hemos encontrado en ningún punto de la investigación, aunque los datos que tenemos sobre ella son ciertos. En cuanto a la mujer, la mataron en un sitio determinado y luego la metieron en el maletero del coche.

– ¿A quién pertenece?

– A un tendero de Les Corts que debe de tener mala pata, porque el coche lo robaron dos veces. Una, el asesino; dos, los violadores. Lo curioso es que el primer ladrón, el asesino, no necesitó hacer el puente.

– Lo cual indica que tenía llaves falsas. Vamos, que era una especie de profesional -dijo Méndez.

– Cierto, y ahí entra usted. No hace falta ser muy listo para llevarte a una puta de medio pelo, mientras le enseñes unos billetes y conduzcas un coche, pero en el coche no la mataron porque habría quedado bañado en sangre, y la sangre sólo aparecía, en forma de manchita, en uno de los asientos. Para mí que fue una salpicadura. Mi teoría, Méndez, es que la trincaron estando ella de pie y al lado del coche, con el asesino a su espalda. Luego, recién degollada, la metió en el maletero, y allí dentro sí que quedó todo como en la batalla de Trafalgar. Incluso la sangre tenía que haber rezumado por las junturas, pero el coche era nuevo. ¿Sabe lo que eso significa?

– ¿Qué significa? -preguntó Méndez.

– Que Encarna, la puta callejera, hace esquina por las cercanías del Nou Camp. Un cliente habitual se la lleva en su coche para que le haga un servicio. Digo que es un cliente habitual porque no van a un sitio frecuentado por Encarna. Si se tratara de un desconocido, ella no habría accedido a moverse de las cuatro calles a las que van a parar todos los coches, y donde más o menos se sienten protegidas porque allí están sus compañeras. Van a otro lugar que el asesino elige, y que es mucho más solitario. ¿Por qué ella le deja elegir? Pues porque le conoce. Ése es el primer punto que debe usted tener en cuenta, Méndez.

– Segundo punto: ¿en qué calle la mató? Supongo que habrán encontrado más sangre que en un matadero.

– Claro que sí. Es la calle Caballero, muy aristocrática y tranquila, sobre todo a partir de las dos de la madrugada. Allí había no sólo un lago de sangre, sino dos trapos completamente rojos con los que el asesino limpió las salpicaduras del coche.

– El también debió de quedar como para ir a la tintorería… -dijo Méndez.

– No tanto, porque se supone que en el momento del degüello estaba protegido por el cuerpo de la víctima. De todos modos, quizá eso explique la manchita en la tapicería del coche. No puedo darle más datos, Méndez: ya sabe que el crimen perfecto no es el crimen científico. El perfecto es el que comete un tío desconocido, en una calle solitaria y con un garrote.

– Un asesinato celtíbero -dijo Méndez.

– Con lo que le he dicho, tiene que ayudarnos a encontrar al moro, si se trata de un moro. ¿Se ha hecho ya una idea de la situación?

Méndez no tenía apenas datos, pero susurró:

– Usted piensa que es un moro, argelino, tunecino o marroquí preferentemente, que vive en los barrios bajos de Barcelona. Y como yo conozco un poco los barrios bajos de Barcelona, me ha endosado el muerto a mí.

– Más o menos.

– Le diré lo que pienso: ante todo, tiene que ser un tío relativamente acomodado, con casa propia, o sea, que no vive en una pensión.

– ¿Por qué?

– Porque en una pensión no podía presentarse con manchas de sangre en la ropa y luego dársela a lavar a la patrona.

– Es verdad. Debe de vivir solo en un piso, y en este caso se lavó la ropa él mismo.

– Segundo punto -dijo Méndez-: por tanto, tiene algún dinero. Paga un alquiler, va de putas aunque sean baratas, y a las putas no les extraña verle en un buen coche.

– También es verdad.

– La mayoría de los coches los roba en plan profesional, lo que indica que podría trabajar para una red de los que birlan bugas de grandes marcas para entregarlos a unos «exportadores» que les cambian la identificación.

– He pensado lo mismo -dijo el inspector-. Dos hombres están preguntando en la zona si alguien se presentaba allí con un coche distinto cada vez. Las tías se fijan en todo.

Méndez negó con la cabeza.

– No lo haría -susurró-. Debe de rodar con un coche aceptable o incluso bonito, pero no de gran lujo. Los coches de gran lujo que roba son para el negocio, y cuanto menos los enseñe, mejor. Del sitio donde los birla han de ir en línea recta al sitio donde les cambian todos los números, y él lo hace siempre así, porque el trabajo es el trabajo. Nunca mezcles las cosas. Donde comes, no cagues. Donde tienes la olla, no metas la polla.

– Siempre será usted un policía de los barrios bajos, Méndez.

– Con mucha sabiduría popular.

– Bueno, déjese de coñas y siga resumiendo.

– Resumo: moro seguramente, dueño o inquilino de un piso, con un coche pasable, con buena vida aunque sin medios de vida conocidos, frecuentador de ambientes nocturnos y putero benemérito. Ése es el cuadro.

– Pues ese hombre es suyo. Jódalo, Méndez.

Méndez dijo educadamente:

– Delo por jodido.

Y salió.

La verdad es que sabía exactamente quién había ordenado aquel crimen y en qué lugar vivía, pero no podía atacarle directamente. Ir a a él sin pruebas sería como darse golpes contra la pared. Hizo crujir sus nudillos y pensó que el moro (si era un moro) podía ser una prueba, pero tenía que cazarlo vivo. Inició su investigación nocturna por uno de los servicios dedicados al automóvil más importantes que hay en la ciudad, aunque no figura en las guías. Todas las mujeres de la Escuela Oficial de Lenguas le dijeron lo mismo: coches los hay de todas clases, clientes los hay de todas clases y cabrones los hay de todas clases, pero a la hora de correrse todos dicen lo mismo. Estaría bueno que nos fijásemos y que les hiciéramos ficha. De modo que no preguntes más, lárgate y que te den, macho.

Ni siquiera la trágica muerte de la Encarna las impulsó a hablar, porque todas tenían miedo. Vamos a ver: te chivas a un poli, vas a la comisaría, donde tienes que firmar, vas a un tribunal, donde enseñas la jeta, vuelves a la calle, donde enseñas el chumino, y te degüella el criminal que has ayudado a condenar, pero que ya ha quedado libre. Hala y que le den, Méndez, si es que no le han dado ya, que por el aspecto lo parece. Sólo una le insinuó que la Encarna iba a veces con un argelino que le pagaba bien, pero que la tenía aburrida porque era muy violento y muy vicioso en el coche. El dato de la altura coincidía: sobre uno setenta y cinco. ¿Solía ir armado? No lo sé, pero los argelinos siempre van armados, dijo la mujer mientras se perdía en la sombra.

¿Era ése el hombre que había convencido a la Encarna para que atrajese a Parra a la encerrona? No, seguro que no era él, pensaba Méndez. Tenía que ser alguien de más categoría, con dotes de convicción, que había sabido engañar a Encarna diciéndole que el atraer a aquel hombre era sólo para una broma y le había prometido encima una buena cantidad de dinero. El argelino (si se trataba de un argelino) era un simple ejecutor, que en el caso de que se fuera de la lengua también aparecería muerto.

Méndez, una vez consultadas las doctoras en Lenguas, pasó consulta con las mujeres de su barrio (que en muchos casos eran las mismas).

– ¿Aquí argelinos? -le dijo la Nati, un bloque de cemento de dos metros, menos por el lado de los pechos, donde hacía dos metros y medio-. Aquí argelinos ni uno. En esta manzana de casas hay mucho moraco, pero ni esos quieren a los argelinos, que son muy violentos y hacen rancho aparte. Busque en otro sitio, Méndez.

– Yo me parece que conozco a uno -dijo su marido, el Johnny, que medía cincuenta centímetros, menos por el lado del miembro viril, donde medía ocho-. Chulea diciendo que vive mejor que nadie.

– Tú te callas -ordenó la Nati.

– ¿Por qué lado vive? -preguntó Méndez.

– Por…

– Tú te callas, Johnny.

– ¿Tiene piso propio?

– Yo creo que…

– Johnny, que te follen -dijo su mujer.

Al Johnny lo follaron.

Era difícil meterse en el laberinto de calles en reconstrucción, pisos en reparación y retretes en desinfección, dentro del mundo que frecuentaba Méndez. Y eso que Méndez conocía el terreno muy bien. Los inmigrantes legales se escondían, no fuera que los declarasen ilegales, y los ilegales (previa activa persecución por terrados, buhardillas clandestinas y antiguos palomares de la ciudad) juraban que no conocían a su padre, aunque suponían que se llamaba Mohamed. Méndez adelantó poquísimo en aquel terreno, aunque desde el principio había dado por supuesto que sería una cuestión de paciencia.

Consultó fichas sobre árabes pendencieros, explotadores de mujeres, derrochadores de dinero y ladrones de coches. Nada. El árabe vive en el subsuelo de la ciudad, y por tanto intenta llamar la atención muy poco. Algunos jovencitos se dedicaban a contentar señoras de culo ancho, desengañadas de todo. «No sabe usted lo terrible que es, señor Méndez: no hablan de pagarte hasta que les has echado tres.» Fue uno el que le dio la primera pista:

– Hablaré, señor Méndez, pero usted tiene que conseguir que me pague lo que me debe la dueña del súper.

– Pagará, amigo mío, porque de lo contrario le echaré un polvo yo.

– Entonces sí que no afloja la mosca, señor Méndez.

– Al contrario, antes de que yo le eche el segundo paga lo que sea.

– Bueno, pues por lo que usted dice podría ser el Kabir.

– ¿Por qué lo dices?

– Es más o menos de esa estatura, tiene cara de mala leche y sabe robar coches.

– ¿Y tú cómo lo has averiguado?

– Porque robó uno para tirarse a la hermana del Ansur, mi amigo, y mi amigo dijo que le iba a matar. -¿A quién? ¿A él?

– No. A la hermana.

– Siempre seréis iguales. ¿El Kabir vive bien?

– Mejor que los otros, aunque no sale del barrio porque en otra parte llamaría la atención. Para mí que le da trabajo una banda.

– ¿Se mete en líos?

– Sólo de mujeres, en lo demás es muy callado. Ah… A veces también juega. Y va más armado que si cada viernes, después de la oración, tuviese que empezar la guerra santa.

– ¿Vive solo?

– A veces con una putita.

– ¿Y dónde?

– ¿Sabe usted un bloque de viviendas sociales en la calle del Olmo, que lo llaman la Quinta Galería? -Pues claro que lo sé.

– Enfrente, en una habitación que le han hecho en el terrado. La casa tenía antes dos negocios al lado de la puerta: un bar y un bar. Ahora tiene también un bar y un bar, pero con otro nombre.

Méndez conocía el sitio, conocía la casa, conocía los nombres de todos los bares de baja ralea desde que Barcelona fue inventada. Fue a uno de ellos, donde también lo conocían a él. Preguntó por el Kabir.

– No pierda tiempo con él, señor Méndez. Tiene los papeles en regla.

– No es para nada malo, es sólo por el asunto de una menor.

– Ah, ¿ve?, con las menores sí que se enmierda.

– ¿Está ahora?

– No. Nunca viene, cuando viene, antes de media tarde.

– Entonces me quedaré a comer.

– ¿Qué va a ser, señor Méndez? Servicio esmerado en la barra.

– ¿Qué tenéis?

– Sardinas de la costa acabadas de traer, carne de Almería acabada de matar, bonito del norte fresquísimo, oiga, como el de los anuncios. Ah, y unas albóndigas que todavía saltan.

– Bonito.

– No es por decirlo, señor Méndez, pero mi bar va ganando fama. El que tenía mala fama era el que había antes. El otro día, sin ir más lejos, vinieron a comer dos señores que dijeron que eran de la Guía Michelin.

– ¿Y qué?

– Bien, ¿cómo no? Sólo uno se mareó en la puerta. Ahí está el bonito, señor Méndez. En su punto y a la plancha.

Méndez no se mareó en la puerta porque no llegó a salir. Necesito estar más de media hora sentado, recibiendo en la cara el aire de la Ciudad Vieja. Le salvó su experiencia en hospitales de urgencia y en cocinas de posguerra. Cuando la sangre volvió a su cerebro le preguntó al dueño:

– ¿Has visto pasar al Kabir?

– No, señor Méndez. Por cierto, a ver si me puede hacer una pequeña recomendación. Usted tiene mucha influencia.

– ¿Para qué?

– Para que me metan en una guía francesa que me trae loco.

– ¿Sí? ¿Y cómo se llama esa guía?

– Les grandes tables du monde.

– ¿No están ahí Arzak, Zalacaín, Jockey y Le Grand Vefour?

– Me suenan.

– Pues tú también. ¿Qué menos? Dalo por hecho.

Y se metió en la escalera, recientemente restaurada, que le llevaría a la habitación ilegal del terrado. Ya que el Kabir no llegaba, quizá no sería mala idea esperarle arriba. Méndez resopló a partir del tercer piso, porque los peldaños eran estrechos, empinados y, según él, hechos con mala hostia.

La puerta del terrado estaba abierta. Buen asunto. El terrado le mostró el sol de la tarde, el milagro de las torres de la catedral, la elipse de las palomas, el pubis de una nena que tomaba el sol y los prismáticos de un viejo que, mientras la nena no se moviera, estaba dispuesto a tomar la luna. Había sábanas tendidas, braguitas unisex, camisas de soldado y camisetas de gala, con un anuncio de obras públicas. A un lado, en la lejanía, se divisaba el Tibidabo con sus jardines, sus torres de porcelana y sus fincazas construidas por el señor Mercedes Benz. Al otro lado, el Montjuïc de las tres chimeneas, el campo del Poblé Sec, la escalerita de la calle Margarit, los bares de caracoles y las verdes laderas que antes habían sido huertos familiares y barracas de porrón y conejo a la brasa. Toda una generación de niños de la República había descubierto allí que existía el sol, y toda una generación de viejos de la democracia reconstruida descubrían ahora que sus piernas ya no eran capaces de subir la montaña, pero dejaban que cada amanecer subiera su nostalgia.

Méndez entrecerró los ojos ante aquella visión que al fin y al cabo resumía su vida.

Miró el piso ilegal, que debía de constar de dos habitaciones. Tanteó la cerradura y comprobó que era fácil. Hizo trabajar su ganzúa de presidiario y abrió. Pudo ver una sala, y al fondo un dormitorio donde había pegadas a la pared tantas fotografías de tetas y culos, y encima tan bien puestas, que se podría hacer pagar entrada.

Méndez fue a entrar.

La hoja de la gumía, tan suave como un soplo de aire, le hizo un corte en la garganta.

– Quieto ahí, poli de mierda.

Méndez se estuvo quieto, porque cualquier movimiento le hundía la gumía hasta la yugular. Notó que la mano izquierda del argelino hurgaba en su funda sobaquera y le sacaba el pistolón capaz de derribar la pared de una casa. El Colt produjo un sonido rabioso al estrellarse contra las baldosas.

– Mucha casualidad que estuvieras esperando abajo, cabrón. Me han avisado. Y ahora ponte de rodillas.

Méndez comprendió que iban a degollarlo como a un cordero en un rito. La hoja de la gumía resbaló sobre su piel como en un afeitado diabólico. La muerte entró en sus ojos igual que una chispita de luz negra traída por el viento.

– ¡De rodillas te he dicho!

– No.

Sólo una cosa le quedaba a Méndez: el orgullo. Sabía que iba a morir, pero quería morir de pie. Fue también su orgullo el que le hizo mascullar unas últimas y piadosas palabras:

– Que se arrodille tu madre.

– ¿Para qué?

– Para que el cliente disfrute.

Oyó una especie de silbido rabioso a su espalda. Una saliva viscosa saltó a su nuca. La mano derecha se adelantó un poco para tomar impulso y segar de un tajo la garganta de Méndez.

Y entonces ocurrió.

Unas manos de hierro sujetaron al argelino por los brazos. La gumía brilló en el aire como un escupitajo al sol. Méndez volvió un poco la cabeza, sintiendo resbalar su propia sangre. Pudo ver una especie de sombra, y de repente oyó un alarido. Alguien embestía como un toro y, aprovechando el impulso, llevaba al argelino hacia la baranda del terrado. Una vez allí, le sujetó las piernas instantáneamente, en un movimiento decatcher. Aquellas piernas pasaron por encima de la baranda.

Méndez lo vio todo como en una alucinación.

Un salto del argelino, que trató de sujetarse a algo.

Al sol que calentaba a las viudas.

A la luna que asustaba a las niñas.

A los árboles lejanos de la montaña, al otro lado de la ciudad.

Méndez tuvo un pensamiento de mala leche: «No los ha alcanzado por poco.»

El cuerpo joven dio una pirueta en el vacío, braceó, volvió a gritar llamando a todos sus hermanos y a todas las madres de la kábila. Dio dos vueltas más sobre sí mismo y se estrelló en la calle, produciendo uncooop de barril que se rompe y dejando hasta las paredes teñidas de sangre.

Méndez se volvió.

El hombre ya no era joven, pues podía contar unos cincuenta años. Pero tenía musculatura de luchador retirado, cuello de toro encelado y cara de consagrado. Consagrado hijo de puta, pensó Méndez. Pocas veces, incluso en sus barrios de muerte, había visto una dureza así. El hombre entreabrió las piernas, le miró y dijo con voz opaca:

– ¿Usted es Méndez?

– Sí.

– ¿Se siente bien?

– Me he cortado al afeitarme.

– Le he salvado la vida, Méndez.

– Sí.

– Me va a tener que pagar con un favor.

– ¿Cuál?

– Diga que al cabrón ése lo ha arrojado por el terrado usted.

– ¿Y quién va a creerlo?

– ¿Y quién no? Kabir es un asesino. La gumía coincidirá con la que mató a aquella pobre mujer. Usted lo estaba buscando. Usted ha subido hasta aquí, y él lo ha sorprendido. Han peleado. Usted ha podido sujetarle.

– Sí -declaró Méndez-. Juraré que lo he sujetado por los huevos.

– Buena idea. Pero en la versión policial ponga «testículos», Méndez. Ha tenido suerte y lo ha podido enviar terrado abajo. Usted tiene un corte en el cuello, Méndez, causado por la gumía. Hasta el juez de guardia se va a correr de gusto cuando usted declare la verdad.

– ¿Y usted?

– Yo no existo. A mí no me ha visto nadie.

– ¿Cómo desaparecerá?

– Saltando de un terrado a otro y saliendo por otra calle. Desde hace cien años, todos los ponedores de cuernos del barrio practican esa técnica.

Méndez dijo:

– Le haré el favor.

El hombre dio media vuelta y fue a saltar al terrado inmediato. Tenía razón. Desde hacía cien años, en aquel barrio, habían usado esa técnica todos los ladrones de sábanas y todos los folladores de vecinas. El silencio era absoluto allí, en el mundo de las palomas, porque todos los gritos se concentraban en la calle. Méndez intentó comprobar si la nena del pubis había visto algo, pero la nena del pubis estaba vuelta de espaldas y gritaba por otra cosa: porque acababa de descubrir al viejo de los prismáticos.

– ¡Cabrón!

– ¡Tía buena!

Méndez le hizo un gesto al desconocido.

– Sólo una cosa. Luego huya.

– ¿Qué?

– Usted es el hombre de Gomara. El que hace los trabajos finos: el barrenador de culos y el perforador de huevos.

– ¿Y qué?

– Le puso ganas al asunto.

– Tenía mis motivos.

– ¿Y por qué ha matado al Kabir?

– Le venía siguiendo. Le tenía ganas.

– ¿Ganas?

– Mató a aquella mujer. Yo le había dicho que sólo la amenazara. Esas tías, si las amenazas de verdad, no hablan. Y le había dado dinero para que viviese un año fuera de la ciudad. Kabir no la amenazó: la mató y encima se quedó con su pasta.

Añadió con voz ronca, a punto ya de saltar la baranda:

– Odio a los que matan a mujeres indefensas.

– ¿Como por ejemplo a la hija de Gomara?

El otro no contestó. Durante unos segundos, su cara ganó una expresión que Méndez no había visto nunca. Si él tenía ojos de serpiente vieja, el otro tenía ojos de serpiente puesta a hervir en una cazuela egipcia.

– ¿Y qué? -preguntó.

– Kabir me interesaba vivo -gruñó Méndez-. Era mi prueba contra Gomara.

– Un Kabir vivo no le habría servido de nada a un Méndez muerto.

– Lo sé, y por eso no diré jamás una palabra contra usted. Pero me cargaré a Gomara. Lo juro por lo que queda de mis cojones.

– Puede cargarse a quien quiera, pero espere un poco a que yo haga mi último trabajo.

Méndez vaciló un segundo.

– ¿Qué trabajo?

Y de pronto lo comprendió. Quedaba uno. Quedaba el principal, el que había violado y matado a Virgin.

– Esperaré.

– Le conviene.

– Puede huir tranquilo, pero al menos dígame su nombre.

– Miguel Don. Y no se moleste en buscar mi ficha.

Saltó con la agilidad de un kabileño. Ni un acróbata lo habría hecho mejor. Méndez le vio brincar un par de veces más, mientras saltaba a otros terrados, hasta que lo ocultaron unas sábanas puestas a tender al sol. Seguro que minutos después abriría la puerta de otro terrado, descendería por la escalera, saludaría a alguna vecina, procuraría que no lo empitonasen unos cuernos de vecino y saldría tranquilamente a la calle por el otro portal de la manzana. Hasta puede que se tomase una copa a la salud del muerto.

Méndez también descendió a la calle. La escalera empinada era ahora un gallinero de vecinas y de gritos. En la calle que, pese a los urbanistas y los sueños de los alcaldes, no había cambiado apenas, la calle que siempre sería la misma, un numeroso grupo contemplaba al muerto. Kabir era ahora una piltrafa rota, de la que sólo quedaban intactos los ojos horriblemente abiertos. El pueblo fiel, como siempre ocurre en estos casos, rezaba sus oraciones por el muerto:

– Mira que suicidarse.

– Si el tío vivía como Dios.

– Follaba lo que quería.

– ¿Sabéis qué os digo? Que, bien mirado, no lo va a llorar ni su madre.

Alguien debía de haber avisado al 091, porque llegó aullando un coche patrulla que a la fuerza tenía que ser de la comisaría de Méndez. Alguien saltó de él. La atención general se desplazó y cesaron los comentarios piadosos. La que acababa de saltar era la policía jovencita del culo grande.

– ¿Qué hace aquí, Méndez?

– Os esperaba. A ese hombre lo he matado yo.

– ¿Queeeeé?

Otro policía saltó y gruñó:

– Lo habrá matado con el aliento.

– Ha sido en defensa propia -explicó Méndez-. Iba a detenerlo en su habitación del terrado cuando me ha atacado por la espalda, pero he tenido suerte. Aún llevo sangre en el cuello.

– Pero…

– Iba a detenerlo por el asesinato de una mujer llamada Encarna, la que apareció muerta en el maletero del coche. Tengo pruebas. Ahí está la gumía con la que la degolló. A falta de huellas dactilares, los técnicos comprobarán fácilmente lo que estoy diciendo.

La policía jovencita demostró eficiencia. Dos gestos enérgicos bastaron para apartar a la gente que rodeaba al muerto. Entre el fiambre y las miradas de los hombres, sus posaderas crearon en seguida una barrera reglamentaria.

– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Todos a la acera, coño!

– Lo que tú digas, nena.

El otro policía llamó desde el coche a los fotógrafos, los técnicos, el juez y la ambulancia. Méndez comprendió que él también tenía que ayudar a formar la barrera. Llamó por sus nombres a todos los mirones a los que conocía:

– Pajarito, Chona, Carajillo, Parado, Putacalle… ¡Atrás!

Y de repente calló. La saliva se secó en su boca y sus ojos se entrecerraron un momento.

Porque la había visto.

23 UNA CUESTIÓN DE PECHITOS

No todas las cosas que veía Méndez eran espectaculares. Al contrario. Méndez era el hombre de las ventanas muertas, los patios interiores, las camas donde lloraba una niña y los perros perdidos. Y lo que vio en este momento fue como una combinación de las dos cosas: el perro perdido y la niña que llora en su cama. Porque la pequeña no tendría más de doce años, aunque estaba desarrollada para esa edad: vestida con una sencilla bata, tenía las piernas largas y firmes, insinuaba culín, exhibía pechitos.

El color de la piel, el pelo negro y los ojos profundos indicaban que era mora. Esos ojos se clavaron en el muerto con una pena insondable.

Avanzó hacia él. Los vecinos, que sin duda la conocían, la dejaron pasar. La que intentó detenerla fue la agente del «stop» trasero.

– ¡Tú, nena, como te acerques te suelto una hostia del copón!

Pero hasta ella se paralizó ante aquel dolor tan sincero, ante aquel gesto tan humilde. La niña cerró los ojos del muerto, procurando no pisar la sangre. Luego, casi de puntillas, retrocedió hasta la acera.

Un vecino susurró:

– Y encima eso.

Méndez se acercó sinuosamente.

– No sabía que Kabir tuviera una hija -le dijo al vecino que había hablado antes.

– ¿Hija?

– ¿Pues esa pequeña qué es?

– Hace dos años se ve que llegó en una patera con sus padres, cruzando el Estrecho. Bueno, quiero decir que llegó sola. Hubo un golpe de mar, sus padres cayeron al agua y se ahogaron, pero ella llegó. Luego, se ve que en Tarifa, en Barbate, en el quinto culo del mundo, o donde sea, la metieron dentro.

– ¿Dentro? ¿De dónde?

– Del camión con camuflaje que ya tenían preparado los traficantes. ¿De dónde va a ser? Llegó a Barcelona con veinte más, metida entre sacos. Se ve que en Barcelona existía alguien que había de ayudar a sus padres. Pero, claro, sólo la pudo ayudar a ella.

– ¿Está hablando de Kabir?

– Sí. El se hizo cargo.

– ¿Y cómo la ayudó?

– ¿Usted qué piensa, Méndez?

Méndez dijo que prefería no pensar.

– Pues parece mentira, con la experiencia que usted tiene. Se hizo cargo de la nena, y al tercer día ya la había metido en su cama.

Una vecina grande como un camión masculló entre dientes:

– Parece mentira, con la tranca que el tío tenía.

Y otro:

– Una pata de piano, se lo digo yo. Una pata de piano.

Los ojos de Méndez se achicaron, se transformaron en los de la serpiente vieja. Sólo le faltó deslizarse por la calle, pero él no habría esquivado la sangre.

– ¿Y ella lo aguantaba? -susurró.

– ¿Qué iba a hacer? Además, los moracos se ve que tienen mucha autoridad con la gente menuda. No como nosotros, que en cuanto los hijos tienen diez años ya roban una moto y se nos folian.

La vecina camión dijo:

– ¿Dónde iba a ir la pequeña? Además, el Kabir era hermano de su padre.

– ¿Y nadie hizo una denuncia?

– ¿Que nadie la hizo? Oiga, jefe, aquí es mejor no meterte con según qué gente y cerrar la puerta con dos vueltas de llave. Ya se puede hundir el mundo, que tú a lo tuyo. Pero nosotros hicimos la denuncia, claro que sí, porque una noche se oyó gritar a la niña. Dios sabe por dónde la empitonaría, porque le hacía daño. A la mañana siguiente ya tenía aquí a los de Menores, a los de la Grume, o como se llamen, que ahora no hay quien se aclare. Antes era muy sencillo: los maderos, los milicos, los de la secreta y ya estaba. Pero ahora vaya usted a saber. Total, que el Kabir dice que él tiene los papeles en regla y presenta un certificado de trabajo. Falso como Judas, claro, pero certificado de trabajo. Acredita que es tío carnal de la nena. Y cuando los de la poli preguntan: «¿Y tú qué dices, nena?», ¿sabe usted, jefe, lo que responde la nena?

– ¿Qué responde?

– Pues que Kabir la trata bien, que nunca la ha tocado. Que es el hermano de su padre y el tutor queridísimo. Que lo único que quiere son papeles legales, porque espera hacerse una mujer en Barcelona.

Otro mirón intervino:

– Eso es verdad, jefe. Todos los que llegan aquí, aunque sea desde el Polo Norte, acaban haciéndose hombres y mujeres en Barcelona.

– Y se quedan -dijo la mujer camión-. Ésta es tierra de todos. A mí no hay quien me mueva.

– Ni con grúa -susurró uno que tenía toda la pinta de ser un marido necesitado de amparo judicial.

– ¡Mira que te la corto, capullo! ¡Eso si te la encuentro!

La policía jovencita intervino:

– ¡Todos a callarse! ¡Yo pongo la autoridad!

– Tú pon el culo, nena, y nosotros pondremos todo lo demás.

Voló un capón de la leche, porque la policía jovencita sabía moverse bien. El tío que estaba dispuesto a ponerlo todo, y que aún llevaba unos pantalones legionarios usados, esquivó por milímetros. Mientras se desabrochaba la camisa gruñó:

– Oye, tú, polichica, cuidado dónde metes las manos, que yo soy cabo legionario, me la he jugado en Bosnia y estoy dispuesto a morir por España.

– Pues puedes ahorrarte el trabajo -masculló Méndez-. Desde los tiempos de don Pelayo hay gente muriendo por España, y ya ves lo jodida que está.

Y apartó a la gente de un empellón, con mala leche barriobajera.

– ¿Después de la denuncia no hubo examen médico? -masculló-. ¿Nadie apreció desgarros en la nena?

– ¿Para qué habían de hacerle un examen si ella misma dijo que estaba protegida y que la trataban bien?

Méndez dirigió una mirada de asco al muerto. Luego bajó los párpados para que no se viera la expresión de sus ojos. Anduvo hacia la pequeña, que estaba llorando junto a la entrada de un bar donde todo era de fórmica. Sorprendentemente, junto a la puerta se leía: «Casa fundada en 1907.»

– ¿Cómo te llamas?

La pequeña ni siquiera le miró.

– Leila.

– Menos mal que no te llamas Fátima. Todas las moras del barrio se llaman Fátima.

Le puso una mano en el hombro, estremecido por el llanto.

– ¿Vivías en el cuarto del terrado?

– Sí.

– ¿Y dónde estabas cuando Kabir ha caído?

– En el piso de abajo. Allí tengo una amiga.

La mujer camión, que se había acercado con gran desplazamiento de masas obreras, susurró:

– Eso sí que se lo puedo asegurar, señor Méndez. Buena gente. Y no haga caso de la niña. Los moracos a los niños los tienen sometidos.

– Volverás con tu amiga -dijo Méndez-. Esta noche volveré y me ocuparé de ti. Estarás bien, te lo prometo.

– ¿Y qué harán con Kabir?

– ¿Con su cadáver? Pues el juez lo hará trasladar al depósito, allí le harán la autopsia y luego lo enterrarán en la fosa común si nadie reclama el cuerpo. ¿Tú sabes si alguien va a reclamar el cuerpo?

La niña no contestó.

Hubo en su espalda un estremecimiento espasmódico.

– Haz lo que te digo -susurró Méndez-. No te va a pasar nada malo, te lo juro. Pero pobre de ti si cuando regrese te encuentro en otro sitio que no sea la casa de tu amiga.

Se separó del venerable bar, donde a lo mejor tenían calamares fritos del año de la fundación. Vio que el juez había llegado con una rapidez insólita en la Administración española.

– Que los fotógrafos hagan su trabajo y luego que se lleven esta mierda.

– ¿Me necesitará para algo, señor juez?

– ¿Usted es Méndez?

– Sí, señor juez.

– Voy a necesitar su declaración esta misma noche, antes de que termine la guardia.

– Seguro que paso a verle. Y ahora permítame, voy a seguir poniéndome de mala leche.

Méndez saludó y se fue. Tan de mala leche pensaba ponerse que iba a ver al banquero Gomara. Miró a la policía jovencita mientras alguien decía en voz muy baja que allí detrás habría que poner unas luces de «stop». Captó el olor de la sangre, que subía como un efluvio hacia las ventanas muertas, y esquivó a una gata que arrastraba su tripa por la calle de nadie. Necesitó también esquivar una moto donde iban dos jovencitos con arañas pintadas en las camisetas.

Mientras frenaba, el conductor se volvió al de atrás.

– Hostia, tío. Un muerto, tío. Esto es culpa del alcalde, tío. Ojo al fiambre, tío. Y ojo al enterrador, tío. Déjale que pase.

Méndez pasó.

24 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

El banquero Gomara estaba trabajando en su despacho cercano al Ritz, en la brillante tarde de Barcelona. La gente compraba discos de rock, comía canapés, echaba el aliento en los escaparates, discutía de automóviles y aumentaba la cultura urbana. En cambio, Gomara estaba solo en su inmenso despacho, escuchando música de Brahms. En una de las paredes había estanterías llenas de libros sobre la Unión Europea y el modo de salvarla, y sobre el hambre en el Tercer Mundo y el modo de evitarla. En la otra pared, dramáticamente desnuda, imperaban un Monet, un Tapies y un Revello de Toro. En el centro, sobre una alfombra de seda persa, en una mesa de Valentí, una mujer de bronce sostenía un cristal con una flor solitaria.

– ¿Le gusta mi despacho, Méndez?

Desde la enorme ventana se veía de refilón el Ritz, su marquesina noble, sus ventanas doradas por el sol, su portero uniformado y sus coches de lujo de los que descendían grandes señoras preñadas por un sultán.

– ¿Le gusta mi despacho?

– Es fetén.

– Tengo poca cosa, porque aquí me gusta trabajar en paz. Recibo visitas, hago proyectos y basta. Por eso hay pocos muebles y pocos cuadros, pero bien elegidos. ¿Echa usted algo en falta, Méndez?

– Sí. Las secretarias de los pechines, tan calladitas que parecía como si tuvieran un virgo en la boca.

– En el despachito de al lado, Méndez, tengo una secretaria aún mejor que esas que dice, una mujer que le haría morir en acto de servicio, si es que usted, Méndez, llegaba siquiera a empezar el servicio. Pero le he dicho que nos dejara solos porque prefiero que hablemos tranquilamente. ¿Qué es lo que me tiene que decir?

– Buen tío, el tal Miguel Don.

– Y tan buen tío. Me han dicho que le ha salvado la vida, Méndez.

– Y a usted.

– ¿A mí por qué?

– Porque tuvo buen cuidado de matar a Kabir. Ese argelino de los huevos podía haber sido un testigo muy molesto para usted, Gomara.

– Ya declarará en el cielo. Usted sabe que siempre llega la justicia eterna, Méndez. ¿Un cigarro?

– ¿8-9-8?

– Aún mejor. Un Lusitania.

– Lo siento, Gomara: la tentación es fuerte, pero ni siquiera un Lusitania lo fumo yo en compañía de un hijo de la gran puta.

Gomara no demostró sentirse ofendido. Ya se sabe: no ofende quien quiere, sino quien puede. No es lo mismo la puta de un agente de la calle que la puta de un director general. Y más arriba, pensaba Gomara, ya se sabe que no hay putas. Sacó de su caja un Lusitania episcopal y lo encendió con parsimonia.

– ¿Y bien?

