Un relato de viajes, investigación histórica, aprendizaje y desafíos morales para crear una obra en la tradición de la mejor novela picaresca. Dos historias paralelas que se cruzan. Un joven peruano que busca triunfar como escritor en Madrid y una mujer de la alta sociedad caribeña venida a menos en París. Diana Minetti necesita escribir sus memorias y él necesita que le paguen por escribir.
Un thriller literario que repasa las atrocidades cometidas durante las dictaduras de Trujillo en Santo Domingo, Fulgencio Batista en Cuba y las mafias económicas dominantes de Latinoamérica y que pone de relieve las complicidades del poder económico y el poder político durante estos periodos.
© 2009, Santiago Roncagliolo
A N,
1.
Conocí a Diana Minetti en su residencia de la avenida Roosevelt, a pocos metros de los Campos Elíseos. Vivía entre las galerías de arte más exclusivas, cerca del palacio presidencial, y desde la terraza de su dúplex se dominaba toda la ciudad, de Montmartre a La Défense. La servidumbre de su casa bastaba para atender un ministerio: un ama de llaves irlandesa, una mucama portuguesa, un mayordomo marroquí y un chef francés, igual que la secretaria. Entré en la casa por la puerta de servicio y atravesé una ajetreada cocina en la que parecía prepararse un lanzamiento espacial. Luego recorrí un largo pasillo de espejos y desemboqué en el salón, donde el mayordomo me indicó que me sentase. Del altísimo techo colgaba una araña de cristal sobre varios sillones Voltaire y tapices del siglo xix. Afuera, en un largo balcón, la torre Eiffel se regalaba a la vista. Un café con leche se materializó ante mí como por arte de magia. Sobre la mesita del salón descansaba una pitillera de plata rebosante de Marlboros light. Robé uno y me senté a esperar.
Por el teléfono, Madame Minetti me había dado la impresión de ser una anciana venerable, más bien débil. Supuse que sería algo egocéntrica, a juzgar por el tipo de trabajo que requería. Pero, en cualquier caso, su llamada había caído del cielo.
Por entonces, a mediados del año 2001, yo acababa de terminar de estudiar en España y no sabía qué hacer con mi vida. Me había graduado en el peor máster de guión de cine del mundo hispano por sólo tres mil quinientos dólares más gastos de subsistencia. La publicidad de la escuela ofrecía promover los guiones de fin de carrera, poro ni siquiera se tomaron la molestia de leer el mío. Me mandaron una carta sin firma: está muy bonito su guión, no tenemos nada que criticar. Ahora, búsquese la vida. Genial, muchas gracias, conchatumadre.
Estudiar en España, de todos modos, era una excusa. Yo quería ser escritor. Es trillado, sí. Pero era cierto. Desde mi infancia, cada vez que me gustaba un escritor, la solapa de su libro informaba que residía en España (o en París, pero eso quedaba fuera de mis posibilidades económicas). En mi imaginación, antes de llegar, Madrid era una especie de Hollywood literario donde los editores se arrastraban detrás de los escritores latinoamericanos suplicándoles para publicarlos y premiarlos con la fama y la fortuna.
La realidad era un poco distinta. Yo no era un escritor latinoamericano. Yo era un «sudaca». Y me permitiría agregar «de mierda». No tenía trabajo, porque no tenía papeles. No tenía papeles, porque no tenía oferta de trabajo. Seguía viviendo de los ahorros cada vez más escasos que había traído del Perú. En España había vendido varios guiones, pero el productor no me los pagaría hasta ver mi permiso de residencia. Era ilegal pagarme.
Afortunadamente, tenía pocos gastos. Vivía en un apartamento que una tía abuela española me alquilaba a precio de casi nada durante mis estudios. Mi tía abuela Puri se había casado a los setenta y dos años con un veterano nacional que había perdido una pierna en la Guerra Civil, y ya no recordaba bien los nombres de la gente. Mi tía tenía un piso en la exclusiva calle Lagasca, pero se negaba a alquilarlo porque, cuando el Veterano muriese, no quería quedarse sola ni un segundo en casa de él. Así que, mientras tanto, el piso servía como albergue para familiares en dificultades. Había cobijado a la tía Elena durante su crisis alcohólica y al primo Manolo cuando su padre lo echó de casa tras descubrir su homosexualidad.
Yo era el tercer inquilino, el primero de la familia de ultramar, y la casa estaba igual como la dejó tía Puri, decorada para señoras. Aunque sin duda yo era el vecino más miserable de la calle Lagasca, mi vida transcurría entre la platería, los adornos de porcelana y las escenas de caza de las paredes. En el salón colgaba un enorme retrato en uniforme diplomático de mi bisabuelo, que, por lo visto, era igualito a Franco, lo que no ayudaba en nada a mejorar mi vida social. En mi dormitorio había un crucifijo, una Biblia, un cuadro de la Virgen y una figura del Corazón de Jesús. Desde la primera noche que pasamos juntos, Paula había quitado todos esos adornos para reducir el riesgo de crisis de impotencia, pero yo a veces los volvía a colocar para pedirles que mi tío el Veterano gozase de la mejor de las saludes, al menos hasta que yo consiguiese trabajo. De vez en cuando, hasta le comentaba al crucifijo que había dejado mi trabajo en un ministerio y mi país para ser escritor en España, a ver si se apiadaba y me conseguía un premio literario. Pero, por el momento, básicamente me conformaba con un puesto de camarero. Hasta que una mañana, cuando todo parecía perdido, el crucifijo me escuchó. Y Madame Minetti llegó a mi vida.
En realidad, el contacto con Madame Minetti no venía del crucifijo sino de mi abuela en Lima, porque las buenas familias se conocen en todos los países. En algún cóctel de alcurnia en el Perú, mi abuela había conocido a Madame Minetti, una dominicana que estaba de paso y que, entre elogios a la calidad de las cortinas y referencias a las virtudes de los canapés, comentó que quería escribir sus memorias, pero nunca había escrito -ni había hecho ninguna otra cosa, por cierto-, y necesitaba alguien que la ayudase con el trabajo. En el argot de la profesión, lo que ella quería se llama «negro», pero Madame era muy fina. Jamás habría dicho que necesitaba un negro.
Como Diana Minetti vivía en París, mi abuela mencionó que tenía un nieto escritor no muy lejos, en Madrid. Me extraña que Madame nunca haya sabido que si algo sobra en París más que los quesos de cabra son los escritores latinoamericanos muertos de hambre. Afortunadamente, no tenía la menor idea, o consideraba que ninguno era digno de contar su vida. El caso es que mi abuela me comentó por teléfono su encuentro en febrero. Dijo que era una posibilidad de trabajo, pero no sabía si me interesaría.
– Es una señora demasiado estirada -me dijo-, no sé si sea tu estilo.
– Abuela, por dinero, yo también puedo ser una señora estirada -respondí.
Después pasaron meses sin que yo supiese nada. Pensé que habrían escogido a algún otro. Seguí buscando trabajo sin éxito y, para colmo de problemas, me enamoré, con total falta de tino, de otra extranjera: Paulinha do Brasil, meu amor, minha coisa linda, lo único bueno que me había ocurrido fuera de las fronteras nacionales del Perú.
Paula había estudiado conmigo y era rabiosamente izquierdista. Llevaba una insignia del Che Guevara en la mochila y siempre hablaba de los problemas sociales de su país. Hasta entonces, a mí la política me parecía el tema más irrelevante del mundo después de la reproducción de las tortugas en Oceanía. Había sido empleado público durante un gobierno más o menos dictatorial en Perú, y lo único que recuerdo es que las manifestaciones contra el presidente siempre obstruían el camino a los buenos restaurantes del centro de Lima. Pero lo que no consiguió la protesta callejera, lo consiguieron las caderas de Paula. Durante nuestro primer beso, admití que en mi país había una clase social privilegiada injustamente. Y al día siguiente, durante nuestra primera encamada, minutos después del secuestro y ocultamiento del Corazón de Jesús, declaré a gritos que yo formaba parte del selecto grupo de los más podridos representantes de la oligarquía que saqueaba a mi país. O algo así.
Supongo que todo eso era verdad. Pero mi problema en España era exactamente el contrario. Y con sus ideas, Paula no era de gran ayuda. Una vez, conocimos en un bar a un productor de cine importante. Echando mano de mis mejores habilidades sociales, logré entablar conversación con él, le conté chistes, le caí bien, disparé todo mi repertorio de bromas-de-tipo-con-talento, mientras Paula mantenía un conveniente silencio. Pero luego comenzamos a hablar de política. No recuerdo en qué momento perdí el control de la conversación. Se sucedieron nombres: Blair, Bush, Sadam, Hitler, dándome vueltas en la cabeza mientras yo me preguntaba por qué no estábamos hablando de mis fabulosas ideas y de la fabulosa cuenta bancaria del productor. Hasta que tronó la voz de Paula:
– No acepto que alguien me diga que el control de la inmigración es «democrático». ¿Democrático para quién?
Y yo:
– Ja, ja, ¡Paula es tan divertida! ¿No?
– Claro, ahora que ya son ricos, cierran las puertas, ¿no? ¿Y a la mano de obra barata también le cierran las puertas? ¿Ah? ¡Qué democrático!
Y yo:
– Paula, cariño, cuéntanos esa divertida anécdota de…
– ¡Es usted un oligarca de mierda!
Nunca conseguí trabajar con ese productor. Pero lo peor es que, al final, ella siempre ganaba las discusiones. Me convirtió en un rojo furioso. Bueno, en un aspirante a rojo. En un rosa democrático con problemas de pronunciación en ciertas consignas. Y nos mudamos juntos a la semana de empezar a salir. Su historia se parecía a la mía. Ella era una guionista talentosa con una beca a punto de acabar. No quería volver a Brasil, donde había sido publicista. Ganaba bien, pero odiaba la publicidad. Madrid era nuestra única posibilidad de seguir juntos.
Al final del año lectivo, en julio, a la generación de inmigrantes
La otra categoría es la de los pitucos de rancio abolengo, que viven igual o mejor que en Lima porque gozan de subvención paterna y pasaporte europeo. Ésos también quieren quedarse, pero normalmente no necesitan cargar cajas ni hacer nada que no les guste. Suelen decirte cosas como:
– ¿No tienes pasaporte europeo? ¡Sácalo! ¡Es una comodidad!
Como si fuera la tarjeta de descuento de una tienda de ropa.
Querer un pasaporte extranjero forma parte de la identidad nacional. Tenerlo es un privilegio de casta. Yo casi tuve uno. Pero la españolidad de mi abuela materna no me alcanzó legalmente. Por su parte, mi familia paterna lleva generaciones jurando que algún día seremos italianos y buscando partidas de bautismo en pequeños pueblos de un balneario de la Liguria. Una de mis tías ha llegado a descubrir por Internet a nuestros primos en duodenonagésimo grado, un herrero de Nápoles y un reo por asesinato de Milán. Pero los «primos» no han podido ayudar mucho. Parece que la iglesia en que nació mi abuelo se quemó durante alguna guerra mundial. De todos modos, mi tía les escribe mails contándoles la vida y milagros de su familia en un país que quizá ni sepan que existe.
A veces pienso que tengo demasiadas tías.
Y no tengo un pasaporte extranjero.
Quizá hasta sea mejor así, porque evito formar parte de un club muy impopular. Los inmigrantes de rancio abolengo normalmente son gente relajada y sonriente con inclinaciones artísticas, pero aun así, todos los demás los odiamos.
Existe una última categoría de inmigrantes
Pero el problema real no era el dinero, sino la autoestima. Lima era en esos años una ciudad deprimida, donde cualquier ilusión corría el riesgo de ser detectada y aniquilada a la menor señal de vida. Y la prosperidad no cambiaba eso. Los pocos amigos con que aún me escribía eran socios menores en estudios de abogados, periodistas de televisión, guionistas de productoras transnacionales. Tenían autos y casas, algunos hasta esposas y putas y eso. Pero se quejaban igual. Todo les parecía horrible en Lima. Si les escribía que pensaba regresar, nadie me decía:
– Qué bueno, hermano, nos tomaremos unas cervezas.
Sino:
– ¡Noooooo! ¿Estás loco? ¡Esto es una mierda! ¡Quédate en España!
No era muy alentador. Algunos sugerían que antes de volver publicase un par de libros en España. Yo no tenía corazón para confesar que el único editor con quien había podido hablar me había rechazado dos libros en una sola mañana. En Lima, todo el mundo creía que cualquier otro país era mejor para vivir. Que arrojabas tus novelas en los escritorios de los editores y ellos gritaban de contento, te publicaban, te daban premios, y a lo mejor podías ser hasta candidato a la presidencia. Regresar al Perú sin libro ni premio ni candidatura era sinónimo de fracaso.
Lo mejor quizá era admitir de una vez que yo era un fracasado y volver a vivir con un sueldo, como la gente normal. Nunca había pensado que sería fácil ser escritor. Pero, en el Perú, al menos podía tener un trabajo de nueve a cinco y escribir por las noches. Cortázar empezó a escribir a los treinta y tantos, ¿no? Y Saramago cuando ya tenía más de cincuenta años. A lo mejor no todo estaba perdido y aún podía volver con el cartelito de «máster en Europa», total, nadie sabía que ese famoso máster era como un capítulo de un año de Plaza Sésamo. Regresaría a mi trabajo de empleado público y con el tiempo podría publicar algo. Ya todas las editoriales del país me habían rechazado, pero quizá aceptarían algún otro libro más adelante. Y quizá no. Ahora, además, estaba el tema de Paula. En último caso, podía terminar viviendo en Brasil.
Todas esas cosas me quitaban el sueño hasta la mañana en que me despertó una llamada telefónica, y en el túnel de mi vida se encendió una luz, al principio sólo una lamparita de minero explotado, pero después un verdadero boquete con vista al sol:
– Mi nombre es Diana Minetti. Quizá le hayan hablado de mí.
Ni reconocí el nombre ni tenía el cerebro despierto. Era muy temprano, como las once.
– Necesito alguien que escriba mis memorias. Me han hablado de usted.
Salté de la cama tan rápido que asusté al gato. Puse voz de llevar horas despierto, Paula dice que eso se me da bien. Mentir.
– Ah, sí. Lo siento, es que tengo tantos pedidos de trabajo que a veces me confundo. Sólo acláreme un detalle, ¿es usted la dama de Mónaco o la de París?
Paula tiene razón. Si me contestas el teléfono y me das cinco minutos, terminaré convenciéndote de que soy Bill Gates.
Madame Minetti me pidió que fuese a visitarla para ver si llegábamos a un acuerdo. Pensé que estaba loca. No tenía dinero ni para un picnic, menos lo tendría para ir a París. Pero ella tenía una agente de viajes en Miami que se ocuparía de todo. Se pondría en contacto conmigo y me enviarían el billete.
– ¿Quiere usted venir en tren o prefiere un pasaje aéreo? -preguntó Diana.
– Aéreo, por favor. No tengo mucho tiempo.
Arreglamos los detalles del viaje y colgué. Volví a la cama y abracé a Paula muy fuerte. La besé entera. El gato volvió a acurrucarse en la cama. Hicimos el amor (con Paula, no con el gato). Paula hacía el amor siempre como si fuese la primera y la última vez. En esos días, si algo estaba claro era que cada día podía ser la última vez. Pero ahora estábamos salvados, al menos de momento.
Dos semanas después de esa llamada, mientras esperaba en el salón Voltaire, había decidido cobrar mil dólares al mes más viáticos por la redacción del libro. Me parecía una fortuna. Además, gastaría pocos viáticos. Me movería en bus y metro pero lo facturaría como taxi. Funcionaría. Con eso, descontando el alquiler ridículo que pagábamos, Paula y yo podríamos vivir tranquilos mientras buscábamos algo estable.
Calculaba que el libro me permitiría vivir unos seis meses, aunque iba firmemente decidido a prolongar el trabajo tanto como fuese posible. En el taxi, mientras recorría el barrio de Madame, el octavo
Y entonces apareció ella.
Se abrieron las puertas del salón de par en par y entró una mujer majestuosa que no tenía nada que ver con la ancianita venerable que yo imaginaba. Diana Minetti llevaba un traje blanco y plateado a juego con su cabello, que caía copiosamente sobre sus hombros, como una cascada de nieve. Debía tener alrededor de setenta años, pero caminaba con firmeza y hablaba con seguridad. Resplandecía. Me ofreció una copa de champán. Eran las diez de la mañana. Mil trescientos, pensé.
Tras ella, como un séquito, venían dos peruanos de rancio abolengo, Juan Armando y María Eugenia Aliaga de la Puente, quienes habían presentado a mi abuela con Madame Minetti durante su visita a Lima. Esta mañana, los Aliaga de la Puente estaban de paso por París rumbo a Ginebra, Luxemburgo, Viena y Londres, «a Madrid nunca vamos porque nos parece un pueblucho, como Lima pero más grande». Entendí que ellos, especialmente él, eran los encargados de evaluarme, de pasar revista a mi confiabilidad y decencia.
Juan Armando Aliaga de la Puente comentó que él había estudiado con mi padre, que en sus años locos había dirigido un grupo de estudiantes socialistas:
– Tu papá era un hombre muy inteligente -comentó Juan Armando-, aunque no compartíamos los colores políticos.
– ¿Y cuáles son
Pregunta capciosa. No era difícil adivinar los suyos. Yo pensé que, a fin de cuentas, era un inmigrante. Y me acordé de la integridad de Paula ante aquel productor de cine en el bar. Pero miré mi copa de champán y el cuadro renacentista sobre la chimenea, y pensé que quizá podría cobrar mil cuatrocientos dólares.
– Creo que lo importante es respetar los viejos valores que hacen grandes a las naciones -respondí.
Madame asintió. Le parecía una respuesta razonable. Nunca he sido un héroe. Pero para ser cobarde, es mejor ser un cobarde con sueldo que uno desempleado. Juan Armando continuó el interrogatorio:
– ¿Estudiaste en el colegio jesuita de Lima?
– Sí -respondí orgulloso.
Generalmente, ésa era una respuesta correcta. Pero esta vez falló:
– ¡Los jesuitas! -se alarmó Madame-, unas alimañas.
Afortunadamente, Juan Armando también había estudiado con los jesuitas. Se ocupó de defenderlos él mismo. Después llegó la pregunta por mi familia española. Sabía quiénes eran mucho mejor que yo mismo. Mencionó -él, no yo- que soy sobrino nieto directo del escritor Toribio Vega y Centeno, Premio Planeta 1961, uno de los más importantes escritores monárquicos y católicos durante el franquismo -algo que procuraba ocultarle a Paula- y más o menos mi pariente, algo que nadie me cree. En honor a la verdad, Toribio Vega y Centeno estaba casado con una prima lejana de mi abuela, pero en la nebulosa genealogía de ultramar ella ha convencido a todas las familias de alta sociedad de que era como su hermano.
– ¿Y ahí en España trabajas para el periódico de tu familia? -preguntó Juan Armando-. Creo que no he leído nada tuyo.
El diario conservador con más tradición de España había sido fundado por el padre de Toribio y dirigido por él mismo, y aún tenía miembros de la familia entre sus directivos, y por supuesto, desde mi llegada a ese país, mi arribismo había puesto mira en conseguir un puesto en él. A tal efecto, preparé toda una batería de estrategias, mentiras y medias verdades. Lamentablemente, mi tía Puri se llevaba muy mal con la viuda de Toribio, y todos mis esfuerzos por acercarme a los Vega y Centeno se habían estrellado contra la pared de su resentimiento. De todos modos, yo no iba a permitir que eso arruinase las ilusiones de Juan Armando:
– Sí, por supuesto, en la página editorial. Pero no firmo los artículos. Escribo la voz institucional del periódico.
A veces me sorprendo a mí mismo.
Madame apreció que yo estuviese avalado por una familia decente. Para ella, mi único curriculum era mi apellido, al menos el apellido que ella me suponía.
Inmediatamente después, entró el mayordomo a anunciar que el chofer estaba en la puerta. Mi anfitriona y sus invitados tenían un almuerzo, y luego pasearían un poco. Al levantarse, ella me entregó un portafolio.
– Quiero que leas estos papeles y veas este vídeo. A mi regreso me darás tu opinión.
Abandonó el salón rodeada por su corte. Estaba radiante y misteriosa. Sólo por eso, le cobraría un poco más.
La mucama me llevó a mi habitación, que estaba en un ala independiente del dúplex. Tenía una cama con dosel, como los reyes de las películas, y televisión por cable, además de un recibidor propio. Desde mi ventana se veía Montmartre. Pensé en Baudelaire, Henry Miller, Boris Vian, en Hemingway, la sociedad de escritores borrachos. Todos esos perdedores jamás habían tenido una vista como la mía. Desde mi cuarto, París era una fiesta con dosel.
Pasé el resto de la mañana examinando el contenido del portafolio. Pensaba encontrar una selección de páginas sociales y revistas del corazón sobre la vida glamourosa de Diana Minetti. Pero lo que hallé no tenía nada que ver con mis expectativas. Se trataba de una resma de recortes de periódicos dominicanos y norteamericanos, alguno del
En busca de un orden, me concentré en el panfleto: contaba la gran estafa que Diana había sufrido en el reparto de la herencia de su padre, un honesto y ejemplar empresario italiano llamado Giorgio Minetti. En 1975, papá Minetti había fallecido por sorpresa, dejando una enorme pero oscura operación financiera a medias, y en el momento de su deceso todo su dinero y posesiones estaban en un fideicomiso dedicado a la educación de sus nietos. Hasta ahí, la cosa era rara pero legal. Sin embargo, según el texto, los hijos de Diana -con la ayuda de una familia llamada Picciardi- habían llegado a un acuerdo con el banco para saltar a su madre en la sucesión y quedarse directamente con toda la fortuna: unos cuatrocientos millones de dólares.
Cuatrocientos millones de dólares.
Volví a leer.
Cuatrocientos millones de dólares según el cálculo de los bienes sólo hasta la fecha del testamento. Desde entonces, había corrido tiempo suficiente para doblar o triplicar una cifra tan grande. A Madame le habían dejado con un fideicomiso de veinte millones para que viviese de los intereses. Según el panfleto, ella estaba arruinada, despojada, expoliada. Pensé que ése era justo el tipo de ruina que yo necesitaba con urgencia.
En mi dormitorio había un reproductor de vídeo, y puse la cinta. Se trataba de una conversación que Diana Minetti había sostenido con un congresista dominicano en París, pocos años antes. Y a continuación, una entrevista que el congresista había concedido a su regreso a la televisión de su país. A instancias de Madame, el congresista había propuesto formar una comisión parlamentaria para investigar la estafa Minetti, porque todo ese dinero (¡cuatrocientos millones de dólares!) no había pagado impuestos en la República Dominicana. A cambio, Madame Minetti ofrecía pagar los impuestos y sus correspondientes intereses si el caso se resolvía a su favor.
Según el resto de los papeles, las más altas esferas habían tomado partido en el caso. Un recorte de un periódico dominicano reproducía la denuncia del congresista. Otro, del día siguiente, abría con el hijo de Diana dándole la mano al presidente del país. Era una respuesta velada. En la foto, por cierto, el hijo no se parecía mucho a su madre.
La cantidad de dinero en juego me mareó: ¿qué hace alguien con cuatrocientos millones de dólares, o con quinientos o mil? Yo no sabría ni cómo gastar uno. Por otro lado, ¿qué tenía yo que ver con esa historia?, ¿qué podía hacer por ella? Pasé un rato dando vueltas alrededor del dosel, confundido, y luego salí a caminar.
Recorrí los Campos Elíseos, atravesé la plaza de la Concordia y seguí por entre los jardines hasta el Louvre. Luego regresé bordeando el Sena. Aún seguía ahí la luminosa rueda de la fortuna con que París había celebrado la llegada del milenio. Me trajo recuerdos.
Ese mismo Año Nuevo, poco antes de empezar a salir con Paula, lo había celebrado en París. Había llegado a la ciudad en bus con un salchichón en la mano para no pagar comida y me había quedado con cinco amigos en un estudio microscópico de la Rue de Rennes. Al principio, los precios de París habían hecho imposible cualquier diversión más allá de vino barato y pan de molde. Pero después había estado saliendo con una estudiante mexicana llamada Mariela, en cuyo estudio pasé las últimas tres noches. Ella tampoco tenía dinero, y por no tener, ni siquiera tenía un retrete dentro de su vivienda. Había que salir al pasillo, al baño compartido, y hacerlo todo de pie. Pero de todos modos, con ella todo cambió. Durante un largo fin de semana, paseamos por la ciudad de la mano deteniéndonos ante cada detalle de sus fachadas, nos maravillamos con sus palacios, y dedicamos nuestros limitados recursos a montar en la rueda de la fortuna. Por las noches, ella hacía vino caliente con canela, y nos metíamos en la cama. Fue, después de todo, una linda semana, llena de besos y canciones. El tipo de viaje con que sueñas, y que luego recuerdas cuando todo va mal para convencerte de que tu vida vale la pena.
Me pregunté si, ahora que estaba de vuelta, debía llamar a Mariela. Quizá era tentar al destino. No quería engañar a Paula ni nada de eso, pero tenía que comentar con alguien lo que estaba pasando. Parecía tan irreal que aún ahora, mientras lo escribo, me pregunto si alguien puede considerarlo verosímil.
Después del paseo, regresé a la casa, y por lo tanto a la realidad. Madame Minetti volvió poco después con sus invitados, y la mucama vino a mi cuarto para anunciarme que tomaríamos el café en el salón. Cogí el portafolio y bajé, tratando de poner un tono de voz profesional, de tipo que tiene otras ofertas de trabajo.
– El suyo me parece un caso fascinante -le dije a Madame con un café y una copa de Napoleón-, y me gustaría ayudarla en todo lo que pudiese a recuperar su herencia. Pero no tengo claro qué puedo hacer por usted. Ya hay un libro sobre esta historia -señalé el panfleto-. No veo la necesidad de repetirlo. Ya ha llevado el caso al parlamento y a las más altas instancias. No sé qué más espera.
Madame Minetti sacudió su cabellera de platino. Claramente, su tema favorito de conversación era ella misma. Así que nada le producía más placer que hablar con alguien que había dedicado toda la mañana a estudiar ese tema.
– Ese libro lo escribió bajo seudónimo Jesús Gómez, un periodista cubano que trabajaba para mi padre. Se lo encargué yo para dar a conocer mi caso. Y fue útil. Pero lo que quiero hacer ahora es muy distinto. Quiero escribir mis memorias, contando toda mi vida: sobre todo es una historia de glamour, llena de grandes apellidos y una rutilante vida social. Ahora bien, tiene una parte oscura: este caso, que no se ha resuelto y que debe figurar en el libro.
– ¿Qué pasó con la comisión parlamentaria que quería formar el congresista dominicano?
– Nunca se formó. A él lo compraron.
– ¿Y el litigio por la herencia?
– Lleva veinte años y aún no se resuelve. No se resolverá nunca, porque mi hijo tiene controlados a los jueces de República Dominicana.
Miré a mi alrededor. Los Aliaga de la Puente estaban sentados uno a cada lado de Madame, asintiendo con la cabeza, como dos guardaespaldas. Reparé en que en toda esa casa llena de adornos y encajes, no había ninguna foto familiar.
– ¿Hace cuánto que no ve a sus hijos?
– En los últimos veinte años, apenas los vi un par de veces en los tribunales.
– ¿Nunca trató de reconciliarse con ellos?
Ella sonrió, luego hizo un gesto lánguido y descuidado con una mano perfectamente manicurada y entrenada para cada movimiento.
– Yo ya no tengo ningún hijo -respondió al fin.
Hablaba sin traslucir emociones, con el mismo tono que usaba para pedir el coñac. Me resultaba tan difícil situarla en su país como en el mío. Me resultaba imposible situarla en ningún lugar de la Tierra a más de trescientos metros de los Campos Elíseos.
– ¿Hace cuánto que no va usted a la República Dominicana?
– ¿A la República Dominicana? ¿Yo? -soltó una delicada carcajada-. Eso sería darles perlas a los cerdos.
– Ya. Sólo una pregunta más. ¿Por qué me llama a mí? ¿No necesita más bien a un periodista dominicano?
– No puedo confiar en ningún dominicano. Lo comprarían. Quiero a alguien que no tenga nada que ver con el caso. Pero ya que lo dice, temo que sea usted demasiado joven para el trabajo.
Ok. Cambio de estrategia. Tanta frialdad tampoco es útil. Pasé el resto de nuestra entrevista tratando de demostrar que era joven pero maduro. Cada vez que un miembro de la servidumbre desfilaba ante nosotros, yo aprovechaba para hablarle en su lengua, a ver si impresionaba a Madame con mi cultura. Al final, noté que lo único que la impresionaba de mí eran mis buenos antecedentes familiares certificados, excluyendo el pasado rojo de mi padre, que procuré no mencionar.
Después de un rato hablando de las buenas familias, la conversación derivó hacia la novia del príncipe de Asturias, que en ese momento era una modelo noruega. A Madame le parecía inapropiada para una familia real. Yo me mostré plenamente de acuerdo en eso y en todo lo que pude. A continuación, considerando que había tenido un día productivo, Madame Minetti salió a arreglarse para cenar con los Aliaga de la Puente.
Y yo no pude más y llamé a Mariela, la estudiante.
Por la noche, fui a visitarla. Vivía cerca del metro Saint-Placide, en un sexto piso sin ascensor. A cambio de sus labores domésticas en casa de los propietarios, estaba exenta del pago del alquiler. Estudiaba en La Sorbona una maestría en temas latinoamericanos. Tenía una sonrisa grande y una cara tan mexicana que parecía árabe. Odiaba a los franceses. A todos. Compramos vino y queso y pasamos la noche en su casa oyendo música.
– No puede ser -me dijo-. No puedes tener tanta suerte.
– Ya. Yo tampoco me lo creo. ¡Es trabajo de escritor! Trabajo de escritor en París, como los grandes: Bryce se vino a París, Ribeyro, Vargas Llosa, Vallejo…
– ¿Te quedarás a vivir aquí?
– No puedo. Tendré que estar yendo y viniendo mientras busco trabajo en Madrid. Aunque todo depende de mi clienta, en realidad. Si no hay más remedio, me vengo. ¿Me puedo quedar en tu casa?
– Ja.
No hubo ninguna insinuación esa noche. Ni besos ni sexo. Mejor así. Volví a casa de Madame con el último metro. Me sentía aliviado y contento.
A la mañana siguiente, me despertó el ama de llaves con el desayuno: croissants, jugo de naranja, café. El ama de llaves se llamaba Rose, y era una anciana soltera irlandesa con aire de abuelita que hablaba un inglés imposible y nada más. Trabajaba con Madame desde que vivió en Nueva York y se había mudado con ella a París, pero no entendía ese país en donde nadie hablaba inglés. Le pregunté si sabía algo del litigio por la herencia de la familia Minetti. Dijo que era una pena.
– Tienen dinero suficiente para repartírselo y vivir felices, pero la familia está destruida. A esta casa no llegan tarjetas de Navidad familiares y nunca hay una visita de nietos o hijos. Es muy triste. Por cierto -cambió de actitud-, la señora lo espera en la terraza en cuanto esté usted listo.
Cuando bajé, hacía un día soleado y cálido. Madame estaba con sus invitados. Me volvió a ofrecer una copa. Como los mejores escritores, tengo una terrible debilidad por el alcohol. Quizá sea lo único que tengo de ellos. A mediodía ya había tomado tres cócteles de champán con naranja. A la una almorzamos. Yo miraba cómo comían los demás, para hacerlo igual: el orden de los cubiertos, la manera de llevárselos a la boca, cualquier detalle podía desbaratar mi mejor argumento para conseguir el trabajo: la supuesta nobleza de mi origen. Pero debo decir con orgullo que estuve perfecto.
Expliqué cómo veía el libro. Dije que, aunque contase el caso de la herencia, debíamos hacer sobre todo una memoria de vida de Madame Minetti, porque conocía muchos países y muchas personas importantes. En realidad, no estaba seguro de eso, pero así se prolongaría el proceso de escritura. Además, necesitaba que la idea del libro se fuese imponiendo con naturalidad en la conversación, que todos fuésemos dando por sentado que
– Quiero que tenga cuatrocientas páginas por lo menos -dijo luego.
Me pregunté si su vida podría realmente llenar cuatrocientas páginas, y me respondí que yo me ocuparía de que las llenase. Para mí, lo mejor sería que tuviese seiscientas, mil, una enciclopedia de personajes, memorias y pagos mensuales.
Después de almorzar, María Eugenia Aliaga de la Puente subió a su habitación y me quedé a solas con Juan Armando y Madame. Debatimos sobre qué es más bello en verano: la Toscana o la Costa Azul. Yo, que nunca había estado en ninguno de los dos sitios, me incliné por la Toscana. De repente, como en un guión cuidadosamente estructurado, Madame se disculpó y abandonó la habitación. Y entonces Juan Armando recondujo la conversación:
– Diana está interesada en contratarte.
Traté de no saltar de felicidad demasiado evidentemente. Me alegré con moderación, sin sorpresa. Él continuó:
– Quiero saber cuáles son tus exigencias económicas para redactar un contrato. Espero que sean razonables, claro. Además, deberás firmar una cláusula de confidencialidad. Nada de lo que te sea revelado durante la redacción de las memorias podrá ser publicado sin la autorización expresa de Diana, ¿ok?
– De acuerdo.
– Nada.
– Nada.
Pedí dos mil dólares al mes más viáticos. Juan Armando no regateó. Comprendí que podía haber cobrado el doble. Según nuestro acuerdo, yo visitaría a Madame dos fines de semana por mes y cobraría cada segunda reunión.
Una vez cerrado el acuerdo, Juan Armando me mostró otros recortes de periódicos, muy distintos a los del día anterior. Esta vez eran las páginas sociales de revistas inglesas y francesas, en las que Madame aparecía como siempre radiante al lado del barón de Rothschild, el alcalde de París y otras figuras de la política y la nobleza europeas. También figuraban menciones a ella en el libro de memorias del jardinero de Buckingham, y hasta en el
– Diana se codea con lo mejor de la alta sociedad europea -enfatizó Juan Armando-, los mejores apellidos, los mejores salones. Tienes que estar a la altura, ¿entiendes?
Le aseguré que haría mi mejor esfuerzo. Mininos después, como si hubiese cronometrado nuestra conversación, Madame volvió a entrar y hablamos de encuadernación de libros en cuero repujado. Por la noche, antes de ir al aeropuerto, me alcanzó un sobre cerrado con los viáticos en francos. Era el primer dinero que recibía desde la liquidación que había cobrado en Perú un año antes. Me metí al baño a contarlo y lo besé. Los billetes franceses eran hermosos, y uno de ellos tenía un dibujo del Principito. Ni en ese momento, ni durante el resto de nuestra relación, Madame se rebajaría a hablar de dinero.
El contrato me llegó al día siguiente por fax a la cabina de Internet del turco de la esquina. Yo había dado ese número como «mi fax». Lo firmé y lo envié de vuelta por la misma vía. Durante los siguientes días, me comuniqué con Madame Minetti por teléfono. Se iría de vacaciones a la Toscana, yo tenía razón, era mucho mejor que el sur. Había alquilado una casa de campo. Si yo aceptaba, podía darle el alcance ahí y empezaríamos a trabajar. No me costó mucho aceptar.
Al día siguiente, fui con Paula a comprar ropa para verme decente. Paula quería ropa moderna, pero yo compré las camisas más conservadoras que encontré y pantalones de pana. Tenía que verme como un niño rico y afeitarme todos los días. Odio afeitarme, me parece una pérdida de tiempo. Pero en vez de una barba de verdad tengo una pelusita de esas que a los tres días parece simple mugre. A Madame no le habría gustado eso.
Los pasajes volvieron a llegarme por correo. Ida y vuelta a Roma-Fiumicino. Ahí tomaría un tren a Toscana. Mientras atravesaba una campiña verde como de cuento de hadas, pensé que en adelante mi vida sería así: un prado fresco y amable.
La casa de verano de Madame estaba fuera de cualquier centro urbano, casi oculta en medio del bosque. Tenía dos pisos, un jardín en el que se podía jugar fútbol y una piscina de veinte metros. La noche de mi llegada, hubo visitas: un pintor italiano, un inglés dueño de varios campos de golf y una nieta de Caruso, que vivía sola con un perro ciego (así se presentó, al menos). Madame explicó que yo era un periodista español que estaba escribiendo su vida y a todos les pareció realmente exótico. Percibí que ella de verdad creía que yo era español. Lo prefería así. Y su mundo estaba hecho sólo de las cosas que ella prefería.
La cena se realizó en cuatro idiomas. Madame era encantadora y hablaba con fluidez los cuatro. Yo habría preferido quedarme con la servidumbre, que comía aparte, porque estaba realmente aburrido ahí. Como la vez anterior, comí cosas que ni siquiera podría describir y bebí todo lo que pude. Con la práctica, uno desarrolla la habilidad de alcoholizarse sin hacer papelones. El único momento tenso fue cuando mencionaron una reunión del G-8, que se realizaba en Génova por esos días. Por la tarde, un manifestante antisistema había muerto acribillado por la policía italiana.
– No entiendo a esos manifestantes -dijo la nieta de Caruso-. La globalización es un proceso inevitable. Lo demás es utopía.
– La protesta es una excusa para la delincuencia callejera -dijo el pintor.
– Pues no sé yo quiénes son los delincuentes -dije con mi copa de vino y mi bocota-. El único muerto ha sido víctima de la policía, no de los manifestantes.
Se hizo un silencio mortal en la mesa hasta que Madame cambió de tema con un encanto indecible. No se habla de muertos en esas mesas. Ni de dinero. Tomé nota mental y, tras los postres, me fui a dormir.
Recién a la mañana siguiente pudimos empezar a trabajar. Diana y yo nos sentamos en una mesa del jardín. Corría una brisa suave y pedí champán. Tenía un cuestionario listo. Pero era necesario entrar en materia y en confianza. Traté de ser cómplice, educado y completamente afeminado. Debía crear cierta atmósfera de complicidad, que le permitiese contarme sus experiencias, sus anécdotas, sus secretos. Diana tardó varios minutos en relajarse. Se distraía con nimiedades domésticas y comentarios sobre el mantenimiento del jardín. Le costaba abrirse.
Finalmente, cuando sentí que Diana Minetti estaba cómoda, encendí la grabadora.
2.
Nací en Santo Domingo en 1930, el mismo día en que el general Rafael Leónidas Trujillo, «el Chivo», dio un golpe de Estado. Para atender mi nacimiento, la partera tuvo que atravesar toda la ciudad entre los soldados golpistas. Por suerte no le pasó nada. Según dijo, las tropas se habían concentrado en la plaza de la Independencia con todas sus armas. Pero no tenían oponentes porque todos los militares estaban con Trujillo. Así que disparaban al aire, sobre todo para avisar que había un golpe. Cuando se acumulaba demasiada gente tratando de cruzar la plaza para ir al mercado, se detenían un rato y los dejaban pasar. Ya por la tarde, se retiraron a comer y a dormir la siesta.
Mi padre, Giorgio Minetti, era un calabrés muy emprendedor, que había sabido hacer fortuna en todo tipo de situaciones. En su juventud, durante la Primera Guerra Mundial, les vendía comida y vino a los soldados de todos los bandos que pasaban por Italia. Pero cuando se firmó la paz, su mercado se redujo a la mitad, porque los perdedores siempre son malos compradores. Y además, después de la guerra, Italia se llenó de comunistas. Por el contrario, todo el mundo decía que en América aún se podían hacer negocios con tranquilidad y libertad de empresa. Así que un domingo, durante uno de esos gigantescos almuerzos familiares italianos, papá le dijo a mi abuelo:
– Me voy.
– ¿A
– A la República Dominicana.
– Eso está muy lejos.
– Por eso.
Mi abuela lloró durante meses la partida de su hijo, pero mi abuelo pensaba que los obreros italianos en cualquier momento iban a montar una revolución y les iban a quitar las tierras y las mujeres, así que le parecía buena idea invertir en otro sitio. Y América era un lugar soleado y tranquilo. Algunos amigos de papá aseguran que, en realidad, él se fue de Italia persiguiendo a una cantante de ópera. También es posible. A él no le gustaba la ópera, pero sí le gustaban las cantantes.
En Santo Domingo no consiguió ninguna cantante, pero sí una esposa llamada Delia Ferrusola, mi madre, que provenía de una de las familias más importantes del país. Los Ferrusola tenían inversiones agrícolas que permitían que mi abuelo materno se dedicase a lo mismo que toda su familia: a no hacer nada. Solía pasarse los días en el Club de la Unión y frecuentar a sus amigos.
Mi abuela materna murió cuando mi madre tenía sólo seis años. Y como su padre no sabía hacer nada, ni cuidarla, la envió a un internado en Curazao, eso sí, al mejor internado posible, adonde iban las hijas de todos los dictadores importantes. Pero al volver a Santo Domingo hecha una jovencita, mamá descubrió la libertad. Y empezó a salir con algunos oficiales del ejército norteamericano, que por entonces solía invadir el país de vez en cuando. Salir con un soldado norteamericano era lo peor visto en una chica de la posición de mamá, bueno, aparte de salir con mulatos, lo cual no estaba mal visto sino que era imposible.
Por eso, para el abuelo, la aparición de Giorgio Minetti como pretendiente de mamá, aunque no viniese de una familia tradicional, fue un alivio. Papá no tenía un buen apellido, pero era un empresario de éxito: poseía la concesión de la Ford Motors y una creciente variedad de negocios que dirigía desde Minetti Inc., una enorme oficina con una rosa náutica de cedro en el centro.
El matrimonio de Giorgio y Delia se celebró con mucha elegancia y mucha ilusión, porque era el enlace entre los viejos y los nuevos tiempos: una de las mejores familias se unía con uno de los nuevos empresarios de éxito del país. Un año después de esa unión, llegó un hijo al que llamaron Giorgio por su padre, Humberto por el príncipe de Italia, Francesco por su abuelo paterno, Álvaro por el materno y Víctor Manuel por el rey de Italia. Entre tanto nombre, el pequeño Giorgio Humberto Francesco Álvaro Víctor Manuel nunca supo con cuál quedarse, y siempre fue conocido en la familia y fuera de ella como «Minetino».
Después de Minetino, los doctores le dijeron a mamá que no podría volver a tener hijos. Ella consideró la posibilidad de adoptar a una niña, pero sus tías se opusieron. Dijeron que, a la hora de repartir la herencia, un hijo adoptado siempre plantea problemas. Al final, no adoptó a nadie y de todos modos hubo problemas. Pero de eso hablaremos más adelante. De momento, basta saber que yo nací casi diez años después que mi hermano, y fui una sorpresa, porque nadie me esperaba ya.
Durante los primeros meses de mi gestación, mamá pensó que yo era un tumor. Estaba en París por entonces, porque viajaba a Europa todos los años. Cuando le dijeron que estaba embarazada tuvo que volver en el primer barco a Santo Domingo para dar a luz ahí. No quería que nadie pensase que yo era adoptada. Los preparativos del parto resultaron un poco apresurados, pero yo fui una bebé muy bonita.
El que no era tan bonito era el dictador Trujillo. En realidad, era un mulato horroroso y muy ambicioso. Quería formar parte de la mejor vida social, como si viniese de una cuna noble. Y hay cosas que no se logran si no se nace con ellas. Su carrera militar lo había llevado de teniente segundo a general de brigada y comandante general del Ejército en menos de diez años. Antes de dar el golpe, cuando no le quedaba más jerarquía militar que escalar, trató de ascender en la sociedad. Quería ingresar en el selecto Club de la Unión. Mi abuelo, que era miembro del club de toda la vida, estaba indignado.
La candidatura de Trujillo al club fue presentada en medio de pifias, porque nadie lo soportaba cerca. El problema no era sólo su origen y sus maneras prepotentes, sino sus escandalosas relaciones extramatrimoniales con María Martínez, una chica bien nacida que había sufrido el rechazo de todas las familias importantes a raíz de su
En los comicios participaban todos los socios, introduciendo en ánforas balotas blancas o negras para aceptar o rechazar a cada candidato. El día de la votación, el mismo presidente de la República colocó una balota blanca ostensiblemente en el ánfora de Trujillo y no votó a favor ni en contra de ninguno de los demás candidatos. Aun así, Trujillo necesitó un fraude: antes del conteo, alguien retiró las balotas negras hasta conseguir una mayoría de aceptación. Y según mi abuelo, tuvo que retirar muchísimas.
Debido a las circunstancias de su ingreso, Trujillo nunca se atrevió a presentarse en el club. Y cuando asumió el gobierno, una de sus primeras medidas fue hacerse nombrar presidente del club para clausurarlo. Poco después del cierre, mi abuelo se murió de tristeza, porque ya no tenía adónde ir.
Ya como presidente, Trujillo empezó a usar pomadas blanqueadoras y a alisarse el pelo ensortijado de negro que tenía. Estaba obsesionado con ser cada día más blanco. Hasta cambió de mujer. Acabó casándose con María Martínez, para tener una compañera más presentable que la campesina con que andaba. Francamente, no lo logró. Pero al final, como premio a sus esfuerzos, y como era presidente, Trujillo logró lo que quería: ser uno de nosotros.
De todos modos, Trujillo era tan impresentable que las buenas familias no lo invitaban a sus reuniones ni siendo dictador. Él se organizaba a sí mismo homenajes en las casas de los demás. Y decidía la lista de invitados. Mi propia madre tuvo que aguantar un par de «invitaciones» en su propia casa. Siempre era igual. Un buen día, dos uniformados se presentaban en la puerta sin aviso:
– ¿Señora Minetti?
– ¿Sí?
– Buenos días, somos del cuerpo de seguridad del general Trujillo.
– Ajá.
– Nos envía la oficina de protocolo a verificar las instalaciones.
– ¿Instalaciones?
– Como lo oye, su casa ha sido seleccionada para una cena que se ofrecerá este sábado. Ésta es la lista de invitados. Como ve usted, funcionarios y empresarios de primer nivel.
– ¿Por qué van a venir acá?
– Usted ha sido distinguida con ese honor por el Benefactor en persona…
– Dígale que se lo agradezco, pero este fin de semana estaremos de viaje.
– Pero es que…
– Muchas gracias, hasta luego.
A veces, esos avisos llegaban sin apenas tiempo para los preparativos. De todos modos, con una excusa u otra, mis padres lograron mantenerse al margen de esas farras.
Quizá los rechazos de mamá contribuyeron a incentivar los problemas que sobrevendrían después entre papá y el dictador. Quizá los complejos del Chivo alimentarían su odio contra mi familia, hasta que ocurrió lo que ocurrió. Y sin embargo, a pesar de todas las peleas entre el dictador y papá, ese mulato resentido de Trujillo debía habernos estado agradecido, porque si finalmente llegó a insertarse en la alta sociedad, fue precisamente debido a mi familia.
El salvaje de Ramfis Trujillo, hijo del dictador, se hizo novio de mi tía Octavia Ricart, prima de mi madre. Y apenas un par de meses después, se mudaron juntos. La familia de mamá no sabía si sentirse bien o mal. En términos económicos era una pareja siempre conveniente, pero la cuestión ya no era el origen social, sino la depravación de Ramfis.
Quizá si hubiese sido un ser humano normal les habría molestado menos, pero Ramfis andaba todo el día con prostitutas y amigos que parecían sacados de un hospital mental. Por su yate y su cama pasaban desde actrices de Hollywood hasta bataclaras de baja estofa, y sus aventuras eran noticias del periódico. Era completamente incapaz de administrar una empresa (menos aún un país) y sólo servía para derrochar las toneladas de dinero de su padre, es decir, de las arcas públicas. Nunca hizo siquiera el esfuerzo de disimular un poco esa vida, que ostentaba en todas las ocasiones sociales.
Una tarde, en un club de navegación, dos mulatas salieron corriendo del yate
– Ese hombre me quiere, sólo hay que reformarlo un poco, tiene muy malas costumbres.
– ¿Y tienes que ser tú quien lo reforme?
– Yo sé cómo es. Siempre haciendo travesuras…
– Octavia, apareció borracho y casi mató a dos prostitutas…
– Es que lo rodean, no le dejan respirar, todo este país quiere acostarse con Ramfis…
– Pero, Octavia…
– Tú misma. ¿Por qué me quieres separar de Ramfis? ¿Tú también quieres algo con él? ¿Quién te has creído que eres?
Mi pobre madre hizo lo que pudo hasta que entendió que la iban a sacar de la casa a rastras. Octavia tenía unos celos tan enfermizos que estaba dispuesta a creer que hasta las paredes se querían acostar con su novio. La política de la familia desde entonces fue ignorar los hechos y no volver a mencionarlos. De todos modos, el resto de la familia no dejó de aceptar las invitaciones a cenar en la Estancia Ramfis, donde, a veces, el yerno hacía ligeros esfuerzos para parecer una persona casi en sus cabales.
Cuando nació el primer hijo de la pareja, los Ferrusola pensaron que ya era suficiente y empezaron a presionar para que Octavia se casase y formalizase esa relación. Ramfis no quería ni oír hablar de eso. Decía que el amor no necesita papeles. Luego se iba de la casa por días y sólo aparecía cuando caía inconsciente de tanto beber y su guardia de seguridad lo metía en un carro y lo llevaba de vuelta. Entonces Octavia lo despertaba a cachetadas y todo empezaba de nuevo. A veces estas escenas ocurrían enfrente de visitas. La verdad, era un espectáculo muy poco digno de una familia como Dios manda.
Tras el nacimiento del segundo hijo, el caso se volvió más alarmante. Tía Octavia estaba dejando el grado de amante para pasar al de «concubina reproductiva». Afortunadamente, andaba cerca el tío Alfredo, hermano de mamá.
Al principio del régimen, tío Alfredo había odiado a Trujillo, y había llegado a decir que no trabajaría nunca para el dictador porque el solo hecho de darle la mano ya era incompatible con su dignidad y sus escrúpulos. Pero a principios de los años treinta se le olvidaron esos detalles y se volvió un funcionario importante del régimen. Nadie en la familia supo por qué había cambiado de opinión. Nadie lo preguntó tampoco.
Alfredo, que ya gozaba de la consideración del Benefactor cuando Octavia tuvo su segundo hijo, un día no pudo más y le llevó el caso al Chivo en persona. Aprovechó una reunión de trabajo y, cuando el ambiente se distendió un poco, cerca del final, habló del tema que le preocupaba en realidad:
– Excelentísimo Benefactor -comenzó-, sé que no debería importunarlo con mis asuntos personales, que no conciernen a una persona de su rango, pero ocurre que mi sobrina lleva ya dos años y dos hijos con nuestro bienamado Ramfis y la familia cree que…
– Este pendejo no se quiere casar, ¿verdad? -interrumpió Trujillo.
– Bueno… en realidad… Eso es, sí, excelencia.
– Este chico es un dolor de cabeza, Alfredo. Ha heredado todos los atributos viriles de su padre. Pero no sé de dónde ha sacado tanta mala maña.
– Pasa en las mejores familias, Benefactor.
– ¿Sabes qué es lo que me apena a veces? Que este chico tiene que aprender mucho de la vida antes de asumir el gobierno del país. Octavia es una buena chica. Lo ayudará.
– Estoy seguro de que todo mejorará.
– Tú tranquilo -concluyó Trujillo con un par de palmaditas en la espalda-, yo me ocupo.
Cuando uno tenía una conversación así con Trujillo, no podía saber si «yo me ocupo» significaba que resolvería el problema o que mandaría matar a su interlocutor. En este caso, era una buena señal. Trujillo apreciaba a Octavia, a la que consideraba una mujer de carácter que podía reencaminar a su hijo. Y como hombre conservador a fin de cuentas, opinaba que el matrimonio era lo mejor para un temperamento tan voluble como el del príncipe heredero.
Así que fue a buscar a su hijo en el yate, donde Ramfis por entonces pasaba mucho tiempo. Lo encontró tirado en cubierta, rodeado de amigos y amigas, todos desnudos y demasiado inconscientes como para reaccionar a la altura de la visita. A una señal del Jefe, sus guardaespaldas los arrojaron a todos al agua, excepto a los que provenían de familias demasiado amigas del gobierno. Cuando padre e hijo quedaron a solas, Ramfis aún no podía articular palabra. Trujillo en persona tuvo que meterlo bajo agua fría hasta que reaccionase.
– No eres digno de mí -le dijo después, con un café-, ni de este país ni de tu familia.
– No es para tanto. ¿Ahora resulta que no puedo divertirme? ¿Que tengo que estar encerrado en mi casa todo el día?
– Pero si no es eso, Ramfis, es sólo que tienes que mostrarte como un líder del que tu país pueda estar orgulloso. Como tu padre.
– Nunca podré ser como tú.
– Bueno, nadie puede ser como yo…
– Pero yo menos que nadie, no seré capaz… -y ahora, Ramfis estaba sollozando.
– Tendrás que serlo, porque te casas.
– ¿Con quién?
– Con Octavia, idiota.
– Yo no quiero…
– Mira, pendejo. Soy tu padre y este yate y este país son míos. Así que vas a hacer lo que yo te diga hasta que demuestres la madurez suficiente para valerte por ti mismo. Y si no, te vas buscando un trabajo sin mi ayuda, que no quiero mantenidos en la familia, ¿está claro?
Menos de tres meses después, se repartían los partes de boda. El dictador en persona le envió a mi tío Alfredo uno matrimonial en el que había escrito: «Por la unión eterna de las familias decentes».
Pero a la larga, el matrimonio sólo creó nuevos problemas. Octavia, sintiéndose dueña de la situación, empezó a llevarse mal con doña María, la mujer de Trujillo, a la que acusaba de ayudar a Ramfis en sus salidas y de conspirar contra ella. Doña María, está claro, no era mujer que se dejase mangonear aunque su relación con el Benefactor fuese casi una réplica de la de Octavia y Ramfis.
En vez de ayudarse, como habría sido natural, las dos mujeres tuvieron una relación cada vez más áspera. Lo peor era que Octavia perdió todo el respeto por la familia, y hasta empezó a disfrutar burlándose del nombre de la hija de doña María, María de los Ángeles del Corazón de Jesús. Decía que con ese nombre, el único hombre que podría pretenderla era el Cristo de la catedral.
Ramfis nunca mejoró su conducta y mi tía Octavia no dejó de culpar a doña María de ello, sabe Dios por qué. Llegaron a arrojarse las copas de vino mutuamente durante una cena familiar en la cual ni siquiera Trujillo pudo controlarlas. Y a veces, en las reuniones de trabajo e inclusive diplomáticas, Trujillo debía contestar llamadas de las dos mujeres, que le hacían llegar sus quejas recíprocas al mismo tiempo.
Al final, así como había dado orden de que se casasen, Trujillo mandó divorciar a Ramfis y Octavia. Su sentencia salió en 1953, pero ese mismo año Ramfis prometió cambiar y los Trujillo anularon el trámite en el juzgado. Siguieron casados hasta 1960, cuando el matrimonio se rompió definitivamente. Octavia parece haber olido la caída del régimen para divorciarse justo a tiempo. Creo que después se casó con un industrial al que no le importó que tuviese seis hijos del subnormal ese.
En fin, lo que quiero decir: por ese tipo de cosas, Santo Domingo era un lugar insoportable. El dictador y su esperpéntica familia acabaron con todo lo que brillaba y corrompieron los mejores apellidos del país, incluso el mío. Por fortuna, nosotros -papá, mamá, mi hermano y yo- teníamos un refugio contra toda esa ordinariez, un paraíso a salvo de la vulgaridad que se llamaba Cuba.
Nos mudamos a Cuba a fines de los años treinta. Por entonces, La Habana mezclaba lo mejor que se podía encontrar en Europa con lo mejor de Estados Unidos. Era definitivamente muy conservadora y se limitaba a clubes y casas de familia. En La Habana, mis clubes favoritos eran el Havana Biltmore y el Yacht and Country Club. Eran lugares muy exclusivos que no hacían concesiones.
En ellos las familias decentes estaban a salvo de bochornos. Ahí conocíamos a nuestros esposos. Bueno, papá odiaba a mi esposo, pero aun así, él era de la crema y nata,
Éramos muy inocentes, eso sí. Yo fui siempre a colegios de monjas, y nunca supe de drogas ni escándalos ni homosexuales. Todo el mundo era muy consciente de sus deberes sociales, en ambos países. Mi peor travesura era huir de casa algunas noches para bailar en las fiestas que daba Hemingway. Era un viejo borrachín pero muy simpático, Hemingway. En sus fiestas se reunían los jóvenes de la mejor sociedad y los pescadores de la bahía de Cojímar. El escritor bailaba con todo el mundo, especialmente con las chicas más guapas, a las que decía tonterías al oído. Todas salían pensando que él estaba enamorado de ellas, pero en realidad ninguna entendía nada de lo que estaba diciendo. Y no era por el inglés, era porque siempre estaba demasiado bebido cuando hablaba.
Hemingway tenía un aura especial que mantenía a la gente a su alrededor aunque dijese incoherencias. A veces se llevaba a alguna conquista a la playa, pero se dormía nada más llegar. Las chicas volvían al baile diciendo que habían pasado una noche inolvidable con el escritor, una noche de pasión y poesía (sin sexo, eso sí, nada que comprometiese la virtud). Y él no podía desmentirlo porque estaba tirado en la orilla del mar con la barba llena de arena. Al día siguiente, salía a pescar. No quiero decir que yo fuese con él alguna vez, a mí todo esto me lo han contado. Yo estuve siempre en colegios de monjas, y la mayoría de las cosas buenas de esta vida las descubrí demasiado tarde.
3.
Acabé el viaje por la Toscana tres días después, hinchado de champán, relleno de huevos
Eso sí, antes habría que organizar el torrente de historias que manaba de la boca de mi clienta. Diana narraba en el más absoluto caos y, aunque le encantaba hablar de la vida de los demás, se mostraba reticente a hablar de la suya. Cada vez que yo trataba de que profundizase en sus novios de juventud, o en su relación con sus padres, se escabullía con alguna anécdota sobre el animal de Ramfis o las barbaridades de Trujillo.
De todos modos, era divertido. Y ella también lo era. Sus amistades eran fatuas e insoportables, pero Madame tenía mundo y cultura, aunque viera la realidad desde una burbuja de mármol. Y, a su manera, era cariñosa. Me llevó de día de campo a pesar de mis impertinencias políticas y me regaló unos aretes etruscos para Paula. Eso fue todo un detalle. Cuando nos despedimos, la llamé Diana. La seguí tratando de usted, pero por su nombre de pila. Pensé que era un tratamiento respetuoso y a la vez cordial.
Como por arte de magia, a mi regreso a Madrid todo empezó a mejorar sustancialmente. Con el dinero de mi pago, logramos salir a comer y al cine, cosas que una semana antes nos parecían lujos imposibles. Además, Paula vendió algunos guiones en el Brasil y pudimos vivir más desahogados. Quizá podríamos estar juntos después de todo. Queríamos estar juntos para siempre.
Claro, que, para eso, el dinero no bastaba: necesitaríamos también papeles. Nadie nos ofrecería un trabajo sin permisos de residencia. Y nadie nos concedería la residencia sin el número fiscal de la empresa contratante, sus certificados tributarios, su razón social y miles y miles de inalcanzables documentos. Es muy difícil migrar en condición de escritor internacional. ¿Cómo hicieron Cortázar, García Márquez y todos los demás? Supongo que eran otros tiempos. En el siglo xxi, se habrían tenido que quedar en sus países y no habría ni Boom Latinoamericano ni cojones. Puedes ser abogado, ingeniero, cocinero o agricultor, pero los escritores no existimos legalmente. Se ha perdido el romanticismo. Y en ese momento, yo estaba a punto de perder la residencia legal por vencimiento del plazo.
Con el dinero de Diana, acudimos a una abogada de inmigrantes, una peruana lista de ésas, absolutamente antipática pero eficiente conocedora de todos los rincones de la ley. Llegamos a su oficina con todos los certificados de estudios y tarjetas de residencia que pudimos. Yo llevé el contrato que me había firmado Diana, por si acaso. La abogada nos recibió con frialdad ejecutiva, fumando mentolados. Ni nos miró a la cara. Sólo le interesaban nuestros papeles:
– ¿Cuándo llegaron a España?
– Hace un año.
– ¿Antes de enero?
– Sí.
– Necesito pruebas: matrículas, pasajes de transporte, empadronamientos, todo sirve. Entran en la amnistía para ilegales.
– Pero nosotros no somos ilegales.
– Ya. Ahora lo son.
– ¿Hay que ser ilegales para ser legales?
– Ya lo vas entendiendo. También les pedirán una oferta de trabajo, pero no hace falta enredarse demasiado. Basta con que el empleador rellene este formulario.
Nos tiró el formulario a la cara. No lo hizo por estar de mal humor. Su rostro nunca reflejaba ninguna emoción. Traté de explicar mi peculiar situación.
– Verás… eh… yo tengo un trabajo con contrato, pero es en Francia.
– Entonces hazte residente francés.
– ¿No sirve para España?
– No.
– Ah. Es que mi… trabajo no me deja tiempo para trabajar. ¿Tú crees que… quizá… con un contrato que no sea totalmente real…?
Empecé con todas las vueltas que los peruanos damos para proponer negocios ilegales. No puedes decirle directamente a alguien que quieres montar una estafa. Pero hay varios resquicios, fórmulas de cortesía, eufemismos, para que nadie diga nada inconveniente pero todos nos enteremos de qué se trata. Sin embargo, ella ya llevaba tiempo en el primer mundo:
– Presentar contratos falsos es ilegal y causal de anulación del proceso.
– Ya.
– Pero quien te haga la oferta no está obligado a contratarte cuando te den la residencia.
– O sea, que si consigo una oferta falsa…
– Presentar ofertas falsas es ilegal y causal de anulación del proceso.
– Pero si consigo uno que no me contrate después… ¿No es falso?
– No.
– No entiendo.
Por primera vez me miró, con la compasión surcándole el rostro. Suspiró y habló.
– ¿Quieres que te diga que presentes una oferta falsa? No puedo. Decírtelo es ilegal. Pero quien firme la oferta no tiene que contratarte después. Decirte eso sí es legal, ¿captas?
Todos nos quedamos mirando unos segundos. Luego Paula dijo:
– Aaaah… O sea que… Ya está.
– ¿Ya está qué? -pregunté.
– Vámonos.
– Pero, querida, si aún no…
– Muchas gracias -dijo Paula con seguridad-, volveremos con los papeles.
– El trámite cuesta ochenta mil pesetas por persona -se despidió la abogada, con tanta calidez que me pregunté si tendría hijos. Y si los querría.
Paula me arrastró hacia fuera y me volvió a explicar todo. Yo seguí sin entender la mayor parte. Pero esa tarde, por orden suya, fui con una copia del formulario a buscar a mi amigo Javi.
Javi era nuestro único amigo español. Había llegado a Madrid desde León para estudiar el curso de guión en la misma escuela que yo. Su padre pensaba que el curso duraba tres años y seguía enviándole dinero desde su pueblo, así que no necesitaba trabajar. Fumaba porros todo el día, tenía una capacidad pulmonar admirable. Me recibió en calzoncillos, entre latas de cerveza y cajas de pizza que llevaban varias edades geológicas ahí tiradas. Como siempre, la PlayStation estaba encendida, y en el salón flotaba una densa nube de humo.
– ¿Qué pasa, tío?
– Oye, Javi, necesito un favor.
– Hombre, claro.
– Tienes que contratarme como tu empleada doméstica.
– ¿Qué?
– Te vendría bien. Tu casa es un asco.
– Pero es mi asco, tío. Estoy orgulloso de él.
– Es para los papeles. Para la residencia.
– Pero ¿tú eres gilipollas? ¿Tú crees que me van a creer? Pero ¿tú me has visto, tío?
Y al decirlo, metió una mano en sus calzoncillos, de donde asomó una pelambrera espesa y un tatuaje de cannabis.
– Yo sí, pero ellos no te verán. Sólo necesitas firmar acá. Luego no tienes que contratarme.
– O sea, es un contrato falso.
– No, es un precontrato.
– Joder, pues es un precontrato falso. Luego van a venir a por mí.
– Eres español. Te tomarán en serio.
– ¡Coño, pero es falso!
– No es falso. Es una oferta verdadera. Si tuvieras dinero, ¿me contratarías?
Miré su estudio de un solo ambiente con un sofá cama. Algo verde goteaba desde la sábana que un día había sido blanca. Me pregunté para qué me podría contratar Javi. Creo que él se preguntó lo mismo, pero dijo:
– Pues sí. Somos colegas.
– Pues ya está. ¿Quién te dice que no tendrás dinero en dos meses?
– Pues no sé.
– ¿Lo ves? Firma acá.
Paula consiguió otra amiga que hizo lo mismo por ella y presentamos esos papeles. Era un trámite rápido de amnistía que debía durar dos meses. Y nuestra vida quedaría resuelta.
Durante las siguientes semanas, se hizo la paz. Trabajaba cinco horas al día en la transcripción de la larga entrevista, tratando de reproducir el estilo de Diana, su sentido del humor y sus apuntes irónicos sobre la alta sociedad caribeña. Cuando le envié los primeros avances del libro, ella quedó encantada. Me llamó por teléfono feliz, y me dijo que se casaría conmigo si yo no fuera tan joven. Fue un alivio saber que mi trabajo quedaba asegurado.
Sin embargo, Diana tenía algunas críticas a detalles que, según ella, yo había malinterpretado o consignado sin exactitud, como los diálogos. Decía:
– Yo no sé si los diálogos de Trujillo y Alfredo eran exactamente así. No hay cómo saberlo.
Traté de explicarle que en una historia, por muy real que sea, hay que poner detalles inexactos que son irrelevantes a fin de cuentas pero sirven para dar más emoción y humanidad a los personajes. Respondió:
– Pero ellos son humanos. Al menos, lo eran. No necesitan más humanidad.
– Ya, pero esos detalles no alteran la esencia de lo que se cuenta, ¿comprende? Simplemente, hacen un relato mejor. Queremos un buen relato, ¿no?
– Queremos un relato real. El que lo lea dirá que, si me he equivocado en esas nimiedades, puedo haberme equivocado en cosas más importantes. O puedo estar mintiendo.
– No se preocupe. Para probarlo, habría que mostrar grabaciones de esos diálogos. Todos los libros de memorias están llenos de diálogos que nadie recuerda. Para contar bien una verdad hay que decorarla entera con pequeñas mentiras.
Por lo demás, a Diana le gustaba el tono de novela frívola, aunque la historia del libro no tuviese ni ton ni son, ni más interés literario que una revista
Como no quería avanzar demasiado rápido, y como Quería ser un-escritor-latinoamericano-profundo, no sólo trabajaba en el libro de Diana. Por las tardes, escribía mi propia novela, que me alimentaba el alma y me hacía sentir menos mercenario (porque soy un cobarde, pero un cobarde con principios).
En realidad, el origen de mi novela era tan azaroso y estaba tan sembrado de mentiras como mi trabajo con Diana Minetti. El joven y audaz editor Txema Kessler, a quien yo había conocido en alguna fiesta editorial donde logré colarme, estaba preparando una serie de novelas de viaje sobre ríos para un importante grupo editorial. Decía que el género estaba de moda y se podría vender bien. Yo le propuse de inmediato una novela sobre el Amazonas.
Yo jamás había estado ahí, y dada la multitud de mosquitos, insectos y bichos que poblaban la zona, tampoco pensaba poner un pie en ese lodazal en mi vida. Aun así, le hablé a Txema sobre mi trabajo en el área (totalmente inexistente), sobre la «magia del Amazonas» (completamente inventada) y sobre lo barato y fácil que sería el viaje (absolutamente incierto). Le insistí en que no podía hacerse una colección de ríos sin el Amazonas, que eso sería un pecado, y que no podía desperdiciar toda una serie hablando del Duero y el Támesis, esos ríos para ricos con hoteles en cada esquina. El Amazonas es un río con dos cojones, sentencié finalmente con ibérica contundencia.
Dije todo eso bastante borracho y casi por reflejo de automarketing, pero nunca me hice ilusiones. Para un proyecto así, Txema no se arriesgaría con un escritor desconocido como yo. Si nadie te conoce, nadie quiere tus libros. Ni aunque sea tu amigo. Punto. Y sin embargo, meses después, cuando yo ya había olvidado el tema, Txema me pidió un curriculum. Por supuesto, le envié uno que dejaba a Philip Roth como un desempleado en comparación conmigo. Al mes, Txema me mandó un mail diciendo que mi proyecto estaba aprobado. Me ofrecía trescientas mil pesetas y me preguntaba cuándo viajaría.
Aún ahora, no sé si Txema es consciente de lo que eso representó para mí. Pero supongo que sí, porque la paga era una porquería. El editor contaba con que, desde mi punto de vista, lo importante era tener una novela publicada en España o, simplemente, una novela publicada. ¡Y hasta recibir dinero por ella! En Lima me habían rechazado incluso las editoriales que cobraban.
Decidí escribir una historia de lucha contra el río, con una perspectiva social, distinta del cliché del aventurero en el Amazonas. El libro tendría aventuras, y viaje, y animales salvajes, pero también un panorama histórico sobre la injusticia y la miseria de la zona. Escribí varias cuartillas con sinopsis de historias. Preparé mapas con itinerarios para el viaje, y pedí presupuestos de vuelos.
Hasta que tomé conciencia de que yo no podía ir al Amazonas.
Mi permiso de residencia estaba a punto de vencer. Quizá podría salir de España (salir siempre se puede) pero luego no podría regresar. Escribiría una novela y no podría traerla de vuelta. La mandaría por mail y me quedaría afuera, tirado en algún rincón del río, feliz de publicar un libro en algún lugar al que ya no podría volver.
Al principio, pensé que de todos modos valdría la pena. Pero luego, Diana Minetti me contrató, y canceló incluso esa posibilidad. Aunque pudiese salir de España, no podía desaparecer de la escena durante tres meses justo entonces. La perspectiva era deprimente: al fin un editor me pedía una novela en vez de tirármela por la ventana, y yo iba a decirle que no.
Con lágrimas en los ojos, me senté a escribir el mail para Txema rechazando el proyecto. Era lo correcto. Desperdiciaría la oportunidad, pero sería honesto. Diría la verdad. Tal vez, algún día, Txema me llamaría para otra cosa, a pesar de haberle fallado, a pesar de haberle vendido un proyecto que no era capaz de llevar a cabo, señal inequívoca del escritor bisoño con exceso de entusiasmo y confiabilidad cero. Sin embargo, algo dentro de mí se negaba a escribir ese mensaje. Estaba arrojando a la basura mi oportunidad de ser un escritor serio, o al menos un escritor publicado.
Analicé la situación bajo otro prisma: Txema vivía en Barcelona. No tenía por qué notar si yo me quedaba o me iba. Pensé en Emilio Salgari, que había escrito
Txema había dicho:
– Si puedes, trata de que sea una novela larga. Los lectores prefieren las novelas de viaje largas.
¿Cómo iba a prolongar una historia sobre un sitio en el que no había estado? Con dos relatos cruzados. Sí, eso estaba bien. Lo de contar dos historias paralelas engorda el libro. Una de las narraciones podía ser histórica, para que no hiciese falta viajar. Y podía ambientarla durante el boom del caucho, la única época interesante del Amazonas. ¿Cuándo coño había sido el esplendor del caucho? ¿En el xvi? ¿En el xviii? Tendría que ver
Y apreté
La editorial me envió el contrato un par de semanas después. Temí que hubiese algún problema, porque yo no tenía permiso de trabajo. Opté por no mencionar ese detalle. Puse el número de mi tarjeta de estudiante y firmé. Nadie hizo preguntas. Cuando el dinero llegó, estuve a punto de llorar de felicidad. Compré unos treinta libros. Conseguí libros de viaje, algo de Juan Madrid, reportajes, libros de fotos, uno de Fawcett, guías turísticas, Kingston, crónicas, novelas, Kane, informes ecológicos, Rittlinger (que es un pesado), Quiroga, Rivera, toneladas de material que organizar, sobre todo para la historia del cauchero. El libro tenía futuro.
Al regresar de la Toscana, comencé a trabajar simultáneamente en la novela y las memorias de Diana Minetti. Me sentía un escritor profesional. De hecho, eso era. Me encerraba durante ocho, nueve y hasta diez horas diarias sin dejar de escribir. Le daba cada avance de la novela a Paula, que leía y corregía con una paciencia admirable. Siempre tenía críticas que yo nunca aceptaba al principio, pero luego, ya con calma, terminaba por escuchar. Paula era mi mejor lectora y yo producía mucho que leer.
De hecho, no hacía nada más. No me bañaba, no me movía de la casa, no veía televisión, sólo fumaba y tomaba café mientras escribía. Y por la noche, bebía. Invitaba a los amigos, especialmente a Javi, y ahí, bajo la mirada atenta de mi bisabuelo con sable y uniforme, me ponía a contar la historia de Diana, que daba para horas de conversación. Bromeábamos diciendo que me convertiría en el amante joven de Diana, o me haría adoptar por ella. Inventamos un juego: «Si fueras amante a sueldo de una millonaria de setenta años, ¿qué porcentaje de los ingresos le darías a tu novia?». Javi decía que dejaría a su novia, sin más. Paula pensaba que debía repartirse el dinero con la pareja mitad y mitad. La situación daba para muchos chistes.
Por la mañana me levantaba sin resaca, no sé si por la costumbre o por la emoción del trabajo. Desayunaba con Paula y las noticias. Después empezaba a escribir. Hasta tuve que reducir el horario dedicado a las memorias de Diana porque llevaba un ritmo demasiado rápido. Si seguía así acabaría en un mes, y mataría a la gallina de los huevos de oro.
Mientras tanto, seguía viendo a Diana con regularidad. Ella había vuelto a París. Los fines de semana, tenía que levantarme a las seis para tomar el vuelo de la mañana. Dormía en el metro, en la sala de espera, en el avión, en el bus y llegaba como a las diez a su casa, después de dar un paseo desde el Arco de Triunfo. A menudo la oía rechazar invitaciones por teléfono en todos los idiomas, diciendo que estaba con el periodista español que escribía su vida.
Pero pronto la historia de Diana empezó a descarrilar. Se acabaron los nombres de gente famosa, y por su relato empezaron a desfilar millonarios desconocidos, primos y tíos de Diana sin interés para mí. La mayoría de las anécdotas eran pequeñas peleas domésticas y escándalos de la alta sociedad dominicana. La mayoría de los personajes eran víctimas del más profundo desprecio de Diana, que parecía encontrar liberadora esta ocasión de arremeter contra su pasado. Pero era aburrido. De todos modos, yo fingía escucharla con fascinación, para prolongar el tiempo de trabajo.
Entre todas las familias dominicanas, Diana estaba obsesionada con una: los Picciardi, que habían estado involucrados en el robo de su herencia. Hablaba de ellos a todas horas, viniese al caso o no, sobre todo para detestarlos con toda la fuerza de su rencoroso corazón.
Por lo que yo era capaz de entresacar de sus enrevesadas historias, los Picciardi mantenían su posición casando a sus hijas según los índices bursátiles. Cada matrimonio aumentaba o disminuía la cotización de la familia en los parqués de Nueva York. Por eso, su mayor crisis fue el matrimonio a traición de Antenor Picciardi, uno de los viejos popes de la familia. Antenor era muy viejo. Estaba a punto de morirse y dejar una gran herencia. Pero se casó con una costurerita. La chica era tan poquita cosa que, cuando él le compraba telas italianas, en vez de buscar un modisto, ella misma cosía los vestidos con su máquina de pedales. Un adefesio de mujer, o sea. Aun así, Antenor se lo dejó todo: las casas, las acciones, los hoteles, el dinero,
Todas las historias eran por el estilo. Las semanas pasaban y no entrábamos en el tema de sus hijos, que yo reservaba para cuando no quedase nada de que hablar. Pero las reservas de odio de Diana Minetti alcanzaban para todo el resto de su interminable familia, que por lo visto estaba constituida por personalidades muy importantes que yo no había oído nombrar en mi vida, y que tenían relación directa con lo que ella llamaba «el saqueo de mis posesiones legítimas». A veces, después de hablar pestes durante horas de un completo desconocido, concluía:
– Y ése era mi primo Tony. ¿Sabes quién es Tony?
– No.
– Fue presidente de la República Dominicana, cariño. Tienes que estudiarte un poco todo eso.
Yo prometía hacerlo y por las noches me iba a casa de Mariela. Tomábamos un poco de vino, nos reíamos y no nos tocábamos. Yo amaba a Paula y no quería arruinarlo. Suelo arruinarlo todo siempre, pero esta vez era diferente. Aunque ella no lo sabría nunca, no quería engañarla. Por las noches, volvía a casa de Diana siempre con el último metro y me robaba alguna botella de vino para cenar. Me servía lo que me dejaba Rose en la cocina y me quedaba bebiendo y mirando por la ventana la rueda de la fortuna, que brillaba iluminando la noche de París.
Las sesiones de trabajo con Diana duraban cuatro horas de entrevistas diarias, dos en la mañana y dos en la tarde, y una hora más para comentar los avances en el libro. Conforme yo escribía, Diana iba enviando el texto al periodista cubano Jesús Gómez, el que había escrito el panfleto sobre el caso de su herencia, y él nos mandaba sus opiniones por FeDex. Ésa era la parte más antipática de mi principesca vida en París.
Gómez pensaba que el libro estaba quedando demasiado ligero, que detrás de toda esa «bobada de sociedad» había grandes temas políticos y sociales, y que esos temas debían formar parte de las memorias de Diana. Yo imaginaba que Gómez era un rival que quería mi puesto, y trataba de desacreditarlo sutilmente frente a Diana. Pero ella confiaba en él. Y hacía bien. En realidad, yo ni siquiera entendía los comentarios del cubano, entre otras cosas porque no sabía nada de la República Dominicana. Diana me había dado libros, y tal vez debía estudiar más, pero estaba encerrado en el Amazonas, que era mi novela mía, y en el fondo toda esa historia de gente rica me tenía sin cuidado.
Hasta que una mañana, en su soleada terraza, Diana me recibió con una noticia, que más bien era una orden:
– Te tienes que ir a la República Dominicana. Para que veas de qué se trata.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Y Jesús va a ir contigo. Tengo una secretaria en Santo Domingo que se ocupará de ustedes. Se llama Margarita y es española, como tú. Le pago más que a un gerente de empresa, o sea que tiene que servir para algo. Aunque a veces creo que está confabulada con mis hijos. Da igual, te vas.
A mí no me molestaba la perspectiva de otro viaje, y menos a un país con buenas playas, pero seguía sin papeles. Mi residencia como estudiante ya había vencido, y mi permiso de trabajo como empleado doméstico de Javi aún estaba en trámite. Sin embargo, explicar eso habría sido decepcionar a Diana recordándole que yo no era español. Eso podía ponerla muy triste. Y a mí podía dejarme sin trabajo. Traté de dar largas al asunto. No obstante, Diana estaba obsesionada. Ella parecía tener mucha prisa y yo no tenía ninguna. Pensé en quedarme en Madrid y decir que ya había ido, como con el Amazonas, pero esta vez tendría testigos.
No tenía más remedio que hacer ese maldito viaje.
A mi regreso a Madrid, llamé a mi abogada:
– Oye, necesito salir del país.
– Imposible.
– No. Necesito salir del país de verdad y con urgencia.
– ¿Cuándo venció tu tarjeta de estudiante?
– Hace dos semanas.
– Aún puedes renovarla. El plazo es de un mes. Pide la renovación. Con el certificado de que está en trámite, consigues un permiso de retorno a España.
– No puedo renovarla. No estoy estudiando nada y ya no tengo seguro médico. Te piden el seguro. Tampoco tengo cuenta bancaria. Te piden seis mil dólares mínimo.
– No puedes renovarla.
– No. No puedo.
– Pero puedes pedir la renovación.
– Pero no me la van a renovar.
– No necesitas renovarla. Necesitas pedir la renovación.
– Pedirla.
– Eso es todo.
– Ah.
Decidí iniciar el trámite al día siguiente, en la comisaría de Los Madrazo, metro Sevilla, cerca de Gran Vía. Había estado varias veces ahí. Uno tiene que llegar a las siete de la mañana para conseguir entrar a la comisaría a las doce. Durante todo ese tiempo, permanece de pie en la calle sin importar el calor o el frío, entre vendedores chinos, empleados de locutorio peruanos, obreros ecuatorianos, dueños de restaurantes marroquíes, mendigos rumanos, peones polacos y estudiantes de todas partes, todos igualmente hartos de la cola. A pesar de eso, es una cola muy divertida y políglota donde siempre se conoce gente simpática. Uno se siente feliz de ver cómo la comisaría piensa en nuestra amistad e integración, de verdad, un orgullo. Un abrazo solidario desde aquí para todos los que están dentro y fuera de esa comisaría.
Yo siempre he tratado de ir bien vestido a esas cosas. Desde el principio. Cuando pedí la visa para estudiar en España, fui al consulado muy elegante, porque era empleado público, con traje y corbata y lentes y bien afeitado y, sobre todo, blanco de piel. Entre los requisitos, el consulado exigía certificados de salud mental, ausencia de enfermedades venéreas y no drogadicción, porque, según parece, en España nunca ha habido ninguna de esas cosas hasta que las trajo algún extranjero cabrón. En fin, que con los primeros certificados no tuve problemas (el de venéreas hasta acabaría sirviéndome para certificar mi capacidad de sexo seguro ante la primera chica con la que salí en España). Pero el análisis de drogas, sinceramente, no lo iba a superar. No es lugar aquí para contar detalles, el caso es que justo ese certificado no me lo iban a dar en ese momento. Para qué engañarnos. Así que no lo llevé. Ni lo pedí. En el consulado, cuando llegó mi turno de entrevista, el señor de la ventanilla miró mis papeles y dijo:
– Aquí falta el certificado de no drogadicción.
Yo puse mi mejor cara de traje y corbata y lentes, con mi blanca piel reluciendo bajo el sol de las colonias, y dije:
– Hágame el favor, señor. Esto me parece una falta de respeto.
Lo dije con genuina indignación de aristocracia herida por esa promiscuidad asquerosamente democrática de pedirles a todos los mismos certificados. Pensé que no serviría de nada, que de todos modos me negarían la visa, pero el señor se disculpó y me la concedió. Fue realmente fácil. Desde entonces, siempre trato de ir bien vestido a esas cosas. Lo más desagradable es que funciona.
La mañana de la cola en Los Madrazo me presenté sin traje ni corbata, pero afeitado y con lentes. Llevé mi libro y pasé el rato conversando con un argelino que me enseñó a decir «Dame tus papeles, hijoputa» en árabe. La cola de esa mañana rompió el récord: seis horas.
Cuando finalmente entré, me dieron un papelito, anotaron mi nombre en un cuaderno y me volvieron a despedir. No recibieron mis papeles. El papelito era chiquitito y tenía unas cifras escritas. Le pregunté al policía de la puerta qué eran esas cifras. Me dijo que ahí estaba la fecha de la cita en que podría entregar los papeles para iniciar el trámite. Era un día de marzo de 2002. Faltaban seis meses.
Por la tarde, llamé a mi abogada:
– Oye, me han dado fecha para dentro de seis meses.
– ¿Has ido a Los Madrazo?
– Sí.
– No vuelvas ahí. Te voy a dar la dirección de sus jefes del Ministerio del Interior. Dejas los papeles ahí y los mandan por correo a Los Madrazo. Ellos sellan el inicio del trámite.
– Pero en Los Madrazo les dirán que ya tengo cita para dentro de seis meses.
– Eso no importa, porque ya tendrás sellado el inicio del trámite.
– Pero ¿y
– Ellos no se fijan. Los mandan a Los Madrazo, y en Los Madrazo se fijan.
Me dio la dirección de una oficina cerca de la Castellana, por el metro Nuevos Ministerios. Ocho días después, y sin entender cómo ni por qué, yo volaba a Santo Domingo.
El plan era pasar dos semanas investigando en Santo Domingo, aunque no tenía muy claro qué era lo que iba a investigar. Pensé que, en el peor de los casos, me iría a la playa todos esos días y volvería a Madrid tostadito. De todos modos, preparé en el avión una lista de posibles entrevistados y confirmé mi reserva de hotel, que había sido enviada por la agencia de siempre desde Miami. Me alojaría en un hotel de cinco estrellas. Como un rey.
Mi primera imagen de Santo Domingo es la larga costa bordeada de palmeras que separa el aeropuerto de la ciudad. La segunda, un mamotreto de hormigón en una de las orillas del río, quizá una fábrica de papel o algo así. Santo Domingo era puro contraste: el antiguo casco histórico y los modernos hoteles de plexiglás del malecón. Los ricos en jeeps con aire acondicionado y los pobres a pie. Nada de lo que vieras en un segundo se parecía al segundo anterior.
Cuando llegué al hotel, un dependiente con uniforme chillón chequeó mi reserva y dijo: piso 11. Inmediatamente se acercó un señor, me arrebató la mochila, la puso en un carrito dorado, llamó al ascensor por mí, me expulsó en el piso 11 y siguió de largo con mi mochila en el carrito. Traté de recuperarla y forcejeé un poco, pero se la llevó de todos modos. Aterricé en otra recepción, donde una dominicana en traje ejecutivo me ofreció un café y una sonrisa de tres mil dólares.
– Sí, señor. Su reserva está confirmada. ¿Me puede dar su tarjeta de crédito?
– ¿Mi qué, perdón?
– Su tarjeta de crédito. Es sólo una formalidad.
– ¿La mía? ¿Ahora?
– Puede darme la de su empresa.
Una vez me habían ofrecido una tarjeta de crédito, más o menos un año antes, en Perú. Esa vez respondí: «¿Qué cree que hago yo? ¿Tomar vacaciones en el Caribe?». Ahora no sabía qué decir. Si no tienes una tarjeta de crédito eres una mierda de rico, un guiñapo, un desperdicio del mundo de los negocios. Cuando estaba a punto de salir corriendo del hotel, una voz a mis espaldas dijo:
– Yo me ocuparé de sus gastos.
Como en las películas. Atrás de mí había una mujer guapa y bajita, unos cuarenta años, acento relativamente español. Era Margarita, la secretaria de Diana, y me recibía con una sonrisa sin límite de crédito. Respiré tranquilo. Todo estaría bien.
– Sube a refrescarte un poco y nos reunimos abajo con el señor Gómez.
Mi cuarto estaba en el último piso, en la máxima-súper-primera clase: cuatro espejos, bidé, miles de pociones en el baño, mesa, tele con cable, mi mochila, sillón, balcón con vista al mar azul verdoso y a la ciudad antigua, frigobar. (Es un error darle un frigobar a una persona como yo. Un error divino.) Dejé las cosas y jugué un rato con el televisor: tenía canales peruanos, CNN, MTV, TVE y porno. No necesitaría más. Quería quedarme a vivir ahí, pero debía bajar a conocer a Gómez.
Me metí en el baño, y me lavé la cara mirándome con angustia en el espejito redondo de detectar espinillas. Sabía que Gómez tendría que aprobar todo lo que yo hiciese, así que nuestro primer contacto era un asunto delicado. Por lo que yo sabía, él conocía a Diana desde que ella era una niña y él un periodista de un periódico de papá Minetti. Su biografía era la de un superviviente. Había sido exiliado de Cuba durante el primer gobierno de Batista, y también en el segundo. Gómez se fue a la República Dominicana, y Trujillo lo echó de ahí. En los sesenta, trabajó en España, y Franco lo largó también. En los setenta tuvo que abandonar Chile. Vivía en Miami desde entonces, donde la comunidad en el exilio tampoco lo quería mucho. Así que lo mejor sería llevarme bien con él. Me sequé la cara y bajé.
El recibidor del hotel estaba presidido por una catarata artificial iluminada con luces de colores. Del techo colgaba una gran lámpara de araña, que en caso de caerse podía matar a alguien. Jesús Gómez estaba con Margarita justo debajo de la lámpara. Mi primera impresión fue que no se parecía a la leyenda que yo me había hecho de él. Tenía más de ochenta años y caminaba con un bastón. Parecía dormirse por momentos. Margarita nos presentó con un grito:
– ¡Señor Gómez! ¡Él es el periodista!
– ¿Quién?-preguntó él.
– ¡El periodista español!
– En realidad, soy peruan… -traté de decir. Pero estaba todo perdido.
Él me dijo:
– Ah. Qué tal. Quería decirle que en mi cuarto hay una corriente de aire espantosa.
– ¡No! -volvió a gritar Margarita muy cerca de su oído-. ¡Es el periodista!
Lo llevamos casi en vilo a un comedor vacío que parecía un pabellón de reformatorio superstar, con un bufé lleno de cosas color naranja y violeta. Pedimos de comer. No pedí lo más caro directamente. Me contuve.
Mientras comíamos, Jesús contó que su vuelo había sido un desastre, que los aviones de ahora parecen buses de transporte público. Y el aeropuerto, qué porquería de aeropuerto, y la comida y el país y en fin. Hablaba a gritos porque no se oía a sí mismo. Cuando terminó de quejarse, pasamos al trabajo. Debíamos ponernos de acuerdo en nuestro plan de acción. Yo estaba preparado para escuchar sus lecciones de viejo sabio del periodismo. Él dijo:
– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos.
Para Gómez, todo el libro de Diana tenía que hablar del caso de la herencia. Era lo único que veía en él, mientras que Diana sólo veía sus fiestas de sociedad. Gómez se despachó con un largo monólogo sobre la continuidad del trujillismo que me pareció producto de una paranoia senil. Después de media hora en ese plan, decidí interrumpirlo y soltar mi idea genial:
– ¡Deberíamos hablar con los hijos de Diana!
– ¿Qué? -dijo él.
Margarita se le acercó al oído:
– ¡Que podrían hablar con los hijos de Diana!
– ¿Los hijos?
– ¡Sí! -grité yo-. Yo les diría con sinceridad lo que ocurre. Creo que eso es lo justo y quizá podríamos mediar para que ellos se amisten…
Gómez sonrió con compasión. Luego se puso serio:
– No se te ocurra llamarlos.
– ¿Por qué? Estoy seguro de que podrían llevarse bien. Es decir, son madre e hijos, ¿no? Tienen que quererse.
– Hijo, esta gente no quiere llevarse bien. Son unos comemieldas. ¿Te acuerdas del congresista que se entrevistó con Diana?
Más discursos erráticos y escleróticos. ¿Qué tendría que ver el congresista ahora? Pero no tenía más remedio que seguirle la cuerda.
– Sí, el de la comisión parlamentaria. Vi sus entrevistas en un vídeo que Diana…
– Lo mataron.
– ¿Cómo, perdón?
– No sé si sea por Diana, no creo, se habrá metido en algún asunto de narcos. Quizá se acostó con la esposa de uno. Da igual. Todo está relacionado.
– Bueno, pero a mí no me van a matar, ¿no?
Me reí. Pero Gómez dejó de reírse. Miré a Margarita. Tampoco se estaba riendo. En el silencioso comedor, el aire se hizo más denso. Oí una cuchara caerse de una mesa, pero no vi a nadie comiendo.
– ¿No? -pregunté de nuevo.
– ¿Qué? -preguntó Gómez.
– ¡Que si lo van a matar! -gritó Margarita.
– ¡Ah! No, no te van a matar. A lo mucho te meterán coca en la mochila y las autoridades te cogerán en el aeropuerto. Según en qué celda te pongan, alguien te podría violar accidentalmente. Je, je.
Ahora era yo el que no me estaba riendo.
– Pero bueno -insistí-. ¡Es la familia de Diana! Es un asunto personal.
– Mejor no los llames -dijo Margarita con dulzura.
– Y no le digas a nadie qué estás haciendo -añadió Gómez.
– Y entonces ¿qué digo que hago aquí?
– Invéntate una tesis de Ciencias Políticas o algo así. Eres español. Te tomarán en serio.
– ¿Una tesis? -yo estaba cada vez más desesperado.
– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual.
– ¿Una tesis? ¿Sobre Diana?
– Mejor será no tocar ese tema directamente -dijo Margarita con discreción. Ella lo decía todo con discreción.
– A ver, ¿por dónde vamos a empezar? -pregunté rendido.
– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos.
Y así durante horas.
Gómez pensaba entrevistar sólo a una persona: un americano de ochenta años, que según el viejo había trabajado para la CIA en los años cincuenta. Margarita ya había concertado una cita. No había más que hablar.
El americano se llamaba Ronald Mitchell y vivía en el Gazcue, el barrio de clase alta tradicional al lado del malecón. Su apartamento quedaba al costado de una sede del Partido Reformista de Balaguer, el antiguo número dos de Trujillo. En ese momento, Balaguer ya tenía más de noventa años y estaba ciego, pero seguía postulando a la presidencia. Así que en la puerta de su local había un eslogan de campaña:
QUE NADIE ASPIRE MIENTRAS BALAGUER RESPIRE
Conforme subíamos en el ascensor, di por sentado que con Gómez no iba a entenderme en todo el viaje. Estaba demasiado viejo y demasiado sordo, y sólo podía ser un estorbo para mi investigación. Simplemente, fingiría hacerle algún caso para ganarme su favor y procuraría moverme solo por la ciudad. Antes de entrar en la casa del gringo, la secretaria dijo muy suave pero muy firme:
– Frente a Mitchell, el señor Gómez dirá que él está escribiendo un artículo y que tú eres su ayudante, ¿vale?
– Margarita.
– Dime, cariño.
– Tú eres española. ¿Te parece que parezco español?
– Bueno, quizá. Yo llevo aquí veinte años. En fin, que el señor Gómez dirá que está escribiendo un artículo y tú…
– Lo entendí, sí.
– Vale.
Y me sonrió. Siempre sonreía.
El americano que nos abrió la puerta tenía más o menos la misma edad que Gómez. Nos recibió muy atentamente y nos hizo pasar. Dijo alegrarse de que lo visitasen los periodistas. Nos ofreció café y nos mostró un libro que había escrito sobre Cristóbal Colón. Hojeé el volumen con cara de interés, como todos los editores que hasta entonces habían abierto mis propios manuscritos, y le dije que me parecía muy interesante. Luego lo cerré y nos sentamos. Como estábamos todos en silencio, me sentí obligado a decir algo.
– Verá usted, señor Mitchell. Estamos haciendo una investigación…
– ¿Un reportaje?
No sabía qué responder. Miré a Margarita, que le sonreía a Mitchell muy dulce y eficiente, y a Gómez, que tenía la mirada perdida.
– Una tesis… una tesis y un reportaje sobre…
A él le brillaron los ojos. Se sintió reconocido. Se hinchó de orgullo. Y no me dejó terminar:
– Qué bueno. Aplaudo su interés, porque creo que mi tesis no ha sido bien difundida. Yo he descubierto que Cristóbal Colón, cuyo verdadero nombre era Cristóforo, por cierto, no nació en realidad en Génova sino en un pequeño pueblo llamado Rapallo, cerca de Pisa. Y creo que es positivo que los medios españoles escuchen…
– Perdone, pero nuestra investigación es sobre las élites dominicanas en la era Trujillo, ¿verdad, señor Gómez?
– ¿Qué? -preguntó Gómez.
– Es sobre las élites dominicanas en la era Trujillo -confirmé.
– ¿No es sobre Colón?-preguntó Mitchell.
– ¿Sobre quién? -pregunté yo.
– Cristóbal Colón. El de América.
– No, en realidad, no.
– Ah. Ustedes los españoles nunca escuchan cuando alguien habla de Cristóbal Colón fuera de España. Creen que tienen el monopolio de la verdad.
– Bueno, yo en realidad no…
– Si uno no viene de una de sus universidades, no…
– Es que yo ni siquiera soy español.
– Claro, claro, ya…
Cambió de actitud. Miró nuestras tazas de café llenas con genuino arrepentimiento. La sala se enfrió de repente en medio del calor húmedo de la ciudad. Un largo e incómodo silencio se cernió sobre nosotros. Al fin, Mitchell retomó la conversación, mirándome:
– Sobre la élite.
– Exactamente, sí.
– Usted quiere decir los ricos.
– Sí, más o menos.
– No voy a hablar de eso.
Mierda.
– ¿Perdón?
– No. Cada vez que hablo me caen encima todos. Son mis amigos, ¿no? Nos conocemos desde chiquitos. Hace un par de años conté cosas viejas en una entrevista, cosas de hace cincuenta años. Todos se enojaron. Me dijeron gringo pendejo. Comprenda, son mis vecinos. Al frente vive Manolito Picciardi. Y al costado, tengo el local de Balaguer. Ya le he dicho al jefe distrital del partido que su gente organiza fiestas todos los días, escucha música hasta las cuatro de la mañana y dispara al aire para celebrar. ¿Sabe lo que me ha dicho? «Comprende, pues, gringo, esta gente no tiene educación. ¿Qué esperas?» Yo le dije: «¡Esa gente es tu partido!». Él se rió. Y aquí siguen todos, organizando sus fiestas. Si me pongo a hablar de ellos, la próxima bala atravesará mis ventanas.
Para mí, en ese momento se hundió la entrevista. Y el mundo. Acababa de arruinar el trabajo, y seguía sentado frente a un americano octogenario en alguna ciudad del Caribe, sin tener idea de lo que estaba haciendo, tirado en medio de una historia que no entendía, preguntándome cómo había llegado a ella. Y entonces Gómez, el paranoico, el viejo sordo e inútil que sólo me metía en problemas, dijo de repente:
– Sí, son unos comemieldas.
– Pues sí -dijo el gringo-, pero son mis amigos.
– Son todos unos corruptos -machacó Gómez.
– Si le contara yo…
– ¿Sabe lo que me hicieron una vez? Me expulsaron.
– ¿A usted también? A mí me decían que yo trabajaba para la CIA.
– Comemieldas.
– Sí. ¿En qué año estuvo usted?
Ése fue el inicio de una larga charla sobre los años cuarenta y cincuenta. Animado por encontrarse con un colega de su edad -no quedaban muchos vivos-, Mitchell mejoró de ánimo. Nos ofreció otro café, que yo acepté con pavor ante la perspectiva del soporífero relato que nos esperaba. Y la perspectiva se confirmó: Mitchell nos habló de cuando era un chico, de las chicas con que salía y luego de sus hijas y cómo habían cambiado los tiempos. De vez en cuando, Gómez intervenía para pedir más especificaciones de algún personaje de la historia, «¿Cuchito era el primo de Mariví?», ese tipo de cosas. Se sabía algunas historias personales, como las de Diana, sobre nombres que no me decían nada. Mi mayor entretenimiento de la tarde fue contemplar el apareamiento de dos moscas en un helecho del balcón. Dos horas y media después, tras escuchar las intimidades de unos tres millones de personas y beber cuatro cafés, yo temblaba de una mezcla de taquicardia y aburrimiento. Y cuando al fin, tras miles de anécdotas irrelevantes, parecía que nos íbamos a ir, Gómez súbitamente pareció recordar algo muy importante. Movió las manos, como si tuviese que atraer hacia sí los recuerdos, y por un momento pensé que le estaba dando un infarto. Pero finalmente dijo:
– ¿Sabe qué caso me indignó más? La estafa Minetti.
– ¡La estafa Minetti! -se rió el viejo Mitchell-. Ésa sí que fue buena. ¿Cuántos millones le birlaron a esa mujer? ¿Doscientos? ¿Doscientos cincuenta?
– Cuatrocientos. Y el fallo no sale.
– Eso nunca va a salir. El padre era un mafioso y el hijo es dueño de la mitad del país.
– Un robo.
– Pero ¿qué se puede esperar? No le iban a dejar a esa mujer todo…
– Un robo.
– Y los Picciardi ahí metidos. Nada de nada. El juicio no saldrá antes de que muera Diana. Ni después. Además, dicen que está loca.
– El caso de Diana hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos.
Mitchell estuvo de acuerdo, pero tenía algunos matices que aclarar, así que empezó a desgranar la historia de la familia.
Y entonces ocurrió el milagro.
Ante mis ojos, Mitchell empezó a relacionar nombres, eventos, personajes que hasta ese momento eran para mí ecos recónditos del salón Voltaire. De repente, todo el cuadro empezó a cobrar sentido. Gómez había pulsado las teclas exactas para soltarle la lengua al americano y hacerlo decir lo que acababa de negarse a decir. Cada frase del viejo periodista activaba los resortes exactos en su cabeza y lo hacía darnos información nueva. Mitchell se lanzó con una larga parrafada sobre las grandes familias de la era Trujillo y empezó a contar el papel de Giorgio Minetti durante la dictadura, un papel mucho más interesante, oscuro y ambiguo del que yo había imaginado hasta entonces. Narró de dónde había salido su fortuna. Describió sus conspiraciones. Contó las verdaderas razones de su viaje a Cuba. Y retrató a un personaje que no parecía salido de una novela rosa, sino de una de espías.
Cuando salimos de la casa ya era de noche. Yo tenía miles de datos en la memoria, y la historia empezaba a asomar mucho más interesante que un montón de chismes de millonarios. Ahora tenía una base para comenzar a investigar, y una serie de nombres que seguir, y sobre todo una historia, y ya no un montón de anécdotas de gente muerta.
Ya en el auto, Gómez me preguntó:
– ¿Has tomado notas de la entrevista, chico?
– No quería asustar al gringo sacando un cuaderno, pero tengo lo esencial en la cabeza.
– Espero que sí, porque yo no escuché un carajo, chico. Ese comemielda hablaba tan bajito…
Sólo entonces comprendí que Jesús Gómez era un genio.
Y que yo tenía entre manos un libro muy distinto del que esperaba.
4.
Pobre papá. No quería tener
Pero no era tan fácil. A medida que aumentaba su poder como presidente, el Chivo se adueñaba de todos los negocios del país. Hasta sus amigos podían convertirse de un día para otro en sus competidores. Y así ocurrió con papá. Trujillo compró una tabacalera. Luego, para eliminar a la competencia, le ofreció a papá comprarle la suya por una miseria. Hizo una ridícula oferta económica y terminó con las palabras: «y todos contentos». El muy sinvergüenza.
Al principio, papá realmente pensó en venderla a pesar del precio porque conocía los riesgos. El problema era que, simplemente, no
Sabía que se estaba ganando al peor de los enemigos, pero era un hombre seguro de sí mismo y con poca tendencia a dejarse manipular. Y sobre todo, se trataba de intereses americanos e italianos, por lo cual mi padre se sentía confiado. De todos modos, ante esa primera amenaza, papá empezó a sacar dinero del país y depositarlo en una cuenta de Nueva York para protegerse y protegernos en caso de cualquier imprevisto.
Hizo bien. Trujillo ni siquiera dejó enfriarse las cosas un poco. Inmediatamente entró, sin sorprender a nadie, en el negocio de los automotores. Acto seguido, convocó a concurso público para la provisión de automotores al Estado. Mi padre quedó muy contrariado porque su contrato aún no había expirado, de modo que el concurso era legalmente nulo. Pero sabía que por la vía judicial no arreglaría nada, al fin y al cabo los jueces eran tan propiedad de Trujillo como la tabacalera o los automóviles o el resto del país.
Una noche, en una recepción diplomática, Trujillo y papá se encontraron. Papá estaba furioso. Era un hombre encantador, pero incapaz de callarse las cosas, por muchos problemas que le pudieran causar sus palabras. Trató, en consecuencia, de combinar ambas cualidades. Con pasos firmes se acercó a Trujillo y, haciendo gala de todas las reverencias apropiadas al caso, le dijo:
– Su Excelencia, me permito brindar por la vigencia de nuestra colaboración mutua.
Sorprendido, el dictador se acomodó el quepí blanco con adornos dorados que solía llevar a estas ocasiones y respondió:
– Yo estoy muy ofendido con usted, Minetti, porque no ha aceptado la ayuda que tan generosamente le he ofrecido.
– Usted sabe que tendrá mi apoyo, general, en todo lo que me sea posible.
– ¿Quiere usted decir que podemos contar con su tabaco?
– Quiero decir, Su Excelencia, que puede usted contar con la provisión de automotores que acordé con el Estado.
– Ese contrato se suspendió.
Trujillo empezaba a perder las buenas maneras. Mi padre, no.
– Por eso mismo, deseo renovar mi compromiso por ofrecer mis servicios al Estado que usted dirige.
Quizá le habría ido mejor de haber adjetivado un poco más. A Trujillo le gustaba oír cosas del estilo de «hago ofrenda pública a nuestro Benefactor de mis mayores parabienes para vuestra ilustre figura y de mi absoluta sumisión a quien, como el león de mitológica bravura, ha tomado el timón de nuestras pequeñas e insignificantes vidas para dirigirlas con su magnanimidad». Pero no le dijo nada de eso, quizá porque no habría podido aguantar la risa que le daba siempre al oír las burradas con que la gente, inclusive gente culta e importante, adulaba los oídos y las suelas del presidente. Solía burlarse de ese trato. Y quizá se le notaba. En todo caso, Trujillo era una persona incapaz de lidiar con sutilezas o con argumentaciones lógicas. Se limitó a mascullar que ya hablarían de eso y se escurrió como un conejo, haciendo sonar sus medallas.
Papá pensó que había ganado la discusión. Pero al día siguiente, un oficial del Ejército se presentó en la puerta de Minetti Inc. con una camioneta Ford que tenía los cristales rotos, los faros destrozados, la carrocería en forma de acordeón y los ejes desviados. Por las abolladuras del techo, se notaba que los golpes habían sido propinados con un mazo.
– Sus carros no son buenos -dijo el oficial rascándose la cabeza-. Tendremos que rescindir el contrato.
Quizá ésa fue la mayor sutileza a la que llegó el Chivo.
El concurso público se llevó a cabo con un solo postulante: el concesionario de Trujillo. Pero ganar esa disputa no bastaba. Para Trujillo, el poder era un arma que se tenía que dejar sentir, una prenda que había que ostentar. A mediados de la década de los treinta, además, intentaba medir hasta dónde podía llegar. Sabía que ningún dominicano se podía oponer a sus deseos. Y empezaba a preguntarse si los americanos o los europeos se mostrarían igualmente débiles ante él.
Presionó a mi padre con todas las herramientas legales, ejecutivas y financieras que encontró a su disposición, que eran todas las que había. Gravó despiadadamente el tabaco que papá importaba. Y aún fue más ruin. De un día para otro, los inspectores de Hacienda interpretaban la falta de un papel de Minetti Inc. como una grave evasión tributaria, los empleados portuarios retrasaban los envíos, los burócratas no concedían las licencias. El Chivo buscó y aprovechó cualquier argumento o sospecha que pudiese perjudicar a mi padre, con el único objetivo de hacerle la vida imposible. Fue entonces cuando papá entendió que lo único que podía hacer era sacar al Chivo del poder.
No era el único que había llegado a esa conclusión. En el país había otro empresario italiano llamado Domenico Michellangelo, banquero y dueño de ingenios, latifundios ganaderos y plantaciones de café. La familia Michellangelo poseía también el monopolio de la explotación salina, que había sido enteramente secuestrada por el Chivo. Además, la injerencia del dictador en el poder judicial les había hecho perder un litigio por más de dos millones de dólares. Para los Michellangelo, esa pérdida significó el sacrificio de varias propiedades, muchas de las cuales, como era de esperarse, acabaron pasando a manos de Trujillo.
Incapaz de oponer resistencia a semejante enemigo, la primera reacción del empresario fue ofrecerle al dictador una participación en sus inversiones ganaderas con el fin de ganarlo para su lado. El Chivo, que no rechazaba un negocio aunque se lo ofreciera su peor enemigo, mostró interés. Pero pronto entendió Michellangelo que la intención de su «socio» era entrar al negocio para tener una mejor posición desde la cual quitarlo de en medio.
Trujillo pensaba que quien no mostrase una vocación sumisa desde el principio, debía ser eliminado física, social o económicamente, pues de lo contrario daría un mal ejemplo a los otros. Además, gozaba haciendo sentir el peso de sus botas sobre la nuca de la gente. Michellangelo retiró la oferta a tiempo, pero eso incitó más la furia de su peligroso oponente. Ahora, el empresario podía estar seguro de que el dictador terminaría por llevarlo a la ruina.
Michellangelo no era gran amigo de papá, pero había recurrido algunas veces a él como cónsul de Italia. Sin embargo, nunca habían hablado de política. Eran años de miedo. Cualquier infidencia podía llegar a oídos de algún esbirro del régimen, de modo que nadie se oponía en público al gobierno por temor a las represalias. Sólo cuando supo de los problemas entre papá y Trujillo, Michellangelo lo abordó. Ni siquiera lo llamó. Aprovechó un momento distendido en una cena de empresarios:
– He sabido que el Jefe le está haciendo sentir el peso de la ley.
Mi padre trató de contestar lo más diplomáticamente posible.
– No sé si es el de la ley, pero es un gran peso, sí.
Michellangelo se sintió comprendido.
– Quizá lo que este país necesita es justamente un poco más de respeto por la ley, ¿no cree usted?
– Quizá.
Mi padre, en ese primer encuentro, no terminó de ver hasta dónde llegaban las palabras de Michellangelo. Como cualquier conversación en la que nadie sabe para quién trabaja su interlocutor, podía ser tanto a favor como en contra del régimen. Pero Michellangelo continuó sondeándolo durante un tiempo, en cada encuentro, yendo cada vez más lejos.
– Me gustaría que conociera usted a unos amigos -dijo finalmente, tras varios diálogos ambiguos. Y añadió-: Gente interesante.
Lo invitó a un almuerzo en una finca fuera de la ciudad. La invitación se refería a él solo, sin mi madre y sin abundar en la lista de invitados. Papá asistió, sobre todo por la curiosidad que le inspiraba este hombre amable que evidentemente ocultaba algo.
La «gente interesante» que se reunió ese día en casa de Michellangelo era bastante dispar. Había algunos trabajadores del empresario, otros empresarios pequeños y no tan pequeños, algunos profesionales y estudiantes, un par de zapateros, un albañil, incluso un par de militares vestidos de civil. Michellangelo los presentó a todos por su nombre de pila, sin mencionar los apellidos, y la reunión transcurrió en un clima de informalidad. Almorzaron con vino pero con moderación y se conocieron ligeramente, sin entrar en temas polémicos. Cuando Michellangelo presentaba a mi padre, decía:
– Él es Giorgio. Tiene carros.
Todo el mundo mostraba mucho interés por ese detalle, y por los otros con que Michellangelo hacía las presentaciones: «tiene amigos», «conduce muy bien» y, en algún caso, «es un gran tirador».
Papá entendió rápidamente que eso era mucho más que una reunión social, y que su presencia ahí era comprometedora. Pero no abandonó la reunión. Empezaba a abrigar esperanzas de que alguien hiciese algo contra la prepotencia del Chivo. Y pensó que quizá ese alguien podría ser él mismo, con la ayuda de otros rebeldes cansados del poder ilimitado del dictador. Sin embargo, aún en ese punto, todo podía ser una trampa o una estrategia del mismo Trujillo con el fin de conseguir una razón para meterlo preso. De modo que no dijo nada que pudiese interpretarse políticamente en ningún sentido. Nadie más lo hizo.
El almuerzo era un paso arriesgado pero bien medido de Michellangelo, en el que todo el mundo hablaba entre líneas y entendía tácitamente de qué se trataba. Pero ninguno de los participantes pudo decir luego que fue testigo de una conspiración en esa casa. De hecho, entre los invitados había también personas reconocidas por su acérrimo trujillismo, que nunca se llegó a saber si eran traidores o tontos útiles de la conspiración para alejar las sospechas.
Ni siquiera durante los siguientes meses Michellangelo habló con claridad al respecto. Era un hombre que hacía las cosas con mucho cuidado, sin dejar rastros, y aparentemente era el único que manejaba los hilos de lo que ocurría. Los demás imaginaban que había otra gente trabajando para lo mismo, pero nadie sabía quiénes eran exactamente ni a qué nivel estaban comprometidos. Tampoco querían saberlo. Si alguno de ellos era un traidor o caía, no podría delatar gran cosa. En cualquier caso, Michellangelo saldría perdiendo, eso estaba claro. Durante los meses que siguieron a ese almuerzo, los dos empresarios desarrollaron una estrecha amistad en la que pudieron atreverse a criticar al gobierno cada vez con más énfasis.
En esa época, la manera de hablar sobre el dictador era una señal de intimidad y confianza en el país. Era socialmente bien visto llenarse la boca hablando de las maravillas del Benefactor. Cuando ya se conocía mejor a una persona, se podía criticar con ella tibiamente la gestión de los recursos. Quizá más adelante, se hablaría del estado de la economía. Despotricar contra la falta de libertad y la ridiculez del dictador era un símbolo de hermandad entre los interlocutores. La relación entre Minetti y Michellangelo tuvo que crecer mucho antes de que este último se atreviese a decir con un whisky en la mano:
– Bueno, Giorgio. Tú sabes de qué se trata todo esto, ¿no?
La pregunta encerraba una trampa, pero también una oportunidad. Admitir explícitamente que estaba al corriente era cruzar el punto de no retorno y entrar en el complot. Por otro lado, decir que no sabía de qué le estaba hablando Michellangelo significaría quedar fuera de cualquier riesgo y no darse por enterado de nada. Papá era un hombre que nunca huía de las empresas difíciles, al contrario, para él era un placer el riesgo, siempre que estuviese calculado. Y si algo sabía como empresario, era calcular los riesgos. Sin embargo, ésa fue la primera vez que tuvo que arriesgarlo todo, inclusive la vida. Esa tarde, frente a Domenico Michellangelo, bebió un largo trago de su vaso, hizo sonar los hielos y dijo:
– Nos van a matar a todos.
– Pero ¿estás con nosotros?
– Claro que sí.
En cuanto se pusieron a trabajar, ya no se detuvieron. No tenían apoyo extranjero ni programas políticos. Sólo pretendían que, muerto el Chivo, hubiese unas elecciones normales. Formalmente al menos, Trujillo no era irremplazable, y papá confiaba en las familias de empresarios que conocía y respetaba. Sabía también que nadie se niega a tomar el poder.
Los militares aliados a la conspiración diseñaron la estrategia. El mejor momento para un atentado era alguna aparición pública del dictador, cuando más difícil resultaba protegerlo para su cuerpo de seguridad. Además, la turba podría esconder a los conspiradores fácilmente y la confusión obstruiría el paso de los guardaespaldas por suficiente tiempo, hasta que los francotiradores quedasen a buen recaudo.
Mi padre estaría encargado de proveer dinero y dos vehículos, que debían desaparecer inmediatamente después, huir hacia el oeste y desbarrancarse desde la carretera de salida de la ciudad. Tenían los medios. Tenían la voluntad. Nada, o casi nada, podía fallar.
El atentado se realizaría a la salida de una misa en la catedral de Santo Domingo, a la que el dictador asistiría el domingo por la mañana para el bautizo de uno de sus sobrinos. La catedral parecía diseñada para albergar un magnicidio. Había sido construida en varias etapas durante la colonia, hasta adquirir una estructura muy peculiar con la puerta principal en el costado. Si la víctima sale del edificio por la fachada delantera, deja poco espacio para el disparo y la fuga. Además, el campanario puede resultar un estorbo. En cambio, la puerta lateral, la que más se usa, da a la plaza Colón, que es mucho más amplia y permite apostar francotiradores en las esquinas de Los Condes con Arzobispo Merino e Isabel la Católica.
Como si fuera poco, la catedral tiene un valor simbólico y estético interesante. Su tosco estilo gótico, único en América, le otorga un matiz siniestro, igual que su historia. En tiempos, el pirata Drake encerró y asesinó ahí a decenas de prisioneros, justo al lado del águila imperial española. Su campanario achaparrado, casi burdo, fue construido más pequeño de lo previsto con el fin de evitar que se usase para atacar la fortaleza cercana. Por todo eso, la catedral tiene una historia de guerra, de muerte y de miedo. Perfecta para el plan de papá y Michellangelo.
El 2 de abril de 1935, día previsto para el atentado, los dos vehículos entregados por mi padre esperarían en la calle Luperón, al margen del tumulto que siempre rodeaba las apariciones públicas de Trujillo, listos para rodear el centro y huir cada uno en una dirección diferente. Dispararían al mismo tiempo, dejarían las armas en el suelo y alcanzarían los carros. Después de desaparecer los coches, serían recogidos por otros carros fuera de la ciudad y llevados a lugares seguros en Samaná y Baoruco, donde nadie los buscaría hasta que se calmasen las cosas. Los involucrados pronto volverían a sus labores habituales y, habida cuenta de la cantidad de enemigos del dictador, sería difícil seguirles la pista. De hecho, durante un momento se manejó la posibilidad de culpar a los comunistas del exilio para aumentar la confusión, pero se decidió que no sería necesario. El incidente ya sería suficientemente confuso de por sí y lo mejor era no agitar las aguas aún más.
Me puedo imaginar a los dos socios ese domingo, cada uno en un país, sudando, consultando las noticias y pensando con cada latido del corazón que, quizá, su enemigo yacía fulminado en la plaza Colón.
Pero ese día, Trujillo no asistió a la misa.
¿Sabía el dictador lo que tenían planeado para él? No sólo lo sabía, sino que planeó su respuesta con cuidado. Ese día nadie fue arrestado, los carros se quedaron esperando con los motores encendidos, los asesinos apuntaron a una puerta de la que nadie salió. Para blindarse ante posibles traiciones, los dos líderes conspiradores habían abandonado la capital dos días antes. Michellangelo partió a sus ingenios en el Cibao y mi padre visitó a sus socios en los Estados Unidos. El domingo, tras recibir la noticia de que nada había ocurrido, papá y Michellangelo se pusieron en contacto y decidieron reunirse para planear un nuevo atentado. Supongo que se sentían frustrados pero seguros del éxito del plan. El error no había sido suyo. La logística había funcionado a la perfección. Sólo faltaba una nueva ocasión.
En casa, mi padre anunció su regreso para el martes. Mi madre, que no tenía idea de lo que ocurría, fue a recibirlo al aeropuerto. Esperó frente a la puerta de llegadas durante una hora y media. Pero papá no salió por ahí, sino directamente desde la pista de aterrizaje en un coche de la policía.
Casi a la misma hora, veinticinco conspiradores más fueron apresados y repartidos entre la cárcel de Nigua y la Fortaleza de Ozama. A mi padre le tocó la segunda.
La Fortaleza de Ozama aún se puede ver, y hasta visitar, en pleno centro colonial de la ciudad, sobre un farallón de la orilla occidental del río, a unos cien o doscientos metros de la desembocadura. En un principio, debía servir para proteger la entrada del puerto. Pero el agua ha horadado tanto la piedra caliza del farallón que siempre se temió un derrumbe. Más adelante, su explanada se llenó de viviendas que hacían imposibles las operaciones militares. Un siglo después de su construcción, a principios del xvii, se la declaró inútil y sin importancia. El portal que rodea a la torre fue la última construcción de la colonia española. Tuvieron que pasar varios siglos para que Trujillo descubriera su utilidad.
El dictador la trataba como su juguete. Le ganó unos metros al mar y expandió sus murallas para terminar convirtiéndola en una prisión de máxima seguridad. En su interior permanecían constantemente incomunicados treinta presos en cada celda de cinco metros cuadrados. Muchas de esas celdas no tenían luz, ventanas ni puertas, sólo rendijas concebidas originalmente para albergar francotiradores y agujeros para arrojar a los presos a su interior. De ahí sólo se salía para los interrogatorios y las torturas, que incluían látigos con puntas de hierro, amenazas de muerte, golpes.
Papá, quizá por dignidad, nunca me habló del tiempo que permaneció preso. Michellangelo sí declaró públicamente después que lo molieron a golpes de fusil y bayoneta, que lo enterraron del cuello para abajo cerca del agua, que su brazo quedó paralizado y lo dejaron siete días sin comer, hasta que estaba tan débil que no podía ingerir alimentos aunque se los pusiesen enfrente. No le permitieron bañarse ni cambiarse de ropa en todo el cautiverio, y su único retrete era una lata de querosene. Michellangelo sufrió gripe, fiebres y malaria. Otros testimonios afirman que a los muertos dentro de la cárcel se les dejaba ahí hasta pudrirse, y que la única agua disponible para beber era la que usaban para bañarse los tuberculosos. No había ninguna asistencia médica y las únicas visitas permitidas eran las de chinches y liendres. Pero papá nunca habló de eso.
A mi madre, el gobierno no le dio ninguna explicación. No hubo una denuncia formal, ni siquiera una carta. Tuvo que enterarse por el Departamento de Estado de los Estados Unidos -que lo había averiguado por sus servicios de inteligencia- de que los hombres de Trujillo habían sacado del avión a papá y lo habían encerrado en la cárcel acusado de conspirar contra el gobierno. A mí me decía que papá estaba de viaje y volvería pronto, y se pasaba las noches en vela a mi lado, como si yo también pudiese ser secuestrada.
Ningún libro puede expresar en su totalidad las vivencias cotidianas de quienes están involucrados en esas circunstancias. Para mi madre, que había sido criada a la antigua y tenía poco interés por la política y los negocios, la noticia de la detención fue un directo al corazón. Para protegerla, mi padre no le había dicho ni una palabra de lo que ocurría. Su primera reacción fue pensar que se trataba de un error.
– Esto tiene que ser un malentendido -decía a los diplomáticos americanos.
– Lo peor, señora, es que no -respondían ellos.
La embajada norteamericana reportó a su país que Minetti era un hombre conocido por su discreción y por la propiedad con que se conducía en sus funciones consulares, cuya detención se debía a móviles políticos. El informe era cierto, pero ocultaba el hecho efectivo de que existió el complot. Si la embajada sabía o no de la participación de papá, es algo que quedará siempre en el limbo de la ambigüedad diplomática. Lo cierto es que con su defensa de mi padre, se defendían también los intereses de multinacionales como Ford Motors, cuyo concesionario era papá. Porque tras la captura de los conspiradores, el gobierno dominicano dio una ley con nombre propio y efecto retroactivo que adjudicaba al Estado la administración de todos sus bienes.
Estados Unidos, Italia e incluso la Alemania de Hitler comenzaron a presionar. Las potencias percibían la detención de papá como un ensayo del gobierno por encarcelar a sus competidores -incluso extranjeros- para quedarse con sus bienes. Se sabía que otros extranjeros como Mitchell estaban en la mira, y Minetti era la llave de esa prometedora caja de caudales.
El proceso judicial -como todos los procesos políticos de la época- fue una farsa. Alguien, quizá algún invitado de aquella vieja cena, había entregado a los conspiradores, pero en poder de la acusación no obraba ni una sola prueba. Tampoco se mostró un gran interés por conseguirlas, pues para condenar a los enemigos de Trujillo bastaba una sospecha. El juicio se realizó un mes después del arresto y no tomó más de quince minutos. La sentencia, que ya estaba mecanografiada antes de empezar la sesión, condenó a papá a cuatro años de prisión. Ninguno de los esfuerzos diplomáticos bastó para que un abogado pudiese visitar a mi padre, ni siquiera para que hubiese testigos durante el veredicto.
Mamá siempre había sido una mujer muy fuerte, pero tras cerciorarse de que ella misma tendría que asumir una enorme responsabilidad si quería volver a ver a papá, su ánimo se robusteció aún más. Casi vivía en las legaciones diplomáticas, buscando una salida, un salvoconducto, un arreglo judicial o extrajudicial. Cuando todo hubo fracasado, ella no se rindió. Por el contrario, decidió transmitir ese coraje a mi padre. Fue a verlo para pedirle que resistiese y hacerle saber que estaban haciendo todo lo posible. Las visitas, por supuesto, no estaban autorizadas. Ella lo sabía pero le daba igual. Bajó del coche sin dudarlo y se acercó a paso firme a la puerta de la fortaleza. Ahí, un guardia se le acercó:
– Señora, no puede estacionar en esta zona.
Ella se volteó hacia el chofer.
– Espérame ahí mismo, que ya salgo.
Y continuó caminando. El guardia trató de insistir, pero mi madre siguió adelante sin mirarlo siquiera. Entonces se acercó al chofer y le explicó lo mismo, ya no con los modales que una dama requiere sino con la simple insolencia con que un hombre armado se dirige a un civil:
– Oye, sal de acá, coño, que no te puedes quedar.
El chofer se bajó del coche y le respondió:
– Mira, mi hermano, yo sé que tu jefe tiene cojones, pero la mía da una orden y yo no me atrevo a negarme. Si quieres que me vaya, habla con ella.
El soldado siguió gritando con acento marcial, pero no había remedio. El único modo de sacar el coche era con una grúa o una orden de mi madre, que ya estaba en la puerta. Ahí, un sargento se cuadró y le pidió sus documentos de identificación. Una vez más, ella avanzó murmurando algo así como «muchachito insolente, a mí no me vas a levantar la voz». Ya en el portal, los soldados de guardia cruzaron sus fusiles frente a ella. Ella pasó por debajo de las armas y entró en el recinto. Los soldados se habían quedado tan sorprendidos que no atinaban a nada. Adentro, un grupo hacía prácticas físicas y ella pasó enfrente de todos sin que supiesen quién era. Al fin, apareció el comandante dando gritos:
– ¡Pero bueno! ¿Quién es esa señora?
Los guardias dijeron:
– Una loca, definitivamente.
– ¿Y qué hace ahí, que no la sacan?
– No sabemos. No se deja sacar.
A todo esto, mi madre había llegado ya a la torre y la rodeaba llamando a mi padre en voz alta. El comandante, furioso, reprochó la falta de hombría de sus subordinados y se acercó a ella.
– ¡Señora, usted no puede estar aquí!
– Pues mire usted, ya estoy.
Los soldados miraban al comandante con el gesto marcial y la sonrisa en los o j os.
– Lo siento, pero voy a tener que expulsarla.
– Ajá -dijo ella sin resultar retadora, como si fuese lo más normal del mundo-. Tendrá que hacerlo por la fuerza. ¿Es tan hombre como para golpear a una mujer?