– Me lo voy a follar, Gomara.

– Por lo que sé, usted se ha pasado follando media vida, Méndez, y ya ve. ¿Pero hay ahora algún motivo especial?

– Encarna. Encarna era una pobre mujer. Podían haberse ahorrado el trabajo.

– No me juzgue tan mal, Méndez. -Gomara exhaló una suave bocanada de humo-. Yo soy un hombre educado y selecto, que hace años ya cenaba con el señor Fuentes Quintana y con el señor Boyer, aunque sin que su mujer estuviera delante. No di orden de que matasen a aquella perra callejera, sino de que la apartasen de nuestro camino, pero Kabir se excedió. Con las perras callejeras se excede todo el mundo. Es una verdadera lástima.

– Siempre me ha costado clasificar a los criminales, Gomara. Llevo toda mi vida en la puta calle, viendo cómo se mueven, y aún no sé clasificarlos. Quizá es que el mundo visto en la calle es más complicado que el mundo visto en los reglamentos. Pero algo sé, algo me ha quedado en la punta de la nariz: un olor especial a habitación cerrada, a dinero sobado, a semen de jovencito, a perfume de niña y a pedo de puta. Yo no sé' lo que es el crimen, pero lo huelo. Y con usted, Gomara, me falla todo. No consigo oler. No comprendo. Usted es un criminal suave y maricón, que cuenta billetes y planea sus crímenes mientras le pone crema antisolar en la picha una masajista. Quizá por eso no lo entiendo.

Gomara dio una chupada a aquel larguísimo puro vaticano que llegaría al menos hasta el próximo concilio. El humo flotó en el aire, en el recuerdo de un tiempo viejo en el que movía las piernas Lilian de Celis. Un rayo de sol acarició la mesa y dejó en ella su marca dorada, de garantía de origen.

– No le tengo miedo y por eso no me importa explicárselo, Méndez -dijo Gomara acariciando la piel de mulata que parecía haber quedado prendida en el habano-. Escuche.

Y continuó:

– Yo nací en una casa humilde de Madrid, Méndez; una corrala. Ahora todo ha cambiado, ahora viven en ellas poetas que todos los años van a ganar el Príncipe de Asturias, artesanos que aún fabrican las llaves de El Escorial y pintores de peces muertos. Las corralas están de moda porque se ve que de ellas sale el espíritu del pueblo de Madrid, que está esperando a que alguien lo recoja. Y eso se paga. Pero en mis tiempos sólo salían de allí los gritos de las parturientas cuyos maridos se habían equivocado de número al pedir una ambulancia. Los aullidos de los chiquillos. Los pedos de los jubilados. Los culatazos reglamentarios cuando llegaba la Guardia Civil. Era un mundo sin piedad, Méndez, con las mesas vacías y las tuberías atascadas.

Volvió a dar otra chupada al habano.

– Veo que usted sigue de fumador pasivo, Méndez.

– Espero un cáncer pasivo de un momento a otro.

– Bueno, pues acabo de decir que allí no había piedad. Pero la había. Los chiquillos sin amparo eran repartidos entre las casas, lo mismo si al padre lo metían en la cárcel de Carabanchel por haberle encontrado con un retrato de Stalin que si a la madre la metían en el hospital de Infecciosos, bajo un retrato del doctor Fleming. Nunca le faltaba un plato de comida al obrero que llegaba de hacer horas ni una cama a la abuela que llegaba de impedir que las nietas se hicieran una paja. Todo era colectivo: el hambre, el dinero, la educación, la esperanza. Yo no sé si las mujeres y los maridos eran colectivos también, pero me da por pensarlo. Mi padre nunca quiso enseñarme la primera lección que en realidad me enseñó: murió en la cárcel con la seguridad de que, expuesto su cadáver, toda España desfilaría ante él con el puño en alto. Pero no vino nadie. Yo se lo dije a mi madre, y mi madre, que tenía mucho sentido común, me contestó: «Pero no digas que no fue un sueño hermoso.»

– Los sueños hermosos alivian las vidas miserables -reconoció Méndez-. Ayudan, pero no sirven de nada porque en realidad la gente no sabe ni que los has tenido.

– Mi madre, en cambio, como tenía mucho sentido común, era puta. ¿Qué iba a hacer, con el marido en la cárcel, soñando que al grito de «¡Libertad, libertad, libertad!» todos los muertos en la batalla del Ebro se alzarían para ocupar El Pardo? Mi madre, decía ella, nunca vendió su libertad: vendió sus horas. También he de decirle, Méndez, por respeto a su memoria, que nunca fue una puta callejera, es decir, una perra como la Encarna, sino una mujer de horas fijas y clientes fijos, de pocos días a la semana. Iba a casas particulares de los barrios buenos, atravesaba Argüelles y a veces llegaba hasta la Castellana. Supe por casualidad que iba a casa de un falangista mutilado que tenía que hacerlo todo en una silla, y que a causa de la herida tenía que estar siempre con el brazo en alto. A mi madre le parecía bien, porque nunca habría sido capaz de hacérselo por dinero a un hombre capaz de cerrar el puño. Llegó a conocer, mientras iban a misa, a todas las señoras de los hombres con los que había hecho su pequeño trabajo de obrera. Se mamó hasta las heces este país católico, donde todo es mentira.

– A veces -dijo Méndez-, en las calles hay alguna verdad.

– Las verdades, Méndez, son una porquería. Sólo los sueños son hermosos, y mi padre quiso enseñármelo así. ¿Pero de qué le sirvieron? Mi madre también quiso enseñármelo: un día su marido saldría de la cárcel, no viejo como era, sino milagrosamente joven, ella le explicaría todo lo que había tenido que hacer, y él la perdonaría con un beso en la frente. Era un sueño hermoso, hecho de piedad y de familia, pero tampoco le sirvió.

– Gomara, es usted un hombre asquerosamente práctico.

– Parece mentira que un hombre, un policía de los barrios bajos me diga eso. Pero hablábamos de mí, no de usted. -Dio otra chupada a su puro-. Yo me di cuenta en seguida de que la única cosa importante en la vida era conseguir dinero. Al fin y al cabo, mi propia madre me lo estaba enseñando, aunque sobre eso nunca me dijo una palabra. ¿Sabe cómo conseguí mi primer dinero?

– Hizo de mariconcete.

– ¡Qué vulgar es usted, Méndez! Se nota que vive entre la carroña de la ciudad. Hacer de mariconcete es trabajar por uno mismo, y además, en este caso, sudando y pegando gritos, y eso no da dinero. El dinero se gana con el sudor y los gritos de los otros. De modo que cuando aún no se me levantaba, pero yo sabía que, por alguna razón misteriosa, se les levantaba a los otros, puse en venta a la única amiga que tenía. Era una chica subnormal, dulce y resignada, mayor que yo, que se quedaba sola por las tardes, cuando sus padres trabajaban, y a la que yo tenía que cuidar. Pronto descubrí que había chicos, y hasta hombres, dispuestos a pagarme por visitar el piso clandestinamente, colándose por una ventana trasera. Se llevaban a la chica al dormitorio, cerraban la puerta, y allí se los oía jadear. Eso sí, siempre cerraban la puerta, porque decían que no querían corromperme.

Méndez notó que sudaba. Masculló:

– Es el criminal más sucio con que me he encontrado en la vida, Gomara.

– Eso no me impresiona, Méndez. Para que la cosa haga algún efecto, ahora tiene que añadir que me va a follar.

– Le voy a follar.

– Tampoco me impresiona en absoluto. Al contrario, si le explico todo esto es para manifestar mi desprecio por usted, por toda la policía y por toda la ley. Usted está acostumbrado a trabajar con criminales furtivos, pero no con criminales artistas. Bueno, pero estábamos con los jadeos de los tíos que se tiraban a la chica, porque la chica ni jadear podía. Le hice jurar que no se lo contaría a nadie, y la pobre no lo contó, quizá porque le daba vergüenza. Descubrí entonces que la vergüenza no sirve de gran cosa, excepto para encubrir a los que se aprovechan de ella. Cuando murió poco más tarde, de un ataque cerebral, su madre vino hacia mí llorando, me dijo que yo era el único que la había cuidado y me dio un beso en la frente.

Expulsó al aire una columna de humo aromático. Méndez estaba lívido.

– De todos modos, quizá habrían acabado descubriendo algo -continuó Gomara con la misma placidez-, porque en los barrios la gente habla. En los barrios casi nunca se habla de cuestiones de inteligencia, pero en cambio siempre se acaba hablando de cuestiones de picha. Tuve la suerte de que nos cambiáramos de calle cuando yo aún subía la escalera en olor de santidad. Mi padre había muerto en la cárcel, mi madre ya no necesitaba disimular tanto y frecuentaba lugares concurridos, donde se ganaba más dinero. Recuerdo la luz del otoño entre los árboles, las chicas desfilando en coches elegantes y las señoras tomando una tila en las terrazas, mientras hablaban de las modas, de los canesús y de san Ignacio de Loyola. Yo acompañaba a mi madre hasta la puerta del café Gijón. Allí, según adiviné, había señores que deseaban a una mujer, porque decían que hay que desear a una mujer mientras escribes una novela. Le hacían una seña y bastaba. A veces, era el cerillero el que le hacía una seña y señalaba a un señor. Mi madre iba en silencio hacia la salida y desaparecían los dos por una calle lateral, donde había otros cafés, una tienda de medallas militares y una fabrica de crucifijos. En teoría, yo tenía que estar muy lejos de allí, en el colegio, pero en realidad me quedaba vigilando desde el otro lado de la calle. Por la noche, cuando volvía a encontrar a mi madre en casa, ella me decía que había estado trabajando en la cocina del café Gijón, un sitio muy divertido, porque a veces oía cómo los clientes novatos declamaban versos.

– Si no iba al colegio, debía de ser un alumno brillantísimo -dijo Méndez.

– La verdad es que no aprobaba nunca, aunque tenía inteligencia natural e intuía las cosas. La intuición, Méndez, es básica para ganar dinero, porque si aspiras a seguir los métodos científicos y comprobarlo todo, cuando lo tienes comprobado ya se ha llevado el dinero otro. Quizá ésa sea la razón de que los que no aprueban nunca lleguen luego a ser los más ricos. ¿Le he explicado cómo gané mi primer dinero, Méndez? ¿Con el higo de una subnormal? Bueno, pues ahora le explicaré cómo gané el segundo: puse pasta en una inmobiliaria. Sí, a los catorce años puse pasta en una inmobiliaria: todo lo que me habían dado los tíos que entraban por la ventana de la chica tonta. En este país hay etapas económicas buenas y malas, como en todos, pero en cuanto la gente de aquí lleva un año teniendo que apretarse el cinturón, a la que se le abre un poco la bolsa tiene tantas ganas de gastar y pasarlo bien que a la mínima estrena piso, estrena coche, estrena tía, estrena masajista mulato y estrena banquero. El banquero les pone dinero sobre la mesa y espera a que vengan a entregarle los intereses y a entregarle sus lágrimas cuando vuelve la mala época. Porque hasta un ministro de Economía sabe que bajas el tipo de interés, la gente sube el consumo, la inflación se dispara y tienes que volver a subir los tipos de interés. Pero a lo que iba: yo atrapé una época en que se vendía todo. Como socio mínimo de la inmobiliaria, exigí hacer de ayudante de vendedor, en este caso de vendedora. Cuando los pisos te los quitan de las manos, Méndez, los intermediarios hacen pasta gansa. La vendedora era rica, tenía un marido irlandés que la llevaba al golf y un querido pakistaní que la llevaba al catre. Total, se pasaba el día entre pelotas y entre hoyos. Y entonces aprendí otra cosa, Méndez: cuando ganas dinero, bajas la guardia. Acabé vendiendo los pisos yo, e incluso noté que a la gente le hacía gracia. Tenía que darle el ochenta por ciento de la comisión a la vendedora del hoyo va, hoyo viene, pero qué coño. Al fin y al cabo, yo no tenía ningún pakistaní. La convencí de que todo lo de dos meses lo guardaba el director de la agencia con la que trabajábamos, para meterlo en el mercado interbancario y darnos unos intereses del copón, porque esas cosas se hacían entonces y se siguen haciendo ahora. Total, que el dinero lo tenía yo. Liquidé en veinticuatro horas mi participación en la sociedad y me vine a Barcelona. Fue entonces cuando me di cuenta, de una forma directa, de la estupidez de la ley.

– Le atraparon, ¿no, capullo?

– Me atraparon por culpa de mi madre, que me buscaba desesperadamente entre las piernas del cerillero del café Gijón. Por medio de unos parientes, supo dónde estaba. La bofia también. Eso me enseñó que conviene no tener parientes, y si los tienes conviene no quererlos. Me metieron en un correccional, pero sin encontrar un duro de lo que yo tenía. ¿Y sabe lo que pasaba en el correccional, Méndez? Lo mismo que en las cárceles: unos mandaban y otros obedecían. Recuerdo que había un pobre chaval que era como la subnormal de la corrala: se ve que sus padres no se entendían, y a él lo habían dejado olvidado allí. El muy mamón aún lloraba por sus padres. El muy mamón. Los chavales mayores decían que iban a darle mil pesetas y se la metían en la boca. Al terminar, no le daban ni veinte duros y él se quedaba llorando, pero al día siguiente volvían a prometerle lo mismo y se la volvían a meter. Eso me enseñó que nunca tienes que creer en los otros y nunca tienes que ser débil. Estuve cinco días en el correccional y luego me escapé. Escaparse de sitios así resulta facilísimo. La ley es una comedia, es un papel para decirle a la burguesía que puede comer en paz.

Hizo una breve pausa.

El puro vaticano no había llegado ni al primer tercio.

– Todo es mentira, Méndez -dijo Gomara.

– Al menos lo de su pobre madre era verdad.

– Mi pobre madre creía en una serie de cosas santas: que mi padre acabaría enterrado en la muralla del Kremlin, que yo sería ministro, que un señor muy católico le pondría un piso, que las putas estarían mejor con la democracia y que rezando a santa Rita se te quitaban los sabañones. Tuvo que volver a la corrala y murió de prestado en la casa donde yo había vendido a la chica idiota. Es sencillamente increíble la cantidad de cosas que, sin decir una palabra, me enseñó mi madre.

– Veo que se lo agradeció, Gomara.

– Cada uno construye su vida con los materiales que tiene. No utilice nunca un material que no le convenga. Es un consejo que le doy gratuitamente, Méndez: usted también me lo agradecerá.

Con el lenguaje de sus calles tan amadas, Méndez masculló:

– Todas las ratas de la ciudad deben de estar corriéndose de gusto al oírle.

El humo del habano giraba poco a poco, como giraba la luz de la tarde.

– Una gran ciudad es un buen bocado para un chico solo -dijo Gomara-, aunque muchos crean lo contrario: que un chico solo es un buen bocado para una gran ciudad. De todos modos, en Barcelona me buscaban, o sea, que tuve que irme. En Bilbao, aunque los buenos tiempos ya se habían terminado y ya había quien cantaba un funeral por el viejo barrio de Neguri, el de los ricos, el dinero corría a espuertas. Estaban allí algunos de los grandes negocios y algunas de las grandes mesas de España. Y estaban, lógicamente, algunas de las grandes putas de España. Incluso hermosas judías que no sé cómo habían ido a parar allí, a la calle de las Cortes, y que por lo que pude entender no follaban en sábado. Había una fauna humana increíble: estaban tipos pintorescos como el Colores, estaban los hijos de los fabricantes, grandes rompedores de virgos de la meseta, y estaban algunos chicos de la ría baja, grandes mariconazos. En los bares, a partir de las diez, los seguidores del Athletic se ahogaban en cerveza con boina y todo. Corría el dinero, corría la alegría, o la tristeza, que a mis efectos venía a ser lo mismo, y corría la droga.

– Se metió también en ese negocio -dijo Méndez-. Una carrera del Guinness.

– Tenía dinero, y eso me permitió comprar algunas partidas. La ley seguía siendo estúpida, Méndez: la droga que tienes para tu propio consumo no es pecado. O sea, que a mis repartidores los podían pescar con una dosis y no pasaba nada. Vendida esa dosis, regresaban a por más. Me harté de hacer negocio delante de las narices de la policía, que no podía imaginar que el jefe era un chaval como yo. Pero eso no es todo.

– ¿No?

– Méndez, le estoy explicando con toda sinceridad la historia de mi dinero y de mi vida, digna de ser escrita en uno de esos tomitos que los niños leen antes de la comunión del domingo: las vidas ejemplares, o las vidas de los santos. Todo buen negociante sabe que un comercio, cuando va bien, se ha de ampliar y ramifican Yo vendía droga a clientes ricos, y cuando momentáneamente dejaban de ser ricos, les prestaba para que siguiesen comprando. A buen interés, claro; ése fue mi aprendizaje de banquero. Siempre pagaban, excepto en algún caso muy raro. Y entonces era muy sencillo alquilar un matón para que se sintieran razonables. Una chica de buena familia, curiosamente, no podía pagar, y pese a creer que yo era un caballero y no iba a alquilar a un matón, se alquiló a sí misma. En sólo una semana me devolvió mi deuda y yo logré multiplicarla hasta por diez. Es lo de siempre, Méndez: la gente se pirra por tirarse a una tía rica o a una tía conocida. Yo creo que hasta sus hermanos pasaron a follársela.

– Verdaderamente tendría que figurar en las vidas de los santos -dijo Méndez-. San Gomara, patrono de los virgos perdidos. Algún día el Espíritu Santo entrará volando en el Cónclave Cardenalicio y hará que le nombren papa.

– Es un cínico, Méndez. Y un irreverente.

– ¡Qué va! Cada vez que muere uno de mis compañeros voy sin falta a misa. Pero sólo si el compañero ha muerto en acto de servicio.

El habano estaba en su mitad. Gomara lo miró con un aprecio limitado, como a una novia de la que ya se conoce más de medio cuerpo. Estuvo a punto de tirarlo, pero temió que Méndez le acusara de despilfarro nacional.

– En fin -continuó-, lo único que quiero decirle es que yo conocí sin rodeos la condición humana, y procuré ponerme a su servicio. Es decir, ponerla a mi servicio. Cuando regresé a Barcelona, estaba ya asociado a un banquero con instalación oficial. Los dos blanqueábamos diñero de la droga. Mejor dijo, lo blanqueaba yo, en una instalación paralela, mientras él me contemplaba desde las alturas. ¿Aunque sabe una cosa, Méndez? Barcelona siempre me ha parecido una ciudad más apta para los pequeños negocios que para los grandes negocios, como es más apta para la pequeña política que para la gran política. Es mejor Madrid. En Madrid tuve la oportunidad de mi primer banco propio, aunque para eso necesitaba más dinero. Lo gané casándome.

– Su biografía -gruñó Méndez- cada vez me parece más digna de las vidas de los santos.

– ¿Pero qué tonterías son ésas? La vida hay que conducirla, no dejarse llevar por ella. Hasta los franceses tienen para eso una frase muy exacta:corriger la fortune. De modo que yo corregí, o mejoré, mi fortuna, y me casé con una mujer rica que además era honorable: ésa fue la primera relación que tuve con la casa de los altos de Serrano.

– ¿Su mujer murió pronto?

– Sí.

– De asco, supongo. Uno de sus polvos debió de producirle gangrena.

– No digo que no. Cada vez que jodiamos se quedaba tan asustada que hablaba de volver a hacer los nueve primeros viernes de mes.

– Y eso significó su ascensión definitiva, supongo.

– Dinero, prestigio familiar… ¿a usted qué le parece? Hasta empecé a verme en las revistas del corazón, con pies de foto que decían: «El prestigioso banquero Gomara.» Lo cual no me hacía feliz, porque usted sabe, Méndez, que en las revistas del corazón siempre aparece la misma famosa yendo de compras, cambiando de novio, enseñando esquís en las montañas de Aosta, enseñando culo, cuando lo tiene, en las playas de Cannes, pariendo, bebiendo en una fiesta benéfica y visitando al ginecólogo para que le cambie los días de la regla. Es el mundo más estúpido que existe para la marujona más feliz. Hasta un día me retrataron junto a santa Lady Di. Pero ese mundo embustero me convenía, porque para mí era la mejor publicidad que existe. Hasta, en el colmo del éxito, llegaron a atribuirme un idilio con otra lady tan delgada que necesitaba ponerse refuerzos en el coño para que no se le cayera. Ahora tiene permiso para aplaudirme, Méndez.

Méndez no aplaudió.

Por el contrario, dijo:

– Con su mujer, debía de morirse de asco. Si lo llego a saber, rezo por usted un rosario todos los sábados por la noche.

– Oh, claro que me moría de asco, pero al menos me dio una hija maravillosa, sin saber cómo. Porque, la verdad, yo no recuerdo que ni un día se abriese de piernas bien. En cuanto al aburrimiento, era muy relativo: un hombre como yo tenía posibilidades de conseguir grandes triunfos en la cama, mientras encima la chica de turno temblaba de emoción pensando que la atravesaba un nabo excepcional, un nabo hipotecario. Hay que saber muy bien lo que las mujeres buscan en la cama, Méndez. En mi caso buscaban dinero y relevancia social; en el suyo buscarán una blenorragia que les permita pedir la baja.

Dio otra calada y añadió:

– Entonces yo era muy joven, gloriosamente joven; además, tenía relaciones, dinero, mujeres. Yo sabía… no todo el mundo lo sabe, que las tres cosas están entrelazadas, es decir, las relaciones y las mujeres dependían del dinero. Y a la inversa: mis relaciones y mi dinero habían dependido de una mujer. Porque lo sabía, lo aproveché todo. La vida consiste en aprovecharlo todo, no en recordar lo que dejaste de aprovechar por idiota. Gané más dinero cada vez, aunque dejase a alguien arruinado en el camino. ¿Y qué? Los arruinados no pudieron ni odiarme; necesitaban pedirme favores y ponerme buena cara. El blanqueo del dinero de la droga, en un país que estaba casi virgen, me proporcionaba ingresos que nadie podía sospechar. Y en cuanto a mujeres, nunca dejé de atenderlas, Méndez: lo mismo en Barcelona que en Madrid había niditos donde te esperaban los mejores culos de España. Un culo perfecto y abundante es un milagro, Méndez; bien mirado, sólo lo tiene una mujer entre cincuenta.

Con mala leche reconcentrada, Méndez susurró:

– En la casa de los altos de serrano hubo otros que también creyeron eso. Gomara estaba lívido.

Lanzó una especie de gruñido y el puro resbaló de entre sus labios, pero tuvo la suficiente rapidez para cazarlo al vuelo, antes de que los pantalones fueran manchados por la ceniza. Luego aplastó la punta del Lusitania en el cenicero con una rabia concentrada y lenta, con la fría meticulosidad de quien arranca los ojos del enemigo mientras su mayordomo le prepara una copa.

Sin mirar a Méndez, susurró:

– No me ofende, hijo de mala madre. Y si me ofende, me voy vengando bien.

– Jamás se me ocurrirá dudarlo. Y puestos en este plan de finas venganzas vaticanas, me gustaría saber de dónde sacó usted a un verdugo como Miguel Don. Por mucho dinero que ofrezcas, es imposible encontrarlo poniendo un anuncio en los periódicos.

Gomara echó el cuerpo para atrás. Se fue relajando poco a poco.

– Tiene razón -dijo-. Para llegar a su alto grado de perfección hace falta haber sido profesional, y de los mejores, de los selectos, durante toda una vida. A Miguel

Don lo conocí como guardaespaldas de mi suegro. Le he dicho ya que mi suegro era rico, ¿verdad? Y mi mujer rica. Y con un coño mariano. Bueno, pues Miguel Don hacía falta en una casa donde lo mismo se recibían amenazas ministeriales que exigencias de chorizos, pasando por recordatorios de ETA. Don, que era un joven atleta, un campeón auténtico, se encargaba de la protección de mi suegro, pero especialmente de su hija, es decir, mi mujer. En aquella casa siempre existía el temor de un ataque contra el lado femenino, o sea, el más vulnerable. ¿Sabe que Miguel Don llegó a matar a un hombre? No, usted, policía de mierda, no lo sabe, como no lo supieron los policías que no eran de mierda. El asunto se tapó. El mismo día en que el ministro del Interior dio carpetazo al asunto le imponían la Cruz del Mérito Civil a mi suegro.

– Tuvo usted buenas experiencias y buenas escuelas para no creer en nada -dijo Méndez-. Pero me pregunto por qué Miguel Don le es tan fiel.

– Porque al igual que en las mafias sicilianas, ha seguido siempre al servicio de la familia.

– Y me pregunto por qué es tan salvaje.

– Porque también lo soy yo en el asunto de mi hija. En este sentido, nuestros sentimientos siempre se han encontrado. No olvide que él también la vio nacer.

Cerró un momento los ojos.

Quizá por su memoria pasaba el viejo Madrid, con su Puerta del Sol siempre viva, sus cafés que ya no existían, como el Flor, sus marisquerías olvidadas, como la Dólar, sus mercadillos, como el del Rastro, donde se vendían una peineta de la madre y un condón del abuelo, sus cines de mariconcetes, como el Carretas, donde se vendía un capullo recién nacido. Quizá pasaba por su memoria la vieja Barcelona, con sus burdeles de matronas, como La Gaucha, sus baños para oficinistas, como El Astillero, sus teatros para onanistas, como el Cómico, y sus cafés para pobres, como Los Cuernos, lleno hasta el techo de instrumentos frontales, muchos de ellos, se suponía, olvidados allí por los clientes. Gomara, a falta de otras virtudes -pensó Méndez-, era un hombre que había vivido.

Fue Gomara el que puso ambas manos sobre la mesa, con aire de serenidad establecida. Fue él quien musitó:

– Supongo que ha venido aquí para decirme que me va a trincar, Méndez, que me va a joder con todo el equipo, que me va a desvirgar en la puerta de la cárcel Modelo. Que no perdona la muerte de aquella putilla. Y yo le contesto dos cosas, Méndez: la primera es que nada puede contra mí. No puede probar nada. Y si, además, mañana se molesta en venir conmigo al propio Tribunal Supremo, verá cómo me tratan los presidentes de sala. La segunda cosa, y con ella quiero lavar mi conciencia de rico inseminador de sobrinas, es que la muerte de la putilla no estaba prevista. Fue un exceso de Kabir, pero lo ha pagado bien. ¿Y ahora qué, Méndez? ¿Va a mascar su fracaso? ¿O me va a acusar de algo, por ejemplo de un delito contra el medio ambiente? Si quiere que le ayude, Méndez, me fumaré otro Lusitania, pero éste dentro de una iglesia.

Rió lentamente, con insolencia. Rió con tranquilidad y con la seguridad de su triunfo.

Méndez se puso en pie.

Muchas veces habría notado que estaba pisando en falso, pero esta vez lo notaba más que nunca.

– Me olvidaba del entierro de Kabir -dijo en un soplo-. Si no llega a mencionarlo, se me va.

Y añadió, ya junto a la puerta:

– Tengo que aprender a cuidar de los entierros, para cuando llegue el suyo.

25 UNA CUESTIÓN DE MUJERES

Hay casas, sobre todo en el barrio barcelonés del Raval, el viejo barrio Chino, que están siendo pulverizadas por la piqueta. Quedan entonces al descubierto, en las que fueron paredes maestras, las baldosas de la antigua cocina, los garabatos que dibujó la nena en el comedor, las marcas de la cama donde papá y mamá se ve que hicieron maravillas. Quedan los anclajes de la escalera vecinal, los marcos de las ventanas que daban a un patio interior. Queda la sombra de un mundo que estuvo lleno de vida, de sacrificio, de pecado y esperanza, y que ahora está envuelto en dos cosas: el silencio y un decreto municipal.

La casa ante la que se detuvo Méndez tenía algo más, algo macabro, como había dicho el agente. Era algo casi irreal, como si la ahorcada colgase del cielo. Al derrumbarse parte de la casa, por una explosión de gas en el sótano, habían quedado algunas paredes intactas y algunas habitaciones al descubierto. También algunas vigas de las que sostuvieron el terrado vecinal. Y una lámpara milagrosa, sólidamente anclada a una de esas vigas, lámpara con bombillas de sesenta para alumbrar polvos de aniversario y meriendas de funeral. Del gancho de esa lámpara, prodigiosamente sólido, colgaba una mujer ahorcada.

Méndez se pasó una mano por los labios, sintiendo que se le habían quedado secos.

Tenía razón el agente: la mujer ahorcada colgaba en el aire como un trofeo, el último trofeo de la casa centenaria. En aquel espacio vacío, sin más techo que el cielo y las alas de las palomas, oscilaba todavía el cuerpo de aquella mujer. Y había tenido razón el agente en otra cosa: si se la fotografiaba desde abajo, se le veía toda la ropa interior, una ropa interior deboutique para madames y sobrinas de canónigo. Porque, aun vista desde lejos, la mujer ahorcada parecía joven, y desde luego guapa.

Estampa irrepetible. Y demasiada tentación para algunos fotógrafos de prensa.

Méndez vio a su jefe y a varios agentes de su comisaría. Todos lanzaban maldiciones y enviaban a la gente al carajo, para que nadie se acercase demasiado y al menos pudieran trabajar las ambulancias.

El jefe también vio a Méndez.

– ¡A trabajar! Aquí hace falta todo el mundo, incluso usted. Ocúpese de que nadie se ponga debajo de la tía cuando llegue la prensa.

– Muy bien, jefe. ¿Pero qué ha sido esto?

– Una explosión de butano en el sótano. Ignoro si es un accidente o un suicidio con mala hostia. Pero allí vivía una vieja que tenía al menos almacenadas seis bombonas. Debía de estar preparada por si el butano subía de precio, la muy puta.

– Lo ha pagado muy caro al morir -dijo Méndez por encima del griterío-. ¿Quién es la mujer ahorcada?

– No lo sabemos aún.

– ¿Quiere decir que ha aparecido así, tal cual, al derrumbarse la casa?

– Ha aparecido así, tal cual. Justo.

– Pues eso significa que ya estaba ahorcada antes.

– Compruebo asombrado, Méndez, que usted también piensa.

– Sólo cuando no tengo dolor de cabeza. Por tanto, de no ser por la catástrofe, podrían haber tardado en descubrirla.

– Es lo más lógico.

– ¿Sabe si era una vecina?

– Le he dicho que aún no sé nada, coño.

Méndez hizo un respetuoso saludo y se alejó. Como aún no había llegado ningún fotógrafo, disponía de tiempo. Fue a situarse debajo de la muerta, justo donde estaba prohibido que se situara nadie.

La mujer desconocida oscilaba a unos diez metros de altura por encima de la cabeza de Méndez. Era verdad que usaba ropa interior fina, comprobó el policía, dotado de finísima astucia post mortem. La falda acampanada, de buena calidad, permitía apreciarlo todo. Se le había caído uno de los zapatos de tacón, y ése era el único detalle que no encajaba en todo aquel conjunto de distinción llevado hasta más allá de la muerte.

Había otros detalles que tampoco encajaban, claro, y ahora Méndez los vio con más claridad. Por ejemplo, las manos, angustiosamente agarrotadas en torno al cuello, como si la víctima hubiera estado intentando arrancarse la soga hasta el mismo instante de morir. Eso indicaba que no se trataba de un suicidio, sino de un asesinato. ¿O quizá de uno de esos suicidios en los que la víctima se arrepiente en el último segundo? Méndez creía que no. Y estaba seguro de que la mujer pudo haber permanecido dos días ahorcada en el silencio de la habitación, pero el hundimiento la había hecho quedar colgada sobre el bullicio de la calle.

Era una visión asombrosa, a la vez que provocativa y macabra.

Méndez hurgó entre los cascotes situados inmediatamente debajo de la mujer muerta. El zapato que faltaba tenía que estar allí, aunque quizá situado bajo toneladas de ladrillos, vajillas en fase de trituración, vasos de todo a cien, retratos de antepasados, alimentos para gatos y reclamaciones de deuda.

Tuvo suerte. Entre dos cascotes asomaba el tacón, era alto, finísimo y de buena calidad. Méndez tiró de él para sacar el zapato. Era de piel, bien forrado, elegante y con la marca en el interior: Farrutx. Uno de esos zapatos de alto tacón -pensó nostálgicamente Méndez- hechos para el trance erótico, para que la señora gordita escale con ellos el colchón, para que balancee sobre las puntas su escultura y sus adornitos de canesú antes de caer de nalgas sobre el capullo de un ex espía soviético. Con unos zapatos así, una mujer hace maravillas, se dijo Méndez, entre ellas clavar el tacón en los genitales de personas no autorizadas, como por ejemplo un banquero que no haya pagado el polvo a tiempo. Pero además aquel tacón era prodigioso -siguió pensando Méndez al manosearlo- porque al quedar algo desencajado después de la caída permitía ver que tenía dentro un hueco reforzado, y dentro del hueco reforzado una especie de bisturí en dos piezas, con un filo capaz de segar de un tajo la garganta de un hombre, el pene de un arbitro y, en casos de mucho compromiso, el himen de una monja. Tacones de esos, que se podían girar con un movimiento bien calculado, habían aparecido en viejas películas que aún recordaba Méndez, pero sobre todo eran habituales, o lo fueron, en servicios secretos que empleaban a mujeres peligrosas y opulentas, a las que se exigía varios idiomas, y en especial un perfecto conocimiento del francés.

La maligna imaginación de Méndez, alimentada en cines de sesión doble, no tenía límites.

Méndez volvió a mirar hacia arriba. ¿Habría pertenecido a algún servicio secreto la mujer que colgaba en lo alto de las vigas? No parecía posible. Un servicio secreto que trabajara en aquellos barrios tenía que ser, como máximo, el servicio secreto de Albania. Pero sin embargo había algo más en el tacón, algo más: la punta metálica tenía un reborde que sin duda hacía más difícil caminar, pero que producía un efecto demoledor, seguro, sobre los genitales de cualquier padre de familia, incluso sobre los genitales blindados de un inspector de Hacienda.

– ¡Eh, Méndez, no se mueva de ahí!

El comisario jefe había pasado como un rayo, detrás de una ambulancia. El grupo de curiosos aumentaba minuto a minuto, sin que los policías lograsen mantenerlo apartado, dada la estrechez de la calle. Iban a fracasar. Faltaba la policía de los pantalones estallantes, la del culo cortafuegos, pensó Méndez cuando ya era demasiado tarde.

Un vecino merodeaba entre las ruinas, imaginando que le entrevistarían los de la tele: «Todos los muertos eran buenas personas, muy normales, nunca habíamos notado nada raro, se llevaban de coña con su mujer y siempre te saludaban al encontrarte en la escalera», diría. Miró con mala cara a Méndez al notar que éste quería hacerle preguntas, pero en cambio no llevaba cámara.

– ¿Conocía usted a aquella mujer?

– ¿Cuál? ¿La ahorcada?

– Sí, ésa.

– Joder, lástima de tía.

– ¿Pero usted la conocía o no?

– No, nunca la había visto.

– O sea, que no era vecina.

– Menudo si llegamos a tener aquí una vecina como ésa. No lo tome como falta de respeto, pero ya lo sabe usted, lo que es cierto es cierto, y además es verdad.