El comandante se vio de repente ante una situación sin salida. No podía sacarla a patadas ni dar esa orden a los mismos soldados a los que había reprochado su falta de autoridad. Cinco minutos después, la supuesta loca estaba hablando con papá a despecho de los fracasos de las potencias internacionales, mientras el comandante amenazaba a sus hombres con encerrarlos en la misma fortaleza si alguien se iba de la lengua.
Mi padre recibió la visita como un bálsamo. Resistía las inhumanas condiciones de la prisión con toda la dignidad que le era posible, con la mirada limpia y la moral alta. Tuvieron un encuentro breve pero emotivo. Aparte de las preguntas de rigor por la familia y del mensaje de ánimo, casi no hablaron. Pero a ambos, la entrevista les permitió renovar sus fuerzas y su confianza en que las cosas mejorarían. Al final, se despidieron mandándose besos y, esta vez sí, los soldados tuvieron que arrastrar a mamá del brazo hasta la puerta. Cuando salió, el guardia de la calle seguía hablando con el chofer, pero había cambiado de tono:
– Por favor, hermano, si el comandante te ve aquí, me voy a meter en un lío. Por favor, muévete…
Mi madre volvió a subir al auto y el chofer le hizo una seña de camaradería al guardia. Luego se fueron tan tranquilos. Porque a ella no había manera de detenerla.
Finalmente, cuando papá llevaba cuarenta y cinco días en la cárcel, la ayuda vino de donde menos se la esperaba. De un italiano llamado Benito Mussolini. Ya he dicho que papá era cónsul de Italia, pero debo añadir que no era cualquier cónsul. Había estudiado esgrima con el conde Ciano, que se convertiría en yerno y canciller de Mussolini, y mantenía con él una relación cercana a pesar de la distancia.
El 15 de mayo, el
Para aumentar la presión, Mussolini envió a la República Dominicana un representante personal, un camisa negra gordo y con porte autoritario llamado Migliavata, que hacía sonar sus botas militares más fuerte que las del Chivo, y que llegó a la entrevista de muy muy mal humor. Era la última conversación que Italia ofrecería a Trujillo.
– General Trujillo -dijo el italiano nada más entrar-, nuestro Duce se está impacientando. Usted ha violado la inmunidad de un funcionario diplomático.
– ¡Pero si es un conspirador! -respondió el Chivo.
– Eso lo podríamos saber si hubiese tenido un juicio más regular. En las circunstancias de su condena, dudamos de la veracidad de las acusaciones.
– No hemos hecho nada que no hayan hecho ustedes con sus enemigos políticos.
– Fingiré que no he entendido esa insinuación, general.
– Quiero decir que un régimen fuerte no puede dejarse espantar por…
– ¿Por un cónsul de otro régimen fuerte? ¿Quiere usted decir que la detención de Minetti implica un desafío a la Nación Italiana en su conjunto?
Trujillo sudaba y, cuando se veía perdido, sonreía.
– De ninguna manera, cónsul. Buscaremos una salida. Yo me ocupo.
Eso podía significar que resolvería el problema, o también que mandaría matar a papá.
5.
Diana acabó de leer los últimos avances con los ojos muy
Bebí un trago de la gorda copa que me habían traído y
– ¿Por qué no me dijo usted lo de la conspiración de su padre?
– Porque no lo sabía. ¿Estás seguro de eso?
Le mostré los documentos que lo confirmaban. Eran contundentes. Su padre aparecía inclusive en libros de historiadores, estudios y reportajes. Ella no respondió. Yo continué el interrogatorio:
– ¿Y sabía que era fascista?
– Sí sabía que era fascista. Bueno, era italiano. Los italianos eran fascistas. Al menos la gente bien. Pero no era muy, muy fascista. Yo diría que era como un pequeño Berlusconi de los trópicos.
– Por Dios, Diana, era el jefe del Fascio para todo el Caribe.
– ¡Eso no lo pone aquí!
– Claro que no. Esas memorias son de usted. Usted no diría eso.
Se quedó pensando un poco más. Yo también. No teníamos claro hasta qué punto sus memorias podían incluir cosas que no estaban en su memoria.
En realidad, toda la historia de la conspiración era producto de mis conversaciones con historiadores, antiguos empleados de su padre y ancianos periodistas durante mis dos semanas en la República Dominicana. La mayor parte de la investigación la había hecho yo solo. Después de la entrevista con Mitchell, Jesús Gómez se había dedicado a dormir durante el día y jugar a las tragamonedas durante la noche. Gómez ni siquiera había podido contestar a mi intento de entrevistarlo a él, porque estaba demasiado sordo. Así que yo me pasaba el día hurgando en bibliotecas y archivos, y haciendo entrevistas. Y la noche, leyendo y alcoholizándome en el hotel. Las primeras noches había tratado de salir a pasear, pero poner un pie en el malecón atraía a una nube de mulatos que querían venderme coca y putas, y no me apetecía. Tampoco me gustaba que me hablasen siempre como si fuera español. Con esa rutina -y sin nadie con quien hablar aparte de mis entrevistados- había elaborado una investigación muy completa y rigurosa sobre el padre de Diana. Aunque no necesariamente había encontrado las cosas que ella buscaba.
– Hay… hay mucha más información que aún no he usado -continué-. Podría resultar… comprometedora. Además, no sé si estamos haciendo un libro sobre usted o sobre su padre.
– Papá tiene que estar en el libro. Era un héroe. Conspiró contra Trujillo.
– Digamos que era un personaje interesante. Ambiguo. ¿Nunca habló de esto con usted?
– No.
No me sorprendió. Durante todas nuestras entrevistas, Diana no había sido capaz de recordar un solo diálogo entre ella y nadie de su familia. Nada más que generalidades y fórmulas de cortesía. El mundo podía explotar a su alrededor sin que ella perdiese los estribos. Y lo mismo se podía decir del resto de su vida. Ella no
– Escuche, Diana -traté de explicar-, el libro que tenemos entre manos es muy distinto del que habíamos planeado. Los recuerdos de usted van por un lado, y la historia de su familia, por otro. Para escribir unas memorias coherentes y profundas, como quiere Jesús Gómez, vamos a tener que hablar de política. No sólo necesito sus anécdotas. Son fundamentales sus opiniones sobre las cosas que ocurrían en el mundo.
Ella meditó unos minutos y respondió:
– Conocí a Jacqueline Kennedy, ¿eso sirve? Ella estuvo casada con un político. Pero cuando yo la conocí, ya estaba casada con Onassis. Fue durante un viaje por las islas griegas. Yo iba en el yate de la hija del duque de Marlborough y, en un momento, ella señaló una isla cerca de donde estábamos. Dijo que era Skorpios, la isla de Onassis. Y le comenté que Jackie era mi vecina, y que vivía en el mismo edificio que yo en la Quinta Avenida. «Una pesada», sentenció la duquesa, y despachó el tema con una mueca de cansancio. Luego dio orden al maquinista de acelerar, no fuera a ser que nos cruzásemos con el yate de esa mujer, a la que consideraba francamente insoportable.
Comprendí que esa historia no llevaría a ninguna parte. Daba igual. Diana estaba perdida en sus recuerdos, feliz en su mundo de islas griegas y grandes apellidos, incapaz de detenerse.
– Pero nuestro maquinista era un amigo de mi anfitriona que no tenía idea de barcos, y terminamos encallando en Skorpios. Como era inevitable, pedimos ayuda a la isla. Y llegó a nuestro lado su barco, el
Y sonrió, con cara de haber dicho algo brillante que arrancaba aplausos en todas las cenas. Diana estaba entrenada para ser encantadora, y lo era. Pero, definitivamente, de política no tenía ni idea.
– Bien, hablemos un poco del trabajo de su padre como cónsul -dije desesperado.
Una vez más, mi idea del libro estaba cambiando. Se iba convirtiendo en una radiografía de la corrupción de la clase dominante latinoamericana, un testimonio que nadie había escrito, contado desde la voz de una protagonista. La otra cara de la moneda de mi novela sobre la miseria del Amazonas. Pero esta historia era mejor, porque era real. Era literariamente perfecta. Hasta podía pensar en una trilogía. El único estorbo ahora era mi protagonista, que insistía en hablar de sus irrelevantes tonterías familiares. Era como conversar con Stalin y que te cuente sus hábitos de desayuno.
El conflicto entre
Las nuevas revelaciones sobre su propia biografía familiar confundían también a Diana. Su historia no era la que ella creía, y no sabía bien qué hacer con ella. Idolatraba a su padre, porque mientras él vivió, la familia fue feliz, al menos según su sentido de la felicidad. Pero el halo de inocencia que envolvía a papá Minetti se estaba desvaneciendo, y eso la hacía dudar. Un día, quería escribir un libro sólo sobre su padre, para limpiar su nombre. Otro día, volvía a hablarme del litigio por la herencia y prefería limitarse a ese tema. Ya no estaba tan segura de publicar una memoria personal. Empecé a sospechar que eran los prolegómenos para que Diana diese el libro por terminado, y a mí por despedido. Quizá ella no quería saber más de su propia historia, porque temía lo que pudiese surgir a la luz.
Por las noches, en su estudio de Saint-Placide, Mariela me decía:
– ¿Cómo has podido decirle lo de su padre? Has debido callártelo.
– Mi trabajo es decirle la verdad. Investigo y se lo cuento.
– ¿Y cómo es que ella no lo sabía?
– Creo que su familia la mantuvo siempre apartada de los negocios. Era la niña de la casa. A las ricas las educaban para casarlas con otros ricos. Así funcionaban las fusiones empresariales. Y de todos modos, en esa casa no se hablaba mucho.
– Ni tú hablarás con ella mucho más si deja de gustarle lo que escribes.
Mariela tenía razón. Diana no quería saber la verdad sino sólo dejar una historia bonita para la posteridad, como los retratos que se mandaban hacer los nobles europeos. En mis investigaciones había encontrado varias biografías de figuras políticas del Caribe escritas por periodistas a sueldo que hablaban hasta de la «virilidad y contextura atlética» de sus biografiados y no escatimaban elogios para esos «excelsos representantes de la cubanidad». Los biografiados pagaban libros que hablasen bien de ellos y luego financiaban anónimamente su publicación mediante fondos editoriales universitarios. Los libros no eran ningún éxito editorial, pero quedaban para la posteridad, aunque fuese en oscuras bibliotecas de Miami. Diana, de hecho, nunca había hablado de publicar sus memorias. Tal vez quería simplemente algo así, una hagiografía, una oda, un elogio, y yo estaba tratando de convertir ese pasquín en el libro que revolucionaría la historia del Caribe.
– Me da igual que no revoluciones la historia del Caribe -dijo una noche Mariela-. Pero me daría pena que no vuelvas a París.
Todo se venía abajo. Mis viajes a París empezaron a espaciarse. Con frecuencia, Diana dejaba pasar varias semanas -cada vez más- sin llamar. Yo no me atrevía a hacerlo.
Para colmo, cada vez era más difícil viajar. Mi permiso de retorno había expirado. Y mis nuevos papeles se estaban retrasando. Para agravar las cosas, desde el 11 de septiembre, la seguridad en los aeropuertos se había redoblado. Pedían identificación, documentos, tarjetas de residencia. Y yo no tenía nada de eso.
En los últimos viajes del año, desarrollé una estrategia arriesgada pero eficaz para pasar los controles de seguridad: cuando me pedían mis documentos en España, mostraba mi residencia vencida y decía que en París tomaría la conexión para volver al Perú. Eso no era ilegal y, en cualquier caso, me estaba yendo de España. Mejor para ellos. Uno menos.
Luego al volver, en Francia, cuando me pedían los papeles montaba un escándalo:
– ¡Soy un ciudadano español y no tengo obligación de mostrar ni un puto papel para moverme al interior del espacio de la comunidad europea signataria del Acuerdo de Schengen! -me indignaba muy en francés legal.
En esos días, el aeropuerto Charles de Gaulle estaba lleno de policías armados y por los altavoces se anunciaba que los equipajes sin dueño encontrados en los pasillos serían automáticamente destruidos. No se podía llevar ni una navaja de afeitar. A los árabes de cualquier condición les pedían papeles extras y les preguntaban varias veces cuál iba a ser su recorrido, para ver si se contradecían. A las mujeres les quitaban los velos y las revisaban. Al menos yo tenía cara de español. Cuando me enojaba, los funcionarios se disculpaban conmigo, me explicaban que la cosa era sólo con los extranjeros y aceptaban como identificación mi tarjeta de estudiante, que no consignaba mi origen. Yo esperaba que la treta durase lo suficiente, porque no se me ocurría otra.
Luego comprendí que no necesitaría ninguna treta más. Porque después de las vacaciones de Navidad, Diana dejó de llamarme definitivamente.
En Madrid, las cosas no andaban mucho mejor. De hecho, no tuve mucho tiempo de pensar en lo de Diana, porque surgieron nuevas complicaciones por el lado más inesperado, el que nunca habría creído: mi siempre cariñosa y maternal tía Puri.
Una vez al mes, sin falta, yo almorzaba con tía Puri y su esposo el Veterano, y les llevaba el dinero del alquiler. La pasaba bien en esos almuerzos. El Veterano no paraba de contar historias de la Guerra Civil. Los amigos de la pareja estaban aburridos de él, pero a mí me divertían sus batallas y sus narraciones sobre cómo perdió la pierna o qué porquerías comían en el campo de batalla. Para el Veterano, el tiempo parecía haberse detenido en 1939. Su única manera de entender el mundo era a través del prisma de la guerra: la gente se dividía en «rojos» y «fachas», el mundo se dividía en buenos y malos y su guerra aún continuaba. Como ya estaba muy viejo, no recordaba mucho más de la vida. De hecho, pensaba que yo era chileno. Siempre me comentaba cosas bonitas de Chile, a veces hasta me cantaba el himno chileno y elogiaba que Pinochet hubiese entrado a tiempo a salvarnos del enemigo comunista. En fin, nunca creí que diría esto de alguien que defiende el asesinato de diez mil personas, pero a su manera, el Veterano era tierno.
Tía Puri también era una veterana de la vida. Y sobre todo, una veterana del amor. Durante la guerra, mientras su futuro esposo se batía en las trincheras, ella huyó de casa con su novio de juventud. Años después se metió a monja, pero abandonó los hábitos cuando se enamoró de un productor de Hollywood. Con los años, dejó al productor por un diplomático colombiano veinte años mayor que ella, al que acompañó hasta su muerte. Y finalmente, con más de setenta años cumplidos, se casó con el Veterano ante la oposición de mi abuela, que creía que se estaba casando con un trabajo de enfermera. Pero tía Puri tenía un instinto romántico para vivir, y no había desperdiciado ninguna oportunidad de amar.
Con esa ajetreada historia, tía Puri era una extraña mezcla entre mujer cosmopolita y señora conservadora. Había recorrido mucho mundo, pero consideraba que si hay tantos pobres en el planeta es porque ellos quieren. Cuando le dije que me mudaría con Paula, nos permitió quedarnos en su casa, pero sólo si mi madre estaba al corriente. No le preocupaba que viviese en pecado, pero no le gustaba que me hubiera enamorado de una extranjera. Creo que no había notado que yo también era extranjero. Y ateo. Y rojo (bueno, sólo cuando hace falta). Y alcohólico. El día que sepa todas esas cosas, a la pobre le va a dar un soponcio.
En fin, al que sí le dio un soponcio fue al Veterano. En uno de mis regresos de París, me enteré de que lo habían hospitalizado por una obstrucción arterial. Mi tía Puri estaba desesperada. Se había despertado una noche y lo había encontrado tirado en el suelo, agitándose para tratar de llegar a su silla de ruedas. Cuando fui a visitarlo al hospital, conocí a sus dos hijas, que apenas lo habían visitado en cinco años. Tía Puri y las hijas se llevaban muy mal. Una mañana, a gritos en el pasillo del hospital, una de ellas la acusó de tratar de envenenar a su padre.
Como la situación era muy grave, las tres mujeres aparcaron sus diferencias, al menos hasta el desenlace fatal. A su edad, sin pierna y con la cabeza como la tenía, nadie esperaba que el Veterano sobreviviese. Pero contra todo pronóstico, no murió. Después de una semana en la Unidad de Cuidados Intensivos, pasó a una habitación, y finalmente fue dado de alta. Esta vez, las hijas lo acompañaron de regreso a su casa, con la certeza de que no le quedaba mucho de vida.
Haré la historia corta: a los tres días, tratando de entrar en su casa después de las compras, la llave de tía Puri se trabó. Pensó que se habría estropeado y tocó el timbre. Al abrirse la puerta con la cadena puesta del otro lado, asomaron las hijas del Veterano:
– Hemos cambiado la cerradura.
– ¿Cómo que han cambiado…? Ésta es mi casa.
– No. Es la casa de nuestro padre. Y tú lo estás envenenando para quedarte con ella. Pero no te lo permitiremos.
Antes de que cerrasen, mi tía logró ver sus lenguas bífidas sacudiéndose de placer.
En España, si un hombre muere, su pareja tiene derecho a permanecer en el domicilio conyugal. Las hijas, viendo cercana la muerte del viejo, decidieron prevenir esa eventualidad. A fin de cuentas, el Veterano no era ya capaz de valerse por sí mismo. Y así, de esa forma injusta y despiadada, terminó el último amor de mi tía Puri, la mujer que nunca se negó a querer.
Y así, por supuesto, terminó mi contrato preferencial de vivienda. Mi apartamento, reservado para crisis humanitarias de la familia, ahora tenía en lista de espera una nueva ocupante.
Yo pensaba que, de todos modos, ya era hora de mudarnos. Tía Puri había sido demasiado generosa y seguía siéndolo. Yo había acabado de estudiar, y tenía un trabajo. Era hora de dejar atrás la casa, la Biblia, el retrato del bisabuelo y los crucifijos, como recuerdos de un tiempo pasado.
Pero, una vez más, me equivoqué: los tiempos difíciles no habían pasado. Estaban empezando.
Si eres extranjero, encontrar un piso en Madrid puede ser como encontrar una nevera en el infierno. Al oír tu acento en el teléfono, los propietarios imaginan a hordas de gitanos y sudacas arrancando los váteres y levantando los pisos, y así es muy difícil que confíen en ti. Paula y yo empezamos a despertarnos todos los días a las siete para comprar la revista de anuncios clasificados bajo el frío de diciembre. De siete a ocho, marcábamos los pisos que podíamos pagar. A partir de las ocho, comenzábamos a llamar por teléfono. La primera llamada fue más o menos así:
– Hola, llamo por el piso del anuncio.
– ¿Y te mudarías tú con quién más? No es que importe, pero…
– Con una amiga.
– ¿Es tu amiga o tu novia? No es que importe, pero…
– Es mi novia.
– ¿De dónde dices que eres?
– Del Perú.
– ¿Y ella?
– De Brasil.
– ¡Brasil! No será negra, ¿no? No es que importe, pero…
No nos dieron ese piso. Ni el siguiente, ni el siguiente, ni el siguiente. A menudo, con sólo oír mi acento, decían que el piso estaba alquilado. Le decían lo mismo a Paula. Algunos nos permitían ir a ver los pisos, pero luego nunca nos escogían entre los candidatos. Muchos de los propietarios, además, exigían nómina de trabajo o un aval. Ninguno de nosotros tenía nada de eso. En teoría, ni siquiera trabajábamos. Al final del primer mes de búsqueda, empezamos a temer que esto iba a ser más difícil de lo que parecía. Mientras tanto, mi tía presionaba -con toda razón- para que yo soltase el piso. Y yo, dadas las circunstancias, me sentía como una cucaracha. Solíamos tener diálogos como:
– Estoy buscando el piso, tía, pero no es nada fácil. Con lo de ser extranjero…
– Pero tú no eres cualquier extranjero. Eres como un europeo más. Tienes educación y buenas costumbres…
– La gente que viene a vivir a España también tiene buenas costumbres: las suyas.
– No, hijo, perdóname pero no. Hay barrios horrorosos llenos de inmigrantes que no son como tú sino… de los otros. Y son muy desagradables. Yo lo veo por la gente que ha trabajado en mi casa: las marroquíes son limpias, pero no hablan ni una palabra de español. Las peruanas y colombianas hablan mejor, pero son muy mugrientas. Y además, en cuanto tienen los papeles, se van.
– ¡Claro que se van! Porque no han venido a ser empleadas domésticas. Para eso se quedaban en sus países.
– Horrorosas, hijo.
Tradicionalmente, en nuestros almuerzos, cuando la conversación se empezaba a poner incómoda, el Veterano contaba alguna anécdota de la Guerra Civil, todos cantábamos el himno de Chile y la sobremesa se perdía por otros caminos. Pero ahora, ese escape había desaparecido.
La urgencia de encontrar piso empezó a crear un mal ambiente entre Paula y yo. Cada mañana, Paula salía a buscar y volvía con las manos vacías. Yo me quedaba en casa escribiendo con la excusa de que era el que trabajaba, pero en realidad, conforme los viajes a París se espaciaban, también el dinero empezaba a desaparecer. Paula y yo nos culpábamos mutuamente de la desgracia, y sosteníamos largas discusiones que terminaban con lágrimas de rabia e incertidumbre. Empezábamos a preguntarnos si valía la pena pasar por todo eso para seguir juntos. Nada había podido separarnos tanto como la maldita búsqueda de piso.
En esa situación, todo me ponía terriblemente tenso, incluso las llamadas de mi familia desde Lima:
– ¿Y cómo va todo? ¿Has conseguido un trabajo de verdad?
– No, papá. Sólo el de la señora Minetti.
– ¿Y papeles?
– En realidad, no.
– ¿Y vas a publicar algún libro? ¿O te van a producir un guión?
– Bueno, la verdad, tampoco.
Llegó un momento en que entendí que ellos sólo querían escuchar que yo estaba bien. Tu familia es como un gran ojo de tu pasado que te observa porque te quiere, pero al que no puedes decepcionar porque sabrán que eres un fracasado y se lo dirán al resto de la ciudad y del Perú que te espera para echarte en cara que eres un desastre y que ya nunca volverás a salir de ahí. Entonces aprendes a contestar el teléfono así:
– ¿Y? ¿Cómo va todo? ¿Conseguiste un trabajo de verdad?
– Parece que sí. Me han comprado unos guiones y colaboraré con una revista.
– ¿Y papeles?
– Con esas dos cosas podré iniciar el trámite. Es un trámite simple, será rápido.
– ¿Y vas a publicar algún libro?
– Estamos negociándolo con dos editoriales. Veremos qué pasa.
Y tu familia cuelga feliz, porque su hijo ha triunfado. Y empiezas a recibir correos de tus amigos, que quieren saber cuándo se estrena tu película en Lima o cómo se llama el premio literario que te has ganado o si vas a volver ahora que trabajas para la BBC. Y entonces, entre todas las mentiras que tratas de hilar, entiendes que a la gente le basta con eso, prefieren las mentiras agradables que las verdades duras. Quizá la vida sea un poco como la literatura: un montón de mentiras bonitas para soportar las verdades.
Cuando todo parecía perdido y pensábamos que acabaríamos durmiendo bajo un puente, una inmobiliaria nos ofreció un piso perfecto cerca de Plaza de España: un lugar amplio, con espacio independiente para escribir, en un quinto piso, frente a los cines de versión original. Costaba mucho más caro de lo que teníamos planeado, pero era un sueño. Y en cualquier caso, no había opción. Teníamos que dejar el apartamento de mi tía cuanto antes. Decidimos tomarlo.
Ya íbamos a firmar el contrato cuando recibimos una llamada del agente inmobiliario. Hasta ese momento, había mostrado mucha seguridad para ofrecernos el piso, pero ahora había duda en su voz:
– Verás, va a haber una reunión con los propietarios. Una rutina, para que os conozcáis. Quizá sería bueno… No sé cómo decírtelo…
Él no era capaz de completar la frase. Pero yo sí:
– Fingir que somos europeos.
– Hombre, no exactamente… En realidad…
– ¿En realidad qué? ¿Qué exactamente?
– No te lo tienes que tomar así, joder, es que…
– ¿Y cómo me lo tengo que tomar? Somos extranjeros, coño, ¿y qué? Podemos pagarlo. Tenemos el dinero. ¿Esto no se trata de dinero?
– No se trata de eso, es que no confían…
– ¿Y si fuéramos maricones?
– ¿Qué?
– Maricones, gays, homosexuales, ¿y si fuéramos maricones pero europeos? Al menos uno europeo, ¿eso les vale?
– Hombre, supongo que sí. Son un poco fachas y eso, tú sabes, pero la pela es la pela. Los gays siempre pagan sus alquileres a tiempo. Están muy bien considerados en el mercado.
– Perfecto. Mañana a las ocho. Y tranquilo, tendrás tu comisión por este piso.
– Hombre, muchas gracias, ¿eh? Ojalá todo el mundo fuera tan comprensivo.
Colgué y llamé a Javi. Tenía voz de acabar de levantarse. En el fondo de la línea sonaba un videojuego de guerra. Le pregunté:
– ¿Qué tienes que hacer mañana?
– Nada, tío. Si yo nunca hago nada. Tengo un nuevo juego de fútbol…
– Olvídalo. Me tienes que ayudar.
Javi no quiso ni oír hablar del tema. Costó horas de cervezas y porros animarlo. Le dije que sería divertido y que él no tendría que firmar nada. Sólo tenía que ser español. Dijo «me cago en la puta» ochenta veces, preguntó qué pasaría si, por casualidad, alguno de los propietarios conocía a su padre, pero acabó aceptando.
Al día siguiente, dragamos su guardarropa para ver si tenía algo decente que ponerse, y no sólo decente:
Yo me corté el pelo y me puse un abrigo de mi padre y una bufanda de alpaca que parecía carísima. Me afeité. Antes de salir, tomamos una copa. De whisky, claro, pero sólo una.
Los propietarios del piso eran una pareja que parecía sacada de la familia Monster. De entrada nos miraron de pies a cabeza y con desconfianza. La vocera era la mujer, que chirriaba al andar, como si estuviera oxidada. No hablaba sino crujía:
– ¿A qué se dedican?
– Él es escritor y yo estoy en par… -empezó Javi, con esa estúpida manía de decir la verdad que creo que venden con la PlayStation.
– Yo soy traductor independiente y Javi trabaja para una transnacional de comunicaciones -interrumpí a tiempo-. Mientras arreglan los detalles de su contrato indefinido, yo avalaré la operación. Después les podremos mostrar su nómina definitiva.
Nuestra inquisidora pareció satisfecha.
– ¿Y ustedes estarán solos? No queremos subarriendos ni huéspedes.
– Tenemos un ama de casa brasileña estupenda. Cocina como una diosa. A veces duerme en casa. Pero no es nada de nosotros. No solemos recibir mujeres.
El esposo no pudo contener una risita. Su mujer lo miró con severidad y continuó:
– ¿Animales?
Pensé en mi gato. Era un desastre de bicho. Lo habíamos recogido de la calle en medio del invierno y lleno de parásitos. Se cagaba por toda la casa y Paula lo disculpaba siempre diciendo que había tenido una infancia muy difícil.
– No nos gustan los animales. Restan intimidad.
Otra respuesta ganadora. Javi se limitaba a mirarme, pero eso le daba un aire tímido, de gay que acaba de salir del armario. Yyyy finalmente… la pregunta decisiva:
– ¿Eres argentino?
Ésa es la manera elegante de preguntarlo.
– No, soy peruano. Pero toda mi familia es española y viví aquí mucho tiempo. Ahora he vuelto. Tengo un tío escritor: Toribio Vega y Centeno.
Sólo por su mirada de alivio y tranquilidad, supe que lo habíamos logrado. Me dijo que había leído a mi tío y le gustaba mucho. Perfecto. Era la hora de nuestro contraataque:
– No termina de convencernos la calle. ¿No será muy ruidosa?
La estrategia era no suplicar: exigir y criticar. Como si uno tuviera muchas opciones. Así el otro cambiará de actitud:
– No, no, no, de ninguna manera. Sólo están los cines en esa calle, y son de versión original, va gente culta y bien educada.
Vamos bien. Ahora la duda y la consulta de la pareja:
– No lo sé. No termina de convencerme. ¿Y tú qué opinas, Javi?
– Bueno, no sé, haremos lo que tú quieras.
El propietario volvió a soltar una risita nerviosa. Imaginé que un homosexual era algo que sólo conocía por las películas, afortunadamente. Su mujer salió a defender el piso:
– ¡De verdad, les encantará! Yo misma viví ahí mucho tiempo…
Cuando oí que nos trataba de convencer, salí de dudas: cerraríamos el trato. Al final, hasta ofrecieron colocar una nevera.
Al salir, Javi dijo:
– No quiero que vuelvas a meterme en ninguna de tus payasadas, tío.
– Qué lástima, porque podríamos ser un éxito, cariño. Tú y yo hasta el fin del mundo.
Le tomé la mano y lo besé. Javi trataba de estar serio, pero se le daba muy mal. Se rió y nos abrazamos. Paula nos esperaba en la esquina, y nos fuimos todos a celebrar. No sé por qué, cuando pienso en mi amigo, siempre recuerdo su imagen levantando la copa, con su pelo teñido y su pantalón apretado. Gran tipo, Javi. Un saludo para ti desde aquí, hermano. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
Tuve que desembolsar dos meses de adelanto, otro mes para la inmobiliaria y congelar en una cuenta seis meses de aval. Casi diez mil dólares. Todo el dinero que había cobrado de Madame desapareció en la operación. No terminaba de ser rico y ya había vuelto a ser pobre. Es lo que tiene el dinero, el muy canalla.
Pero logramos mudarnos, y yo recuperé las dos cosas más importantes de mi vida: la sonrisa de mi novia y la tranquilidad para escribir mi libro del Amazonas. Estaba tan obsesionado con el trabajo que a veces creía estar en el río. De tanto leer las crónicas de los viajeros, sabía adónde llevaba cada afluente, y qué especies animales se encontraban en cada región. En cierto momento de la historia, los personajes empezaron a liberarse de mí. Su mundo tenía ya contornos tan claros, tanta densidad y globalidad que les permitía actuar independientemente de mi voluntad. Yo era sólo un testigo de sus marchas y contramarchas, un relator de sus aventuras.
De alguna manera, mi viaje al Amazonas era real: cada línea de mi libro podía ser verificada y ratificada por una cita o una fotografía. Hasta me regodeaba en las armas de los indios y los procedimientos para producir el caucho, en la inmundicia de ciudades desconocidas y la soledad del mundo salvaje. Yo nunca había estado ahí, pero esa miseria era verdadera, como los sentimientos de sus personajes. En todo caso, ese mundo era tan real como el de Giorgio Minetti, que yo también conocía por fuentes ajenas, no por testimonio propio.
O sea, muy lindo todo, muy poético. Pero nada de eso me solucionaba el problema del dinero. Teníamos una casa nueva, pero nos alimentábamos a base de sopas de sobre y tabaco. Vivíamos frente al cine, pero nos contentábamos con mirar los carteles de las películas y ver la televisión. Nuestros muebles eran basura recogida de la calle (para recién llegados a Madrid, recomiendo seriamente el barrio de Salamanca. Basura de lujo. Puedes encontrar hasta sofás en buen estado, y a veces no tienes que pelear a navajazos contra un gitano por ellos).
No podría seguir con mi novela si no conseguía ingresos. Tampoco podíamos seguir viviendo así. Necesitábamos un trabajo. O robar un banco.
Una tarde, hojeando distraídamente el libro abandonado de Diana y su documentación, comprendí que sí tenía una forma de ganar dinero. Una forma efectiva, aunque no muy ortodoxa: quizá Diana no quería pagar para que yo escribiese su libro, pero sin duda pagaría para que
Con la información de que disponía, yo podía escribir sobre los negocios sucios del viejo: sus asuntos con Mussolini, sus arreglos con Trujillo, sus enjuagues con el FBI y su hermano espía. Podía contar la misteriosa historia del hermano de Diana. Con todos esos datos en mi poder, Diana comprendería que era mejor no enojarme. No querría que muchas historias de su padre saliesen a la luz. Ella estaba acostumbrada a tratar con mafiosos, y yo estaba haciendo un curso acelerado.
Escribí un capítulo bomba con los turbios asuntos de Minetti antes de la Guerra Mundial. Reuní todas las cosas que no le había contado a Diana. Si antes temía enojarla, ahora quería aterrorizarla. Supongo que estaba planeando un chantaje, una burda extorsión, pero tenía la certeza de que Giorgio Minetti, mi personaje, me habría comprendido perfectamente. Como yo, él también era un inmigrante. Sabía lo duro que es buscarse la vida, y sabía que la ley a menudo no es una ayuda, sino un escollo que salvar.
6.
El 1 de junio de 1935, Trujillo cedió a la presión internacional y liberó a papá con una única condición: debía abandonar la República Dominicana de inmediato.
Papá -y con él toda la familia- se exilió a la vecina isla de Cuba, donde recuperó la representación de la Ford Motors, y sus relaciones con Italia siguieron fortaleciéndose. Su mezcla de encanto personal y éxito en los negocios le valdría el nombramiento de cónsul general en el Caribe, las medallas de la Corona y la República, y lo que él más apreciaba, la Orden de Caballero del Trabajo. Italia llegaría a ofrecerle hasta un cargo de senador vitalicio. Pero yo no diría que era muy, muy fascista. Digamos que era como un pequeño Berlusconi de los trópicos.
En el fondo, para él, todo se trataba de negocios. La invasión de Etiopía le permitió refundar Minetti Inc. Italia necesitaba comprar automotores para sus ejércitos sin revelar sus planes militares. Papá, gracias a la Ford, los compraba en Estados Unidos y los vendía desde Cuba. Además, en su doble calidad de cónsul y empresario, mantenía informados a los italianos de los movimientos comerciales de Estados Unidos hacia Europa y, sobre todo, de las compras y ventas de armas en la región. Desde luego, era generosamente remunerado por esa información. Y, sin embargo, a la larga, los costes serían más altos que los beneficios.
En 1938, la diplomacia norteamericana empezó a investigar a todos los residentes en el Caribe vinculados al fascismo. Y todos los caminos llevaban a la oficina de Minetti Inc.
Trujillo encontró la ocasión perfecta para vengarse de papá. El gobierno dominicano difundió rumores sobre las actividades de espionaje de papá y sobre su autoridad en el Fascio. La guerra de información desatada proclamaba el «antinorteamericanismo radical» de Giorgio Minetti, y los medios de prensa de Trujillo promocionaron la detención de papá en 1935 como un ejemplo de que la República Dominicana fue «uno de los primeros países que se opusieron abiertamente al fascismo y sufrieron la prepotencia de sus líderes».
A mi padre, la campaña de desprestigio lo tenía sin cuidado. Pensaba que, en la medida en que tenía el apoyo de la Ford Motors, tendría el de Estados Unidos. Pero la cosa llegó aún más lejos: el apellido Minetti se había convertido en un insulto para el Chivo, y ya no se trataba de política, sino de odio. Mi familia debía pagar el precio de haberle dicho que no al Jefe. Hasta las cosas más ridículas podían hacer estallar la tensión contenida. Y en efecto, fue una cosa ridícula la que aceleró los problemas, una cosa tan ridícula, tan insignificante y absurda que respondía al apodo de Pipí.
Un día de marzo de 1940, el capitán del Ejército Romeo Trujillo (alias Pipí), hermano del dictador, chocó en su coche contra un funcionario de la legación italiana en Santo Domingo. Cuando el pobre funcionario bajó a protestar, Pipí, que estaba ebrio, le apuntó con un revólver a la cabeza.
– ¿Tú sabes quién soy yo? -dijo-. ¿Ah? ¿Sabes quién soy?
El italiano lo sabía, pero no podía siquiera pronunciar una palabra. Y se le hizo más difícil responder cuando Pipí le metió el cañón en la boca.
– Tranquilo, por favor -balbuceó-, yo sólo quiero llegar a un acuerdo.
– Conmigo no se llega a acuerdos, extranjero comemierda. Conmigo se hace lo que yo diga, coño.
– Está bien, pero por favor, no se altere.
– Yo no me altero. Si me llego a alterar, te mato, ¿me oyes? Y agradece que estoy de buen humor.
Luego le ordenó que se arrodillase de espaldas y contase hasta cien. Disparó varias veces, pero el italiano no se atrevió a voltear temiendo que alguno de los disparos fuese para él. Cuando el italiano terminó de contar, Pipí había desaparecido y las llantas de su auto tenían todas agujeros de bala.
La legación no quiso hacer un gran escándalo internacional por ese detalle, pero elevó la queja correspondiente y aprovechó para protestar porque el mismo Pipí había estado robándole madera a la familia Picciardi, de procedencia italiana.
El Estado dominicano pidió disculpas oficiales, pero Pipí estaba furioso. Decía que los dominicanos no tenían por qué humillarse ante esos extranjeros ni dejar que nadie de afuera les dijese cómo gobernar su país. Por presión suya, y debido a un retorcido sentido de compensación, un día de abril del año 40 mi tío Francesco, hermano de mi padre, fue acusado de espionaje y arrestado en la República Dominicana.
El tío Francesco sí era un espía, pero no a sueldo del Estado italiano, sino por encargo de papá, que necesitaba mantenerse informado sobre la República Dominicana. Así que, ante su arresto, Italia negó las acusaciones oficialmente. Habrían hecho lo mismo si él hubiese sido un verdadero espía. De todos modos, para papá lo más importante era siempre la familia, y no iba a soportar que Trujillo se metiese con ella.
Papá desarrolló un plan maquiavélico y muy eficaz, que parecía de película de espionaje. Primero, envió a Italia un mensaje cifrado:
– El general Trujillo está tratando de lograr una reunión de alto nivel con el Fascio.
El Ministerio respondió escéptico:
– No puede ser. Acaba de arrestar a un italiano acusándolo de agente nuestro. Por cierto, es el hermano de usted.
Papá argumentó que eso era una cortina de humo de cara a los Estados Unidos, y que las verdaderas intenciones del Chivo eran ofrecer la bahía de Samaná para la circulación de submarinos alemanes e italianos, que podrían monitorear el comercio entre los Estados Unidos y Europa. A cambio, la República Dominicana pediría a Italia armas y aviones.
Según papá, se trataba de una misión de alta confidencialidad y el mensaje le había llegado por canales confiables. Evidentemente, ninguna comunicación no cifrada, ninguna carta ni llamada telefónica, sería firmada o admitida por los dominicanos. Los italianos quedaron convencidos. El último mensaje desde Roma decía simplemente:
– Tiene usted carta blanca.
Después de eso, papá se puso en contacto con el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana. Le dijo que Italia estaba dispuesta a canjear al espía por armamento. Añadió que Mussolini quería usar la bahía de Samaná para localizar unidades de espionaje. Por supuesto, puntualizó, un servicio de tal magnitud sería bien pagado. La República Dominicana accedió fascinada. Les parecía mejor que lo que ellos mismos habrían negociado. Concertaron todo el plan de liberaciones y papá fijó las fechas de llegada de los cargamentos.
Trujillo pensó que podría jugar a dos bandas con Mussolini y Roosevelt. Como señal de buena fe, soltó al tío Francesco. Más aún, para sorpresa del mundo, permitió la entrada en el país de navíos italianos y proclamó la neutralidad de la República Dominicana ante el conflicto europeo.
Pero papá tenía preparada una última jugada: le pasó al FBI el informe, con lujo de detalles y fecha exacta, del supuesto desembarco de armas italianas. Así mostraba también su lealtad a Estados Unidos. Y finalmente, en una vuelta de tuerca de ajedrecista, informó a la misma Italia que el FBI había detectado el desembarco.
– Probablemente -sugirió en su mensaje al Ministerio- todo esto ha sido una trampa de Trujillo para que Estados Unidos se quede con nuestras armas. No se puede confiar en estos dominicanos.
El día del desembarco, la bahía estaba llena de agentes americanos y dominicanos. Pero no había un solo barco italiano.
Los americanos atribuyeron el fiasco a la proverbial ineficiencia dominicana. Alguien debía haberse ido de la lengua. Los dominicanos se explicaron la ausencia de los italianos por la cantidad de agentes americanos que había en el lugar. Y si algún agente italiano fue enviado a verificar la situación de la bahía, debió haber descubierto que casi un ejército entero esperaba a esos barcos, confirmando la versión de papá en Italia. Lo importante era que, para entonces, tío Francesco estaba libre y a salvo. Y papá volvía a ganar una batalla en su guerra contra el Chivo.
¿Quién ríe último en política?
Esto no es como el boxeo. No se sabe el número de asaltos. Ni siquiera el de oponentes. Cambian según de dónde sople el viento. Y desde finales de los años treinta, vientos huracanados soplaban contra la embarcación de papá, vientos que ni siquiera podía salvar la rosa náutica que él usaba como símbolo. Trujillo al fin tendría su venganza y ganaría la partida, aunque sin mover un dedo. Casi por casualidad.
En diciembre de 1941, después del ataque a Pearl Harbour, Estados Unidos entró en la guerra. Los países satélites de los aliados declararon al unísono la guerra al Eje. Cuba y la República Dominicana, pretenciosamente, les declararon la guerra a Alemania, Italia y Japón. El representante italiano en la República Dominicana fue arrestado y enviado a los Estados Unidos para ser canjeado por otros rehenes. La legación norteamericana preparó varias listas negras de empresas con las que los norteamericanos no podían negociar, de cuentas bancarias que debían ser congeladas y de fascistas que debían ser, en el mejor de los casos, vigilados. Mi padre y sus empresas encabezaban todas las listas.
La presión no se limitó a las instancias políticas. La Ford Motors estaba enterada de la venta de automotores a Italia para invadir Etiopía, y había mantenido un largo silencio al respecto. Sin embargo, si comenzaban las investigaciones, terminaría por hacerse público que una empresa-emblema de los Estados Unidos había estado armando a Mussolini. Había que evitar llegar a ese punto. Una mañana, papá recibió una llamada del presidente del directorio de su empresa, desde Estados Unidos.
– Minetti, nos ha llegado información sobre ciertos negocios suyos.
Él sabía que su conversación estaba siendo grabada. Papá también lo sabía. Los dos hablaban más para el FBI que para ellos mismos.
– No sé de qué negocios habla. Todo esto es una campaña de desprestigio.
– Nosotros estamos con usted, señor Minetti. Sólo queremos encontrar una salida en conjunto respecto al tema de Italia.
– He negado cualquier acusación. No tengo negocios con Italia. Tengo sólo una representación diplomática.
Papá hablaba como si tuviese un juez delante. El otro, como si sospechase de papá y no supiera nada.
– En cualquier caso, Minetti, comprenda usted que recaen en su persona sospechas de antiamericanismo.
– Comprendo, sí. Y comprendo el riesgo que esto entraña para la empresa.
– No sabemos qué hacer.
– Estoy dispuesto a dejar mi puesto para que la empresa pueda estar tranquila mientras transcurren las investigaciones.
– Deje que lo pensemos. Le enviaremos a alguien.
Una llamada perfecta y correcta, como la ejecución de una sinfonía. El negociador de la empresa llegó dos días más tarde a La Habana y ofreció a papá comprarle su representación de la empresa para que no perdiese el capital. Así, además, no sería necesario que nadie supiese de las ventas a Italia. Si hacían el pago por giro a una cuenta americana, la cuenta sería congelada y papá nunca vería el dinero. La Ford ofreció pagar en efectivo y en Argentina, para que papá pudiese conservar el capital y, eventualmente, abandonar el país. Y de paso, para perder el rastro del dinero.
No obstante, los problemas iban mucho más allá de la posición empresarial. Papá había reconstruido su vida y sus negocios en La Habana. Y ahora, una vez más, todo se derrumbaba ante sus ojos. Trató de mover todas sus influencias en el FBI, pero la respuesta era invariable. Era una figura demasiado visible para obviarla. Para los mismos servicios de inteligencia, retirarlo de la lista negra habría sido como firmar una declaración de concubinato con Mussolini. Su última conversación con un oficial del FBI fue más una súplica que un diálogo:
– Puedo romper lazos con Italia -ofreció papá, y era su última oferta, la más desesperada-, a cambio de un permiso para permanecer en Cuba.
– ¿Y cómo quedamos nosotros? -respondió el oficial-. ¿Detenemos y congelamos los bienes de todos los fascistas menos el más importante?
– Mi lealtad a los Estados Unidos está fuera de toda duda.
– Ya, pero ahora somos enemigos, señor Minetti. El mundo es así, no podemos cambiarlo.
– ¿No hay nada que se pueda hacer?
– Quizá si usted volviese a Italia a trabajar para nosotros… Quizá.
– No puedo hacer eso. Lo sabrían y… son mis amigos, mis compañeros. Sería una traición demasiado horrible.
– ¿No ha trabajado ya para ellos a la vez que para nosotros?
– No.
Pero lo dijo sin convicción. Aceptarlo habría minado su credibilidad. Si aún la tenía. Los servicios secretos son redes de mentiras. Los agentes intercambian falsos testimonios, versiones inventadas, fantasmas, y quedan presos de su propia información. Si sueltan un fantasma fuera de lugar, abren una caja de Pandora cuyas consecuencias son imposibles de prever.
Como último esfuerzo, papá acudió al mismo Fulgencio Batista, que en ese momento estaba en el poder, para buscar una solución.
Batista, a diferencia de Trujillo, alguna vez había tenido ciertas pretensiones intelectuales. Tras una infancia humilde y pueblerina había sido peón en los trenes, pero siempre entendió la necesidad de cultivarse y leía mucho. Durante sus primeros años en el Ejército, enseñaba taquigrafía y frecuentaba el Partido Comunista. No asistía a fiestas ni grandes juergas. Su único lujo era un carrito comprado con los ahorros que su esposa ganaba como lavandera. Hasta que encabezó un motín contra los oficiales del Ejército. En sólo once años a partir de ese momento, trepó de sargento a presidente de la República.
Pero el Batista que recibió a mi padre aquel día de 1942 era ya indistinguible de su colega dominicano. El comunismo se le había olvidado desde la primera vez que cruzó la puerta de la embajada americana. Ahora vestía de civil. Llevaba el pelo engominado y el rostro radiante de quien ha alcanzado todas las metas de su carrera hacia arriba. Quizá lo único que quedaba de su pasado de pobre era esa dificultad para pronunciar la
Recibió a mi padre con amabilidad y le dijo que no tendría que preocuparse de nada, que él no estaba registrado oficialmente como diplomático italiano y que, por lo tanto, se podía quedar en Cuba, pero que formalizar eso tomaría unos días, quizá más.
Mi padre entendió desde los primeros minutos de la entrevista que el presidente quería un soborno.
– Mire usted, Minetti -dijo Batista-. Nuestra intención es ayudarlo y ayudar a los italianos, que siempre han sido un pueblo hermano de Cuba. Pero la presión de los Estados Unidos es demasiado fuerte. Lo quieren joder a usted. Usted tiene un valor simbólico. Sin embargo, podemos interponer nuestros buenos oficios si usted interpone los suyos.
Ese medio lenguaje se utilizaba en el Caribe para cualquier negocio sucio, estafa o soborno. Nadie lo ofrecía ni lo pedía, pero todo el mundo entendía de qué se trataba. Con ese medio lenguaje, Batista «recomendó» a Minetti que comprase ciertos insumos industriales.
Papá estaba indignado, pero no se encontraba en situación de pelear. Eso sí, tampoco le daría un centavo a Batista. De hecho, durante la reunión, a pesar de sus formalidades y su frialdad profesional, era evidente que se odiaban. Batista consideraba a mi padre un espía de Mussolini y papá consideraba a Batista una cucaracha. Salió sin dejar nada claro. Un soborno habría sido dinero tirado a la basura: por mucho que le pagase, Batista no se negaría a las presiones de los Estados Unidos. Sólo trataría de sacarle la mayor cantidad posible antes de traicionarlo.
A partir de ese día, vivimos con las maletas en la puerta. Papá compró pasajes de avión abiertos. Muchas de nuestras cosas fueron empaquetadas y preparadas para salir en cualquier momento. La casa parecía estar empacándose constantemente, los cuartos se iban vaciando, la servidumbre se reducía. Y, lo más sorprendente de todo, papá no se movía. Lo recuerdo siempre sentado junto a la rosa náutica que había mandado traer de su oficina. Él, que era un hombre hiperactivo y enérgico, estaba agazapado en su oficina semivacía, como un francotirador que pierde la escopeta en medio del combate.
Los empleados de Batista llamaban a casa casi todos los días a ver si su negocio seguía en pie. Papá no hizo ninguno de los pagos exigidos. Tampoco hizo nada más. Estaba anulado, con todas las puertas cerradas, esperando un milagro o una orden de detención. Al fin, el 7 de febrero de 1942, la orden de arresto y confiscación de bienes fue definitivamente firmada. Papá llevaba casi dos meses tratando de evitarla. Lo único que había logrado era el compromiso de las fuerzas de seguridad de avisarle antes de llevar a cabo la orden. Y cumplieron, quizá porque a nadie le convenía que papá contase muchas de las cosas que sabía.
La última mañana en La Habana, yo estaba sentada con papá en nuestro salón. Parecíamos dos fantasmas. No había nada que hacer en casa, y papá cada vez insistía más en tenernos a todos a la vista. Pasábamos horas sentados sin decirnos nada, esperando algo, yo ni siquiera sabía qué. Hasta ese día, cuando papá descolgó el teléfono y sólo le oí decir:
– Sí… sí… sí.
Luego colgó. Tres horas después, estábamos todos en un avión hacia Buenos Aires.
Sólo tengo un recuerdo del vuelo. Mamá llevaba una cofia horrorosa que le agrandaba la cabeza. Yo quería jugar con la cofia, porque me aburría en el avión. Se la quité de la cabeza y ella me la arrebató rápidamente. Pero pude verla bien. En el forro interior de la cofia llevaba cosidas decenas de billetes de mil dólares. A partir de entonces, y durante el resto de su vida, mamá juró que en Argentina habíamos vivido de esos billetes que había estado cosiendo al forro durante meses antes de dejar la isla.
La expulsión de Cuba marcó un antes y un después en la vida de mi padre. Supongo que le hizo entender al fin que el Caribe funcionaba de un modo y que tratar de cambiarlo era como pelear contra el mar. Supongo que se volvió más pragmático desde entonces, para bien o para mal. Y supongo que lo hizo por su familia, por nosotros. Nuestros buenos tiempos en Cuba habían durado menos que en Santo Domingo. Y ni siquiera la astucia de papá había podido salvarnos. No se puede tapar el sol con un dedo. Y menos detener una guerra mundial desde un consulado.
Nuestra huida a Argentina fue el segundo exilio político de nuestra vida.
Yo tenía doce años.
Papá se aburría en Buenos Aires. Vivíamos en un pequeño departamento cerca de la calle Corrientes, y él trabajaba ahí mismo, en un pequeño estudio. Su incomodidad era evidente. Se sentía mediocre y fuera de lugar. Un hombre de su energía no podía vivir en esas condiciones. Por suerte, consiguió un hobby: de pura abulia, empezó a asistir a remates inmobiliarios y a descubrir que ése era un negocio con mucho futuro. Empezó a comprar casas, arreglarlas y venderlas, y acabó ganando mucho dinero con eso. Pero para un hombre con sus antecedentes, seguía siendo poca cosa.
Yo tampoco la pasé muy bien. Me matricularon en un colegio de monjas pasionarias, donde mirar a los ojos a la madre superiora era ya una insolencia. Tenías que cruzar los brazos y mirar al piso. Tenías que guardar silencio. Supongo que yo me habría rebelado de haber tenido alguna experiencia con que compararla, pero no la tenía. Ahora, no me puedo considerar una católica practicante, ni creo que la Iglesia haya hecho gran cosa por convertirme. Su idea de la educación era crear mujeres sumisas que siempre aceptasen la autoridad establecida. Definitivamente, no me gustó.
Pero no la pasé tan mal como papá. Se notaba. Él necesitaba emociones que ningún país fuera del Caribe podía darle. Tenía esa obsesión por trabajar que décadas después empezó a llamarse
A Minetino, hasta nuestra salida de Cuba, yo lo había visto muy poco. Me llevaba diez años y nunca crecimos como miembros de una misma familia. Él pasó toda mi infancia -su adolescencia- estudiando en Estados Unidos. La distancia entre nosotros fue siempre tan grande que mi primer recuerdo ni siquiera es de su rostro o de su voz. Es de mis padres llevándolo al garaje de la casa en Santo Domingo, donde le tenían una sorpresa al regresar de sus estudios: un Opel. Recuerdo bien el Opel -era negro por fuera y rojo por dentro-, pero a mi hermano lo tengo un poco borroso.
Yo imaginaba a Minetino como una réplica en chiquito de mi padre. Hasta su nombre indicaba eso. Pero, cuando empezó a visitarnos en Argentina, supe que era diferente. Si papá era expresivo y gritón, mi hermano era una persona retraída y hosca. Si papá siempre era muy claro, a veces toscamente claro, Minetino era más bien sinuoso y oscuro, hablaba a media voz, como tratando de ocultar lo que decía, y se apretaba contra los rincones en las ocasiones sociales.
Creo que para él debía de ser muy difícil crecer bajo la sombra de un hombre como mi padre, que hacía sentir apocado a cualquiera y que, a la vez, era capaz de hacer una fortuna en dos años en cualquier país al que llegase. Quizá sea mejor para un hijo tener padres mediocres y sosos, que nunca representen un reto demasiado grande para él.
Pero no era el caso, y mi hermano tenía que asumir ese conflicto prácticamente solo. Nunca había sido una persona rebelde. Siempre había hecho lo que debía, es decir, lo que mi padre planeaba para él. Había sido un estudiante correcto pero no genial y un hijo gentil que casi no veía a sus padres. No había hecho nada bueno, tampoco nada malo. Era un hermano invisible.
Eso, supongo, tuvo que ver con su extraña y
Aún recuerdo el día en cuestión. Mi hermano acababa de graduarse, y mamá y yo le habíamos preparado una gran fiesta de recepción para su regreso a Buenos Aires, con confeti y serpentinas colgando de las paredes, y una enorme torta con duraznos, que le encantaban. Papá fue a buscarlo al aeropuerto, y nosotras nos mordimos las uñas cada minuto esperando su regreso. (Yo, más
Pero cuando volvieron del aeropuerto, Minetino apenas nos miró. Ni abrió la boca. Pasó de largo con papá, dejó sus maletas a un lado de la puerta y los dos hombres de la casa se encerraron a discutir durante toda la tarde en el estudio. No hubo gritos ni reproches, pero cierta tensión emanaba de la habitación, como una nube que fuese cerniéndose sobre el futuro de la familia. Cuando finalmente salieron del estudio, mi hermano estaba pálido. Luego nos sentamos a cenar. Papá dijo:
– Dile a tu madre.
Minetino enmudeció y su color blanco se volvió rojo.
– Dile a tu madre -repitió papá con firmeza.
Mi hermano bajó la mirada y dijo:
– Me voy a enrolar en el ejército de Estados Unidos. Me voy a la guerra.
Y, como si se repitiese la escena del Minetti que deja el hogar, como años antes había ocurrido en la lejana Italia, mamá se echó a llorar.
El resto de la visita de mi hermano fue sombrío y triste. Nunca salía de la casa, y si llegaban invitados, ni siquiera abandonaba su dormitorio. De vez en cuando, yo lo sorprendía solo mirando por la ventana la lluvia de Buenos Aires. No era capaz de entender exactamente qué ocurría en esa casa, mi casa. Mamá estaba muy tensa y trataba de que todo fuese perfecto para su hijo en esos días. Cuando por alguna razón él dejaba escapar una sonrisa ante un buen plato de comida, mamá aprovechaba para decirle:
– ¿Ya ves? ¿Quién te va a preparar un almuerzo así en el Ejército?
Lo más increíble es que ella no sabía cocinar. Todo lo hacía una cocinera cubana que nos habíamos llevado. Pero mamá se sentía orgullosa por la comida y moría por que cada detalle fuese maravilloso, inolvidable y, sobre todo, disuasivo. Y a cada uno de sus detalles, cuando le recordaba a su hijo lo feliz que podía ser con nosotros, Minetino se enfurecía y se iba a encerrar en su cuarto. Y mamá lloraba.
La primera vez que eso ocurrió, la misma noche en que Minetino anunció su decisión, yo me acerqué a la habitación de mi hermano para consolarlo y estar con él. No lo había visto apenas, pero sentía esa admiración casi instintiva de los hermanos menores. Mi hermano mayor tenía que ser mi modelo, y era la persona más cercana a mi edad que había en la familia. Yo debía estar con él. Me quedé de pie en el umbral de su puerta. Él estaba volteado boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada. Lo llamé por su nombre. Él se levantó y me vio ahí, paradita y sin saber qué hacer. Tenía los ojos hinchados y se había vuelto a poner pálido. Se acercó a mí y me cerró la puerta en la cara. Ése es el segundo recuerdo nítido que tengo de él.
Papá, en cambio, soportaba estoicamente la resolución de su hijo. Se mostraba triste, pero respetaba sus decisiones como siempre respetó las mías. Además, por su propio temperamento, no expresaba emociones ni debilidades. Sólo trataba de que mi madre se mostrase menos sensible con el tema. Creo que, para él, la decisión de Minetino representaba su primera señal de independencia y hombría, pero entendía el matiz de rebeldía que ese gesto implicaba contra él. A un padre, eso le produce sensaciones contradictorias.
El último esfuerzo de mamá por hacer que Minetino se quedase fue presentarle a una chica, hija de una pareja de amigos de mis padres. Venía de una excelente familia muy bien acomodada en Argentina, de modo que resultaba perfecta para mi hermano. Mamá mandó preparar una cena deliciosa y ligera a una hora temprana, para que luego Minetino y su aspirante a novia pudiesen salir «espontáneamente» y conocerse un poco. Era una chica simpática, la pobre. Pero no sabía dónde se estaba metiendo. Desde que llegó a la casa, Minetino no abrió la boca ni una sola vez durante la cena, ni aceptó vino ni comió apenas. Mamá se desesperaba por meterlo en alguna conversación. Decía:
– Minetino se acaba de graduar en Princeton, ¿verdad, hijo?
– Sí -respondía él con esfuerzo.
– Tengo entendido que es lo mejor para la formación en negocios, ¿o es mejor Yale? -preguntaba el padre de la invitada.
– Da igual -respondía Minetino.
– ¿Te gusta bailar? -preguntaba, desesperada, la chica simpática.
– No.
Así transcurrió la noche, más bien sólo una parte de ella. Cuando acabamos de cenar, Minetino se levantó y anunció que se iba a dormir.
– ¿No te vas a despedir de tu nueva amiga? -preguntó mamá en un último esfuerzo.
– Buenas noches -dijo Minetino.
Pero lo dijo de espaldas, ya en camino a su habitación.
Pocos días después se fue. Ya en Estados Unidos, se graduó de oficial en la escuela de Marseilles MTC, abrazó la nacionalidad norteamericana y participó en el desembarco de Normandía. No estuvo en la primera línea, pero sí que peleó. Supimos poco de él, porque era más parco aún por escrito que en persona.
Afortunadamente, cuando él entró en Europa la guerra ya tenía un curso definido. Para los aliados, todo se presentaba cuesta abajo.
Durante el tiempo que duró su experiencia de soldado, en casa, cada vez que yo oía noticias de la guerra lo imaginaba combatiendo en el Mediterráneo, desembarcando en Italia o tomando Berlín. Suponía que mi hermano era un héroe, porque así se pintaba a los americanos en el glorioso combate por la libertad. Y no sabía qué pensar de mi padre. Como italiano, era uno de los malos. Pero en Argentina vivíamos rodeados de italianos y eran buenos, me caían bien. Además, no combatían ni nada, sólo trabajaban.
También me preguntaba si, caso de encontrarlo en un campo de batalla, mi hermano tendría que dispararle a mi padre, o si los héroes podían hacer excepciones en caso de vínculo familiar. Mi cabeza era muy pequeña para un mundo tan grande y lleno de balas. A veces, los disparos de una guerra pueden oírse en la mesa de una familia a miles de kilómetros, como si los combates se peleasen en casa.
Mientras tanto, nosotros permanecimos en Argentina, viendo marchitarse de aburrimiento a mi padre y reventar de intolerancia a mi madre. Ella odiaba ese país. Decía que los argentinos eran insoportablemente pretenciosos, que se vestían para ir a comprar cigarrillos como si fueran a una boda y se consideraban europeos desplazados por un azar del destino al Cono Sur. Solía burlarse mucho y con muy poca diplomacia de las damas platenses, que decían:
– Es que acá sólo nos ponemos la moda francesa, ¿viste?
– Pues entonces supongo que les traen la ropa en submarino.
Tenía razón. Francia estaba en guerra.
Los argentinos no eran lo único que disgustaba a mamá de Argentina. Pasábamos los veranos en Mar del Plata, y a veces la corriente era tan fuerte que los niños teníamos que entrar en el mar con un salvavidas que nos enseñaba a enfrentarnos a las olas. Acostumbrada a las plácidas y azules aguas del Caribe, mamá decía:
– Qué horror, qué manera de bañarse en este país.
Y así, cualquier cosa que ocurriese en ese país tenía que ser una cosa mala. Que si el vino no era ron, que si el cielo no era azul, que si la lluvia no era tropical. Estaba claro que no podríamos volver al Caribe en mucho tiempo. Pero mi padre soñaba con que alguien derrocase a Trujillo y todo volviese a ser como antes. Él parecía funcionar sólo en ese lado del mundo, que amaba y que siguió amando hasta su muerte. Ése era su lugar en el planeta. Y en cuanto a mamá, supongo que sufría por mi hermano, y que mientras él estuviese en la guerra, ella no sería feliz en ningún lugar del mundo.
Yo aún era muy pequeña, y no sospechaba que, quizá, mi hermano había ido a la guerra por orden de papá.
7.
– ¿«A la guerra por orden de papá»? ¿Mi hermano? -Diana estaba lívida.
– Bueno, no deja de ser una posibilidad. No hay manera de explicar el posterior regreso de su padre a Cuba si no especulamos con…
– Éstas son unas memorias. No se especula: se rememora. ¡Y todas esas cosas sobre los fascistas y el FBI!…
– No es tan grave…
– ¡Claro que es grave!
Diana nunca perdía la calma, y menos al lado de sus catálogos de joyería francesa y arquitectura del valle del Rin. Pero en esta ocasión, por primera vez, había palidecido de verdad. Lo bueno es que las cuatro copas de champán que llevaba me ayudaban a templar el ánimo mientras ella me dedicaba su ataque de rabia. Mi estrategia del capítulo bomba había funcionado. Cuarenta y ocho horas antes, después de un largo silencio, Diana me había llamado. Con la voz temblando entre el estupor y la rabia, me había ordenado presentarme ante ella ipso facto y sin excusas. Hasta cierto punto, sus métodos se parecían a los de Trujillo. Aunque los míos tampoco habían sido completamente honestos.
– Está bien -admití-: Lo de su hermano es un rumor sin confirmar. Pero es un gran fin de capítulo para alimentar la curiosidad del lector. Ahora, podría ser verdad. ¿Acaso el chico tomaría tamaña decisión sin el consentimiento de su padre? Además, al final, el más beneficiado fue precisamente su padre.