– ¿Sabe a quién pertenecía el piso donde ella está colgada?

– Cómo no lo voy a saber. Yo vivía allí.

– ¿Usted?…

– Sí, pero no he perdido nada. Era sólo una pensión: pensión Internet.

– Coño, qué moderna.

– Todo lo contrario. Fue fundada en 1917, durante la Gran Guerra, pero en este barrio siempre hemos sabido estar al día.

– La mujer muerta no dormía en la Internet…

– Qué va. Si llega a estar allí alojada, no la habríamos dejado dormir ni un minuto. Hasta la dueña habría intentado hacerle el salto del tigre.

– ¿La dueña ha muerto?

– No, no… Está allí. Los que han muerto son algunos huéspedes que le debían dinero. Está desesperada.

Méndez se acercó sinuosamente, con riesgo de su vida.

– Señora…

La dueña de la pensión tenía un delantal gris. Tenía una boca llena de prótesis. Tenía unos billetes apretados en la mano derecha. Tenía unos ojos vacíos y muertos.

– No necesito ningún seguro de entierros -murmuró-. A buena hora.

– Usted no me conoce -dijo Méndez-. Soy un policía del barrio.

– Ya me parecía a mí que el barrio iba a menos.

– Quisiera hablarle de esa mujer que está colgando ahí arriba, como si fuese en una película de terror. Desde aquí se le puede ver la cara. ¿Usted la conocía?

– No la había visto hasta hoy. Me llamó la atención porque iba muy elegante. Hoy las chicas jóvenes se lo compran todo, pero no tienen clase. Cuando hay clase se nota. Joder, si se nota.

– Si no era un huésped, ¿a qué vino?

– Dijo que venía a ver a uno de mis clientes. Uno que llevaba alojado sólo dos días.

– ¿Ella le dijo cómo se llamaba?

– No se lo pregunté. Pensé que era un planillo y la dejé pasar. Ya se acabó aquello de «No se admiten visitas».

– ¿Y el huésped, o sea el tío, cómo se llamaba? ¿O cómo se llama? ¿Vive aún?

– Vive, pero no le he visto por aquí. No estaba en la pensión cuando se produjo el derrumbamiento.

– ¿Pero cómo se llamaba el manso?

– Julio García Panteón. Me enseñó el DNI.

– Podía ser falso.

– A mí, que me registren.

– ¿La chica entró en la habitación del manso? ¿Habló con él?

– Sí, y al cabo de poco salieron juntos, pero no hicieron nada en la cama.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque entré en seguida y eché un vistazo. Yo esas cosas las noto a cien metros. No se habían acostado juntos.

– ¿El tal Julio García también era elegante?

– Normal. Menos que la chica, pero eso no significa nada.

– ¿Qué pasó luego? Dice que el Julio García no volvió pero la chica sí. La chica tuvo que volver, porque la ahorcaron ahí dentro. ¿Cómo fue eso?

– Muy sencillo, pero yo no tuve nada que ver, le juro que no tuve nada que ver. Una hora más tarde me telefoneó el Julio. Me dijo que se había olvidado una cosa importante en la habitación y que su amiga volvería a buscarla. Yo, claro, ya sabía entonces que su amiga era esa chica. Ella volvió efectivamente, y tanto que sí. Me dijo que venía a buscar una cosa que se había olvidado el otro.

«Se habrá olvidado de echar el polvo», pensé. Perdone, señor policía, pero yo sé de esta calle mucho más que usted. Total, que la dejé pasar. Y ya no salió.

– ¿Cuánto tiempo estuvo dentro?

– No llegó a diez minutos.

– ¿Tan poco…?

– Es que justo entonces se produjo el derrumbamiento.

Méndez se rascó la mandíbula.

– O sea -dijo, pensando en voz baja-, que en esos diez minutos la habían ahorcado… Tenía que haber alguien en la habitación, esperándola. ¿Usted dejó pasar a alguien más?

– Le juro que no.

– ¿Otros huéspedes pudieron pasar a la habitación de la chica?

– Le juro que sí.

– ¿Cuántos huéspedes tenía usted? -Dos matrimonios sin hijos, una mujer y tres tíos. Total, ocho.

El tumulto crecía frente a la casa, pero Méndez lo ignoró porque le parecía más importante lo que estaba haciendo. El primer fotógrafo acababa de llegar, pero había tratado de saltar sobre un coche patrulla, y en aquel momento estaba siendo hábilmente apaleado por la fuerza pública.

– ¿Cuántos han muerto? -siguió preguntando Méndez.

– Los dos matrimonios, que eran justo los que me debían dinero. También es mala leche.

– ¿Y a los otros puedo localizarlos? ¿Tiene sus nombres, sus domicilios habituales? ¿Cuáles eran sus oficios? ¿Sus costumbres? ¿Sus queridas? ¿Sus deudas?

– No anoto tantas cosas como usted piensa -dijo la dueña con expresión de aburrimiento-. Mi pensión era un sitio discreto, porque, cuando en las habitación no había ningún fijo, se alquilaban a veces por horas. Además, no cobro para servir de policía, qué coño. Pero los que le digo eran fijos, y más o menos estarán localizables.

– ¿Tiene la lista de sus nombres? Piense que uno de ellos pudo estar esperando en la habitación y cometer el crimen.

– También es usted gilipollas, poli. Toda la documentación del negocio estaba arriba, y ahora está hundida entre los cascotes. Si le apetece, búsquela usted con la lengua.

Méndez hizo un gesto de desaliento, aunque estaba acostumbrado a aquella clase de situaciones: documentaciones que desaparecían, casas que se hundían y honradas empresarias que le preguntaban por su padre.

– Pero al menos podrá darme sus nombres y describírmelos -murmuró-. Eso sí.

– Claro. Eso sí. No le juro que sus nombres fueran auténticos, pero algo es algo. Los matrimonios eran la Conchi y el Pepe, dos pirados que esnifaban por la chimenea. La Marcela y el Conrado, que trabajaban en no sé qué pero llevaban un año de baja. El Martínez, que era mecánico y estaba separado. El Marcial, que quería ser político y fundar un partido llamado «Avance Obrero». Y el Pera, un actor que sólo actuaba los sábados y entonces era cuando comía. También a veces Portales, una especie de luchador, ya mayor, a quien todos, en plan de broma, llamaban el Rocky 16. Y el Flecha, un extremo izquierdo que iba para fenómeno de la sub-21, pero que de momento jugaba en el Barceloneta. Todos buena gente, que no se traía líos a la cama y pagaba como Dios.

– Me ha dicho hombres. Muy bien. ¿Pero y la chica?

– La chica venía de París. Joven y monilla, pero que debía de estar bastante jodidita de dinero, porque me dijo que siempre, siempre, cuando venía a Barcelona de visita, iba a pensiones baratas. También buena gente, se lo digo yo. No molestaba: se pasaba el día leyendo periódicos franceses, ingleses y hasta alemanes, que también son ganas de joderse uno mismo la vida. Me dijo que era estudiante.

Méndez palideció.

Sus ojos dieron una vuelta completa por los cascotes, los restos de las habitaciones, el fotógrafo hábilmente apaleado y las piernas de la mujer muerta.

Su voz era apenas un soplo cuando preguntó:

– ¿Recuerda su nombre?

– Pues claro que sí.

– ¿Era… Carol?

– Policía vejestorio, pues claro que sí. Acertó. Tendría usted que ir al bingo.

Méndez tuvo que cerrar un momento los ojos. La calle ya no existía, la muerta ya no existía, y el fotógrafo, si seguía por aquel camino, pronto dejaría de existir. Sólo un par de recuerdos flotaban ahora en el interior del cerebro -más bien escaso- de Méndez. Todo lo demás había dejado de ser.

Primer recuerdo: la extraña escultura vista en la casa de Pedro Mayor, el padre de Carol. Una escultura hecha con una máquina de taladrar por una verdadera artista de toda clase de perforaciones, incluida la perforación anal. Y la secretaria de papá, secretaria para todo, diciéndole que la nena Carol era tan hábil en eso que podía cortarle los huevecitos en pleno vuelo -era un decir- a una mosca.

Segundo recuerdo: el tipo con las entrañas destrozadas por un taladro mecánico.

Los recuerdos iban aún más allá, mientras el bullicio crecía en la calle: la nena Carol, viniendo a Barcelona más de una vez, sin que, al parecer, nadie lo supiese. La nena Carol, alojándose en pensiones baratas, donde se pasa más desapercibido. La nena Carol, teniendo alguna clase de relación con un tipo -desconocido aún- que venía de la casa de los altos de Serrano. La nena Carol, huésped de la pensión donde acababa de aparecer la mujer muerta, en una extraña escena digna de una película de horror.

Pero la nena Carol, que al parecer no tenía tanta fuerza física, ¿había podido matar y colgar a una hembra joven, vigorosa, casi opulenta, que además iba equipada para el contraataque, o sea, que podía pertenecer al servicio secreto de Albania?

Los pensamientos de Méndez iban dando vueltas en los circuitos de segunda mano de su cerebro cada vez más pequeño.

Recordaba, por ejemplo, a Sonia, la criadita muerta en la plaza Mayor de Madrid. Según todos los detalles, el crimen lo había cometido un hombre, pero ella dijo que, en realidad, tenía miedo de una mujer.

Méndez vaciló.

Sus ideas empezaban a perderse en una especie de abismo.

Pero, mientras tanto, la calle se había llenado del todo. El cordón policial estaba siendo desbordado. Del fotógrafo saltacoches sólo se veía una especie de residuo industrial; caído como estaba, no se sabía si cambiaba una rueda del vehículo de la policía o había muerto en defensa de la libertad de expresión. Otros fotógrafos estaban ya materialmente bajo las piernas de la muerta: filmaban las bragas, la entrepierna ancha y agresiva, el borde de la falda y el brillo de las medias. A algunos sólo les faltaba tomar medidas con la cinta e instalar un trípode. Debían de ser directores de la Escuela de Cine de Barcelona.

El comisario se dirigía gritando hacia allí, mientras esparcía partículas de saliva venenosa. Seguro que buscaba a alguien para proponerle un ascenso.

Aulló:

– ¡Méeeeeeendez!

No era fácil saltar de la cochambre y de una casa hundida en el Raval a la perfección de aquella oficina. Todo estaba hecho de cristal, acero galvanizado, moqueta pasteurizada, aire desinfectado, puertas despiojadas, brillantes zócalos de diamante pasado por una cuchilla de afeitar. La única recepcionista mostraba unas piernas rollizas y largas como un pasillo del museo Guggenheim.

Pero se trataba de una especie protegida. Dos guardas de seguridad vigilaban junto a ella. Estaba prohibido llevársela a casa.

Méndez avanzó cautelosamente.

El sol ya estaba alto. Eran casi las diez de un día laborable y podrido, pero allí no lo parecía, entre tanto acero recién afeitado, tanta porcelana de bidet y tantas ventanas panorámicas y encima ecológicas, porque junto a cada una de ellas habían puesto una paloma de plástico. Cerca de la plaza de España, cerca también de la Feria de Muestras, había nacido un barrio de oficinas tan brillante y tan moderno que hasta los pensamientos obscenos de los empleados se grababan en un disco duro.

Mal sitio para Méndez. El sol le produciría cáncer de piel y los rayos catódicos de los ordenadores le reventarían la vejiga.

Habían pasado más de quince horas desde que en el Raval se hundió aquella casa.

La chica con piernas de museo musitó:

– Señor…

– Soy el inspector Méndez. Desearía ver al señor Grijalbo.

– Claro que sí, señor Méndez. Nos han anunciado su visita.

Desde el despacho del señor Grijalbo se veían las dos torres venecianas a la entrada de la Exposición, la cúpula del Palau Nacional de Montjuïc y la ancha línea verde de la montaña que, antes de que el señor Grijalbo naciera, estuvo tapizada de huertecillos para que en ellos soñaran los niños de la República.

– Buenos días, señor Méndez. Qué cosas tan horribles suceden, ¿verdad?

– De infarto, señor Grijalbo.

– Por lo que sé, hasta después del amanecer no ha sido posible retirar de allí el cuerpo de nuestra empleada.

– Horrible.

– Fue un asesinato, ¿verdad, señor Méndez? Pero antes permítame decir que estoy encantado de recibirle en el corazón de nuestras oficinas de seguridad en Barcelona, el corazón catalán de la Life Safety, la gran multinacional de las cosas bien resguardadas. Nuestra central está en Washington, como usted sabe, y entre nuestros clientes figuran diversos miembros de la Casa Blanca, desde secretarios de despacho a jefes de gabinete, desde controla-dores de prensa a distinguidísimas becarias. Porque en la Casa Blanca la seguridad corresponde a las fuerzas del gobierno, pero una vez fuera de ella, ¿qué? Una vez fuera, la vida y la seguridad dependen de la Life Safety. Nunca habíamos tenido un fracaso, y ahora, señor Méndez, le confieso que estoy abrumado, porque ha muerto una de nuestras agentes a poco de instalarnos en la sucursal de Barcelona. Pero ello indica, si miramos las cosas desde otra perspectiva, que la agente designada por nosotros era activa y eficaz, o sea, que para frustar su misión no tuvieron más remedio que matarla.

– Fue una lástima. Quitar de en medio a una mujer así… Me parece un desperdicio de material humano altamente aprovechable.

– Sin duda, señor Méndez, sin duda… Y ahora permítame preguntarle si ya sabe algo sobre el informe forense. Porque a nosotros no nos han dicho nada todavía, y creo que tenemos algún derecho.

Méndez observó la línea verde de los jardines de Montjuïc, que él había conocido llenos de matojos y escondites para el sexo. En otros tiempos más ecológicos, la gente chingaba allí, no dentro de un automóvil con el motor en marcha; las criadas enseñaban las ligas y se dejaban meter el dedo, no más, mientras los estudiantes enseñaban el aparato que no iban a meter en ninguna parte. Desde los terrados más cercanos, hombrecillos ansiosos que tampoco iban a meter nada los controlaban con sus prismáticos.

– Supongo -dijo- que les enviarán muy pronto una comunicación oficial. Por tanto, no tengo problema en adelantarles algo. El forense, con el que he pasado toda la noche, me ha confirmado lo que suponía: esa mujer recibió por sorpresa un fuerte golpe detrás de la cabeza, que la dejó inconsciente o al menos sin capacidad para defenderse durante unos momentos. El asesino, o asesina, los aprovechó para hacer algo que requería mucha habilidad, pero no excesiva fuerza. Llevaba una soga delgada que en estos momentos está siendo analizada, y que demuestra una preparación para cualquier contingencia: la pasó por el gancho de la lámpara, que le pareció muy sólido… no descarto que lo tuviera ya estudiado antes, improvisó un nudo corredizo y lo pasó por el cuello de la mujer caída. Todo eso no requiere gran fuerza como le he dicho, pero sí habilidad. Requiere fuerza, en cambio, lo que hizo a continuación: tirar de un extremo de la soga y levantar a la víctima hasta ahorcarla. Pudo hacerlo una mujer, porque el gancho se lo facilitaba al servir de polea pero, con tanto tirón, el gancho tenía que haber cedido. Ahí hay algún detalle que no me explico aún, aunque la película del crimen es más o menos la misma.

– Eso indica que a la víctima la esperaban dentro de la propia habitación -sugirió el señor Grijalbo.

– Es lo que he pensado desde el primer momento. Por tanto, el asesino es, o debería ser, alguno de los huéspedes. Pero ahora hable usted, amigo mío. ¿La víctima trabajaba para ustedes? ¿En calidad de qué?

– De agente, por supuesto.

– ¿De agente de protección?

– Eso es. Ya quedó lejos el tiempo, señor Méndez, en que las mujeres sólo servían para la cocina, la cama y la bronca al marido cuando éste llegaba tarde a casa. Hoy día las mujeres están en el ejército, la judicatura, la banca, la policía, la vigilancia privada, los negocios y la lista de espera de los masajistas mulatos. Nuestra civilización ha cambiado, señor Méndez, y por eso no debe extrañarle que Rosanna Vives fuera una de nuestras mejores agentes, campeona de tiro y finalista del torneo de kárate. Tenía un brillante porvenir: pensábamos destinarla a las reuniones del Fondo Monetario Internacional y sitios similares, para proteger a las grandes gentes del dinero. Una mujer como ella es más útil porque parece la querida de un banquero, no una máquina de matar.

– En este caso funcionó mal la máquina -dijo lentamente Méndez.

El señor Grijalbo defendió a la empresa:

– La atacaron por sorpresa y a traición.

– Eso es lo que me hace dudar. Tengo la convicción moral, o más bien la sospecha sandunguera, de que la atacante fue una mujer, pero ¿pudo una mujer hacerlo? En fin, señor Grijalbo, ¿quién les pidió que le protegieran?

– Tenemos muchos pedidos de esa clase, señor Méndez, y al aumentar la demanda han aumentado nuestras sucursales como ésta de Barcelona. Porque ahora Barcelona es una ciudad rica, y sepa usted, señor Méndez, que la riqueza va unida a la inseguridad. O dicho de otro modo, a la seguridad pagada. Hoy todo se paga. ¿Cómo se han evitado las grandes revoluciones europeas de antaño? Pagando. Los ricos les pagan a los pobres las vacaciones, el desempleo, la seguridad social y las viviendas protegidas. Así los pobres se callan y se limitan a exponerle al médico del Seguro sus largas dolencias históricas. También tienen la tele, que es un elemento de sosiego y placidez social al que un día se hará justicia, señor Méndez. La plaza revolucionaria se ha transformado en una sala de estar con un televisor, un sofá cama, un retrato de la nena y una botella de anís del Mono. Pero todo esto cuesta dinero, señor Méndez. Dinero.

– A mí me sirve de poco ser más bien pobre -gruñó el viejo policía-. Pero continúe.

– La seguridad también cuesta dinero. La seguridad, claro, debería proporcionarla el Estado, pero éste gasta todos sus elementos en proteger a los políticos, a sus hijos, sus esposas y sus queridas más o menos públicas. ¿Qué hace el ciudadano de a pie? Joderse, señor Méndez, joderse, y perdone que utilice el lenguaje de la banca. ¿Qué hace el ciudadano de a caballo? Pagarse una protección privada. Y en eso estamos: algún día el gobierno se dará cuenta de nuestra labor y nos dará, por lo menos, la Medalla de la Cruz Roja.

El señor Grijalbo aspiró aire. Méndez preguntó:

– Muy bien, ¿pero a quién protegía Rosanna Vives?

– A los miembros de una sociedad extranjera que estaban haciendo investigación industrial en España. Usted, señor Méndez, puede llamarlo espionaje industrial si quiere: yo me callo. El contrato comprendía la estancia en Barcelona de, como máximo, cuatro miembros, a medida que fueran viniendo. Había que protegerlos las veinticuatro horas. El señor Garci era el primero. Tenía pasaporte brasileño.

– Los más falsificados.

– Eso ya no lo sé.

– Y quiere explicarme, señor Grijalbo, ¿cómo un socio de una multinacional, aunque sea brasileña, viene a Barcelona y se hospeda en el viejo barrio Chino, en una pensión que se llama Internet, pero que antes se llamaba La Palomita?

– Le estoy hablando de un espía industrial, señor Méndez. Un especialista seguramente conocido por las empresas a las que quería espiar.

– ¿Y qué?

– En el Ritz lo habrían localizado a los dos días. En la Internet, seguro que no.

– ¿Tantos crímenes hay en eso del espionaje industrial? Reconozco que no soy un experto: sólo entiendo de espionaje casero, del espionaje meticuloso que se ejerce sobre las tetas de las vecinas.

– No le diré que haya muchos crímenes, señor Méndez, pero le digo que hay muchos peligros. En el espionaje industrial se mueven montañas de dinero.

La mirada de Méndez se hizo recelosa y dañina.

– No todo me acaba de cuadrar, señor Grijalbo. En primer lugar, puede que la multinacional brasileña no exista. En segundo lugar, puede que los cuatro supuestos socios fueran sólo uno, el señor Garci, que era el que realmente necesitaba protección. En tercer lugar, puede que el señor Garci no se llame señor Garci. En cuarto lugar, dígame cómo era ese pájaro.

– Alto, joven, fuerte, guapo.

– Habla usted como un maricón, señor Grijalbo.

– Y usted, señor Méndez, habla como un gilipollas.

– Lo acepto. ¿Tiene alguna foto?

– La de su pasaporte.

– Le felicito, señor Grijalbo. ¿Cómo la consiguió?

– Sin que se diera cuenta. Cobramos una cantidad anticipada, pero necesitábamos alguna garantía de la factura total. Una fotocopia del pasaporte, aunque fuera clandestina, era lo mínimo.

– ¿La tiene?

– Me temo que necesito una autorización judicial para enseñársela, señor Méndez.

– Me temo que necesitaré acusarle de proxeneta, señor Grijalbo. Diré que la señorita Rosanna Vives no iba allí a proteger, sino a follar. Ya sé que luego se aclarará todo, pero las primeras veinticuatro horas no se las quita nadie. Y como estoy haciendo una investigación que también le favorece a usted, le ruego humildemente que me enseñe esa fotocopia, señor ángel de la guarda. Mueva el culo y búsquela. Yo no soy policía constitucional: miento cuando hace falta.

El importante señor Grijalbo entendió que le favoreció el trato. Necesitaba aclarar la muerte de su empleada, de modo que fue a otro despacho posterior, donde sin duda había una caja fuerte. Regresó con una perfecta fotocopia en la que figuraba un nombre sin duda falso, unos datos de nacimiento sin duda falsos y una fotografía sin duda auténtica, porque Grijalbo había tenido al sujeto delante.

Méndez arqueó una ceja.

Estaba tan asombrado que hasta sintió algo así como el milagro de una excitación sexual.

Y lo único que pudo decir -eso sí, con expresión de mayordomo inglés- fue:

– Leches.

26 UNA CUESTIÓN DE NIÑAS

El importante señor Grijalbo, inquieto ante la cara del poco importante Méndez, preguntó:

– ¿Qué le pasa?

– ¿Era éste el tipo?

– Pues claro que sí.

– Usted tendrá sin duda, señor Grijalbo, un equipo de fax modernísimo, de esos que emiten incluso música estereofónica.

– La empresa tiene un buen equipo de fax, naturalmente.

– Quiero que envíe esta foto en seguida. Le daré el número del fax que tiene que recibirla. Ah… Acompañe el número de teléfono del sitio donde estamos ahora. Supongo que me llamarán inmediatamente.

– ¿Es preciso que lo haga? Recuerde que éste es un negocio privado.

– Y yo soy un investigador público, aunque sea sólo a ratos. Lo que le pido no le va a perjudicar, señor Grijalbo. Al contrario, puede orientarle en lo de la muerte de su empleada.

Con expresión de albergar serias dudas, el delegado de la agencia envió el fax que le pedía Méndez. No habían pasado ni cinco minutos cuando se recibió una llamada.

– Méndez.

– Yo mismo.

– He encontrado este número de teléfono al pie de la foto que acabo de recibir por fax. ¿Es suyo?

– No. Es el de una agencia internacional de seguridad, pero puede hablar tranquilamente, honorable señor Orestes Gomara. Estaba seguro de que recibiría su llamada.

– Esta foto es… es…

– Lo imaginaba.

– Es la de Leo Patricio -dijo la voz entrecortada del banquero.

Méndez respiró profundamente.

– Por eso se la he hecho enviar. Vamos a ver si resumimos la situación, para que se entere y lo anote en el balance de beneficios del banco: Leo Patricio, el asesino de su hija, está huyendo de usted.

– Como una rata.

– Tenía dos opciones -dijo calmosamente Méndez-. Una era esconderse en un sitio pequeño, donde nadie le conociera, o quizá en una capital de provincia de tamaño mediano donde siempre hay un par de buenos restaurantes y un par de madames que van a misa con las esposas de los clientes. O se podía instalar en el extranjero, donde además las madames le enseñarían lenguas, en el buen sentido de la palabra. Pero supongo que sus negocios están en Barcelona y en Madrid, y los ha de cuidar personalmente.

– Sí.

– ¿Qué clase de negocios?

– Digamos que relacionados con los míos, puesto que era mi hombre de confianza. Pero sobre eso no voy a decir una palabra más.

– Lo encuentro perfectamente lógico. Pero un hombre que ha de dedicar atención personal a sus negocios no puede perder mucho tiempo en restaurantes de corderito asado ni en casas de putas provinciales que aún cierran por Semana Santa. Entonces le queda la segunda opción: esconderse en las ciudades donde tiene sus negocios. Descartado su domicilio habitual, porque sería meterse en su propia tumba, le quedan los buenos hoteles. Narices de hoteles, porque a la noche siguiente lo habrían descubierto; su cuerpo sería servido en forma de albóndigas en el próximo cóctel diplomático. Le quedan las pensiones anónimas, las habitaciones sin ventanas y los agujeros de retrete. Así se puede ir tirando una temporadita, mientras halla una solución mejor. De modo que se mete en un sitio que se llama pensión Internet, y que en materia de telecomunicaciones ha de ser la hostia. Por lo menos tienen dos teléfonos móviles.

Hubo un simple gruñido al otro lado del cable. Méndez continuó:

– Pero, aun así, su amigo Leo Patricio no se siente seguro, ni mucho menos. Necesita a alguien que le cubra las espaldas, y para eso acude a una agencia de protección.

– ¿Con su nombre?… No me haga reír. Yo lo encontraría antes de que se me calentara el horno para asar su cabeza.

– Con su nombre no, por supuesto. Falsifica un pasaporte brasileño, que es el documento de donde he podido sacar su foto. Paga por el mejor protector de la agencia, que resulta ser una mujer. Ella va a verle a la pensión para comprobar la relativa seguridad del sitio. Todo muy normal. Salen juntos, supongo que para observar los alrededores. Entonces, y esto es pura deducción mía, ella quiere volver sola a la pensión para ver cómo se controlan las entradas y salidas. Llaman diciendo que Leo Patrició ha olvidado una cosa y que su amiga la buscará. Ella vuelve.

– Un relato la mar de emocionante, Méndez. Ahora dígame cómo iba vestida.

– Lo sé, porque estuve debajo de su cuerpo ahorcado: llevaba unas braguitas negras, que es un color que siempre está de moda entre los folladores habituales. Entra en la pensión, pero resulta que en la habitación la está esperando alguien, o quién sabe si registrando las cosas, es igual. Lo que no sé es si ese alguien la esperaba a ella o a Leo Patricio, aunque me inclino por esto último. El caso es que ese viaje ya no tiene retorno: ahorca a la chica después de golpearla en la nuca. Y entonces hay una explosión de gas y el viejo edificio se derrumba en parte. El cadáver, que habría tardado en ser descubierto, aparece de pronto colgando en el aire, como en una pesadilla.

Al otro lado del hilo, Gomara emitió un gruñido que no era precisamente de pésame.

– Quiero saber si su gente hizo ese trabajo -dijo inesperadamente Méndez.

– No.

– Es lógico. No va a acusarse de un crimen, y menos por teléfono.

– Le juro que no se trata de eso. Ya sé que mi juramento no vale nada, pero en este caso es verdad. Me he enterado de que Leo Patricio andaba cerca sólo por la foto que me ha enviado usted. No podía hacer nada contra él si no sabía dónde estaba.

– Su voz suena a sincera, si es que un banquero ha sido sincero alguna vez.

– ¡Sólo quiero saber una cosa! ¿Quién más, aparte de yo mismo, busca a Leo Patricio?

– Me temo que una mujer.

– ¿Una mujer?…

– Sí. En este caso habría venido de París.

– No entiendo nada…

La voz de Orestes Gomara continuaba siendo sincera, y además aquello concordaba con los pensamientos de Méndez.

Colgó.

El importante señor Grijalbo le miraba desde el otro lado de la mesa, sin entender tampoco nada. A su espalda, el ventanal seguía mostrando aquella parte de la ciudad feliz que tenía un árbol y no un piso, un pájaro y no un coche, un sendero y no un cinturón de ronda, es decir, algo que no tenía futuro: sólo un hermoso pasado.

– ¿Sabe ya quién mató a mi empleada, señor jefe superior de policía? -preguntó despectivamente.

– Me queda un solo cabo por atar. Cuando lo ate, usted será el primero en estar informado.

Y se largó gatunamente, sin mirar a ninguna parte, y eso que la chica de recepción se estaba ajustando los sostenes detrás de la mesa.

El cabo suelto que le quedaba por atar a Méndez era tan sencillo como resbaladizo, y se llamaba infanta Carol. No era extraño que hubiese estado en Barcelona, en una pensión barata, pero ¿podía ella haber sorprendido a una agente experta? ¿Podía haber tenido fuerzas para ahorcarla? Y sobre todo, ¿dónde estaba ahora?

¿Por qué había matado a la mujer encargada de proteger a Leo Patricio, que era tanto como decir que quería matar a éste?

Sin lograr aclarar ninguna de sus ideas, descendió en la plaza de Catalunya, gran centro de almacenes multiuso, bancos en estado de buena esperanza y mesitas de taleros que hasta aceptaban tarjetas de crédito. No existía ninguno de los cafés históricos donde Méndez había buscado a mujeres también históricas. En el viejo rascacielos de la Telefónica, los empleados se llamaban unos a otros con el móvil. En el nacimiento de la Rambla, los jubilados formaban corro y comentaban a gritos un gol del año 27, gloriosamente detenidos en la ciudad que se detenía.

Ya no quedaba nada del viejo café Zurich, lugar de nenas al Levi's, turistas al piojo, poetas en trance de subasta y sindicalistas que redactaban un manifiesto pidiendo la jornada de dos horas. Ahora, con el nuevo café, había unos almacenes asépticos, llenos de últimas novedades, donde cualquiera podía comprar un dentífrico para astronautas y unos sujetadores de tamaño programable con mando a distancia. Barcelona crecía y crecía, ahora hasta las palomas eran olímpicas. Méndez encontró a Amores y terminó con él en lo que quedaba de la ciudad histórica, un café en la calle Santa Ana frente a un viejo hotel. Había allí cuatro mesas, una barra con dos clientes dormidos, un anaquel con botellas sietemachos y una espita con una cerveza carísima, tan cara que parecía hecha con saliva de obispo.

Amores bebió un trago y suspiró:

– Pues vaya día.

– Los has tenido peores. Hasta tu mujer lo sabe.

– Por suerte, no me han vuelto a molestar con el asunto aquel del tío que encontramos. El del culo en el que habían estado buscando petróleo. ¿Qué ha sabido más de todo aquello, Méndez?

– El que ordenó aquella muerte está buscando ahora al verdadero asesino de su hija, la que fue ultrajada y muerta en aquella casa de los altos de Serrano, en Madrid. Es decir, se dispone a culminar la catedral de su venganza. No te voy a decir el nombre del futuro muerto porque mañana mismo harías publicar su necrológica. Lo que no sé bien es si el ejecutor, es decir, la persona que mata según las órdenes, es un hombre o una mujer.

– ¿Una mujer?

– Me has preguntado si sé algo más, y yo te contesto dentro de lo posible, Amores, en esta ciudad donde mis pulmones son perforados por los tubos de escape y donde el sol cuece lo que queda de mis membranas viriles. Este caso me desorienta, Amores, pues aunque tengo pistas, no tengo evidencias para ponerlas en la mesa del juez.

Entraron en el bar dos comerciantes diciendo que los cafés tomados en horas de trabajo tendrían que desgravar de la Renta; entraron luego dos mujeres que pedían un salario para las amas de casa.

– Ya me dirá qué va a hacer ahora, señor Méndez.

– Si llevase la investigación oficialmente haría más cosas, porque dispondría del aparato policial. Pero no la llevo. Tengo que atrapar, como quien dice, las pelotas que los jugadores echan fuera del campo.

Y añadió, mientras terminaba su cerveza:

– No me quedará más remedio que esperar un poco y seguir buscando a mi manera. Esto va a ser mi ruina, pero pienso que tengo que volver a Madrid.

Madrid vibraba, y Méndez se sumergió gozosamente en él.

Madrid envuelto en la bruma y envuelto en dinero sin fermentar, en un olor que conocía muy bien Méndez.

Encontró a Orestes Gomara, su asesino preferido, su granuja encuadernado en oro y piel. Tuvo que buscarlo antes, claro. Domicilio de Madrid, Recoletos centro, un portal antiguo con entrada de carruajes, un mayordomo vestido como en los tiempos de la UCD, un portero laureado que sólo bebe coñac Napoleón. No, el señor no está, ha ido a sus oficinas. Y además qué coño pregunta: el señor tiene su propio panteón, no paga alquileres de nichos. Y la oficina del centro: cristales blindados, cerraduras Fichet, mármoles italianos, hierros de Toledo y losas de El Escorial sacadas de un colchón de Felipe II. Y en la planta noble, una secretaria pentalingüe de setenta años, con el virgo asegurado en Unión y el Fénix o en Catalana Occidente: no, el señor presidente no está, ha ido con el coche al colegio donde estudió su hija. Pues vaya -pensó Méndez-, ahora resulta que el señor presidente tiene corazón, o quizá lo que tiene es potencia y quiere tirarse a una alumna que ha repetido curso. Vamos allá, como dicen los taxistas.

Y en efecto, el coche estaba allí, grande como elQueen Elizabeth, custodiado como el Banco de Inglaterra por un chófer gorila de dos metros. Orestes Gomara, en la acera solitaria del barrio residencial, contemplaba con las manos a la espalda, a través de la reja, las evoluciones de unas nenas con falda cortita que jugaban al baloncesto.

Méndez se acercó gatunamente, vigilado por la mirada recelosa del guarda.

– Demasiado tiernas, señor Gomara. Chillarían antes de encontrársela dentro.

Era una frase infame y Méndez lo sabía. Quería provocar. El banquero le miró con un gesto de asco y perdió su diplomacia.

– Váyase a la mierda.

– Le he buscado nada más regresar a Madrid, Gomara.

– ¿A mí? ¿Para qué?

– He estado pensando.

– Milagro.

– ¿Qué hace mirando a esas gallinitas? ¿Después de beberse un Gran Reserva de treinta mil pesetas necesita carne tierna?

– Es un cabrón, Méndez. A estas alturas ya debería saber que éste es el colegio donde estudió mi hija.

– O sea, que no está pensando en follar.

– No.

– Está pensando en matar.

– Ése es asunto mío.

– Y mío. Veo que no ha podido terminar su venganza, Gomara, que lo peor aún lo tiene pendiente.

– Sigue siendo asunto mío.

– Y cuando necesita cargar las pilas de su odio, viene aquí y mira.

– Le he enviado a la mierda, Méndez. Esperaba que supiera el camino.

– ¿Sigue buscando a Leo Patricio, el que hizo aquello con su hija?

– Sí.

– Y lo encontró en una pensión antiquísima, con doscientos años encima de cada cama. Y debajo de cada cama un orinal sacado del Museo de Historia de la Ciudad. Pero ahora resulta que es modernísima porque se llama pensión Internet. Lo localizó usted allí y envió a su gorila para que hiciera el trabajo, pero su gorila no lo encontró a él, sino a la detective que tenía que protegerlo. Lo mismo daba. Hizo igualmente el trabajo.

Orestes Gomara no contestó. Su cara era de piedra mientras avanzaba hacia el coche lentamente.

Su guardaespaldas preguntó:

– ¿Le molesta este tipo, señor? ¿Qué hago con él?

– Nada.

– No es demasiado grande. Podría ahogarlo en el filtro de agua del coche.

– Sin atropellar, ¿eh?, sin atropellar -protestó Méndez. Oiga, Gomara.

– ¿Qué?

– No me ha contestado.

– Traiga alguna prueba y le contestaré.

Entró en el coche. No se opuso a que Méndez entrara con él y se sentara a su lado, en aquel instante de estéreos que sólo transmitían música sacra, de pieles de niña afinadas a lengua, de maderas nobles sacadas de un viejo meublé.

– Todavía no tengo pruebas -dijo el viejo policía-, pero tengo sus mentiras.

– ¿Mentiras?… -Gomara pareció sorprenderse.

– Sí. En toda su historia hay cosas que no cuadran. Usted me dijo que se había criado en una corrala de Madrid, entre vecinos que se peleaban, vecinas que se metían el dedo y ratas tan adultas que hasta se habían sacado el DNI. O sea, que de ilustre linaje, nada. Y, en cambio, los Gomara son un ilustre linaje, descienden de un indiano que tenía una negrita para sacarle el capullo, poseyeron grandes fincas y poseen todavía el palacete de los altos de Serrano. Aquí no cuadra nada.

– Me extraña que no se haya dado cuenta hasta ahora, Méndez.

– Me di cuenta en seguida, pero decidí reservarme la bola para cuando se la pudiese lanzar a la cara.

– Y supongo que en seguida comprobó todos los datos de lo que yo le había dicho.

– Sí. Los datos de la infancia concordaban, pero los del Registro Civil no. Un amigo me leyó por teléfono el asiento registral: no era usted hijo de una ricachona y un millonario, sino de una puta y un presidiario, que no es lo mismo. No se llama Gomara, que viene a ser nombre de cardenal, sino González, que es nombre vulgar, nombre de guardia civil y de presidente del gobierno. Una parte de verdad en su relato, por tanto. Y una inmensa parte de mentira.

El banquero suspiró resignadamente.

– Con todo esto viene a decirme que ni siquiera soy un asesino serio.

– No es un asesino serio. Es el asesino de una estanquera de Chamberí.

– Entonces le daré un consejo, Méndez: compruebe siempre las cosas por sí mismo. No se fíe de los amigos que le leen por teléfono un asiento registral, porque no se fijan en los detalles. Su informador debería haber notado que debajo de la primera inscripción, o al margen, no lo sé, hay otra en la que se me reconoce como hijo natural de Gomara, y por tanto se me legitima. Tiene razón: mi madre tuvo sus tiempos de puta, pero de puta de altura. Una vez me reveló lo que ni siquiera mi padre sabía, aunque advirtiéndome que no iba a servir de nada: entonces en el Código Civil estaba prohibida la investigación de la paternidad, por eso de salvar la «dignidad» del follador. Mejor dicho, estaba permitida en la legislación de Catalunya, pero yo no era catalán. Mi madre, en eso del coño, siempre fue muy centralista. De modo que tuve que vivir como un perro según la historia que le conté, y que es rigurosamente cierta. Hasta que un día me enteré de que el viejo Gomara me había reconocido en su testamento, cosa permitida por la ley. Aunque no sé por qué doy tantas explicaciones a un policía antiguo, renegado, tiñoso y que aún cree que atestado se escribe con «h» de hostia.

Méndez no protestó. Curiosamente le podía doler el insulto de una mujer de la calle, pero le dejaban indiferente los insultos de un millonario, sobre todo si eran proferidos a bordo de su coche.

– De modo -continuó el banquero- que todo lo que le conté era auténtico. Y no me habría atrapado en ninguna mentira si su amigo llega a mirar el Registro bien.

Méndez miró hacia el frente, pero con el horizonte tapado por las inmensas espaldas del gorila. El chófer se había situado ante el volante, pero no arrancaba, esperando la orden de su dueño. Desde la lejanía aún llegaban los

gritos de las niñas con sus tapapubis, entusiasmadas cada vez que su equipo acertaba una cesta.

Quizá Gomara pensaba en su hija. Tenía la mirada perdida, y Méndez habría jurado que esa mirada se había vuelto de vidrio húmedo.

– De todos modos -dijo-, su historia está llena de puntos fétidos.

– ¿Por ejemplo?…

– Hemos quedado en que el viejo Gomara le reconoció en su lecho de muerte, es decir, lo legitimó. ¿Pero le dejó alguna herencia?

– Muy poca cosa. Estaba ya casi arruinado. Tantos años gastando duros, metiéndose en los mejores hoteles, los mejores restaurantes y los mejores coños, hunden a cualquiera. Además, no trabajaba, sólo habría faltado eso.

– Estamos hablando del abuelo Gomara.

– Sí.

– No del padre de su mujer, es decir, de su suegro.

– Exacto.

– He aquí otra mentira -masculló Méndez-. Si usted ya era un Gomara, es decir, si ya podía llevar ese apellido, no podía casarse con otra Gomara. Su mujer y usted descendían del mismo abuelo.

– ¿Y qué? -El banquero emitió una amarga risita-. La Iglesia te dispensa de lo que quieras, siempre y cuando pagues a tiempo. Mayor problema era mi suegro, que en realidad era mi hermanastro, pero al final acabó comprendiendo que el trato le convenía, porque yo era muy trabajador y encima todo quedaba en casa. No sé si usted se ha molestado en investigarlo, Méndez, pero entonces los Gomara empezaban a levantarse. Mi suegro era un crack. Las cosas iban bien.

Méndez hizo un gesto afirmativo, no exento de amargura.

– Por lo que me explica -susurró-, todos los datos pueden concordar.

– Pues claro que concuerdan. ¿Y ahora qué? ¿Va a acusarme de nuevos embustes, Méndez?

– No. Creí que le tenía atrapado en una mentira, pero veo que se limitó a no decirme toda la verdad. O quizá es que no se la pregunté, porque deseaba reservarme esa sospecha.

– Que no le ha servido de nada.

– Cierto. No me ha servido de nada, pero hay algo que sigue oliendo mal. Quizá es usted el que huele mal, Gomara. Huele a mierda.

Gomara tampoco se ofendió. Quizá se sentía tan por encima de Méndez que sus insultos no le importaban en absoluto. Su única reacción fue encogerse de hombros mientras preguntaba:

– ¿Algo más?

– Sí. Quiero saber si existe alguna relación entre usted, un joven que fue a París y la casa de los altos de Serrano.

– Con la casa de los altos de Serrano sí que existe relación. Ahora es mía, o mejor dicho, de una de esas sociedades instrumentales que usted tanto se ha molestado en estudiar. De lo demás, no sé una palabra. Y ahora, ¿puedo decirle a mi chófer que arranque? ¿O también a él le va a preguntar dónde nació?

– Dígale que arranque, pero yo me apeo aquí. Prefiero hacerme un porvenir en el autobús que hacerme un porvenir en su coche. Hala, a tomarpol saco.

Y descendió. Antes de cerrar la puerta oyó que Gomara le decía:

– Tal como le veo, su porvenir está muy claro, Méndez. Muy claro.

– ¿Sí? ¿Cuál es?

– Haga la carrera en la Rambla de Barcelona, disfrazado dedrag queen. A lo mejor resulta.

Méndez gruñó:

– Pues tal como se están poniendo las cosas, no me parece tan mal pensado. Miraré si encuentro en las rebajas un vestido de maricona vieja.

Los registros civiles ya no huelen mal como antes: ya no huelen a legajo polvoriento, polilla del siglo XIX, silla multiculos o calzoncillo de funcionario. Al contrario, muchos de ellos tienen ahora sillas de metal incombustible, estanterías brillantes (seguramente de titanio) y hasta ordenadores engrasados con aceite de nave espacial.

– ¿Qué desea?

Méndez exhibió su placa de policía, procurando que no se le cayese al suelo, y murmuró:

– Necesitaría comprobar unos datos.

Era verdad lo que le había dicho Gomara: mejor hacerlo todo por uno mismo. Y era también verdad su historia del nacimiento en una corrala, su apellido y su legitimación por el viejo Gomara en el santo lecho de muerte: hijo mío, me arrepiento de todos mis pecados ahora que no vale la pena repetirlos. Tienes derecho a mi apellido y mi herencia como yo tuve derecho a meterme hasta el fondo de tu madre. Quiero limpiar mi alma y renunciar al dinero que ya no podré gastarme. Siéntate a la diestra del encargado del Registro Civil como yo espero sentarme a la diestra de Dios Padre, amén. (Posdata para el señor notario: hágame la rebaja que hace siempre a sus mejores clientes. Posdata para el señor obispo: envíe ocho curas a mi entierro, todos ellos del Opus Dei.)

De modo, pensó Méndez, que Orestes Gomara le había dicho la verdad sobre su vida. Ahora hacía falta saber si también le había dicho la verdad sobre su negocio.

En realidad -seguía pensando Méndez-, Gomara le había confesado bastantes cosas, aparte la tutoría de los asesinatos y de la venganza. Le había confesado, sobre todo, que su iniciación en la banca estuvo dedicada al blanqueo de dinero, como si ésa fuera una actividad pasada y ya sin demasiada importancia. ¿Pero realmente no se dedicaba a eso aún? Su banco, ¿no podía ser una gigantesca tapadera para el tráfico mundial de la droga y los miles de millones que ésta necesitaba mover anualmente?

Un detalle le decía a Méndez que podía no estar desencaminado: los guardaespaldas de Gomara. Ni Miguel Don era un protector normal ni lo habían sido David Mellado y Alberto Parra, los torturados y muertos. Y mucho menos lo era Leo Patricio, el violador de Virgin. Ninguno de ellos fue guardaespaldas jamás: todos fueron asesinos a sueldo. ¿Y un banquero normal necesitaba gente así? ¿O la necesitaba un banquero que, por sus negocios, siempre estuviese bordeando la muerte?

Quizá por ese camino hallaría Méndez las pruebas que necesitaba para acusarle.

Telefoneó a París, a Olga Tavares, la paisana gallega y pensionista francesa que había estado casada con un coronel castellano. Olga Tavares le contestó en su francés impecable:

– ¿Vous étes, por casualidad, le policier chevronéé?

– Mais oui, yo soy el policía chevronée o cabronée, como usted quiera. La llamo desde Barcelona, doña Olga. Je vous appelle de Barcelonne.

– ¿Sí? ¿Y qué tal laville?

– Charmante, madame.

– O sea, cojonuda.

– Collonude, madame. Vraiment collonude.

– ¿Y qué quiere, monsieur Mendés?

– Verla, madame. Volveré a París, poniendo en peligro mis pulmones y lo que queda de mi hígado, si usted me permite verla. Je veux voir votre charmante face de madame retraité.

– Pues venga cuando quiera. Estaré encantada deparler.

– Otra cosa, doña Olga.

– ¿Qué?

– Me gustaría saber si Carol está en París. -Ahora está. En eso tiene suerte. ¿Pero para qué la necesita?

– Para conocerla y para hablar con ella. Nada importante. Pura rutina.

– Pues le preguntaré a ella si tiene inconveniente. Deme su número detelephone por si hay algún imprevisto.

Méndez se lo dio con una nota tranquilizadora:

– Ahora es untelephone respetable, madame, un telephone tres honorée. Hasta hace poco, cada vez que alguien llamaba, la encargada creía que era un cliente y le leía la lista de precios de las chicas.

– O sea, usted vivía en unamaison de passe.

– No. En la trastienda de un bar, pero casi daba lo mismo.Au revoir, madame.

– Au revoir, gendarme. ¿Quiere usted que le vaya a esperar a la gare y nos damos una promenade?

– No, gracias; encontraré el camino perfectamente.

Méndez colgó. A continuación hizo tres llamadas más.

La primera fue a su comisaría, para decir que aún tardaría un poco en volver. Le atendió la nena de las posaderas olímpicas. La nena de las posaderas olímpicas le dijo que no se preocupara, porque ella lo entendía muy bien: la impotencia produce en la próstata lesiones irreparables, y uno acaba no pudiendo ni darse la vuelta en la cama. «Pero se ve que en eso tengo mano de santo, señor Méndez, porque hasta el jefe superior, que estaba tan chochito, me vio el otro día y me dijo que se estaba curando. Hala, señor Méndez, a conservarse y a no sufrir por el trabajo, que nos organizamos muy bien sin usted. Ya leeré todos los días las esquelas deLa Vanguardia.» La culiancha colgó.

La segunda llamada de Méndez fue para una agencia de viajes especializada en extradiciones y devoluciones ilegales. Encargó unsingle en el Talgo a París de la noche siguiente y una habitación de hotel que tuviese vistas sobre la place Pigalle y sus desventuras. No había ninguna libre, y acabaron dándole un hotel que tenía vistas sobre el patio de la prisión de la Santé.

Se sentía confundido y lleno de recuerdos. Le habría gustado hablar largamente con el hijo de Paco Rivera, con el condenado obispo: «Hay una moral, eminencia, que usted no conoce y que está a ras de los adoquines, los colchones de los pisos bajos y los portales donde no entra la luz. Esa moral nunca llegará a la altura de los archivos vaticanos y menos a la de las ruedas de un lujoso papamóvil, porque es una moral que no está escrita. Pero a su padre sí que le importaba, porque es una moral que está vivida. Consiste en cosas tan sencillas como una palabra de aliento, un rato de compañía, un gesto de hermandad, un poco de dinero sin que se note, un estar allí cuando alguien se siente solo y no puede mirar a ninguna parte. Tiene usted todo el derecho a decir que ésa es una moral pagana, una moral de los que no creen en nada superior al ser humano, pero quizá su padre se dio cuenta de que antes de encontrar a Dios encontraba al hombre y a la mujer, su eterna compañera, que tantas veces ha tenido la misión de llorar por él. Pero no haga caso de mis palabras de sucio policía de la calle.»

Este breve discurso quedaría siempre sin pronunciar. Méndez lo sabía. Nadie defendería a Paco Rivera, a cuya segunda mujer quizá sólo trataba de ayudar. Hay muchas vidas sin sentido. Méndez se encogió de hombros.

Sonó el teléfono.

– Monsieur Mendé

– Bonjour, madame, digo, bonsoir, digo, ¿qué coño estoy hablando? A ver si va a resultar que usted es más franchute que gallega.

– Monsieur Mendés, no sabe usted lo jolie que estoy de haber tenido la chance de encontrarle. Creí que después de nuestra última conversación usted ya se había ido a trabajar a la maison de passe.

– Si yo pudiera trabajar en unamaison de passe sería más rico, señora Tavares. Dígame por qué me llama.

– Tengo miedo.

– ¿Qué?

– Tengo miedo.

– Dígame lo que le pasa. Dígame de qué tiene usted miedo, señora Tavares. Francia es un país seguro. Hable con toda claridad.

– No puedo decírselo exactamente,monsieur Mendés. Mejor dicho, no puedo decírselo porque no pienso acusar a nadie.

– ¿Pero de qué me habla?

La voz de Olga Tavares era temerosa y asustada. No parecía normal en una mujer que había luchado y sufrido tanto. Méndez se pegó más al auricular, porque casi no la oía.

– Señora Tavares… Si no quiere acusar a nadie no me dé ningún nombre, pero dígame al menos qué le pasa.

Desde el otro lado del hilo, al fondo de París, la voz de la vieja Olga susurró algo que Méndez no pensaba oír, pero que desde un tiempo atrás estaba en el rincón más oscuro de sus pensamientos:

– Tengo miedo de una mujer…

28 UNA CUESTIÓN DE HABITACIONES CAMBIADAS

De modo que aquella noche Méndez tomó el tren a París, pegó el rostro a la ventanilla y se sumergió en un paisaje lleno de nostalgia: las playas desiertas donde un pescador jubilado aún esperaba a una turista sueca, los siglos de Girona envueltos en luz amarilla, los faros de los coches con familia que iban a la Costa Brava a comerse una langosta bíblica. España se le terminó pronto, con un gran bostezo de la noche. Méndez bostezó también, sintió en los huesos todo el cansancio de la Barcelona que había dejado atrás y se tumbó en su cama de hombre virtuoso, con el miembro flácido y los ojos muy abiertos. coño de pensamientos: ¡si al menos pudiera saber qué clase de mujer buscaba, qué clase de mujer daba tanto miedo! Intentó olvidarse de todo, pero la noche acabó mal. No vio más que mujeres sin rostro reflejadas en el cristal de la ventanilla.

Y ni una se metió en su cama.

La mujer estaba junto a la ventana negra, y su cuerpo desnudo se reflejaba en el cristal como si éste fuera un espejo.

Más allá estaba la noche. El silencio era total, porque el reloj de carillón se había parado en una hora absurda: las once. La mujer volvió la cabeza y vio la marca grabada en la madera: «Le Dragón 1911.» También tenía bemoles llamar «Le Dragón» a un reloj que apenas había andado nunca. La voz del hombre rompió entonces aquel silencio:

– Arrodíllate.

La mujer lo hizo. Sólo su cabeza se vio entonces reflejada en el cristal. La única luz de la habitación, la de una lámpara de pie, chocaba casi contra aquellos cristales negros.

– Búscala.

– ¿Qué?

– Tú sabes: búscala.

Los dedos hurgaron en los botones de la bragueta. Estaban tan nerviosos que rompieron uno. El hombre lo vio caer al suelo, dejó que sus dientes chirriaran de rabia y gritó:

– Idiota.

La bofetada lanzó hacia atrás la cabeza de la mujer arrodillada, cuyo reflejo desapareció bruscamente de la ventana negra.

– Lo siento, lo he hecho sin querer… Lo he roto porque estoy muy nerviosa.

La bofetada se repitió, proyectando de nuevo hacia un lado la cabeza de la mujer.

– ¿Nerviosa por qué, si no eres más que una mamona? ¡Lo has hecho cien veces! ¡Venga! ¡Sácala!

La mujer, siempre de rodillas, lo hizo. Ahora volvía a verse su cabeza reflejada en la negrura del cristal. Con un chasquido de maderas viejas, el «Dragón 1911» pareció resucitar, pero la maquinaria debía de estar parada desde la época de Jean Jaurés. Sólo las carcomas de madera volvieron a producir un par de crujidos en la caja.

– Ahora a trabajar, cabrona.

La voz del hombre no le gustó ni a él mismo: había sonado aguda y chillona como la de un novato en un gimnasio de maricones. Para sentirse más seguro, agarró el pelo de la mujer y forzó la cabeza a ir adelante y atrás. Ella gorgoteó algo y sus ojos parecieron quedarse en blanco.

– ¡Venga! ¡No te estés tan quieta! ¡Muévete! ¡Venga, venga, venga!…

La cabeza femenina, moviéndose como un péndulo, atrás y adelante, volvió a reflejarse en uno de los cristales. La ventana negra estalló de pronto en una claridad lechosa (las luces del Panteón acababan de encenderse), alimentada por las almas de los muertos. La cabeza de la mujer seguía moviéndose velozmente, alimentada por su angustia. De pronto el hombre jadeó tres veces, alcanzó el espasmo y se puso a gemir.

Olga Tavares fue desde la puerta de entrada hasta el fondo de la casa de la rué Gay-Lussac. Allí también había una ventana negra, una claridad lechosa, que era la de la cúpula del Panteón, y una cabeza que se movía al otro lado del cristal, la de un gato seguramente jacobino, criado en los tejados de París. El gato la miró, pidiendo entrar como todas las noches, pero Olga Tavares no se fijaba en él: sus ojos se clavaron en el papel que estaba sobre la mesa, debajo de la luz. Era el presupuesto para la reparación de un viejo reloj de carillón «Le Dragón 1911», pieza rara, por lo visto, y como mínimo de interés municipal. Pulir y repasar la madera con barniz de época, cambiar las bisagras por otras imitación antiguo, desmontar la maquinaria, engrasarla, reconstruir la rueda catalina y volverla a montar: diez mil francos. Para ella, una fortuna: pero no era eso lo que la asustaba. La asustaba una serie de viejas fotos que estaban esparcidas junto al papel del presupuesto. En todas ellas, junto a otras personas o grupos, aparecía la misma mujer.

Con mano temblorosa volvió a telefonear a Méndez, pero el timbre sonó en una habitación con las paredes tapizadas de libros y las sillas cargadas de revistas que iban desde la arquitectura a la más pura obscenidad. Olga Tavares colgó al comprender que Méndez, quizá el único hombre que podía entenderla, ya no estaba en Barcelona, lo que en cierto modo era una suerte.

Sin duda, ya se encontraba a bordo del tren que lo llevaba a París.

El hombre se abrochó lentamente, mientras oía las arcadas de la mujer en el pequeño lavabo contiguo. Ahora que se sentía vacío del todo, la habitación le parecía triste, la ventana pequeña y hasta la iluminada cúpula del Panteón un gusano de seda hinchado, dispuesto a parir algo. Tampoco -ahora se daba cuenta- valía gran cosa la mujer que estaba angustiosamente doblada sobre la pila, metiéndose los dedos hasta la garganta.

Coño con la mujer. Si al menos hubiera sido como la cajera del súper donde él compraba todos los días sólo para verla: rubia, con gafas de intelectual, ancha, maciza, con todas las luces del súper -pensaba él- concentradas en su culo majestuoso. Pero la que ahora estaba en el lavabo, enjuagándose la boca, no era así: demasiado delgada, con los ojos siempre angustiados, sin vientre sobre el que dejarse caer a pensar y un culo recorrido por nódulos que, de seguir así, le llegarían a tapar los sagrados orificios. Pero, claro: qué se podía esperar, al fin y al cabo, de una tía que vivía como ella. Después de un largo silencio la oyó preguntar, ya más calmada, al otro lado de la puerta del lavabo:

– ¿Te puedo decir una cosa?

– Por mí, dila.

– ¿Me lo vas a dar todo?

– No, ahora no.

– ¿Cómo que no? Habíamos llegado a un acuerdo.

– Y lo cumpliré -dijo el hombre con un gesto perezoso-, pero esto tiene una segunda parte. Te lo has de ganar.

La mujer escupió sobre el lavabo, presa de un nuevo espasmo de angustia.

– ¿No… no me lo he ganado aún?

– Que te crees tú eso. Va a venir Bernard, el que manda en el grupo. El te lo dará todo, pero has de portarte bien.

La mujer apareció en la puerta del lavabo. Ya habían pasado los espasmos, pero llevaba desarreglada la falda. Bien mirada, no vales tanto -siguió pensando el hombre-. Has perdido kilos, se te marcan los pómulos y, sobre todo, sigues teniendo esa continua mirada de angustia. Pero claro, qué coño se va a esperar de una mujer que es peligrosa y que vive de esta manera.

– ¿No me he portado aún bastante bien? -farfulló ella.

– Pues claro que sí, aunque tampoco ha sido lo que yo esperaba. Tendrás que superarte con Bernard, lo digo por tu bien. Él te lo dará todo cuando hayáis terminado. Pero aprende a trabajar.

La mujer se retorció los dedos con un gesto de muda desesperación.

– Jean…

– ¿Qué?

– No me gusta esto.

– Pues es un trato correcto, o a ver qué te has creído tú. La vida es esto: recibir y dar, dar y recibir. Gratis, nada.

– Haces mal en menospreciarme, Jean. Y Bernard hace mal también.

– ¿De veras?

– De veras. Vosotros no me conocéis. Nadie me conoce.

– Eso es verdad. Cuando se te conoce, vales menos de lo que uno había pensado. Pero arréglate la falda, píntate un poco y disfrázate de mujer aunque sea por media hora. Bernard está a punto de llegar.

– De modo que me vais a repartir entre los dos.

– Sólo un rato.

El hombre se encogió de hombros con indiferencia, se vio reflejado en el cristal de la ventana negra (estaba presentable), captó la enorme luciérnaga blanca llamada cúpula del Panteón (estaba mejor iluminada que nunca) y dirigió, por último, sus ojos hacia la mujer (estaba hecha una mierda). Con tono paternalista dijo:

– Arréglate un poco, que no cuesta nada. Y pórtate.

– Sois unos…

– Di lo que te dé la gana. Pero nos necesitas.

Al salir, casi tropezó con el reloj. La madera, llena de carcomas jubiladas, produjo un chirrido.

– Vaya trasto -gruñó él-. No ha funcionado desde que lo fabricaron en la Comuna de París. Y encima lo llaman «Le Dragón». Tiene leche.

Bernard llegó apenas diez minutos después. Era corpulento, gordo -demasiado gordo- y tenía aspecto de haber trabajado en el viejo mercado de Les Halles. Su ropa inglesa cara -de Bond Street- lo cambiaba, pero no tanto. Una especie de rostro bovino remataba una arquitectura hecha decanards, patés, saintemilions, pieds de cochon, gaillacs y otras utilidades del capitalismo. Pero tenía una mirada inteligente y astuta. Contempló a la mujer Y dijo:

– Demasiado flaca.

– No paso una buena época.

– Pues habrías de cambiarla. Yo te he visto en fotos de no hace mucho y estabas más llenita. -Tú me has de ayudar a cambiar.

– Si es por nosotros, no te preocupes: te lo daré todo. Pero vamos a ver, vamos a ver… Esto no promete mucho.

Miró la cama y, por lo visto, no le gustó. Miró las ropas de la mujer y, por lo visto, le gustaron menos todavía. Pero él había ido allí para algo, y por eso ordenó:

– Vuélvete.

– No hacéis más que dar órdenes.

– He dicho que te vuelvas.

Ella obedeció al final. Al hombre tampoco acabó de gustarle el panorama, pero al fin y al cabo tenía que aprovechar el tiempo, ya que se había tomado la molestia de ir. Se encogió de hombros.

– Bueno -dijo-, quizá te haga un poco de daño.

– ¿Qué… qué estás pensando?

– A lo mejor no te lo hace.

– Yo, no…

– Venga, menos cuento. Que no he venido aquí a leer la Biblia.

Dio un empujón a la mujer, que casi tropezó con el reloj. Con voz seca ordenó:

– Camina sin volverte, porque si te vuelves me destrozas el paisaje. Vas hasta la cama y te pones como yo te diga. Vamos a ver lo que dura, porque yo soy muy meticuloso. Oye… ¿este reloj anda?…

Monsieur Mendés llegó a la estación de Austerlitz envuelto en mil aromas de vino mediterráneo. Madame Tavares le estaba esperando.

Austerlitz aún tenía un cierto aspecto -eso sí, muy mejorado- de bulevar de la miseria, punto de encuentro de refugiado político, inmigrante con maleta de madera, vendimiador con hijas y bonne gallega con libreta de ahorros. Hombres con expresión de cansancio avanzaban hacia el metro. Carritos cargados de maletas eran empujados por moros hacia taxis conducidos por moros que esperaban tomar a toda velocidad la avenue de l'Italie.

Madame Tavares dijo:

– Monsieur Mendés, je vous souhete la bienvenue. J'ai be-soin de vous.

– Yo también tengo besoin de una mujer, aunque sea una pensionista, madame Tavares. Pero dejémonos de hostias y hablemos como Dios manda.

– Es que llevo tantos años aquí que a veces me olvido, señor Méndez.

– Pues ya ve que he llegado puntual. Vamos a tomarnos unabiére y me explica.

– Mejor vamos juntos a la rué Gay-Lussac, señor Méndez. Allí le explicaré. Allí tengo todo lo que me da miedo.

– ¿Miedo?…

Olga Tavares no contestó, pero tampoco hacía falta: sus labios temblaban, y su cara no era la que recordaba Méndez. Ahora había en ella una ansiedad y un terror que parecían teñirle la piel, y había también una tristeza, un asco de vivir que flotaba en sus ojos.

En silencio, rodaron en el taxi junto al Sena: Notre Dame, los siglos, las palomas y los autocares de japoneses. Losquais, las librerías de viejo, los hotelitos de anticuario, las puertas de la Shakespeare and Company, los restaurantes orientales donde alguien debía de estarse comiendo un pájaro sodomita. La subida por las calles donde aún se sigue buscando el árbol de la ciencia. El Panteón, cuya cúpula ya había dejado de estar iluminada.

La casa donde habitaba la infanta Carol. Las habitaciones en silencio y la expresión aterrorizada de Olga.

– Señor Méndez…

– ¿Qué?… Usted dijo que Carol vivía ahora aquí.

– Sí, señor. Ya dejó de estudiar en Alemania.

– Eso es bueno, ¿no? Usted quería verla.

– Sí, señor Méndez. Estuve muy contenta cuando regresó, aunque en seguida me dio dos disgustos. Claro que yo no se los tuve en cuenta.

– ¿Qué dos disgustos?

– El primero fue que le molestó verme aquí, cuidando de su piso como siempre. Yo era una intrusa. No me lo dijo con claridad, pero todas sus palabras estaban chillando que me apartara de su vida.

– Me parece algo lógico -susurró Méndez-. Ella no le había pedido a usted que la cuidase. Y todos los jóvenes quieren tener independencia.

– Sí, pero…

– No me lo explique: ya sé que usted la quiere por encima de todo. ¿Pero cuál fue el segundo disgusto? -Estaba muy flaca.

Méndez estuvo a punto de lanzar una carcajada. Sólo le detuvo la expresión angustiada de la mujer.

– Señora Tavares -murmuró-, ya sé que eso se arregla con pote gallego, lacón con grelos, tartas de Santiago y leche de vaca emigrada de Asturias. A usted le dejan la nena Carol un mes y me la convierte en una estupenda jamona que no pasa por la puerta. Pero ha de comprender que ahora las jóvenes quieren estar delgadas, quieren ahorrar, alimentándose con aspirinas, y desfilar por la pasarela en Miami. Qué le vamos a hacer.

– No es eso.

– ¿Pues qué?

– Señor Méndez, no sé qué pensar. No sé qué pensar ni qué decir. Sólo sé que tengo miedo.

– ¿Pero miedo de qué?…

– Le explicaré.

– Pues explíquese de una vez, antes de que el alcalde de París me declare persona non grata. Puede hacerlo antes de cinco minutos.

Olga Tavares cerró los ojos.

– Todo empezó con un reloj, señor Méndez.

– ¿Un reloj?…

– Sí, señor Méndez. Uno de marca «Le Dragón». Es de 1911, o sea, una antigualla. O una reliquia, según como lo quiera ver. Por su aspecto, debieron de construirlo los de la Action Francaise para saber cuánto iba a vivir Juana de Arco.

– Tiene usted muy clara la historia de Francia, señora Tavares. ¿Pero quiere decirme qué pasa? ¿La niña Carol compró ese reloj?

– No. Seguro que ya estaba en la habitación cuando ella la alquiló. ¡La otra habitación! Yo esperaba en ésta y ella estaba en otra. Le hablo de dos habitaciones distintas, de dos habitaciones cambiadas. Bueno, no sé si me explico.

– No.

– En fin, que Carol vivía aquí, en este piso, al menos oficialmente, pero tenía alquilado otro piso pequeño, otra habitación.

– La del reloj -dijo Méndez.

– Sí.

– Y usted no lo sabía.

– No.

– Pues comprendo muy bien que esa falta de confianza le doliese. ¿Pero cómo averiguó usted que ese otro sitio existía?

– Mire.

Méndez miró el papel que ella le estaba exhibiendo. Un minuto le bastó para empaparse del contenido y devolvérselo.

– Es un presupuesto para la reparación del reloj ese de los cojones -dijo Méndez educadamente-. ¿Y qué?

– Por lo visto, ella lo pidió. Quizá había llegado a apreciar ese trasto; ¿qué se puede esperar de una muchacha que no come? El caso es que, al llevarle este papel con el presupuesto, no la encontraron en casa. En la otra, quiero decir. Que por cierto, está muy cerca de aquí. Carol, por si no la encontraban, había dado un número de teléfono.

– Natural -dijo Méndez.

– Pero se equivocó. No dio el de allí, dio el de aquí.

– También pasa muchas veces. Gracias a los teléfonos equivocados se ha creado algo así como el Guinness del descubrimiento de cuernos -dijo Méndez, pestañeando.

– Total, que llamaron y preguntaron si podían dejar aquí un presupuesto para la señorita Carol Mayor. Naturalmente, yo dije que sí. Entonces vi que se hablaba de un reloj que yo no conocía, y de un piso que yo aún conocía menos. No supe qué pensar.

Méndez susurró:

– Lo comprendo muy bien. Pero seguro que luego pensó algo.

– ¿Qué?

– Ir a esa dirección que acababa de descubrir.

– Pues claro que sí, señor Méndez. Sé que hice una cosa mala, pero la hice con buena intención. Fui a ese piso con la ayuda de un buen amigo, un gallego samarita-no. Estaba viejo y arrugado, pero tenía un pasado brillantísimo: había sido nada menos que sereno en los mejores barrios de Pontevedra. Eso quiere decir que podía abrir cualquier cerradura, incluida la del cinturón de castidad de una abadesa de Lugo.

– Los cinturones de castidad hechos en la vieja Lugo -susurró Méndez- debían de ser la hostia.

– El caso es que abrió, y entonces me encontré con todo un mundo que no conocía. Estaba el reloj, claro. En cierto modo, eso sí lo conocía. Luego estaba un catre sin hacer, con huellas de dos cuerpos. ¿Qué otro cuerpo?, preguntaba yo, ¿qué otro cuerpo? Había también las demás cosas indispensables: un baño no demasiado limpio y una cocinita con restos de pizza de esa que envían en moto, aunque la que encontré estaba tan dura y fría que al menos la habían enviado en avión una semana antes. Y muchas latas de comida rápida de ésa, comida para cosmonautas, pobrecitos, todo concentrado porque no pueden ni mear. También había otras latas más grandes, con una carne fibrosa y rara, que yo en seguida pensé que a la fuerza había de ser comida para caimanes.

– Tal es el origen de la actual paz social -opinó Méndez-. La gente que come todo eso no tiene fuerzas para hacer la revolución.

– Era un mundo completamente distinto, usted tiene que comprenderlo. Pero, al fin y al cabo, tampoco era tan importante: pensé que Carol tenía un picadero, o como dicen las chicas de ahora, un polvódromo. No sentí miedo hasta que vi las fotos.

– ¿Qué fotos?

– Mírelas.

Méndez las contempló. Como si fuesen una baraja, Olga acababa de dejarlas extendidas sobre la mesa. Había fotos de épocas viejas y franquistas, fotos de la Transición, fotos de la monarquía popular y moderada. Alguna de las más viejas la había visto Méndez: la niña Carol con ropas infantiles y mirada ingenua, en plan parvulito abandonado por sus papas, que se pelean todos los domingos. ¿No era ésa la foto que tenía su madre, la cortesana Lola? Había alguna otra que Méndez también recordaba: la chica ya algo mayor, o sea, la Nena Carol convertida en la infanta Carol. ¿No tenía Lola alguna de esas fotos igualmente? Todo muy normal, pensó Méndez.