– ¿Y todo lo demás es para «alimentar la curiosidad del lector»?
– No. Todo lo demás sí está documentado. He tratado de justificarlo y suavizarlo, pero es la pura verdad. Su padre les vendía armas a los italianos pero también los traicionaba si hacía falta.
– ¿Y dónde está mi historia con Jackie Onassis?
– Vendrá más adelante. Corresponde a un periodo posterior de su vida…
– ¿Y para qué me entrevistas si luego pones lo que se te ocurre?
Me había hecho la misma pregunta durante el vuelo desde Madrid. Ya tenía el material que necesitaba para el libro. Podía prescindir de ella. No obstante, sospechaba que esta historia podía tener más soga que tirar. Y mientras siguiese trabajando para Diana, ella me pagaría por tirar de esa soga. Por eso, esa mañana me sentía seguro y relajado. Continuaría jugando a escribir su libro mientras escribía el mío, y decidiría al final cuál publicar.
– No pongo lo que se me ocurre. Ésa es su historia, Diana.
– La vida que hay en este libro no es la mía. Y tampoco la de mi padre. No se dice nada de cómo papá odiaba a mi esposo. De hecho, ni se menciona a mi esposo. Leo este libro que se supone que narro yo, pero no reconozco nada. Además, ¿a qué lector te refieres? Nunca hemos hablado de publicar este libro.
Por un momento, hasta mi copa pareció vibrar con su indignación. Afuera el cielo estaba nublado y tormentoso, como el ánimo de mi clienta. Me serví otro champán yo mismo, sin esperar al mayordomo, y me di aires de decir algo importante:
– Pues quizá… sea hora de hablar de la publicación.
– ¿De esto?
Y mientras llamaba «esto» a mi libro (su libro), lo sostenía entre los dedos con una mueca de asco. Diana no había sido criada para expresar ni siquiera el desagrado. Sus dedos como pinzas eran el máximo reflejo de estar ofendida al que podía aspirar. Pensé que tendría que quemar mis últimos cartuchos o me quemaría yo. Pregunté:
– ¿No quería hablar de su caso, de la injusticia de la herencia?
– Esto no tiene nada que ver con mi herencia.
– Ahí se equivoca. Toda la historia que a usted no le gusta es la historia del dinero que usted reclama.
– ¿Cómo has dicho?
Eso era lo último que iba a aguantar. Que yo dijese que su herencia legítima, fruto del sudor de su padre y arrebatada por malas artes, era dinero mal habido de un doble agente fascista y estafador. Comprendí que tendría que retirar mis piezas del tablero o llevar el ataque a las últimas consecuencias. Opté por lo segundo:
– Su caso hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos. Pregúnteselo a Jesús Gómez.
Sí. Pregúnteselo a Jesús Gómez, coño. Empecé a exaltarme. Creo que era el alcohol. Dije, quizá grité un poco:
– Porque si a usted no le interesa resolver el tema de su herencia, discúlpeme por pensar que podía ayudarla. Me pareció que haríamos un libro serio, un libro de verdad. Si publica usted unas memorias contando el color de los calzones de la esposa de Trujillo, toda la República Dominicana se reirá en su cara. ¿Eso quiere?
En toda su vida, que era una vida de setenta años entre la crema de la crema, nadie le había hablado así. La crema nunca grita ni pierde los estribos. Hasta sus hijos habían sido más respetuosos que yo. Pero claro, los respetuosos ya le habían birlado cuatrocientos millones de dólares, y yo no.
– No te permito…
– ¿No me permite qué? -exploté-. No me lo permita si no quiere. Éste es su libro y se hará como usted diga. En adelante, me limitaré a obedecer órdenes y no pensaré. ¿Eso desea? Pues adelante, cuénteme alguna boludez de los Picciardi, vamos a ver, hábleme de cómo se viste la reina Beatriz o quien carajo quiera.
Encendí la grabadora y me hundí en el sofá de terciopelo rojo. Había dicho carajo. Y en esa casa. Seguro que era la primera vez que esa palabra resonaba entre los oropeles de la avenida Roosevelt. Mi carajo parecía haber salido de mis labios para rebotar por los tapices en busca de algún sitio para esconderse. Yo no tenía claro si mi furia era real o impostada. Cosas de la literatura.
Rose y el mayordomo bajaron a ver qué ocurría. Temí que Diana me mandara echar, pero ella los despidió con un gesto. Yo pedí algo fuerte. Sí, coñac estará bien. Demoraron en traer las copas, quizá para darnos tiempo a calmarnos. Diana suspiró hondo y fijó la mirada durante unos segundos en la chimenea neoclásica. Luego señaló la grabadora y dijo:
– Apaga eso.
Obedecí. Tal vez me había excedido un poco con mi arrebato. Cosas del alcohol. Pero ella estaba tranquila, casi dócil:
– ¿Tú crees que este libro puede ayudar a resolver el caso de la herencia? -preguntó.
En ese momento, fue como si una luz se encendiera ante la puerta del túnel del desempleo. Respondí:
– Podemos darle publicidad al caso. Si el libro se publica en España, con una editorial seria, tendrá resonancia. Habrá reacciones. Es imposible saber cuáles, pero pasarán cosas. Para eso, necesitamos ahondar en las raíces históricas y políticas del caso, en la historia de las élites de la República Dominicana.
– Yo no sé nada de eso.
– Usted es una de ellos, Diana. Y lo que no sepa usted, lo averiguaré yo. Yo seré sus ojos y su boca. Eso es mi trabajo. Si so tratase sólo de transcribir sus anécdotas, podría haber contratado a su secretaria. Lo contaremos desde su perspectiva, ¿comprende? Será una historia de ascenso y caída de una familia. Cómo crearon un imperio y cómo ese imperio acabó con ustedes.
– ¿Y los Picciardi?
– Estarán en el libro, pero no por cómo se vista la niña, ni con quién se acueste. Estarán como miembros de una clase corrompida, serán el ejemplo de cómo se ha gobernado su país.
– No creo que el caso se resuelva ya. Seguramente no se resolverá nunca. Pero quiero que les duela lo que me hicieron. Que les duela a mis hijos lo que me robaron. ¿Se puede hacer eso?
Las emociones estaban sueltas en esa casa. Diana sentía rabia y dolor, aunque apenas perceptibles, amortiguados por el terciopelo de las cortinas.
– Claro que sí. Usted misma, querida Diana, no es consciente de lo que significa su vida. Usted pertenece a la clase dominante que ha saqueado América Latina, y luego ha devorado a sus hijos, como usted misma. Nuestro libro será el testimonio de una despojada, de una desterrada del paraíso, que por primera vez habla en contra de la clase que representa. Nadie ha hecho eso hasta ahora, Diana. Usted será la primera. Será admirada por su valor, y no denostada por su frivolidad. Un libro puede ser muy poderoso si se sabe cómo escribirlo.
Por primera vez, vi un brillo en sus ojos. Pero sus pupilas aún temblaban:
– ¿Y papá? ¿Quedará bien?
– Quedará como lo que era. Un hombre astuto entre las espinas del poder, tratando de esquivarlas como podía. Tendremos éxito en la medida en que nos atengamos a la verdad. Por eso debe estar todo documentado.
Lo peor de todo es que yo creía al pie de la letra iodo lo que estaba diciendo. Llega un momento en que las mentiras se le confunden a uno con la verdad. Ya me había pasado antes. Ella sonrió:
– ¿Crees que nos escucharán?
– Nos escucharán, Diana. Confíe en mí.
Ese fin de semana fue realmente productivo. Por primera vez, teníamos un enfoque claro de hacia dónde iba el libro. Y, lo más importante: era
Ni siquiera tuve tiempo de ver a Mariela esa vez. Sólo hablé por teléfono con ella, para saludarla. Me dijo que se iría a una fiesta y me dejó la dirección. Yo prometí ir si podía.
Pero por una vez tenía cosas que hacer. Diana había recuperado la euforia y la prisa que se había ido apagando en nuestros últimos y ociosos encuentros. Cada cinco minutos recordaba a alguien que podría saber sobre la política caribeña, y nos poníamos en contacto con esa persona. También empezaba a hilar detalles por sí misma. Y sacaba conclusiones que abrían nuevas pistas. Se divertía con ese juego del detective. Estaba descubriendo cómo piensa un periodista de investigación. Estaba radiante.
Creo que ése fue el viaje en que mejor la pasé con ella. La mañana de ese domingo, parecíamos dos niños que se encontraban para jugar. Ella me dio los buenos días con
– Tendrás que hablar con Mario Vargas Llosa, ¿no? -dijo-. Por su libro sobre Trujillo.
Le dije que haría lo que pudiera. Yo habría estado encantado de hablar con Vargas Llosa, claro, sobre Trujillo o lo que fuera, pero ya tenía amigos que habían tratado de conseguir citas con él para tesis, entrevistas y novelas. Siempre estaba de viaje o escribiendo y era muy difícil acceder a él. El poco tiempo que tenía, no lo perdía con novatos como nosotros. Yo tampoco lo habría hecho.
Sin embargo, Diana tenía un as bajo la manga. Me extendió un sobrecito con dinero y me dijo:
– Anda y cómprate algo de ropa más o menos elegante. Vienen a cenar los Pérez de Cuéllar.
Eso también era una buena señal. Por primera vez desde la desastrosa cena de la Toscana, yo le parecía un ente presentable en sociedad.
Javier Pérez de Cuéllar había sido secretario general de las Naciones Unidas y candidato a la presidencia del Perú. Así que, para esa noche, me compré una camisa y un pantalón de tela. Era lo más elegante que podía ponerme. Por la noche, cuando bajé al salón, los Pérez de Cuéllar ya estaban ahí. Diana, por primera vez, me presentó como un periodista peruano (!) que escribía la vida de su padre (!!).
– Papá fue el primer conspirador contra la dictadura de Trujillo -dijo con orgullo-, y también se opuso a Batista. Yo nunca supe todo eso, recién lo he descubierto a raíz del libro que estamos escribiendo.
Pérez de Cuéllar mostró interés. Era un caballero amable y un diplomático, que opinaba poco pero escuchaba mucho, justo al revés que yo. Y su esposa, Marcela, tenía los ojos verdes más bonitos de mi país.
Con los postres, llegamos (¿cuándo no?) al tema de la inmigración. Comentamos la situación de unos inmigrantes ecuatorianos que habían tomado una iglesia española para exigir papeles de trabajo. Las mujeres de la mesa estaban indignadas. Marcela dijo:
– Yo creo que a esa gente sí habría que enviarla de regreso a sus países, aunque fuera por la fuerza. No son personas confiables.
En ese momento entró el mayordomo con su bandeja de plata, y los ojos de Marcela, como dos esmeraldas, se reflejaron en el metal, igual que el pelo de Diana y los gemelos del señor Pérez de Cuéllar. Una luz invadió la sala. De repente, sentí que, en esa mesa, todos éramos inmigrantes, pero inmigrantes de lujo:
Pero esa incómoda sensación duró poco, hasta el café, cuando Pérez de Cuéllar dijo:
– Deberías hablar con Mario, por su libro
Para mí, esas palabras fueron como un amanecer.
Empecé a preparar frenéticamente mi entrevista con Vargas Llosa desde mi regreso a Madrid. Volví a leer
Tuvimos que esperar a su regreso de Nueva York. Y luego a su regreso de Grecia. Y de Holanda. Pero, finalmente, el día de nuestro encuentro llegó. Temblé toda la mañana. Vargas Llosa era el maestro, el novelista máximo, el hombre de mi vida. Quería impresionarlo.
Claro, que, como siempre, Paula tenía sus propias ideas sobre él:
– ¡Es un fascista!
– Es un escritor genial.
– Genial pero de derechas. En su libro sobre la República Dominicana, parece que los Estados Unidos no existieran, ¿no? Que no tuvieran nada que ver con la historia.
Yo me estaba vistiendo, preguntándome si debía ir vestido como estudiante aplicado o como escritor bohemio. Y Paula estaba sentada en la cama, observándome de ese modo que me incomodaba.
– Es una novela, Paula. No tiene que ser historia.
– No me jodas. Está hablando de Trujillo, de sus asesinos con nombre y apellido, de Balaguer. Si eso no es historia, ¿qué es?
– Es una reelaboración ficticia de la historia. Su valor es estético.
– Ya. Y si yo escribo una oda a Franco y digo que es una novela, ¿su valor es estético también?
– Si está bien escrita, lo único que pued…
– Genial. O sea, si está bien escrita, la propaganda fascista no es fascista. Goebbels estaría orgulloso de ti.
– Oye, no es justo. Vargas Llosa peleó por la democracia del Perú.
– ¡Vargas Llosa se nacionalizó español!
– No tiene nada que ver. Fue obligado por las circunstan…
– Ya, claro. Yo también voy a luchar por la independencia del Timor cuando tenga un pasaporte alemán y una casa en Mallorca.
Paula era así. Un poco impulsiva. Yo la amaba, pero no dejaría que nada arruinase mi cita de ese día. Y por la tarde, salí de casa con el corazón henchido de literatura.
Vargas Llosa vivía cerca, en los alrededores del Teatro Real. Caminé hacia su calle con una sola consigna en la mente: no hables de política que vas a meter la pata, no se te ocurra hablar de política bajo ningún concepto, si él empieza a hablar de política, sonríes y dices que sí a todo. Meses antes, a finales de septiembre de 2001, yo había publicado un artículo contra otro de él, en que recomendaba apoyar «inclusive con pertrechos militares» a los opositores afganos. Me pregunté si lo habría leído. Si me odiaba de antemano. Me tranquilicé pensando que las revistas donde yo publicaba no las leía ni mi madre.
El edificio en cuestión debía ser del siglo xix, por lo menos. Tenía un enorme portal de madera que daba entrada al recibidor. El ascensor demoró una eternidad en subir. Pero al llegar, una asistente me hizo pasar directamente a lo que me interesaba: la biblioteca.
Era como lo soñaba, el estudio perfecto del escritor: vista al centro de la ciudad, un piso lleno de libros, una escalera para subir al otro piso lleno de libros, un par de cómodos sillones para recibir a los escritores jóvenes que babean con las rodillas temblorosas y las lágrimas a punto de salírseles de los ojos. Vargas Llosa me recibió con inesperada cordialidad y me ofreció una Coca-Cola. Él es de los grandes escritores que no son borrachos. Él es un ejemplo de que se puede. Afortunadamente, no hay muchos más.
Cuando nos sentamos, me sudaban las manos y me hervía la cabeza. Sin mucho orden, empecé a vomitar declaraciones de amor, comentarios a libros, risitas bobas. Pero él escuchaba. Cuando yo sea un gran escritor, no pienso escuchar un carajo de lo que me diga nadie, que se jodan. Pero este hombre ponía atención y reaccionaba ante mis incoherencias, como si realmente le estuviera diciendo cosas que valían la pena. Le conté quién era yo. Le dije que escribía, pero siempre era difícil estar en una ciudad nueva, siempre sin terminar de instalarme, lejos tanto tiempo, con la incertidumbre de no saber si era posible vivir de escribir. Quizá dramaticé un poco. Pero él comprendió. Después de escucharme un rato, sentenció:
– Cortázar decía que cuando uno llega a una ciudad nueva hay que pagar derecho de ciudad. Toma un tiempo, claro, y es difícil.
– ¿Ustedes pasaron por eso?
– Hombre, siempre es difícil. Pero vale la pena, ¿ah? Si quieres escribir, lo único que tienes que hacer es escribir.
Parece una estupidez porque es sencillo y lúcido. Si yo se lo digo a cualquiera, no le causará ningún efecto en especial. Pero si te lo dice
En cuanto conseguí calmar mi excitación, le hablé de las memorias de Diana. Parecía encontrarlo entretenido:
– ¿Y por qué quiere escribir sus memorias esta mujer? ¿Ha tenido una vida de aventuras y peligros?
Le hablé de papá Giorgio en términos generales, sin mencionar nombres. Conté sus conspiraciones contra Trujillo, sus idas y venidas por el mundo, lo del FBI, lo de las transnacionales y sus movidas oscuras con el fascismo. Cada cierto rato, Vargas Llosa comentaba:
– Qué divertido, ¿ah? Muy divertido.
– Divertido, sí.
Él quería saber más. O yo quería que quisiese. Se suponía que yo iba a entrevistarlo, pero estaba tan nervioso que no podía parar de hablar. Al fin, conseguí controlarme y entrar en materia. Le pregunté qué sabía él de estas familias, qué podía decirme de sus actividades, qué sugería leer. Sentí que estaba escribiendo un libro con Mario Vargas Llosa, el maestro, casi mano a mano. Le confié algunos de los nombres que había investigado. Picciardi no le decía nada. Tenía algunas noticias de los Peynado. Pero solo cuando pronuncié el apellido Minetti le brillaron los ojos:
– ¡Ah! ¡Los Minetti! -dijo de buen humor-. A ésos claro que los conozco. Siempre los veo en mis viajes a la República Dominicana. Prósperos empresarios, ¿ah? Buenos amigos míos.
Prósperos empresarios.
Buenos amigos míos.
Las buenas familias -como la mía- se conocen en todos los países.
En ese momento, se acabó la entrevista para mí. Me quedé de piedra. Si le contaba la información que tenía, se la pasaría a mis personajes. Es el problema de escribir un libro sobre gente que está viva.
Decidí cambiar de tema. Cambiar de tema. Política. No. No hablar de política. Hablé del Amazonas, de cómo había hecho el viaje y cómo reelaboraba el material de la realidad para convertirlo en una ficción persuasiva. Sí, eso estaba bien. Era su propia teoría literaria, pero deformada por mí y convertida en un torrente de nerviosas afirmaciones dispersas. También lo encontró divertido.
Al final, cuando su asistente tocó la puerta para dar la entrevista por finalizada, él se levantó, tomó uno de sus libros de un estante y me escribió una dedicatoria que decía: «Para mi colega escribidor, con un fuerte abrazo». Después, me alcanzó el volumen. Era un ejemplar de
Me pareció de lo más adecuado.
Estimulado por mi encuentro con Vargas Llosa, le dije a Diana que tenía un viaje de trabajo muy importante y pasé las siguientes dos semanas encerrado con mi novela sobre el Amazonas. Trabajaba en estado de trance durante jornadas de doce horas diarias, y ya ni siquiera bebía alcohol. Sólo tomaba café y fumaba. Un lunes de madrugada, con tiempo de sobra antes del plazo de entrega, escribí la palabra FIN, y caí rendido en mi cama. Dormí durante catorce horas de un tirón.
Al despertar, le envié el texto a Txema sin disimular mi orgullo. Era más densa de lo que yo solía escribir, pero si lograbas engancharte, no estaba mal. Tenía toneladas de información. Yo conocía cada rincón del río. Inclusive la densidad de estilo se correspondía con la atmósfera del Amazonas. Pero de todos modos, yo estaba abierto a los comentarios del editor. Me veía a mí mismo trabajando con Txema codo a codo, noche y día, corrigiendo, reescribiendo, perfeccionando. Era mi editor. Él confiaba en mí y yo en él. Dicen que Carver era en realidad un mediocre, pero que su editor le cortaba los finales y los diálogos. Y creó al mejor cuentista del siglo. Quizá Txema fuese un editor así, una fábrica de genios.
Como si los dioses me sonriesen, ese día llegaron nuestros papeles: un año de residencia prorrogable. Paula y yo lo celebramos con una cena de lujo -o sea, con postre-, y brindamos por el fin de nuestros problemas, el inicio de una vida normal o, por lo menos, legal. Al volver a casa, nos acostamos enredados uno con otro, como un nudo humano apretado y cálido, feliz.
A pesar de los papeles, Paula estaba tensa porque iba a estrenar una obra de teatro como productora. Decía:
– ¿Crees que el montaje saldrá bien? Nunca he hecho teatro antes.
– Saldrá bien. Y yo publicaré ese libro.
– No sé si nuestra directora confía en la obra. No la veo segura.
– Ya. Y luego, le venderé a Txema el libro de la Minetti. Quizá pueda convencer a Diana de poner mi nombre en la portada, ¿no crees?
– Estaría bien.
– Claro que sí. Ese libro resolverá todos nuestros problemas.
– ¿Por qué dices «nuestros» cuando quieres decir «míos»? Tú sólo piensas en ti.
– Eso no es verdad.
– Sí es verdad.
– No.
– Sí.
Insistimos cariñosamente y fuimos besándonos cada vez con más pasión. Acabamos haciendo el amor. Al terminar, justo antes de dormirse, Paula dijo:
– Sí es verdad.
Durante el resto de la semana, llamé sin parar a Txema Kessler, que nunca me contestó el teléfono ni me devolvió ninguna de las llamadas. Hice lo mismo todos los días de la siguiente semana. Finalmente, un día de casualidad, contestó él.
– ¿Hola?
– Qué tal, Txema. ¿Leíste mi libro?
– ¿Cuál?
– El del Amazonas. Ya lo envié.
– ¿En serio? No lo he recibido.
– Pero tu secretaria me ha dicho que ya
– ¿Ah? Ali, es verdad, sí lo he recibido pero todavía no lo he leído.
– ¿Pasarás por Madrid en estos días? Podríamos aprovechar para comentar el libro.
Me diría que sí. Era mi editor y me quería.
– No tengo ningún viaje previsto de momento. Ya te llamo yo y
– ¡Claro, gracias!
¿Gracias? Cabrón. Inmediatamente después de hablar, abrí el periódico y encontré un anuncio en la agenda cultural: un evento con la participación de Txema Kessler al día siguiente, en un café de Madrid.
Kessler presentaría en un café el nuevo libro de un joven novelista paraguayo llamado Santiago Roncagliolo. El anterior trabajo de Roncagliolo era una novela intimista sobre una familia, una de esas frivolidades intrascendentes no demasiado largas para que hasta los analfabetos las puedan leer. Pero la novelita de marras había tenido siete reimpresiones y diez traducciones, y al final un actor famoso del cine español había comprado los derechos para producir un largo. Para remate, la película había sido nominada al Goya al mejor guión adaptado. En suma: un asco de éxito.
Asistí a la presentación. En consonancia con su imagen de joven escritor, Roncagliolo era el típico cabrón divo y seguro de sí mismo que usa lentes Armani y un reloj de pulsera que parece de pared. Daba la impresión de haberse aprendido cada uno de los chistes y anécdotas que debía contar en la presentación. Hasta tenía cuatro o cinco frasecitas para parecer serio y comprometido. Un redomado mentiroso, podía olerlo. Era como si cada centímetro de su cuerpo fuera de mentira.
Terminada la presentación, se ofreció un vino en honor a los asistentes, que se arrojaron como moscas sobre las botellas y los canapés. Pero yo iba a lo mío. Atravesé la turba en pos de mi editor. Sonreí y saludé:
– ¡Txema! ¡Txema!
Con un rápido movimiento, Txema se dio vuelta y empezó a caminar hacia la puerta del local, pero yo tenía calculada esa reacción y le corté el paso a tiempo. Entonces se desvió, siempre sin mirarme, como si hubiese recordado que quería ir al baño. Era lo que yo esperaba. Había estudiado el local antes de la presentación: en esa dirección, Txema quedaría acorralado. Lo perseguí siempre con la mano en alto y la sonrisa en la cara, hasta que llegó a la puerta cerrada del lavabo. Fin de la persecución.
– ¡Hola, Txema! Qué sorpresa encontrarte aquí.
– Ya. Tenía que llamarte, ¿verdad? Es que he estallo muy liado en el banco. Joder, qué coñazo las cuotas de la casa.
Ah, sí. Lo olvidaba. Txema se estaba comprando una casa. Una enorme, por lo que me había dicho.
– Sí, los bancos siempre son un coñazo -me solidaricé.
– Ya -tic tac, tic tac, tic tac-. Ah, revisé el informe sobre tu libro. Dice nuestro lector que está muy bien. Dice que ve el río en cada página.
No tuve valor para decirle que yo no lo había visto nunca.
– ¿Cuándo se publica? -pregunté.
– Es que… creo que vamos a cancelar la serie sobre ríos -miró a un camarero que pasaba, como en busca de salvación-. Tráigame un café cortado, por favor. Puf. He comido como un caballo. Mejor un té de lo que sea.
– ¿Cómo que se cancela?…
– ¿Tienen de menta? Da igual, el que sea más digestivo. He comido con la agente de Vázquez Montalbán. Qué caros se están poniendo los escritores muertos, joder. Y ni siquiera hacen gira promocional. ¿Quieres cobrar bien por los libros? Te tienes que morir.
– Me estabas hablando de la serie sobre…
– Ah, sí. Pues se cancela. Pero tu libro está muy bien, ¿eh? Yo mismo he leído el comienzo. Es denso y maravilloso. Escribes muy bien.
– Pero ¿no va a salir?
– Hombre, ya haremos otra serie. Te llamaré.
– Pero ya me pagaste el libro.
De repente, fue como si Txema se acordase de quién era yo. Como si un fogonazo iluminase su mente. Me miró profundamente a los ojos. Una chica salió del baño y se instaló en la barra. Txema le miró el culo, pero luego se volvió a acordar de mí.
– ¿Ya te lo pagué?
– Sí.
– Ah. Entonces tiene que salir, ¿no? Pues sacaremos la serie. O te publicaremos solo. ¿De dónde eres tú?
– Peruano.
– «La Nueva Narrativa Peruana.» Todavía hay gente que compra esas cosas.
Se quedó reflexionando un rato en torno a su té y al culo de la barra. Dijo:
– ¿De qué estábamos hablando?
– De mi libro. De publicarme a mí.
– Ah, sí… Peruano, ¿no? Déjame pensar… Creo que hay un fondo del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte para escritores iberoamericanos. Buscaremos algo por ahí. Bien, ya te diré cosas. Llámame.
Hizo ademán de zafarse. Con él, parecían irse también mis esperanzas literarias. Pero había aún una salida:
– Todavía no traen tu té.
– Es verdad, tienes razón -se quedó quieto, y yo pude respirar con alivio. Por primera vez, me tuvo que dirigir la palabra él-. Y… ¿cómo va todo? ¿La vida? ¿El amor?
– Estoy trabajando en otro libro.
Le trajeron su té. Dio un trago y puso cara de asco.
– Odio el té. ¿De qué es el libro?
– Es un libro de no ficción, pero está escrito como una novela. Es la historia de un conspirador y doble agente italiano en la República Dominicana, narrada por su hija. Tú sabes, corrupción, poder, Estados Unidos, el FBI…
Txema no parecía muy impresionado. Volvió a mirar el culo de la chica, que seguía de pie en la barra. Traté de llamar su atención:
– Claro que todo el material es real, pero se le puede dar la forma que más convenga. Puede ser una novela tipo
– No lo
– … O quizá un policial…
– Ya.
– Una novela de aventuras, un relato histórico, una comedia política, un monólogo teatral…
– República Dominicana dices, ¿no?
– Exactamente.
– La era Trujillo…
– En pleno. Este hombre fue el primer conspirador contra…
– Ya está el libro de Vargas Llosa, ¿no?
– Pero este enfoque es completamente diferente, es una crónica desde adentro sobre las clases dominant…
– ¿Queda algo por decir de todo eso después del libro de Vargas Llosa?
– Mucho, porque nuestro libro puede llegar hasta nuestros días… Ahí sigue gobernando la misma gente, eso es un sistema feudal, ¿me entiendes? Cuatro familias son dueñas de todo el país y eso…
– ¿Y Cuba?
– ¿Cuba?
– ¿Se habla de Cuba?
– N… bue… ¿Necesitas que hable de Cuba?
– A los lectores les interesa mucho más Cuba que la República Dominicana. Ni saben dónde está la República Dominicana. Pero Cuba es otra cosa.
– Sale Cuba. Todo el tiempo. Cuba es el escenario principal. Todo el libro es un alarde de cubanidad rabiosa. Un canto a la patria perdida, al caimán verde…
– A las memorias de Huber Matos les ha ido muy bien. Dos páginas en
¿Quién es Huber Matos?, pensé.
– Secundariamente, pero de manera intensa -respondí.
– Sí, lo que importa es Cuba. Este té es una mierda. En fin, llámame cuando tengas el libro.
Ahora no hizo ademanes. Se adelantó con prisa, mirando el reloj.
– ¿Y qué pasa con el otro, el del Amazonas?
– ¿Amazonas? Ah, pues… saldrá en estos meses, supongo. ¿Ya te lo pagué? ¿Estás seguro?
Mi editor y yo: uña y carne.
Ese fin de semana volví a París. Había avanzado muy poco desde mi último encuentro con Diana, pero quedaba material de la República Dominicana. Y después de mi encuentro con Txema, de todos modos, el libro iba a reenfocarse en Cuba. Aún no sabía que toda mi relación con Diana empezaría a reenfocarse en ese viaje.
Para empezar, al abrir la puerta, el mayordomo me anunció, con el mentón hacia arriba y la mirada hacia abajo, como era él:
– La señora ha pedido que se aloje usted en un hotel.
Antes de que pudiese reaccionar, estábamos caminando hacia un pequeño hotel de la avenida Matignon, donde había una reserva a mi nombre. Mi cuarto no era tan ejecutivo como el Meliá, pero tenía televisión sin cable y frigobar (¡frigobar!). De todos modos, la situación era un poco inesperada. Mientras volvíamos, el mayordomo me preguntó con flema y una sonrisa irónica:
– Y… ese libro que escribe usted, ¿estará terminado para Navidad del próximo año?
¿Y a ti qué te importa, criado impertinente?
– Estará listo, quédate tranquilo. ¿Por qué me quedo en un hotel?
– Oh, por nada. Madame tiene unas visitas.
Pero de regreso en su penthouse, comprendí que no tenía ninguna visita. No había maletas ni señales de especial actividad. Y aunque las tuviera, en esa casa no faltaban cuartos para recibir a más de una persona a la vez, como cuando coincidimos los Aliaga de la Puente y yo. En realidad, aparte de ellos y los Pérez de Cuéllar, ahí yo nunca había visto ningún visitante. Aunque entre las dos parejas había apellidos suficientes para repartir en un orfanato.
Me senté a esperar a Diana en el salón. Tardaba mucho tiempo, y yo tenía la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo. Para relajarme, me empecé a llenar los bolsillos de cigarrillos. Justo entonces, una voz gruesa tronó desde la puerta del pasillo:
– Hola. Vos sos el chico de las memorias, ¿no? Diana me ha hablado de ti.
Disimulé lo de los cigarrillos fingiendo que examinaba con atención la orfebrería de la pitillera. Quien me había hablado era un gordo de unos cincuenta años, aunque llevaba una camiseta adolescente que decía fuck you. Por lo demás, usaba perilla y tenía acento argentino.
– Sí, buenos días. ¿Usted es…?
– El doctor Mankiewitz -dijo desde la puerta Diana, haciendo una entrada triunfal desde el comedor, como si la tuviera ensayada. Ella hacía todo como si lo tuviera ensayado-. Veo que ya se conocen.
Diana irrumpió en el salón y él la siguió.
– Usted es «la visita» -dije yo.
Mankiewitz se rió.
– Podemos decirlo así.
– ¿Argentino?
– Porteño-polaco.
Yo ardía en deseos de preguntarle a Diana qué estaba pasando, por qué me recluía en un hotel. Pero Mankiewitz se quedó hasta el almuerzo, y durante la mañana no trabajamos ni pudimos hablar a solas. En vez de eso, conversamos los tres.
Durante un rato, fue la misma charla insustancial de toda la vida. Pero más adelante, él hizo muchas preguntas sobre el libro. Cuánto llevábamos avanzado, cuál era el hilo conductor, qué habíamos averiguado. Al principio, desconfié de él. Luego comprendí que su interés era el de un hombre culto, con lecturas, algo que al principio resultaba difícil de determinar dado que era una bestia de malos modales. En algún momento, Diana hizo una referencia a las hijas de cierta baronesa. Dijo que eran unas chicas muy extrovertidas que siempre tenían amigos en todas partes.
– Unas putas, ¿eh? -rió Mankiewitz. Yo me puse pálido. Y al mayordomo casi se le cae el strogonoff.
Pero Diana se rió. Con esa risa elegante y social. Y todos nos reímos. Luego Mankiewitz miró al mayordomo.
– ¿Más mostacita no tenés? Porque estos filetes son una mierda de sosos. En Argentina…
Y disertó media hora sobre filetes argentinos. Respetuosamente, el mayordomo prometió hacérselo saber al chef.
Por primera vez, me di cuenta de que alguien más decía malas palabras en esa casa. Entre las aristocráticas amistades de Diana, Mankiewitz resultaba muy peculiar. Me pregunté qué relación tendría con ella. Fantaseé con que fuese su joven amante, un cincuentón desenfadado y peludo. Quizá por eso me había mandado a un hotel. Traté de imaginármelos haciendo el amor y revolcándose por los salones. No. Eso no cuajaba.
Después de almorzar, al fin, Mankiewitz se largó llevándose sus groserías. Tras su partida, el clima de la conversación se enfrió. Diana estaba creando una atmósfera grave. Me llamó aparte, con apariencia de querer decirme algo. Me ofreció bebidas, como de costumbre, y esperó a que se fuese la servidumbre antes de empezar a hablar, con voz pausada y grave:
– He seguido leyendo tus avances, y no me siento segura -me dijo-. Cuanto más leo y releo el libro, menos me convence…
Alerta roja. Todas las alarmas activadas.
– ¿Porqué?
– No lo siento mío, ¿me entiendes? Es como si no lo escribiera yo.
– Es que lo estoy escribiendo yo.
– Sí, y no está mal, pero… Yo estaba pensando en otra cosa. En mis memorias. En un relato que diga quién soy yo, que hable de la vida que yo he llevado, una historia en la que brillen los lugares y los apellidos. Y esto… Es que yo ni siquiera hablo así.
Perlas a los cerdos. Haces el mejor libro que puedes escribir, desnudas la hipocresía, le enseñas a una mujer su propio pasado, y ella insiste en hablar de sí misma. ¿De cuándo acá unas memorias hablan de lo que su protagonista quiere? ¿De cuándo acá hablan de lo que su editor quiere? ¿Alguien sabe que existen los autores? ¿Alguien sabe para qué sirven?
– Recuerde la relevancia social que estamos buscando -comenté con suavidad, sin perder la calma-. Ésa es la clave.
Muy bien, iba bien.
– No quiero un libro con relevancia social. Simplemente quiero un libro mío.
Perlas a los cerdos. Pero era necesario buscar una perla nueva, una golosina para atraer el interés de Diana, la pobre, esa cabecita loca que a veces se distraía del objetivo fundamental, que era que
– Pues a Vargas Llosa le encantó el libro -fue lo único que se me ocurrió.
– ¿Ah, sí?
– Dice que le parece… un libro fundamental para la comprensión de la ignominia en la América Latina actual.
– ¿Enserio?
– Y la autora será usted.
Al menos hasta que se me ocurra cómo arreglar eso.
– ¿«Fundamental» dijo?
– Fundamental. Pero dice que hace falta hablar de Cuba. Eso sí.
– ¿De Cuba?
– El editor me ha dicho lo mismo. ¿Le comenté que he estado hablando con un editor? Txema Kessler, el editor joven más serio e importante de España. Él cree que es vital para el libro hablar de Cuba. Usted vivió en Cuba, ¿verdad? Pues he ahí un tema esencial que estamos dejando de lado. Si su vida en la República Dominicana es tan interesante, seguro que en Cuba será aún mejor. El momento político de los cincuenta es muy atractivo…
– Pero en Cuba no están los Picciardi ni mis hijos. Este libro es para ellos y contra ellos.
– Pero de Cuba salió parte del dinero que le robaron a usted. Es necesario saber detalladamente qué hizo su padre ahí. Eso bastará para echar luz sobre el resto de la historia. Eso dijo Vargas Llosa -trataba de repetir ese nombre tantas veces
Pasamos el fin de semana discutiendo esa posibilidad. Ella sentía una resistencia visceral a la idea de incluir a Cuba en el libro. Llamamos a Jesús Gómez. Después de gritarle durante dos horas en el teléfono, él dijo que meter a Cuba le parecía ridículo e innecesario. Según Gómez, en La Habana Giorgio Minetti había sido sólo un empresario honesto sin vínculos políticos. Tenía un periódico y sus concesionarios de siempre, pero no había nada más que buscar ahí.
– ¿Ya ves?-decía Diana.
– No sabía que su padre tenía un periódico -retrucaba yo.
– Sí.
– ¿Y qué pasó con el periódico?
– ¿Qué iba a pasar? Nos lo robaron los comunistas.
– ¿Su padre peleó contra la Revolución para mantener su periódico?
– Claro que sí. Papá estuvo hasta el último minuto al pie del cañón.
– Es increíble, ¿no?
– ¿Qué?
– A usted le han robado todo, Diana. Su familia le robó el dinero, Castro le robó el periódico, Trujillo le robó el sueño de una infancia en su país… Es usted una víctima de la mentira política.
– Bueno… sí.
– Nuestro testimonio se vuelve cada vez más un retrato desde el abismo, ¿se da cuenta? Su historia, la suya, Diana, es la historia de miles de personas que creyeron en esos países y fueron traicionadas. Nadie ha escrito un testimonio así de valiente, fíjese. Es lo que más les interesaba a Kessler y Vargas Llosa…
– ¿De verdad les interesa?
– Les encanta. Dijeron que sería un libro histórico.
– ¿Histórico?
Diana parecía saborear esa palabra, que elevaba su ego a una nueva dimensión.
– Parece que el libro de Huber Matos ha vendido centenares de miles de ejemplares. Tenemos el escenario caliente. El suyo podría aprovechar la corriente.
– ¿Matos ha vendido todo eso?
Bueno, poco más, poco menos.
– ¿Lo conoce usted?
– ¿Que si conozco a Matos?
Sonrió pícaramente, como si no quisiese hablar mal de alguien que no fuese de su familia. Ella tenía esos gestos imposibles de transcribir, pero prometedores.
– Matos ha pasado a la historia -dije-. Y usted no escribirá el libro que todo el mundo hispano espera con ansias, el libro que las víctimas reclaman. La vida es tan injusta…
– Bueno, quizá…
– No, deje. Ya no importa. Comprendo. Podemos limitarlo a la República Dominicana. Total, de todos modos llamará la atención de algunas personas. Quizá unas veinte o treinta. Creo que hay muchos inmigrantes dominicanos en España, pero no leen gran cosa, ¿sabe? Da igual, sigamos con las entrevistas.
– En realidad, yo me siento más cubana que dominicana.
– Ya veo. Pondremos eso por ahí, es una frase bonita.
– Fue ahí donde crecí, me casé y tuve a mis hijos…
Ella empezaba a considerarlo. Mis mentiras estaban surtiendo efecto.
– Pero quiere ignorar todo eso en su libro.
– No es que quiera ignorarlo. Es que… me parece muy triste acordarme de todo eso. Cuba es una herida que me duele desde hace más de cuarenta años.
El momento emocional había llegado. Era hora de aprovecharlo.
– De eso va este libro, Diana. De hecho, yo pensaba llamarlo
– Eso es horrible. Suena comunista.
– También pensaba llamarlo
– Eso me gusta más.
– Es un título de John Cheever. Pero los títulos no se registran en derechos de autor. Podemos usarlo.
– Ese título está bien.
– ¿Usted cree? Serviría si habláramos de Cuba, pero… Bueno, en fin, no vamos a llorar sobre la leche derramada.
– Quizá no esté derramada aun -dijo Diana. Sus ojos brillaban.
– Quizá.
– Quizá puedas ir a La Habana.
– Bueno, eso depende de usted.
Diana se puso nerviosa. Emitió su máxima señal de excitación, que era levantar las manos con las yemas de los pulgares contra las de los índices.
– Tengo una amiga… que no he visto en mucho tiempo. Mariana San Martín. Me gustaría… de verdad me gustaría saber qué pasó con ella. Tengo curiosidad por más personas de Cuba que de Santo Domingo. Al menos por una más.
– Uno es de donde el corazón lo reclama.
– Algunas de las chicas se quedaron después de todo lo que pasó. No sé por qué. Hace tanto que no sé de ellas… Quizá podría aprovechar y buscarlas… Quizá… ¿Crees que nuestro libro sea un libro importante?
– No lo he dicho yo. Lo han dicho los grandes. Y la autora será usted.
Al menos hasta que se me ocurra cómo arreglar eso.
– Déjame pensarlo un poco. Empecemos con las entrevistas de esta semana.
– Muy bien. Hábleme de La Habana.
8.
Mi hermano Minetino sirvió en la guerra durante todo el último año de combates y celebró en Francia la caída del Reich. En cada pueblo encontró gente feliz que lo recibía como a uno de los salvadores de la humanidad. O eso suponía yo.
En la inocencia de mi pubertad, yo lo veía como un veterano que volvía a casa cargado de historias que contar, tal vez con una ligera cojera producto de alguna acción heroica. Me gustaba presumir ante mis amigas de que mi hermano, casi solo, había ganado una guerra mundial. Pero todo eran fantasías. Yo tenía la cabeza llena de películas. En la realidad, en casa no supimos mucho de él durante ese año, y nadie me explicó jamás las razones de su ingreso en el Ejército. Temo que ni él mismo las supiese.
A pesar de eso, y de nuestra breve y fría experiencia en Buenos Aires, me hacía ilusión verlo de nuevo. Yo quería tener un hermano, héroe o no. Sin embargo, tras abandonar Europa, Minetino volvió a Estados Unidos y se quedó en algún cuartel. Empezó a demorar su regreso, una y otra vez, con una nueva excusa para cada ocasión. En sus secos y rutinarios mensajes a la familia, no daba razones ni aclaraba qué estaba haciendo. No decía sí ni no a nada. Ni siquiera sabíamos en qué parte del país estaba exactamente.
Su extrema parquedad hizo pensar a mamá que él ya no nos quería, que había descubierto una nueva vida y nos abandonaría definitivamente. Pero la cuestión no era lo que él quisiese. Lo que ocurría en Miami, donde había sido enviado, no tenía nada que ver con su voluntad. Más bien, como casi todo en su vida, tenía que ver con nuestro padre.
El futuro de Minetino empezó con una misteriosa citación que recibió en el cuartel. El remitente del sobre era un tal Howard Hunt, y se dirigía a él con la altivez de un superior. A mi hermano, el nombre no le decía nada. Cuando llegó el día de su encuentro, ni siquiera sabía de qué iban a hablar. Imaginaba que le ofrecerían algún trabajo de oficina para el Ejército o algo así. Y bueno, supongo que era algo así.
Hunt había sido agente de la OSS, la Oficina de Servicios Estratégicos, y había pasado el final de la guerra sirviendo en China en labores de inteligencia. Desde su regreso, trabajaba en una pequeña oficina de Coconut Grove sin señales aparentes ni placas oficiales. Cuando Minetino llegó, no sabía si debía cuadrarse, como se hacía con los oficiales, o sentarse, como se hace ante los empleados administrativos. De todos modos, Hunt lo recibió sin mirarlo, con varios papeles sobre la mesa y el aire atareado e informal del ejecutivo que no tiene tiempo que perder.
– ¿Su nombre es Giorgio Humberto Minetti, oficial?
– Sí. Está en mi expediente.
– Ya. ¿Cuál es su relación con Giorgio Minetti, el empresario italiano antes radicado en Cuba?
– Es mi padre.
– ¿Tiene usted una buena relación con él?
A Minetino le extrañó una pregunta tan personal. Y también le extrañó que definieran a papá como empresario y no como fascista.
– ¿Tengo que responder a eso?
– No es una orden, pero sería mejor, sí.
– Supongo que tenemos… una relación normal.
Por primera vez, Hunt levantó la vista de sus papeles y miró a mi hermano. O, más bien, le clavó los ojos.
– ¿Confía él en usted?
– Sí… Bueno, sí.
– ¿Está usted al corriente de los vínculos que sostenía con el FBI?
– No.
Hunt se quedó observándolo en silencio, presionándolo con la mirada, esperando que cambiase su respuesta. No creía que Minetino hubiese ignorado las relaciones entre papá y los servicios secretos americanos. Pero, en verdad, mi hermano no tenía idea. En el momento de la entrevista era un chico de veinticinco años, y había dejado de vivir con nosotros desde hacía por lo menos ocho.
– ¿Está usted al corriente de los vínculos de su padre con la Italia fascista?
– Sí.
– ¿Sabe si él desea regresar a Cuba?
– Sí. Lo desea.
– ¿Hablan ustedes con frecuencia?
– Más o menos.
A Minetino empezaba a ponerlo nervioso ese extraño interrogatorio. Trató de hacer preguntas él también:
– Disculpe, oficial. ¿Es usted oficial? Disculpe, señor, pero no entiendo adónde quiere llegar.
– Oficial Minetti, seré muy claro con usted. Estamos formando una nueva agencia de inteligencia, una oficina que pueda ocuparse del manejo de información internacional mientras el FBI se concentra en los asuntos internos del país, ¿me sigue?
– Sí, señor.
– Ahora mismo, su padre puede estar tranquilo. El fascismo no es un tema que nos preocupe. Está en el pasado, se acabó. La amenaza que se extiende en este momento por el planeta es el comunismo. Crece, oficial Minetti, como un cáncer, cada día más gordo y lleno de células muertas, matando todo lo que toca. Tenemos especial interés en proteger al mundo de esa amenaza. ¿Es usted un anticomunista, oficial?
– Absolutamente, señor.
– ¿Y su padre?
– También, señor.
– Muy bien. De momento, sabemos que América Central y las Antillas son dos regiones que debemos cuidar especialmente. Esos países están cerca de nosotros y padecen una alta inestabilidad política, lo cual los convierte en un excelente campo de cultivo para el enemigo. Nos interesaría contar con un anticomunista convencido como su padre, pero, claro, eso no es tan fácil.
– A mi padre le encantaría, estoy seguro…
– Entienda la situación, oficial: el FBI nos considera una competencia indeseable y va a hacer todo lo posible por que fracasemos. Y una de esas cosas será denunciar o vetar a un ex espía de Mussolini, aunque haya trabajado para ellos. Dirán que nos estamos aliando con el enemigo y bla, bla, bla. Ellos también tienen asuntos oscuros que tapar, pero no se trata de empezar a sacarnos los trapos sucios, ¿verdad? Se trata de resolver problemas. Su padre tiene experiencia política y diplomática en la zona, además es un empresario de éxito…
– ¿Por qué no habla de esto directamente con mi padre, señor Hunt?
– Eso es lo que le estoy explicando. Su padre no puede volver por el momento a La Habana, al menos no con la fuerza que tenía antes, pero usted sí. Usted es un ciudadano norteamericano que ha luchado por este país, su lealtad está fuera de toda duda, y si acepta ser uno de los nuestros, podrá asumir usted los negocios de su padre. Él podrá volver y administrarlo con perfil bajo -Hunt puso énfasis al pronunciar
Para Minetino, se trataba de una oferta inigualable. A pesar de su juventud, podía asumir él el control sobre mi padre, podía decirle qué hacer y qué no hacer porque papá dependería exclusivamente de él para poder permanecer en Cuba. A la vez, sería un agente secreto de los Estados Unidos, prácticamente un intocable en la isla. Durante unos segundos, se preguntó si debería pedir un tiempo para pensar en la propuesta. Luego respondió:
– Cuenten conmigo, señor Hunt.
– Bienvenido a la CIA, agente Minetti.
Tras esa reunión, Hunt partió a instalar la primera oficina de la agencia en México. Años después, estaría involucrado en la invasión de Bahía de Cochinos, sería acusado de haber conspirado para el asesinato de Kennedy y, finalmente, condenado a prisión por su participación en el caso Watergate.
Pero ésa es otra historia. Para mi familia, la única noticia importante que surgió de ese encuentro era la que más esperábamos: regresaríamos a Cuba. Incluso papá, que nunca transmitía emociones, era incapaz de disimular su alegría. El día que aterrizamos en La Habana, mamá se arrodilló y besó el suelo. Y cuando volvimos a casa, besó el dintel de la puerta. Y luego besó el mar Caribe. Y, aunque nunca había sido muy expresiva, me cubrió de besos y me anunció:
– Hoy volvemos a vivir.
A mí, lo que más me alegraba era la perspectiva de ver a mi hermano. De hecho, como nunca antes, nos podríamos ver con frecuencia. Pero él no estaba especialmente feliz con la idea. Había cambiado.
En mis recuerdos, Minetino era un chico tímido, algo soso, pero amable e inseguro. En cambio, el día de nuestro reencuentro en La Habana era un témpano. Al sentirlo llegar a la casa, bajé corriendo a recibirlo y salté sobre él para abrazarlo. Él me contuvo en el aire y me dio un beso que casi parecía una señal de STOP. Luego siguió de largo, se fijó en el sofá del salón y masculló:
– No me gustan los colores de ese mueble. Cámbienlo.
Como un perro que orina para marcar su territorio, recorrió toda la casa, parando en cada rincón, juzgando cada detalle y a cada persona en dos segundos. Ahora supongo que se veía ridículo, un chico casi menor de edad con pretensiones de Humphrey Bogart. Pero en ese momento parecía inaccesible, inalcanzable, un hombre con algo que ocultar. No habló mucho ese día. Sólo se llevó aparte a papá. Displicentemente, como si
El mismo día en que ocupó su nueva oficina en la calle Infanta, papá volvió a colocar en el centro de la habitación su rosa náutica, que en Buenos Aires había dormido en una caja. Además, mandó tallar otra rosa náutica en la fachada del edificio. Para él, eso significaba que la deriva había terminado. El barco volvía a estar bajo su control.
Según lo acordado, Minetino era el jefe nominal y papá trataba de pasar desapercibido. Pero su sola presencia era una fuerza de la naturaleza. Rápidamente hizo crecer el concesionario y
Entre sus primeras tareas también estaba la de integrarse en un círculo social. Trabó amistad con un americano de origen italiano, Amleto Battisti, un hombre al que recuerdo por su pulcritud y elegancia. Cada detalle de su atuendo, peinado y uñas estaba finamente pulido y
Igual que papá, Battisti era adicto al trabajo. Aparte de sus innumerables negocios, entre ellos el lujoso hotel Sevilla Biltmore, estaba metido en política y llegó a ser el único extranjero elegido parlamentario. Para ello, se labró una imagen pública de benefactor social, mediante generosos donativos a obras de caridad. Battisti aparecía en los periódicos en todas las páginas: la social, la local, política. Incluso en la de espectáculos, compartiendo fiesta con estrellas de Hollywood que alojaba en su hotel. Cada vez que veía una foto de él en la prensa, papá decía:
– Ahí está
Desde su llegada al país, Amleto Battisti se mostró muy dispuesto a insertar a papá en sus zonas de influencia. Le compró automóviles, le solicitó asesoría legal en varios temas de impuestos. Y más de una vez, le echó una mano con el gobierno del país. Battisti tenía contactos al más alto nivel. Su hotel estaba situado justo entre el Palacio de Gobierno y la Casa Marina, el burdel más elegante de la ciudad. Según las malas lenguas, Battisti tenía oficinas en los tres edificios.
En uno de sus negocios con Battisti, papá ayudó a declarar y reducir los costes de envío de un cargamento de azúcar que salía para Miami. Se trataba de un embarque de proporciones descomunales, pero a papá no le pareció anormal. Era un trabajo como cualquier otro. Un contenedor en un barco que debía llegar de un punto a otro. O eso parecía. O eso quería creer él.
El día anterior a la salida del cargamento, mi hermano irrumpió como un energúmeno en la oficina de papá, cerró la puerta y dijo:
– ¿Te has vuelto loco, papá?
– No, tú te has vuelto loco -respondió papá malhumorado-. Eres mi hijo
– ¿Qué sabes del cargamento de Battisti? ¿Los contenedores llenos de azúcar?
– Eso mismo. ¿Qué pasa con ellos?
– Eso no es azúcar, papá. Una parte es azúcar, pero dentro de los costales, el polvo es otro.
– Estás diciendo estupideces.
– La CIA y la mitad de los policías americanos lo saben. Están todos comprados. Pero esto es tráfico de estupefacientes. Como aparezca uno que no haga la vista gorda, te habrás metido en un lío muy duro. Y yo contigo.
Considerando las sospechas sobre papá de los servicios secretos americanos, eso podía ser un golpe mortal. Inmediatamente, papá fue a pedirle explicaciones a su amigo.
Battisti lo recibió en su oficina del Sevilla. Por las ventanas, el mar y La Habana Vieja ponían a su conversación un sereno marco azul y blanco. Pero sus palabras sonaban como abismos y bombazos.
– ¿En qué embrollo me estás metiendo, Amleto?
– No sé
– Mira, a mí no me importa lo que tú hagas. Pero si hacemos negocios juntos, me tienes que decir adónde me meto. Si no hay confianza, no hay negocio.
Battisti se encogió en su escritorio. Levantó las manos, como si nada fuese culpa suya.
– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó.
– Eso no importa. Lo saben los americanos. Narcóticos podría estar esperándonos.
– Narcóticos sabe que no debe saber nada.
– Aunque no se enteren, me da igual. Éstos no son mis negocios.
Battisti sonrió. Se levantó del asiento y se acercó a la ventana. Señaló hacia fuera, a la ciudad, que se perdía en la línea del litoral.
– Mira este paisaje, Giorgio, y dime qué ves.
– Veo una ciudad en la que quiero estar tranquilo. Ya he tenido bastante en los últimos años.
Amleto se encendió
– Ése es el problema -dijo mientras dibujaba círculos con el humo-. Sólo ves el pasado. ¿Sabes lo que yo veo? Una larga costa de hoteles y salas de juego que va de Varadero hasta La Habana, a lo largo de la Vía Blanca. Veo gente sonriendo y divirtiéndose en las playas y los casinos. Veo placer, Giorgio. Mulatas, fiestas, sol. ¿Y sabes qué más veo? Veo a los americanos venir volando a sumergirse en ese placer, muy cerca de Miami pero infinitamente lejos de los incómodos legisladores de ese gran país. ¿Los ves ahora? Trayendo todos esos dólares libres de impuestos para entregárnoslos uno por uno. Veo el futuro.
Sopló el humo de su habano sobre el rostro de papá, como si fuese el vaho de un sueño.
Difícilmente esta situación tomaba por sorpresa a mi padre. Imaginaba con quién trataba. Había creído que podría mantenerse al margen de la parte peligrosa, pero sin duda ya estaba en el lado oscuro. Su nombre se asociaba con Battisti y su entorno. Ahora, podía pelear con el único grupo de gente leal que lo apoyaría ante cualquier dificultad. O podía aprovechar la situación y devolver la misma lealtad. Papá había dicho muchas veces en casa que nuestro regreso a Cuba era definitivo y que no volvería a salir de ahí bajo ningún concepto, bajo ninguna amenaza. Supongo que estaba dispuesto a lo que fuera por conservar su lugar en el mundo. A lo que fuera.
– Un empresario con tu talento podría hacerle mucho bien a gente como nosotros, Giorgio -continuó Battisti, hablando ya en plural, como si lo invitase a una secta.
– Amleto, yo apenas estoy reponiendo mis negocios en La Habana. No es gran cosa.
– Podría ser más. Nosotros tenemos negocios con un enorme flujo de capital que necesitamos colocar.
– Colocar.
– Necesitamos una persona hábil en las finanzas, ¿me entiendes? Alguien que pueda hacer movimientos de dinero rápidos y limpios. Y sobre todo, alguien leal, de nuestra sangre.
– No sé, Amleto. Yo ya he tenido bastantes problemas en este país y no quiero meterme en más. Aún soy un perseguido, y mi posición es delicada. El FBI debe saber hasta a qué hora voy al baño. Además, yo no sé de estas cosas. Nunca he estado metido en estos negocios.
– Justamente eso es lo que nos interesa, Giorgio. Justamente por eso te hemos escogido.
Y esta vez, su voz no era la de un amigo sino la de un padre, la de alguien que te adopta, que te invita a su familia.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, mientras planeaban la ocupación de Italia, los americanos decidieron tender redes de poder al interior del país para preparar la llegada de sus tropas y sabotear los planes de defensa fascistas. No podían acudir a los partisanos, que eran comunistas, ni a las resistencias antinazis de otros países, que eran extranjeras. Hacían falta italianos organizados y capitalistas con destreza en el uso de las armas y buenos contactos en la política local. Claramente, los únicos que respondían al perfil eran los miembros de las familias de la Mafia.
Varios cabecillas de las principales familias que estaban presos fueron liberados, entrenados en instalaciones militares y enviados a Europa. El más importante de ellos era Lucky Luciano, el hombre que había organizado a la Mafia, sacándola de las destilerías de mala muerte para convertirla en un negocio a nivel nacional. En el acta de libertad de Luciano, el gobierno de los Estados Unidos destacaba su patriotismo, espíritu democrático y fidelidad.
Luciano hizo su trabajo en nombre del mundo libre, y Estados Unidos liberó Italia. Pero terminada la guerra, Luciano comprendió que en ese país no había un futuro para él. Se trataba de un país demasiado pobre, en el que funcionaban ya miles de pequeñas familias con negocios regionales con las que sería muy difícil competir. Era como tratar de instalar un McDonald's en una ciudad donde los clientes no tienen un centavo y los cafés típicos te pueden poner una bomba. Además, a Luciano le faltaba arraigo. En América, la Mafia tenía organizaciones, familias y empresas completamente integradas en la sociedad. Era imposible trasladar todo eso a Europa.
Hizo sus cálculos. Un nuevo negocio asomaba en el horizonte: la cocaína. Llevarla a Estados Unidos podía producir mucho dinero si se encontraba el lugar indicado para trabajar. Un lugar con caletas y radas donde aprovisionar barcos clandestinamente. Un lugar que ya conociese desde la importación de ron durante la ley seca. Un lugar lo suficientemente cerca y lo suficientemente lejos de América. Y ese lugar se llamaba Cuba.
En 1946, Lucky Luciano entró en La Habana con un nombre falso y convocó a una reunión de las familias para planear un nuevo reparto de los negocios. Su regreso fue saludado con optimismo por sus viejos amigos. En diciembre de ese año, el financiero de la Mafia Meyer Lansky, Vito Genovese, Santos Trafficante, un emisario de Al Capone y decenas de caudillos firmaron el registro del Hotel Nacional, el más suntuoso de la isla, un gigantesco edificio frente al mar donde aún hoy se exhiben los cañones de la independencia. El amigo de papá Amleto Battisti no firmó porque él tenía su propio hotel.
La reunión de La Habana fue larga y productiva, llena de resoluciones importantes. Se abrieron nuevas rutas comerciales. Se distribuyó el negocio. Se cerraron acuerdos. Pero, paradójicamente, el único que no salió beneficiado de ella fue quien la había convocado. Porque tras esos días cercanos a la Navidad, los jefes de las familias salieron convencidos, por sobre todas las cosas, de que el viejo Lucky Luciano, el gran líder, el fundador, se había vuelto completamente loco.
Sintiéndose seguro y creyendo que los viejos tiempos continuaban, Luciano estaba llamando la atención demasiado. Hizo que sus cuatro dóbermans persiguiesen a un cartero para divertirse. Se trepó al escenario del Tropicana y arrastró a una vedette hasta la pileta de la puerta principal. Se dejó fotografiar en cuatro cabarets de la mano de bailarinas. Montó una fiesta de tres días en el hotel con Frank Sinatra, que atrajo a toda la prensa de espectáculos. Y golpeó a un policía en la puerta del cabaret Sans-Souci.
Su viejo amigo Meyer Lansky trataba de controlarlo un poco. Le pedía discreción y calma, y se ocupaba puntualmente de comprar el silencio de los policías y periodistas que atestiguaban sus barbaridades. Pero Luciano estaba desbocado. Pensaba que en ese país nadie los tocaría, que no tenían enemigos a su altura. Cuando empezó a aparecer también en periódicos de los Estados Unidos, sus socios se alarmaron seriamente. En una de las reuniones, Genovese explotó y le reprochó:
– Luciano, actúas como un adolescente.
– Mejor -le respondió Luciano-. Me siento mejor que cuando era adolescente.
En lo referente al trabajo, Luciano proponía concentrar todo el tráfico de droga en Cuba y cultivar en la misma isla, para ahorrar en transportes. Estaba obsesionado con el negocio de la cocaína y la usaba constantemente, aun durante las reuniones. En una cena, fuera de sí, le ofreció una raya a uno de los camareros, que no sabía cómo responder ni qué decir. Luciano pretendía sobornar a autoridades a todo nivel y se creía capacitado para desafiar a los Estados Unidos por estar en un país soberano. Pensaba que, en el peor de los casos, los americanos no tomarían represalias contra los italianos sino contra las autoridades de la isla. Lo peor era que aún se consideraba el jefe de todos los demás. Despreciaba a quien lo contradijese y se mostraba prepotente. Tras cada una de sus intervenciones, Meyer Lansky y Genovese se observaban y sacudían la cabeza.
– Ha perdido la razón.
– Una pena. Era un tipo tan listo…
– Y ahora es un estorbo.
Tras la reunión del Hotel Nacional, Amleto Battisti encomendó a papá su primera misión: librarse de ese estorbo.
Durante el verano de 1947, Lucky Luciano vino a casa tres días por semana sin falta. Hasta donde yo recuerdo, era un tipo amable, aunque se ponía impetuoso después de la cuarta copa, lo cual solía ocurrir a la media hora de llegar. De cualquier modo, nunca fue escandaloso. Además, por recomendación de Battisti, confiaba ciegamente en papá. Cuando hacía algún comentario desatinado, papá lo corregía con la paciencia de un abuelo. Entonces Luciano se le quedaba mirando un rato y respondía:
– Sí. Supongo que tienes razón.
Invariablemente, cada vez que Luciano abandonaba nuestra casa rumbo a alguna de sus fiestas, Minetino llegaba y se encerraba con papá en el estudio.
En lo personal, yo prefería las visitas de Luciano. Al menos era un tipo divertido, con sentido del humor, con una vida. Mi hermano, en cambio, sólo trabajaba. Ni siquiera tenía amantes o grandes fiestas. Era una persona seca, amargada y, lo peor de todo, siempre andaba de muy mal humor conmigo. A mí me gustaba divertirme. Mamá me había enseñado a tener una vida social intensa. En cambio, para Minetino, una mujer era un accesorio del salón, dedicada exclusivamente a la moda y a engordar. Él pensaba que los hombres debían pasar por nuestras vidas como un plumero, para desempolvarnos y ponernos en un lugar bonito que decoraríamos a nuestro gusto. Y se creía con derecho a darme órdenes. Me exigía estar «presentable» (o no estar presente) cuando estuviese Luciano en casa, y en general trataba de enseñarme a «comportarme» y de reprimir mis ganas de vivir.
Lamentablemente, Minetino se quedaría cerca de mí mucho más tiempo que Luciano, cuyas visitas estaban por acabar. En las reuniones entre papá y mi hermano, el tema fundamental era cómo sacarlo de Cuba.