Pero había otras: Carol vestida en plan punk, Carol bailando con un tipo que parecía fugado de Sing Sing, Carol en una playa luciendo, no un biquini de dos piezas, sino de media pieza. Carol trabajando con un taladro en una escultura de madera, en una cara torturada que reflejaba todo el sufrimiento de Mathausen. En la casa de Pedro Mayor, en el paseo de Gracia, había una muy parecida, siguió pensando Méndez. También todo normal… ¿todo?

Méndez volvió a mirar las fotos con detenimiento.

No sabía lo que era.

Hizo una mueca de incomprensión, como si buscase algo en el fondo de sus pensamientos y no encontrase nada. Al fin Olga musitó:

– ¿Qué nota?

– No sé. Parece como si algo no cuadrara, pero tampoco sabría decir lo que es.

– Yo sí que lo sé.

– ¿Cómo?…

– No lo supe entonces, señor Méndez. Lo sé ahora. Fue el sereno gallego, que había visto crecer a la gente de una ciudad entera y tenido once hijos, siete de ellos suyos, el que me lo hizo notar: «Oye, mi santiña, entre los primeros rostros y los últimos rostros hay algo que no cuadra. No sé qué es, pero algo no cuadra. ¿Por qué no vamos a ver al doctor Quiroga, mi paisano, que es calcado como el segundo de mis nietos?»

– ¿Y quién es el doctor Quiroga? -preguntó Méndez.

– Me lo explicó: «Un nacionalizado francés al que, por lo visto, ya no llaman señor Quiroga, sino monsieur Quirogé. Catedrático de Anatomía. Una eminencia. Tiene en su casa una colección de cabezas conservadas en formol y una colección de pimientos de Padrón que no veas, conservados en salsa.» Total, que le llevamos las fotos y las miró con cara de mala leche. Luego no sé qué hizo, pero las metió en un ordenador. Estuvo media hora dibujando rayas en la pantalla. Yo no sé qué salió de allí, pero puso más cara de mala leche.

– ¿Y qué dijo?

– Se ve que había hecho un estudio de huesos, de desarrollo, de arcos superciliares, de forma del mentón; la hostia. Y entonces va y dice: «La niña que aparece en las primeras fotografías y la mujer que aparece en las últimas fotografías no son la misma persona.»

Méndez sintió una especie de contracción en la garganta.

Sus ojos volaron hacia la ventana, hacia la cúpula del Panteón, hacia el vacío de sus propios pensamientos.

Palpitaba otra vez el miedo en el rostro de Olga Tavares: en su mirada, en su boca.

Fue ella la que farfulló:

– ¿Se da cuenta, Méndez? Yo conocí a Carol en los brazos de su madre, cuando la cuidé en París, cuando le di, como quien dice, la leche de mis pechos. Y luego, pasados los años, la volví a encontrar. La volví a querer. Como ya no tenía leche, le di la saliva de mis besos. Fue mi hija. Quise como una madre a aquella joven que venía de la niña que había sido mía. Pero había algo que nunca supe ver. No era la misma, Méndez… ¡No era la misma! ¡Nunca había sido la misma! ¡No lo era!

29 UNA CUESTIÓN DE ROSTROS

«Señora Tavares -le había dicho Méndez-, no se aparte de mí. Déjelo todo como estaba, ponga orden en los objetos, como si usted no hubiera entrado nunca en esta habitación. Domine ese miedo que veo en sus ojos y salga de aquí con toda la rapidez que le permitan sus piernas. No mire el reloj que lleva en su muñeca. No permita que Carol Mayor, o quien sea, adivine que usted ha descubierto algo. Vuelva a su casa, desconecte el teléfono y no abra a nadie, absolutamente a nadie. Yo la acompañaré. No se despegue de mí ni un momento.»

Esas habían sido las palabras de Méndez, mientras un chispazo se encendía y apagaba velozmente en el fondo de su cerebro: todas las víctimas habían dicho que en realidad tenían miedo de una mujer.

De pronto la boca se le había quedado espantosamente seca.

Pero era de día. París no da miedo de día, ni siquiera en el cementerio de Le Pére Lachaise. La gente va a sus negocios, los coches se atascan, los escaparates exhiben muñecas Pompadour, botellas inmemoriales, vestidos de aniversarios y jeans rotos a mordiscos por un cantante de moda. Hay luz, hay vida, hay total ausencia de misterio. Pero el miedo seguía palpitando en los ojos de Olga Tavares mientras avanzaban hacia el domicilio de ésta, hacia el fondo de una ciudad en la que se negaban a entrar los cansados pies de Méndez. Cuando llegaron a la sombría escalera, al policía le costaba respirar. Demonios, cómo corren las gallegas.

– Subiré a su piso.

– No, señor Méndez.

– ¿Por qué no? ¿No quiere que lo revise todo?

– No me importa lo que me pueda ocurrir, señor Méndez. Ya no tengo miedo, sino todo lo contrario: lo único que tengo son ganas de morirme.

Estaba llorando en el fondo de una escalera tan retorcida que parecían haberla construido los templarios. La luz apenas llegaba hasta allí, hasta la curva de los peldaños. Méndez captó los sollozos, los espasmos de aquella mujer para la que la vida ya no tenía sentido alguno. Y le acarició los blancos cabellos maldiciéndose a sí mismo, porque lo último que le convenía en estos momentos era convertirse en un hombre tierno.

– No llore, porque quizá las cosas tengan otro sentido. Quizá ella no la ha engañado, ¿comprende? Quizá no. Tenemos que pensar los dos.

Intentó hacer subir a la mujer, y al fin lo consiguió. Lo que no consiguió fue que ella dejase de llorar. La llave tembló en sus manos cuando Olga abrió, cuando la puerta cedió para mostrar aquel piso de mujer que había vivido con una sola esperanza.

Un diván, una silla de cuero español, una cocinita de casa de muñecas, una cama pulcramente hecha, una alfombra valenciana. Y varias fotos enmarcadas de la guerra civil; por fin veo tu retrato, coronel. Tú debes de ser ése que siempre aparece agarrado a un fusil o agarrado a una bandera, cuando lo que hacen los hombres justos -habría pensado Méndez en otras circunstancias- es agarrarse a unas tetas. Pero aquí tienes las lágrimas de tu esposa. Tú no la engañaste nunca: ha tenido que engañarla otra mujer.

– Por favor, déjeme sola.

– ¿Va a hacer lo que le digo, Olga?

– ¿Qué debo hacer?

– Se lo he dicho: desconectar el teléfono, no abrir la puerta a nadie. No salir para nada. Esperar a que yo vuelva para llevarla a un sitio aún más seguro.

– ¿Volver? ¿Y qué va a hacer usted cuando se vaya de aquí?

– Quiero entrar en ese otro piso de la mujer que se ha hecho pasar por Carol. Me basta con la dirección que hay en el presupuesto del reloj. Y no me pregunte cómo abriré; he hecho cosas peores.

Mientras hablaba, Méndez revisó todo el piso. Era tan pequeño que no empleó ni cuatro minutos en eso. Abrió una de las ventanas, miró al exterior y se dio cuenta de que nadie podía trepar hasta aquella altura.

– Olga, ¿me va a hacer caso?

Ella ni le miró. Seguía llorando.

– Quizá averigüemos que Carol es Carol -susurró Méndez-. Quizá ella no la ha engañado.

– ¿Usted cree que no, Méndez?

– Yo, señora, ya no creo ni en el obispo de Mondoñedo, que debe de ser un obispo muy bien puesto. Imagine si voy a creer en una mujer que no sé ni cómo se llama. Pero dice la Constitución que hay que respetar la presunción de inocencia. Tiene huevos.

Fue hacia la puerta. Sus ojos abarcaban, al fondo del piso, la figura temblorosa de la mujer. Hizo un gesto tranquilizador, aunque sabía que no iba a servir de nada.

– No pierda la esperanza -añadió-. Quizá se trata de un error. Yo averiguaré lo que pueda. Ah… Oiga.

– No se preocupe, no saldré de aquí ni abriré a nadie. Ni siquiera contestaré al teléfono.

– Eso es lo que ha de hacer. Como nadie se esconde aquí, no corre ningún peligro. Volveré pronto.

Y Méndez salió. Quería darse prisa, pero eso tiene sus peligros. Estuvo a punto de romperse la crisma en la escalera de los templarios.

Olga Tavares quedó sola, envuelta en el silencio de aquellas habitaciones a las que no llegaban los ruidos de París. Sentada junto a la ventana, notó que estaba respirando el olor más personal que existe, que es el olor del tiempo muerto. Sus ojos pasearon por la penumbra, por los retratos del coronel, las manchitas que el viento había dejado en los cristales, los rincones oscuros que se deslizaban más allá de las puertas.

Cuando era niña -eso lo recordaba muy bien-, cuando llegaba el invierno y su madre la enviaba a comprar algo a la calle, le daba miedo el portal de su propia casa. La luz ya se había ido, tenía que encontrar al tacto la barandilla de la escalera (donde estaba segura de que, al posar la mano, encontraría, no el metal de la barandilla, sino la mano de un muerto) y sólo un reflejo helado llegaba hasta el picaporte de la puerta de su casa. Pero antes tenía que pasar por el recodo de la portería deshabitada, una especie de quiosco de madera donde los niños se escondían en silencio, pensando saltar desde las sombras, y donde una vez se escondió un hombre para saltar sobre una vecina. Ni el hombre ni la vecina (contaban las voces antes de que la propia Olga naciese) fueron hallados jamás. Tenía que doblar el recodo de la escalera, junto a la cual había una rampa de baldosas blancas. Una vez (decían las mismas voces perdidas en el tiempo) se puso a descansar allí un niño, y el niño apareció muerto. Quizá aún estaba allí, quizá la esperaba a ella, a Olga, como una mancha en las baldosas blancas. Todos los niños tienen su mitología de escaleras retorcidas, luces inciertas, rincones en el pasillo, rostros fugitivos de personas que ya no existen, barandillas donde te están aguardando las manos de los muertos. Olga Tavares había conservado aquella mitología hasta que llegó a París: luego la había enterrado con el cuerpo de su hija. ¿Pero por qué volvía ahora? ¿Por qué sentía como si estuviese otra vez ante la escalera de su infancia? ¿Por qué la luz que atravesaba la ventana se había nublado de pronto, como si esperasen ante ella, quietos y mudos, todos los muertos que había ido dejando atrás?

Se volvió poco a poco, sin tener fuerzas para levantarse de la butaca.

Estaba sola, sabía que estaba sola, pero sabía también que a su lado se deslizaba una procesión de sombras.

Un ruido la sobresaltó. Alguien subía por la escalera pesadamente, vacilando ante cada peldaño, para dirigirse en línea recta a la puerta que Olga tenía ante los ojos. Contó los pasos desde el descansillo anterior: cuatro, seis, ocho, diez… Diez peldaños, diez pisadas, desde el último descansillo hasta su puerta. Ya estaba allí. Olga Tavares contuvo la respiración mientras oía más allá de la puerta, en la escalera, un roce parecido al de las alas de un pájaro.

«No abras, no abras, no…»

Los pasos continuaron. Alguien canturreó mientras subía los peldaños. La escalera se llenó de pronto de palabras vecinales, crujidos de maderas que no encajaban bien, saltos de niños que iban de un rellano a otro, dejando pequeña la Olimpiada de París. La vida volvió de nuevo a los colores de Olga Tavares.

¿De qué tenía miedo?

¿No estaba sola en el piso? ¿No sabía que no podía entrar nadie?

Cerró los ojos e intentó tranquilizarse, pero de pronto volvió a contener la respiración. El ruido de las alas del pájaro acababa de producirse ahora al lado de la ventana. Volvió la cabeza y no vio más que los rayos de un sol oblicuo, el sol partido en pedazos que es el único que llega a los patios pobres de París.

«Todo esto es absurdo. Me estoy volviendo loca.»

Se puso en pie y fue hacia la cocina de la casa de muñecas, pasando ante los recuerdos, las fotos de la guerra y la cara ya borrosa del coronel. La sensación de soledad era absoluta: la casa estaba muerta, vacía, como si no hubiera sido habitada nunca.

Más allá había un patio gris, otras ventanas, otras mujeres que de pronto contemplaban el vacío de la muerte, o -lo que es peor- el vacío de la vida. Una sombra se posó de pronto en los cristales, Olga giró velozmente, ahogando un grito, y entonces se dio cuenta, avergonzada, de que no había sido más que una bandada de palomas.

No. París no da miedo durante el día. No hay motivo para que lo dé. ¿Por qué entonces ella lo sentía? ¿Por qué?…

Otra vez los pasos en la escalera, pero esta vez eran unos pasos deslizantes, furtivos de persona -¿o cosa?- que avanzaba sigilosamente. Ningún vecino andaría así. Ningún niño jugaría en el rellano a ser su propio fantasma. Los pasos se detuvieron ante la puerta y otra vez Olga Tavares captó en el aire aquel sonido misterioso, el sonido de las alas del pájaro.

Esperaba ansiosamente a que alguien -¿alguien?- pulsara el timbre. «No abras, no abras… Méndez te pidió que no abrieras a nadie.» Tuvo que cerrar los ojos, porque con los ojos abiertos sentía vértigo. Pero el estruendo del timbre no se produjo. Alguien llamó a la puerta contigua.

Volvió a la butaca y se dejó caer. Era vergonzoso lo que le pasaba, pensó. Una gallega emigrante, que se había hecho especialista en buhardillas oscuras, pasillos de panteón y retretes incrustados en un nicho, ¿de qué tenía miedo? ¿De qué?… Más miedo debería haber tenido en su infancia, cuando en los bosques había pichalargas que se follaban a las galleguitas. Pero aquí no le iba a pasar nada; estaba en una casa vacía, cerrada e inaccesible. Se puso en pie, volvió a mirar por la ventana -Méndez ya lo había hecho antes- y se convenció de que nadie podía trepar hasta aquella altura por las paredes del patio. Ni siquiera un fantasma especialista en tuberías.

Otros pasos resonaron ahora en el fondo de su cerebro, como si hubiesen nacido allí mismo. Pero esta vez tuvo que levantar la cara hacia el techo. Porque los pasos no resonaban en la escalera, como las otras veces, sino en el piso superior, encima de su cabeza. ¿Pasos? ¿Pasos de quién?… Ella sabía que en el piso superior no vivía nadie… La garganta se le contrajo mientras notaba que le estaba fallando la respiración. Los pasos se deslizaron por encima de ella, fueron hacia la ventana -la ventana de arriba- y entonces se produjo un silencio ominoso, expectante, un silencio de camposanto donde no se oía ni el batir de las alas del pájaro, porque ahí los pájaros tienen las alas de piedra.

Olga Tavares lo supo entonces.

Iba a morir.

Nadie iba a entrar por la ventana, descendiendo, aunque fuera un solo piso, por el precipicio de un patio interior. Pero estaba el antiguo respiradero. El respiradero ancho -y con ventanitas de tres palmos en cada piso- comunicaba todos los retretes de aquella casa construida en tiempos de la Comuna de París; comunicaba todas las soledades en cuclillas, todos los santuarios del pedo. Olga Tavares captó el rumor del cuerpo que se deslizaba por allí, con agilidad de gato. No tuvo fuerzas ni para gritar: quizá porque no quería salvarse, quizá porque pensaba que todo era inútil. Un cuerpo delgado -cuerpo de chica que no come- sería capaz de entrar por la ventanita.

Y entonces la vio.

Ojos quietos, muertos.

La boca curvada en un espasmo.

Cara que no era la que ella había amado. Cara desconocida que venía de otras cunas y otros llantos. Olga Tavares musitó:

– Carol…

Y la voz dijo en un susurro:

– Nunca me he llamado Carol.

El cuchillo rasgó la luz como un chispazo, como el parpadeo de una lámpara. Era un golpe fácil contra una mujer que deseaba la muerte. Olga no se movió. Sus labios apenas musitaron:

– Para mí siempre serás Carol.

Y el cuchillo se detuvo. Fue otra vez como un chispazo, como el parpadeo de una lámpara, pero ahora ambas cosas estaban en el fondo de los ojos de la joven. La hoja de acero no llegó hasta la garganta de Olga.

No la detuvo una mano, ni una pared, ni un golpe. Quizá sólo la detuvo la fuerza de un nombre o la fuerza de un recuerdo.

Carol.

Allí estaba la mujer que amó ese nombre por encima de su vida; allí estaba Olga Tavares, que lo había dado todo. Nada tan fácil como segarle el cuello. Pero el cuchillo tampoco se movió.

La joven jadeó angustiosamente.

Los recuerdos no sólo estaban en sus ojos. Estaban en su mano agarrotada, en su garganta rota. Estaban en un tiempo y un cariño que se habían ido, pero que aún no habían muerto.

La falsa Carol musitó:

– No puedo…

Fue entonces cuando los dedos se posaron sobre su muñeca. Eran como unos garfios de fábrica antigua, como unas argollas que hubiesen quedado olvidadas en el aire.

30 UNA CUESTIÓN DE PAPÁ Y MAMÁ

Fue Méndez quien dobló la muñeca de la mujer con una violencia de bastardo. Ya no tenía la fuerza que tuvo, pero conservaba la técnica y la mala leche de los barrios bajos. Los huesos de la mujer crujieron cuando ella caía a tierra. La joven boca se abrió en un espasmo, la garganta quedó sin aire.

Méndez dijo con voz opaca:

– Esperaba en el rellano superior de la escalera. Tenía la seguridad de que acabarías viniendo.

Y añadió:

– Pero un minuto más y llego tarde. Los imbéciles siempre lo hacemos.

Un suave puntapié, y la puerta del piso se cerró con un chasquido. Mientras la presa se hacía más salvaje, la falsa Carol lanzó un gemido de dolor, con la sensación de que su brazo derecho se iba a partir en pedazos. Rodó por el suelo sin saber exactamente lo que sucedía. Sus ojos estaban en blanco.

También estaban en blanco los ojos de Olga Tavares, mientras sus rodillas cedían y caían blandamente al suelo, sin sentido, incapaz de soportar lo que estaba viendo. Antes de perder el conocimiento pudo balbucear:

– No le haga… daño… Méndez.

– Eso depende de ella.

La joven había caído también al suelo, empujada por el policía. Méndez le apoyó un zapato en la yugular, inmovilizándola.

– Ahora, quietecita, cabrona -musitó-. No necesito ni sacar la pistola para romperte el clítoris de un balazo.

Parecía haberse olvidado de la desmayada Olga. Apretó un poco más el zapato contra la garganta de la joven mientras gruñía:

– Te conviene hablar si quieres conservar la lengua, de modo que adelante; te juro que me cago en todos tus derechos humanos. Nombre.

– Yo…

– ¡Sé que no te llamas Carol! ¡Nombre!

– Elena…

– ¿Me estás diciendo la verdad?

– Te lo juro: Elena…

– ¿Qué fue de la verdadera Carol?

– Está muerta.

Los dientes de Méndez chirriaron. Aflojó un poco su presa, porque de otro modo la mujer caída no podría haber seguido hablando.

– ¿Muerta?…

– Sí, pero hace muchos años… Po… por favor… Déjame respirar.

Méndez retiró el zapato, y la yugular dejó de estar presionada. Elena se puso en pie tambaleándose, pero volvió a caer. Al final quedó sentada, con la espalda apoyada en la pared y los ojos extraviados, como una yonqui del barrio barcelonés de La Mina.

Méndez la contempló desde arriba. Se sentía mal, quizá porque estaba acostumbrado a contemplar a todo el mundo desde abajo.

– ¿Qué es eso de que la auténtica Carol está muerta desde hace muchos años? -preguntó.

– Es la verdad. Murió a los dos o tres, no sé… Puede que a los cuatro. Tampoco es un dato que tenga demasiada importancia. El caso es que murió de muerte natural. Muerte natural, te lo juro.

– ¿Y entonces qué haces tú aquí?

– Es una historia larga de contar.

– Pues cuéntala.

– También es una historia muy sencilla.

– Pues hazla más sencilla todavía.

– Empezaré por el principio… Tú conoces a Lola.

– Una señora especializada en camas de altura y ex esposa de un ricachón llamado Pedro Mayor. Claro que la conozco.

– En ella empieza todo. Tú sabes que, cuando se separó de Pedro Mayor, ella tuvo la custodia de la hija, que entonces era un bebé.

– Lo sé.

– Su ex marido, Pedro Mayor, le pasaba una pensión para la hija. Una pensión tan generosa que Lola, aunque de vez en cuando necesitaba hacer algún negocio de cama, vivía como no había vivido nunca. La niña era su póliza de seguros, y encima la situación había de mejorar con los años. El padre pagaría alimentos, ropa, viajes culturales y gastos de educación prácticamente sin límite.

Méndez arqueó una ceja.

– Empiezo a comprender -susurró.

– Entonces puedes comprender también la situación de Lola, una cortesana muy hábil, pero a la que no esperaba más porvenir que la vejez. Muerta la niña, muerta la lotería. Por eso le ocultó la muerte a Pedro Mayor. No le resultó demasiado difícil, puesto que, además, la desgracia había ocurrido en un país extranjero. Concretamente, aquí, en Francia.

– Pero, claro, necesitaba sustituir a la niña.

– Eso era lo primero que tenía que hacer. Tampoco era tan difícil, porque su padre no la veía prácticamente nunca. Por lo que he sabido, las otras mujeres que en seguida compartieron la vida de Pedro Mayor intentaban que no la viese. La niña era una enemiga, y por tanto cuanto más lejos, mejor. Lola sabía que cualquier criatura que presentase daría el golpe de efecto, siempre y cuando fuese de la misma edad que la muerta y se pareciera mucho a ella. Buscó entonces a una niña que reuniera esas condiciones.

– Y te encontró a ti.

– Encontró a mi madre. Mi madre no era más que una drogata abandonada por su marido, un despojo que se arrastraba por las calles pidiendo un poco de caridad. Le pareció admirable que le diesen un poco de dinero por librarse de una carga, de modo que me entregó. Quizá adivinó en aquel momento que el dinero le serviría para morir con un poco más de dignidad, dejándome a mí a salvo. En cuanto a mí, no llegué a darme cuenta de nada. Sólo intuí que algo había ganado: de hija de un padre desconocido y de una señora de las esquinas, había pasado a hija de un ricachón y de una señora de las camas.

Elena había hundido la cabeza. Ni por un instante había mirado a Olga Tavares. Sus ojos eran una especie de nebulosa opaca de la que empezaba a deslizarse una lágrima.

– ¿Qué más ganabas? -preguntó Méndez.

– Una vida plácida. Comía bien, iba a buenos colegios y vestía lo que me gustaba. De tarde en tarde me hacían fotos, que mi madre enviaba a Pedro Mayor. Y más de tarde en tarde aún me ponían delante de un hombre que decía que era mi padre, me daba un beso y procuraba que no se notase que quería dejar de verme cuanto antes. Eso ocurría cuando Lola no podía evitarlo; la mayor parte de las veces jugaba al gato y al ratón, procurando que Pedro Mayor no me viese. Yo era algo así como el instrumento de su odio. Vaya si lo era. Aunque ésa era también una precaución de Lola para que Pedro Mayor no notara nada extraño. En honor a la verdad, Pedro Mayor nunca lo notó.

– Pero pagaba.

– Claro que pagaba. Lola, en sus reclamaciones, exageraba los gastos de alimentación, y si me compraba dos vestidos facturaba cuatro. No sé cómo Lola lo conseguía, pero doblaba las facturas. Pedro Mayor protestaba de tarde en tarde, supongo que instigado por las mujeres más o menos fijas que metía en su cama, pero nunca pasó de ahí. Lola me dijo una vez que, dada su situación de hombre notable, prefería pagar antes que verse envuelto en reclamaciones ante los tribunales. Y antes de que alguien publicara que la mitad de sus clientes de Barcelona se habían tirado a su ex mujer. De modo que la situación era perfecta.

– Pero el tiempo iba en contra vuestra.

Elena lanzó un suspiro, mientras hundía la cabeza.

– Por supuesto que sí. Llegaría un momento en que yo tendría que dejar de estudiar, y entonces desaparecerían las facturas, gracias a las cuales Lola vivía como no había vivido nunca. Claro que ya tenía un plan, y me lo explicó con detalle porque yo formaba parte de él: cuando se acabasen las facturas de educación, yo me casaría. Me casaría con un moro o un vietnamita ilegales, claro, aunque eso sí, deberían tener buen aspecto, para poder fingir que me había enamorado. El ilegal lo haría todo para poder normalizar su situación en Francia, dejando ya firmados antes de la boda los documentos necesarios para el divorcio. No era una idea original, desde luego, pero resultaría eficaz. Mucha gente lo hace.

– Es verdad -reconoció Méndez-. A mí mismo me ofrecieron una vez casarme con la dueña de una casa de citas de Saigón.

– ¿Por dinero?

– No. Sólo a cambio de una cena en casa Leopoldo.

Varió un poco su postura. Desde allí controlaba la puerta y cualquier movimiento de Elena, aunque ésta estaba completamente hundida y no parecía dispuesta a moverse. Su voz opaca no pareció llegar del aire, sino de las profundidades del suelo.

– El matrimonio -continuó ella- me permitiría exigir a mi «padre» un apartamento en París, un mobiliario y, ¿cómo no?, un viaje de bodas. El banquete nupcial habríamos tenido que hacerlo de todos modos, por si a Mayor se le ocurría venir. Pero el resto se vendía, se obtenía una millonada, y Lola y yo nos la repartiríamos como botín final. Sin embargo, no hubo prisa por poner en movimiento ese plan: concluidos mis estudios lógicos, Lola inventó matrículas en universidades rarísimas, de esas en que se doctoran en Sociología los jefes de Estado africanos. Con tal de no tener más preocupaciones, Pedro Mayor pagaba ampliaciones de estudios aunque fuese en la Universidad de Tombuctú. Lola, naturalmente, encargaba a un experto la falsificación de las matrículas y los títulos, cuando se suponía que yo había tenido que sacar un sobresalientecum laude. Incluso se inventó unos estudios de escultura en madera. Pero en eso acertó; ya ves: en eso, yo soy buena.

Méndez recordó los bustos atormentados, las caras agónicas, los rasgos rotos por el taladro de aquella mujer.

Pensó muchas cosas, pero sólo dijo una:

– No me salen las cuentas.

– ¿Por qué no? Te lo he explicado todo.

– Menos algunas cosas que no acaban de tener sentido. Doy por descontado que Lola vivía muy bien con toda esa historia, y que tú también tenías que llevar una vida bastante agradable.

– Sí.

– De vez en cuando ibas a Barcelona.

– Sí.

– Entonces, ¿por qué te hospedabas en los lugares más baratos?

– Porque no tenía dinero.

Méndez hizo un gesto de sorpresa, pero fue un gesto leve. Susurró:

– ¿Cómo es que no lo tenías?

– Problemas míos.

– Esos problemas, ¿tienen algo que ver con tu delgadez? ¿Con tu mal aspecto? Porque reconozco que a mí me gustan las gordas, pero es que tú, Elena, estás hecha una mierda.

Ella hundió la cabeza aún más.

Sus ojos retrocedieron cuando, en un momento fugitivo, se posaron sobre la desmayada Olga, que respiraba angustiosamente.

Méndez preguntó:

– ¿Desde cuándo consumes drogas? Y por tanto, ¿desde cuándo te gastas tanto dinero en ellas?

– Veo que… lo has adivinado.

– No he adivinado nada. Solamente te he hecho una pregunta, tía puta.

– Supongo que… que lo de las drogas me viene de la sangre de mi madre. No sé, pero desde joven me parecieron lo más natural del mundo. Y pasarme el día sin nada que hacer, matando el tiempo como fuese… Bueno, eso tampoco ayudó demasiado.

– ¿Te las ofrecieron?

– Siempre hay algún maricón que te las ofrece.

– ¿Ese maricón vino de Madrid?

La mujer alzó la cabeza para mirarle con sorpresa. No acababa de entender. Pero al fin volvió a hundirla en plan yonqui, mientras susurraba:

– Era un chico muy bien educado.

– Lo supongo.

– Al principio no hubo más que simpatía. Tuve un pequeño lío con él.

– Y te ofreció droga.

– No lo hizo por dinero… Te juro que no. Pero me acostumbré en seguida. Fue como encontrarme con algo que ya llevaba en el fondo de mis entrañas.

– Y a partir de entonces sí que empezaste a gastar dinero.

– Sí.

– Háblame de ese tipo.

– ¿Del de Madrid?… Era de buena familia. Él me dijo que vivía en… en…

– En uno de los lugares más elegantes, en la parte alta de la calle de Serrano. Pero eso es sólo una media verdad. No vive allí -aclaró Méndez-, aunque supongo que esa casa tan noble es un punto de referencia, un lugar donde, incluso, debió de tener reuniones en otro tiempo. Y encima queda muy bien decir que vives en un sitio así. Te transformas en un señor.

– Él era un señor. Yo habré sido una estudiante ful, pero me he paseado por bastantes universidades y algo he aprendido. Por ejemplo, a notar quién sabe y quién no sabe. El sabía mucha contabilidad, mucha informática y mucho de eso que llaman Derecho Financiero.

– Demasiada preparación para acabar vendiendo drogas en la calle.

– No las vendía. Te he dicho que no había dinero de por medio. Simplemente, él tenía droga de altísima calidad y de vez en cuando la regalaba a sus amigos para que se colocasen. Y a sus amigas, claro.

– ¿Para qué?

– Para que follasen bien.

– Felicidades.

– ¿Pero qué te has creído? ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Aún no sabes cuál es tu obligación? ¡Tu obligación consiste en descolgar el teléfono y llamar a la policía, hijo de puta!

– A mí la policía me la repampinfla, aunque la acabaré llamando. Y esto durará hasta que a mí me pase por el capullo, aunque el capullo ya no me lo encuentro, y siempre digo que está en el museo de Cera. Vamos a ver lo que me estabas diciendo. Me estabas diciendo que ese tío era algo así como un experto financiero. ¿Podía ser, por tanto, un experto en el blanqueo de capitales?

Elena le miró, desconcertada.

Volvió la cabeza, divisó otra vez a Olga Tavares, lanzó un gemido y acabó centrando sus ojos angustiados en Méndez.

– Nunca se me ocurrió pensar en eso -musitó.

– ¿Pero podía serlo?

– Ya que lo dices, pues… Pues sí, podría serlo.

– ¿Te dio la sensación de que trabajaba como miembro de un grupo organizado? Supongo que me entiendes.

– Te entiendo. Sí, tuve la sensación de que formaba parte de un grupo, porque usaba el ordenador para dar o recibir órdenes de venta de valores.

– ¿Viajaba mucho?

– Sí, pero ¿qué tiene eso que ver?

– Por tanto, ¿las órdenes de colocación de capitales podían ser ejecutadas en diversos países?

– ¡Y a mí qué me cuentas! A mí nunca me ha sobrado un franco.

– ¿El hecho de que tuviera, por ejemplo, coca de gran calidad, significa que alguien se la regalaba como atención personal? Es decir, ¿podría tener, aunque fuera de refilón, contacto con algún traficante?

– ¡Qué coño me importa! -gritó Elena, exasperada-. Yo no pregunto a la gente de dónde saca la coca. Ni le pregunto por dónde esnifa: si esnifa por la boca, por la nariz o si esnifa por el culo.

Las facciones de Méndez no se alteraron para nada al preguntar:

– ¿Mencionó alguna vez, aunque fuera de pasada, el nombre de un banquero llamado Gomara?

Elena le miró, desconcertada. Estaba tan asustada que dio la sensación de que era absolutamente sincera.

– Nunca le oí nombrar -contestó.

– Tienes razón. En esta profesión de hijos de puta, tienes que ser al menos un hijoputa discreto. ¿Para qué ibas a Barcelona?

– Te lo he dicho: Lola me lo pedía de vez en cuando. Y en ocasiones lo hacía por gusto; Barcelona es ahora una ciudad muy hermosa, y encima tiene buenas comunicaciones con París.

– Eso es cierto -reconoció Méndez-. ¿Pero ibas, también a buscar droga?

Ella emitió una risita amarga. Su boca insegura lanzó unas gotitas de saliva al aire.

– ¡Qué tontería! La droga se encuentra en todas partes, y justamente París tiene barrios privilegiados para eso. Aunque la verdad es que, en Barcelona, obtenía una calidad excelente y un trato seguro. ¿Te extraña que aprovechara mis viajes para comprar, policía del servicio de alcantarillado? Pues los aprovechaba. Lionel me había recomendado a una persona muy culta y muy agradable, que se ve que traficaba en ambientes de mucha altura.

– ¿Lionel?… ¿Quién es Lionel?

– Ese que tú dices que blanquea dinero.

– El de los altos de Serrano. Muy bien… No se puede decir que traficara, pero tenía contacto con traficantes. Cada vez veo más clara una cosa que me parece esencial: me ocuparé de ese tipo. Y ahora hablemos de sitios con pulgas. ¿Tú estuviste en una pensión llamada Internet?

– ¿La que se hundió?

– Sí. Y donde fue asesinada una empleada de seguridad llamada Rosanna Vives, que apareció colgando como un trofeo. Una pensión donde, para esconderse, estuvo alojado un asesino llamado Leo Patricio. ¿A quién ibas a ver?

– A nadie. Ni conocía a ese Leo Patricio, seguramente un cabrón, ni a esa Rosanna Vives, seguramente una puta. Estuve allí como podía haber estado en otro sitio. Era un lugar barato y céntrico.

Méndez tuvo la sensación de que Elena decía la verdad. Y estaba tan comprometida que, en su situación, no valía la pena apelar a Otras mentiras.

– Háblame de Olga Tavares -murmuró.

– ¿De… Olga?

– No hace falta que la mires. Sólo háblame de ella.

– Me… quería.

– Lo sé.

– Yo era como su hija.

– Eso lo sé mejor aún. Sigue.

– Supongo que nunca habría pasado nada… si yo no llego a estar enganchada a la droga. Pero se me hacía insoportable. Intentaba controlármelo todo. Te juro que el odio es malo, Méndez, y eso yo lo sé muy bien. Pero el amor obsesivo también lo es; una persona que te ama demasiado puede hundirte la vida igual que una que te odia. Me la encontraba continuamente en mi casa de la rué Gay-Lussac. Llegué a tener la sensación de que esa casa no era mía.

– Y en cierto modo es verdad. Tenías otra.

– Lógico, Méndez. Lógico del todo. La de Gay-Lussac era la vivienda que me pagaba mi «padre», y por tanto yo necesitaba residir en ella, al menos oficialmente. Allí, ni drogas ni tíos. Cualquier día, le podía dar a Mayor por visitarme. Y si no, allí estaba Olga para darme el coñazo. Te juro que a veces pensé en cambiar la cerradura, pero me pareció injusto. Además, la situación tenía sus ventajas: Olga me solucionaba la vida.

– La parte pública de tu vida. La otra parte, la más privada, la tenías en tu otro piso.

– Eso es verdad -suspiró Elena-. El otro piso estaba cerca. Me servía para vivir en París cuando Olga Tavares creía que yo estaba estudiando en el extranjero. O al menos para volver a París algunos días. Si en el otro piso me dormía drogada o me dormía con un tío encima, no tenía que dar cuentas a nadie.