El primer paso de su plan fue darle a la CIA toda la información de sus operaciones. Cada embarque de droga que Luciano quería mover, cada negocio que trataba de montar, se encontraba con la oposición de las autoridades cubanas presionadas por Estados Unidos. A pesar de eso, el jefe de mi hermano, Howard Hunt, sospechaba de las relaciones entre papá y Luciano. En sus reuniones, siempre hacía preguntas incisivas al respecto y se mostraba suspicaz. Pero Minetino, por supuesto, lo defendía:
– Mi padre nos está transmitiendo todo lo que sabe sobre Luciano. Eso prueba su lealtad a América.
– No sé si es lealtad a América o al dinero de la Cosa Nostra -respondía un malencarado Hunt-. Al fin y al cabo, sigue haciendo negocios con Battisti y los demás, ¿no?
– Está dispuesto a dejarlo si se lo ordenamos. Ahora bien, ¿queremos que él deje la Mafia o queremos que nos informe de sus movimientos desde adentro?
– Supongo que es mejor tener a esa gente en La Habana que en Nueva York. Pero ¿por qué no quitan de en medio a Luciano? Está dejando en ridículo a los Estados Unidos.
– Si los italianos expulsan a su antiguo líder -argumentó Minetino-, se creará una guerra de mafias en la isla. Y será peor.
– ¿Y entonces? ¿Nos quedamos con los brazos cruzados?
Minetino tenía una respuesta para esa pregunta, una respuesta forjada en largas charlas en el estudio de casa, mientras Luciano se divertía en algún cabaret:
– Los italianos no pueden rebelarse contra Luciano. Pero si la presión contra él llega de Estados Unidos, mi padre garantizará que las familias no lo defiendan.
A Hunt le pareció una propuesta razonable.
Para aumentar la presión sobre Luciano, papá empezó a filtrar a la prensa información sobre sus negocios. Los artículos atraían la atención de los cubanos, pero sobre todo de los diplomáticos norteamericanos, que exigían escandalizados la salida de Luciano de la isla. Conforme se iba cerrando el cerco, Luciano empezó a ponerse nervioso:
– Tenemos un infiltrado, Giorgio -decía a veces-. Alguien nos está traicionando, y cuando lo encuentre, le voy a abrir la garganta como a un perro.
Por suerte para papá, no tendría tiempo de descubrir al traidor y cumplir su amenaza. En sólo tres meses, los Estados Unidos declararon a Cuba un bloqueo de medicinas exigiendo la deportación de Luciano.
Cuando la noticia apareció en los periódicos, Luciano llegó a casa furioso. Papá ni siquiera logró convencerlo de encerrarse con él en el estudio o hablar en voz baja. En pleno comedor, mientras yo escuchaba desde la cocina, propuso a gritos sobornar al presidente para que rompiese relaciones con Estados Unidos. Aseguró que con el dinero de la droga podrían manejar todo el negocio desde Sicilia. Pensó en cambiar de identidad y establecerse en Caracas mientras las aguas se calmaban. En respuesta, papá iba enumerando con calma todas las razones por las que sus ideas eran inviables. Luciano estaba borracho y, antes de irse, rompió un jarrón. No sé si lo hizo por rabia o por torpeza.
El 29 de marzo de 1947, papá y Amleto Battisti acompañaron a Luciano al barco que se lo llevaría. En el puerto se habían congregado otros italianos y un par de vedettes del Tropicana. Pero pocos de los abrazos que Luciano recibió ese día fueron sinceros. Las últimas palabras que le dedicó papá fueron:
– No te preocupes. Te traeremos de vuelta cuando las cosas se enfríen.
No era verdad. Cuando el barco zarpó, lo único frío era la botella de champán con que mi hermano esperaba a papá en su Cadillac. Ahora sí eran socios de pleno derecho. Y sobre todo, ahora podíamos sentirnos tranquilos. Finalmente, y de una vez por todas, teníamos un lugar en Cuba. Teníamos la isla entera, porque era nuestra.
9.
La Habana se parecía a Santo Domingo de un modo extraño, como si fuesen la misma ciudad en dos universos paralelos: cada una era lo que la otra podía haber sido. La capital cubana tenía una bahía con apariencia de río, como el Ozama, pero estaba quieta, dormida, bajo una fortaleza costera que ya no tenía nada que defender. Ahí comenzaba uno de los malecones más antiguos de América Latina, pero en vez de modernos hoteles con cristales ahumados, entre las casonas derruidas se elevaban un par de viejos edificios de los años cincuenta, clavados ahí como monumentos a lo que nunca fue.
El barrio del malecón, Centro Habana, estaba arrasado, como si una guerra le hubiese pasado por encima. Las fachadas se sostenían con columnas de madera improvisadas. Las paredes se descascaraban. Los interiores estaban tan subdivididos que no se sabía dónde empezaba una casa y terminaba otra. Por las noches, junto al mar se amontonaban las parejas y los que podían pagarse una botella de ron. Los demás se quedaban en casa dormitando frente al televisor, alternando entre la señal de los dos únicos canales.
En medio de ese malecón adormilado estaba mi hotel, el Deauville, construido en 1956. En su inauguración, durante los años dorados de Minetti, el Deauville había sido considerado el mejor puticlub del Caribe: tenía salas de juego, piscina, salón de baile, restaurante y ciento cuarenta habitaciones distribuidas en once pisos. El lujo del hotel atraía clientes de todo el continente. Pero cuando yo llegue, casi cincuenta años después, era sólo un alojamiento barato. Por una suma de dinero ridícula, me quedé en el piso 11, con vista al mar y a los escombros de la ciudad.
Diana ya no conocía a casi nadie ahí. Y yo tampoco, pero daba igual. En Cuba, si tenías que hablar con un periodista, llamabas a la Unión Nacional de Periodistas. Si buscabas a un escritor, llamabas a la Unión Nacional de Escritores, y ahí tenían los datos de todos. Lo único difícil sería encontrar a la vieja amiga de Diana, Mariana San Martín. No tenía su número ni su dirección. No sabía si seguía viva, ni qué había sido de ella.
Llegué un lunes por la mañana y decidí ponerme en acción de inmediato. Tiré mis maletas en la habitación y bajé a la recepción. Tras el mostrador, dormitando con un ejemplar del periódico
– ¿Me puede dar una guía telefónica, por favor? -pedí.
La gordita ni se movió. Apenas desplazó hacia mí una de sus pupilas y contestó:
– Compañero, ¿necesitas una guía telefónica en la playa?
– No he venido a la playa. Vengo a trabajar. Tengo que llamar a algunas instituciones oficiales.
– Puedes esperar un poco que no hay nadie. Hoy es festivo.
– ¿Cómo que hoy es…? Pero si no…
– El comemielda de Bush ha hablado contra Cuba otra vez. Hay asamblea constitucional para declarar el socialismo intocable en la Constitución. Fidel ha declarado festivo, para que todo el mundo pueda ver la retransmisión de la asamblea.
Regresé a mi cuarto y encendí la televisión. Ahí estaban los padres de la patria. En los dos canales en simultáneo, quinientos representantes en la Asamblea Nacional decían exactamente lo mismo uno tras otro. Y no acabaron ese día. Al final de la jornada, un locutor de noticias anunció que el martes continuarían las deliberaciones. Un festivo más. Muy probablemente, el miércoles pasaría lo mismo. De los cinco días útiles que tenía para investigar, el comandante me acababa de anular tres.
Pensé darme un baño para relajarme. Me quité la ropa y abrí la cortina de la ducha. Bajo el caño, había dos cucarachas con antenas enormes. Parecían estar hablando de mí. Traté de llamar a la recepción, pero la línea telefónica no funcionaba. Tuve que vestirme y bajar en el ascensor, temiendo que se estropease en cualquier momento. Al llegar al primer piso, estaba furioso:
– ¡Hay cucarachas en la ducha! -grité ante la gordita inamovible.
– ¿Cucarachas? -quiso confirmar, y al ver mi cara de desesperación, hizo gesto de iniciar las gestiones, aunque no se movió-. No te preocupes, compañero. Sólo dime una cosa. Esas cucarachas que dices, ¿están vivas o están muertas?
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Que si están vivas, te mando al exterminador. Pero si ya están muertas, te mando al de la limpieza nomás.
No contesté. Sólo subí por mis maletas y huí de ahí. Corrí por la calle hasta cruzarme con una bicicleta que llevaba detrás una carretilla y que se identificó como «taxi».
– Llévame a cualquier hotel sin cucarachas, por favor -le dije.
Me llevó al Sevilla, en el límite de Centro Habana, un lugar rodeado de edificios esplendorosos como el Capitolio, la fábrica de tabaco y el edificio Bacardí.
Como no podía hacer nada durante el día de la asamblea, decidí pasar la mañana relajándome y leyendo un poco. Me acerqué a la piscina, pero el paisaje sexual me impacto: todas las mujeres eran blancas. Todos los hombres, negros. Las solteras europeas jugueteaban con sus amantes vacacionales, les pagaban las copas y les tocaban los bíceps. Era la única piscina con máquina de preservativos que había visto en mi vida. Me sentí demasiado blanco para conseguir a una europea y demasiado peruano para atraer a una cubana -que además no había- y cambié de planes.
Salí a pasear. Conocí la catedral, recientemente restaurada, y una plaza de Armas llena de libreros y espectáculos al aire libre. Al principio, pensé que si no entrevistaba a nadie, al menos podría hacer un viaje turístico entretenido.
A cada paso que daba, una nube de vividores me rodeaba, zumbando como abejorros. No eran mendigos ni asaltantes. Sólo gente que se acercaba a hablarme, a contarme chistes y ofrecerme tabaco, ron, conversación, guía turística o unos minutos de simpatía. Igual que en Santo Domingo, todos creían que era español. En cada esquina, alguien me gritaba:
– ¡España!
Y luego inventaban algún vínculo con ese país, y empezaban a conversarme, para tantear qué quería yo. Calculaban que todo el mundo quiere algo. Especialmente si pasea solo.
Después de dos horas, la situación se hizo insoportable.
Volví al hotel desesperado. No tendría ni investigación ni paseo. Me quedaría en mi cuarto toda la semana viendo la Asamblea Nacional en dos canales y agradeciendo que no hubiese cucarachas. Inventaría algo para Diana al regresar, aunque de ser posible, volvería de inmediato. Era el viaje más espantoso que me había tocado.
Y entonces, cuando todo parecía perdido, me di de bruces con la solución a mis problemas. Literalmente.
En una pared del pasillo del hotel, bahía una foto de Giorgio Minetti.
«Al principio, pensé que era una ilusión óptica producto de mi angustia. Pero al mirar bien, no quedaron dudas. Era él, justo entre Lucky Luciano y Vito Genovese. Empecé a fijarme con atención en el
Regresé corriendo a los puestos de libros de la plaza, pero no encontré nada sobre la Mafia en Cuba. Pasé por dos o tres librerías con el mismo resultado. Ni libros sobre los italianos, ni sobre sus negocios. Los libreros sólo tenían ediciones de la obra completa de Martí.
Oscurecía cuando abandoné la última librería. Estaba cansado y un poco frustrado, pero al menos sabía adónde dirigir mis pasos. Ya a dos calles del hotel, se me acercó un mulato sonriente, como todos los de La Habana:
– ¡España! -me dijo. Así se acercaban siempre.
– No, Perú -le dije yo, un poco harto de dar la misma respuesta, con la ilusión de decepcionarlo. Pero eran incansables.
– Ah, Perú. Yo tengo unos amigos ahí. Los García. ¿Conoces a los García?
– No, no conozco a ningún García. Jamás en mi vida he escuchado ese apellido.
– Ah. ¿Y cómo va la visita? ¿Te gusta Cuba?
– Mucho, sí, pero vengo por trabajo. Y tengo prisa y…
– Yo me llamo Rubén.
Y me extendía la mano. El truco de siempre. Eran tan amables que resultaba imposible mandarlos a la mierda a pesar de las ganas que uno tenía.
– Hola, Rubén.
Perdí.
– ¿Necesitas algo: tabaco, ron, un lugar donde comer?
– No, nada.
– ¿Dar una vuelta, tomar algo, un café, conocer la catedral?
– Realmente no…
– ¿Salir con alguien, conocer gente, fiesta? Se conoce gente. Yo tuve una novia argentina.
– Ah.
– Se fue hace unos meses, pero nos seguimos escribiendo un poco. Yo le digo que la quiero, que quiero verla. Creo que me voy a ir para Buenos Aires.
Era inevitable. Habría que conversar. Se me ocurrió un último recurso.
– ¿Tú consigues cosas? ¿Sabes lo que necesito? Un libro sobre la Mafia en Cuba durante la década de los cincuenta. ¿Puedes conseguirme eso?
Me miró como si le hubiese pedido un caramelo. Ni siquiera preguntó qué tipo de libro, nada.
– Fácil -dijo.
Pensé que trataría de estafarme, pero se veía tan natural y tranquilo que no pude menos que seguirlo. Me llevó a un portal donde un anciano estaba sentado con una caja. Miró a todos lados, como si fuese una operación secreta e ilegal, y murmuró:
– Viejo, ¿tienes algún libro sobre la Mafia en Cuba? Hay uno de Letras Cubanas, ¿te acuerdas?
Lo dijo así. Con editorial y todo. Como quien pide un café. Y el anciano revisó su caja. Tenía dos ediciones, una de ellas ilustrada, de un estudio sobre la Mafia en Cuba que había ganado el Premio Casa de las Américas en 1993. Con las manos temblando, abrí la edición ilustrada. Entre las fotos, una vez más, había una de Giorgio Minetti, que era presentado como el encargado de las fachadas legales de los negocios de la Cosa Nostra. Bingo, como dicen los gringos.
A partir de ese día, Rubén se convirtió en mi asistente de investigación. Cada mañana al salir, me lo encontraba en la puerta del hotel. Me conseguía taxis baratos. Me acompañó personalmente al edificio de Minetti en la calle Infanta, que aún tenía la rosa náutica en la fachada. Y sobre todo, me agenció libros, datos y contactos. Yo necesitaba un libro sobre los bienes expropiados a partir de 1960. Rubén lo tenía. Una lista de italianos fascistas, una guía telefónica del 59, una historia política de Cuba. No había problema. Yo pagaba buen precio por los documentos, y además le llevaba los jabones que robaba del hotel, a veces una camiseta de mi equipaje. El único límite para sus habilidades fue la amiga de Diana, Mariana San Martín, a quien nunca pudimos localizar.
En los dos días útiles que me dejó la asamblea revolucionaria, conseguí ampliar la historia con algunas entrevistas. Según los informantes, Minetti no sólo había creado el vínculo Mafia-CIA, sino que luego le había vendido la línea informativa de su periódico a Batista. Y aunque odiaba y despreciaba al dictador, había terminado congraciándose con él porque era el único modo de hacer negocios. Así cerró su triángulo de poder. Era un genio, por donde se lo mirase. Un Rasputín del trópico con sangre italiana.
Para no lastimar a Diana, haría falta justificar en el texto a su padre, ensalzarlo, no pintarlo como un delincuente sin escrúpulos sino como un hombre con instinto de supervivencia. Aun así, la historia era espectacular. Y lo mejor de todo: era totalmente imposible de verificar. Aunque sus bases eran sólidas, el relato de Minetti estaba hecho de cuentos de ancianos, chismes de viejos periodistas y declaraciones sin pruebas. O sea, el sueño de un escritor. Una historia sin referentes claros te da mucho margen para inventar. Y yo puedo inventarme cosas mucho mejores que la realidad.
El único inconveniente de la historia era que no tenía nada que ver con Diana. Para resolverlo en la narración, decidí inventar una escena en la que Lucky Luciano frecuentaba la casa. Ya vería cómo convencer a Diana de que eso era verdad.
Un día antes de partir, había acumulado suficiente información y suficientes mentiras como para cobrar mi sueldo durante tres meses más. De todos modos, en vez de irme a la playa, entrevisté a un último periodista octogenario: Camilo Pérez Cino. Como casi todos los intelectuales que había encontrado, Pérez Cino residía en El Vedado, una antigua zona de clase alta. El barrio aún conservaba algo del viejo esplendor en algunas de sus avenidas, sobre todo donde habían puesto escuelas e instituciones públicas. Pero la mayoría estaba hecha pedazos. Los coches que circulaban por las calles no habían cambiado desde el año 60, aparte de algunos Lada soviéticos. De vez en cuando, asomaba un Jeep o un Fiat, propiedad de algún funcionario público o ejecutivo turístico.
Pérez Cino me citó en la heladería Coppelia, donde los cubanos hacían largas colas para comprar un helado, pero los extranjeros no. Le invité un helado para extranjeros y me pedí otro.
Pérez Cino no sabía bien quién era Minetti, ni nada sobre la Mafia. Después de un rato, empecé a sospechar que sólo había aceptado mi invitación para ganarse un helado. Eso sí, como para merecer su premio, hablaba sin parar. Conversamos un poco más sobre la vida y otras tonterías, hasta que terminamos el segundo helado. Entonces me levanté:
– Bueno, señor Pérez Cino. Muchas gracias por su ayuda.
– Cuando quieras. ¿Te quedas mucho tiempo?
– Me voy mañana, pero creo que ya tengo todo lo que necesitaba. Sólo me he quedado con las ganas de ubicar a una amiga de mi jefa, una mujer llamada Mariana San Martín. Supongo que ha muerto, porque…
– ¡Mariana! Pero si ésa es mi hermana, chico.
– Está bromeando.
– No. Y conozco su casa. Te puedo llevar ahora mismo. A ver si nos invita un café, chico.
Subimos a su auto, que se estaba cayendo a pedazos, y tuvimos que parar dos veces en el camino porque la puerta se caía y el motor no soportaba las cuestas. Y eso que en esa ciudad no hay cuestas.
Atravesamos un puente de hierro y llegamos al barrio de Miramar. Miramar acogía las casas más bellas de Cuba, las de los antiguos aristócratas, y la mayoría de ellas seguían ahí. Ahora era el barrio de las embajadas. Pero no pude apreciar la arquitectura, porque casi todo el camino empujamos el auto en vez de tripularlo. Hicimos una tercera parada para poner gasolina, que pagué yo.
Después de esa odisea, llegamos. Mariana San Martín vivía en un amplio apartamento cerca de la playa. Pérez Cino llamó a gritos desde el portal, porque habían cortado la luz, y alguien nos abrió la puerta tirando una soga desde el tercer piso. Arriba, en un salón decorado con artesanía santera cubana y adornos étnicos africanos, nos recibió una mujer de pelo corto, vestida con jeans y bandanas de colores en la cabeza. Se presentó como una antropóloga. Y cuando supo que venía de parte de Diana, pareció volverse loca de contento:
– ¿Diana está viva? ¿Cómo está? ¿Dónde está? ¿Qué sabes de ella?
Le conté casi todo. No se habían visto en más de cuarenta años. Mariana había permanecido en Cuba todo ese tiempo. Había viajado también, pero nunca retomó los contactos de su familia, ni buscó a su vieja clase social desperdigada en el exilio. Había publicado varios libros sobre cultura cubana. Le gustaba pintar. No echaba nada de menos. Durante un instante, la imaginé como la otra cara de Diana, la Diana Minetti moderna y
– ¿Y Diana no va a venir? -preguntó.
– Se le hace muy triste volver. Creo que yo soy algo así como su emisario. Pero me gustaría convencerla de que venga.
– A veces pasan por aquí mis viejas amigas. Todas son ricas. Una tuvo un esposo alcohólico que la hizo sufrir mucho. Otra se terminó deshaciendo a punta de cirugías estéticas. Ahora me dices que Diana no ha visto a sus hijos en veinte años. Yo no sé para qué tienen tanto dinero. Yo no tengo un centavo y no me falta nada. Y no soy una comunista ni nada. A mí Fidel no me gusta. Pero soy feliz.
– ¿Por qué se quedó usted en Cuba?
– Chico, porque éste es mi país y de aquí no me saca nadie. Y menos ese barbón.
– ¿No le quitaron sus propiedades?
– Trataron de quitarme la casa de Varadero. Fui y les dije: «Oye, ésta es mi casa y si quieres quitármela, tendrás que pasar sobre mi cadáver». Y se fueron. Todavía tengo esa casa. Si Diana viene, la llevaré. Bueno, si tenemos gasolina cuando venga.
– ¿Se veían mucho cuando eran jóvenes?
– Íbamos juntas a todas partes: a los clubes, a la playa, a Bahamas…
– ¿Cómo era ella?
– ¿Diana? Pues… Era muy fea, la pobre. Y quizá era demasiado sofisticada para la vida de La Habana. Su familia tenía mucho dinero, demasiado.
– ¿Está usted al corriente de los negocios de su padre?
– ¿Qué dices? Yo te debería preguntar a ti: ¿estás tú al corriente? Porque los negocios de su padre los conocían todos aquí. Nadie quería tener nada que ver con su familia. Hasta que las viejas familias como la mía empezaron a arruinarse mientras Minetti y los suyos se adueñaban del país.
– ¿Familias como la del esposo de Diana?
– Sobre todo ellos.
– ¿Por eso odiaba Giorgio Minetti a su yerno, porque el yerno despreciaba su apellido?
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Es una de las obsesiones de Diana. Siempre repite que su padre detestaba a su esposo.
Una nube pasó por la mirada de Mariana.
– Pobre Diana. ¿En serio cree eso? ¿Hasta ahora?
– ¿Qué pasa? ¿No era un mal esposo?
– ¿Manuel? Era un hijo de puta, chico. Un vividor. Un niño rico de una familia cada vez menos rica. Lo único que le interesaba era mantener sus juergas porque no sabía hacer otra cosa. Quizá el padre de Diana lo odiaba, pero le ofreció dinero para casarse con su hija. En todo caso, lo odiaba por aceptar ese dinero.
– Creo que no entiendo. ¿Por qué…?
Mariana me miró como si fuese un crío ingenuo.
– Diana no iba a conseguir un esposo nunca -explicó-. No tenía gracia, no tenía encanto y todos le tenían miedo a su padre. Pero Giorgio Minetti necesitaba insertarse en la alta sociedad cubana, dejar de ser «el mafioso extranjero». Para tener dinero y poder hay que tener confianza. Ser una persona bien vista, ejemplar, con una familia influyente. Eso es lo que siempre quiso Minetti. Una familia influyente. Un hijo agente yanqui. La otra, esposa de alguien. En la República Dominicana se había integrado casándose con la madre de Diana. Era la única manera de hacerlo que conocía. Por eso, cuando Diana se enamoró por primera vez, su padre le compró el marido. Literalmente.
– ¿Nadir le dijo eso a Diana?
– ¿Se lo habrías dicho tú? Ella estaba enamorada de él. Y era de una inocencia conmovedora. Ella vivía en un sueño en el que todo era lindo. Hasta que se acabó.
– Parecía el paraíso, ¿verdad?
– Así podrías llamarle a tu libro.
Mariana San Martín me habló de otra Cuba, una Cuba que se caía a pedazos entre magia, champán y fiesta. Un mundo de nobles y gente fina que sólo sabía ser encantadora mientras el mundo explotaba. También me puso en contacto con otras viejas amigas de Diana. Desde su teléfono, empezó a llamar a las que sobrevivían. Varias veces, escuché decir al otro lado de la línea:
– ¡Yo no tengo ni tuve nada que ver con los Minetti!
Pero cuatro señoras aceptaron hablar conmigo antes de mi partida. Aún tenía veinticuatro horas para una frenética sesión de entrevistas.
– Pues, por lo visto, se quedaron muchos de la clase alta en Cuba, ¿no? -le pregunté a Mariana al despedirme.
– Chico -dijo ella-, estás hablando con el museo de cera de las buenas familias.
Y luego, me susurró muy bajito:
– Llévate a Pérez Cino, por favor, que se quiere quedar a cenar. Y ese viejo come demasiado.
Mis últimas horas en La Habana fueron vertiginosas. En la voz de las amigas de Mariana, conocí la juventud de Diana, inclusive los detalles que ella no contaba por pudor. Pronto, los comentarios sueltos de la propia Diana cobraron sentido en el paisaje de los años cincuenta: sus problemas con su marido, sus dificultades para concebir, su difícil adaptación a la adultez. Era la primera vez que esa mujer radiante que vivía entre sedas aparecía ante mis ojos como un ser humano. Y la primera vez que su historia resultaba triste, con más zonas de oscuridad que reflectores.
Ésa era la historia que Diana me escamoteaba, o quizá ella misma desconocía, y que yo tendría que escribir cuidando que encajase con sus recuerdos. Sin duda, ella nunca aceptaría muchos de mis descubrimientos, como el soborno a su esposo. Ni siquiera era buena idea ponerlos en el libro.
El día de mi partida, me despedí de Rubén, mi fiel asistente. Le regalé una almohada con funda y una toalla del hotel, un champú, crema para la cara, dos jabones, una sábana y el control remoto del televisor. Le deseé suerte en Argentina, con su novia. Le di un abrazo y le dejé conseguirme un taxi barato.
En el aeropuerto me hicieron miles de preguntas de seguridad: ¿cuánto tiempo estuve? ¿Motivo de la estancia? ¿Dónde me alojé? Me pidieron que repitiese mi nombre y los datos de mi documentación española y peruana. Quisieron saber por qué había cambiado de hotel durante mi estancia. El interrogatorio duró unos veinte minutos. Pero no importaba. Por única vez en toda mi aventura con el libro de Diana, era yo el que estaba diciendo la verdad.
10.
Tras la partida de Lucky Luciano, la isla se convirtió en un escenario apacible y sin sobresaltos: Batista ya no gobernaba. Reinaba la democracia. Y papá creó su mayor imperio económico: extendió su negocio a transportes terrestres, marítimos y aéreos, compró un periódico llamado
Por mi parte, yo recuperé la libertad. Me metieron a un colegio de ursulinas, completamente diferentes de las rígidas y severas pasionarias argentinas. El primer día de escuela, saqué la cabeza por la ventana y vi a una monja jugando béisbol. Pensé que no estaba viendo bien. Hasta donde yo había visto en Buenos Aires, un ser humano con hábito estaba incapacitado para divertirse. Cerré los ojos y los volví a abrir: la monja seguía ahí. Yo habitaba en un mundo nuevo.
Pero permanecí poco tiempo en ese colegio. Durante mi adolescencia, papá me envió a terminar mis estudios en Nueva York, en un colegio de los Sagrados Corazones. Ése también fue un cambio de monjas muy extremo. La madre superiora,
Supongo que en esa escuela me veían como un bicho raro: yo no había lavado un par de medias en mi vida, nunca había planchado y odio el bridge, todo lo cual me descalificaba como esposa. Pero me enseñaron otras cosas. Al inscribirme en el colegio, mamá le dijo explícitamente a
– ¡Pero qué rápido has aprendido!
Otras cosas me asombraban de esa escuela, como que tenía un palco en la ópera. Las chicas podíamos registrarnos y asistir en grupos de cuatro o cinco. Si nadie se registraba,
– ¿Y qué ropa debe llevar a la ópera?
– Ampliamente escotada y con unos lazos bellísimos.
Como lo había dicho una religiosa, el escote venía aprobado por las principales autoridades morales. Pero mi madre nunca estuvo muy convencida al respecto.
El objetivo de
Además de las lecciones de las monjas, llevábamos un curso llamado Preparación para el Matrimonio, que se ocupaba de hablarnos técnicamente de las cosas, inclusive del método anticonceptivo del ritmo, que era el único que se podía enseñar en una escuela católica, claro. También llevábamos una asignatura de temas de la casa: cocina, costura y esas cosas.
Volví a La Habana a punto de cumplir dieciocho años, no muy diestra pero oficialmente graduada en todo lo que la sociedad esperaba de mí. Sólo faltaba un curso, que para mi católica madre era indispensable: caridad.
Mamá me envió a trabajar en el dispensario de San Lorenzo, un centro médico para pobres que pertenecía a un agustino amigo de papá. Durante dos meses, fui la secretaria y asistente del psiquiatra. Llegaba todas las mañanas y salía cuando llegaba la comida, porque el olor de los platos era tan repugnante que no lo podía soportar. Parte de mi trabajo ocurría cuando a alguno de los pacientes se le suministraba un electroshock. Yo tenía que arrojarme sobre él a ayudarlo para que no se cayera de la mesa.
Mi única amiga en ese puesto era una loca que tenía delirios de sangre azul. Siempre se vestía de rosado y simulaba con sus harapos los vuelos de las faldas de la aristocracia. A veces se creía María Antonieta, a veces Josefina. Yo le seguía la cuerda y conversaba con la mitad de la historia francesa en la versión alucinada de ese pobre ángel. Cuando la dieron de alta, me la llevé a trabajar a la casa, para ayudar a su reinserción. Dos horas después de llegar, estranguló al gato con sus propias manos. Ahí se terminó mi trabajo social.
Pero al menos lo intenté. Y había muchas chicas haciendo lo mismo. Eso no lo he visto en ninguno de los libros que aparecen sobre esa época. Todos hablan de la corrupción moral, y seguramente la había. Debe haber habido drogas y
– ¿Sabías que el hijo de Alicia se tuvo que ir a los Estados Unidos?
– ¿En serio? ¿Y por qué se tuvo que ir?
– Algo.
– ¿Cómo?
– Pasó algo, tú entiendes.
– Algo.
– Exactamente.
Muchos años después, me enteré de que «algo» significaba un escándalo gay de proporciones. Pero no era fácil saberlo. Tampoco las drogas circulaban con facilidad. Y eso si circulaban, porque yo ni siquiera sabía lo que era una droga. Tengo amigas que advierten a sus hijas hoy en día que no beban nada que no haya sido abierto frente a sus ojos. En La Habana, eso jamás habría supuesto un riesgo para nosotras.
Normalmente, las chicas pasábamos todo el tiempo en los clubes. Los domingos por la noche, el Country Club organizaba sus famosos tés familiares, que en realidad eran cenas con baile que servían para que los jóvenes buscasen pareja bajo la atenta vigilancia de los padres.
La única excepción se daba cada 31 de diciembre, cuando no podías sentarte en la mesa de tus padres porque eso significaba que nadie te había invitado. De hecho, tus padres no podían pedir una mesa porque eso era como poner un cartel diciendo «Nadie quiso invitar a mi hija», una cosa realmente humillante. Tenías que ir con alguien, así no fuese tu pareja ideal.
Yo tenía un amigo que me invitó tres años seguidos. Yo aceptaba para entrar con él pero estar con todo el mundo. Eso no le hacía mucha gracia a mi amigo, que estaba buscando una relación. Con el tiempo se casó con otra amiga mía y empezó a decirme:
– ¿Tú sabes la cantidad de dinero que me hiciste tirar en champán? ¡De haberlo sabido, no te invitaba!
En una de esas fiestas conocí a quien se convertiría en mi esposo. Se llamaba Manuel Rodríguez y
A pesar de sus nobles apellidos, mi padre odió a mi marido desde el primer momento. Nunca dijo nada, pero yo podía sentirlo. Ahora supongo que había calado a Manuel de inmediato, mucho antes que yo. A papá le habría gustado que me casase con un muchacho bueno y trabajador. Y mi primer esposo, digámoslo de una vez, era un zángano.
Pero había que contar con mi madre también, y ella estaba fascinada con mi prometido: hijo de cubanos con títulos nobiliarios, buen mozo, era el gran partido de aquella época y todas las niñitas estábamos detrás de él. Además, para mamá, Manuel era la llave de la alta sociedad. En todo el Caribe, las viejas familias formaban una élite cerrada, a la cual sólo se accedía por vía matrimonial. Fue así como papá entró en la República Dominicana, y lo mismo haría mi hermano años después.
En Cuba, las familias con apellidos despreciaban a los nuevos empresarios, especialmente a los extranjeros. Pero compartían espacios con ellos, como los clubes, porque no les quedaba remedio. Eran familias conservadoras con inversiones principalmente agrarias que, debido a la inestabilidad política, arriesgaban poco. Y por eso ganaban poco también. Cada vez menos. Los empresarios extranjeros, más dinámicos y arriesgados, controlaban una parte de la economía mucho mayor que la de aquella vieja aristocracia dormida entre sus sedas.
A mis dieciocho años, yo estaba fascinada con Manuel. Me encantaba su personalidad, su
En cuanto a Minetino, cada día llegaba más alto en su trabajo de la CIA, que por lo demás era lo único que tenía en la vida. Para 1950, despachaba con Alien Dulles, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia. En una de esas reuniones, Dulles se quejó de varias medidas del gobierno cubano:
– Algo muy feo está ocurriendo en ese país -dijo parapetado tras un bigotito ralo y un gesto seco-. Nos han bloqueado las concesiones mineras. Han declarado zafra libre. Han creado un Banco Nacional. ¿Se está volviendo comunista el presidente Prío?
– No creo. Sólo está demasiado presionado. Trata de contentar a todo el mundo.
Dulles encendió su pipa.
– Yo no sé para qué mantenemos a ese hijo de puta -dijo mientras la mascaba.
– Porque los demás son peores -respondió Minetino.
– Ridículo. Batista arreglaría todo y pondría orden en dos
– No sé si sea conveniente…
– ¿Y los italianos? Tú conoces a todos los mafiosos de ahí. ¿Qué están
A Dulles le brillaba la media calva. Parecía haber sido medio calvo desde siempre, desde su niñez.
– Podemos apretarles las tuercas a los
– ¡Elecciones! -bufó Dulles, y era difícil saber si era un quejido o una carcajada-. Les damos la democracia a estos países y mira lo que conseguimos: nichos de delincuentes y gobiernos estalinistas. No saben gobernarse. A ver si tendremos que invadir cada pequeño país del mundo para evitar que se vuelvan locos.
– Tenga paciencia, Mister Dulles. Deme una oportunidad de arreglar esto.
Tras el humo de su pipa, Dulles observó a mi hermano con desconfianza. De todos modos, él observaba así a todo el mundo.
– Está bien -accedió finalmente-. Haz lo que quieras. Pero si sale mal, llamamos a Batista.
Minetino volvió a La Habana con un mensaje claro: había que detener las reformas del gobierno mientras se limpiaba su imagen de corrupto. Y, a la vez, desacreditar al Partido Ortodoxo. Eso costaría mucho dinero en campañas publicitarias, y lo más caro, en sobornos. Pero era una inversión necesaria.
A mediados de 1951, el líder ortodoxo Eduardo Chibás dio un ultimátum. Dijo tener pruebas de la corrupción en los más altos niveles del gobierno. Juró que mostraría a la luz pública la evidencia. Durante días, todo el mundo en La Habana contuvo la respiración, desde el Hotel Nacional hasta el Yacht Club. Pero algo extraño ocurrió. Las pruebas nunca aparecieron. Chibás no pudo explicar cómo las había perdido, o si las tuvo alguna vez.
El primer domingo de agosto, Chibás emitió en la radio su último mensaje público. Segundos después, se suicidó.
Ese mismo día, a la misma hora, y
En la recepción, se consumieron trescientas botellas de champán y se reventó un castillo de fuegos artificiales. Y al terminar, un Lincoln negro nos llevó a nuestro departamento de Alturas de Miramar, la nueva casa que habríamos de compartir, regalo de papá. Recuerdo el arranque del auto, bajo una lluvia de arroz, confeti y flores, con las ventanas llenas de fotógrafos y amigos.
Ése fue el último momento agradable de mi matrimonio.
En parte, lo que ocurrió después fue culpa mía. Yo no sabía lo que me esperaba. Quiero decir: no sabía ni siquiera la parte más elemental de lo que me esperaba. La noche anterior, mamá, que jamás en la vida había pronunciado la palabra «sexo», me había preguntado sutilmente si tenía yo idea de lo que los esposos hacían después de la ceremonia. ¡Claro que no la tenía, ni la más mínima! Pero yo era de una inocencia conmovedora y, como toda chica de esa edad, veía el matrimonio como algo esplendoroso que comenzaría con una luna de miel por Nueva York, Marruecos y Europa. Mamá no tuvo corazón para darme lecciones.
La fiesta había sido larga, y Manuel había bebido de más. Pronto, sus caricias se volvieron más bruscas. Cuando empezó a incomodarme, le pedí que se cambiase de ropa en el baño y se refrescase un poco. Él aceptó. Recuerdo que mientras lo escuchaba maniobrar en el baño, yo estaba en la cama, aterrorizada, esperando lo que tenía que venir, preguntándome cómo retrasarlo.
Y lo que vino fue terrible.
No daré detalles al respecto, pero, básicamente, yo no sabía qué hacer. Y el muy idiota de Manuel parece haber creído que se encontraría con una mujer de experiencia. Por lo menos de
– Pensé que serías diferente.
Y eso fue lo más romántico que le oí decir durante todo el matrimonio. Ya durante la luna de miel, Manuel comenzó a flirtear con otras mujeres.
Al volver del viaje de novios, Manuel decidió que nos mudásemos a la hacienda azucarera de su familia. Bueno, no
Las sorpresas desagradables no terminaron ahí. Al amanecer, encontré frente a mi habitación un borracho sentado contra la pared desnuda. Llevaba en la mano una botella de whisky vacía. Apestaba a alcohol y a ropa sucia. Yo me asusté. Pensé que era un ladrón que se había metido en la casa. Él no se inmutó. Sólo después de unos minutos, como si reaccionase en cámara lenta, intentó ponerse de pie. No tuvo éxito, pero logró decir casi con propiedad:
– ¿Dónde se guarda el alcohol en esta casa, sobrina?
El hombre resultó ser tío Eddy, el hermano de la marquesa, un tarambana alcohólico que la familia de mi esposo mantenía oculto. Nadie lo había mencionado nunca y, desde luego, no lo habían invitado a mi boda. Pero después de cada borrachera demasiado escandalosa, lo enviaban al ingenio para que se calmase. Comprendí entonces que el ingenio San Juan era precisamente un desván de las miserias que la familia no quería mostrar al público. Como yo, por lo visto.
Al menos en un sentido, sí había que esconderme: yo era una inútil. Con el tema del mobiliario y el tío Eddy, simplemente no sabía qué hacer. Tuvo que venir mi madre, comprar muebles y sobornar al tío con un cargamento de ron para que desapareciese de mi vista. Yo sólo atinaba a llorar.
Ni siquiera sabía recibir a la gente. Para la primera visita que llegó -un grupo de primas de Manuel- quise preparar sándwiches y un cake como los que me habían enseñado a hacer en la escuela de cocina. Pero el pan tenía un agujero al medio y no servía ni para canapés. Y el cake se hundió. Y luego se quemó. Terminé arrojándolo contra la pared de la pura rabia. Decidí hacer un ponche por lo menos, pero la única botella de vino que encontré en la casa parecía una mezcla de jarabe y veneno. Tío Eddy había acabado con todo lo demás.
Mi desgracia no acabó ahí. Cuando llegaron las primas, salí a recibirlas con lo que yo consideraba mi atuendo de campo: un sombrero panamá, una camisa y un cigarrillo en boquilla… y ellas aparecieron decoradas con perlas y encajes.
De más está decir que mi marido no me ayudó en nada. Al contrario, desapareció después de la primera noche ahí. Pero en esos días, la persona que más me hacía sufrir era su odiosa madre.
La marquesa es la única persona a la que le he visto los ojos brillar literalmente de codicia. Era ambiciosa, y su esposo, un hombre muy triste. Nunca discutían, porque cuando él trataba de exponer un punto de vista, ella se limitaba a decir «Cállate y siéntate» y él obedecía. La pareja vivía de las viejas glorias familiares y trataba de disimular la decadencia en cada detalle. Al principio, cuando iba con mis padres a cenar a su casa, todo relucía, y la comida llegaba en hermosas vajillas y platerías. Tras mi boda, los ceniceros de plata se convirtieron en ceniceros de ferretería, el cristal se convirtió en vidrio, las alfombras se enrollaron para siempre y la plata se recogió. Sólo volvían a aparecer para las visitas importantes, lo cual no me incluía.
Entre el tío Eddy, mi desastroso matrimonio, mis primeros fracasos como señora de la casa y mi poco colaboradora suegra, me sentía muy sola. Albergaba grandes deseos de tener un hijo. Y por una vez, mi esposo estaba de acuerdo conmigo en algo. Aunque no por las mismas razones. Él quería un primogénito. Y yo creía que un bebé arreglaría mi matrimonio. Ésa es otra de las cosas demasiado ingenuas que una chica pensaba por esa época: si la pareja no va bien, convertirla en familia mejorará las cosas. No es muy lógico, pero así se decía.
El problema fue que, al parecer, yo había heredado las dificultades de concepción de mi madre. Perdí algunos embarazos hasta que el doctor recomendó que me pusiese unas inyecciones para ver si podía conservar el feto. Acabé yendo a ponérmelas a un hospital de chinos que, lo supe tarde, era el hospital más popular de abortos de Cuba, donde iban a interrumpir su embarazo las chicas americanas porque en Estados Unidos estaba prohibido. Para los chinos era un gran negocio, pero para mí fue un susto de muerte. Y tampoco tuvo resultados.
Durante todo este tiempo, mi suegra, en vez de apoyarme, me presionaba para que quedase encinta. Me trataba como a un animal de criadero. Y no perdía la oportunidad de deslizar comentarios hirientes sobre mis carencias como esposa, ama de casa y ahora madre. Cuando finalmente quedé embarazada, como a la cuarta vez, el doctor me recomendó mantener reposo durante los últimos cinco meses de la gestación en cama plana. Aun en esas condiciones, mi suegra me recriminaba que no tuviese un embarazo más normal. Esa mujer me desesperaba a tal grado que la fiebre me subía cuando me visitaba. Lo descubrió mi enfermera, y lo probó durante varias visitas. En cuanto la marquesa subía por las escaleras, la temperatura me aumentaba dos grados.
Todas estas cosas, además, me ocurrían en la más profunda soledad. No recuerdo haber hablado mucho de esos problemas con nadie. Ni siquiera sabía con quién podía hacerlo. Mi madre opinaba que las mujeres están hechas para aguantar y que el divorcio es un disparate. A la pobre, papá le ponía los cuernos un día sí y otro también, y ella lo sabía. Pero, aun así, nunca lo traicionó. Lo consideraba parte de su deber.
Al fin, mi niño nació y le pusimos Manuel, como su padre. Fue una pésima idea. Con un nombre así, sólo podía crearme problemas. Y con el tiempo, eso hizo.
De cualquier modo, el niño me convirtió en una mujer más segura, capaz de despreciar a su esposo con plena confianza. Di por terminada mi etapa idiota. Abandoné el ingenio de los marqueses y me busqué actividades que pudiese hacer por mí misma. Mi padre me regaló una casa al lado de la suya, que yo empecé a reformar. Me entretuve con eso durante un año, y cuando quedó terminada, me mudé ahí.
Pero los hombres son tan torpes. Desde el momento en que lo abandoné definitivamente, Manuel empezó a verme con otros ojos. Comenzó a llamarme de nuevo, y a dar señales de arrepentimiento. Me sacaba a cenar. Me llevaba a bailar. Claro que lo hacía por el dinero. Pero yo quería creerle. Y no quería que mi hijo creciese sin un padre. Ya lo sé, ya sé que estoy diciendo bobadas. Pero entonces no lo sabía. Al fin y al cabo, yo seguía siendo una idiota.
En Cuba, de hecho, nada dejaba de ser. Todo parecía repetirse eternamente, como si la vida fuese circular. Para confirmarlo, poco después del nacimiento de Manuelito, Batista regresó al poder.
Creo que nunca he escuchado a papá renegar tanto como en esos años. En la época de Trujillo, sólo se criticaba en voz baja. Pero ahora, papá ventilaba sus quejas sobre la prepotencia de Batista en todos los almuerzos familiares y frente a cualquiera que lo quisiese escuchar. A veces, incluso venía a ver mis trabajos de decoración, y después de fingir interés por mis tapices, empezaba con la letanía. Simplemente quería que alguien lo oyese, aunque fuese yo. Lo que más le molestaba era el descaro del dictador. Batista llamaba personalmente a su oficina y le decía:
– Oiga, Minetti, tengo un amigo al que aprecio mucho y me gustaría regalarle un auto por sus servicios. Un Oldsmobile estaría bien.
– Muy bien, señor Batista -papá siempre se negó a decirle «presidente»-. Envíe a alguien a ver los modelos y estoy seguro de que le podremos hacer un precio especial.
– ¿Un precio especial? Bueno, mire, yo creo que enviaré a este señor a que escoja él mismo y usted lo cargará en mi cuenta.
– Lo lamento, señor Batista. Los autos sólo pueden salir de aquí pagados. Puede usar una línea de crédito si quiere…
– Pero estoy seguro de que usted podrá hacer una excepción debido a nuestras buenas relaciones.
– Algunas reglas no tienen excepción, señor Batista. ¿Usted da concesiones de explotaciones bajo palabra? No, ¿verdad?
– Pero no es lo mismo.
– Para mí, sí.
Batista, acostumbrado a obtener lo que quería con sólo ordenarlo, no podía soportar que papá le negase un capricho. Y vaya si tenía caprichos. No pagaba las cenas en los restaurantes, ni las cuotas de sus préstamos, y ay de quien intentase cobrarlos. Para él, eso era una especie de beneficio extra del poder.
Papá siempre había sido muy práctico y adaptable. Estaba dispuesto a negociar. Pero el sargento venía con todo el apoyo de los americanos para poner orden, el orden que ellos necesitaban, cualquier orden, su orden. Para colmo, aún le dolía la actitud de Batista ante su expulsión de Cuba por la Guerra Mundial. Por eso, desde la llegada del dictador, papá se convirtió en un feroz opositor desde su periódico. Y Batista tampoco tenía paciencia para críticas.
En enero y mayo del 53, surgieron sendas órdenes de silencio contra papá desde los despachos del Ministerio de Gobernación. Ambas fueron revocadas por la presión del Bloque de Prensa. Eran demasiado descaradamente dictatoriales. Pero el 26 de julio la situación dio un vuelco que terminaría por perjudicar a papá de muchas maneras y durante largo tiempo.
Ese día, un grupo de revolucionarios trató de asaltar el cuartel Moncada en Santiago, sede de la jefatura del Primer Distrito Militar de Cuba. A la cabeza de los rebeldes figuraba un joven militante del Partido Ortodoxo llamado Fidel Castro. La reacción de Batista entonces sí que fue furiosa. Y ahora, tenían la excusa perfecta para suspender las garantías democráticas: lo que ellos llamaban «terrorismo».
La inseguridad le dio a Batista la mejor justificación para acallar todas las voces que no se plegaran a su impopular régimen. Esta vez, la orden de censura contra los medios de prensa fue imparable. Batista no sólo apeló a los medios militares y legislativos. Como Trujillo había hecho casi veinte años antes, le arrebató a mi padre la concesión de automotores y se la dio a la Chrysler.
Papá volvió a ver todas las cosas que conocía ya desde la época en la República Dominicana. Las auditorías insospechadas, los problemas burocráticos, la prepotencia de las autoridades. Si no podía meterlo preso, Batista estaba decidido a arruinarlo.
En esta situación, los contactos en la CIA no servían para gran cosa. Mi hermano trató de interceder ante sus jefes, pero Dulles se carteaba con Batista y admiraba su política de represión del comunismo, que consideraba una de las más firmes del mundo. Los amigos de la Mafia tampoco ayudaban. Ellos tenían sus propios problemas. Los grupos financieros de Estados Unidos querían acabar con su competencia, y los iban sitiando. Papá estaba derrotado.
En esas condiciones, el 11 de noviembre de 1953 Batista le ofreció una reunión a papá. El tema a tratar no era ninguna sorpresa: los medios de prensa de la familia. Minetino era partidario de vendérselos a Batista para que nos dejase en paz. Pero papá sabía que
sin
El día del encuentro, Batista estaba amable, con la amabilidad de quien sabe que tiene todo bajo control.
– Tenemos una situación de emergencia, don Minetti -en venganza por aquello de «señor Batista», el dictador llamaba a mi padre «don», sugiriendo su implicación con la Mafia-. Debemos garantizar la seguridad de la nación y para eso es importante llevar una campaña informativa impermeable al comunismo.
– Lo mejor es mostrar que hay libertad de expresión… -papá ensayó el discurso que funcionaba con los presidentes democráticos.
– Don Minetti, no sea usted comemierda -interrumpió Batista. A esa reunión no se iba a negociar sino a recibir órdenes.
Al salir del despacho presidencial estaba claro que el diario y todos los medios de comunicación de papá cederían su línea editorial a Batista. No habría censura explícita en principio, pero entraría si se hacía necesaria. El diario podría seguir informando con sobriedad, pero nunca en oposición. Además, Batista tenía otra demanda, una aún más ambiciosa: el cierre del banco de papá, que debía ser una señal a los Estados Unidos de que sólo Batista podría lavar dinero en Cuba. Si aceptaba, papá perdería capacidad de presión financiera y política. Si no aceptaba, podía perder mucho más.
Papá aceptó.
Pero no era el único dueño del periódico. El otro gran accionista, Luis Ordóñez, que además era el director, se negó a cambiar la línea editorial. Creía que Batista no duraría mucho, y ya estaba haciendo planes para su caída. Quería montar un escándalo internacional por las presiones contra la libertad de prensa. Quizá años antes papá lo habría secundado. Quizá hasta habría conspirado para asesinar a Batista. Pero supongo que en ese momento simplemente estaba decepcionado de todos y de todo, y lo único que quería era llevar la fiesta en paz.
Papá no discutió con Ordóñez. Esperó con paciencia mientras el diario continuaba publicando furiosos editoriales contra el gobierno. Sabía lo que pasaría. No hacía falta ser un genio para imaginarlo. El 1 de enero de 1954, finalmente, un grupo de agentes del Servicio de Inteligencia Militar fue a buscar a papá a su oficina. Era de noche. Iban armados.
– Usted y nosotros nos vamos al periódico, señor Minetti. Órdenes del coronel Ugalde Carrillo.
Papá no se resistió. Lo subieron a un auto y lo llevaron. Ordóñez estaba ahí. Los agentes lo detuvieron a él y a todos los periodistas que encontraron. Pararon las rotativas y rectificaron lo que consideraron necesario. Papá se preguntaba qué harían con ellos y qué harían con él mismo. A la mayoría los soltaron a las cuatro de la mañana.
Pero de Ordóñez nunca volvió a saberse.
Por entonces, mi principal ocupación era salvar mi matrimonio. Y en 1956 nació mi hija Diana, haciéndome creer que lo lograría. Yo estaba radiante. Mi marido fingió que me quería durante un mes seguido, sin desaparecer. Hasta la insoportable de mi suegra me llevó flores. Y sin embargo, para mi sorpresa, papá no fue a la clínica a conocer a su nieta. Ni siquiera envió una tarjeta. Mamá sencillamente me dijo:
– Tu padre tiene cosas importantes que hacer.
Me ofendí mucho por su ausencia, hasta que mamá me explicó la razón: papá estaba escondido. El jefe de los servicios de inteligencia militar, Blanco Rico, había sido asesinado en la puerta del cabaret Montmartre, propiedad de mi padre, y la policía había culpado a papá de la falta de seguridad en sus locales. Papá había sido citado a declarar, como si hubiese planeado el asesinato él mismo. El gerente del local había tenido que huir a Caracas. Papá no estuvo visible para nadie hasta tener garantías de que no sería detenido.
Cuando volvió a casa, una semana después, ni siquiera me pidió disculpas. Actuó como siempre, como si nada hubiese ocurrido. Yo de todos modos no le reproché su ausencia. Comprendía que él ya tenía bastante. Paso a paso, la isla iba convirtiéndose en un campo de batalla, y papá iba perdiendo sus trincheras.
11.
– Tengo muchas ganas de oír cómo te fue en Cuba.
– Genial, Diana. Encontré mucha información… Muchas cosas… Algunas quizá le resulten un poco tristes…
– ¿Sobre mi matrimonio?
– Sobre su matrimonio… Sobre su padre… Será mejor que las lea. Y luego conversarlas personalmente.
– ¿Viste a Mariana?
– Sí. Se acordaba mucho de usted. Es una mujer notable. Le traje fotos de ella.
– Le escribiré para agradecerle.
– Ella preferiría que la visitase.
Adiviné que sonreía elegante, imperceptiblemente al otro lado de la línea telefónica.
– No, no creo que haga eso. ¿Qué averiguaste de papá?
– De él… él siempre fue… un hombre polémico…
– Combatió contra Batista, ¿verdad?
– Digamos que tuvo una relación complicada con él, sí.
– Envíame los avances y ven este fin de semana.
Escribí entonces los capítulos anteriores de este libro, pensando que quizá todo era exactamente al revés. La historia está hecha de papeles que sobreviven: letras de cambio, cheques, artículos periodísticos, libros. Se supone que el historiador pone un orden en esos papeles, pero ¿cuál? Constaba que la importancia de Minetti había disminuido con Batista. ¿O simplemente sus negocios se habían vuelto más opacos? Estaba claro que a Rico lo habían asesinado los revolucionarios. ¿O fue una venganza entre mafias? ¿Y lo de Ordóñez? Su historia con Minetti venía en un libro que su familia había financiado. ¿Podía considerarla cierta? ¿Y si Minetino nunca habló con Dulles? ¿Y si no lo conoció? Pero ¿era posible que no lo conociese?
Contar una historia es llenar los vacíos entre dos o más hechos. Yo decidí llenarlos de manera que a Diana no le diese un infarto. Probablemente, su padre nunca se resistió a regalarle su línea editorial a Batista. Quizá tampoco compró al marido de Diana. Pero ¿cómo saberlo? Las palabras, dichos y gestos en el interior de una oficina, los pensamientos y las segundas intenciones, no figuran en la historia. Son sus motores invisibles. Traté de hacer un relato que no ofendiese a Diana. Un retrato hablado que llenase los vacíos con buenas intenciones de su padre. Por primera vez, pensé en Diana como una lectora con sentimientos.
Además, me gustaba Giorgio Minetti. Cada vez que todo salía mal en mi vida, en mis papeles, en mi cuenta bancaria, pensaba que me habría gustado ser como él.
Antes de enviar el texto, volví a revisarlo: era un prodigio de esquizofrenia. Pasaba de la CIA al tío Eddy sin ton ni son. Trataba de crear algo legible entre los negocios de Batista y el viaje de bodas o el nacimiento de los hijos, el estilo pasaba del informe financiero a la remembranza familiar, y todo ese desorden escapaba de mi control, como si mi personaje, no la Diana de carne y hueso, sino el personaje del relato, se rebelase y tratase de llevar las riendas de la historia. Era lo justo, era su historia. Al menos, era una de sus posibles historias.
El jueves, cuando ya tenía los pasajes, me llamó la secretaria de Diana para pedirme que postergase mi viaje a París. Según dijo, Diana tendría visitas. Y luego viajaría un par de semanas a ver a algún duque de algo en Marruecos. En el fondo de la línea se escuchaba el estentóreo acento porteño de Mankiewitz.
– ¡Decile que ella lo llamará cuando vuelva!
Hasta en francés conjugaba como un argentino.
Ahora sí, pensé, a Diana no le ha gustado nada lo que he escrito. Y a su amigo-novio-asesor-o-lo-que-sea tampoco. Se me ocurrió que, quizá, no la había podido engañar después de todo. Que sabía lo que había detrás de todas mis historias mal maquilladas y no quería saber más. Que seguía sin reconocerse en el texto. Que Mankiewitz (¿de dónde cuernos había salido Mankiewitz?) le había advertido que no le convenía publicar ese libro. Que nuestra conversación telefónica a mi regreso de Cuba había sido la última.
– La he cagado -le comenté a Javi-. Ella no quería saber su historia. Ella quería que yo le vendiese una historia nueva.
– Con toda esa pasta, yo también me compraría otra historia, macho. La mía es un desastre.
Javi siguió jugando con su simulador de vuelo.
– Yo estaba impresionado con el trasfondo político. Pensé que para ella sería también una investigación interesante.
– Pues sí. Pero ya no vas a investigar nada, por listillo.
– Javi, cállate y juega con tu puta máquina, ¿quieres?
– Además, es un coñazo de libro, tío. Todos esos rollos políticos aburridos. Y las frases tipo «podemos apretarles las tuercas a los italianos». Como si fuera un telefilme.
– Javi, tú eres analfabeto.
De todos modos, tenía otras cosas en que pensar por el momento. Cosas legales. Obtener los papeles no implica el fin de la tortura. Una vez que los tienes, debes empezar a pagar la Seguridad Social española. Para renovar la primera residencia de un año, debes haber pagado por lo menos seis meses. Ahora bien, la tarjeta te llega con cinco meses de retraso. Así que, si no consigues trabajo en el primer mes, ya no es necesario que lo busques. Ya has vuelto a ser ilegal.
– ¿Tiene que ser trabajo fijo? -le preguntaba a la abogada.
– Sí, para eso te han dado los papeles -respondía ella masticando su cigarrillo mentolado.
– Con nómina y planilla y contrato…
– Con todo.
– ¿Y si hago varios trabajos de manera independiente?
– No te renuevan los papeles.
– ¿Y cómo pagan los españoles la Seguridad Social?
– Muchos no la pagan. Por eso quieren que la pagues tú.
– Pero yo no puedo conseguir trabajo en un mes. Ni los españoles consiguen trabajo en un mes.
– Puedes ir al campo, trabajar de camarero, atender una tienda, ser teleoperador…
– Trabajos basura.
– Son los que hay.
– ¿Puede ser medio tiempo?
– No.
Empecé a repartir currículos en editoriales, productoras y revistas. Envié por correo unos cien. Dos recibieron respuesta, pero los productores se desanimaron al ver que no era español. Temían que no conociese el humor o la jerga del país. Pensé en hablar con Txema Kessler, pero pedirle trabajo habría sido reconocer que no tenía contactos ni dinero ni escribía para ninguna revista, como le había dicho durante nuestra borrachera un año antes, en las dos horas de mi vida en las que él había tenido interés en mí.
Pase por varias oficinas en las que todo el mundo estaba demasiado ocupado para atenderme. Perdí horas y días en salas de espera vacías. Empecé a reducir mis expectativas. Busqué trabajos de camarero, cuidador de ancianos y paseador de perros. Pegué anuncios en las calles que tenían muchos ancianos y perros. Nadie me llamó.
Terminé buscando trabajo en un local de putas cerca de Gran Vía, donde también funcionaba una tienda de juguetes sexuales y artilugios para alargar el pene. El dueño era un tipo gordo y grasiento que parecía sacado de una película erótica de los años setenta. Compartí la cola para la entrevista con tres inmigrantes ilegales y dos yonquis autóctonos. Mi entrevista fue así:
– ¿Qué otros trabajos has hecho?
– He escrito una novela de viajes sobre el Amazonas, he viajado a París y el Caribe para investigar a una familia de la Mafia, he escrito telenovelas, he enseñado en dos universidades y he trabajado como asesor político.
– O sea, que no tienes experiencia en nuestra rama.
– He tenido sexo muchas veces.
– Y trabajo fijo… normalmente no has tenido.
– Mis trabajos sí eran fijos. El que no era fijo era yo.
– ¿Y qué sabes hacer?
– Soy escritor.
– Anda ya.
– De verdad, eso soy.
– Te voy a mostrar uno de nuestros volantes y tú me vas a decir si tiene errores de ortografía, ¿vale?
El gordo me pasó un papel amarillento con una mujer desnuda mal dibujada a un lado. Los textos eran muy didácticos. Dije:
– «Clítoris» lleva tilde. Y «potencia» es con c.
– ¡Pues es verdad, eres un escritor, macho!
– Ya lo ves.
– ¿Sabes lo que te digo? Te voy a decir dónde está el futuro, chaval.
– ¿Dónde?
– «Futuro» tiene cinco letras. Y se escribe «porno».
– Ajá.
– Imagínate un buen argumento porno y lo filmamos.
– Ya lo tengo:
– No está mal, pero ya está visto.
–
– Muy caro. Y nada de filmar con niños ni animales. Es incómodo e ilegal.
–
– Vale, vale, vale. Piénsatelo un poco mientras repartes estos volantes. ¡Hala!
Negociamos un mes de prueba. Si yo demostraba poseer cualidades para entregar papeles a transeúntes, el gordo me haría un contrato. Mi trabajo era pasar todo el día en la Gran Vía tratando de que alguien aceptase mis volantes. Pero la gente en la calle es como los jefes en las oficinas: no te miran, como si no estuvieses ahí. Aceptan los papeles que les das para botarlos en el siguiente basurero. No te dan siquiera una oportunidad de mentir.
Los fines de semana, cuando llamaba mi familia desde Perú, les hablaba de mis reportajes y mis viajes de periodista internacional. Hablaba de Cuba y París. Del nuevo libro que preparaba. No se me hacía difícil. Era como cantar una canción conocida. Y así ellos estarían tranquilos con su hijo que triunfaba en Europa.
Paula entró a trabajar a una cadena de comida rápida ocho horas al día. Por las noches trabajaba en sus guiones para el Brasil. Además, estaba embarcada en la producción de su obra de teatro. Volvía a casa a medianoche y sólo tenía fuerzas para acostarse. A la mañana siguiente, se levantaba a las ocho. A las nueve, tenía que estar trabajando.
Tras nuestro primer fin de mes con papeles, Paula y yo acabamos molidos. Ninguno de los dos había escrito una línea, ni tenía tiempo o fuerzas para hacerlo. Paula empezó a preguntarse por qué estábamos soportando eso. Decía:
– No me molesta ser camarera. Me molesta ser sólo camarera, y estar obligada a serlo para siempre.
Además, tenía sentimientos encontrados. En la cadena de comida rápida se había hecho amiga de una colombiana que huía de la violencia. La colombiana tenía dos hijos. Trabajaba de día en esa cadena y de noche en otra. Y dice Paula que era la mujer más alegre que había visto en su vida. Cuando la colombiana le decía que trabajaba doce horas diarias y era feliz, Paula no sabía si insultarla por dejarse explotar o sentirse la pija más mimada y repugnante de toda la oleada migratoria.
Una mañana, Paula despertó gimiendo de dolor. Tenía un calambre muy fuerte en el brazo. En el hospital dijeron que tenía un desgarro muscular por el exceso de peso que cargaba en las bandejas. Le ordenaron reposo. Pero su jefe, que también era un gordo (¿por qué los jefes siempre son gordos?), le concedió veinticuatro horas de descanso y advirtió que se las restarían del sueldo.
Al salir del restaurante, Paula me pareció más chiquitita y frágil que nunca. En la calle, apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí un par de lágrimas recorriendo mi brazo. Me pregunté qué hacíamos ahí, me pregunté si Cortázar había pensado también en eso cuando hablaba del «derecho de ciudad».
En casa, por primera vez, Paula habló seriamente de regresar al Brasil.
Si ella terminaba de decidirse, a mí tampoco me quedaría gran cosa que hacer en Madrid. Cada cinco días, yo llamaba a la productora que me debía dinero. Aún no encontraban una salida legal. Diana Minetti ni siquiera había llamado para pagarme. Debía estar furiosa. Y al final de mi periodo de prueba con los volantes, mi jefe me había dicho que yo era su repartidor más culto y que apreciaba mi creatividad de guionista, pero no me podría dar un contrato fijo. Si quería seguir, tendría que hacerlo ilegalmente. Habría dado lo mismo no tener papeles. Ya no había tiempo de buscar otra cosa, ni me quedaba más dinero.