– Pero necesitabas pagarlo. Si ibas tan mal de dinero, ¿cómo lo hacías?

Ella negó con la cabeza.

– No lo pagaba yo. Lo pagaban ellos. Oye, Méndez: ellos eran los que me proporcionaban la droga. No tan buena como la de Lionel y sus amigos, claro, pero servía. Era a cambio de que, en el piso, que era lo único que pagaban, les dejara mantener contactos con proveedores y con clientes. Todo marchó bastante bien hasta que las cosas se estropearon.

– ¿Cómo se estropearon?

– Últimamente, Pedro Mayor no manda dinero. Luego lo mandará, pero de momento no. Y yo tengo mis gastos urgentes y todos los días. Los proveedores que venían al piso me fiaban, claro, pero se acabaron cansando. Entonces les propuse que se cobraran en… en…

– … En la cama.

– Sí. Yo comprendía que ninguno de ellos estaba loco por mí, pero el trato les podía parecer divertido. Al fin y al cabo, después me habrían cobrado igualmente. Eran asquerosos… Ponían en el vídeo una película porno y luego me hacían las mismas cosas a mí.

Méndez evitó mirarla. Para él, todas las cosas encajaban en lo que hasta ahora sabía. Aguardó en silencio unos instantes porque comprendió que Elena necesitaba reponerse. Fue entonces cuando preguntó:

– Hasta que Olga Tavares descubrió que tenías ese piso, ¿verdad?

– Sí… Fue por un maldito reloj antiguo que ya estaba en el piso y que yo pensaba vender. Reparado, valía más. Bueno, el caso es que lo supo. La condenada logró entrar allí, y descubrió una serie de cosas, entre ellas las fotos.

– Fotos que la llevaron a descubrir que tú no eras Carol Mayor.

Elena no contestó. Hundió más la cabeza.

– Todo tu mundo se derrumbaba -continuó Méndez con voz opaca-, y también se derrumbaba el mundo de Lola. Estabas acostumbrada a vivir del maná del cielo, sin hacer nada y sin querer aprender nada, como Lola estaba acostumbrada a vivir del embuste, a vivir del cuento largo. Supongo que en tu cerebro, si lo tienes, buscaste una solución. ¿Pero no se te ocurrió hablar con Olga para que guardara silencio?

– Olga estaba trastornada; también su mundo se había hundido. ¿Cómo podía hablar con una mujer así? Además, supe que te había llamado a ti, Méndez, y supuse que era para plantear una denuncia. Entonces perdí los nervios del todo. Me volví como loca. Me… me…

Su cabeza se hundió todavía más y rompió a llorar. Méndez recordó otros llantos en los portales, en los dormitorios, en las esquinas de las calles que no tenían nombre. Recordó personas que le miraban sin verle y de pronto sentían que algo estallaba en su interior, ojos de mujeres -sobre todo mujeres- que se rompían al mirar hacia dentro y encontrarse consigo mismas.

Murmuró:

– Para conservar el dinero se hacen cosas aún peores que para conseguirlo, pequeña puta. La ambición hace subir a mucha gente, pero destruye a más gente todavía.

Elena había ocultado la cabeza entre los brazos. El último sollozo apenas permitió oír su voz:

– ¿Qué vas a hacer, Méndez?

– Nunca he hecho nada en la vida, pero ahora voy a hacer dos cosas.

– ¿Cuáles?

– Primera cosa que voy a hacer: llamar a la policía.

– Ya tenías que haberla llamado. ¿Y cuál es… la segunda cosa que vas a hacer?

– Mentir.

Elena alzó la cabeza. Sus ojos le miraron asombrados, sin comprender.

– ¿Mentir? ¿En qué?

– No quiero que te pudras en la cárcel, después de todo. Una condena a veinte años acabaría con lo poco que queda de ti, mientras que una condena a diez días quizá te permita reflexionar y al mismo tiempo tener una pequeña esperanza. El tiempo necesario para que todo lo podrido que llevas dentro fermente, pero sin llegar a ahogarte.

Añadió:

– Para eso es necesario mentir. Decir, por ejemplo, que yo, un ejemplar policía español, especialista en gatos portadores del sida, he visto algo de lo que sucedió: tú no has entrado por el respiradero, sino que Olga te ha abierto la puerta. Tú no llevabas una arma blanca, sino que el arma estaba aquí. Tú no planeabas matar a Olga, sino que Olga y tú habéis discutido. El arma estaba a tu alcance y tú la has utilizado sin pensarlo, con una rapidez que yo no he podido prever. Al desarmarte, te he roto el brazo.

– Es que lo tengo roto -balbuceó ella-. No puedo girar el codo.

– Con esa mentira -terminó Méndez-, la condena puede variar mucho.

– ¿Lo haces para darme… una oportunidad?

– No. La oportunidad ya la tuviste, Elena. Lo que te quitó tu padre natural te lo dio Olga Tavares multiplicado por diez. Y hasta Pedro Mayor te lo dio con su dinero, aunque sin saberlo. No… no creo que tengas derecho a una oportunidad, pero tienes derecho a una esperanza. Todo el mundo es capaz de pensar, si tiene una esperanza. Si no la tiene, no piensa. Pero, además, voy a mentir por otra cosa.

– ¿Cuál?

– Olga Tavares tampoco habría querido verte podrida. Su amor me merece demasiado respeto para verlo acabar en el retrete de una cárcel.

– ¿Por qué?

– Quizá -dijo Méndez-, porque he visto muy pocas historias de amor.

Usó el viejo teléfono colgado de la pared para llamar a la policía, y dio la dirección. Como sabía que iban a tardar unos minutos, los aprovechó para telefonear también a Barcelona, a la casa de Pedro Mayor. No se puso él, sino la secretaria multitetas.

– Soy Méndez -dijo-. Usted me conoce porque estuve en su casa preguntando por Carol Mayor. Llamo para decirle a… a su jefe que no debe darle más dinero a Lola ni tampoco a Carol, porque Carol no existe. Fue una estafa montada durante demasiados años, y ya es hora de que termine. Cuando regrese a Barcelona ya le explicaré, pero mejor que se vaya olvidando de las dos.

Incluso a través del teléfono se notó que a la secretaria se le ponían los pezones de punta.

– ¿O sea que no hay que pagar más? -farfulló.

– No.

– ¡Qué suerte! Así convenceré a mi jefe para que nos vayamos a hacer un crucero por Alaska. Para… para trabajar, claro.

– Claro.

– ¿Y qué me ha dicho de Carol Mayor?

– Que no existe.

– Mala puta.

– No hace falta que la insulte. Le he dicho que no existe.

– Es igual; mala puta.

Méndez colgó.

Sin mirar a Elena, susurró:

– Es verdad, qué pocas historias de amor he visto.

31 UNA CUESTIÓN DE DINERO BLANCO

Pero hay historias de amor -pensaba Méndez, sin embargo- o al menos amor a quince días vista. Todas esas parejas que el sábado noche llenan los bares de la Barcelona vieja y que juran amarse hasta que nazca un capricho mejor eran más felices que él, pensaba el tronado policía. Al menos tenían un destino sentimental asegurado hasta fin de mes, mientras que él no tenía nada, excepto sus libros, el paisaje desde su ventana y sus malditos recuerdos de mujeres que ya no existían. Por eso deambuló por el barrio Gótico, por las calles de Santa María del Mar y por los lindes de las antiguas murallas, buscando al menos un fantasma que justificara su vida. No había encontrado aún ninguno cuando se situó ante la casa barcelonesa de Orestes Gomara, sus ventanales sobre la ciudad prodigiosa, sus aromas a habano viejo, sus libros estampados en oro y sus criaditas de culo multiuso. Vamos a ver, Gomara, si hablamos de una vez, maldito cabrón de canonjía.

Tuvo suerte porque lo encontró en Barcelona, y no en Madrid. Por lo visto, ahora los constructores especulaban más con los pinares del Valles que con las llanuras de Castilla. Encontró a Gomara comparando largas columnas de cifras en unos papeles que a Méndez le parecieron terriblemente hostiles e inútiles, pero en los que realmente había fincas, coches, vueltas al mundo y mujeres «sí a todo» a disposición de la gente guapa. Tú sí que eres guapo, Gomara, condenado hijo de puta.

El banquero, fastidiado, levantó la vista de sus columnas de cifras.

– ¿Por qué se presenta aquí? Creí que tenía más vergüenza, Méndez.

– La tengo, Gomara, pero he pensado que convenía perderla antes de que usted venda la catedral de Barcelona. Supongo que en esas columnas de cifras ya está el precio del solar y lo que un anticuario le va a pagar por el Cristo de Lepanto.

– Lo del Cristo de Lepanto no lo he podido arreglar aún -dijo Gomara aburridamente-. Lo otro está hecho.

Méndez se sentó ante la mesa y con absoluto desprecio encendió un guajiro canario, exponiéndose a provocar en aquel ambiente una explosión nuclear.

– He hecho un viaje, Gomara.

– Ah, pues qué bien.

– Vengo de París.

– Estoy admirado. Qué fabulosa aventura. Y a lo mejor hasta se ha arriesgado a ir en tren. Es asombroso.

– No lo sabe bien. Espero que algún editor me permita narrar mis aventuras en un libro.

– Cuando se publique, la gente se matará por comprarlo. Y ahora menos coña y dígame cómo le ha ido.

– No muy bien, si vamos a detallar las cosas. Pero he visto un prodigio.

– Dígame en qué consiste ese prodigio.

– Dos mujeres cobraban dinero con engaños.

– Por favor, Méndez. Qué asombrosa novedad. Mujeres que cobran con engaños las encuentra usted hasta en el santoral cristiano.

– Sí, pero debo aclararle algo.

– A ver.

– Una de ellas ya no cobrará más. Tendrá un castigo hecho de privaciones, cruel y diario; un castigo gota a gota.

– Entonces se irá acostumbrando. Tampoco me parece un castigo como para morirse, Méndez.

– Es que tampoco merecía una pena mayor. Bastante ha sufrido y bastante le queda por sufrir.

Gomara entornó los párpados.

– ¿Quién es esa mujer, Méndez? -preguntó.

– Una puta.

– Pues qué bien. Más novedad todavía. -Se llama Lola y a ratos ejerce en Barcelona su noble oficio.

– De ahora en adelante ya no cobrará más con engaños, ¿verdad? Fantástico. Estoy seguro de que mañana los periódicos darán en primera plana la noticia. ¿Y la otra mujer qué?… ¿Qué era? ¿Mayordoma de un obispo?

– La otra mujer fingía ser su hija.

Gomara lanzó al aire una carcajada silenciosa.

– Más fantástico aún, Méndez. Fingir ser la hija de alguien debe de resultar pesadísimo, me parece a mí. Pero fingir ser una hija de puta es el colmo de las buenas costumbres.

– Eso le servía para cobrar -dijo Méndez, sin inmutarse.

– ¿Y a ella también se le ha terminado?

– También.

– ¿Cómo?

– Intentó matar a una santa mujer. La primera de la que le he hablado. La que cuidaba de ella.

– ¿Sí? Emocionante de verdad. ¿Y por qué lo hizo?

– Por miedo a que denunciase el engaño.

– Pues sí que le han pasado cosas en París, Méndez. Horrorosas c inmorales, Cada vez me doy más cuenta de que soy una de las pocas personas decentes que quedan en el mundo.

– Usted es una serpiente asquerosa, Gomara. Una serpiente de cloaca.

– Ésas son las que más viven, porque tienen subvención municipal. Pero acabe con sus insultos, Méndez, porque puede que se me agote la paciencia. Puede que deje de tener lástima de un policía tan tronado como usted. Por cierto, ¿puedo fumar?

– ¿Es para que no se note tanto el humo de mi cigarro?

– Ha acertado. A veces es usted un sabio, Méndez. -Encendió con parsimonia un Punch de tamaño mediano-. ¿Y qué ha hecho con esa mujer, con la que cobraba?

– La he entregado a la policía francesa.

– ¿Para que le den su justo castigo? Lo mismo es usted de los que piensan que aún existe la guillotina.

– Para que le den su justo castigo, es verdad. Pero a veces, no todas, el justo castigo consiste en poder pensar; en pensar años y años mientras no tienes más que una pared delante. Y además, ¿qué es lo justo, Gomara?

– Y a mí qué me cuenta.

– Quizá a veces hay que tener en cuenta que una mujer no es más que una desgraciada piltrafa.

Gomara se limitó a encogerse de hombros con indiferencia, mientras se dejaba envolver por ese humo aromático que Méndez siempre decía que es obtenido con el sudor del pueblo.

– Muy bien -susurró-. Celebro tener tan buenas noticias sobre la virtud humana. Me siento lleno de esperanza y a punto de creer en Dios Padre. Y ahora, ¿puedo seguir con mis columnas de números, Méndez? Necesito cerrar un negocio mañana, antes de la hora de la comida.

– Tranquilo, porque voy a acabar en seguida. A partir de este momento, Gomara, entra usted.

– Pues ya lo estaba necesitando, porque se me va a acabar el cigarro. Si entro, hágame quedar bien.

– La fallida asesina -dijo lentamente Méndez- fingía llamarse Carol y ser española, aunque en realidad se llama Elena y es francesa. Sus únicos documentos auténticos, o sea, el de identidad y el pasaporte, llevan ese nombre, aunque su padre, que era el que pagaba, nunca los vio. En fin, es igual. El caso es que era hija de una drogadicta.

– Gran novedad. ¿Y qué?

– Yo no sé si en la sangre llevaba el síndrome de abstinencia. No creo que llegara a tanto. Pero predispuesta al consumo de drogas sí que lo estaba, vaya que sí. La chica, de todos modos, aguantó, lo cual apunto en la parte digna de su vida, que también la tiene. Hasta que un día aparece un joven educado, simpático, que la obsequia amablemente con coca de la mejor calidad. Elena cae del todo, cae con las piernas abiertas. Desde ese momento, es una adicta.

– El mundo -dijo aburridamente Gomara- está lleno de chicas drogaras, con las piernas abiertas, colgando de las ventanas.

– Sí, pero me gustaría darle el nombre de ese joven bien educado. Se llama Lionel.

– ¿Y qué?

El rostro de Gomara no se inmutó en absoluto. Exhaló apenas una bocanada de humo.

– Lionel tenía como punto de referencia la casa de los altos de Serrano. Durante un tiempo había sido algo así como su cuartel general.

Tampoco hubo el menor cambio de expresión en Gomara. Lo único que hizo fue depositar cuidadosamente el Punch en el borde de su cenicero de plata.

Méndez siguió:

– ¿Profesión de ese magnífico joven? Digamos que técnico bancario. Mensajero capitalista. Cartero de honor. Maricón de puente aéreo. El toma la pasta negra en España, pongamos por ejemplo, y la traslada a Gibraltar, donde queda convertida en magnífica pasta blanca. Y quien dice Gibraltar dice Tánger. Y Licchtenstein. Y las islas Caimán. El mundo está lleno de sitios maravillosos donde dejas el dinero pringado y queda tan limpio que de él salen florecitas de colores.

– ¿Qué le puede explicar usted a un banquero, desgraciado de Méndez? ¿Ha visto usted un billete de doscientos euros aunque sea en la portada de una revista?

– Justo para un banquero trabajaba ese Lionel de los cojones de oro. Él es un agente, pero trabaja para un banco. Y ese banco es el suyo, Gomara. Voy a explicárselo con detalle, a ver si le entran ganas de tragarse el cigarro.

– Explique, Méndez. Va haciendo falta.

– Es muy sencillo. Decir que el negocio de la droga mueve miles de millones es tan sabido que hasta haría bostezar de aburrimiento a un cardenal. Pero los miles de millones no pueden quedarse en el sitio del negocio, porque apestan. Hacen falta bancos que lo trasladen de un sitio a otro, lo inviertan, le laven la cara y hasta le den un título de nobleza. Uno de esos bancos es el suyo, Gomara. No trafica con droga porque no lo necesita, pero el dinero pasa por sus manos. Ahora me explico muchas cosas.

– ¿Por ejemplo?…

– La calaña de sus colaboradores. Un banquero normal no necesita esa gentuza. Ni David, ni Alberto, ni Leo Patricio ni Don. En cambio, usted sí que los necesita, porque se mueve entre gentuza como ellos. También me explico la gran cantidad de dinero que maneja. He hecho algunas averiguaciones, ¿sabe?, aunque exponiéndome a quedar pringado por la mierda que a veces flota en los barrios altos. Usted, a pesar de que tiene un negocio con poco capital oficial, no acude nunca al mercado interbancario, lo cual significa que nunca se queda en un descubierto. Nunca ha querido oír hablar de una oferta de absorción, lo cual significa que usted es más rico que el que quería absorberle. Financia urbanizaciones enteras sin tener negocios, porque no los necesita. ¿De dónde sale la pasta, Gomara?

– De la recolecta para las misiones -dijo Gomara plácidamente-. O de los chinitos.

– La ambición es como una mujer de la que estás demasiado enamorado -continuó Méndez-. Si tú acotas el terreno y fijas un punto del cual no vas a pasar, puedes salvarte. Si no fijas ese punto, un día te encuentras en el precipicio. A la mujer de París, a Elena, le pasó también eso: llegó hasta el crimen.

– Suponiendo que todo eso tenga algo que ver conmigo -susurró Gomara-, reconocerá que a mí no me ha ido tan mal.

– ¿De verdad que no, Gomara? Ha necesitado hacerse prisionero de unos cuantos colaboradores, de unos cuantos hijos de puta. Y me parece que uno de los hijos de puta hizo algo con el culo de su hija.

Era una frase demasiado cruel. Estaba calculada para que Gomara perdiese los nervios, pero al propio Méndez le hizo daño en el momento de decirla. Vio que las manos se crispaban sobre la mesa, vio que la boca se torcía tanto que los dientes llegaron a chirriar. Pero tuvo que admirar, en contra de su voluntad, la asombrosa fuerza de recuperación que demostró Gomara.

– Acúseme de algo -dijo él.

– Le voy a acusar de tres asesinatos. Los de sus dos colaboradores, Alberto y David, y el de aquella pobre ramera.

– Pruebas.

– Reconozco que no las tengo, excepto su confesión.

– Mi confesión no consta en ninguna parte.

– Le voy a acusar de blanquear a nivel internacional el dinero de la droga.

– Pruebas.

Gomara le volvía a mirar directamente, con insolente desafío.

Méndez gruñó:

– Haré que se dicte una orden de busca y captura contra Lionel. Ahora puede decirme que ningún juez la firmará, y yo le contestaré que el juez tendrá encima de la mesa una montaña de datos apenas se haga la auditoría de sus cuentas. Dígame a continuación que ningún juez ordenará la auditoría, y yo le contestaré que muy bien, que puede que tenga razón. Los jueces quieren evitarse compromisos, y siempre se lavan las manos antes de rascarse las pelotas. Pero yo no voy a ir por ese camino: yo pediré que la auditoría la haga Hacienda.

– No le dejarán pasar de la puerta, Méndez. Y si le dejan, exigirán que se lave los pies.

Volvió a tomar el cigarro y exhaló una bocanada. Estaba muy seguro de su posición, de su solidez, de su fuerza. Desde el otro lado de la mesa miró a Méndez como si éste se fuera diluyendo entre las volutas de un humo que nunca podría apagar.

Añadió en voz baja:

– En este país mañoso, las relaciones son fundamentales, Méndez. No sé si le dije ya una vez que hay magistrados del Supremo que me hacen reverencias.

– Me lo dijo.

– También le dije que, ya de jovencito, había blanqueado dinero de la droga, de modo que no sé por qué le extraña tanto que haya seguido haciéndolo. En realidad, no ha averiguado nada nuevo, Méndez.

– Pero ahora lo tengo todo bien ligado, Gomara. Y tampoco ha sido tan fácil llegar hasta usted a partir de nada.

– Eso es cierto, pero desde este punto en que nos encontramos tendrá que seguir jugando. Y no va a llegar a ninguna parte.

Desde el otro lado de la mesa contempló a Méndez con expresión plácida, como si, después de todo, estuviera dispuesto a concederle un préstamo.

– No, no va a llegar a ninguna parte, Méndez, pero si por casualidad llega, le felicitaré. No crea que aprecio tanto la vida como la apreciaba antes.

– ¿Tan viejo se siente?

– Al contrario, estoy en mi mejor momento. No es por eso.

– ¿Pues entonces por qué?

– Quizá el mundo ya no es lo que era -contestó Gomara con indiferencia-, y quizá un buen vividor lo note. Vivimos dentro de una cáscara y protegidos por nuestro dinero, quizá porque las cosas sagradas y naturales han dejado de existir. Y eso me decepciona, ¿sabe, Méndez? Me decepciona el sol, que ha cambiado. Amas el sol y lo primero que tienes que hacer es ponerte una crema antisolar para defenderte de él. Amas el agua y lo primero que tienes que hacer es filtrarla para defenderte de ella. Amas el mar donde nadaste de niño y lo encuentras lleno de latas de cerveza y de biquinis usados: lo primero que tienes que hacer es tomar el avión para intentar hallar un mar limpio donde ningún niño haya nadado nunca, y donde, por supuesto, el niño tenga prohibido nadar. En nuestros gloriosos tiempos del sida, amas a una mujer y lo primero que tienes que hacer es ponerte una goma para protegerte de ella y para que ella se proteja de tí. Está cercano el día, Méndez, en que nos amaremos a través de una pantalla que recogerá las posturas de la mujer y de un tubo catódico que recogerá nuestro semen, lo desinfectará y lo venderá a los laboratorios de la Seguridad Social. La gente no piensa en eso, Méndez, pero yo sí; yo he tenido la oportunidad de vivir en un mundo distinto. Comprenderá que a un caballero de buena crianza, como es Orestes Gomara, todo esto le empiece a causar un infinito aburrimiento.

Méndez le miró con sorpresa. Nunca le había oído hablar así.

– Hasta los hijos han cambiado -añadió Gomara, mirando al vacío.

– ¿Qué?…

– Nada. Hasta los hijos han cambiado; quiero decir, que ya no hay clase.

Se puso en pie. Parecía cansado de aquella conversación, parecía cansado de Méndez, del lujo del despacho, de la tarde que estaba muriendo y hasta de las columnas de números.

Méndez también se puso en pie. Fue hacia la puerta, mirando la alfombra para no tropezar. No estaba acostumbrado a pisar sobre según qué sitios.

– No mire tanto al suelo -dijo burlonamente el banquero-. No encontrará ninguna colilla de habano Montecristo.

– Me habría gustado darle tiempo para que encontrase a Leo Patricio -contestó Méndez, deteniéndose un momento-, porque las venganzas artísticas siempre me han parecido un espectáculo fascinante. Del mismo modo que el gobierno da el Premio Nacional de Poesía, debería dar el Premio Nacional de Venganza. Pero todo gobierno está formado por seres estúpidos a los que ni siquiera se les ocurrirá… En fin, voy a hacer que le detengan antes de que encuentre a Leo Patricio, Gomara. Lo siento.

Ya estaba en la puerta cuando añadió:

– Además, tampoco lo habría encontrado nunca.

Al salir del despacho, no acudió a acompañarle ninguna criadita megaculo ni ninguna secretaria supertetas. Le despidió un tío de dos metros y doscientos kilos, que además no se había afeitado aquella mañana. «Tiene razón Gomara -pensó Méndez-. El mundo ya empieza a causar aburrimiento.»

32 UNA CUESTIÓN DE CASTIGO

Toda la habitación estaba tapizada de terciopelo rojo y en él se ahogaban los pasos, las conversaciones, los pensamientos y los ojos. La habitación era como una caja que te aislaba de la realidad y sólo se dejaba existir a sí misma: es decir, sólo existía La Habitación. En ella encontraban acogida -y, por tanto, justificación- los sueños de la primera masturbación, los deseos del primer dominio, los secretos de la primera doma de una mujer que aún estaba dibujada en el aire. La habitación, una vez entrabas en ella, tenía sus propias leyes. Para que no resultara opresiva (o quién sabe si para hipnotizar aún más), un pequeño acuario ofrecía la singladura de unos peces que siempre iban en línea recta, ignorándose eternamente. Las luces, como la de un tabernáculo, apenas incidían sobre el terciopelo rojo.

Orestes Gomara entró en ella. Su primera mirada se posó -como en su iniciación ritual de hombre rico- en los dos únicos cuadros de la pared, dos óleos de la escuela francesa que mostraban damas tumbadas de bruces sobre un diván, damas desnudas ante el espejo de un tocador, damas exhibiendo para la historia sus culos de alta legitimidad, recién bendecidos por Luis XIV. Aquellos dos cuadros siempre habían excitado a Gomara, le habían hecho pensar en marquesas ingenuas que esperaban su primera embestida mientras acariciaban una flor, en grupas gimientes que llenaban toda la habitación (seguramente con las paredes también tapizadas de rojo). Desde allí su mirada pasó a las pupilas de la mujer que estaba sentada frente a él, unas pupilas afiladas como las de un reptil, duras como dos puntitas de diamante. Y su sonrisa, que sin embargo era acogedora e ingenua, como la de una estudiante a la que una amiga explica su primera perversión.

Aquella mujer susurró:

– Don Orestes, hacía mucho tiempo que usted no venía por esta casa.

– Es natural. No he estado de humor después de la desaparición de mi hija.

– Pues esto está mejor que nunca, ya verá. He renovado algunas habitaciones, incluso con muebles de época. He traído chicas de esas que llegan con libros, porque apenas han empezado la carrera y además ilusionan mucho a los clientes. Y, naturalmente, he subido un poco los precios.

Los precios se notan en el parquet de roble, que es nuevo, en un tapiz oriental donde se ve a una chinita luchando con un dinosaurio (o con el pene de un dinosaurio) y en la alfombra del pasillo, que es legítima persa, sin duda tejida a mano por las diez hijas de un imán.

– ¿La clientela sigue siendo la misma?

– La misma, don Orestes, porque ya sabe que yo no me anuncio. Con alguna novedad, claro, alguna buena novedad de gente recomendada, como un par de embajadores que estaban de paso. Lo demás, ya lo sabe: lo más solvente de la ciudad. Y los señores que usted me enviaba también han seguido viniendo, claro.

– Clientes míos -corrigió levemente Gomara.

– Sí, claro: clientes del banco. Algunos se pasan cada semana, cuando vienen a Madrid. Y otros cada quince días, cuando vienen de Bonn, Amsterdam, Gibraltar, Marbella o Washington. Ni el canto de un duro ha bajado la categoría de la casa, se lo digo yo.

– Me gusta oírlo, Eva, porque hace mucho tiempo que yo no puedo ocuparme de eso.

– ¿Y qué falta hace? Mis chicas son una cortesía que usted tiene con sus clientes, y además, si hace falta, aquí se puede hablar. Cuando usted dejó de venir se ocupaba de todo Leo Patricio, que continuamente iba y venía de Madrid, acompañando clientes. Y pagando las cuentas y las cenas como un señor, claro. Pero ahora estoy algo desorientada, y por eso celebro aún más que haya venido.

– ¿Desorientada por qué?

– Leo Patricio no ha vuelto a aparecer por aquí. ¿Es que las cosas van mal? Lo digo por si puedo hacer algo, aunque lo que usted me dijo lo he hecho siempre: mucha atención a la clientela y en boca cerrada no entran moscas.

Gomara desvió la mirada. ¿Pero por qué había de hacerlo, si no le costaba nada mentir? Posó de nuevo su mirada en los ojos duros y eficaces de la encargada de la casa.

– Leo Patricio está trabajando fuera -dijo-. Tú lo sabes mejor que nadie: o los bancos se hacen internacionales o sólo sirven para financiar un puesto de coca-colas. ¿De mi hija qué se dice?

– Nada especial. Oí comentar que no se la veía en ninguna parte. Luego, un día que hablé con usted por teléfono, me explicó que tenía un problema sentimental y prefería que nadie la viese. Es decir, que de momento ella se había ido sin dar noticias.

Añadió en voz más baja:

– Yo a eso, don Orestes, no lo llamaría «desaparición».

– Es una forma de hablar.

– No creo que tenga demasiada importancia. Si conoceré yo mujeres a las que les da por esa cosa…

– Claro que no tiene demasiada importancia. Pero me ha desorganizado un poco la vida.

– Yo, a su hija Virgin, sólo la conozco por las fotos de las revistas, don Orestes… ¡qué guapa es! Algún día me gustaría verla de verdad, pero, claro, ella no va a venir aquí, a esta casa. En fin…, ¡lo que me alegra verle, don Orestes! Y ya que está aquí, ¿por qué no anima un poco la vida, como en los buenos tiempos? Tengo un par de chicas nuevas que parecen salidas de las ursulinas.

Orestes Gomara pareció considerar la situación. Miró los dos cuadros, las damas, sus culos dorados que estaban en todas las historias del arte, en todos los sueños de los onanistas y en todas las enciclopedias francesas, visitadas por hombres sabios que llegarían a ser onanistas sin remedio.

– No estoy de humor para conocer a nadie. Ya sabes que la primera vez no disfruto con una chica nueva, porque me cuesta habituarme. Y si son dos, peor; ¿cómo sé yo si se aman o se odian?

– Se pueden amar, don Orestes, se pueden amar. Lo que yo les recomiende.

– Quizá prefiera alguna antigua, ya conocida. ¿Qué tal Lina? -dijo él.

Los ojos de la madame se empequeñecieron un poquito más. Habrían sido apenas dos puntitos sobre los culos exhibidos en los cuadros.

– Don Orestes, ésa no se la recomiendo.

– ¿Por qué no? Era una de mis preferidas.

– Es verdad. Y también una de las preferidas de Leo Patricio.

Orestes Gomara torció levemente los labios, pero eso apenas se notó en su rostro de jugador de póquer. -¿También? -susurró.

– Sí. No creo que le moleste.

– Pues… no.

– Es normal, don Orestes. Si uno hubiera de molestarse cada vez que una chica de la casa va con otro hombre, más valdría hacerse monje de la Trapa.

– ¿Y qué pasa con Lina?

– Está muy desmejorada. Mire, don Orestes, yo no quiero que aquí se maltrate a ninguna chica, usted lo sabe bien. Pero hay clientes raros, y además los tiempos cambian. No, no es que nadie le haya hecho a Lina una cara nueva… -se apresuró a decir-. Pero algún guantazo sí que puede haberlo recibido. Hay un cliente muy rico, un fabricante, que disfruta humillando a la mujer. Quiero decir… Vamos a ver… Por ejemplo, poniéndole un collar de perro, tirando de ella con una correa y haciéndola pasear por la habitación a cuatro patas.

Orestes Gomara no se inmutó en absoluto.

Ella continuó:

– Me pidió una chica para hacerle todo eso, y yo le llevé a su habitación a Lina. Leo Patricio me pidió que la llevase a ella. Fue un éxito.

– ¿Un éxito?

– El fabricante viene cada dos por tres, y sólo la pide a ella.

– Con lo cual, Lina gana más dinero. No veo que…

– Es que ella se siente mal, don Orestes. Le ha cambiado la cara. Y el carácter, créame. A veces tiene prontos muy raros. En la habitación soporta que el cliente le dé patadas en el trasero, pero aquí, en la sala de descanso, a veces se pone a llorar. Es falta de carácter, don Orestes, porque otra chica lo soportaría bien. Y hasta hay algunas que piden que les peguen un poco, usted lo sabe, porque les gusta. Pero está de Dios que cada una haya nacido para una cosa.

– Y si Lina no está contenta, ¿por qué no se va?

Los ojos de Eva chispearon, y su sonrisa razonablemente ingenua se convirtió en una mueca antigua, en la máscara griega del desprecio.

– ¡Sólo faltaría eso! De aquí no se va una mujer sólo porque le dé la real gana.

– ¿Leo Patricio la tiene amenazada?

– Bueno, pues ya que usted lo dice, yo creo que sí.

– Pero, sin embargo, Leo Patricio no ha vuelto…

– ¿Y qué? No hace tanto tiempo que está fuera. Puede volver cualquier día.

Y en rápida transición añadió:

– Ahora que lo pienso, quizá usted querrá que pasemos cuentas, don Orestes. A veces usted se olvida de que tiene puesto un capital en el negocio.

– Ya pasaremos cuentas en otro momento -susurró él-. Y en cuanto a Lina, mejor que yo no la vea ahora, si no se encuentra bien, pero puede que la visite más adelante para animarnos los dos un poco. No puedo olvidar que llegó a ser algo así como mi querida oficial un par de meses. De momento, será mejor que no reciba más a ese cliente que la humilla.

– Lo que usted disponga, don Orestes, faltaría más. Cuando el fabricante vuelva, le diré que Lina no está.

– ¿Ella vive aún en aquel piso tan bonito que tenía en el paseo de la Bonanova?

– No. Ahora come y duerme aquí.

– Pero eso es una esclavitud…

– Ja, ja… Por favor, don Orestes, no vaya usted a creer que he transformado esto en una cárcel… ¡Menudas se han puesto las chicas de hoy para venirles con eso! ¡Qué diferencia de la buena voluntad que tenían antes! Pero lo que sucede es que Lina está haciendo obras en el piso. Tenían que haber acabado, pero se le están alargando mucho.

– Es verdad. Dicen que hoy día no hay trabajo, pero no busques un albañil ni un buen carpintero.

– Ni una buena mujer de cama.

Orestes Gomara se puso en pie, mientras la madame le miraba con un lejano desencanto.

– Me sabe mal que se vaya sin ocuparse, don Orestes. No sé cómo decirlo, pero es igual que si usted me dijese que no llevo bien el negocio. Una se siente un poco decepcionada.

– ¿Pero por qué?…

– Digamos que es orgullo profesional. Hay quien pone a punto coches, hay quien pone a punto chicas.

Por primera vez, Orestes Gomara sonrió. Su sonrisa era satisfecha pero un poco cansada, como de balance de fin de año. Fue hacia la puerta.

– Ésta ha sido solamente una visita de cortesía, Eva. Dentro de poco volveré y me presentarás a todas las chicas. ¡Ah! Ten preparadas las cuentas, porque las repasaremos. Hasta dentro de unos días.

Gomara salió. Corría un viento frío por la calle tranquila, solitaria, hecha de casas de principios del XX, chalets donde habían nacido niños con vocación de poeta de derechas, ventanas cerradas y jardines exclusivos donde un perro sólo se podía oler a sí mismo. Allí, en aquel ambiente distinguido, en uno de los rincones más discretos, estaba la casa.

Era extraño, pensó Gomara, aquel aire fresco, porque el clima de Barcelona estaba cambiando y ya no hacía frío casi nunca. Como había querido ir sin el coche, apresuró el paso, hasta encontrarse con el río de luces y el río de coches de la parte alta de Vía Augusta. Tomó en ella un taxi hasta el paseo de la Bonanova, avanzando entre otras torres que tenían también un siglo, bloques de pisos lujosos que sólo tenían un año y clínicas de alta reproducción donde se guardaba semen de la mejor calidad, de la cosecha del 94. El paseo de la Bonanova había cambiado: ya no era la tierra prometida de los indianos que volvían al país, se hacían construir una torre de dieciséis habitaciones para poder distraer a la mujer y ante ella plantaban una palmera para poder recordar la cintura de una mulata. Las torres habían sido vendidas por ansiosos herederos que sólo habían visto mulatas en elPlayboy, y en su lugar se alzaban pequeños bloques de lujo con un piso, una terraza y un adulterio por planta. Gomara se detuvo ante uno de ellos, ni el más lujoso ni el más grande, y vio las rectas de luz que se filtraban por entre las persianas. Para ser un piso en obras, la verdad era que trabajaban hasta muy tarde.