Como último recurso, decidí preguntarle a Txema Kessler si mi libro iba a salir o no. Si iban a publicarlo, esperaría. Con un libro publicado, pensaba, quizá sea más fácil conseguir trabajo en algo cercano a escribir. Llamé a la editorial.
– Oye, Txema, quería saber cuándo va a salir mi libro.
– Es el del río, ¿verdad?
– Ese mismo.
– Pues mira, no sé. ¿Ya te lo pagué?
– Sí, Txema, ya me lo pagaste.
– Supongo que sale el próximo año, porque… Anda… Espera, espera… Pues ahora que recuerdo…
– ¿Qué pasa?
– Necesitamos una novedad para junio, y nos acaba de fallar un autor. Joder, los autores sois unos malagradecidos…
– Txema…
– Los editores os damos a conocer y luego nos abandonáis…
– Txema, yo no…
– Porque un editor trabaja a largo plazo, ¿me entiendes? Invierte en vosotros, os da lo mejor de sí… y vosotros, peseteros, os vais a la primera que alguien os ofrezca dos duros más… Yo no sé si puedo…
– Ya.
– No se si puedo seguir publicando en estas condiciones. Sois tan ingratos…
– No me has respondido sobre mi libro.
– Ah, pues sí… En junio.
– Junio es el mes que viene.
– Pues eso.
– ¿De verdad?
– Sí. Oye,
– ¿Se lo ganó? Creo que fue finalista, pero…
– ¿Lo conoces o no?
– Sí.
– ¿Por qué no le pides que te dé una frase para la faja de la portada? Eso vende. Que te ponga algo bonito… «La Nueva Narrativa Peruana» o algo así… Todavía hay gente que compra esas cosas, ¿vale?
– Sí, Txema.
– Que sea rápido, ¿eh? No tenemos todo el año. Venga, hasta luego.
Ahora no me quedaba más remedio que resistir, al menos hasta junio.
Txema me envió las pruebas del libro para corregirlas, y al día siguiente me dijo que me olvidase de corregirlas y se las mandase a Mario Bellatin directamente. Yo me sentía un poco avergonzado. Conocía a Mario. Eso era cierto. Él había sido uno de los
Mientras tanto, necesitaba un contrato con urgencia. Lo que fuese con tal de aguantar hasta la salida del libro. Algo que me permitiese resistir y aprovecharlo. Una vez más, sólo tenía una salida.
– Javi, tienes que ayudarme.
Javi me observaba con los ojos de un tamaño normal. Considerando su consumo habitual de hachís, eso significaba que los tenía muy abiertos.
– Ahora sí estás loco, tío. Estás mal de verdad.
– ¿Qué te cuesta hacerme un puto contrato?
– Pero, tío, a ver si me entiendes, yo no tengo ingresos. ¿Cómo te voy a pagar un sueldo?
– No te lo van a preguntar.
– Pero tendré que pagar la Seguridad Social.
– Pero si es de mentira, Javi. La Seguridad Social la pagaré yo cada mes. Tú sólo fingirás que la pagas tú. Eso es todo. Firmas un papelito y te olvidas.
– Macho, eso es estafar al Estado.
– Javi, por Dios, siempre dramatizando…
– ¡Es que es un contrato falso, tío, es un fraude, es delito!
– Vamos a ver, Javi. En caso de estafa, ¿quién pierde dinero? ¿El estafador o el estafado?
– Pues el estafado, claro.
– Y en este caso, ¿quién es el estafado?
– El Estado.
– ¿Y qué pierde el Estado en este caso?
– Pues… pues lo estás engañando…
– No, a ver: ¿el Estado pierde dinero?
– Es que según…
– ¿Pierde o no pierde dinero? Limítate a contestar.
– Pues no… Porque vas a pagar tú.
– Exactamente, voy a pagar yo. ¿Y a quién le voy a dar ese dinero?
– Pues al Estado, a la Seguridad Social.
– ¿Quién es entonces el beneficiario de esta operación? ¿Y quién es el estafado?
– Me lías, tío. Esto no puede estar bien.
– ¿Sabes a cuántas personas como tú podrá atenderse en la atenderse en la Seguridad Social gracias a mi aporte constante?
– Pero…
– ¿Cuántas medicinas podrá comprar el Estado para los españoles con cualquier tipo de enfermedad o minusvalía?
– Venga ya…
– ¿Y todo por qué? Porque quieren que les compre mis derechos. Quieren que les dé dinero para que me reconozcan un nombre y una ciudadanía. El que debería estar furioso soy yo. Me están obligando a engañarlos y comprarlos. Te aseguro que si voy a la Seguridad Social y les grito en su cara que mi contrato es falso, no querrán oírlo. Sólo quieren que pague.
– Joder.
Javi aceptó ir a la Seguridad Social conmigo. Si ahí decían que él realmente podía contratarme, me haría el favor. A la menor señal de problemas, él saldría corriendo y a mí me deportarían a Túnez, según sus palabras. La mañana de la cita, llegó sin afeitarse ni bañarse. Olía a porro y cerveza y estaba prácticamente en pijama. Fiel a mi costumbre, yo fui bien vestido. En vez de mi jefe, Javi parecía mi perro. Nos recibió un calvo sonriente y amable detrás de un escritorio.
– ¿En qué puedo ayudarlos?
– Queremos darme de alta. El señor es mi empleador.
– ¿Quién?
– Él -dije yo.
– Sí, yo -dijo Javi rascándose la nariz.
El calvo nos miró con extrañeza, pero no hizo ninguna observación.
– Voy a necesitar su contrato de servicios, sus carnés de identidad y el número de cuenta de la Seguridad Social del empleador.
– ¿Mi qué? -dijo Javi.
– Su número de cuenta de la Seguridad Social, señor.
Javi me miro petrificado. Yo lo miré con absoluta tranquilidad. Javi dijo:
– Ah… Pues, hombre, es que lo he olvidado, fíjese. Voy a buscarlo y volvemos otro día…
– ¿Es la primera vez que contrata a alguien?
– Sí.
– Entonces no lo ha olvidado. Usted no tiene un número de cuenta. No se preocupe, le abriremos uno.
– Vale.
El calvo tecleó un poco en su computadora. Cada cierto rato, levantaba la vista de la pantalla y nos miraba. Yo le sonreía pacíficamente. Javi le sonreía con los ojos inyectados de sangre, parecía un psicópata. El calvo preguntó:
– ¿Qué actividad va a desarrollar?
– Soy cocinero -dije yo.
– Limpia la casa -dijo Javi al mismo tiempo.
– Soy cocinero, limpio la casa… Sé hacer de todo.
– Entiendo -dijo el calvo.
– ¿Entiende qué? -preguntó Javi.
– Entiende que sé hacer de todo -dije yo.
– Claro -dijo Javi.
El calvo revisó los papeles y puso un par de sellos. Luego volvió a teclear algo en la máquina. Dijo:
– Vamos a tener un problema.
Javi casi saltó de la silla y volvió a caer sentado. Dijo:
– No figuran mis ingresos, ¿verdad? Suele pasar… Es gracioso, ¿no? Nunca figuro en los programas. Tengo un problema con los ordenadores. Me borran. ¿Sabe? No les gusto.
– Me refiero a que necesitaremos copias de sus identificaciones -dijo el calvo.
– ¿Copias? ¿Sólo eso?
– ¿Tendría que haber algo más?
– ¿No hay problema con mis ingresos?
– No lo sé, señor. No sé cuáles son sus ingresos.
– Quiero decir, si yo fuese, por ejemplo, un muerto de hambre desempleado y no pudiese contratar a este… cocinero… limpiador de casas, ¿no habría un problema?
El calvo lo miró fijamente, casi con piedad. Me miró a mí. Yo sonreí. El calvo dijo:
– En ese caso, ustedes tendrían un problema. No nosotros.
– Claro. Es lógico. Siempre lo supe.
Sacamos las copias, firmamos un par de cosas y entré, finalmente, en el sistema de Seguridad Social europeo. El sistema me quitaría ciento veinte euros al mes. A eso había que sumar los trescientos ochenta de alquiler. Quinientos euros mensuales. Y todavía no había comido. Hay que ser muy ilegal para ser legal.
Para cubrir los gastos, pasé al turno nocturno. Por las noches se concentraba el mayor volumen de trabajo y la mayor cantidad de perdedores necesitados de sexo paseando por la Gran Vía. Yo terminaba de repartir volantes a las dos o tres y volvía a casa. Gateaba hasta la habitación, donde Paula casi dormía, y me arrastraba entre las sábanas. Ella apenas abría los ojos para susurrar:
– No he conseguido otro trabajo. Hoy tampoco.
Una noche le contesté:
– ¿Por qué no vuelves a la cadena de comida rápida?
– Porque eso es explotación. Y me niego.
– No seas engreída, Paula. Todos estamos haciendo cosas que no nos gustan. Hay que tener paciencia.
– ¡Tú estás haciendo cosas que te gustan! Has estado escribiendo por el mundo y vas a publicar un libro. Qué fácil es decirlo para ti.
– ¿Y tú? Mucha ideología, mucho que el pueblo y toda esa mierda, pero no eres capaz de hacer el trabajo que hace todo el mundo.
Eso fue un golpe bajo. Muy bajo. Traté de disimularlo:
– Resiste un poco. Sólo hasta junio, por favor. Publicaré ese libro, conseguiré trabajo y nos quedaremos juntos.
– Tú no estás aquí para quedarte conmigo -dijo ella. A pesar de la oscuridad, comprendí que estaba llorando-. Tú estás aquí para publicar tu libro. Te da igual lo que pase conmigo. Sólo te sirvo para compartir el alquiler.
– Mi amor, si mi libro se vende bien, nuestros problemas estarán resueltos.
– Llevas meses diciendo eso, pero no se resuelven. Ahora tu libro saldrá. Eso es lo que quieres ver: tu libro publicado en España. Si yo estoy o no te da igual.
– ¡Es que no haces más que quejarte!
Antes, esas discusiones se resolvían con un abrazo. Nos callábamos y hacíamos el amor. Esta vez estábamos demasiado cansados para movernos. Apenas nos daban las fuerzas para discutir y discutir en círculos. Casi amanecía cuando Paula me mandó a dormir al sofá.
Me despertó el timbre del teléfono cuando el sol ya se veía alto en el cielo. No contesté, pero no dejó de sonar. Por alguna razón, tampoco saltó el contestador. Traté de esconderme entre las sábanas, pero el pitido del aparato era insoportable. No tuve más remedio que coger el auricular. Sentía la lengua reseca, aunque no había bebido, y el cuerpo pastoso. Pero lo que oí en el teléfono fue una cura inmediata de mis males. De todos:
– ¿Qué tal, cariño? Hace mucho que no nos vemos.
Me levanté de un salto.
– ¡Diana! Qué bueno volver a oír su voz… Pensé… Pensé lo peor.
Música para mis oídos. Su voz era eso. Perlas para un cerdito desamparado como yo.
– Tomé unas largas vacaciones. Estaba muy estresada. Lo siento, ni siquiera te he pagado. Ven este fin de semana. Tenemos mucho trabajo que hacer.
Besé el teléfono antes de colgar. Diana era como mi ángel de la guarda. Siempre aparecía cuando había problemas.
Habían pasado casi tres meses desde nuestra última conversación, pero ahora yo sabía lo que tenía que hacer. Su silencio había sido una clara indirecta. En adelante, me olvidaría del relato policial. Le preguntaría por ella, abriría paso a sus memorias. Vida privada de presidentes y anécdotas con Jackie Kennedy. Sin sobresaltos. Sin escándalos. Eso era lo único que ella quería, el retrato de sí misma que deseaba dejar. Y yo me ceñiría plenamente a sus deseos. No cometería más errores. No tenía más sueños de gloria. Sólo quería llegar a fin de mes.
Fui a ver al gordo de los volantes y le dije que se podía meter su empleo por el culo. Me había explotado como había querido y ni siquiera habíamos hecho una película porno. Al abandonar ese local anegado en sudor de cerveza rancia, me sentí libre.
El sábado, en París, me alojaron de nuevo en un hotel. Y tuve que esperar en el salón durante una hora para encontrarme con Diana. Los indicios del paso de Mankiewitz -su abrigo, su maletín, su acento- estaban desperdigados por el salón. Pero ya no me importaba quién era, ni qué pasaba. Estaba decidido a convertirme en un transcriptor de entrevistas. Para eso me habían contratado y eso era todo lo que necesitaba hacer. Lo demás ocurriría alrededor de mí sin que yo lo viese ni lo escuchase. Caminaría por ese mundo de cristal con la boca y los oídos amordazados.
Diana estaba más delgada que antes, pero igual de radiante. Me saludó con cordialidad y me ofreció champán, como siempre. Era como si nos hubiésemos visto por última vez la semana anterior.
Nos sentamos y hablamos un rato sobre muebles, ebanistas y arreglos florales. En realidad, ella habló. Y no mencionó ni una vez el texto que yo le había enviado. Diana no se comunicaba con lo que decía, sino con lo que dejaba de decir. Me había costado mucho tiempo entenderlo. Y aún nos costó un rato reconocernos mutuamente, tantearnos, antes de entrar en materia:
– He decidido cambiar el enfoque de sus memorias, Diana.
– Ah.
– Hasta ahora nos hemos centrado en el entorno político de su padre. Creo… que me identifico en cierto modo con su padre. Él fue un extranjero dando la batalla y eso… bueno, me atrajo.
Ella no dijo nada. No me sorprendió. No me había contratado para que le contase de mí. Continué:
– En fin, los últimos avances que le he mostrado ni siquiera son sus memorias, sino un rompecabezas de cosas que he oído e investigado. Creo que es hora de que hablemos de usted.
Hablar de ella. Eso sí le gustaba. Pareció recobrar el interés al oírlo. Pero admitió:
– Quizá yo tampoco lo he hecho bien. Me cuesta contar asuntos personales, ya lo sabes. Pero he estado pensando que si no los cuento ahora, ya no lo haré nunca.
Hasta cierto punto, se nos estaban cayendo las máscaras. Ella dejaba de fingir que toda su vida había sido feliz. Y yo dejaba de fingir que ella me importaba. Ahora me importaba en realidad.
– También tendremos que hablar del tema de su herencia -añadí.
– Supongo que sí. Quizá después… No sé por dónde empezar.
Realmente, a pesar de que estaba tan elegante como siempre, parecía desvalida, como una niña pequeña.
– Cambiaremos de metodología esta vez -dije, por tomar alguna decisión-. Lo haremos como el psicoanálisis. Usted se recostará ahí, de espaldas a mí, y dirá lo que sienta, lo que quiera. Dejaremos que su memoria fluya. Sólo quiero que se ponga cómoda y deje que sus recuerdos se expresen libremente.
– Parece fácil.
– Lo es. En realidad… es lo que debimos hacer desde un principio.
Le agradó oír eso. Quizá esperaba una muestra de humildad por mi parte. Dócilmente, se acomodó en su sofá como en un diván. Yo encendí la grabadora y preparé mi cuaderno de notas. Por primera vez la escucharía hablar a ella, a la persona que había detrás de los datos financieros y las peleas entre mafias, a Diana Minetti, sin padre, sin exilios, sólo una mujer.
12.
¿Puedo hablar de todo? ¿Puedo hablar de lo que quiera? Sí, supongo que puedo. Este libro es mío.
Una vez tuve un amante. Me gustaría que él tuviese un lugar en mis memorias. Me gustaría que algún día encontrase el libro por ahí y se sorprendiese de habitar entre sus páginas. Se llamaba Francisco Irureta. Francisco y su esposa -cuyo nombre me reservaré- formaban parte de la vida de los clubes de La Habana desde mi adolescencia, y habían sido siempre cercanos a Manuel y a mí. Más aún después de su matrimonio, que fue casi al mismo tiempo que el nuestro. Salíamos mucho juntos. Cuando digo «salíamos» me refiero a todos menos mi esposo, que nunca estaba ni en casa ni en ninguna parte.
Por entonces, una mujer casada no salía sola de noche. Después de ocuparme de la casa y los niños todo el día, yo no tenía nada que hacer. Los Irureta venían a mi piscina, y luego íbamos por la noche a cenar o ver algún espectáculo. Con el tiempo, me hicieron madrina de uno de sus hijos. Yo los quería mucho, y a Francisco, de un modo más intenso del que yo misma podía entender en ese momento.
Pero empecé a entenderlo una mañana, cuando me ofreció pasar por casa a dejarme una cesta de aguacates de su finca. Me pareció un detalle bonito. Sólo después de colgar el teléfono, pensé: «Pero qué extraño. ¡Si yo tengo un árbol de aguacates!».
Cuando Francisco llegó, le ofrecí un café y conversamos». Lo senté de espaldas a la ventana, para que no viese el gigantesco árbol de aguacates en mi jardín. Conversamos toda la mañana, como si fuera la primera y última vez. Hay cosas que se sienten en el aire, aunque una sea tonta, como era yo. Pronto comprendí que la razón de su visita no tenía nada que ver con los aguacates.
A partir de ese día, nuestros encuentros cobraron una luz inesperada. El solo hecho de ir a la cocina por una botella o a comprar cigarrillos con él me despertaba sensaciones nuevas. Cada gesto, o cada una de las tonterías que nos decíamos, se me aparecían revestidos de un halo especial.
Finalmente, cedimos a lo que sentíamos. No fue un arrebato de pasión espontánea. Al contrario, lo planeamos cuidadosamente. El escondite elegido fue una casa de citas. Me inspira pudor reconocerlo, pero eso le daba un toque de aventura a toda la ocasión. Además, en pocos lugares podíamos sentirnos tan a salvo como ahí, en nuestra isla particular. Esa noche, los castristas volaron en pedazos un buque a cuatrocientos metros de nuestra cama. Pero estábamos tan extasiados con nosotros mismos que ni siquiera lo oímos. Tras la explosión, Francisco abrió los ojos y preguntó en voz baja:
– ¿Has oído algo?
– Debe haberse cerrado una puerta.
Me pasé el día siguiente preguntándome si esa noche había significado algo para él. Por instantes, me venían a la cabeza flashes de la noche, instantes que aún hoy no soy capaz de olvidar. Él me llamó por la tarde. Su voz sonaba distinta, más clara, ese día. Para correr menos riesgos, me habló en inglés:
–
–
Feliz como estaba con todos esos nuevos sentimientos, no me preguntaba qué pasaría después. No obstante, me sentía extraña. Yo era muy religiosa, comulgaba a menudo, y la situación me producía dolorosos ataques de culpa. La siguiente vez que vi a Francisco en público, sentí una mezcla de vergüenza y emoción tan fuerte que tuve que abandonar la reunión. Pero dos días después, recaí en el dulce pecado.
Ése fue el comienzo de una relación basada en la pasión y el riesgo. Francisco y yo nos besábamos furtivamente en cada rincón, incluso con nuestras parejas en la habitación de al lado, y nos excitaba saber que podíamos ser descubiertos.
Durante una de nuestras cenas de parejas, ocurrió algo muy extraño. Con la excusa de buscar hielo, Francisco y yo nos escabullimos a la cocina para acariciarnos. Fue algo muy rápido, apenas un cariñito, pero mi esposo Manuel abrió la puerta de golpe. Aunque Francisco me soltó de inmediato, todo era demasiado evidente. Los tres nos quedamos mirando. La esposa de Francisco estaba afuera con otras tres parejas. Los siguientes segundos gotearon lentamente, mientras esperábamos la reacción de Manuel. Hasta que mi marido dijo:
– Bueno, ¿qué pasa con el hielo? Mi whisky está caliente.
Y luego regresó a la mesa. Desde el salón, oímos risas.
Nunca supe si Manuel no nos vio, o simplemente no le importaba. No creo que le importase nada que tuviera que ver conmigo, ni siquiera que me acostase con otro. Al fin y al cabo, tampoco dormíamos mucho juntos. Dormir con mi esposo era un acto que, por su carácter obligatorio impuesto por la Iglesia, yo denominaba «el patíbulo». Ya a esas alturas, si no rompía mi matrimonio era sólo por Manuelito. En caso de divorcio, según la ley cubana, los varones mayores de cinco años quedaban bajo tutela del padre: y yo no iba a perder a mi hijo.
En cambio, la situación de Francisco y su mujer era más delicada. Ella sí era muy posesiva, y muy perceptiva. Desde el primer día sospechó que él tenía una amante. Y como yo era su amiga y confidente, me lo contaba a mí. Según me decía, vigilaba cada uno de los movimientos de su marido, e incluso contrataba a gente del servicio para seguirlo. Claro, que los criados no querían problemas. Se limitaban a cobrar y decir que no habían visto nada. De todos modos, para eludir su red de espionaje, Francisco tenía que recurrir a los trucos más delirantes. A veces, preparaba montajes dignos de Hollywood. Por ejemplo, la noche en que la pareja asistió a una recepción de la familia de mi marido. Mientras regresaban en el auto, Francisco le dijo a su esposa con voz de mal humor:
– ¿Qué hacías hablando con él?
– ¿Con quién?
– No te hagas la boba. Sabes bien de quién te estoy hablando.
– En realidad, no tengo idea…
– No quiero volverte a ver hablando con ese tipo.
– Pero es que yo…
– He dicho que no quiero volverte a ver con ese tipo. Y no se hable más.
Francisco cerró la discusión con esas palabras y mostró su disgusto durante toda la noche. Al día siguiente, al bajar a desayunar, la pareja se encontró un arreglo floral gigante para ella. En la tarjeta, finamente decorada en relieve, se leía: «¿Sabes quién soy?».
Francisco montó en cólera y abandonó la casa presa de la furia. Cuando volvió, a la hora de cenar, su mujer acababa de recibir un alfiler de plata para el pelo. La tarjeta, del mismo modelo que la anterior e igualmente anónima, repetía la frase que había acompañado a las flores.
Esta vez, él abandonó la casa rompiendo floreros contra las paredes, y no volvió en todo el fin de semana. Fue nuestro primer fin de semana juntos.
Yo había mandado las flores y el alfiler. Lo más difícil había sido inventar una letra que mi amiga no reconociese. Tiempo después, ella me confesó que se había sentido muy halagada con el admirador secreto y el ataque de celos de su esposo. No recordaba haberlo visto nunca tan ardientemente furioso por ella. No le dije nada a Francisco, pero me pareció demasiado cruel y no volvimos a usar ese ardid.
Tampoco hacía falta. Francisco trabajaba para la Coca-Cola y viajaba mucho sin necesidad de inventar nada. Pasaba la semana en Nassau y viajaba a Cuba los fines de semana a reunirse con su familia. Mi esposo Manuel hacía lo contrario: los fines de semana se iba al ingenio. Al menos, eso decía. Así que los viernes, Francisco tomaba un avión a La Habana y venía a mi casa, de donde salía a la mañana siguiente para reunirse con su familia.
Nuestra relación continuó sin sobresaltos hasta que la esposa de Francisco cayó enferma. Padecía un mal misterioso, que los doctores no podían explicar. Sufría fuertes dolores de espalda y terribles migrañas que la postraban en la cama. En mis visitas al hospital, comprendí por qué era posesiva con Francisco: no tenía amigas. Su vida entera estaba dedicada a su marido, y yo era la única mujer que la visitaba. Durante su temporada en el hospital se fue volviendo muy dependiente de mí. Le gustaba mucho mi compañía. Pasé noches enteras velándola y leyéndole revistas. La mezcla de emociones en mi mente se volvió peor que nunca. Me sentía una traidora.
Para agravar las cosas, su tema principal de conversación era su infelicidad: no hacía más que contarme lo mal que iba su matrimonio y lo desconsiderado que era Francisco con ella. Según ella, él sólo se ponía simpático cuando yo estaba delante, pero el resto del tiempo la tenía abandonada. Eso me hacía sentir perversamente bien. Me creía la favorita de mi amante. Y si Francisco estaba a mi lado durante las visitas, yo tenía una mano en la frente de mi amiga y otra bajo la cama, sobre la pierna de su esposo.
A cada visita, la situación se volvía más retorcida. Mi amiga se regocijaba creyendo que si Francisco y yo estuviésemos desnudos en una habitación, no pasaría nada. A menudo, lo decía en voz alta, incluso estando los dos delante. Para mí, oír eso era un tormento. Y para ella -para cualquiera- era un poco enfermo. ¿Tendría tal vez sospechas? ¿Sabría lo que estaba pasando y ésa era su manera de defenderse?
Al fin, los doctores llegaron a un diagnóstico: el mal de mi amiga era una feroz depresión. En efecto, lo único que la hacía sentir bien era el Demerol, que yo le llevaba en cantidades industriales. El Demerol la relajaba, pero cada vez necesitaba más y cada vez lo pedía con mayor desesperación. Hasta que los doctores me prohibieron que le administrase más. Eso detonó la crisis. La última vez que ella me pidió una dosis, le respondí que no tenía, y que nunca volvería a darle ningún medicamento. Ella empezó a gritar:
– Tú no sabes lo que es estar acá. ¡Tú no tienes idea de lo que es vivir como yo vivo!
Algo explotó entre nosotras. El Demerol era una excusa para destapar la olla a presión.
– Eres tú quien tiene que aprender a vivir mejor. Te estás hundiendo.
– ¡No! Me está hundiendo ese miserable de Francisco. Ese… ese hipócrita. Si por él fuera, me quedaría aquí para siempre. Ni siquiera ha venido a verme en una semana. Me odia, Diana.
– Él no te odia.
– Lo hace a propósito, para que yo no vuelva a la casa.
– No estás siendo razonable.
– ¡Me odia! Él y todo el mundo… Ya estoy pasada de moda… ¿Sabes? Ya nadie me viene a ver… Ni siquiera él… Se irán olvidando de mí… Todos.
– Estoy enamorada de tu esposo.
No sé por qué dije eso entonces. Aún me lo pregunto a veces. Supongo que necesitaba librarme de esa carga. Ella me hizo repetirlo. Yo obedecí, sintiendo el peso de cada sílaba en mi boca. Oía mi voz como si viniese de otra persona.
Desde luego, ella no mostró la frialdad de Manuel. En fin, no hace falta repetir sus insultos y sus alaridos. Tumbó la botella de suero, y el líquido se confundió con sus lágrimas en la sábana. Yo sólo pude replicar que las cosas habían sido de ese modo, que uno no escoge de quién se enamora. Trataba de atenerme al guión del raciocinio mientras ella era presa de un ataque de histeria. Cuando llegaron las enfermeras, salí del hospital corriendo sin mirar atrás. Recuerdo que mis tacones se rompieron a mitad de la carrera, en alguna calle que yo no conocía.
Supongo que esas cosas pasan cuando la gente se casa como nosotros nos casábamos, casi como si fuéramos a una ocasión social: llegaba un momento en que tenías que casarte y vivir con alguien que hiciese gala de ciertas características, pero no tenías por qué tener un compromiso moral con esa persona. Casarse era parte de las costumbres, algo que no se hacía por sentimientos sino por cuestiones prácticas y sociales.
En la sociedad en que me crié, eso significaba que los hombres, cuyas obligaciones laborales les permitían salir de casa mucho, podían llevar una vida sexual paralela sin obstáculos. Como Manuel y Francisco. En cambio la mujer, que debía ser madre, esposa y señora de la casa, siempre se definía en función de otros: los hijos, el esposo, hasta el inmueble que ocupaba. No era una persona que pudiese vivir o sentir por su cuenta y riesgo, sino un objeto que se evaluaba según la satisfacción que produjese en esas otras personas para las cuales vivía. Mi amiga (mi ex amiga) y yo éramos víctimas de lo mismo, sólo que practicábamos distintos tratamientos para sentirnos vivas, para sentir que éramos personas y no adornos glamourosos del salón.
Por la noche, Francisco me fue a buscar a casa. Yo esperaba su visita. Aunque llovía a cántaros, sentí el inconfundible sonido de sus llantas y su motor en el patio. Después de tantos viernes juntos, yo reaccionaba como los perros al sonido de su coche. Aunque esta vez no salivé ni moví la cola. Bajé a recibirlo al jardín, mientras el cielo se venía abajo. Él estaba aún más furioso que su mujer:
– ¿Te has vuelto loca?
– No sé por qué lo dije.
– ¡Te has vuelto loca!
– ¡Lo siento!
– ¿Sabes lo que puede pasar ahora? ¿Sabes el problema en que me has metido?
Los rayos iluminaban el cielo por instantes, pero el rostro de Francisco seguía oscuro.
– ¿Por qué… por qué no podemos simplemente decir la verdad?
– Porque así es la vida, Diana. Tú no lo sabes porque eres una niña rica, pero así es la vida y no vamos a cambiarla nosotros.
– Perdóname.
– Ya no hay nada que hacer. Todo se acaba de ir al carajo.
– Perdóname… Por favor.
No sabía qué más decir. Nada más salía de mi boca de niña rica. Me eché a llorar. He llorado pocas veces en mi vida, pero quiero que en este libro salgan todas esas veces. Ésta fue la peor que recuerdo. Trataba de que Francisco no lo notase. Era fácil, porque mis lágrimas se confundían con la lluvia.
Francisco trató de dejarme ahí. Me dio la espalda. Subió a su auto. Yo no dejé de llorar. El coche se alejó hacia la calle salpicando charcos de agua y desapareció. Pero a los cinco minutos, estaba de vuelta. Yo no me había movido. Francisco apagó el motor. Bajó. Me abrazó. Besó mis lágrimas. Subimos a mi cuarto. Hicimos el amor sin dejar de llorar.
Parece increíble, pero después de todo ese melodrama, nada cambió entre nosotros. Seguimos viéndonos igual que antes. Ya no nos invitábamos, pero coincidíamos en las ocasiones sociales. La vida social de La Habana era muy grande porque la sociedad era muy pequeña. Una recepción mínima podía contar con veinte invitados, porque todos nos conocíamos, y nadie podía quedarse fuera. A veces, en las cenas o en los clubes, me cruzaba con Francisco y su esposa, mi amiga. Nos saludábamos los tres con cortesía y evitábamos hablarnos. Tratábamos de perdernos mutuamente en los grupos, en las risas, en el humo del tabaco Cohiba. Y los viernes por la noche, Francisco dormía en casa. No sabíamos vivir si no era mintiendo.
Toda La Habana era una larga comedia. En el burdel Casa Marina, al lado del Sevilla Biltmore, las estrellas de Hollywood como Errol Flynn o George Raft se divertían. A menudo eran descubiertas, y las fans se apelotonaban en la puerta del burdel esperando que su ídolo terminase y saliese a firmarles un autógrafo. En la televisión, el negro Chicharito se ofrecía a recibirle las cenizas del habano a un senador. En el Tropicana y el Sans-Souci tocaban Benny Moré y Naja Kajamura. Bailaban
Después de un par de años con Francisco en este secreto a voces, hice un último intento de cambiar las cosas. Para entonces, incluso nuestras exploraciones amatorias se habían vuelto cotidianas, como las de un matrimonio. Pero aún me producían un gran placer. Una noche espesa y llena de grillos le propuse romper con todo. Estábamos en mi cama. Hacía calor:
– Quizá sea hora de hablar de divorciarnos, ¿no crees?
– No. Nunca es hora.
– No me quieres, ¿verdad? Tu esposa sabe lo nuestro, la mitad del país sabe lo nuestro. Pero no vamos hacia ninguna parte.
– Tú no entiendes, Diana. Yo te quiero. Y el problema no es mi esposa. Hace cuatro años que no la toco. Ella ya se acostumbró a vivir así. El problema es mi trabajo.
La embotelladora cuidaba al milímetro la vida personal de sus empleados y veía muy mal el divorcio de sus ejecutivos. Sólo quería hombres perfectos en todo aspecto, o que al menos supiesen fingir su perfección en las ocasiones sociales. Como si la empresa fuese la Iglesia católica. O peor, porque a diferencia de la Iglesia, la empresa puede arruinar tu carrera.
Puede parecer una barrera tonta, pero no es así. Si las esposas de nuestro medio vivían para sus esposos, ellos vivían para sus trabajos: necesitaban de sus compañías para crecer, como un niño necesita a su madre. Si no tenían trabajo, no eran nadie, no tenían nada que mostrar a sus amigos en los clubes, no podían presumir de yates, ni enjoyar a sus esposas. Y pensaban, ¿para qué vivir una vida así?
A pesar de su rechazo, ni siquiera entonces dejamos de vernos. Francisco y yo teníamos una especie de adicción mutua. Ya no había secreto, ni futuro, pero no conseguíamos liberarnos el uno del otro. Cada vez que nos veíamos, jurábamos que sería la última, y nunca lo era. Sólo una hecatombe podría separarnos.
Y la hecatombe llegó. En noviembre del 58, mis padres ofrecieron una cena de despedida al embajador italiano. Las autoridades decían que si planeábamos una fiesta, lo haríamos bajo nuestro propio riesgo porque el país estaba en guerra civil. Pero mamá, terca como siempre, organizó un baile. El embajador de Estados Unidos le había dicho que no había nada que temer, y que era nuestro derecho divertirnos. Así que mamá llamó a una cantante que trabajaba en el canal de papá, e invitó a mucha gente, incluso a Francisco y su esposa, que enviaron una tarjeta excusándose.
Pero esa noche, ningún invitado apareció. A las diez, el embajador llamó diciendo que nuestra casa estaba sitiada. Que no saliésemos. Ya para entonces, empezaban a sonar las balas y las explosiones en los alrededores. Pasamos la noche sentados con nuestros trajes de fiesta alrededor de una mesa de diez metros llena de canapés. Nuestra única música era el sonido de las ráfagas.
A partir de ese día, asistimos a las reuniones por grupos, todos en el mismo auto para no llamar la atención. La gente pasaba sus vacaciones en La Habana o el extranjero, nada de playas ni campos alejados. Mi fidelidad marital aumentó considerablemente, porque era peligroso escaparse en un coche por la noche y sin testigos. Las citas con Francisco se restringieron hasta desaparecer. Y sin él, yo no entendía para qué me despertaba por las mañanas.
Muy poco después, una noche de Año Nuevo, todo terminó.
Francisco y yo asistimos por separado a la fiesta de Año Nuevo que organizaba Batista en el Campamento Militar de Columbia. Yo lo echaba de menos, y llevaba semanas soñando con una de nuestras escapadas a algún rincón. Sólo quería un abrazo. Robarle un beso. Empecé a perseguirlo por toda la fiesta. Pero él me evitaba.
Por su parte, Manuel estaba más insoportable que nunca, coqueteando descaradamente con alguna de las camareras. Bebí demasiado y se lo reproché. Supongo que me molestaba que él coquetease mientras a mí me ignoraba mi propio amante. Se había roto el equilibrio de infidelidad que mantenía nuestra relación en pie. Le monté una escena. O al menos lo intenté. Recuerdo que grité y
Traté de ir al baño a mojarme la cara para volver a casa. Había un pequeño desbarajuste entre las señoras, al que no hice caso al principio. Sólo mientras me pintaba en el tocador, presté atención a sus conversaciones. Una de las invitadas decía:
– Hay un salón atrás de la cocina lleno de maletas. Hasta el techo. Se lo he dicho a mi marido pero no me cree. Se ha reído de mí, ese estúpido.
A su alrededor se había reunido un grupo de las damas presentes, hijas y esposas de militares, empresarios y políticos allegados al dictador.
Quizá fue la consabida tendencia al chisme que el cliché atribuye a las mujeres. Quizá, más bien, el sexto sentido. El caso es que, en minutos, todas las señoras de la fiesta habían visto u oído sobre las maletas de ese misterioso cuarto y cuchicheaban entre ellas o con sus maridos. Lenta y disimuladamente, toda la fiesta fue pasando cerca de las maletas. Yo también. En efecto, llenaban un salón entero, y nadie entendía qué hacían ahí. Cuando el rumor se expandió, alguien se atrevió a preguntarle al propio Batista:
– ¿Tú te estás yendo, chico?
Al principio, Batista trató de negarlo. Dijo que no entendía de qué le hablaban, que no sabía nada de ninguna maleta, que le parecía absurdo. Pero su fiesta, entre la música y las bebidas, ya sólo acogía un sordo murmullo de protesta, no porque Batista huía, sino porque huía solo. A su alrededor, en un círculo cada vez más amplio, la atmósfera de la fiesta se congelaba. Al fin, Batista admitió ante sus más cercanos que huiría esa noche. Y ellos amenazaron con obstruir su salida a menos que los llevase con él.
Batista no tuvo más remedio que acceder con los primeros. Pidió discreción, pero ellos no se podían ir sin sus padres, sin sus hermanos, sin sus amantes o sus socios. La cosa se fue volviendo incontrolable. Las colas en los teléfonos y el nerviosismo general alertaron cada vez a más gente, hasta que el dictador logró escapar del tumulto con un grupo. Sólo salieron con él los que cabían en el avión.
De madrugada, en la pista de despegue, se acumulaban los autos de familias desesperadas por huir. Innumerables aviones levantaron el vuelo. La pista parecía una avenida congestionada, con colas de aeroplanos pugnando por salir, empujándose unos a otros y tocándose las bocinas. Abajo quedaron los que no se habían enterado a tiempo, los que no creyeron a sus esposas, algún advenedizo despistado, y seguramente algún borracho que despertó al día siguiente solo entre las mesas, víctima de la resaca de un país recién hundido.
Yo también estaba hundida. Francisco iba en uno de esos aviones. Lo que hubiese pasado con el resto del país me daba igual.
Las tan mentadas maletas, por supuesto, sí se fueron con el presidente. Llevaban seiscientos mil dólares en efectivo y, en principio, su destino era Jacksonville. Pero a la mitad del camino, Batista tuvo miedo de que los Estados Unidos no lo quisieran más. Dulles le echaría en cara su incapacidad para mantener el mando. Y los inversionistas lo presionarían y lo despreciarían. Creyendo que Trujillo lo recibiría mejor, dio orden al piloto de dirigirse a Santo Domingo.
Trujillo había tenido siempre una relación ambigua con Batista. Se hacía vestir por sastres cubanos, adquiría sus muebles en La Habana, y alguna vez se había entrevistado con el sargento en aguas internacionales. Así y todo, nunca había llegado a ser invitado oficialmente a la isla, quizá por el desprecio mutuo que su condición de mulatos imponía entre ambos dictadores, o quizá debido a los esfuerzos de Batista para no verse tan dictatorial.
Trujillo sólo se enteró de la llegada de su ilustre huésped cuando estaba ya a punto de aterrizar en el aeropuerto de San Isidro. La bienvenida a Batista estuvo a cargo de Ramfis, el sanguinario príncipe heredero en persona, y de un sorprendido embajador cubano al que acababan de despertar con las noticias. Trujillo le dio a Batista máxima prioridad, aunque no del modo que esperaba. Por supuesto, lo recibió en su palacio con todos los honores y le ofreció su máximo respaldo. Pero inmediatamente después, lo invitó a cenar y le dijo:
– He decidido poner a tu disposición algunas divisiones del Ejército y la Armada. Hablamos de veinticinco mil hombres y los barcos y aviones que necesites. A ese barbón hay que sacarlo inmediatamente.
Batista titubeó. Se puso pálido, verde, morado, de sólo pensar en volver a la isla.
– Es que, verás, éste no es un golpe normal. La situación es… más grave.
– ¡Por eso mismo -golpeó la mesa Trujillo-, no puede durar ni un minuto más!
Trujillo insistió, pero Batista se negó a emprender una intentona contra Castro. El forcejeo entre los dos se fue volviendo más áspero hasta que el cubano se atrevió a confesar que no tenía intenciones de dirigir nada en La Habana, que no quería volver, que tenía miedo. Trujillo, entonces, con calma pero con firmeza, respondió:
– Tú tienes que volver a Cuba obligatoriamente. Por el bien de todos nosotros. Ahora que te han sacado, has podido venir acá. Pero si me sacan a mí, ¿adónde coño yo voy?
Batista no dio su brazo a torcer. En sucesivas reuniones se negó y se negó. En la última de ellas, cuando Trujillo tuvo seguridad de que nada podría hacerle cambiar de opinión, sacó a relucir un argumento nuevo que Batista no esperaba.
– Óyeme, tú a mí todavía no me has pagado el último cargamento de armas que te envié para allá.
Batista debe haber sentido una náusea en ese momento, viendo lo que se le venía.
– No tengo que hacerlo -dijo-, ése es un gasto del Estado, no una deuda personal.
– O sea, que tú pretendes que le cobre a Fidel las armas que combatieron en su contra -se molestó el Benefactor-. Pero ¿tú estás loco o qué?
La deuda por las armas ascendía a casi un millón de dólares. Batista juró que no tenía esa cantidad y, bajo la mesa, encargó a un socio de máxima confianza que retirase todo su dinero de la República Dominicana. Pero el socio no merecía la máxima confianza. Le robó hasta el último centavo y desapareció. Para colmo, Trujillo lo encontró, lo mandó matar y se quedó con el dinero. Y aun así le siguió queriendo cobrar a Batista, a la vez que los periódicos dictados por sus asesores pedían la expulsión del cubano de su país.
Como Batista no soltaba el dinero, Trujillo concibió un ultimátum: lo mandó encerrar en el penal de La Victoria y lo obligó a limpiar hasta el baño. Al día siguiente, Batista rascó sus cuentas bancarias y pagó cuatro millones de dólares. Como premio, recibió un salvoconducto y pudo salir del país con rumbo a un pacífico exilio portugués.
En la Cuba que Batista dejaba atrás, las cosas tampoco eran fáciles. Durante los primeros días de enero, se decía que el ejército rebelde había bajado de la sierra y entraría en la capital. Se anunciaba un presidente, y al día siguiente, otro. Pero nadie terminaba de asumir el gobierno. A mí, que no dejaba de pensar en Francisco en todo el día, la confusión a mi alrededor me llegaba como señales de un planeta lejano.
Pero el desbarajuste nacional atravesaría la coraza que me protegía. Literalmente. Una tarde, oímos disparos en la casa de enfrente. Ahí vivía un senador de Batista, y un grupo rebelde estaba tratando de entrar a saquearla. Pero los recibió un grupo de seguridad armado. Los atacantes se atrincheraron en mi jardín. El fuego cruzado nos sorprendió frente al televisor, cuando las balas atravesaron las ventanas del salón.
Mi reacción fue una combinación de instinto maternal, defensa civil básica y pánico puro: cogí la cuna de mi hija y
Mi esposo, para una vez que estaba en casa, no sirvió de nada. Sólo gritó:
– ¿Y qué está haciendo el vigilante de la puerta?
Yo respondí:
– Ojalá que esté a buen resguardo, porque tiene hijos y esposa.
Manuel me miró como si fuera una retrasada mental. Yo admito que el gesto del dintel no fue muy inteligente, pero por favor, el guardia de seguridad no se iba a enfrentar a un grupo de saqueadores armados.
Traté de llamar a papá, pero fue imposible. Las líneas telefónicas estaban colapsadas. Cuando llegó a casa, después del tiroteo, contenía su furia pero estaba de pésimo humor. Si los guerrilleros empezaban a atacar a sus enemigos políticos, no tardarían mucho en buscarlo a él. Y no había manera de entenderse con esa gente.
Algunas noches más tarde, los barbudos tuvieron un gesto lleno de buenos augurios. El guerrillero Camilo Cienfuegos nos ofreció una visita.
Papá y mamá se negaron a recibirlo. Tuvimos que hacerlo mi hermano y yo. Dijimos que papá no estaba en casa y mamá se encontraba indispuesta o algo así. Ellos estaban arriba, pero no querían ni ver ni oír a Cienfuegos. Mamá pensaba que venía a llevarse la alfombra, el coche y las lámparas, y me dio orden de vigilar bien al barbudo. Por cierto, Cienfuegos era el más barbudo de todos. Yo había visto sus fotos entrando a La Habana con Fidel y Huber Matos. Pero en persona parecía más pequeño e inofensivo. Además, venía en son de paz. No se robó nada, pero debo decir que tenía las botas horriblemente sucias y nos destrozó la alfombra.
– Siento mucho que la señora Minetti esté indispuesta -dijo-. ¿Se siente muy mal?
– No… ¡Sí!
Era muy difícil saber qué mentiras debía decirle exactamente.
En honor a la verdad, fue una visita cortés y tranquilizadora. Cienfuegos dijo que la Revolución no se había hecho para que sufran hombres como mi padre, comerciantes que no tenían nada que ver con la política. No parecía muy comunista.
Al final, claro, todo era mentira. La Revolución nos cayó encima como una aplanadora. Primero desaparecieron la vida social y los clubes. Y luego fuimos sometidos a una especie de guerra de nervios desde el nuevo gobierno: nos ponían guardias, según ellos, para nuestra protección. Pero parecían más carceleros que vigilantes. Poco después, intervinieron los medios de prensa como el de papá. Y al final, empezaron a perseguir a mi hermano Minetino.
Lo de Minetino se destapó justo antes de la confiscación total de los medios informativos. Muchas personas influyentes, amigos y empleados de mi padre, llevaban meses desfilando por la casa para expresar su solidaridad con mi familia. Cuando corrieron los rumores de expropiación, muchos de ellos fueron a buscar a mi hermano para planear una respuesta. Pero mi hermano no estaba. Yo iba recibiendo a la gente y le ofrecía café. No tenía idea del paradero de Minetino. Después de una hora, recibí una llamada telefónica. El mayordomo dijo simplemente así, «tiene una llamada», sin decir de quién. Cuando cogí el auricular, frente a todas las visitas, escuché la voz de papá:
– Diana, no digas quién soy. Di que soy tu hermano.
A mi alrededor, las visitas guardaban silencio y bebían café.
– ¡Ah, Minetino! ¿Cómo estás? Hay mucha gente que ha venido a verte.
– Diana, Minetino se ha refugiado en la embajada de Estados Unidos. No lo digas. Si alguien llega a saberlo, nos vamos a meter todos en un lío. Así que finge que te estoy diciendo que todo está bien.
– Qué bueno que estés bien. Que todo esté bien.
– Minetino ha sufrido un retraso pero no tardará mucho. Anda, dilo.
– ¿Que todo está bien pero se va… te vas a retrasar? Muy bien, ¿y qué les digo a tus visitas?
– Que lo esperen. Dile al mayordomo que anuncie cada media hora que se vuelve a retrasar, hasta que las visitas se vayan, ¿ok?
– Claro, Minetino. Claro, hermanito.
Por la noche, fui a visitar a mi hermano a la embajada. Lo hice por ingenua, no era consciente del peligro en que me estaba metiendo, pero ahora sé que yo era una joven valiente. Nadie me agradeció ese valor nunca, pero lo tuve. Y esa noche, por primera vez, escuché de su boca que mi hermano era agente de la CIA, y me contó algunas de las historias que ya he narrado aquí.
Minetino abandonó Cuba poco después. Y el siguiente en refugiarse fue mi padre. Había tratado de permanecer en La Habana a cualquier costo, pero no tenía sentido. Lo detenían con frecuencia para interrogarlo en la comisaría y humillarlo. Lo acusaron de enriquecimiento ilícito y ni siquiera se lo notificaron: nos enteramos por los periódicos. Papá tampoco podría responder desde su propio diario, porque ya no era suyo. En cuanto leyó su nombre en los titulares, papá se asiló en la embajada italiana.
No tardó en aparecer otro titular con su nombre: el que anunciaba que todas las propiedades de Giorgio Minetti y su familia habían quedado confiscadas. Cuando lo leyó, mamá se sumó al asilo de la embajada italiana. No lo había hecho desde el principio porque quería quedarse a cuidar su casa. Ahora ya no le quedaba nada que cuidar.
Yo me quedé afuera con una tarea: salvar todo lo que fuese posible, libros, muebles, sobre todo cosas de valor personal, joyas, mi butaca preferida. Arramblé con lo que pude a lo largo de la mañana. Quería que Castro se quedase con lo menos posible. Metí todo en el coche a empellones para llevarlo a casa de la familia de Manuel, donde las cosas estarían a salvo. Pero nada más atravesar la puerta de casa, me detuvo un retén militar. Los guerrilleros que revisaron el coche sabían de antemano lo que encontrarían.
Me acusaron de robar patrimonio del Estado y me declararon en arresto domiciliario. Regresé a casa con un escolta, que se quedó en la puerta. Sin embargo, aún tenía una posibilidad de escapar. Una posibilidad que sólo una mujer podía disfrutar, al menos en ese país y en ese momento.
Al día siguiente, como todos los días, pedí a las niñeras que vistieran a los chicos para ir al colegio. Llamé a un taxi -nuestros coches estaban confiscados- y llevé a los chicos a la puerta de la casa. Como era previsible, el guardia me impidió la salida. Y entonces, hice lo que sólo una dama podía hacer en esas circunstancias: chillar.
Grité y grité como una histérica, diciendo que siempre llevaba a mis hijos al colegio y que no me podía quitar esa libertad. Armé una alharaca gigantesca, como si toda nuestra situación, toda mi vida, mi isla y el éxodo familiar fuesen culpa de ese pobre guardia de la puerta. Imagino que en sus andanzas por los montes, nunca había topado con un prisionero con semejante garganta.
El guardia llamó a su cuartel y les contó la situación. Ahí le dijeron:
– Que los lleve. Pero ve tú con ellos.
Nos amontonamos en el vehículo con las mochilas escolares. El guerrillero iba en el asiento del copiloto. Olía mal, pero no estaban las cosas para reparar en detalles.
El colegio de los chicos estaba a sólo dos calles de la embajada de Italia. Siguiendo mi plan, le pedí al guerrillero que me permitiese entrar y explicarle la nueva situación a la madre superiora del colegio. Él accedió, más por pereza de discutir que por compasión. Yo subí a la oficina de la monja y llamé por teléfono a la esposa del embajador:
– Por favor, sáqueme de aquí. Quiero pedir asilo, como mis padres.
– No va a ser tan fácil, querida. Tú estás bajo arresto. Si te acogemos, Cuba podría pedir legalmente que te devolviésemos a ti y a toda tu familia.
– Por lo menos llévese a los niños -supliqué.
Por primera vez en mi vida, no tenía adónde ir. Trato de recordar qué hacía Manuel en esos días, o dónde estaba. Simplemente ha desaparecido de mi memoria. Tampoco podía involucrar a alguno de mis amigos. Tendría que volver a casa más sola que nunca.
Mi estado de pánico era tan patente que la mujer me dijo:
– Bueno, yo no he dicho que no vengas a la embajada, eso lo ha dicho mi esposo, que sólo es el embajador. Ven y veremos qué hacer.
La esposa del embajador era húngara, había sufrido en carne propia el ascenso de los comunistas al poder y tenía un corazón de oro. Y la madre superiora, aunque estaba en estado de shock, tenía recursos. Me vistió con un hábito de monja y, junto con otras tres hermanas, salí a la calle llevando una larga fila de niños, los míos entre ellos. Tuvimos que detener el tráfico en dos esquinas, y hacerlo sin aspavientos para no despertar sospechas. Esos doscientos metros se me hicieron interminables.
Tras cruzar el umbral de la embajada, sólo nos quedaba conseguir un salvoconducto para abandonar la isla. Cuba accedió rápidamente a extenderlo. Para el gobierno, nuestra partida era una manera más ágil de expropiar nuestros bienes. Pero cuando todo parecía solucionado, aún quedaba un escollo por salvar, y estaba donde menos lo esperábamos: mi esposo Manuel se negó a firmar un permiso de salida para los niños. Al fin entraba en escena, y lo hacía del único modo posible: para arruinarlo todo.
Papá tuvo que prometerle a Manuel que costearía sus viajes para ver a los niños todos los fines de semana. Lo único que pretendía, supongo, era irse de farra gratis y mantener abierta una puerta a los Estados Unidos por si las cosas se le ponían difíciles. Aparte de toda la rabia acumulada, en esos días albergué un profundo desprecio por mi esposo. Pero al menos yo sentía algo. Él no sentía nada por mí. Nada.
De todos modos, y aunque yo no lo decía en voz alta, toda esta situación encerraba una ventaja: me iría a Miami, donde estaba Francisco.
Durante las noches en la embajada, no dejaba de fantasear con él, y nuestro futuro juntos. Necesitaba verlo. Necesitaba abrazarlo. Al fin seríamos libres, o por lo menos estaríamos a salvo del pueblerino ambiente de La Habana y
Lo primero que hice al aterrizar en Miami fue llamar a los amigos comunes para localizar a Francisco. Ellos me informaron que se había mudado a Nueva York.
13.
Diana acabó su relato entre aliviada y exhausta. Había hablado sin parar durante siete horas, con una prisa y una claridad que nunca había tenido antes. Y ahora, mientras miraba la araña de la sala silenciosa, cansinamente, parecía haberse librado de un peso. Terminó su té. Sólo había bebido té, como si quisiese conservar la lucidez. Arrastrado por su sobriedad, yo mismo había bebido sólo cuatro copas. Le pregunté por el exilio cubano, por su exilio. Saliendo de la nada, una voz nos interrumpió:
– De eso tendrán que hablar mañana. Diana está cansada.
Era Mankiewitz.
– No se ve cansada -repliqué impertinentemente.
– No se ve pero lo está. Ahora, si me permitís…
Se llevó a Diana dándole tiempo apenas para despedirse. Ella aceptaba sus órdenes como una pequeña cuidada por su padre. Había perdido algo de la fuerza con que la conocí. Cosas del amor o de lo que sea. Yo tuve que irme a mi hotel.
La escena con Diana se repitió al día siguiente. Me habló de un tirón sobre los años de su exilio y su juventud. Yo ni siquiera hacía ya preguntas. Ella hablaba y hablaba en asociaciones libres. Pensé que debíamos haber trabajado siempre así. Luego Mankiewitz nos volvió a interrumpir y se la llevó como si fuese un saco de arroz. Yo tenía la sensación de que quería apartarnos, quizá pretendía monopolizar a nuestra amiga de algún modo. Tal vez mi presencia ahí era el testimonio de la última resistencia de Diana a su extraña autoridad, una resistencia que se estaba derrumbando.
Al volver a Madrid me encontré directamente con una buena noticia. Mario Bellatin me había escrito un mail:
Tu novela está muy bien. Las próximas vacaciones llevaré a mi hijo a la selva. ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Tengo que decir algo? ¿Qué tipo de cosa?
La faja de mi portada estaba asegurada. Txema estaría contento. Y sobre todo, a Bellatin le había gustado el libro, lo cual era un alivio. Pero ahora tenía que responderle: ¿qué tenía que poner en la faja del libro? ¿Debía decirle yo qué escribir? ¿No era eso un poco descarado? Pensé que él diría algo espontáneamente, algo como «Genial». Con una palabra así bastaba, ¿no? O «Impresionante: cinco estrellas». O «La nueva promesa de la narrativa peruana». Pero no tenía valor para dictarle la frase de mi libro.
Quizá podía usar algo de su mail: «Esta novela está muy bien». No. No despierta convicción. «Las próximas vacaciones llevaré a mi hijo a la selva.» Tampoco sirve.
Fui a recorrer librerías buscando alguna fajita convincente que sugerir. Paseé por los estantes de todo tipo de literatura. Un libro de Rodrigo Fresán decía:
Guau. Eso estaba bien. Sonaba espectacular. Quizá podía sugerir para mi fajita:
Eso. Eso me gustaría escribir a mí. Una novela brillante y divertida certificada por el
Empezaron a marearme todas esas fajitas, todas esas declaraciones. Tres novelas estaban clasificadas como «La mejor novela de los últimos diez años», otras dos eran «Revolucionarias», abundaban las «Clases maestras de estilo» y las «Prosas como un estilete». ¿Mi prosa sería como un estilete? A lo sumo, como una navaja de afeitar, supongo. Una navaja usada. Me pregunté si había escrito «Un libro fundamental», «Una radiografía de su tiempo» o por lo menos «Una de las obras más influyentes de su era». Me respondí que no, que sólo tenía una novela falsa, un ejercicio de mentiras sobre países de mentira, un libro del que había vivido cuatro meses. Podía decirle a Bellatin que pusiese «Una farsa» o «Una gran muestra de lo que hace la angustia de no tener papeles». No, tampoco debía ningunearme, pero es que uno se siente tan chiquito, tan poquita cosa entre todos esos ejemplos de literatura universal, entre todas esas frases firmadas por las autoridades, como si tuvieran que gustarle a cualquier don nadie porque le han gustado a alguien que sí es alguien, como si alguien tuviese claro qué carajo es «Una novela indispensable».
Salí de la librería mareado, tenía náuseas, veía portadas de libros por todas partes, llenas de críticas favorables, de reseñas importantes, de sonrisas editoriales satisfechas, ninguna con mi firma. Corrí a la cabina de Internet. Le escribí de vuelta a Bellatin:
Mira, supongo que debes poner lo que te parezca. El editor querrá algo que suene vendedor, me imagino.
Bellatin me envió su frase al día siguiente:
¿Qué tal esto? «Un nuevo
Parecía publicidad de baratillo, pero no podía responder: «No, mándame algo más elogioso, por favor. Que se note que te fascina mi libro». Se lo reenvié a Txema.
Mi editor ni siquiera me respondió el correo, pero como ya era habitual, lo llamé todos los días hasta que contestó de casualidad.
– ¿La faja? Ah, sí, la faja. Llegó justo a tiempo para sacarla con el libro. ¿Te gusta cómo ha quedado?
– ¿Cómo que si me gusta? No lo he visto.
– ¿Qué? ¿No te lo han mandado?
No. No me lo había mandado nadie. Pero ya estaba en librerías, con faja y todo, la última novedad literaria amazónica. Mi libro en una librería. Era una imagen que llevaba esperando toda la vida. Entré en la librería más cercana. Busqué en la mesa de novedades, luego en la parte de narradores latinoamericanos, después en el estante que correspondía a mis iniciales, la de mi apellido y la de mi nombre. No lo encontré por ninguna parte. Le pregunté a la vendedora sobre «ese nuevo libro del Amazonas». Me sacó uno de Isabel Allende. Le dije que era literatura de viajes. Me mostró uno de Javier Reverte. Acabé por decirle el nombre del autor seguido de un «o algo parecido» para que pensase que yo tampoco estaba muy seguro del nombre. Me dijo que el nombre del libro y del autor no le sonaban para nada, pero de todos modos buscó en la computadora. Después me mandó a un oscuro estante confinado al rincón más húmedo y remoto de la librería. Ahí, entre la literatura de viajes, estaba mi libro. Me quedé mirándolo embelesado. La edición era hermosa, la carátula parecía el póster de la película que algún día alguien dirigiría para que yo pudiese cobrar los derechos y decir que me parecía una mierda de película. Pero lo mejor era la faja:
«Una novela tierna y estremecedora que me ha dejado varias noches insomne. Un nuevo
Mario Bellatin
Un poco largo, pero maravilloso. Tomé consciencia de que yo era, oficialmente y certificado por las autoridades, el nuevo Conrad. Pondría eso en mi curriculum. Y rogaría al cielo que Mario Bellatin nunca viese la fajita.
Al salir de la librería, dejé caer como por descuido mi novela sobre la mesa de novedades, en la parte más visible. Por la tarde, visité cuatro librerías más, donde coloqué mi libro en las mesas de «Recomendaciones» y «Los más vendidos». En la última, casi me descubren. Ya en casa, llamé por teléfono a las librerías que me quedaban demasiado lejos. Dije que era de la editorial y que quería saber dónde habían colocado ese nuevo libro sobre el Amazonas. Tres de las librerías no lo habían recibido. Dos pensaban que les hablaba del libro de Isabel Allende. Una de ellas no recibía nunca libros de mi editorial. Y la cuarta tenía el libro en la base de datos, pero nadie consiguió encontrar el estante donde lo habían colocado.
Paralelamente a mi estrategia de posicionamiento del producto, inicié una nueva serie de llamadas a Txema. Esta vez logré que me contestase al cuarto día. Progresaba.
– ¿Qué hay, Txema? Quiero saber cuándo vamos a presentar el libro.
– ¿Presentarlo? ¿A quién?
– Pues… presentarlo, al mundo, no sé… A la prensa o algo así.
– Ah… bueno… Andamos un poco ocupados por acá. ¿Te hable de mi casa nueva?
– Algo me has dicho, sí.
– Además, no sabía que tú vivías acá. ¿No vives en Latinoamérica?
– Txema, llevo dos años viviendo en este país.
– Qué bien. ¿Y qué tal? ¿Estás contento? Es que Argentina está difícil, ¿no?
– Soy peruano, Txema.
– Bueno, eso… Mira, estaré en Madrid para un evento de la editorial. ¿Por qué no pasas por ahí y conversamos?
– ¡Excelente!
Ahora sí, aclarados los malentendidos, Txema empezaba a tomarme en serio. Nos veríamos, seguramente iríamos a cenar, conversaríamos de nuestros proyectos, de nuestra visión del libro como un retrato de la miseria, acabaríamos hablando de cosas más personales, seríamos amigos. No habíamos tenido tiempo de conocernos bien, eso era todo. Como él pensaba que yo no vivía en España, no había querido comprometerse emocionalmente, pero ahora todo estaba solucionado. Como todavía no había recibido mi lote de libros, compré un ejemplar de mi novela por si aparecía en el evento algún crítico o periodista. Y también para asegurarme de que al menos vendería uno.
El evento de Txema era la presentación de una recopilación de escritos de Bioy Casares, en el mismo café de la vez anterior. Yo odio los eventos literarios. Todo el mundo diciendo cosas complicadas sobre autores que no conozco con amaneramiento académico, y todos me hablan mirándome por encima del hombro en busca de alguien más interesante o importante con quien conversar. Lo que más odio es la cara de aburrimiento que ponen cuando el azar social los obliga a hablar conmigo. Para que no se notase que yo no hablaba con nadie, llevé a Javi.
Sobre el escenario, en una mesa con micrófonos, estaban escritos los nombres de los participantes del evento: Santiago Roncagliolo, Edgardo Cozarinsky y Alberto Manguel.
– ¡Joder, Cozarinsky y Manguel! -se emocionó Javi-. ¡La hostia, tío!
– ¿Cómo que «joder, Cozarinsky y Manguel»? ¿Quiénes son esos señores?
– Cozarinsky es escritor y cineasta. Y Manguel es el que más sabe sobre Lewis Carroll en el mundo. Además, le leía a Borges.
– ¿Y tú cómo sabes eso, Javi? ¿No eras analfabeto?
– Hombre, no te leo a ti porque es una mierda lo que escribes, pero a ellos sí. Son buenos.
– Gracias, Javi.
Al entrar, vi a Txema en un rincón y me acerqué a saludarlo. Txema no me presentó a los ponentes. En venganza, yo no le presenté a Javi. Cozarinsky tenía un aire medio ruso, con sus grandes ojos claros y su calvita Gorbachov. Manguel era el tipo mejor vestido de todo el café, con un impecable traje negro sin cuello. Miré mi chompa de lana bordada con alpaquitas en un espejo del café. Al lado de ellos, parecía un mendigo.
Txema se desembarazó de mí rápidamente para presentar el evento, que transcurrió mucho más entretenido de lo que yo imaginaba. Los participantes hablaron de su experiencia personal con Bioy y resultaron muy divertidos y agudos. Roncagliolo estaba insoportable una vez más, pero los otros dos eran buenos. Javi me explicó las partes que yo no entendía. No me dormí ni nada.