Conservaba la llave. Cuando Lina vivía en aquel ambiente refinado, entre la mejor sociedad de Barcelona, gustaba de sentarse en un sillón tipo Emmanuelle, escuchar música clásica y dar órdenes a una criada a la que acababa de sacar directamente de un colegio de monjas. Entonces Gomara, en sus viajes desde Madrid, la visitaba por las noches para evitar que alguien le viese en el burdel, a pesar de que éste era el más discreto de Barcelona. Dio por supuesto que estarían cambiadas las dos cerraduras -la de la puerta principal y la de servicio- pero quizá no la del terrado particular donde estaban los tendederos y el cuartito de la lavadora. Nadie habría pensado -tal vez- que desde ese terrado se podía saltar a la terraza inferior sin necesidad de ser un consumado atleta. De modo que probó suerte tras saludar al conserje, quien no le opuso ningún reparo porque le conocía a la perfección.

Y la suerte le acompañó. La primitiva llave -que había sido común para las tres puertas- servía. Y se encontró en un terrado desde donde se divisaban las luces de Vallvidrera, como en una montañita de púrpura, y las luces del rompeolas, con sus clubes de natación donde los veteranos practicaban el duro deporte de la sauna. Un silencio absoluto, de casa bien, lo rodeaba todo. Orestes Gomara, que no era ningún viejo, se sujetó de la barandilla y se dejó caer suavemente a la terraza inferior. Allí, aunque las persianas estaban bajadas, tenía al alcance de sus dedos las rendijas de luz.

Miró por una de ellas: mesas con terminales de ordenador, armarios metálicos para archivo y dos hombres en mangas de camisa tecleando sin cesar ante las pantallas. Era un espectáculo bien curioso, para tratarse del piso de una cortesana de lujo.

Y de obras, nada. Aquel piso estaba transformado por el mobiliario, pero tan intacto como cuando lo conoció él.

Avanzó hacia el ángulo de la terraza, donde sabía que existía una puerta de postigos que daba al gran salón. Con un poco de suerte, estaría sólo entornada. Y acertó, porque pudo hacerla ceder después de un pequeño esfuerzo, sin causar el menor ruido.

Al entrar, distinguió efectivamente el gran salón, pero en él ya no estaba el sillón Emmanuelle, donde una mujer como Lina, por ejemplo, podía cruzar las piernas, enseñar el borde de sus medias y hacer que se corrompiesen en fila india un fabricante de Sabadell y cuatro monaguillos. Tampoco estaban los dos divanes, tan bien estudiados que en uno cabían dos mujeres haciéndose el amor, y en el otro un mirón bien estirado, esperando que cambiasen de sitio para hacerles a las dos la guerra. Era un mundo, pensaba Gomara, de mujeres expertas, calculadoras y sabias, educadas a la antigua. En el vacío que ellas dejaron estaba ahora el ordenador principal, conectado sin duda a las terminales, junto a un par de mesas donde había resúmenes de Bolsa y extractos bancarios, convirtiendo el viejo nido de amor, donde la patronal más dura se corría después de una caricia, en un centro de cálculo donde la misma patronal también se correría, pero después de una opa.

El silencio seguía siendo absoluto.

Gomara avanzó hacia una de las puertas. Ésta correspondía al antiguo despacho de la casa, donde Lina, mujer previsora, repasaba en sus buenos tiempos los números de sus inversiones, porque sabía que las inversiones tienen que encaramarse cuando los pechos empiezan a caerse. Gomara empujó la puerta y vio que, en efecto, aquello seguía siendo un despacho. No había cambiado en nada. Un hombre joven y fuerte, en mangas de camisa, consultaba, como el propio Gomara hacía con frecuencia, hojas de papel con anotaciones y largas columnas de números.

Alzó la cabeza al oír la puerta que se abría.

Gomara susurró:

– Hola, Leo Patricio.

33 UNA CUESTIÓN DE ORDEN

Leo Patricio no se sorprendió, o al menos no lo demostró en absoluto. Irguió su cuerpo trabajado en gimnasios de lujo, cuyos aparatos, por lo menos, han sido confeccionados con las piezas sobrantes de un Jaguar. Exhibió la línea de su estómago duro y liso, cultivado por las dietas de los médicos y las lenguas de las masajistas. Era todavía un atleta, pero empezaba a insinuar esos síntomas de decadencia que uno cultiva en las camas y en las vaginas, las buenas mesas y las vitolas del santoral habano. Gomara, que padecía los mismos males, lo abarcó todo con un solo golpe de vista.

Leo Patricio susurró:

– De modo que lo has adivinado.

La mano voló hacia uno de los cajones de la mesa, que estaba medio abierto. La culata del revólver brilló fugazmente.

Pero Leo Patricio no llegó a sacar el arma. En primer lugar, porque no le convenía disparar allí con un 38 que no llevaba silenciador. Y en segundo lugar, porque la actitud de Gomara le desconcertó completamente.

En efecto, Gomara no hizo el menor gesto de defensa. Al contrario, abrió su americana para demostrar que no llevaba ningún arma. Se sentó tranquilamente al otro lado de la mesa, como un cliente que espera un balance bancario.

– Tienes buen aspecto, Leo.

– Sssss… sí.

– En cambio, lo que no acaba de tener buen aspecto es este piso. Yo creo que has estropeado todo el entorno que creó Lina; ella fabricó un entorno decadente en el que un hombre podía sentirse feliz, y en cambio tú has fabricado un entorno moderno donde un hombre sólo puede sentirse rico.

– Es… un buen sitio para trabajar. Estas cosas no se pueden hacer en un café. Usted lo sabe.

– Claro que lo sé; yo he sido tu maestro, al fin y al cabo. ¿Pero cómo has conseguido echar a Lina?

– Este piso está en obras.

– Lo que está en obras es tu capullo -dijo Gomara, a quien algo se le había pegado del lenguaje de Méndez-. Esa es la excusa que da Lina para no vivir aquí. ¿Pero cómo has conseguido que no venga y que encima diga eso?

– Sabe que le conviene.

– ¿Está asustada?

– Sí.

Leo Patricio se iba recuperando de su sorpresa inicial, pero no apartaba la mano del cajón de la mesa. En contraste, Gomara había cruzado las piernas, poniéndose todavía más cómodo.

– Tú siempre has sabido asustar a las mujeres, Leo -musitó-, o seducirlas, aunque no sé cómo lo consigues porque no te veo en forma como antes. ¿Lina tiene miedo de que llegues a matarla?

– ¿Y qué, si lo tiene?

– De todos modos, supongo que has seguido mi consejo: hay que asustar, pero garantizando que si la víctima se porta bien, su suplicio acabará algún día.

– Lo he seguido. Lina piensa que un día podrá volver aquí.

– Y marchar de la casa, supongo. Eva, que siempre la había mimado, no se porta bien con ella.

Leo Patricio le observó con mirada expectante.

Gomara continuó:

– La entrega a clientes muy especiales, que la humillan y la maltratan. Y he sabido que ese nuevo modo de mover el culo por el mundo lo tiene que soportar Lina porque lo aconsejaste tú.

– ¿Y a quién le importa eso? Es una puta.

– No me importa, pero me extraña. A Lina la querías, o al menos te gustaba. Era una de tus favoritas.

– También era una de las suyas.

– Cierto, pero yo no la maltrato. ¿Tú por qué lo haces? ¿Por qué la odias?

– Yo no la odio.

– ¿Entonces quién?

– ¡No importa eso! ¡Y no estoy dispuesto a contestar más preguntas sin sentido!

– Todo tiene sentido, Leo Patricio. Todo. Incluso saber quién odia a Lina. Quién ha querido convertir su vida de cortesana de lujo, que sólo bebía licores destilados para el papa, en una cortesana de bidet, que a lo peor tiene que beber la orina de los clientes.

– ¡Eso no importa! ¡Cualquiera puede odiar a una puta!

– De todos modos, supongo que hace tiempo que no vas por el burdel. Por lo menos desde… desde lo de mi hija. Allí te dan por desaparecido. Y es normal, porque no ibas a hacerte visible después de haberte escondido en tantos sitios. Incluso en un sitio tan fétido como la pensión Internet, del barrio Chino.

– ¿Cómo… cómo ha averiguado que yo trabajo aquí?

Gomara abrió los brazos, abarcando con admiración toda la amplitud del despacho.

– No era tan difícil. Una mujer asustada y acorralada en el burdel, a la que no dejan volver a su piso de lujo porque está en obras. Un sitio perfecto para tener aquí el centro de cálculo y recibir a algunos clientes. No es el sitio definitivo, claro; algún día piensas ocupar el que ocupo yo. ¿Te extraña tanto que haya querido saber si eso de las obras era verdad?

– Muy… muy inteligente.

– Tampoco hacía falta ser un Einstein.

Gomara añadió con una sonrisa:

– Hasta ahora lo has hecho muy bien, Leo Patricio. Te has sabido ocultar como una rata de alcantarilla, la rata más lista de todas las alcantarillas de la ciudad. ¿Pero por qué tanto miedo?

– ¿Y lo pregunta, Gomara?

– Bueno, reconozco que después de lo de Virgin, resultaba muy previsible lo que yo iba a hacer.

– Previsible hasta cierto punto… Las muertes de David y Alberto resultaron sencillamente espantosas. Luego me tocaría a mí.

– ¿No te dio por pensar que yo te encontraría en este piso, si me daba por venir a visitar a Lina?

– Las cerraduras están cambiadas, y encima de las puertas hay cámaras de televisión. Cualquier sorpresa estaba prevista. Y además suponía que usted no tendría ganas de coños frescos, Gomara.

– Es verdad. Lo has hecho todo muy bien, excepto no pensar en la puerta auxiliar, la del terradito privado. ¿Pero qué importancia tiene eso ahora? -Gomara volvió a abrir los brazos con un gesto lleno de condescendencia-. De modo que te enteraste de la forma tan amable en que Alberto y David se habían ido al paraíso.

– Fue… horrible.

– No lo esperabas.

– Suponía que Alberto y David estaban condenados a muerte. Y yo también. Pero no de esa forma.

Añadió con voz reconcentrada, mientras asía la culata del revólver:

– Orestes Gomara, es usted un hijo de la gran puta.

– Eso me lo han dicho bastantes veces, en especial un jodido policía llamado Méndez. Pero no me impresiona, porque encima es verdad: mi madre era una gran puta. Aunque en este caso, Leo Patricio, sólo en este caso, no me corresponde el insulto.

– ¿No, después de hacer matar de esa manera a Alberto Parra y David Mellado?

– Claro que no. Porque no los hice matar yo -dijo Gomara calmosamente.

El desconcierto de Leo Patricio fue total. Los dedos que sujetaban la culata del revólver cedieron. Sus ojos se clavaron en Gomara, no como si contemplasen un hombre que conocía bien, sino un aparecido.

– ¿Qué… dice?

– Que no los hice matar yo. Lo has oído perfectamente.

– Mi… mi servicio de información…

– Tu servicio de información, Leo Patricio, que buen dinero debe de costarte, te ha dicho que me ha visitado con cierta frecuencia un policía llamado Méndez, el cual venía a mi casa entre desinfección y desinfección municipal. Curioso tipo, ese Méndez: se compra una docena de libros cada vez que tiene dinero para comprarse un traje. Y a lo mejor, tus servicios de información te han dicho también que yo no he negado ser el autor de esos crímenes. Que incluso me he acusado de ellos.

Leo Patricio le seguía mirando con asombro.

Su voz fue casi inaudible cuando balbuceó:

– ¿Por qué?…

Gomara no contestó.

Su cabeza se limitó a girar poco a poco hacia una de las puertas, la que daba a uno de los dormitorios y desde allí al corazón de la casa. Esa puerta se estaba abriendo lentamente.

Y antes de que terminara de abrirse del todo, Orestes Gomara saludó:

– Hola, hija.

34 UNA CUESTIÓN DE VERDADES

La puerta que termina de abrirse, girando sobre unos goznes bien cuidados, sin hacer más ruido que el del joyero de una duquesa. La moqueta color salmón que se adentra en las profundidades del dormitorio, donde en otro tiempo Gomara cultivó las delicadezas del salto del tigre. Los zapatos de tacón que Gomara conoce bien, porque él repasaba a veces los armarios de su hija. Las medias tan finas y ajustadas que parecen hechas de piel de nena. Todavía tienes los tobillos finos y las piernas esbeltas, Virgin, pequeña puta.

Antes de que ella acabase de entrar del todo, Gomara repitió:

– Hola, hija.

Virgin se apoyó en el marco de la puerta. El silencio era total en aquel lado de la casa: ni rumores de coches, ni chasquidos de ascensores, ni movimientos de los dos empleados de confianza que trabajaban al otro lado del piso. Virgin, además, se había deslizado con una suavidad felina. Sus ojos un poco rasgados se clavaron en Gomara, quien después de girar la cabeza no había vuelto a mover un músculo.

El rostro del banquero no reflejaba el menor asombro, la menor emoción, como si ya supiese exactamente lo que iba a suceder. Más bien reflejaba una aristocrática lejanía.

Su voz también pareció lejana al musitar:

– Ahora ya sé quién odia a Lina.

– ¿Qué?…

– La odias tú, Virgin. Eres tú quien ha ordenado a Leo que la haga humillar. No es fácil perdonar a la que ha sido una de las favoritas de este hombre.

Y señaló a Leo. Ninguno de los tres se movió después de estas palabras. El silencio parecía poder cortarse entre la moqueta del dormitorio, marcada por los tacones de las mujeres, y los papeles de la mesa, marcados por los números.

Al fin chirrió muy levemente uno de los zapatos de Virgin. Ella había cambiado de postura, aunque siguió pegada a la puerta.

– No te has sorprendido -dijo, mirando a Gomara.

– No.

– Entonces, ¿cómo lo sabías?

– Que Leo Patricio era tu amante lo supe desde el principio.

– ¿Y cómo no lo evitaste? Tú podías hacerlo.

– ¿Y qué? Tú no eras propiedad mía, Virgin. Llevabas mi sangre, pero no mi voluntad. De modo que pensé que lo que era bueno para mi hija era bueno para mí. Y me resigné.

– Además, confiabas en Leo…

– Sí. Leo era el más valioso de mis hombres. Y conocía todos los entresijos del negocio.

– Pero no llegaste a imaginar que…

– Imaginaba otra cosa, Virgin.

– ¿Cuál?

– Que mi riqueza resultaba tentadora. Que tú la envidiabas, y que Leo la envidiaba mucho más. Pero supuse que esperarías, Virgin. Eres mi heredera, el banco habría terminado siendo tuyo.

Los labios de Virgin se torcieron. Dejaron de tener la elegante indiferencia que tuvieron en los comedores delQueen Elizabeth. El desdén que exhibieron en las joyerías de la place Vendóme. La pureza, ave María santísima, que un día tuvieron en el colegio de monjas.

Ahora, de pronto, parecían los labios de una vieja.

– ¿Esperar, hasta cuándo? -preguntó-. ¿Hasta que Leo y yo fuésemos unos viejos? ¿Y soportar tus mujeres mientras Leo y yo teníamos que ocultarlo todo? ¿Y quedarme a la fuerza con un banco, tu maldito banco convencional y oficial, tapadera del auténtico negocio? No, yo no tengo la paciencia que has tenido tú: ventanillas, cálculo de intereses, inversiones legales, clientes pesados, comidas de negocios. ¡No! Era mucho más sencillo vender el banco español y crear otro en las islas Caimán, donde pudiéramos trabajar con mucho menos riesgo. Tú, padre, eres un hombre antiguo y al que todavía le gusta que le conozcan en el Círculo de Economía y en el Casino de Madrid. Leo y yo, en cambio, soñábamos otra cosa. Más negocios internacionales, más dinero, con libertad… Claro que eso requería una nueva organización y seguir el trato sólo con los clientes de más confianza. Es lo que Leo ha estado haciendo aquí.

Abarcó con sus brazos la amplitud del despacho. Leo Patricio seguía en silencio. Gomara clavó su mirada en los labios, ahora desconocidos, de Virgin.

– Total, que yo sobraba -dijo.

– Sí.

La afirmación había sonado como un trallazo.

– Supongo que hubo mil ocasiones para quitarme de en medio -dijo Gomara, sin inmutarse.

– No.

– ¿No?…

– Claro que no. Lo tenías todo mejor organizado de lo que tú mismo creías. Miguel Don es un guardaespaldas perfecto que no te dejaba ni en tu propia casa. Pero, curiosamente, yo no tenía miedo de Miguel Don -dijo Virgin-. Me vio nacer, y a mí, pasase lo que pasase, no me haría ningún daño. Los que me daban miedo, y también a Leo, eran tus otros dos ejecutores, David Mellado y Alberto Parra.

Avanzando un paso hacia el interior de la habitación, añadió:

– Esos te protegían muy bien, pero además no me tenían ningún cariño. Ansiaban algo más que mi dinero: ansiaban mi cuerpo. Si, a pesar de ellos, Leo y yo hubiésemos podido acabar contigo, no nos habrían perdonado nunca. La guerra habría empezado contigo en el ataúd. ¿El negocio sólo para Leo y para mí? ¿Y por qué no para ellos? En el vacío de poder del día posterior a tu entierro, a Leo le habrían preparado una fosa con ratas y a mí una cama con correas.

– Por tanto -musitó Gomara-, había que pensar en eliminarlos antes.

– Absolutamente lógico -dijo Leo, abriendo la boca por primera vez.

– Pero no ibais a hacerlo vosotros.

– Demasiado peligroso -opinó también Leo-. Nosotros, al fin y al cabo, estábamos solos. Era mejor que lo hiciese otra persona.

– ¿Por ejemplo, yo?… -preguntó Gomara.

– Sí.

– Por eso creasteis en mí un mundo de odio -susurró Gomara, volviendo de nuevo la cabeza hacia su hija.

– Era necesario -dijo Virgin- crear un mundo de odio del que no pudieras escapar si no era matando. Por eso utilizamos la casa de los altos de Serrano.

– Tú sabías, Virgin, que estaba infestada de micros. Y que yo podía recoger las conversaciones.

– Tú mismo me lo habías dicho.

– Por tanto, bastaba con crear un diálogo, unas amenazas, unos gritos, unos efectos sonoros. Reconozco que ni un director de cine lo habría montado mejor. Fue perfecto.

De pronto los labios de Gomara se curvaron en una mueca amarga.

– Perfecto excepto en un detalle -añadió.

– ¿Cuál?

– La sangre. La sangre que, una vez analizada, contenía restos de heces. Es decir, tenía que proceder de… de…

– Se marcó más la mueca amarga de sus labios, hasta deformárselos-. Bueno, no sé cómo lo conseguisteis.

Los que, en cambio, sonrieron ahora fueron los labios de Virgin. Pero era una sonrisa tan lejana, tan indiferente, tan despectiva, que Orestes Gomara sintió como si le hubiesen propinado en la cara un latigazo.

– Qué inocente puede llegar a ser un hombre de tu experiencia -dijo Virgin con voz donde palpitaba una especie de conmiseración-. Las cosas proceden de donde tienen que proceder. Leo sabía que, para que todo resultara convincente, tenía que hacerme daño en un determinado sitio. Bastante daño. De modo que lo que se oía en la parte final de la grabación era auténtico. El disparo, ahogado por una almohada, también lo era, pero la bala quedó empotrada en esa almohada que luego nos llevamos. No en mi… mi…

Virgin Gomara no terminó la frase. Orestes Gomara, con la cara roja como la sangre, se había lanzado sobre Leo Patricio, que continuaba imperturbable. La mesa lo frenó, pero aun así llegó al cuello de su antiguo guardaespaldas, que para escapar del asalto echó la silla hacia atrás. La simple voz de la mujer detuvo, sin embargo, a Gomara como una pared de cristal, como una cortina de mercurio detrás de la cual no hubiese nada, ni el vacío. Ni un recuerdo, ni un rubor, ni un sentimiento.

– No seas ridículo. Leo tampoco me hizo nada nuevo. En otras circunstancias, con suavidad y con música, a mí me parecía bien.

Orestes Gomara se desplomó en la butaca.

Su boca estaba muy abierta, como si le costara respirar.

– No se haga ahora el virtuoso, Gomara -dijo Leo con voz despectiva-, no me diga que no se ha doctorado ya en todas las ciencias del culo. Pero si pretende hacerse el macho, será peor. No comprendo cómo ha venido aquí sin una cochina arma.

Gomara volvió a sentarse del todo. Su boca se cerró, pero sus ojos no miraban ahora a ninguna parte.

– De modo que contábamos con su venganza, Gomara -siguió diciendo Leo Patricio-. Lo que no imaginábamos es que esa venganza fuera tan terrible.

– ¿Y qué importaba?

– Nos descubrió un salvajismo con el que ninguno de nosotros podía contar. Pero era verdad: ¿qué importaba? Muertos Alberto y David, usted, Gomara, quedaba solo, sin tiempo material para buscar a otros guardaespaldas de la máxima confianza. Era una presa fácil.

– O no -dijo Gomara.

– O sí. Sólo se trataba de buscar una buena ocasión, porque con usted no se podía hacer un trabajo chapucero. Usted iba a ser un muerto ilustre, de esos que llevan detrás a cuatro ministros oliendo el ataúd. Y no interesaba a nadie que detrás de los cuatro ministros hubiese diez policías. Tenía que ser un trabajo limpio, que no pusiera en peligro los negocios que llegarían después.

– Ya.

– De todos modos -siguió diciendo Leo Patricio-, era evidente que yo corría un grave peligro. El salvajismo de las otras muertes era superior a lo que yo esperaba, y la lógica me decía que el próximo sería yo. Ya contaba con eso, pero reconozco que llegué a sentir miedo. Tuve que ocultarme en muchos sitios mientras pasaba lo peor de la tormenta. Incluso llegué a hablar con una agencia de seguridad y protección.

Orestes Gomara cerró un momento los ojos.

Por detrás de ellos pareció pasar toda su vida, todo su dinero, todas las miradas limpias de su hija cuando en el mundo aún había miradas limpias.

Siempre con los ojos cerrados, preguntó:

– ¿Por qué sigue habiendo cosas que no entiendo?

– ¿Por ejemplo?…

– Por ejemplo, la muerte de Mónica. Sonia, o Mónica, o como demonios se hiciese llamar en la cama, había sido una cortesana de las que se dejan atar para que el cliente piense que es el rey del mundo. Pero cuando murió asesinada, no era más que una doncella en una casa bien de Madrid, un pisazo en la plaza Mayor, donde vivía la segunda esposa de un tal Paco Rivera. Mónica, Sonia, o como coño queráis, era en aquel momento la novia de David Mellado.

– Sí -dijo secamente Virgin.

– He sabido, por mis contactos en la policía, que a la fuerza tuvo que matarla un hombre. Pero, sin embargo, ella había dicho que tenía miedo de una mujer.

– Sí.

La voz de Virgin había vuelto a sonar como un latigazo.

– Sí, pero ¿qué mujer?

– Yo.

La cabeza de Orestes Gomara sufrió una sacudida. Todo su cuerpo se tensó, como si de pronto le quemara la butaca. Sus ojos se clavaron en los de Virgin, unos ojos helados y muertos, trabajados en acero, en plomo viejo, en metales de tubería, subsuelo y ataúd: unos ojos donde estaba toda la indiferencia de un número.

– ¿Tú?…

– De nada sirve negar eso ahora.

– ¿Por qué tenía miedo de ti?

– Me conocía de un modo superficial, pero era suficiente. Y se produjo uno de esos hechos con los que ni el plan mejor trazado puede contar. Después de mi desaparición, es decir, después de mi muerte, yo me mantuve escondida, porque era esencial que no me viese nadie. Incluso me alejé de Madrid; no en tren ni en avión, claro, porque ahí se puede identificar a un pasajero. Me fui en coche. Pero los coches necesitan gasolina, y en una gasolinera fue donde Mónica me vio.

– ¿Muy de cerca?

– Muy de cerca, pero yo fingí ser otra, fingí que no la conocía. Hay personas que se parecen. Confié en eso.

Con la misma voz llena de indiferencia, añadió:

– ¿Te das cuenta?… Yo estaba muerta. Si Mónica mencionaba su encuentro conmigo, todo el plan se podía ir al diablo. Por supuesto que ella no sabía aún nada de mi presunto asesinato, pero por eso mismo mencionaría que me había visto y que yo había fingido no conocerla.

– Ya.

– La amenacé por teléfono: si mencionaba ante alguien nuestro encuentro se atendría a las consecuencias. Tuve la sensación de que, mientras hablábamos, alguien descolgaba un teléfono auxiliar y oía parte de nuestra conversación…

– La segunda esposa de Paco Rivera, supongo. A lo mejor, quiso saber con quién hablaba su doncella.

– … Pero no la parte más comprometida de esa conversación. No pudo sacar nada en claro -siguió diciendo Virgin-. No… La dueña de la casa no pudo sacar nada en claro. Pero Sonia-Mónica tuvo más miedo que nunca. Miedo de una mujer, es verdad. Aunque la mató un hombre.

– David Mellado…

– Sí. -La voz de Virgin seguía siendo tan tranquila y pausada como un gota a gota-. Él, como novio de aquella imbécil, tenía todas las facilidades para hacerlo. Pero yo se lo ordené.

– ¿Por qué había de arriesgarse a hacerlo?

– Porque le prometí un gran premio -dijo cínicamente Virgin.

– ¿Dinero?

– Dinero y algo más.

– ¿Qué más?

– Mi cuerpo.

La cabeza de Gomara cayó como si le hubieran asestado un golpe en la nuca, y así se mantuvo durante unos minutos de angustioso silencio. Podía oírse el compás de las respiraciones, el crujido misterioso de los muebles, el susurrar del aire que se deslizaba por las puertas.

Sólo Gomara rompió aquel silencio para decir:

– Pequeña puta.

– No hay que darle tanta importancia -dijo entonces Leo, queriendo resumir la situación-. Al fin y al cabo, David iba a morir muy pronto. Usted lo mataría. Y él era un pequeño maricón por aceptar ese trabajo, si su hija era una pequeña puta.

– ¿Pero él no sabía que mi hija estaba «muerta»? ¿No tuvo ninguna sorpresa al recibir aquella orden?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó Leo con un encogimiento de hombros-. Ni él ni Alberto habían intervenido en nada. No tenían la menor idea de que sus nombres estaban grabados en las cintas de la calle de Serrano. Ni la policía ni nadie habían hablado de la muerte de Virgin. Para ellos, todo seguía igual, es decir, Virgin estaba viva y yo seguía siendo el hombre de confianza de Orestes Gomara. Hizo el encargo por los mismos motivos que mueven a miles de millones de hombres a arrastrarse por el suelo un poco más: el dinero y el sexo. Como todos los macarras salidos de la nada, se moría por follarse a una mujer rica.

– ¿Y no se corría el peligro… de que me mencionase algo a mí? -preguntó Gomara después de una vacilación-. ¿De que al decir que había hablado con Virgin se fuese todo al diablo?

– No -sentenció Leo-, no se corría ese peligro. Reflexione, Gomara: ¿cómo iba a decirle David que se quería tirar a su hija? ¿Que iba a cometer un crimen sin que usted lo hubiese autorizado? Lo lógico era que intentase no verle a usted de ninguna forma, pero además intervine yo: les dije que usted había ordenado que, por necesidades del negocio, estuvieran fuera de la circulación un par de semanas. Daba por descontado que usted, Gomara, en ese tiempo, los localizaría en secreto… y acabaría con ellos. No me equivoqué.

Orestes Gomara alzó un poco la cabeza para decir:

– Sí que te equivocas, hijo de puta.

– ¿Yo?… ¿Acaso no están muertos esos dos tipos? ¿Acaso no salió bien mi plan? ¿Acaso no está usted, gran hombre, justo en el sitio donde yo he empezado ya mi negocio paralelo? ¿Y encima como un imbécil, sin llevar una maldita arma?

– Todo eso es cierto, pero te equivocas en algo fundamental. Te lo he dicho antes.

– ¿Sí? ¿Y qué es?

– Que yo no hice matar a nadie.

Leo Patricio rió con una sonrisa lenta y destilada, con una risa burlona, disuelta en ácido úrico.

– ¡Vamos, Gomara! No se haga el inofensivo y el inocente para que ahora, en la última recta del negocio, no le pase nada. Para que ahora, después de todo, no rematemos el trabajo bien.

– No tengo el menor deseo de parecer inocente. Nunca lo he sido, y menos ahora, cuando visito cloacas que no había visitado nunca. Pero aunque esos tipejos merecían morir, yo no los hice matar.

– ¿No? ¿Por qué no?

– Porque no tuve tiempo.

Si antes había hecho Leo Patricio un gesto de incredulidad, la que ahora lo hizo fue Virgin. Abandonó la jamba de la puerta, anduvo unos pasos y rodeó por detrás la butaca de Gomara, como si éste fuera un preso al que someten a interrogatorio.

Gomara musitó sin mirarla:

– Alguien encontró antes que yo a esos dos tipos, esa basura. Cuando di con ellos, no eran más que unos despojos. El que lo hizo me enseñó unas fotos.

– Eso es muy fácil decirlo ahora -susurró burlonamente Leo-. ¿Pero por qué miente, Gomara? Al fin y al cabo, nosotros no somos la policía.

– Digo la verdad, y puedo demostrarla por simple sentido común: yo todavía soy un hombre fuerte, pero no un atleta total. No uncatcher. Yo no podía dominar, aunque fuera por separado, a aquellos dos tipos y cometer con ellos dos crímenes de artista, dos crímenes de diseño.

– Se hizo ayudar por alguien, Gomara.

– O puede que se hiciera ayudar por alguien el hombre que los mató. O puede que no. Puede que ese hombre fuese capaz de hacerlo solo.

– ¿Quién?

– Yo lo sé. Lo sé.

Virgin, que era la que había hecho la pregunta, le miró con curiosidad. Estuvo a punto de preguntárselo de nuevo. Pero era otra cuestión la que obsesionaba a Leo Patricio.

Fue éste el que preguntó:

– Si usted no lo hizo, Gomara, ¿por qué se culpó?

– Poco importaba. No había pruebas contra mí.

– Pero podía haberlas. Podían aparecer. Y, en todo caso, esa confesión espontánea no le favorecía en nada, Orestes Gomara. ¿Por qué la hizo?

– Yo sabía que mi hija estaba viva. Y si ella estaba viva, tú, cabrón de mierda, tenías que estarlo también.

El insulto no hizo mella en Leo Patricio, que había oído cosas peores en su vida. Se decía que Leo Patricio había sido siempre un tipo tan rastrero que, en el acto del bautismo, el cura ya le llamó hijo de puta. En cambio, sus ojos chispearon de curiosidad al preguntar:

– ¿Sabía que su hija estaba viva? ¿Cómo lo sabía? ¿Por qué?…

– Por los movimientos bancarios.

– ¿Qué?…

– Los movimientos bancarios.

Y Orestes Gomara, con expresión imperturbable, continuó:

– Antes, los viejos policías de chistera y reloj con cadena decían«cherchez la femme» cuando querían seguir algún rastro. Es decir, y hablando con todas las precauciones del caso, sigan el olor del coño. Pero ahora el olor del coño ya no lo despiden las mujeres, sino los honestísimos cajeros de los bancos. El dinero tiene una fragancia que atraviesa los países y los continentes. Cuando me enteré, por la grabación, de lo sucedido en la casa de Serrano, pensé que, en verdad, Virgin había muerto. Y lo primero que hice fue bloquear su dinero personal. Fue fácil.

– Claro que fue fácil -dijo Leo Patricio-. Y, además, ya contábamos con eso.

– Claro que contabais con eso. Y no cometisteis ningún error: nadie había tocado aquel dinero, que estaba intacto. Pero Virgin, además, contaba, para casos de emergencia o para movilizar fondos en mi nombre, con algunas sociedades en paraísos fiscales. Esas sociedades se movían por medio de otras sociedades radicadas aquí, que a su vez no se movían por nombres, sino por cuentas numeradas. Todo muy difícil para un policía e incluso para un intendente mercantil, pero muy fácil para mí, que había creado la red. Y muy fácil para Virgin, que la conocía. Fue ahí donde me llevé la primera sorpresa, al intentar bloquear también esas sociedades.

– ¿Qué sorpresa?

– Habían sido movidos algunos fondos, y eso sólo podía haberlo hecho Virgin. Mi desconcierto fue total, pero al mismo tiempo se abrió en mí un rayo de luz: si Virgin necesitaba dinero, era porque Virgin estaba viva. Y además confiaba en que yo no iba a enterarme hasta pasado algún tiempo. Es decir, no iba a enterarme nunca, porque entonces ya sería demasiado tarde para mí. Esas cuentas, las que se movían en mi esfera familiar más íntima, yo las revisaba muy de tarde en tarde.

Virgin sólo dio dos pasos. Su taconeo elegante y pausado pareció resbalar sobre el parquet. La expresión de Leo Patricio seguía siendo imperturbable, de estuco y de piedra.

– Muy bien. Pero si usted sospechaba que Virgin estaba viva y usted no había tenido que ver con la muerte de aquellos dos cerdos, ¿por qué se acusó?

– Porque era natural, entonces, que Virgin reapareciese alguna vez -dijo Gomara, con una sonrisa glacial.

– ¿Y qué?

– Se la investigaría a ella como se me estaba investigando a mí. Y yo no quería que la destrozasen. Era mejor que la policía, a ser posible, tuviese ya un culpable.

Aquellas palabras de Gomara sonaron en la habitación lentas y pausadas, como el movimiento de un péndulo.

Y produjeron dos reacciones bien distintas.

Leo Patricio hizo una pregunta superficial:

– ¿Qué gana con eso?

Y Virgin hizo una pregunta cargada de profundidades:

– ¿Tanto querías a tu hija?

Gomara contestó la primera.

– Claro que ganaba algo -susurró.

– ¿Qué?

– Yo pude adivinar algo del plan. No era tan difícil comprender que podía morir. Y a falta de guardaespaldas, ¿qué mejor protección que la propia policía? Si yo era sospechoso, me vigilarían. Y hombre vigilado es hombre protegido.

– Sigue siendo el viejo banquero astuto -susurró Leo con un deje de admiración-. Lo tiene todo en cuenta.

– No, no lo tiene todo en cuenta -murmuró Virgin-. Aún no ha contestado a mi pregunta.

Orestes Gomara volvió poco a poco la cabeza hacia ella. La miró, y hubo en sus ojos el vacío de los años, el de los pasillos que uno ha andado, el de las casas donde uno ha vivido. Hubo el vacío de los marcos sin retrato, las ventanas con una pared enfrente, las viejas radios familiares sin voz. En los ojos de Gomara hubo el vacío de una vida sin sentido, el de una inutilidad.

Quizá hubo también el silencio de una habitación ya muy remota, donde de pronto reía una niña.

Gomara no contestó.

Tal vez no hacía falta.

Y entonces Leo Patricio se puso en pie.

Era alto, sólido, joven. Era astuto, insensible, implacable. Era una roca puesta en movimiento.

– Virgin -gruñó-, él mismo nos ha puesto las cosas fáciles.

Y tendió las manos hacia Gomara, pero no eran las manos de un hombre, eran los garfios de un robot. El cuerpo de Gomara fue izado de un tirón y quedó materialmente colgado en el aire. Una especie de pala mecánica lo transportó hasta el otro lado de la habitación, junto a la amplia ventana que daba a la calle. La voz de Leo Patricio sonó como un trallazo:

– ¡Ábrela!

Orestes Gomara no se defendía. No intentaba luchar. No gritaba para que le oyeran desde el otro lado de la casa. Sólo sus ojos giraron un momento para quedar clavados en la cara de Virgin.

Una cara de mármol.

Y unos ojos que no reflejaban nada, ni las risas de antaño, ni siquiera el recuerdo de las casas en que se ha vivido.

Leo volvió a mascullar:

– ¡Abre esa maldita ventana! ¡El mismo se ha metido en la trampa! ¡No volveremos a tener una ocasión como ésta!

– ¿Ocasión?… ¡Ni ocasión ni nada! Todo el mundo verá su cuerpo en la calle! -dijo ella.

– Justo por eso! ¡Todo parecerá lógico! ¡La policía creerá que se ha suicidado porque le investigaban! ¡O que se ha matado al resbalar desde las azoteas!

– ¿Qué azoteas?

– ¿Por dónde crees que ha llegado hasta aquí? No puede tener llaves porque yo he hecho cambiar las cerraduras. Las que lleva encima sólo pueden abrir el terrado particular. ¡Por ahí ha entrado y por ahí lo ligará todo la policía! ¡Vamos, Virgin, abre! ¡No me hagas perder la paciencia!

Un millón de cosas se oponían a que Virgin abriese aquella ventana, un millón de cosas que no hacía falta razonar, ni calcular, ni ver. Sólo sentir. Un millón de cosas que no estaban en ninguna parte, pero estaban en el aire de todas partes. En todas partes menos en los ojos de Virgin.

Por un momento, éstos se clavaron en los ojos de Orestes Gomara, que la miraba impasible.

Y en los ojos de Virgin siguió sin haber nada. Ni un sentimiento, ni una emoción, ni un soplo de aire que llegase desde el fondo de otro tiempo.

– ¡Maldita seas! ¡Abre!

Virgin abrió.

Los garfios sujetaron con más fuerza el cuerpo de Gomara. Los dientes de Leo Patricio rechinaron como rechinaría una máquina cansada. Pero empujó.

Más allá de la ventana estaba la noche perfumada de la Bonanova, la noche de los presuntos ricos.

Orestes Gomara salió despedido hacia ella.

Dio una vuelta de campana en el aire.

No chilló.

Sólo chillaron los porteros diplomados de las fincas, los conductores de los autobuses, las parturientas que iban a la clínica Dexeus, los transeúntes a los que aquel bulto caído del cielo les impidió doblar a tiempo la página delFinancial Times.

El cuerpo de Gomara se deshizo en el asfalto.

Pero más tarde hubo un portero, deseoso de publicidad, que dijo en la tele que a él le había parecido que ya se deshacía en el aire.

35 UNA CUESTIÓN DE GRATITUD

La sangre salpicó un árbol, una papelera municipal, las medias de una colegiala que aquella noche estrenaba piernas y las ruedas de un autobús que había logrado detenerse a tiempo.

También salpicó -aunque sólo unas gotitas- a aquel hombre quieto, vestido de negro, que había estado vigilando la casa.

Méndez estuvo a punto de lanzar un grito.

Pero fue él quien primero se movió hacia el cuerpo caído. Sorteó a un conserje que lanzaba gritos contra el ayuntamiento, a un taxista que lanzaba gritos contra el gobierno, a una mujer, más razonable, que lanzaba gritos contra el propio Méndez.

Dos personas corrieron hacia él, entre aquel tumulto rojo. Una era un guardia municipal, otra el portero del edificio por el que había caído Gomara.

El portero masculló:

– ¡Yo conocía a este hombre! ¡Hay que llamar a la policía!

– La policía soy yo -dijo tímidamente Méndez, con la convicción de que no iba a creerle nadie.

– ¿Usted?

– Estaba vigilando la casa.

El municipal le apuntó con un dedo.

– ¿Por qué?… -preguntó, erigiéndose en autoridad constituida.

– Porque seguía a este hombre. Estaba esperando que bajase del ático para hablar con él.

– ¡Pues ya ha bajado del ático, maldita sea! ¡Deben de haberlo matado! ¡Haga algo! ¡Suba usted a ese piso! ¡Llame al juez!

Méndez señaló al conserje de la casa.

– Tiene usted teléfono, supongo.

– Pues claro. El de la comunidad de propietarios. Y al corriente de pago. No como otros.

– Llame en seguida a este número. -Méndez se lo garabateó en un papel-. Es el de la comisaría del distrito. Ellos avisarán al juez.

Intentó apartar a los curiosos que ya formaban corro. Gruñó:

– Por favor, apártense… ¡Apártense! ¡He dicho que se aparten! ¡Se lo digo con toda educación! ¡Me cago en la hostia, apártense!

Consiguió limitar el corro, al borde mismo de la sangre. El urbano constitucional estaba demasiado cerca y empezaba a marearse. Llegaron moviendo los brazos dosmossos de escuadra, la frontera imperial de Catalunya.

Méndez mostró su placa, procurando que no se le cayese sobre el muerto.

– ¡Policía! Por favor, procuren que nadie se acerque al cuerpo… Ya he avisado a la comisaría. Mantengan el orden mientras voy a ver desde dónde ha caído ese muerto. Seguro que del ático.

– ¡Claro que ha caído del ático! -gritó el conserje-. ¡Iba allí!

Méndez atravesó la acera con paso decidido, dándose ánimos a sí mismo. Había hecho bien en seguir a Gomara, dentro de sus posibilidades de policía tronado que viajaba con un abono de autobús, porque ahora estaba sobre una pista. No había esperado -vive Dios que no lo había esperado- lo que acababa de suceder: la brutal muerte de Gomara no cuadraba con ninguna de sus ideas. Pero la pista seguía estando allí, qué diablos: estaba en el ático.

No necesitó subir.

Un hombre descendía agitadamente por la escalera.

Era un tipo joven, alto, guapo, macizo. Un cuerpazo para elPlaygirl o para despedidas de soltera. Méndez lamentó no ser una viuda desconsolada con dinero en el banco. Qué cosas se estaba perdiendo. Cuántas misas por los difuntos. Cuánta fiesta loca.

Méndez no vaciló un segundo.

Poniendo los brazos en jarras, musitó:

– Bienvenido desde el ático, Leo Patricio.

Recordaba perfectamente la foto del pasaporte brasileño falsificado. Recordaba la descripción de Gomara, recordaba todos sus malditos pensamientos desde que se puso a investigar aquel asunto.

El que no recordaba nada era Leo Patricio. Claro, él no sabía nada. Pero, sin embargo, miró casi con alivio la placa milagrosa que le exhibía Méndez.

– Sí. He bajado corriendo del ático porque acaba de ocurrir una desgracia. ¿No lo ha visto?… Una desgracia. ¿Pero cómo sabe que me llamo Leo Patricio?

– Lo sé.

– Bueno, mejor. Tampoco tengo nada que ocultar. Le he dicho ya de dónde vengo.

– ¿Qué hacía allí?

– Tengo una oficina de gestión financiera.

– ¡Qué extraño!

– ¿Por qué?

– Porque he averiguado que ese piso pertenece a una cortesana de lujo.

Leo Patricio, plantado en el centro del vestíbulo, no se desconcertó en absoluto. Al contrario, sonrió mostrando su dentadura perfecta, suave y sólida, seguro que diseñada por una estilista de Detroit. Alzó las dos manos.

– ¡Oh, celebro que lo sepa! ¡Pues claro que sí! ¡Y me temo que el muerto había sido uno de sus clientes! Pero yo estaba aquí con un permiso de la dueña, pagando un alquiler.

– ¿Tiene recibos?

– Puedo… buscarlos.

El conserje de la casa demostró estar al corriente de toda la sabiduría municipal. Volvió a aparecer de pronto.

– Este señor tiene razón. La propietaria del ático es una señorita que está al corriente de pago en todo, pero él tiene ahora un despacho de gestión financiera. Viene muy de tarde en tarde. Buena gente: no molesta en nada.

– ¿Y qué hacía Gomara en el ático? -masculló Méndez-. ¿También necesitaba que le gestionasen?

– No lo sé -se defendió Leo Patricio, con expresión de inocencia-. No sé qué hacía allí. No sé ni siquiera por dónde ha entrado.

– Pues a mí me ha dicho que iba al ático -acusó el conserje omnipresente.

– Y yo puedo jurarle que no ha llamado a la puerta ni le he abierto.

– Examinaremos las huellas dactilares que pueda haber en el timbre -dijo Méndez.

Leo exhaló un imperceptible suspiro de alivio.

– Claro. Hágalo.

– De todos modos, la falta de huellas -siguió diciendo Méndez- tampoco significaría gran cosa. El muerto podía tener llaves del piso.

– En ese caso -murmuró Leo-, las llevaría encima.

– Es natural. Vamos. Las cosas hay que comprobarlas en caliente.

Y Méndez fue hacia el centro de la calle en compañía de Leo Patricio. El círculo de gente se había hecho más compacto, más espeso, pero entre el municipal y losmossos de escuadra lograban contener el tumulto. Méndez sabía que no debía tocar nada hasta la llegada del juez, pero él seguía vivo y con salud gracias a no haber hecho nunca caso de los jueces. Registró sumariamente los bolsillos del cadáver, procurando no mancharse las manos ni de dinero ni de sangre. Encontró una cartera, unas gafas, un tarjetero, un sobre que contenía una carta, un pañuelo, unas monedas y unas llaves. Fueron las llaves las que atrajeron su atención inmediatamente.

– Vamos allá.

Hizo una seña a Leo Patricio y al conserje, y regresaron al interior del edificio los tres. Rápidamente, subieron en el ascensor hasta el ático, cuya puerta estaba cerrada. Méndez puso las llaves en manos del conserje.

– Usted es la persona adecuada. Fíjese bien en lo que hace, porque luego le llamaremos a declarar. Abra.

El portero lo intentó, aunque ya había hecho un gesto negativo al ver las llaves. No consiguió ni introducirlas en la cerradura.

– Nada, no son éstas, se lo digo yo. Éstas son las llaves antiguas.

– O sea, que Gomara no se pudo franquear la entrada él mismo. ¿Hay alguna otra puerta?

– Hombre, otra puerta sí, y por tanto otra entrada. Pero es una entrada de alpinista. Da al terrado particular, y desde allí se puede saltar, es un decir, a la terraza del ático.

– Vamos.

En la puerta del terrado particular hicieron la misma operación, pero esta vez con éxito. El aliento de la noche los acogió. Parpadearon las luces de las ventanas más bajas, las bombillas de otros terrados silenciosos, los pestañeos de televisiones de cien pulgadas que sólo recogían los programas del casino de Montecarlo. Méndez captó en seguida, sobre las baldosas, las marcas dejadas en la humedad por unos zapatos.

– Que nadie pise ahí -ordenó-. Quietos. Yo voy a ir por otro lado.

Buscó un camino que marginara las huellas, fue hasta la barandilla de aquel terrado particular y pudo ver abajo parte de la terraza del ático. Las marcas sobre la humedad terminaban allí, en la barandilla. Y abajo había huellas de un posible salto: un tiesto con geranios volcado y roto. Cualquiera habría pensado que Gomara había llegado hasta el ático por allí. Y Méndez lo pensó.

Le llegó la voz pausada del conserje:

– ¿Ve? Estas llaves sí que abrían. Me parece que el señor Gomara las tenía porque… porque era amigo de la señorita que antes vivía aquí. Pero cambiaron las cerraduras.

Y la voz excitada de Leo Patricio:

– ¿Lo ve? He dicho la verdad. Y oiga una cosa, policía: deberían comparar estas huellas con los zapatos del muerto. Saltó por ahí, seguro.

– Lo haremos. Pero ¿por qué había de saltar?

– ¡Y yo qué sé! Lo único cierto es que saltó y debió de caerse a la calle. Ya no tenía edad para hacer de equilibrista.

Méndez volvió, marginando las huellas otra vez. Su cara era de piedra.

– El sitio de la caída no parece corresponderse con ese sector de la terraza de abajo -murmuró-. A la fuerza tuvo que ir más lejos, para desplomarse sobre la calle.

Leo preguntó aprensivamente, aunque manteniendo una perfecta cara de póquer:

– ¿Hay huellas en la terraza del ático? ¿Indican el camino que siguió antes de caer?

– No, no parece haber huellas -gruñó Méndez-. Y es extraño. La terraza de abajo no tiene humedad: está completamente seca.

La sonrisa de Leo Patricio apenas alteró su cara perfecta, una cara de anuncio de campo de golf, de masaje facial y de crema reparadora; con ella no dejan marcas ni los dientes de una mujer. Cómprela.

– No tiene nada de extraño -explicó-. Si se fija, verá que en la terraza de abajo hay un toldo. Ahora está plegado, pero hasta hace poco ha estado tendido. No ha podido asentarse la humedad.

– Pues tiene usted suerte.

– ¿Por qué?

– Porque no se puede seguir el probable camino de Orestes Gomara. Cualquier técnico diría en el juicio que entró por esta puerta, llegó hasta la baranda, saltó, volcó un tiesto, perdió el equilibrio, trastabilló y acabó cayendo. No se podrá jamás demostrar otra cosa. Si usted, Leo Patricio, usando su fuerza, lo ha arrojado desde el ático, debo felicitarle, porque acaba de cometer el crimen perfecto.

Y añadió pensativamente:

– Siempre he defendido que el crimen perfecto no es el crimen científico ni el que se comete con un rayo láser a través de los pezones de la querida. El crimen perfecto es el que se comete por las buenas en un lugar solitario, delante de una taberna cerrada y con una tranca castellana. Por eso digo que ha tenido suerte, Leo Patricio: nunca se podrá demostrar nada contra usted.

Leo Patricio le miró con una mueca de desdén.

– No se podrá demostrar nada porque nada he hecho. Y ahora permítame decirle, agente, que no sé cuál es su categoría dentro de la gloriosa policía española…

– Una categoría asaz pequeña -dijo Méndez.

– … pero sus razonamientos son dignos de un alguacil de Felipe III. No hace falta que me perdone la vida. No encontrará pruebas por la sencilla razón de que no hay pruebas. Y ahora déjeme en paz. Todavía tengo que hacer algunos informes financieros para personas importantes; no, por supuesto, para personas como usted.

Dio media vuelta. Méndez tendió la derecha y le rozó suavemente una hombrera. Muy suavemente, como el aletazo de un pájaro negro.

– Usted sí que tendrá que hacer una inversión, Leo Patricio -dijo con voz opaca.

– ¿Yo? ¿En qué?

– En un buen abogado. Tienen que existir pruebas, y yo las encontraré. El ángulo de caída del cuerpo, por ejemplo.

– El ángulo de caída del cuerpo, policía de las Termopilas, demostrará que Gomara cayó desde el ático. Pero no si cayó desde un palmo más aquí o desde un palmo más allá.

– Las huellas de violencia en su ropa.

– Habrán sido destruidas por el impacto y por las manchas de sangre -le cortó Leo Patricio.

– Los impactos de los golpes que haya podido recibir antes de ser lanzado abajo.

– ¿Sí? ¿Y si no hubiese habido golpes? ¿Y si hubiese habido sólo un empujón? Pero no malgaste su tiempo, amigo: las huellas de un puñetazo en particular tampoco podrían aparecer en esa cara deshecha. Hala, invierta su tiempo en algo más útil: en llevar su traje a la tintorería, por ejemplo. O quizá no puede. ¿Tiene uno de repuesto para ponérselo mientras tanto?

Y Leo Patricio rió secamente, burlonamente, mientras señalaba con el dedo a Méndez. Jamás un asesino -porque Méndez estaba convencido de que Leo era un asesino- se había reído de él con un aire tan triunfal. Pero no todo había terminado, por los infiernos que no. Méndez hizo una sola pregunta:

– ¿Cuándo reaparece Virgin?

– ¿Qué?

– He preguntado cuándo reaparece Virgin.

– Usted debería saber que está muerta -dijo Leo Patricio, cazado en falso por primera vez.

– ¿Muerta?… ¿Y usted cómo lo sabe?

– Bueno… Yo no sé nada. ¡Nada, eso es! Si está viva, ya aparecerá. No es asunto mío. Y además, no sé qué tiene que ver con esto.

– Gomara se acusó de todo -dijo Méndez, mirándole con fijeza.

– ¿Y qué?

– Nadie se acusa si no es para defender a alguien a quien ama. Alguien que está vivo, evidentemente. -Eso es pura imaginación suya.

– No es imaginación, es reflexión. Cierto que yo no empiezo a reflexionar hasta la segunda copa, pero los bares están abiertos. Puedo llegar a las cien copas. Y le atraparé, Leo Patricio, le atraparé antes de lo que piensa. Haré con usted un trabajo delicado: le meteré el Reglamento Penitenciario por el culo. Haré que se la lave con lejía un juez de Instrucción. Le afeitaré el capullo.

Pronunciadas estas frases rituales -símbolos de la justicia eterna, según Méndez-, el policía tuvo la repentina sensación de que iba a triunfar. Estaba en el buen camino, y atraparía a aquella rata. Si él no tenía pruebas, Leo Patricio no tenía coartadas. Un día más y lo acorralaría. Avanzó un paso hacia él.

Y se encontró con la sorpresa de que Leo Patricio le miraba burlonamente. Estaba apuntando el sobre con papeles que Méndez había sacado de uno de los bolsillos del muerto. Con la misma voz desdeñosa, Leo preguntó:

– ¿Me va a atrapar? ¿A mí?… ¿Y por qué? ¿Qué pruebas tiene? ¿He matado yo a alguien? ¡No! ¿Entonces, de qué va a acusarme? ¿De haberme tirado a una mujer? ¿A la hija de un banquero? ¿Y qué? ¿Las hijas de los banqueros no folian? Folian dentro de una cámara acorazada, naturalmente. Pero lo hacen. Lo hacen, policía del servicio de alcantarillado. Y cada vez que se corren, sube la Bolsa. ¿Va a acusarme de eso? Y si un día Virgin reaparece, ¿qué? Menos motivo todavía para acusarme. Pero no se desanime, hombre… A lo mejor, tiene las pruebas contra mí en ese sobre que llevaba el muerto.

– Pues es posible -dijo Méndez.

No se trataba de una frase vana. En efecto, era posible. Méndez no sabía lo que había en el sobre hallado en el bolsillo del muerto. ¿Y si se trataba de una acusación contra Leo Patricio? Bien pensado, era lo más lógico.

Leo Patricio había ido demasiado lejos al desafiarle.

– Esto debería abrirlo el juez -gruñó-, pero ya encontraré una excusa. Yo a los jueces me los paso por el escroto, y a las juezas no quiera usted saber.

Abrió el sobre.

Dentro había una breve carta manuscrita, evidentemente con la letra de Orestes Gomara. La firma también era suya.

Méndez la leyó:

– «Yo maté a dos miserables llamados David Mellado y Alberto Parra. Lo declaro voluntariamente para que no se carguen responsabilidades a nadie más. También declaro que voy a poner fin a mi vida inmediatamente. Mi muerte será un acto voluntario sin otro culpable que yo mismo. Ruego a la policía y al juez que no busquen otros responsables. Gracias, Miguel Don.» Sólo eso.

Méndez quedó boquiabierto.

Aquello lo hundía todo.

Todo.

Leo Patricio se dio cuenta de su expresión. Deslizándose a espaldas de Méndez, leyó por encima de su hombro. Al acabar, lanzó una carcajada.

– Lo tiene perfecto, policía de bidés -dijo-. Atrévase a decir una palabra más.

– No puedo decir una palabra más -barbotó Méndez.

– Me han contado que usted lo averigua todo, pero que por una cosa u otra nunca logra detener a un culpable.

– Cada uno tiene lo suyo -gruñó Méndez-. Pero es verdad: nunca detengo a un culpable.

– A mí menos.

– Sí, Leo Patricio: a usted menos.

– Lo único que no entiendo es eso de «Gracias, Miguel Don».

A Méndez se le crisparon las mandíbulas mientras decía:

– Yo tampoco.

36 UNA CUESTIÓN DE COMPAÑÍA

Méndez sólo entendía una cosa: no iba a poder hacer nada contra Leo Patricio ni contra Virgin Gomara, cuando ésta apareciese. El muerto que ahora yacía en la calle se había atribuido toda la responsabilidad, y la carta era una decisiva prueba legal. Sus dedos sin fuerzas estuvieron a punto de dejar caer el papel al suelo.

Leo Patricio entendía lo mismo, pero para él era completamente distinto. Lanzó de nuevo una seca carcajada.

– Vuelvo a mi despacho, Méndez -dijo-. Le felicito por su éxito. Si piensa detenerme, envíeme una carta con un mensajero de esos que reparten pizzas.

Y volvió la espalda. Nadie le siguió. El centro de atención se había trasladado por completo a la calle, donde el tráfico estaba embotellado y donde crecía y crecía el círculo de curiosos alrededor del muerto.

Méndez gruñó desde la puerta:

– Aprovechando el mensajero, le enviaré una pizza con huevos, Leo.

– ¿Sí? ¿Qué huevos?

– Los suyos.

Y desapareció de la vista de Leo Patricio. Este sonrió burlonamente y se encogió de hombros, con un gesto de indiferencia total. Entró en el despacho.

De pronto, éste era su reino. Una sensación confortable, de poderío absoluto, le invadió. Ya no debía temer a Orestes Gomara, su dinero y su sed de mal. Ya no debía temer a la policía, sus pesquisas y sus ruindades. Virgin y él habían triunfado de lleno. Unos cuantos trámites y el imperio Gomara -un imperio poblado de sombras, pero sombras de oro- pasaría a ser suyo.

Entró del todo en el despacho, entornando la puerta a su espalda. Su primera mirada fue hacia la ventana por la que había saltado Gomara: estaba perfectamente cerrada y sin huella alguna de violencia. Él había tenido la precaución lógica de cerrarla después de la caída del banquero. Estáte tranquilo, Leo.

La segunda mirada fue para la butaca en que había estado sentado Gomara.

Gomara ya no estaba, claro.

Pero en su lugar había alguien.

Leo Patricio balbuceó asombrado:

– … ¿Qué diablos?…

La mole enorme se levantó del asiento. Todos los muelles de la butaca crujieron cuando los dejó libres aquella masa de músculos. El aire del despacho se hizo más espeso, como si lo absorbiese por ley de gravitación aquella especie de estatua de acero.

Miguel Don avanzó dos pasos.

Su boca apenas se movió al preguntar:

– ¿Sorprendido, Leo Patricio?

– ¿Cómo has entrado aquí?…

– No era tan difícil colarse, con el tumulto que se ha armado abajo.

– ¿Y cómo has dado con esta casa?

– Tampoco ha sido tan difícil. Orestes Gomara me tenía al corriente de todas las visitas que pensaba hacer, o al menos de parte de ellas. Y me dijo que iba a visitar aquel centro del placer privado en el que él y tú teníais una parte del capital: la Real Academia de las Putas. De modo que yo también fui y hablé con la dueña. Ella me dijo que habían estado conversando acerca de Lina y su domicilio, o sea, éste. Pensé que era razonable darme una vuelta por aquí y visitarlo.

Sonrió.

Sus dientes eran como los de un tiburón. Sólo les faltaba haber sido afilados por un espadero de Toledo.

– … ¿Qué quieres? -balbuceó Leo Patricio.

Sus ojos parpadearon de pronto, pero no veía nada. No veía más que una especie de manchas, no veía más que la mole de Miguel Don y su sonrisa carnívora.

Y el despacho al fondo. La ventana y las luces de Barcelona al fondo. Y el ordenador que casi podía tocar con las manos, pero que enviaba parpadeos desde una dimensión remota.

– No quiero nada -contestó Miguel Don-. No quiero nada, pequeño hijo de puta.

Leo Patricio miró febrilmente hacia el cajón de la mesa central. Allí siempre tenía un revólver. Con un gruñido fue a saltar hacia aquella mesa, mientras en su frente nacían como en una explosión mil gotitas de sudor helado.

No llegó a tiempo. Realmente no llegó a tiempo ni de tensar las piernas para el salto.

Los dedos de Miguel Don eran como pinzas de acero. Se clavaron en el cuello de Leo y le cortaron instantáneamente la respiración. Toda la habitación se nubló. La sangre no llegaba al cerebro de Leo, que movió los brazos desesperadamente. Tuvo la sensación de que sus puños chocaban contra algo. Los dos impactos alcanzaron de lleno la cara de Miguel Don, pero el único efecto que produjeron fue un leve pestañeo.

Y los dedos se cerraron aún más.

Sostenían materialmente a Leo Patricio en el aire.

Éste pateó mientras dejaba absolutamente de ver. Los ojos se le escaparon de las órbitas.

Miguel Don susurró:

– Lástima que tenga que hacer contigo un trabajo rápido. Lástima que no pueda dedicarte el mismo tiempo que a los otros.

Y lo dobló sobre la mesa.

Su enorme cuerpo aplastó materialmente a Leo. Todo el peso pareció concentrarse en sus manos, y las manos plancharon el cuello de su víctima. La lengua de Leo Patricio pareció salir disparada. Hasta la cara de Don saltó un manantial de saliva mezclado con gotas de sangre.

Miguel Don no se dio prisa.

Sus dedos presionaron poco a poco, permitiendo que, durante uno o dos segundos, Leo Patricio pudiera respirar. Pero apenas la víctima daba una boqueada, los dedos se cerraban de nuevo. Lo último que vio Leo Patricio fue aquella cara de piedra que estaba materialmente encima de la suya. Los ojos tan quietos y fijos que parecían dos bolas de acero. Y el techo de la habitación, un techo absurdo que se movía y al que parecían llegar los parpadeos del ordenador. Luego nada.

Miguel Don lo soltó.

La cabeza del muerto cayó a un lado. El cuerpo resbaló poco a poco, doblado sobre sí mismo, hasta caer sobre la alfombra.

Y entonces Miguel Don oyó la voz:

– Una muerte en el viejo garrote vil habría sido más piadosa que esto.

Se volvió poco a poco.

Sus músculos parecieron chirriar. Los ojos seguían pareciendo dos bolas de acero.

– Creí que me interrumpiría, Méndez.

– No he llegado a tiempo, y sólo he podido ver la fase final. Últimamente no llego a tiempo a ninguna parte.

Méndez no se movió. Con las piernas ligeramente arqueadas, aguardaba junto a la puerta. Una leve seña bastó para indicar uno de sus bolsillos.

– Tengo una carta que le disculpa, Miguel Don -dijo-. Orestes Gomara se culpa de las otras muertes.

El gigante le miró con asombro. Apenas pudo preguntar:

– Eso… ¿es cierto?

– Claro que es cierto, Don. Está más limpio de lo que usted mismo cree. Orestes Gomara le disculpa por escrito. Pero…

– ¿Qué?

– Orestes Gomara mintió.

Méndez se reclinó en la jamba de la puerta. Él ignoraba que, muy poco antes, Virgin había hecho exactamente lo mismo. Sus labios apenas se separaron para decir:

– Mintió porque los mató usted. Alberto y David sucumbieron mientras les aplicaba su caritativo tratamiento de ortopedia. Con la detective Rosanna Vives lo hizo rápido. No le quedó otro remedio cuando ella le sorprendió registrando la habitación alquilada por Leo Patricio. A la pobre puta callejera no la mató usted; la mató Kabir, y lo que usted hizo fue vengarla. Pero le diré por qué mintió Gomara.

– ¿Por qué?

– Por salvar a Virgin. Él sabía que un día ella iba a reaparecer, porque estaba viva, y quiso evitar toda complicación, lo mismo para ella que para Leo Patricio. Aceptó su derrota, quizá porque ya no quería nada ni creía en nada. Mejor dicho, quería a Virgin.

– ¿Y por qué… por qué había de salvar también a este cerdo? ¿Por qué había de salvar a Leo Patricio?

– Por algo que al principio no entendí.

– ¿Qué?

– En su carta le daba las gracias a usted, Miguel Don. A usted. Parecía no tener sentido, pero lo tenía. Él sabía que usted iba a rematar el trabajo, que iba a hacer esto.

Y señaló el cadáver de Leo Patricio. Miguel Don fue a dar un paso, pero sus fuerzas parecían haberse hundido para siempre. Miró con incredulidad a Méndez.

– ¿Seguro que tiene esa carta? -musitó.

– Se lo juro.

– ¿Y por qué cree que yo había de vengar a Virgin? ¿Por qué?

– Porque usted fue siempre su guardaespaldas. Era la sombra protectora de Virgin.

– Sí.

– Porque usted la vio nacer.

– Sí.

– Porque usted cuidaba también amorosamente de la primera mujer de Gomara, la que nunca se entendió con él.

– Sí.

– Y porque al ver nacer a Virgin, grandullón de mierda, vio nacer a su propia hija.

Separándose de la jamba de la puerta, añadió con voz silbante:

– Gomara nunca lo supo. Pero si es cierto que después de la muerte hay una inteligencia superior, se dará cuenta de que fracasó en todo lo importante de la vida. Ni su mujer le fue fiel ni la amada hija era suya. Aunque en honor a la elegancia que demostró al final, haré decir por su alma una misa en la que estará permitido fumar.

Avanzó medio paso hacia Miguel Don. Y Miguel Don no se movió. La torre humana apenas se tenía en pie. Su boca estaba abierta de una forma casi trágica.

– Antes de sospechar que su hija estaba viva -continuó imperturbable Méndez-, Gomara intentó vengarla, pero se encontró con que al menos el primer trabajo ya estaba hecho. Porque usted, Miguel Don, nunca imaginó que todo era una maquinación para quedarse con toda la fortuna de Orestes Gomara. Nunca imaginó que Virgin vivía… ¿He dicho que Gomara fracasó en todo?… Bueno, quizá no. Al fin y al cabo, usted le ha hecho todo el trabajo.

Quizá Miguel Don no le escuchaba del todo. Sus rodillas parecían doblarse. Con voz entrecortada barbotó:

– ¿Virgin… vive?

– Seguro que vive. Se lo juro. Está oculta, como siempre, está entre las sombras, maquinando cosas, en algún lugar de esta casa. No tiene más que buscarla. Pocas palabras bastarán.

– ¿Buscarla? ¿Irme de aquí?… No puedo. Acabo de matar a un hombre, Méndez. Hay policías abajo.

Méndez se encogió de hombros, casi imperceptiblemente.

– Sólo yo le he visto hacerlo, Don. Nadie más.

– ¿Y…?

– Y puedo mentir. Puedo decir que lo he encontrado así. Tendrá líos, Don, pero nadie le condenará sin pruebas.

– Méndez… Y usted… ¿por qué iba a hacer eso?

– Quizá porque todos esos tipos merecían la muerte.

– Pero…

– Quizá porque he hecho muchas investigaciones, y al final nunca he detenido a nadie. Quizá porque he pensado que te detiene la muerte. Pero a veces también te puede detener la vida.

Hizo una leve mueca.

– Me parece que los he llegado a conocer bien a Virgin y a usted, Miguel Don. Muy bien. Hala, busque a Virgin, únase a ella y lárguese. Pero sin dinero.

Con la mirada perdida, sus ojos se posaron en el fondo de la habitación. Ni siquiera los desvió cuando Miguel Don, lanzando una especie de gruñido, pasó junto a él para salir velozmente.

Lo único que hizo Méndez fue decir:

– Los dos juntos van listos. Al tiempo. Se destruirán fotos y dejarán tranquilos al mundo.

La plaza estaba tranquila en aquella soleada mañana de Madrid, bajo el vientecillo serrano, milagroso vientecillo sin octanos -pensaba Méndez- que mata a un hombre y no apaga un candil. Pero que por la noche debe dejarles helada la entrepierna a las chicas que hacen esquina, seguía pensando Méndez. Vaya injusticia la de la vida, don Álex. De la vida creemos saberlo todo y no sabemos ni la mínima verdad.Do you mind?

– ¿Por qué me pregunta en inglés? -dijo don Álex, sentado a su vera y con elABC de las papeleras bajo el brazo-. ¿Lo hace por esa vieja loro y su joven profesora que siempre están practicando en ese banco de al lado? Llevan ahí no sé cuántas semanas, y la vieja nunca aprende nada.

– Es que ellano mind.

– De todos modos, ¿sabe que me alegra mucho verle otra vez aquí, señor Méndez?I’m happy. Cojones con la tía ésa, que con tanto repetir palabras inglesas me va a hacer olvidar mi lengua, que en todos los sentidos, en todos, es lo único que tengo. Méndez, you see? Las chicas de doña Lorena Dosantos siguen entrando en la santa casa, y supongo que siguen bordando casullas para obispos y capotes para toreros a los que ya han dado la extremaunción. Yo sigo haciendo la ruta de las papeleras, aunque cada vez hay menos hallazgos; lo único que he encontrado esta mañana ha sido un manifiesto diciendo que España va bien. Y es que este país no cambia, señor Méndez, se lo digo yo. Incluso en la intervención de bancos: acabo de leer que el banco de Orestes Gomara está intervenido, sometido a investigación y sin un puto duro, mejor dicho, sin un puto euroduro, en caja. ¿Usted ha hecho algo de eso? Creo que es posible, aunque usted, Méndez, de bancos no entiende nada, la verdad. Pero yo se lo cuento todo. I tell you the true situation. Por cierto, aquel obispo de Mondoñedo, Antioquia o Sión, ¿acabó creyendo en su padre?

– Me temo que no del todo, no comprende que su padre sólo quiso ayudar a mujeres sin futuro -dijo Méndez-. Ya sabe lo que pienso: en la vida, nunca acabas de conocer la verdad. Por eso necesitamos otra vida, digo yo. Menudos disgustos va a haber.Many, Many injuries for all the people.

– ¿Sabe qué le digo, Méndez? Que cada vez hablamos mejor el inglés. Deberíamos perfeccionarlo, pero como yo no puedo pagarme un profesor, y me temo que usted tampoco, ¿y si nos arrimamos a la vieja y sobre todo a la profesora? Alguna palabra caería.

– Como quiera, don Álex. A mí me parece bien.If you wish it, I wish it also.

– Además, la profesora está lo que se dice muy bien -susurró don Álex-. Ésa no se alimenta de sopa de aspirinas.

– Tiene razón. La profesora está para elbed. Immediatly woman bed.

– Está parato remain dead -remachó don Álex-. Quiero decir, que está de muerte.

Francisco González Ledesma

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