Al final del evento, Javi dijo:
– Tío, preséntame a Manguel y a Cozarinsky, macho.
Sonreía con sus dientes negros de tabaco y porro. Me imaginé el bochorno de presentarle a Javi a estas eminencias culturales: joder, qué guay, macho, cojones, escribís de la hostia, joder, me parto la polla. Me imaginé a mí mismo queriendo que me trague la tierra: no, no lo conozco, jamás lo vi, para nada, no tengo idea.
– Verás, Javi, es que ahora tenemos que hablar de trabajo…
– Nada, será sólo un minuto.
– Gracias por venir, Javi. Nos vemos…
– ¿Qué pasa? ¿Me estás echando?
– No, no, Javi, es sólo que tengo que concentrarme.
– Pero si no te voy a distraer, tío. Sólo quiero un autógrafo de ellos.
Llegó la hora de ponerme duro. Esto me dolería más a mí que a mi amigo. Lo tomé del brazo y le dije:
– Lo siento, Javi, pero voy a hablar con ellos yo solo.
Javi me miró como si viese a otra persona, como si no me reconociese. Lentamente, tratando de encontrar otra explicación mientras hablaba, preguntó:
– Tío, ¿te doy vergüenza?
– No, Javi, qué dices, es sólo que éste es un momento importante para mí y…
– ¡Me la suda, tío! ¡Te avergüenzas de mí!
Tres o cuatro personas voltearon a vernos con sus copas en la mano.
– Javi, por favor, habla más bajito.
– ¡Me cago en tu puta madre, yo hablo como me
– Javi, por favor, no me hagas una escena…
Pero hizo una escena. Tiró su vaso al suelo, me dio la espalda y se fue. Otras seis o siete personas voltearon a vernos. Con una sonrisa dedicada al vacío, dije:
– ¡Adiós, Javi, ven cuando quieras, ya nos vemos, qué pena que te tengas que ir!
En fin, éste es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.
Me pegué a Txema como una sanguijuela para que me contase -de ser posible, frente a Roncagliolo, que se había sentado en su mesa- el boom que íbamos a conseguir con mi novela amazónica.
Conforme avanzaba la noche y el local se iba despejando, fuimos quedando en una mesa los ponentes y yo, ahí, casi abrazado a Txema aunque él no me hablaba. Manguel y Cozarinsky contaban anécdotas de Borges, y yo me sentía como si me hubiesen alquilado por horas un rincón del cielo. Ése era el mundo al que yo quería pertenecer, un mundo lleno de escritores argentinos y anécdotas de Borges. Una hora después de comenzar a conversar, viendo que no le quedaba remedio, Txema accedió a presentarme. Yo repetí todo lo que Javi me había contado de ellos, para que pareciese que los conocía.
– Señor Manguel, ¿es verdad que usted era uno de los lectores de Borges?
– Y, sí, pero era sólo uno de los aproximadamente 4.576 que le leyeron algo a Borges. No es un gran mérito.
– Ya.
No se me ocurrió nada que decir.
Roncagliolo, en cambio, estaba encantador, el cabrón. Habló del intimismo en Bioy, y de muchos ismos más y de las universidades de tres países donde enseñaba a mi edad. Cuando Txema preguntó qué querían cenar, todos hicieron elegantes referencias a la cocina francesa y española. Y yo comprendí que nadie me estaba invitando a mí. Y que Txema no hablaría nunca de mi libro ni de mi presentación, ni de nada referido a mí.
Ya me hundía en mi silla y en mi copa, derrotado, pensando que eso era el fin de mis contactos y que lo mejor sería ir a emborracharme en casa, cuando Cozarinsky trajo a colación el tema de las herencias. Según dijo, tras la muerte de Bioy, su herencia se había vuelto un problema legal muy gordo. Sus herederos no se ponían de acuerdo, había por ahí un hijo que no era tan hijo y era todo muy triste, che, si Bioy lo supiese se volvería a morir. Entonces pensé que, quizá, una luz brillaba al final del tema y aún había una oportunidad para mí.
– En este momento -dije-, yo también estoy metido en el centro de un problema de herencia… Una herencia de la Mafia.
Se hizo el silencio. Repentinamente, todos en esa mesa estaban pendientes de lo que yo dijese. Comencé a contar la historia de Diana tímidamente, paso a paso, describiendo los decorados de la casa y las alfombras persas Voltaire y la araña que seguro que también era Voltaire, todo muy Voltaire. Los rostros de la concurrencia fueron mostrando interés. De vez en cuando, un suspiro entrecortado o una risa rápida expresaban la total atención que mi historia atraía. Hablé de la conspiración contra Trujillo, de la CIA y la Cosa Nostra, de la huida de Cuba. Manguel dijo:
– Mirá, Cozarinsky, esa historia parece tuya.
Cozarinsky asintió. Comenté atribulado que no sabía si el libro tendría interés editorial, esperando que Txema se ofreciese a publicarlo. Como no se ofreció, hablé del contrato de confidencialidad que había firmado, dije que había importantes intereses tratando de que el libro no viera la luz. Cozarinsky intervino:
– Pero esta mujer ¿cuántos años tiene?
– Como setenta.
– ¿Y los hijos?
– Unos cincuenta años.
– Che, no pasa nada, guardá ese libro. Total, se van a morir todos antes que vos.
El éxito de mi historia fue tan fulminante que silenció al imbécil de Roncagliolo durante un rato y logró el objetivo: a la hora de levantarnos de la mesa para ir al restaurante, Txema dijo:
– ¿No quieres venir?
Claro que quería ir. Estar con mis colegas los escritores, como corresponde. A la hora de levantarnos, oí que uno de los argentinos le decía a Txema:
– Me tenés que pasar el libro de este chico, me gustaría leerlo.
Y fui feliz. Si Cozarinsky se portaba bien, le regalaría el que llevaba en la mochila con un autógrafo cariñoso que algún día pudiese usar de fajita en uno de sus libros.
Fuimos a un lugar cerca de la Gran Vía que resultó elegantísimo. La mesa estaba decorada como si fuese a cenar el príncipe de Asturias con su modelo noruega. Al llegar faltaba una silla. El camarero insistía en que sólo le habían pedido cinco reservaciones. Txema me dijo:
– ¿Y por qué no dijiste antes que venías a cenar?
Tuve que ir a otra mesa y arrastrar desde ahí una silla más. En el camino pisé a una señora y me di cuenta de que yo era lo peor vestido que había pisado ese restaurante desde su fundación en 1876. Así que me senté un rato en silencio, a esperar a que se me bajase el rubor de las mejillas. Por suerte, los demás de la mesa eran simpáticos.
El sumiller sirvió un vino que me pareció imposiblemente delicioso, considerando que mi único criterio para seleccionar vinos había sido siempre que costasen menos de tres dólares. Roncagliolo se quejó de que el vino estaba dos grados demasiado frío. El sumiller lo cambió sin cobrarlo. Fue increíble. Yo pedí medallones de venado en salsa de frambuesas, que ni siquiera era lo más caro. No quería que Txema pensase que me estaba aprovechando de su invitación. La conversación fluyó en torno a anécdotas de Sábato en restaurantes, todas muy hilarantes. Hasta el tarado de Roncagliolo sabía anécdotas de Sábato en restaurantes paraguayos que aún no me explico de dónde sacó (como no me explico qué hacía Sábato en Paraguay ni qué hace quien sea en Paraguay). Empecé a sentirme más cómodo. Me acogían, me querían, me consideraban uno más de ellos, quizá el joven escritor en ciernes, el Rimbaud de los narradores en lengua española. De vez en cuando, Cozarinsky me preguntaba:
– Por cierto, ¿no sos argentino vos?
– Peruano.
– Qué raro. Tenés un tonito así… como argentino.
A los postres, yo ya había bebido suficiente para sentirme como en casa. Dejé de pensar en mí como el peor vestido. Me imaginé que era el «escritor joven que no se preocupa por las formalidades». Hasta las alpaquitas de mi chompa adquirieron un aire reivindicativo, claro que sí, de escritor de izquierdas que come medallones de venado y vino dos grados demasiado frío. Muy combativo. Cuando estábamos en lo mejor, llegó la cuenta. Manguel la miró y anunció:
– Son noventa euros por persona.
Era mi presupuesto para la alimentación de un mes.
Todos sacaron sus billeteras y empezaron a recolectar el dinero con aire satisfecho. Revisé la mía: doce euros y un abono transporte. Miré a Txema con pavor, esperando que hiciese un gesto como «No te preocupes, la editorial paga», pero ni siquiera se movió. Cuando ya todos habían depositado su aporte en la mesa, me aclaré la garganta y solicité:
– Txema, creo que me tienes que prestar un poco de dinero porque… porque mi tarjeta, pues, la tarjeta de crédito, claro…
Txema me odió con la mirada, pero no se pronunció. Pidió que nuestras cenas se cargasen a la tarjeta de la editorial. Nadie más dijo nada. Al salir, traté de cambiar de tema para que se olvidasen mis vergüenzas. Pero no
– ¿Vos estás seguro de que no sos argentino?
– Sí, de verdad.
– Qué raro. Es que tenés ese tonito así como… como argentino.
Y subió a un taxi. Txema había hecho lo mismo dos metros antes. De repente, en la acera no quedaba nadie más. Volví la cabeza a un lado y otro. Me pregunté si alguien se había despedido de mí y yo no le había contestado. Temía haber resultado un maleducado sin saberlo. En la calle desierta, mi mirada se topó con un tipo alto y delgado con un acento perfectamente neutral. El tarado de Roncagliolo, el único sobreviviente de la velada, estaba conmigo. Pareció reparar en mi presencia de repente. Sonrió. Pensé que se burlaba de mí, pero era una sonrisa amable. Dijo:
– ¿Entonces? ¿Vamos a tomar una cerveza?
Al fin encontraba un alma gemela.
Lo llevé a un sitio barato cerca de Gran Vía. Se me ocurrió que quizá no era tan tarado ni tan pedante. Al contrario, era el único al que no le importaba mi pobreza. Me esmeré en invitarle un par de cervezas. Después de un rato, le propuse publicar una crítica de mi novela en alguna de las revistas en que escribía, y no se negó. A la cuarta cerveza, Roncagliolo, con su apellido ridículo y sus maneras de señorito, ya me caía bien: era lo que yo quería ser, era lo que quizá yo podría ser, era un amigo natural, un alma gemela del Paraguay.
Empecé a hablar de literatura con gran entusiasmo. Mencioné autores que pensé que le gustarían. Al principio parecía escucharme con atención. Luego descubrí que, por encima de mi hombro, estaba viendo el partido de fútbol que ponían en el televisor del bar. Traté de hablar de fútbol, pero no es mi tema. Hablé de Brasil, sabía algo de Brasil por Paula.
– Me gusta más el juego europeo -dijo él.
Hable de los grandes jugadores europeos como Redondo o Batistuta.
– Ésos son argentinos -dijo, pero todo lo decía así, sin sorna, como al descuido, con los cinco sentidos verdaderamente puestos en los veintidós jóvenes en pantalón corto que se disputaban la pelota en el cuadrado de veinte pulgadas. Finalmente, pareció reflexionar, recordar que yo era un ser humano después de todo, que ya llevaba un día bastante vapuleado, que no merecía arrastrarme por tan poco, me miró como si lo hiciese desde un edificio altísimo y yo estuviese en el piso 28, y casi a gritos por la distancia, pero con voz de perfecta corrección de universidades de tres países a mi edad, dijo:
– Vamos a otro sitio, ¿no?
Salimos, yo con mi mochila, pensando que mejor me despedía de una vez y le daba mi libro a ver si lo leía. Le pondría alguna dedicatoria bonita, «Por nuestra pasión común por el fútbol», algo así de humillante. Él en cambio andaba con pasos tranquilos, no parecía arrastrarse como yo, que caminaba como una oruga, hasta que se acercó uno de los propagandistas de un bar de putas como el que me había empleado a mí. Al principio pensé que era el mismo bar, temí que el chico me conociese o, peor aún, me reconociese, pero no, era otro bar de putas, cercano, seguramente igualito, pero era otro. El que repartía la publicidad era un europeo del Este, rubio y guapo pero pobre, que en Europa sí se puede:
– ¿Chicas? ¿Chicas? -dijo-. Lo show empieza ahora.
Roncagliolo mostró cierto interés.
– ¿Son buenas tus chicas?
– Oh, sí, son lo más buena que tienen.
– ¿Y caras?
– Lo más buena que tienen, sí.
Roncagliolo empezó a seguir al polaco y yo empecé a seguir a Roncagliolo pensando en que me despediría, le daría el libro y ya, que fuera lo que Dios quisiera. Le escribiría mi teléfono abajito por si le había caído bien. Pero el sitio de las putas estaba demasiado cerca, y antes de atinar a despedirme, una señora me quitó la mochila y me dio un botón, y Roncagliolo dejó su abrigo ahí mismo, con mi mochila y con mi botón, con total calma, como si todos los días fuese a bares de putas y pagase ¡cinco euros! de guardarropa. Al fin y al cabo, y sin saber por qué, acababa de pagarlos yo y a cambio sólo había recibido un botón de plástico numerado que no debía valer ni veinte céntimos.
Desde abajo emergían luces rojas y azules. Descendimos por una escalerilla que parecía llevar a los infiernos. Y los infiernos eran un lugar maravilloso. Un grupo de chicas bailaban desnudas en la pista con el coño afeitado, apenas con una crestita que despuntaba arriba en el centro, generalmente negra, a veces rubia. Las luces se reflejaban en las alpaquitas bordadas de mi chompa, que ese día parecía estar condenada a verse ridícula en todos y cada uno de los lugares por los que pasase.
Roncagliolo fue directamente a sentarse delante del escenario, al centro, donde mis alpaquitas se veían más ridículas y menos reivindicativas de escritor de izquierdas que en el restaurante de los medallones de venado, las pobres. Pensé que seguramente él estaba escribiendo algo sobre putas y que todo esto debía ser un trabajo de campo, al menos esperé que así fuese porque cada copa en ese lugar costaba diez euros, de modo que no quería ni preguntar cuánto costaba una puta, de todos modos daba igual porque no podría pagarle ni la conversación. Decidí ser totalmente honesto al menos por una vez y para evitar malentendidos:
– Mira, Santiago, no tengo dinero para pagar una copa aquí.
Pero Roncagliolo, que ya tenía a dos sentadas una a cada lado (una egipcia y una rusa según les oí decir), sacó su tarjeta de crédito y dijo:
– Pide nomás, yo invito.
Así que pedí un whisky. Buena gente, Roncagliolo, compartía conmigo su trabajo de campo y su tarjeta de crédito. Lo que no compartía era a la egipcia y a la rusa, que parecían reírse de todos sus chistes, celebrar todos sus comentarios ingeniosos, y eso que en ese lugar la música estaba muy fuerte y ellas no hablaban muy bien español, debían ser muy despabiladas y cultas.
Al rato se me sentó una a mí. Muy simpática, rumana era, y empezamos a conversar. Yo le conté que era peruano y ella me dijo que el gerente del local también era peruano. No me extrañaba, de algo hay que vivir, pensé que seguro que un compatriota sí me habría empleado con contrato, que me había equivocado de puticlub cuando fui a buscar trabajo. Luego le pregunté qué tal era Rumania, dijo que muy bonito, y ya no teníamos mucho más de que hablar, así que se me ocurrió preguntar cómo iba el proceso democrático y qué tal marchaba el país después de Ceaucescu, yo sabía que había sido muy duro, sí sí, muy duro, dijo ella. Y qué tal el tema de los papeles, consulté, porque a mí me complican mucho la vida con eso, fíjate que soy escritor y eso legalmente es como decir que soy vago, hasta que ella empezó a perder la paciencia -siempre con una sonrisa deliciosa, eso
– ¿Por qué no me invitas una copa?
Y yo dije la verdad:
– Porque no tengo un céntimo, cariño.
– ¿No te parezco guapa?
– Me pareces guapísima, pero aquí el de la Diners es ése, el que se la está pasando de puta madre con dos chicas mientras yo hago vergüenzas contigo, de todos modos no te preocupes por mí, hoy he tenido tiempo de acostumbrarme a hacer de imbécil.
Y en efecto, no se preocupó por mí, porque de inmediato se levantó y se fue a buscar a alguien que tuviese menos alpaquitas ridículas y
Pero Roncagliolo parecía concentrado en su investigación -debía ser un libro muy complejo ese que planeaba- mientras yo seguía recibiendo una larga serie de chicas guapísimas con coños seguramente depilados hasta la crestita y de todas las nacionalidades menos europeas occidentales (¿será verdad entonces que los europeos no putean ni tienen enfermedades venéreas?), con las que hablaba de las dificultades de una migración igualitaria y de la nostalgia por el país dejado atrás, y de las alpaquitas y del gerente del local que sí, era peruano, pero no estaba esa noche, lástima porque le habría pedido trabajo, y no, cariño, no te puedo invitar ni un vaso de agua porque, además, las copas de putas son más caras que las de cliente y yo sé bien que ni siquiera tienen alcohol.
Ya como al tercer whisky y la décima chica que se hartó de mí y me pidió que cambiase de sitio con mi amigo, me sentí demasiado fuera de lugar y decidí confesarle a Roncagliolo que me estaba quedando sin temas de conversación y que lo mejor sería que me fuese, si no era mucha molestia y él sabía volver solo a casa. Pero antes de hablar, él se levantó con una de las putas (al final fue la egipcia) y se metió a un cuarto oscuro que había detrás del escenario. Por un momento pensé que eso no estaba mal, me había dejado libre y me podía ir, pero luego recordé que su abrigo estaba en el mismo sitio que mi mochila y que no podría irse sin mi botón numerado de veinte céntimos para recogerlo, y a mí las putas ya hasta me miraban feo porque ocupaba un sitio que podría ser mucho más productivo, pero con alguien tenía que conversar para fingir que conversaba, porque de eso se trata, las putas son de mentira, te dejan claro que conversarán contigo todo lo que sea necesario y se reirán de tus chistes pero por ninguna razón te dirán su verdadero nombre ni en realidad nada personal porque bajo ningún concepto podrás poseer nada de ellas que no sea exclusivamente físico, no te darán ni una palabra que no pagues y su lengua no se moverá ni siquiera por compasión hacia el ridículo que estás haciendo, que, a fin de cuentas, es asunto tuyo. Todo lo que te digan será mentira, todo lo que sientan será mentira, como en una novela, y es bueno que así sea, porque las mujeres no putas dicen la verdad (a veces) y eso trae muchos problemas, de modo que lo mejor es jugar el juego saludablemente, sabiendo que los dos se mienten y que eso es lo que quieren, y que si sabes hacerlo bien podrás irte con
Cuando empecé a notar que simplemente estaban huyendo todas de mí, fui al baño y me encerré a fumar, al menos ahí no sufriría en público. Acabé cuatro cigarros. Después de cada uno, salía a ver si Roncagliolo había terminado ya con su investigación de campo. Al quinto, finalmente salió. Casi lo arrastré hasta arriba. Estaba más borracho de como había entrado al cuartito. Se bamboleaba. Llevaba en la mano una tarjeta del local donde la puta le había escrito «Para que vuelvas, mi amor». Me la metió al bolsillo de la mochila entre risas. «Para que vuelvas, mi amor», me dijo. Luego se quejó de que sólo habían hablado de dinero y dijo que por mucho menos conseguía una mamada mejor con unas putas de alguna de las universidades del mundo en que enseñaba. Con las manos temblando cogió su abrigo y yo abrí mi mochila. Pensé que entonces podría darle al fin el libro y quizá ponerle una dedicatoria cómplice, «Compañero de letras y puticlubes» o «Colega de aventuras nocturnas», pero me pareció un poco peligroso, porque quién sabe, quizá tenía novia y sin saberlo le jodía la vida con una dedicatoria así. Simplemente le puse «Con un abrazo» y luego me di cuenta de que Roncagliolo ya no estaba ahí, de que se me había escapado y tomaba un taxi a diez metros de mí, y tuve que correr hacia él -siempre sonriente, siempre seguro de mí mismo- diciendo:
– ¡Santiago, mi libro, no lo olvides!
Y Santiago levantó los brazos con cara de aliviado en el taxi que ya se ponía en marcha y se despedía, y yo seguía corriendo casi hasta arrojar el libro como una jabalina, que se coló por la ventana del auto y creo que le dio en la cara. No estaba mal, un libro debe causar impacto. Al menos alguien tenía el único ejemplar vendido de mi novela, alguien que podía darle cierto eco porque, definitivamente, yo le había caído bien, por lo menos no la había cagado demasiado y me había revelado como un amigo confiable que le cuidaría el botón del vestuario mientras a él se la chupaban por más dinero que en cualquiera de sus universidades del mundo.
No sé bien cómo volví a casa, pero sí recuerdo que Paula estaba esperándome en la puerta:
– ¿Se puede saber dónde estabas? ¡Son las cinco de la mañana y no contestas el teléfono!
– He estado en un prostíbulo con Santiago Roncagliolo.
– Estás ebrio.
– Sí, pero puedo informarte que Rumania está mejor sin Ceaucescu.
Luego me desmayé.
Cuando desperté, Paula ya no estaba en casa.
– ¿Qué tal, Txema? Creo que acabo de conseguir una crítica que firmará Santiago Roncagliolo. Buen chico, nos llevamos muy bien.
– Ah… sí… Le daré tu libro cuando lo vea.
– No le preocupes, ya se lo di yo.
– Sí, me dijo. Desayunamos juntos, pero me contó que se lo dejó en el taxi. Por ahora viaja a dar un curso en Michigan, pero ya lo veremos a la vuelta.
– Ah…
Hubo un silencio incómodo en la línea. Txema lo rompió:
– Tenía mucho interés en tu otro libro, el próximo, ¿ya está
– Casi listo, a punto de terminar.
– Todo el mundo quedó muy impresionado con él. Mándamelo en cuanto lo termines.
– Ya. Y este libro de ahora, mi novela…
– Ah, sí, pues ya veremos…
– Claro, será mejor si la crítica de Roncagliolo coincide con la presentación del libro, ¿verdad?
– ¿Presentación? No, mira, se vienen unos meses muy complicados… No creo que tengamos tiempo de presentar tu novela…
– Ah…
– Pero bueno, ya veremos qué hacemos. Nos vemos.
– Escucha… Pero… algo de prensa habrá, ¿no? Hay que dárselo a los periódicos y eso…
– Pues mira, ya que lo dices, ¿por qué no publicamos una crítica en la revista de la editorial?
– Claro, Txema. ¿Por qué no? Además, es tu editorial y tu revista, será una buena crítica, ¿eh?
– Sí, escríbela y mándamela.
– ¿Quieres que la escriba yo?
– Sí, hazte una buena crítica y ponte algún seudónimo bonito, ¿vale? Que sea convincente, ¿eh? Bueno, yo acabo de llegar, así que vuelvo al trabajo, ¿vale? Adiós…
– Hola… ¿Txema? ¿Txema, estás ahí?
No estaba ahí. Como tampoco estaban las pocas reservas de dignidad que había tratado de conservar hasta la noche anterior. Eso era todo. El fin de mi carrera como escritor sería una reseña autoelogiosa en una revista de la editorial. Ni siquiera habría libro de la Mafia. Diana me mataría si lo intentaba. Mi sueño de ser escritor se había convertido en pesadilla.
Me encerré a escribir el libro de Diana. Al menos era un trabajo decente. Todavía me faltaba transcribir su historia en el exilio. Trabajaba igual que bebía alcohol, para no pensar. Escribí furiosamente, tratando de que el tecleo borrase el sonido de mis lágrimas cayendo sobre la mesa.
Me interrumpió el teléfono. Ilusamente, imaginé que sería Txema, arrepentido, con un nuevo plan para promocionar mi novela. Pero al otro lado de la línea reconocí una voz argentina, ronca y maleducada:
– ¿Qué hacés? Te rascas las pelotas, supongo.
– ¿Mankiewitz? Qué sorpresa.
– Mira, viejo, voy a ser claro y rápido. La vieja se muere.
– ¿Qué?
– ¡Que se muere! ¿No me escuchas o qué? No nos va a durar nada.
– ¿De qué carajo estás hablando?
– Ha tenido cáncer siempre, viejo. Cuando te contrató ya sabía que se iba a morir. Pero ahora está mal, mal, mal. No llega a fin de mes. Con suerte, al fin de semana.
14.
Mi familia, mi mundo y yo llegamos a Estados Unidos como un ejército derrotado. Las buenas familias no tenían ni para comer. Y los millonarios del Country Club, de un día para otro, vivían de la caridad. O no vivían.
Afortunadamente, mi padre tenía inversiones fuera de Cuba, que salvaron nuestra situación financiera. No tengo muy claro qué inversiones. Según mi hermano, papá tenía una amante en Puerto Rico, y para disimular sus constantes visitas a San Juan, había comprado acciones de empresas ahí. Al final, cuando cayó Cuba, muchas empresas se trasladaron a Puerto Rico, sus índices bursátiles subieron como la espuma y esas acciones nos salvaron el pellejo. Aunque tal vez Minetino dijo eso sólo para mortificarme.
En los primeros tiempos en Miami, todos nos quedamos en un hotel. Mamá y yo tratábamos de actuar con modestia, para mostrarle a papá que estaríamos con él en cualquier circunstancia. Pero pronto comprendimos que éramos incapaces de sobrevivir sin servicio doméstico. No conocíamos ni las labores más básicas. Hicimos de cocineras y casi quemamos la suite. Hicimos de lavanderas y la ropa tendida se cayó en la piscina del hotel. En una ocasión, la niña se nos quedó encerrada en el baño. Otra vez, una puerta automática le machacó un dedo. Tuvimos que llamar al ingeniero del hotel para que retirase todas las cerraduras de la suite.
De todos modos, nuestra situación era privilegiada. Muchos amigos españoles y americanos volvieron arruinados a sus países y sus familias les dieron la espalda. Los cubanos que no tenían propiedades en el exterior se quedaron en la isla, donde se fueron marchitando lentamente. Y de los que huyeron a Miami, la mayoría nunca recuperaron la vida que tenían en la isla.
Una amiga mía, Elodia Martínez, se convirtió en un símbolo de la caída. Al menos para mí. El esposo de Elodia tenía ingenios azucareros, así que en Cuba ella había llevado una vida de cuento de hadas, dedicada a tiempo completo a su matrimonio: tuvo diez hijos, que fue dejando sucesivamente en manos de un ejército de nanas y mucamas. Para aliviar sus pocas tensiones, pasaba la mitad del año en su preciosa casa de playa, donde recibía como si fuese un palacio.
Tras la Revolución, Elodia salió de Cuba casi con lo que tenía puesto. Ya en Miami, por dignidad, seguía invitando a cenas maravillosamente bien servidas. Los manjares: pollo y arroz. Los mayordomos: su batallón de hijos, que se turnaban para que todos pudiesen cenar con servicio alguna vez al mes. La familia entera trataba de vivir como si nada hubiese cambiado.
El esposo de Elodia permanecía en La Habana, preguntándose cómo sacar de ahí sus propiedades. Al fin, cuando recibió el permiso de salida, pregonó por calles y plazas que se llevaría su dinero con él, en billetes de cien dólares escondidos en una escayola falsa. Estaba tan orgulloso de su plan que se lo contó a toda la ciudad. En efecto, el día en cuestión llegó al aeropuerto con el brazo y parte del pecho enyesados, como si hubiera tenido un grave accidente. Y en efecto, no le creyeron y dieron orden de abrir el yeso. Tenían que estar al tanto de la artimaña, porque toda Cuba estaba al tanto. El hombre gritó, empujó y protestó, pero no hubo modo de disuadirlos.
Y sin embargo, cuando cortaron el yeso y lo deshicieron, no encontraron nada. Sólo gasas y argamasa blanca.
La policía de aduanas no entendió qué había pasado. El hombre gritó y dio terribles muestras de dolor mientras ellos se disculpaban avergonzados. Al día siguiente, regresó al aeropuerto con un yeso nuevo que ningún agente se atrevió a abrir. En ése sí llevaba el dinero. El señor Martínez aterrizó al aeropuerto de Miami y se dirigió directamente al banco, donde rompió su yeso con un serrucho y abrió una cuenta. Los billetes estaban un poco blanquecinos pero sanos y salvos.
Los Martínez vivieron de ese dinero durante un par de años. Y luego se fueron degradando. Se mudaron a barrios cada vez peores, hasta que desaparecieron de mi vista. Mucho antes de la desgracia total, ya ni siquiera respondían mis llamadas. La vergüenza les impedía mirar a la cara a su pasado.
En cambio a mí, mi pasado me visitaba periódicamente. Y tampoco me gustaba. Mi esposo Manuel venía a ver a sus hijos cada semana a nuestra nueva residencia de Sunset Island. Por suerte, se fue aburriendo. Al cabo de dos o tres años, sus visitas se espaciaron. A menudo aparecía en casa sólo cinco minutos para justificar el viaje pagado por papá. Después de marcar tarjeta y tomar café en casa, no volvíamos a verlo en todo el fin de semana. Llegamos a descubrir que su familia tenía apartamentos y negocios en Miami, pero los mantenían en secreto para que mi padre siguiese financiando sus desplazamientos.
Sin embargo, Manuel tenía planes para el niño. Sabía que donde estuviese mi hijo, estaría también el dinero de papá, y esa fuente de recursos podría salvarlo de la ruina en Cuba. Durante una visita -que sería la última- se mostró inusualmente simpático. No peleamos -lo que ya era todo un logro-, y él pasó mucho tiempo con el niño. Incluso se quedó a dormir. Tanta amabilidad, claro, sólo podía tener un propósito oculto. A la mañana siguiente, durante el desayuno, mi madre me preguntó:
– ¿Tú sabías que tu esposo se quiere llevar a tu hijo a Cuba?
Yo me quedé helada. Ni sabía ni quería saberlo. Ni él había hecho jamás una insinuación al respecto.
– Eso no es posible -le dije.
Ella respondió:
– Le he oído hacer una reservación aérea para el jueves. Dos pasajes: él y su hijo, tú vas a ver.
Y siempre que ella decía «tú vas a ver» tenía razón.
El teléfono de la planta baja estaba al pie de la escalera. Manuel había hecho las reservaciones desde ese aparato sin saber que mi madre pasaba por arriba. Está claro que mi marido no podía tener un poco de sentido común ni siquiera para mentir.
Llamé a la compañía aérea fingiendo que quería confirmar la reserva. Del otro lado de la línea, una voz recitó lo que yo temía escuchar: Manuel Rodríguez y su hijo, Manuel Rodríguez. Al colgar, mis primeras palabras fueron:
– Mamá, ese niño no va a salir de Miami.
Y las segundas:
– ¿Y ahora qué diablos voy a hacer?
Llamé al abogado de la familia en Florida. Y él tramitó una sentencia de emergencia que prohibía a los niños salir del país.
Un día antes del pretendido viaje, ofrecimos una cena para la embajadora italiana que nos había ayudado a salir de Cuba. En pleno aperitivo, sonó el timbre de la casa. Afuera había un teniente y un sargento de la policía. Entraron al salón y el teniente se dirigió directamente hacia mi esposo:
– ¿Usted es Manuel Rodríguez? -preguntó.
Mi esposo asintió y recibió la carta. Antes de abrirla, comprendió que era una citación judicial y la soltó. Noté que sabía cómo eludir una citación. Calculo que habría recibido muchas antes, si sus métodos de negocios eran como los familiares. Yo, que no podía más, exploté:
– ¿Y tú te creías que te ibas a llevar a mi hijo?
Manuel no podía creerlo. Se puso tan furioso que me empujó contra una silla, que se rompió con la fuerza del golpe.
El abogado, astutamente, había agregado una cláusula a la sentencia: si mi esposo me ponía un dedo encima, iría a la cárcel sin tener que pasar por el juzgado. Así que el teniente sacó las esposas. Todo se volvió muy confuso entonces. Mamá gritaba:
– ¡El padre de mis nietos en la cárcel, qué horror!
La embajadora italiana preguntaba:
– ¿Cara, cosa pasa?
Y yo repetía como un disco rayado:
– ¿Y tú te creías que te ibas a llevar a mi hijo?
Y entonces mamá decía:
– ¡La carne! ¡Se va a pasar la carne en el horno!
Minutos después, la policía se llevaba a Manuel a un hotel, no a la cárcel. Y mis hijos, mi madre y yo cenábamos a salvo. Mamá otra vez tenía razón. La carne se había cocinado demasiado.
No volvería a ver al padre de mis hijos nunca más.
Resolví iniciar un proceso de divorcio. Ahora la ley estaba de mi lado, y con el antecedente del intento de secuestro, todo sería más fácil. Pero el que no estaba de mi lado era mi padre, que se opuso con todas sus fuerzas. Hombre al fin, temeroso de que yo me casase con alguien más o me enredase con alguien, puso todos los obstáculos posibles. Dentro de sus ideas sobre el matrimonio -las ideas que funcionaban en su propio matrimonio-, yo debía aguantar a mi esposo en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, aunque mi propio padre no lo aguantaba mucho. En última instancia, según papá, si yo insistía en reconstruir mi vida, debía hacerlo con un cubano:
– ¿Para qué quieres divorciarte si no te vas a volver a casar? -decía-. Esperemos volver a Cuba. Y entonces, si te casas, lo harás con alguien de tu nivel.
Papá vivía con la esperanza de que Castro, como Trujillo, terminaría por caer y todos podríamos volver a la isla. Ni siquiera creía que algo cambiaría después de la Revolución. Soñaba con volver al mismo remanso pacífico de siempre, donde sus hijos podrían vivir, los clubes estarían abiertos y yo me casaría con algún título nobiliario, más respetable que el anterior. Han pasado cuarenta años y yo, de haberlo creído, aún seguiría esperando volver a Cuba.
Mi madre también se oponía con todas sus fuerzas a mi divorcio, que consideraba un disparate. Mi madre ni siquiera imaginaba la vida sin un esposo.
Y sin embargo, yo tendría otro esposo. Después de mucho insistir, y de buscar a Francisco sin éxito por todos los Estados Unidos, me divorcié y me metí en un segundo matrimonio. Bueno, llamarlo «matrimonio» es un exceso debido a que hubo una ceremonia formal. En realidad, por su duración, más merecería el nombre de «visita prolongada».
Como todo en mi vida, esta historia de amor -o de lo que sea- empezó con una dictadura: la del general Gerardo Machado, que había gobernado sangrientamente Cuba en los años treinta. Como todos, Machado se había enriquecido durante el gobierno, pero sus descendientes despilfarraron la herencia. Treinta años después, la nieta del general vivía en una casa enorme pero desvencijada en Ocean Drive, una ruina que la familia ya no podía mantener. La casa -con el retrato del dictador presidiendo el salón- era su última propiedad, el último rescoldo de la prosperidad. Cada marco roto de sus ventanas era un paso hacia la pobreza, cada mancha de humedad en las paredes representaba una distancia mayor de la gloria pasada, y cada pared descascarada, un mundo que se iba derrumbando. Para sobrevivir, la nieta se vio obligada a subdividir la casa y alquilarla por partes. Uno de sus inquilinos era Andrés Antúnez Goliardi, mi segundo marido. Debí haber sabido que de una casa así no podría sacar nada bueno.
Como si fuese una condena, Andrés era primo de mi primer esposo. Pero en cierto sentido, en La Habana todos éramos primos. Y además, este hombre era completamente diferente de Manuel. Casi su reverso exacto. No era ni bruto ni inteligente, ni simpático ni pesado, ni buen mozo ni feo. En suma, era tan anodino que no me daba miedo casarme con él. Imaginé que un hombre así, con esa presencia lánguida, casi fantasmal, no me pasaría por encima. Como él era apenas perceptible aun cuando estaba en casa, no pensé que pudiese abandonarme. Me casé justamente porque no pensé.
Andrés, todo hay que decirlo, era un verdadero amor con mis niños, especialmente con Manuelito, que tenía trece años y necesitaba una figura paterna. A una mujer divorciada se la conquista conquistando a los hijos. Y a los hijos varones se los conquista con un rifle. Manuelito formaba parte de los Knickerbockers, un grupo de instrucción premilitar que les enseñaba el empleo de armas de fuego y patriotismo americano. Nada más conocernos, Andrés llegó una mañana con un rifle y una invitación a cazar. El niño se volvió loco de contento. En consecuencia, puedo decir que fui seducida por un rifle.
En adelante, Andrés y el chico irían a pescar, a escalar y a hacer todas las cosas que una no hace porque es mujer. Cuando Andrés estaba en casa, los dos conversaban y jugaban. Se divertían. Y yo pensaba que era eso lo que necesitaba mi vida: una etapa de serenidad, de cazar y pescar y conversar.
Poco a poco, Andrés y yo empezamos a acercarnos. El nuestro no fue un amor fulminante. Todo lo contrario. Avanzaba lenta y plácidamente, sin prisas. Yo comencé a pensar que Andrés era una persona dócil, atenta y decente, que podía hacer mucho bien a mis hijos. Pronto, sin saber bien cómo, estaba comprometida en matrimonio una vez más.
Nos casamos en las Bermudas, en una ceremonia muy pequeña, sin grandes fiestas. Yo quería un matrimonio opuesto por el vértice al anterior. Aquél había sido espectacular, éste fue discreto. El primero había sido el sueño de mi madre, éste era para mí solita y yo lo decidía todo. La noche de bodas, por cierto, fue bastante mejor que la primera, aunque eso no era difícil. Sin embargo, tuve pesadillas toda la noche con mi primer esposo, como si él me persiguiese, como si me hubiese dejado un estigma de infelicidad y tristeza.
Tal vez era así. Antes de mi primer matrimonio, yo había tenido la cabeza llena de pajaritos acerca del amor ideal y la relación romántica. Ahora, sólo tenía la ilusión de una familia feliz. Pero tampoco lo conseguiría. Puedo precisar que el sueño duró dos semanas, ni un día más, ni uno menos.
El colegio de los chicos empezaba quince días después de nuestra boda. Permanecimos todo lo que pudimos en la tranquilidad de la playa, y luego volvimos. A partir de ese día, la actitud de Andrés dio un giro de ciento ochenta grados. A los niños no volvió a invitarles ni una Coca-Cola. Por alguna razón que nunca expuso, dejó el trabajo que tenía y se dedicó a zanganear en la cama hasta el mediodía. Durante el resto de la jornada veía televisión, actividad que sólo interrumpía para hacer un poco de ejercicio, ida y vuelta hasta la nevera. Si el fútbol o la película eran interesantes (noticias no veía) se limitaba a dar la orden al servicio doméstico de que le sirviera. No volvió a mover un dedo ni por sí mismo ni por nadie. Era como si hubiese muerto el hombre que yo había conocido, pero hubiese muerto en mi cama y roncando. Yo siempre he sido muy madrugadora. Cada mañana desde las siete, tenía tiempo sobrado para explorar esa masa informe que se iba ensanchando a un lado de la cama y preguntarme: «¿En dónde me he metido?».
Y esta vez, como había tomado mis decisiones sola y con independencia, no tenía a quién echarle la culpa del parásito que se había colado en mi vida.
Tenía que terminar con esa relación antes de que mis hijos se encariñasen y todo se volviese más difícil. Una mañana lo encaré y le dije:
– Me voy a pasar la Navidad en Santo Domingo. Creo que lo mejor será que no estés aquí cuando vuelva.
– ¿Que no…?
– Esto ya no funciona y me parece que lo menos doloroso será…
– Ok.
– ¿Ok?
Andrés ni siquiera protestó mucho, no trató de convencerme de nada. Supongo que le daba igual. Cualquier atisbo de vitalidad había abandonado su cuerpo desde nuestro regreso de las Bermudas. Durante mi estancia en Santo Domingo, yo llamaba con inquietud todos los días a la criada y le preguntaba si él seguía ahí. Ella siempre respondía sí. Creo que se mudó la noche anterior a mi regreso, después de vaciar la cocina de cervezas y papas fritas. Eso fue en enero. Y nos habíamos casado en agosto.
Tiempo después, un amigo de mi padre se encontró con él y le dijo:
– Supe que tu hija se casó, pero cuando iba a enviarle una felicitación, me enteré de que se divorció.
Papá, con su sentido del humor, le dijo:
– Lo peor del caso es que hizo bien en las dos instancias.
A mí, en cambio, papá no me dijo nada. Igual que durante mi primer matrimonio, respetó a mi esposo como tal mientras nuestra relación duró. Sólo después de la separación me espetó:
– Espero que ahora sí tengas claro que el matrimonio no es para ti. Es momento de que te dediques completamente a tus hijos.
No tomé muy en serio esas palabras de mi padre, pero sí descubrí con esa experiencia que hay muchas maneras de que un matrimonio no funcione. Afortunadamente, también hay muchas maneras de divorciarse. Mi primer matrimonio había sido tormentoso, me había hecho sentir burlada y abandonada, y el divorcio había pasado por dos legislaciones diferentes. Esta vez, el matrimonio fue anodino y sin gracia, me hizo sentir aburrida, y el divorcio fue «a la mexicana», en un día.
Hizo los arreglos el mismo abogado al que había recurrido cuando Manuel quería llevarse a mi hijo. El abogado conocía todas las formas de destruir familias. Ésta en particular era bastante expeditiva. Una mañana, después de dejar a los niños en el colegio, viajé a México, me hice residente del estado de Chihuahua (donde había «residido» aproximadamente dos horas) y solicité el divorcio. Me lo concedieron de inmediato. El paquete completo incluía coche del aeropuerto al juzgado, trámite de residencia, trámite de divorcio y sentencia, todo por un módico precio. La única condición era que fuesen divorcios de mutuo acuerdo, sin pleitos. Mi esposo -ex esposo- no tenía ni que aparecer.
Aún tendría una relación más mientras vivimos en Estados Unidos. Al fin, me enamoré de un hombre que no era cubano. Y sólo con él entendí que mi vida nunca estaría en mis manos. Yo jamás sería libre.
Todo comenzó en Nueva York. Yo estaba de compras en Manhattan, y una amiga me invitó a una especie de recepción en Long Island para embajadores latinoamericanos ante las Naciones Unidas. Horror de horrores, era un domingo.
Yo asistí por amistad. Mi amiga necesitaba ayuda con el idioma. No me hacía ninguna gracia vestirme temprano un domingo para ir al campo, y menos considerando que no tenía coche. Pero conseguí un chofer que me llevase y mi amiga aseguró que algún invitado me traería de vuelta. Esa mañana, por única vez en mi vida, me puse medias verdes. En el almuerzo había un americano, el delegado de Estados Unidos ante la ONU. Cuando nos presentaron, me dijo:
– Veo que trae usted medias a juego con el paisaje.
Y yo respondí:
– Veo que trae usted la lengua muy suelta.
No suena como un comienzo muy romántico, pero en ese momento, algo hizo clic entre nosotros. Y yo supe que ese almuerzo no sería tan aburrido como yo esperaba. Al final de la tarde, prescindí del chofer. Mi nuevo amigo me llevaría de regreso a casa.
John Tate, que así se llamaba, era un hombre casado. Pero no se notaba. Prácticamente hacía vida de soltero, y no porque fuese un mujeriego o algo así. Era sólo que tenía una esposa extraña. Nadie me llegó a explicar nunca si era enfermiza o alcohólica. Quizá las dos cosas. John, que era un caballero, no hablaba de ella. Pero estaba claro que se trataba de una mujer terriblemente dependiente que no lo dejaba respirar. Cuando una mujer está postrada, si quiere ayudar a su esposo con la vida de diplomático, puede al menos agarrar un teléfono y hacer un par de llamadas coordinando las cosas. Esta mujer, en cambio, no ayudaba ni en eso. Si John tenía una recepción, debía trabajar todo el día y luego volver a casa, limpiarla, comprar flores, ponerlas en el florero, ocuparse de la comida y la bebida, recibir a la gente, despedirlos, recoger los platos y limpiarlos. Y si los invitaban a otro sitio, ella sufría a última hora un malestar o un dolor de cabeza y lo dejaba solo. Sus ausencias eran tan frecuentes que la gente empezó a invitarlo sólo a él.
Yo me sentí muy contenta de saber que era casado. Un
Iniciamos una relación secreta. Bueno, era menos secreta de lo que me gusta pensar. Yo era muy torpe para ocultar las cosas, como para casi todo. La misma amiga que nos presentó nos encontró juntos una vez durante las compras navideñas, en una boutique, mientras paseaba con su madre. La escena parecía de comedia de enredos:
– ¡Hola, qué sorpresa!-dijo ella.
– Pues sí, estábamos…
– Comprando, supongo.
– Eso, sí…
– Ésta es mi madre.
– Encantada, señora.
– Mucho gusto -dijo la señora-. Forman ustedes una pareja encantadora.
– No me diga…
– No son pareja, mamá -aclaró mi amiga, pero luego preguntó, como si hiciese falta-: ¿Verdad?
– Claro que no, es decir, no…
Risas, despedidas y mutis por la izquierda.
Después de vernos, la madre le preguntó a mi amiga cuándo nos íbamos a casar.
– No se van a casar, mamá.
– Oh, querida, sí lo harán.
En otra ocasión, fui a reunirme con John en Suiza, y le dije a la criada que estaría pescando en Bahamas. Primer error, porque el teléfono que dejé para emergencias no era de Bahamas. La chica sabía guardar la discreción, en cualquier caso:
– ¿Éste es el número en Nassau, señora?
– Sí, claro. ¿Hay algún problema?
– No, claro. Dijo Bahamas, ¿verdad?
Pero el desastre sobrevino días después, cuando una amiga mía llamó a casa por teléfono, y la chica dijo lo que tenía que decir:
– La señora Minetti está en… Bahamas.
– ¡Genial, yo también! -dijo la otra-. ¿En qué parte?
– En la parte en que se pesca. Está pescando.
– ¿En serio?
– Así me ha dicho hoy mismo.
– Espero que esté bien, entonces. Desde ayer tenemos un huracán en la isla.
Lo dicho: yo era un poco torpe.
Mi relación con John me recordaba a Francisco Irureta, mi amante de La Habana. Y era un recuerdo incómodo. Yo me estaba enamorando irremediablemente. Eso equivalía a caer en un pozo cada vez más profundo. No quería volver a ser la querida que vive esperando un divorcio que nunca llega. No quería sufrir. Y John nunca dejaría a su esposa, no por amor, sino por responsabilidad. Se sentía obligado a ocuparse de ella.
Una noche en Nueva York, con lágrimas en los ojos -dije que mencionaría todas las veces en que he llorado-, rompí con él. Aún recuerdo mis palabras:
– Te quiero demasiado para seguir contigo.
Lo recuerdo porque nunca le había dicho a nadie «te quiero». Y tampoco lo volvería a hacer.
Tras la ruptura, regresé a Miami y me encerré con mis hijos y mi existencia de ama de casa. Ayudé a mamá con su vida social, eludí cualquier posibilidad de salir con alguien y me convertí, durante un mes, en la hija emocionalmente discapacitada que papá quería tener. Por las noches, si quería llorar, me encerraba en el baño. En casa había baños suficientes para llorar sin interrupciones.
Una noche, me sacó del baño una misteriosa llamada telefónica. La persona que llamaba no se había querido identificar con la criada. Aguijoneada por la curiosidad, me lavé la cara y atendí el teléfono:
– ¿Sí?
– ¿La señora Minetti?
La voz del otro lado era ronca, grave y asexual. Imposible dilucidar si se trataba de un hombre o de una mujer.
– ¿Quién habla?
– Soy la señora de John Tate. Supongo que sabe usted de mí.
En realidad yo no sabía ni había querido saber nada de ella. Guardé un silencio que ella tomó como una afirmación. Continuó:
– Mi esposo me ha pedido el divorcio, señora Minetti.
– No sé por qué me dice…
– Señora Minetti, ahorrémonos el melodrama. Usted sabe perfectamente de qué hablo. Deje de hacerse la tonta y yo evitaré hacerme la ofendida.
– ¿Qué desea?
– ¿Se casará usted con él?
– ¿Cómo?
– Si yo me divorcio de John, ¿se casará usted con él?
– No lo sé… Es… prematuro…
– Si usted no se quiere casar, ¿por qué él me ha pedido el divorcio?
No era yo quien debía responder eso. Ni siquiera era yo quien debía hablar con ella. De hecho, creo que durante toda la llamada no hice más que balbucear. Quería hacer preguntas que no salían de mi boca. Si sabía lo nuestro, ¿por qué no lo había dicho antes? ¿Su aceptación del divorcio estaría supeditada a mi respuesta? Si yo dejaba a John, ¿se quedaría con él, aunque la engañase? ¿Por qué John no me había dicho que pensaba hablar con ella? ¿Sería acaso que tampoco volvería conmigo? Me acordé de mi amiga cubana, la esposa de Francisco. Empecé a comprender qué enfermedad aquejaba a la señora Tate.
La mujer me dejó con esas preguntas y muchas más. Pero mi padre me ahorraría la necesidad de responderlas, y junto con ella, la necesidad de pensar por mí misma, y la necesidad de vivir.
Traté de comunicarme con John sin éxito, con la cabeza volando en fantasías sobre nosotros. Al final, tampoco era necesario. Después de días persiguiéndolo, mamá me transmitió la noticia:
– Nos vamos a Santo Domingo.
Era lo último que yo esperaba escuchar. Había dado por definitiva nuestra vida en Sunset Island.
– ¿Por qué?
Por supuesto, mamá no sabía por qué. Asumía los dictados de papá como órdenes, sin dudas ni murmuraciones. Y papá no hacía propuestas: sólo certificaba hechos. Fue él quien me explicó:
– Castro no se va a caer nunca. En cambio, Trujillo ya se cayó. Nos vamos a la República Dominicana, donde se pueden hacer negocios y donde está nuestra familia.
– ¡Yo no quiero ir!
– No se trata de lo que quieras.
Papá ni siquiera estaba discutiendo conmigo. Mientras me hablaba, hojeaba una revista.
– ¡Quiero quedarme en Estados Unidos! -era lo único que podía decir. Papá finalmente levantó la mirada de la revista, pero no alzó la voz ni se preocupó demasiado.
– Por tu americano, ¿verdad? Es otra buena razón para irnos. Ya te has divertido, ya has montado todos los escándalos que has querido. Santo Domingo será un lugar más sano para ti.
Nunca se me ocurrió que papá supiese lo de John. Ahora comprendo que él sabía todo lo que necesitaba saber. La única que no se enteraba de nada era yo.
– Quiero vivir mi vida -exigí-. Y quiero vivirla aquí.
– Ajá. ¿Y con qué dinero vas a vivirla? -preguntó papá.
En verdad, yo no tenía nada. Nunca he tenido nada mío, a mi nombre. El colegio de mis hijos, mis viajes para encontrarme con John, mi ropa, mis desayunos, mis pendientes y todo lo que yo llamaba «mi vida» era propiedad de papá. Ni siquiera necesitaba molestarse conmigo. Le bastaba con cortar mi línea de crédito. Yo era tan frágil, tan débil, que lo único que tenía en el mundo era un gran montón de dinero. Y él me tenía a mí como una cosa, igual que todos los hombres que habían pasado por mi vida.
– Haz las maletas -terminó papá. Parecía divertido por mi silencio-. Y no te olvides tus medias verdes. En la República Dominicana también hacen juego con el paisaje.
15.
Mankiewitz. Doctor Mankiewitz, según me lo habían presentado. En el Perú, todos son doctores: los abogados, los economistas, los importantes. En la sierra, a los blancos con corbata se les dice doctor, a los sin corbata, ingeniero. «Doctor» no es un título académico sino un tratamiento de cortesía. No se me había ocurrido que Mankiewitz era un doctor de verdad.
Un oncólogo, para ser exactos. Tenía una fundación de investigación contra el cáncer, donde trataba a Diana Minetti. Mientras escribía desesperadamente, una parte de mi cabeza iba atando cabos con lo que él me había contado por teléfono. Mis estancias en hoteles en París, las desapariciones de Diana, no se debían a que ella dudase de mí o a que tuviese un amante. Sólo se estaba muriendo y no era capaz de decirlo. No podía dejar que nadie la viese débil, enferma, haciendo el viaje de su esplendor a la rigidez de la muerte.
Según Mankiewitz, Diana había llegado a París cuatro años antes, desahuciada por toda la ciencia de los Estados Unidos e Inglaterra, para recibir un tratamiento experimental y prolongar su existencia hasta donde fuese posible. Cuando confirmó que no le quedaba mucho por delante, compró un sepulcro en Père-Lachaise y me contrató para redactar sus memorias. Tras un año tratando de estafar a la muerte, el sepulcro y su historia eran lo único que quedaría de ella en el mundo.
Mankiewitz me pidió una versión final del libro, según dijo, para leérsela en sus últimos momentos. Le prometí un borrador presentable en un par de días. Se la llevaría personalmente a Diana mientras estaba consciente. Me sentía culpable con ella. De haber sabido lo que ocurría, toda nuestra historia habría sido diferente. Ella sólo quería una fotografía de su vida, como las que tenía de su padre y de su madre en su mesa de noche. Agradable, iluminada de un modo que suavizase los ángulos más duros, distinguida. Yo le había contado, la mayor parte del tiempo, un cuento policial con una narradora que ella no reconocía. ¿Cuál es la verdadera historia de la vida de alguien? ¿Quién debe decidir qué hechos caben en ella y cuáles no? Quienquiera que fuese, no era yo.
Escribí como un poseso esos días, sin salir de mi estudio, movido por un intenso sentimiento de culpa. Paula no había regresado, pero yo tampoco la había buscado. La muerte siempre es más urgente que el amor.
Escuché de nuevo todas las grabaciones, empecé a tratar de pintar el tiempo en que vivía Diana, a transcribir sus recuerdos, ya no los más escandalosos sino los más pequeños, las pinceladas de su vida que representaban personas, hechos y lugares mencionados sólo una vez pero sellados para siempre en su memoria, esa memoria de la que sólo quedaría un montón de papeles, un espacio de mi disco duro con copia de seguridad en disquette. Quise rescatar cada recuerdo y robarle a la muerte los momentos dispersos de Diana. Me arrepentí de cada frase dejada de oír, de cada palabra que había discurrido entre mis ansias de champán y mis delirios conspiratorios. Eran como metros de terreno abandonados a la nada, perdidos para siempre.
Como Diana no estaba para hablar con la agencia de viajes, compré yo mismo los pasajes a París. Incluiría el gasto en mi última factura. Nunca había tenido que recordarle a Diana que me pagase, esperaba no tener que hacerlo ahora, en su lecho de muerte. Me levanté todos los días a las ocho y me acosté a las tres de la mañana, sin dejar de trabajar para que toda la vida de Diana pasase frente a sus ojos en el momento final.
Para el sábado, el libro estaba terminado. No habíamos llegado a las cuatrocientas páginas y quedaban muchos detalles que revisar, pero pensé que bastaría como versión preliminar de lo que ella nunca llegaría a ver.
Me levanté a las seis de la mañana sin necesidad de despertador. A las seis y cuarto, cuando estaba a punto de salir, sonó el teléfono. Era Mankiewitz.
– No podés venir, viejo. Diana no puede ni hablar.
– Ya tengo los pasajes. Iré y esperaré, a ver si mejora…
– Aquí no te va a atender nadie, como comprenderás. Las cosas no están para eso. Mándame el libro por mail que yo se lo muestro. Creo que podremos salir de la crisis la próxima semana, al menos podemos darle unos días de consciencia más. Y venite el próximo fin de semana.
La batalla se limitaba a eso, a darle a Diana unos instantes más para revisar su vida y preparar su muerte. Según Mankiewitz, en sus momentos de vigilia ella no hacía más que firmar papeles, ordenar movimientos de cuentas, dejar todo atado y bien atado para que no hubiese problemas de sucesión. Ella detestaba muy especialmente los problemas de sucesión.
– Odio decir esto, Mankiewitz, pero yo también tengo que cobrar los últimos dos meses y los pasajes.
– Manda la factura con el libro. Yo me ocuparé de todo. Adiós.
No pude cambiar los pasajes de avión, que por baratos eran intocables. Tuve que comprar otros y dar por perdidos mis últimos ahorros. Pero, al menos, gané más tiempo para redondear el libro, para que cualquier detalle de nuestras conversaciones tuviese un lugar en él. Me obsesionaba que toda la memoria debía quedarse registrada para trascender a la muerte. Para eso son los libros, ¿no?
Un par de veces, al tomarme un respiro y salir de mi estudio, tuve la sensación de que algo había cambiado en la casa. Como estaba absorbido por el trabajo, no le daba demasiada importancia. Sólo la víspera de mi viaje, al abrir el armario para hacer la maleta, comprendí que faltaban cosas. Paula había estado yendo a la casa para recoger su ropa. Y yo ni siquiera lo había notado.
Me había olvidado por completo de ella.
En fin, mi viaje a París nos daría tiempo para enfriar las cosas y dinero para salir de apuros. Diana siempre me había salvado y esta vez no sería la excepción. Por la noche, soñé conmigo mismo. Tenía ochenta años y era un escritor rico y famoso, pero sufría del mal de Parkinson y había contratado a un chico para escribir mis memorias. Después de un año trabajando, el chico había escrito un tratado sobre política peruana. Mi nombre sólo aparecía en un capítulo: «Cómo perdí a la última persona que me amó en mi vida». Después el chico se convertía en Paula y me estrangulaba con sus propias manos. Desperté sudando con el timbre del teléfono. No sabía si me lo estaba imaginando o el teléfono sonaba como si fuese a explotar, como apremiándome a contestar. Una vez más, era Mankiewitz, la única persona que me llamaba:
– Olvidalo. Esta semana tampoco venís.
– Ya he comprado otros pasajes.
– Sí, bueno, decíselo al cáncer. Él también compró pasajes ya para Diana.
– Mankiewitz, por favor…
– Por cierto, está muy bien el libro. Podría ser un best seller de aeropuerto eso.
– ¿Se lo has leído a ella?
– Todavía no tiene suficiente consciencia. Pero escúchame. Me ha dicho algo interesante. Dice que tenés un contrato de confidencialidad firmado. Que no podés publicarlo.
– Qué estupidez. Ella quiere que se publique.
– Sí, ella está preocupada porque quiere que se publique. Pero con ese contrato de por medio, te puede caer una denuncia…
– ¿De qué estás hablando?
– A ver si me explico. Yo quiero que el libro se publique. Ella quiere que se publique. Pero hay que ver cuál es la situación legal de ese libro, ¿me entendés?
– No.
– Yo voy a tratar de ayudarte con este tema, vos quedate tranquilo. Y considerá la posibilidad de pasar un porcentaje de los derechos a mi fundación contra el cáncer. Eso sería lo correcto.
– ¿Por qué?
– Esos son los deseos de Diana. Me ha donado en herencia veinte millones de dólares. Y creo que también va a querer que un porcentaje de sus memorias vaya a la fundación, y que en ellas se mencione el trabajo que hacemos aquí. Podríamos conversar al respecto…
– Conversaremos con Diana.
– Diana no está en condiciones de conversar. Yo le hablaré de esto cuando la vea bien, junto con el tema de tu factura. Todo está en mis manos.
– Voy este fin de semana.
– No podés…
– Voy este fin de semana, Mankiewitz. Ya hablaremos.
Colgué. Necesitaba orden y concentración. ¿Qué estaba tratando de hacer Mankiewitz? ¿Embolsicarse un porcentaje? ¿O chantajearme directamente? Sólo él podía hablar con Diana, sólo él la veía todos los días. ¿Se aprovecharía de eso en esos momentos? No se lo permitiría. Viajaría a París a hablar con él y ver a Diana en cualquier caso.
No podría quedarme en su casa, claro. Necesitaba un lugar para pasar un par de noches, sólo eso, un par de noches mientras arreglaba las cosas con Mankiewitz y Diana, los tres reunidos con mi factura y mi libro. No podía posponerlo más, cada minuto valía oro. Llamé a Mariela.
– Hola, linda.
– ¿Quién eres? No me digas que eres el cabrón que un día dejó de visitarme y nunca más llamó por teléfono siquiera…
– Mariela, no te pongas así… Mi vida se complicó un poco.
– Ni una llamada.
– Ya, es que…
– ¿Cuántas veces has estado en París? ¿Cuántas?
– Unas ocho o doce, no sé.
– Qué cabrón. ¿Qué pasa? ¿Te aburrías conmigo?
– ¿Qué dices, Mariela? Si eres simpatiquísima…
– Ja, ja.
– Recuerda cómo nos hemos reído siempre juntos. Siempre la hemos pasado bien… Si no te vi más fue porque no pude, de verdad…
– ¿Y entonces ahora qué quieres?
– Es… un poco largo de explicar, pero… Si quieres que nos veamos, podemos hacerlo este fin de semana. Ya te contaré. ¿Me puedo quedar en tu casa?
– No sé.
– Mariela, por favor, no me hagas esto. Necesito quedarme contigo y hablaremos de lo que quieras, ¿ok? No me falles. Será sólo un fin de semana.
Costó muchos mimos y arrumacos convencerla. Le dije «corazón», le dije «te adoro», le dije «te compensaré» y «necesito pasar estas noches contigo». Al fin, aceptó. Me quedaría en su casa, y desde ahí llamaría todo el fin de semana a Mankiewitz hasta que se dignase recibirme. Todo estaba resuelto. Todo… excepto la cara de Paula, que estaba en la puerta y había escuchado mi conversación con Mariela, mis arrumacos, mis «corazón».
Había odio en su mirada.
Traté de pensar una reacción rápida, pero nada llegó a mi cabeza.
– No puedo creerlo -dijo una Paula pálida-. Te ha faltado tiempo para buscarte a otra, ¿verdad?
– ¡Paula! No es lo que parece. Es que… Verás, Diana se está muriendo y…
– No necesitas buscar explicaciones.
– Te estoy diciendo la verdad, mi amor, por fav…
– ¡Deja de mentirme!
Se encerró en el cuarto. Toqué la puerta varias veces, la llamé. No contestó, pero me pareció oír sus sollozos. Quizá me los imaginé. Pasé el día volviendo a su puerta cada media hora y preparando mi viaje: revisé el libro y la factura, anoté en varios sitios el número del doctor para no olvidarlo en ningún caso. A la hora de comer, le dejé a Paula una pizza en la puerta. Una hora después, la pizza seguía intacta y pastosa, como un enorme chicle de queso. Recién al anochecer, Paula salió. Tenía los ojos hundidos y la cara verde. Dijo:
– Bien, lo he pensado… Creo que podemos arreglar esto.
– Yo también. Me alegra oír eso. Conversemos como dos adultos.
Hablábamos bajito, como quien escucha un rezo fúnebre, un réquiem por el amor. Paula rechazó el té que le ofrecí. Dijo:
– Te quiero mucho, te he querido todo este tiempo y he aceptado muchas cosas para quedarme contigo. Pero si vas a la casa de Mariela este fin de semana, te puedes olvidar de mí.
– Paula, lo de Mariela es una tontería, no significa nada…
– Creo que no me estás escuchando.
– Ni siquiera vamos a dormir en la misma habitación.
– Ese apartamento sólo tiene una habitación. Tú mismo lo dijiste.
– No me pidas eso, Paula. Por favor. Ese doctor de mierda me está chantajeando…
– Sigues con tus delirios de la Mafia. Pero tú ¿qué crees que soy? ¿Por quién me tomas?
– Paula, es verdad.
– Es mi última palabra. Dormiré en esta casa. Mañana, cuando despierte, quiero verte aquí. De lo contrario, cuando vuelvas, serás tú el que no me vea.
Luego se volvió a encerrar en el cuarto. Hice algunos intentos más para que saliese, le toqué la puerta, le canté, le supliqué. Pero no podía dejar de ir a París. Estaba en juego el libro, la vida de Diana y el hijo de puta de Mankiewitz. Pasé la noche temblando en el sofá, preguntándome por qué la única verdad de mi vida parecía mentira. Como la vida de Diana, que ni siquiera sabía quién era, de dónde venía, rodeada de mentiras hasta en los rincones más ocultos de su historia. No me costó despertar a las seis. No dormí realmente en toda la noche. Dejé en la puerta de Paula una nota pidiendo que me esperase, por favor, te amo, y salí.
En el aeropuerto Charles de Gaulle compré una tarjeta telefónica y me dirigí a casa de Mariela. La saludé cariñosamente, la puse al tanto de la historia y dediqué la mañana a joder a Mankiewitz:
– Ya llegué, Mankiewitz. Quiero verlos a Diana y a ti.
– Llamame en dos horas.
Y yo llamaba en una hora. Pasé el día así, esperando, tenso, mientras él me daba largas. Al final apagó su teléfono. Me di cuenta de que no tenía nada más que hacer que esperar. Estuve llamando a casa en Madrid, tratando de hablar con Paula. Ella nunca contestó el teléfono. Pensé que me daría un infarto de tanta angustia.
Para relajarme, Mariela me llevó a pasear a los jardines de Luxemburgo. Había una fuente llena de pajaritos y muchos niños franceses rubios y robustos jugando en torno a ella. Dije:
– Ya habíamos estado antes aquí, ¿verdad?
– Tú y yo, no. Estuvimos yo y el chico que tú eras antes de publicar libros y viajar por el mundo.
– ¿Eso crees? ¿Que publico libros y viajo por el mundo?
– Es verdad, ¿no? Antes eras un irresponsable. Y eras divertido. Ahora parece que sufrieras estrés de ejecutivo.
Le hablé de mis trabajos como repartidor de volantes porno, mis problemas de papeles, le conté mi colección de bochornos con escritores importantes. Se rió:
– Tú querías ser un escritor, ¿no? Ahora eres un escritor. Tienes que vivir esas cosas para poder contarlas.
Tenía razón. Pero sobre todo, me conocía. Hacía tiempo que no oía a nadie que me conociese de verdad. Fue como si un peso abandonase mis hombros, mi espalda, mi último año de vida.
Mariela no estaba tan contenta. Todas sus experiencias sexuales con franceses habían sido lamentables, quizá más por su fastidio contra Francia que por culpa de sus amantes. Estaba harta de ser empleada del hogar a cambio de alquiler y de tener que salir de su casa para ir al baño y mear de pie porque así son los baños en Francia. Estaba cansada de hacer un doctorado en estudios latinoamericanos y no conseguir trabajo más que cuidando bebés. No soportaba más el vino y el queso, que además eran carísimos, ni los ásperos modales parisinos. Estaba sola, con su carota mexicana de árabe un poco opaca de tristeza. Comprendí que mi vida, que yo consideraba penosa, seguía siendo mejor que otras.
– Me voy a regresar en un mes -dijo Mariela-, así que supongo que ésta será la última vez que nos veamos.
– Nos podemos ver en México, ¿no?
– ¿Algún día vas a ir a San Luis Potosí? N'hombre. Ahí no va nadie. Sólo los que somos de ahí.
Después fuimos a la plaza de la Concordia. La rueda de la fortuna ya no estaba. Nos desviamos y caminamos a lo largo del Sena conversando, interrumpiéndonos cada hora para que yo llamase a casa y a Mankiewitz. Tras la cuarta llamada sin respuesta, comprendí que no tenía más remedio que relajarme y disfrutar de Mariela. Nos habíamos perdido un pasado juntos y ya no tendríamos un futuro. Eso le da a uno cierta tranquilidad para conversar de todo: de los planes, de los recuerdos, de las imágenes del tiempo que se proyectan en el presente, como la sombra de los puentes sobre el río. París parecía una buena ciudad para ser feliz. Mariela la consideraba la peor del mundo para estar triste. Diana la había escogido para estar muerta.
Al final de la tarde, Mankiewitz contestó al fin el teléfono.
– ¿Qué tal? ¿Estás chingando con tu amiga mexicana?
– No seas imbécil, Mankiewitz.
– Quedate tranquilo, ya pasé tu factura. Deben hacerte un giro el lunes.
– ¿Y qué pasa con el libro?
– Mira, viejo, te diré la verdad: esta casa está llena de gente compitiendo por ver quién quería más a la vieja para ver qué le sacan en el testamento. No hay tiempo para hablar de boludeces. Yo te digo que no te voy a denunciar por publicarlo, pero que ese contrato sigue por ahí firmado y nadie sabe dónde carajo está.
Mankiewitz se estaba desembarazando de mí. Le resultaba incómodo discutir conmigo, una complicación más de las que surgen en tropel cuando hay que repartir la vida de alguien. No estábamos lejos de la casa de Diana. Le pedí a Mariela que me acompañase hasta ahí. No había ningún movimiento especial en la avenida Roosevelt. No me atreví a tocar el timbre de Diana.
Por la noche, bebimos tequila que Mariela tenía en su apartamento, «para preparar el regreso». Bebimos demasiado, creo. Se suponía que yo había conseguido algo de ese viaje, pero aún no sabía qué. Cuando ya íbamos bastante borrachos, me di cuenta de que estábamos sentados, casi recostados, muy juntos en el sofá cama de su apartamento.
– ¿Cómo es que no tienes un novio aquí?
– Ya te he dicho que los pinches franceses son imposibles, güey.
– Hay de todas partes aquí.
– Hay algunos argentinos. Siempre hay argentinos en todas partes.
– Hay peruanos.
Ella no respondió. Arrimé un poco mi cuerpo hacia el suyo. Una mentira más, pensé. Para rematar la faena. Le toqué la mano. Ella cerró los ojos. Acerqué mi cara hacia su cuello. Olía a perfume y tequila. Le pasé una mano por el pelo rizado y negro, de mexicanota. Le besé la mejilla, la base del cuello y el final del cuero cabelludo. Traté de voltearla hacia mi boca. Cuando nuestros labios estaban muy cerca, se apartó.
– Será mejor que vayamos a dormir -dijo.
– ¿Hice… algo malo?
Sonrió, como una madre le sonríe a un niño travieso y además tonto.
– No.
Lo dijo con naturalidad y sin explayarse en el tema. No dio explicaciones de por qué no ni por qué nada. Sacó un colchón del armario y me dio a entender con un gesto que era para mí.
Al día siguiente, con los croissants del desayuno, siguió hablando de otras cosas, como si nada hubiera pasado. Nunca volvería a verla.
Regresé a Madrid sin terminar de entender qué había hecho en París y por qué era tan urgente. Al llegar a mi apartamento, empecé a preguntarme lo mismo sobre España. Mi casa estaba vacía. Paula se había llevado hasta el colchón que recogimos de la basura. Sólo había dejado, en un sobre junto a la puerta, su juego de llaves y su mitad del último alquiler.
Durante los días siguientes, busqué a mi novia en casa de todos los amigos comunes. Llamé a quien pudiera conocerla: su primera residencia de estudiantes, los compañeros de la escuela. Recordé que había montado una obra de teatro en algún momento, quizá mientras yo estaba de viaje, porque no la había visto. Busqué a los de su grupo de teatro. Al fin, Javi me llamó por teléfono. Dijo que tenía un mensaje de Paula. Nos citamos en el café de las presentaciones de libros. Lo primero que él dijo fue:
– Paula te odia.
– Nunca le fui infiel, Javi.
Aunque no sabía si eso era verdad.
– Ella no me ha dicho que hayas sido infiel. Sólo que eres demasiado egoísta.
– Dile que hable conmigo. Lo aclararé todo. Cambiaré.
– Pudiste cambiar muchas veces. Te lo advirtió. Hasta yo te lo advertí, tío. Te lo digo como amigo: eres un monstruo.
– ¿Dónde está Paula?
La mirada de Javi me respondió por sí misma. Era una mirada que confesaba lo que sus labios no se atrevían a decir.
– Javi, no me digas que tú…
– Hombre…
– Tú y Paula…
– ¿Y qué querías? Tú ni siquiera estabas en la casa. Y cuando estabas, ni siquiera escuchabas.
– Y tú te follabas a mi novia para consolarla, ¿no? Eres un hijo de…
Traté de levantarme para golpearlo, pero no tenía fuerzas ni para eso.
– No es sólo Paula, ¿qué pasa con tu tía, la que te prestó el piso cuando llegaste a Madrid? ¿La has visitado una sola vez, cabrón, desde que se separó de su esposo? ¿La has llamado al menos?
– Ya. Sólo eso faltaba. ¿Me vas a dar lecciones de moral después de tirarte a mi novia?
– No es lo que crees -y ahora, el viejo Javi, el fumón de la PlayStation, adquirió un aire serio, casi adulto, antes de dictar la sentencia final-. Voy a casarme con Paula.
– Oh, mierda.
– Así arreglaremos su situación legal… y de paso, mi vida. Ella me ha dado estabilidad. Estoy trabajando.
– ¿Dónde?
– En un alquiler de juegos de vídeo.
– ¿En un alquiler…? -de repente, dejé de sentir rabia. Ya no sentía más que asco-. ¿Sabes lo que eres, Javi? Eres un puto perdedor. Eres lo más patético que he tenido la mala suerte de conocer.
– ¿Sí? Pues ya me dirás quién de los dos ha perdido esta vez.
Javi se levantó de la mesa y se largó.
Ni siquiera pagó su café.
Tuve que pagar yo, y me quedé sin efectivo. Afuera, al tratar de retirar dinero de un cajero, descubrí que mi cuenta de ahorros seguía en números rojos. El giro prometido por Mankiewitz no había llegado aún.
Rápidamente, se me olvidó el episodio Javi. Fui a casa y llamé a París para preguntar qué había pasado. Esta vez, me contestó la secretaria.
– Lo siento -me dijo-, hay demasiadas cosas que no hemos tenido tiempo de atender… Estamos saturados.
– Me lo imagino, sí.
– Trataré de resolver lo de la transferencia cuando acabemos con todos los responsos y el entierro.
– ¿El entierro? ¿Ya están viendo eso?
– Es hora de verlo, sí.
– ¿No es un poco prematuro?
– Oh, ¿no lo sabe usted? Pensé que el doctor Mankiewitz se lo había dicho. La señora Diana murió ayer. Ya no se podía hacer más por ella. Lo siento.
Ahora todo estaba sellado. Era el fin. Los jugadores abandonan la cancha ante el temporal y suspenden el partido sin hacer preguntas complicadas como cuál fue el marcador. Fin de campeonato: como en el fútbol peruano, todos pierden. Especialmente yo.
– Estamos muy ocupados por eso -continuó la secretaria-. Han venido los hijos a arreglar los detalles administrativos.
Los hijos. Al fin habían aparecido, con el tiempo justo para ver el rigor mortis. Me pregunté si habrían llegado a encontrarla viva, si la última imagen que su memoria había registrado era la de sus hijos al pie de la cama. Quién sabe si hubo una reconciliación final o no. Querer a alguien es olvidar, al menos parcialmente, sus defectos, sus traiciones, perdonar aunque joda. ¿Sabría olvidar Diana en su lecho de muerte, ella que nunca tenía conversaciones personales, que nunca admitía penas, que siempre estaba radiante con su peluca blanca y elegante cayéndole sobre los hombros, que era incapaz de confesar que estaba triste y sola y que su cuerpo luminoso de setenta años se lo iban a comer los gusanos? ¿En nombre de qué podría perdonar una mujer que siempre había estado sepultada, metida en su palacio impenetrable, aislada de la vida real?
No moví un músculo durante las siguientes veinticuatro horas. Me quedé como muerto yo también, paralizado en el sofá, deseando un infarto y rememorando cada segundo del último año con ella, con Paula y Mariela, con todas las mujeres que acababa de perder. Conforme a la tradición, me despertó el teléfono al día siguiente. No me sorprendió oír la voz de Mankiewitz.
– Viejo, se nos fue.
– Ya. Me lo habían dicho.
– No voy a soltarte una oda póstuma. Te llamo porque el hijo está aquí en París. Quiere ver el libro.
– ¿Y quién le ha hablado del libro?
– ¿Qué querés, que le mienta? Hay un libro y él tiene que autorizar su publicación.
– Le va a encantar. He pensado titularlo: «Mis hijos me robaron y mi padre era mafioso».
– Pará, viejo, pará. El tipo tiene clase. Es muy amable. Parece razonable. Y tiene mucho dinero. Ha venido en su avión privado.
– Sí, sé de dónde sacó el dinero.
– Mirá, las familias involucradas en tu libro son muy poderosas. Si sos un boludo salvaje, vas a publicar eso inmediatamente y vas a tener un best seller periodístico. Y te van a hundir. Cuando acaben contigo, no te vas a poder comprar ni un café por el resto de tu vida. Si no, quizá podés llegar a un acuerdo con el hijo.
– Un acuerdo.
– Y sí. Quizá te permita publicarlo cambiando un par de cosas. Quizá quiera hasta pagarte. ¿Cuánto te pagó la vieja?
– Pues…
– ¿Veinte mil? ¿Treinta mil? Él te puede dar el doble. Para él, esa guita no significa nada, viejo, es lo que le da al que le cuida el auto.
– ¿Cuál es tu interés en esto, Mankiewitz?
– No, ninguno, lo que sea mejor para vos y el libro, ¿viste? Al principio me preocupaba que se dijese que el dinero de mi fundación venía de la Mafia…
– Y viene de la Mafia.
– Pero este hombre no es un mafioso, che, por favor, tendrías que ver lo elegante y lo amable que es, un caballero. Ha mostrado la mejor disposición hacia la fundación…
– Qué generosidad. Tú lo que quieres es quedar bien con él.
– Y vos también deberías. Yo le he dicho que no te preocupa el dinero sino la gloria periodística. También le he dicho que le mandarás el libro…
– ¿Para qué le voy a mandar el libro?
– Porque, si no, se lo voy a dar yo. Pensátelo. No hagas boludeces. Él sólo quiere que su nombre no aparezca.
– Su nombre es lo que le da fuerza a este libro. Lo que le da la realidad. ¡Es una historia real!
– Bueno, yo ya te dije lo que te tenía que decir. Te mando sus datos por mail. Adiós.
Sólo conseguí moverme horas después, cuando descubrí que me había quedado sin cigarrillos. No hice grandes esfuerzos por bañarme ni parecer un ser humano. Bajé como estaba. Al volver, encontré un paquete en el buzón. Parecía una carpeta de documentos. Probablemente un envío de la abogada. No pensaba ni abrir el sobre, hasta que vi el remitente. Era de Diana. Tenía su sello y su sobre membretado personal.
Corrí por las escaleras hasta llegar a mi apartamento, encendí un cigarro, preparé café y traté de serenarme. Respiré hondo varias veces, aunque tenía los pulmones llenos de humo. Abrí el sobre. En el interior había veinte cuartillas llenas con la pulcra e inconfundible letra de las pasionarias de Diana. Sin duda, las últimas páginas que había escrito antes de morir.
16.
Cariño:
Si recibes esta larga carta, es que hay malas noticias. Supongo que ya las conocerás. Mi secretaria tiene orden de enviarte estas líneas cuando todo haya terminado. Ojalá no tuvieras que recibirlas nunca. Me temo que lo harás pronto.
¿Cuánto tiempo llevamos trabajando juntos? ¿Un año, más o menos? Tengo la sensación de que nunca hemos hablado de lo más importante. No es culpa tuya, mi biógrafo. Has sido un buen chico. Hasta me has enseñado cosas que yo no sabía. Debo agradecértelo. Llego al final de mis días sabiendo quién fui. Y no todo el mundo puede decir eso. Pero aun así, todas nuestras entrevistas, los viajes, todas esas páginas que has escrito sobre mí, siguen sin llegar al punto. Y me temo que ya no tendremos tiempo de llegar juntos.
No me quedan muchas fuerzas. Paso mis horas de conciencia administrando mi muerte, y trato de dejar un recuerdo para cada persona que haya estado conmigo. Para ti, mi biógrafo, tengo estas páginas que garabateo en mi cama, antes de que se apague la luz. No están bien escritas, supongo, pero tú sabrás disculpar mis errores de estilo. No soy escritora como tú. Sólo soy yo.
Después de tantas vueltas, mi historia termina donde empezó: en Santo Domingo. Otra vez esa ciudad caótica, con sus edificios coloniales y sus callejones malolientes. Otra vez ese mundo microscópico. Y otra vez, querido, una boda de relumbrón en la familia, con orquesta y champán y promesas de felicidad para siempre.
Ya has escuchado esta escena, ¿verdad? Las buenas familias uniendo sus destinos y sus cuentas bancarias, como familias reales de un imperio tropical. Pero el vestuario de la escena es diferente: corre 1970. Es el último acto de la obra. Y los personajes también son otros. Frente al cura, no estoy yo, ni mi madre, ni ninguna de las mujeres de la familia. Esta vez, es mi hermano Minetino el que intercambia anillos y promete fidelidad. Minetino, ya conocido por todos con ese nombre, como una réplica en miniatura de mi padre. Los Minetti volvemos a casa y, como siempre, entramos en ella por la puerta grande.
La novia se llama Eulalia Picciardi, y no es nueva. Durante los años treinta, Eulalia fue la parejita oficial de un Minetino que aún ni siquiera tenía pelos en la cara. Pero ya lo sabes, ésa era una época difícil para nosotros: papá estaba exiliado, su relación con Trujillo era imposible y sus bienes estaban congelados. Sus padres le prohibieron a Eulalia casarse con mi hermano. Dijeron que podría contagiarles su desgracia a todos. Eulalia rompió la relación y terminó casándose con un americano.
Los volvería a unir yo.
Supongo que una siempre labra su propia desgracia. Es una ley de vida.
En el año 62, en Miami, miles de exilios después de nuestra despedida, volví a encontrarme con Eulalia en una fiesta. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? No. Qué pequeño era «nuestro» mundo. Eulalia tenía veinte años más, pero estaba igual que en mi memoria. La misma mirada de la niña que quiere tus juguetes. El mismo aire de berrinche, de chica mimada. Nos pusimos al día en nuestras vidas, y entre nosotras saltó una chispa de camaradería de los viejos tiempos. Eulalia se había divorciado, y decía tener ganas de vivir la vida loca. La invité a pasar el fin de semana en nuestra casa de Sunset Lsland.
Cuando llegó, Eulalia Picciardi irrumpió en casa con equipaje suficiente para un ejército. Traía vestidos de noche, de gala, de baño, todos carísimos. Los cubanos vivían años de dificultades. Le advertí que tendríamos poca vida social. Ella sonrió. Pronto comprendí que la vida social le importaba un pepino, y yo también. La razón de su visita era recuperar lo que había perdido mucho tiempo antes: a Giorgio Minetti junior, Minetino.
No hacía falta ser demasiado perspicaz para notarlo. Hasta mi padre, un negado para detectar sentimientos, le predijo a mi hermano que acabaría casándose con Eulalia. Aunque ahora no sé si era una predicción o una orden. En todo caso, Minetino era muy seco y nunca mostraba lo que sentía, si sentía algo. Cuando le hablábamos de Eulalia, él respondía lacónicamente:
– No me gustan los platos de segunda mesa.
Pero a nuestro regreso al país, sería él el segundo plato que Eulalia Picciardi se llevaría al altar.
Ésa es la primera escena del fin de mi historia: una boda.
La segunda es un funeral. El de mi padre.
Y con él, el de mi familia entera.
Papá murió en 1975, sin aviso, de un infarto, una muerte que no debe haberle gustado. Habría preferido morir luchando contra una enfermedad, o contra lo que sea. En cambio, se murió como por descuido. Habría querido estar avisado, como lo estoy yo, para poner orden en sus asuntos personales. Pero se murió de improviso, sin preliminares, y dejando al mundo explotar tras él. De haber sabido lo que se vendría, sin duda, habría preferido morirse lentamente, como un procedimiento administrativo penoso pero riguroso.
En el funeral, mamá y yo recibimos los pésames y los abrazos. No recuerdo la imagen de Minetino en ese momento. Estaba presente, sin duda, pero no sé dónde. A veces pienso que mi hermano ya tenía bien enterrado a mi padre desde antes de su muerte. Siempre había sido tan frío e introvertido que nunca pudimos saber qué tenía en la cabeza. Pero quizá me equivoco. Honestamente, mi memoria de esos días es confusa. Me había convertido en un perrito sin amo. Súbitamente, no sabía a quién lamerle la mano.
El cuerpo de papá aún estaba caliente cuando mi hermano nos reunió para hacer lectura del testamento. Me pareció bastante insensible de su parte ocuparse de eso tan pronto, cuando todos estábamos aún muy dolidos. Pero debo admitir que al propio papá le tenían sin cuidado esos detalles. De haber aparecido su fantasma, habría dicho: «¿Para qué tanta ceremonia? La vida continúa, y los negocios también». Y Minetino, al fin y al cabo, era su hijo.
El testamento adjudicaba el sesenta y cinco por ciento de la herencia a mi hermano y el treinta y cinco por ciento a mí, lo cual me parecía justo. Pero tras la lectura, mi hermano leyó también un documento nuevo: un
Aún no teníamos sospechas de que ocurriese nada anormal. Pero no estábamos seguras de qué estaba pasando. Y Minetino no nos tomaba en serio. Decía que él se estaba ocupando de todo. Preocupadas, mamá y yo decidimos ir a Nassau y hablar directamente con el administrador del fondo, un tal Andrew Fairfax. Fairfax, a quien nunca habíamos visto antes y a quien papá jamás conoció, resultó ser un hombre pequeñito y arrogante, con ese complejo de superioridad que tienen los enanos. Desde que lo vi, supuse que podíamos esperar exactamente lo que recibimos de él.
Entre los nervios y el aire acondicionado al máximo, yo entré a esa oficina temblando. Fairfax no se puso de pie para saludar. Tampoco fue capaz de ofrecer reducir el aire acondicionado o siquiera invitar un café. Cuando dio la hora de almuerzo, mandó traer unos sándwiches envueltos en papel. El resto del tiempo, se limitaba a examinarnos con sus ojitos de rata desde atrás del escritorio. Se esmeraba por no olvidar el más mínimo detalle que pudiese hacernos sentir incómodas. Yo nunca había tratado a mis empleados con la misma prepotencia con que él nos trató a nosotras. Pero lo peor no fue el trato, sino sus respuestas. La primera que preguntó fue mamá:
– Nos interesa saber a cuánto ascienden los bienes dejados en herencia y qué parte de ellos están incluidos en el
Fairfax sonrió cínicamente.
– ¿Bienes?
– Bienes, cuentas, lo que haya para dividir.
– Fuera del fideicomiso, dice usted.
– Exacto.
– Ah. Fuera del
– ¿Cómo?
– Pensé que lo sabría usted. Usted firmó ese papel. Y el
– El
– Sí. En esa medida, todo ha sido cedido al banco. Pensé que lo sabría usted.
Según la explicación de Fairfax, papá había hecho testamento separando el porcentaje de mi hermano y el mío sobre bienes valorados en cero dólares. Y todo lo demás, lo había dejado en un fideicomiso sin decírselo a nadie y haciendo fideicomisario, en la práctica, a un desconocido en un banco, con la aprobación de mi madre. No tenía ninguna lógica. Al menos para nosotras.
Al regresar de Nassau, Minetino nos recibió con una explosión de ira: nos acusó de no confiar en él, y dijo que nosotras ni siquiera sabíamos leer un documento bancario. Probablemente tenía razón, pero tampoco nos enseñó a leerlo, ni escuchó nuestras preocupaciones. Lo más que hizo fue ofrecer abrirme una cuenta y darme una mesada para que yo pudiese mantener mi nivel de vida, como una limosna para que dejase de importunarlo. En ese punto de la discusión, comprendí que Minetino se había convertido en mi padre o, por decirlo así, mi propietario. Ofrecía una pensión. Y a cambio, quería mi obsecuencia. Terminé esa conversación con un portazo.
Conforme la temperatura familiar se caldeaba, mi hermano comprendió que mamá era la más confundida, y empezó a ponerla en mi contra. Contaba con su machismo inherente y su voluntad de creer siempre, en cualquier caso, que todo en la familia estaba perfectamente bien. Influida por él, mamá empezó a dudar de mis intenciones, como si yo quisiese (o pudiese) quitarle algo. Dado que vivíamos juntas, la tensión se fue volviendo cada vez más insoportable. A menudo, Minetino aparecía en la casa «para llevarla a pasear». Y al volver, ella me recriminaba lo mal que yo trataba a mi hermano. Decía que Minetino estaba sufriendo mucho.
Pero no estaba sufriendo tanto. Más bien, estaba conspirando. Intentaba mantener a mamá tranquila mientras maniobraba en el banco y la herencia. Hasta el día en que nos llamó a las dos y nos citó en nuestra casa. Ni siquiera nos saludó al entrar. Sólo anunció:
– He puesto todas las cosas de la familia a mi nombre. Ahora, en esta casa, mando yo. Y si quiero las puedo dejar en la calle.
Minetino nunca había sido tan agresivo con nosotras. Pero ahora se mostraba seguro. Ya ni siquiera tenía que ganarse a mamá. Lo más inexplicable y terrible fue que, mientras discutíamos, mi hijo Manuel bajó a escuchar. Por entonces, Manuel tenía veintipocos años. Pensé que nos defendería, que sería su primera señal de adultez. Para mi amarga sorpresa, se puso del lado de su tío. Y cuando Minetino abandonó la casa, Manuelito se fue tras él.
Te he dicho ya que mi hijo necesitaba una figura paterna. Desde nuestra llegada a Santo Domingo, Minetino se había convertido en esa figura. Eulalia Picciardi y él no tenían hijos ni los tendrían, y prácticamente habían adoptado al mío durante toda su adolescencia. Aun así, cuando recuerdo ese momento, no me explico por qué Manuelito se fue con ellos.
La cercanía de la muerte me hace reflexionar mucho, y ahora supongo que la única respuesta posible es que yo no era una buena madre. Ni una buena hija o hermana. Trato de rememorar los momentos felices de mi familia, los ratos alegres que pasamos juntos, y nada viene a mi cabeza. ¿Acaso no todas las familias tienen recuerdos felices? Pues parece que la mía, no. Ni siquiera ahora puedo saber si fue por mi culpa, o si nadie me enseñó a ser feliz. Y por entonces, además, ni siquiera era capaz de pensar con claridad. Las brumas de la muerte de mi padre aún no se despejaban. Por el contrario, se hacían más densas, como una pesada niebla húmeda sobre la memoria de la familia.
Mamá era la más afectada por todo esto. No comprendía qué había ocurrido en su mundo feliz. Después del episodio de mi hermano y mi hijo, encargó una cruz de orquídeas blancas y le pidió al chofer que la llevase al cementerio. Al llegar a la tumba de mi padre, dejó la cruz sobre su lápida y empezó a gritarle:
– ¿Cómo has podido dejar las cosas tan enredadas? Ahora hay problemas entre nuestros hijos. ¡A ti te toca decirme qué tengo que hacer!
Papá no se lo dijo, claro.
Comenzamos los preparativos para una batalla legal. Un ejército de abogados desfiló ante nosotras haciendo propuestas, mostrando documentos y presentando presupuestos. Cuando íbamos a contratar a uno, otro aparecía y lo acusaba de trabajar para mi hermano, o de tratar de estafarnos. La magnitud de la herencia era tal que todos los estudios de abogados querían participar en el litigio. Éramos como un sabroso pedazo de carne rodeado de fieras.
Hasta que ocurrió lo más extraño de esta historia. Y lo más inexplicable.
Un fin de semana, mientras visitaba a una amiga en Miami, llamé a casa a preguntar por mamá. La empleada me contestó el teléfono con la voz temblorosa, atragantándose de los nervios:
– Señora, qué bueno que llama ahora, no se puede imaginar…
– ¿Qué pasa, chica? ¿Mamá está bien?
– Sí… bueno… no…
– ¿Te puedes calmar? ¿Me puedes decir lo que está pasando?
– Acaban de llamar…
– ¿Quién ha llamado? ¿Mi hermano? ¿Ha sido mi hermano?
– Sí… bueno… no…
– ¡Aclárate de una vez!
– Su hermano Minetino, señora, acaba de sufrir un ataque al corazón.
Yo pensé inmediatamente que eso era teatro puro, que mi hermano quería ponerse mal para luego decirle a mamá que lo estaba matando a angustias o algo así. Antes de hablar con mamá, llamé a una amiga de Santo Domingo, que me dijo que habría al menos algo de verdad, que habían visto llegar la ambulancia a casa de mi hermano. Entonces, volví a llamar a casa y anuncié mi regreso inmediato.
Cuando llegué a Santo Domingo, mi hermano estaba ya en el ataúd. Ésta es la tercera escena del último acto de mi vida. En adelante, todo es cuesta abajo.
Dos funerales en menos de un año eran demasiado para mí. Pero traté de mantener el tipo. Mamá y yo asistimos a la ceremonia de un lado del féretro. Del otro lado, la familia de su esposa, Eulalia Picciardi. Entre ellos, como si perteneciese a los Picciardi, mi hijo Manuel. A pesar de los golpes, no derramé una lágrima. Tampoco lo había hecho en el funeral de papá. Los hombres que me han hecho llorar nunca han sido mis parientes. Pero cuando me asomé al féretro y vi el rostro pétreo y verdoso de mi hermano, con la boca llena de algodón para mantener la forma, el único pensamiento que pasó por mi mente fue: «Dios mío. ¿Cuándo fue la última vez que yo te vi sonreír?».
Nuestras relaciones jamás habían llegado a ser buenas en toda su vida. Al principio, yo no comprendía lo que ocurría entre nosotros. Ahora, creo que yo nunca le perdoné ser hombre. Ser el favorito, el que contaba en los planes, el que monopolizaba la atención de papá. Y él nunca me perdonó el simple hecho de haber nacido. Yo fui una niña tardía que llegó para quitarle la exclusiva. Él decidió desde muy temprano ser un hijo único. Y yo también.
Más aún, he llegado a pensar que él trataba de protegerme. Del mundo exterior, de tomar decisiones, de la libertad. Su idea de una mujer era ésa. Alguien que necesitaba que él la protegiese de sí misma.
La muerte de mi padre, la extraña reacción de mi hermano, su propia muerte eran demasiada tristeza junta. Pero aún no habíamos atravesado el infierno. ¿Alguna vez has subido a una montaña, y ya en la cresta te has dado cuenta de que la montaña no termina ahí, que hay otro pico lejano que escalar? Pues lo mismo ocurría con nuestros problemas.
El mismo día del entierro de Minetino, Eulalia Picciardi y mi hijo Manuel entraron en su oficina y arramblaron con todos los documentos que encontraron. Sacaron tres maletas llenas de papeles a vista y paciencia del personal administrativo y de seguridad. Nadie se atrevió a detenerlos.
Con lo poco que me quedaba de autoridad materna, llamé a mi hijo:
– ¿Por qué entraste a la oficina de mi hermano?
– Mamá, yo no…
– Manuel, te vio hasta el vigilante. Todo el mundo sabe que entraste, no me lo niegues.
– No te preocupes. Se trataba sólo de acomodar ciertos registros para cumplir la última voluntad de mi tío. Eulalia está al corriente.
– ¿Quieres decir que mi hermano, moribundo, agonizando en una clínica, dedicó sus últimos pensamientos al reacomodo de registros de la oficina? Manuel, por favor…
– Es bueno para todos, mamá. Para ti también. Se trata de proteger los bienes del fisco.
Veintipocos años.
Y ya sabía cómo «proteger los bienes del fisco».
Supongo que ése era el entrenamiento Minetti a los varones de la familia. A mí siempre se me dejó al margen de eso.
– Tienes que ser muy generoso, Manuel, para proteger del fisco los bienes que no son tuyos.
– No…
– Devuélveme esas maletas de inmediato. Por favor, no creemos más problemas.
Al día siguiente, en efecto, las maletas llegaron a casa. En el interior sólo había facturas por la compra de material de escritorio: tres años de compras de lápices y sacapuntas por valor de quinientos dólares.
Los verdaderos documentos que contenían las maletas fueron llevados a las Bahamas por Manuel en persona, y depositados en el banco con un sello sin fecha, como si siempre hubiesen estado en el
Reiniciamos la pelea legal. El primer paso recomendado por mi abogado fue presentarme como la legítima heredera en todas las instancias. En consecuencia, entré en la oficina de mi padre y tomé posesión de su cargo. Mi experiencia laboral era nula, pero mi presencia constituía un símbolo. Mi obligación era recibir a quien me fuese a ver y dejar claro que ése era mi lugar. El primero en llegar fue mi hijo Manuel. Parecía un desconocido.
– ¿Has venido a ayudarme o a hundirme? -le dije.
– Mamá, tú no tienes idea de lo que estás haciendo.
– Nos están robando. Tú y los demás, tú y tu nueva familia.
– No voy a discutir eso.
– ¿Entonces qué quieres hacer?
– El revólver de mi tío aún está en la oficina. Quiero llevármelo.
– ¿Crees que lo voy a usar para algo?
Sacó el revólver y se lo guardó en el bolsillo. Me trataba como si yo estuviese desequilibrada. Ahora que lo pienso, todos me trataron siempre así.
– He encontrado una carta del abuelo para ti -continuó-. Pide que me des mi parte de la herencia.
– ¿Tu parte? Yo no tengo herencia, no tengo un centavo. Si quieres dinero puedes ir donde el ladrón de Fairfax, él lo tiene todo. ¿Lo único que te preocupa de todo esto es el dinero?
No respondió. Días después, volvió a la oficina con el ladrón de Fairfax. Esta vez, estaba violento.
– ¡Fuera! -me gritó-. ¡Tú no tienes nada que hacer aquí!
– Esto me pertenece.
Fairfax intervino entonces, con brillo en sus ojitos de roedor. Y recitó de memoria:
– Manuel Minetti es el heredero de Giorgio Minetti, Minetino, por lo tanto es dueño de todo lo que queda bajo la administración de nuestro banco.
Yo traté de decir algo, lo que fuera, algo de gente de negocios.
– Ustedes no están al tanto de las leyes dominicanas.
– ¡Bueno, ya está bien! -respondió mi hijo. Sus palabras aún me retumban en la cabeza-. O te vas o te sacamos.
– No puedes sacarme de aquí legalmente.
– Puedo sacarte de aquí cuando me dé la gana. Por las buenas o por las malas.
Pero no me sacaron ese día. No les servía de nada alimentar el escándalo. Simplemente se fueron y prepararon una estrategia de hostigamiento. En cuanto cerraron la puerta, estallé en llanto. Jamás habría imaginado llegar hasta ese límite. Y aún entonces, no pensaba que ésa sería la última vez que hablaría con mi hijo fuera de un tribunal. Para mí, fue como una tercera muerte, la del último varón Minetti. En menos de un año.
Al día siguiente hubo una misa para mi hermano. Mi madre y yo nos enteramos por el diario. Nadie nos había dicho nada, ni nos preguntó si el día y horario nos parecían bien. No asistimos.
Desde entonces, me presenté en la oficina todas las mañanas. Me levantaba, me arreglaba lo mejor posible y me dirigía al sillón de papá. Mi hijo y Fairfax ocupaban la oficina de Minetino, y libraban conmigo una guerra de nervios. Todas las mañanas, pegaban en mi puerta -y yo despegaba- una entrevista periodística con Fairfax donde explicaba su versión de la herencia de papá. Teníamos juntas de accionistas por separado. Por un lado, ellos. Por el otro, yo. Renovaron el mobiliario de todo el edificio menos el de mi oficina. Por la noche, volvía a casa y fingía ante mamá que estábamos ganando la lucha.
Recibí amenazas anónimas. Al principio eran sólo llamadas silenciosas. Luego, preguntaban por mí y colgaban. Al final empezaron a hablar:
– No te metas en problemas, niña rica.
– ¿Quién habla?
– Podemos hacer que te duela mucho, mucho…
– ¿Quién eres?
Empezaron a llamar también a mamá. Y entonces no pude más.
Empecé a andar con dos guardaespaldas. En Santo Domingo no se podía llevar uno solo porque a ése era fácil comprarlo. Me agencié un arma que entraba en mi maletín y, sin apenas saber usarla, empecé a llevarla conmigo.
En la oficina de papá, las cosas empeoraban. Al principio, los empleados me habían expresado su respaldo. Apoyaban lo que consideraban justo. Pero poco a poco iba perdiendo piso. Pensaban que no podría sola contra un banco, y veían que quienes realmente mandaban ahí eran mi hijo y el señor Fairfax. La última muestra de aprecio me la dio una operadora. Una mañana, cuando mi hijo no estaba, entró en la oficina y me enseñó que la instalación telefónica estaba dispuesta de modo que mi hermano podía escuchar todas las llamadas de papá. O sea, que mi hijo podía escuchar todas las mías.
De todos modos, cada día me llamaba menos gente. Pasaba las horas muertas tratando de hacer algo para no volverme loca. Comencé a revisar los archivos. Algunos descubrimientos me horrorizaron. En esos cajones estaba toda mi vida, repartida en ficheros. Había una copia de mi sentencia de divorcio. Y una carta en la que mi hermano solicitaba a un amigo de Washington información sobre John Tate. También estaba la respuesta del amigo: una copia de la reseña sobre John en el
Hasta ahora, no sé cómo interpretar esos hallazgos. No sé si me vigilaban para que no les causase problemas o por una genuina preocupación, como se vigila a una menor de edad. Ahora supongo que, para ellos, entre ambas cosas no existía diferencia.
El hostigamiento no cesó. Progresivamente, me quedé sin crédito. El acceso a mis cuentas fue cancelado. A casa llegaron advertencias de embargo y, en el último momento, avisos de cortes de agua y luz. Y entonces, cuando mamá y yo estábamos desesperadas, derrotadas, Fairfax hizo una oferta. Nos ofreció dos pequeños
En total, ambos
Tras muchas dudas, mamá decidió aceptar la oferta. Y yo la secundé. Era la única forma de sobrevivir y evitar un lío legal.
Lo que no evitamos fue la ruptura total con mi hijo. A mi madre, Manuel le mandó decir que sólo iría a visitarla si no le hablaba de finanzas. Ella le respondió que no se molestase entonces. Él apenas le volvió a dirigir la palabra para exigirle garantías de que su finca de campo no pasaría jamás a mis manos. Minetino ya nos había tratado como problemas de negocios. Ahora Manuel trataba a mi madre como a una empleada del área de Asuntos Familiares. A ella, porque a mí no me trataba. Nuestro contacto se limitó a cartas entre sus abogados y los nuestros cada vez que encontrábamos alguna anomalía en los estados de cuenta que nos enviaba el banco.
No tardamos en volver a enfrentarnos en un litigio, cuando mi hijo decidió comprar todas las propiedades y empresas del
Yo también quería desertar de la República Dominicana, cuyo aire se había vuelto irrespirable para mí. Pero mamá estaba decidida a resolver todas las injusticias de ese país, particularmente las que le incumbían. Todas las semanas llegaba con alguna cuestión que quería resolver en tribunales. Se sentía despojada y quería revancha.
Su última aventura legal fue tratar de recuperar una casa, una hermosa construcción en el centro histórico que, por casualidad, había terminado en sus manos después de todas las reparticiones de la herencia. Al revisar sus propiedades, mamá había descubierto que esa casa funcionaba como burdel. Y se negaba a ser la beneficiaria de una casa de pecado.
Le pidió al chofer que la llevase. Él intentó negarse:
– ¿Usted sabe lo que hay en esa casa?
Y mamá retrucaba:
– ¿Y usted cree que alguien pensará mal de mí a mis años?
Vencida la resistencia del chofer, mamá logró entrevistarse con la jefa del lugar, que la recibió con una bata
Pensando que haría un gran negocio, mamá le alquiló el lugar a un americano. El contrato seguía siendo bastante desventajoso, pero era un poco mejor que el anterior y mamá era una orgullosa empresaria, así que preferí no decirle nada. El inquilino subarrendó el local ilegalmente. Mamá contrató un abogado. El abogado no hizo nada, pero usó el poder de mamá para vender otra casa suya y quedarse con el dinero. Un año después, a mamá le embargaron la casa del centro histórico por deudas del americano.
Al final, la única persona decente que habitó ahí fue la dueña del burdel.
Frustrada, abandonada por su familia y golpeada en su último intento de ser alguien por sí misma, mamá envejeció de repente. Perdió la cabeza. Deambulaba por la casa amenazando con denunciar al mayordomo y la mucama. Dejó de reconocerme. Creo que toda su vida se había vuelto irreconocible.
Me la llevé a Nassau a morir. Dedicó su último año de vida a montar en un carrito de golf con una enfermera a cada lado, y pasear viendo las flores y los jardines. Lo único coherente que repetía era:
– Quiero que me entierren en Santo Domingo.
Cuando supe que se acercaba el día de su muerte, intenté asegurarme de que sería enterrada donde quería. Pero no existen pequeños jets privados que uno pueda alquilar para llevar un féretro. Para eso es necesario alquilar un avión de veinte personas y meterlo ahí. Existía la posibilidad de hacer el viaje vía Estados Unidos, pero no era muy tentador multiplicar los papeleos y los viajes con un cadáver y un ataúd. Alguien sugirió que la llevásemos en una bolsa negra, como las que usan en la guerra, pero eso me parecía horrendo.
La decisión final fue llevarla antes de morir. Ahora bien, entre Nassau y Santo Domingo no había vuelos comerciales, ni ella estaba en condiciones de soportarlos. Mi hijo tiene un avión privado pero nunca lo ofreció. Tuvimos que alquilar una avioneta y un enfermero con oxígeno.
Cuando ya todos los papeles estaban listos y el avión preparado en la pista de aterrizaje, el piloto se me acercó para advertirme que, si ella moría durante el vuelo, habría que llevarla al puerto más cercano, Puerto Rico. Tuvimos que contratar a un médico también, porque sólo así la dejarían llegar a Santo Domingo.
Dos horas después de su llegada, mamá finalmente falleció.
Lo hizo en paz, estoy segura. De su muerte guardo un palomar gigantesco, donde continúan reproduciéndose las palomas que compré para soltar el día del funeral. Y guardo también el recuerdo de mi hijo. Entró al cementerio cuando la tumba ya se había cerrado, pasó a mi lado y me miró como si jamás me hubiera visto antes. Mi hijo. La palabra ya me suena extraña.
Ahora, todos esos rostros desfilan ante mí. Algunos están borrosos. Se han ido evaporando, dejando sólo un vaho sucio y húmedo, como el aire de Santo Domingo. Otros, como el de mi madre, permanecen en mi retina como un reclamo sin resolver.
A comienzos de los ochenta, en un restaurante de Londres, me quedé mirando a una niña muy mona de la mesa de al lado. Cuando ya me iba, me acerqué a saludarla y a decirle lo linda que era. Le pregunté su nombre. Era mi nieta. Ni entonces ni hoy sería yo capaz de reconocerla.
Mientras escribo estas líneas, esa niña debe estar cumpliendo los veinticinco años. Me sorprende que a esa edad no tenga curiosidad por conocer a su abuela. Supongo que le han dicho cosas horribles de mí, a ella y a su hermano, y no los culpo. Ahora mismo, con todo lo que ha pasado, he perdido hasta las ganas de verlos. Ya no me interesa si han engordado, si son bonitos o feos, si me quieren. A estas alturas, saberlo sólo aumentaría el dolor.
Durante los siguientes años, renuncié a la República Dominicana. En cambio, me dediqué a ser cubana. Participé en el Bloque de Prensa en el exilio en nombre de papá, tratando de mantener su memoria. Pero eso era tan falso como mi familia dominicana. Ahí conocí a Huber Matos, de quien tú querías saber. Matos había sido un fiel guerrillero de Fidel, y luego se había rebelado contra él. Se pasó veinte años en una prisión revolucionaria antes de partir al exilio. Yo lo encontré en Los Inválidos, en un seminario del Ministerio de Defensa francés sobre la Cuba después de Castro. Esas cosas que sólo se les ocurren a los franceses.
Matos era un conspirador a tiempo completo. Organizaba conferencias ilusorias, solicitaba financiamiento para planes imposibles y vivía de proyectar eternamente el día inalcanzable en que sacaría del poder al usurpador, un día que jamás habría de llegar para él. Sostenía que era perseguido, que pendía una amenaza de muerte sobre su cabeza. Después del seminario, aseguró que tenía algo muy importante que decirme. Me ofreció una visita y fijó la hora a las once de la noche. Llegó con dos guardaespaldas. Nadie lo mató esa noche. Ni nunca. No hacía falta. Yo lo recibí intrigada, sólo para descubrir que quería dinero. Matos tenía una causa. Todo el mundo tenía una causa, todo el mundo derrocaría al dictador y nos daría un futuro nuevo, aunque quizá su idea del futuro era un pasado remoto. Y todo el mundo necesitaba fondos.
Los cubanos eran asalariados de lo imposible. Vivían esperando un momento que nunca llegaría, soltando largas peroratas en el café Versailles de Miami y jurando que volverían a recuperar lo perdido. Y mientras tanto, cobraban por soñar. Para ellos, como para los dominicanos, yo sólo era una fuente de dinero. Me miraban y veían cheques y números. Qué remedio.
A partir de entonces, decidí no ser cubana. Ni dominicana, ni de ninguna parte. He sido una extranjera de mí misma. Y sobre todo, he tratado de rodearme de cosas y lugares bellos.
He escogido mi sepulcro, algo que papá no pudo hacer. Vivo en un lugar hermoso, y seré enterrada en uno más hermoso aún. Mientras espero ese momento, me rodeo de las mejores personas, de las mejores familias. No necesito a nadie más. Ni hijos ni novios ni nada. Quería escribir estas memorias antes de morir para que mi familia lo supiese. Para que se enterase de lo bien que me ha ido sin ellos. Para decirles que yo no los perdí: ellos me perdieron a mí. Pero ahora mismo, cuando el momento se acerca tanto, ya no recuerdo por qué quería hacer algo así. Es normal. Cuando miro por la ventana la torre Eiffel, o Montmartre, sospecho que soy inmensamente feliz, no por mis recuerdos, sino por mis olvidos. Quizá todo este libro, las cuatrocientas páginas que nunca escribimos, sólo haya servido para recordarme lo que tenía que olvidar.
Para terminar, debo contarte un secreto: desde el principio he sabido que no compartías mis ideas políticas. Querido, es demasiado obvio. Sin embargo, cuando papá trabajaba en el periódico, siempre contrataba comunistas. Decía que eran los que mejor escribían.
Aunque la verdad, tampoco creo que seas un comunista. Y la verdad, tampoco tengo yo muchas ideas políticas. Algunos creen que pueden decirle al mundo lo que debería ser. Tú y yo sólo somos lo que la vida nos permite.
Pero mi vida, al menos, ahora tiene un testigo: tú. Ha costado mucho trabajo que alguien me conozca. Tú has visto mi pasado y mi presente, o sea, todo, porque yo no tengo un futuro. Lo que has visto es lo que hay, con sus altas y sus bajas.
Es una buena vida, ¿verdad?
Ya nunca podré preguntártelo en persona.
Pero espero que sí.
Y que la tuya sea mejor.
Afectuosamente,
Diana
17.
Perlas a los cerdos. La propia Diana era una perla hozada por los cerdos. Toda una vida para ser saqueada, robada, sobrevolada por buitres como yo mismo. Toda una vida de plazos retardados y cobros mensuales, de mentiras, de esposos inservibles, hijos con contactos en el banco y biógrafos dispuestos a estafarle cada céntimo. Acabé de leer la carta con lágrimas corriendo por mis mejillas y goteando sobre el papel.
Al fin y al cabo, ella sólo quería contarle
El libro tenía que publicarse.
Y tenía que publicarse con sus nombres verdaderos.
Era lo menos que yo podía hacer por ella, era lo único que alguien alguna vez haría por ella, en realidad. En ese momento no me importaba que no tuviera mi nombre, ni que fuera un fracaso comercial. Me importaba que existiese, que llegase a la República Dominicana y Cuba, que lo leyesen sus personajes y sus
– Javi, necesito un pequeño préstamo. Es sólo… sólo un poco de dinero…
Javi posó en mí sus ojos hinchados, desde el mostrador del alquiler de vídeos. Sobre su cabeza, había un cartel de dibujos animados que decía «Monstruos».
– ¿Cómo? ¿Dinero de un perdedor? Pero ¿tú no eres un escritor famoso con muchos contactos?
– Si no me lo vas a dar, dilo de una vez. Pero tengo que ir a Barcelona, hablar con Txema. Él sabrá ver la importancia del libro. Quién sabe, quizá lo publique después de todo. Te pagaré con el adelanto.
Prestarme ese dinero era la mejor muestra posible de desprecio. Javi sabía que no se lo pagaría jamás, pero no dejaría pasar la oportunidad de humillarme. Sólo esperó hasta que le supliqué. Y mientras me daba el dinero, dijo algo que no quise escuchar, pero que incluía la palabra «asco».
Reuní todos los papeles dispersos, escribí un nuevo texto que incluía la última carta de Diana, tomé un tren nocturno, que son los más baratos, y me planté en Barcelona a las seis de la mañana. Para variar, llevaba días llamando a Txema, y él nunca me había devuelto la llamada. Como me presenté de improviso en su editorial, él no tuvo más remedio que recibirme. En su oficina, una vez más, estaba Santiago Roncagliolo.
– Santiago ya tiene lista su próxima novela -dijo Txema orgulloso, contento, como si me presentase a su nuevo hijo-. Un
– Tengo listo el libro -interrumpí.
– ¿Cuál libro?
– El que querías, el de la familia de la Mafia.
– Ah, sí. ¿Cómo era esa historia?
– La historia de una mujer de la aristocracia dominicana, hija de un conspirador mafioso, fascista y agente de la CIA. Una mujer que nace entre palacios y mármoles, y termina destruida por su propia familia y su propio dinero. Un libro de no ficción. Realidad pura y documentada.
– Una biografía -dijo un aburrido Santiago con la voz más imbécil que pudo conseguir.
– Una biografía real -dije yo.
– Las biografías tienen que ser de personas conocidas -dijo Txema-. Si no, no funcionan.
– Ella no es conocida, pero conoció a mucha gente importante: aparecen la Cuba de Batista, la República Dominicana de Trujillo, sale hasta Jackie Kennedy.
– Ya. Nos serviría más la biografía de Jackie Kennedy.
– Léela, Txema. No te arrepentirás.
– Odio los libros periodísticos -dijo Santiago, batiendo récords de estupidez-, no me interesa que me cuenten algo real. Yo quiero una buena historia.
– Entonces no lo leas -dije yo, ya sin ningún escrúpulo de educación.
Txema prometió leer el manuscrito y se fue con Roncagliolo a algún lugar al que no me invitaron. Yo deambulé por la ciudad esperando el tren de la noche y bebiendo una copa en cada cervecería que encontré abierta. Por la noche, me quedé dormido en el vagón cafetería.
De regreso en Madrid, me senté a esperar una respuesta junto al teléfono en mi casa. Ya no tenía muebles. Usaba unas toallas como colchón.
Por las noches, dilapidaba lo que quedaba del dinero de Javi emborrachándome con desconocidos sólo para contarles la historia de Diana. Cada vez que la contaba le agregaba detalles y le exageraba otras cosas, midiendo la atención que producía en el auditorio. Podía pasar toda la noche embriagándome con la historia, y luego inventando nuevas mentiras, mentiras de todo tipo, sólo para demostrarme a mí mismo lo bien que las contaba. A veces inventaba que era un abogado argentino, otras veces hacía creer a la gente que venía de una familia de banqueros ecuatorianos. Dedicaba mis noches a mentir, a inventar hasta perder la consciencia.
Una mañana, como a las doce, el teléfono me despertó. Tenía un dolor de cabeza espantoso. Temblaba. Había pasado la noche convenciendo a un grupo de turistas yanquis de que yo era andaluz y dueño de un tablao flamenco. Al levantarme, encontré manchas de barro por toda mi ropa. A saber dónde me había revolcado. Contesté esperando que fuese Txema. Era Mankiewitz:
– Viejo, no le has mandado al hijo el libro.
– No se lo voy a mandar.
– ¿Lo has pensado bien?
– Lo he pensado perfectamente. Es un hijo de puta. Y voy a publicar ese libro para que lo sepa el mundo.
– ¿Vos sabés con quién te estás metiendo, boludo? ¿Tenés una idea?
Miré a mi alrededor. La casa estaba cubierta de polvo. Una pasta verde empezaba a acumularse alrededor del váter.
– No puede quitarme nada, simplemente porque no tengo nada que perder.
– No necesito contarte justo a ti de dónde viene esta gente, ¿verdad? ¿Vos creés que no son expertos en ver qué te pueden quitar? Llevate bien con ellos, viejo. Es lo mejor para vos. Yo lo digo pensando en vos, nada más.
– ¿Sabes lo que le hicieron a Diana? ¿No eras amigo de Diana, tú, cabrón?
– Por favor, no me vengas con sentimentalismos. Escucha: Diana no estaba bien de la cabeza. Tenía un odio enfermizo, y sólo podía mirar la realidad a través de él. Sabe Dios qué te habrá dicho, pero no creas que todo es verdad.
– ¿Ahora vas a decir que estaba loca? ¿Ahora me vas a decir eso a mí, que la conocía tanto?
– ¿Creías que la conocías? ¡Ni siquiera sabías que estaba enferma! Y no es tu culpa. Nadie conocía a esa mujer. Nadie sabe qué pensaba de verdad. Y por cierto, nadie sabe de dónde sacás vos todas esas conversaciones entre Luciano, el jefe de la CIA, el padre… No pretenderás que todo eso es cierto, ¿no? Tiene una base cierta, supongo. Pero son diálogos muy comprometedores como para inventártelos alegremente.
– No le voy a mandar ese libro al mafioso del hijo.
– Bueno, es tu problema, boludo. Espero volverte a ver. Chau.
«Espero volverte a ver.» ¿Era una amenaza eso? ¿Había hablado con el hijo? ¿Estaban dispuestos a hacerme algo? ¿A mandarme a un sicario o algo así? No era posible. Recordé al congresista dominicano asesinado. A Jesús Gómez advirtiéndome de los peligros. Al gringo Mitchell que se quejaba de las balas en su barrio. Por otro lado, el gringo también había mencionado que Diana estaba loca. ¿Y si era cierto? ¿Y si toda su carta era sólo producto de un delirio? ¿Cómo saberlo? Seguramente sus hijos tenían una versión diferente de la historia. Cuando las interpretaciones se vuelven irreconciliables, la realidad se anula. No hay verdad.
En todo caso, sí había cosas que yo podía averiguar. Cuestiones jurídicas. Necesitaba una asesoría legal. La ley es una ficción más. Si toda esa familia no estaba presa y yo no estaba deportado, era porque toda la ley era de mentiritas, en cualquier país. Llamé a mi abogada y le expliqué la situación. Le ofrecí pagarle un porcentaje de las ganancias del libro, pero sólo si había dinero de por medio. Aceptó.
– ¿Qué medidas pueden tomar legalmente contra mí si…, tú sabes, si publico el libro?
– Bueno, te pueden demandar por injuria, difamación, delito contra la intimidad…
– Pero tengo las grabaciones de ella diciéndolo todo.
– Pero no la autorización escrita para publicarlo. Ellos tienen todas las de ganar, a menos que tu editor quiera correr con el riesgo.
Pensé en Txema. Comprendí que no, que él no correría con ningún riesgo por mí. La abogada siguió hablando con su cigarro mentolado:
– Aunque, por lo que me dices, esta gente no se va a tomar la molestia de demandarte. Te van a romper las piernas directamente, o algo peor.
– Ya, gracias.
– Si firmaste un contrato, trata de atenerte a él. Quizá por ahí haya alguna salida.
Era verdad, el contrato. Tenía que buscarlo. Tenía que estar por algún lado. Lo busqué por todas partes, pero no había nada entre mis papeles, ni en el baño ni en los cajones de la cocina. Debía haberlo perdido durante la mudanza, o quizá Paula se lo había llevado sin querer. Me insulté y me di de cabezazos contra el espejo, por idiota. Al final, lo encontré detrás de la lavadora. Era un rígido contrato de confidencialidad, cuyas cláusulas yo ya había olvidado, que me impedía usar cualquier parte de la investigación para trabajos futuros o hacer público todo dato proporcionado por Diana. Por ahí, no conseguiría nada. Además, el texto nombraba a Diana propietaria del producto, de modo que su hijo era el heredero legal y el único autorizado para permitir la publicación del libro.
Pensé que estaba perdido. Pero al final de la hoja, un detalle me devolvió la ilusión. Cuando lo vi, me restregué los ojos, no podía ser cierto, pero ¡ese papel no estaba firmado! Es decir, llevaba la firma de Diana pero no la mía, era el original que Diana había mandado faxear al principio de nuestra relación. Yo había enviado de vuelta uno firmado que, según la secretaria, no estaba ahí. Todo apareció bajo una luz nueva entonces. Quizá Diana había destruido el contrato con mi firma para que yo pudiese publicar el libro… O quizá, simplemente, el papel estaba en algún lugar de la casa, esperando ser encontrado por los hijos. Mi abogada dijo:
– Si no hay contrato y tú tienes las grabaciones, podemos argumentar que hay indicios suficientes de que ella quería publicar el libro. Ahora, si quieren joderte por la vía legal, te pueden hacer la vida imposible tanto tiempo como quieran. Los ricos tienen millones de abogados dedicados a tiempo completo a fastidiar a los demás.
Y yo no era nadie, era una empleada doméstica que repartía volantes porno.
Esa noche, al acostarme, extendí el brazo buscando a Paula. Lo hice automáticamente, sin recordar que ya no estaba ahí. Con los ojos cerrados, esperando que el vacío fuese sólo una ilusión, que ella estuviese un poco más al borde, más en la esquina, lista para recibir mis caricias con un gemidito de sueño, como hacía antes. Me di cuenta de que estaba llorando sólo después de mucho rato de hacerlo. De todas las cosas que estaban pasando, la peor era esa sensación de que no había nadie ahí para besar mis lágrimas como antes.
A la mañana siguiente me llamó Txema. Era la primera vez que lo hacía. Tenían que ser buenas noticias.
– ¿Has leído el libro?-pregunté.
– Sí.
– ¿Y qué te parece?
Vamos, Txema, éste es el momento de decir que es una genialidad, que una cosa así tiene que publicarse, un testimonio único, que editarlo es nuestro deber de países hermanos o algo así.
– No me convence. La historia no está mal, pero… es un libro irregular, no sé si me habla del padre o de la hija, si es una novela histórica o íntima, no sé a quién pueda interesarle…
– Podemos darle vuelta, presentarlo como una crónica real o como una novela…
– No lo veo…
– Quizá una novela en la que yo cuente también la historia de cómo se hizo el libro… Una cosa entre la realidad y la fantasía, que deje dudas, ¿me entiendes? Una novela evidentemente real, pero novela, como la de Cercas…
– Eso ya lo hizo Cercas.
– Pero distinto. Con otros recursos. Puede haber un personaje que se llame como yo pero no sea yo…
– Eso ya lo hicieron Bryce, Amis, Auster, Duteurtre…
– Ese libro es real, Txema. Tiene la fuerza de lo real. Tenemos que…
– ¿Sabes qué podría funcionar? Una fajita. Tendría que ser una fajita de Vargas Llosa, por su libro sobre Dominicana. ¿Conoces a Vargas Llosa?
– ¿Que si lo conozco? ¡Claro que sí! ¡Me ayudó con la investigación! ¡Le encanta el libro! Dice que es fundamental para la comprensión de la ignom…
– Una fajita de él ya vende. Todo lo que el libro tenga dentro es sólo una excusa. Lo que se vende en realidad es la fajita. Consíguela y hablamos, ¿vale? Por cierto, todavía no me has mandado la crítica que te pedí de la novela, para la revista.
– Claro. Se me había olvidado. Ya te la envío, tranquilo.
Colgó. Supe que ni yo escribiría la crítica ni él me volvería a llamar nunca.
Temblando y con mi manuscrito bajo el brazo, fui a la casa de Vargas Llosa esa misma tarde. Me detuve ante la puerta de su edificio. Quería tocar el timbre. Luego pensé: ¿cuánta gente pasará como yo por esta puerta dejando libros? ¿Cuántos libros acabarán en sus bolsas de basura? ¿Y si digo quién soy? Tiene memoria de elefante, dicen. Se acordará de mí. Pensará: «¡Claro! El chico del libro ese tan divertido». ¿Y si no se acuerda? Ni me abriría la puerta. Lo mejor sería esperar ahí y propiciar un encuentro casual:
– Justo yo pasaba por aquí, qué casualidad, fíjese…
– Claro, tú eres el chico del libro divertido. ¿Y qué pasó con eso?
– Pues terminé el libro. Justo vengo de fotocopiarlo. ¿No quiere usted una copia?
– Claro que sí. Llámame en una semana, tendré una opinión.
Sí, eso era perfecto. Tendría una opinión y una fajita para mí. Me quedé en la placita frente a su casa, al acecho. Ya empezaba a hacer frío. Acabé una cajetilla entera de cigarros. Quería otra, pero no podía moverme de ahí. Él podía pasar en cualquier momento. A las nueve de la noche corrí al bar de al lado desesperado por la abstinencia. A las once, ya había acabado con los cigarros del segundo paquete. A medianoche, empecé a pensar que Vargas Llosa podía estar en Ámsterdam o en Bagdad o en México. A las dos de la mañana, regresé a mi casa y vomité.
Por la mañana tenía en mi buzón un mensaje de Manuel Minetti, el hijo. No se apellidaba como su padre. Durante el litigio por la herencia, había cambiado su apellido por el de la familia más rica. Su mensaje era muy amable y decía así:
He sabido que hizo usted un trabajo biográfico para mi madre. Mi intención ahora no es entrar en polémicas innecesarias con usted, pero creo que como heredero legal de Diana Minetti tengo derecho a conocer el contenido de ese texto. Espero que comprenda usted mi petición. Atentamente,
Las presiones más directas habían comenzado. Pensé en decirle que nadie tenía ningún interés en ese libro, que me dejase en paz, que yo lo olvidaría también. Ya había tenido bastante con toda esa historia. No podía eternizarme en la puerta de Vargas Llosa. Luego me acordé de quién era ese cabrón del hijo, de lo que le había hecho a Diana. Pensé en que valdría la pena jugar un poco con él, total, al menos quizá podría darle un susto. Le envié por Internet el libro con el siguiente mensaje:
Estimado señor: le adjunto el texto que usted quiere ver. Dos grandes grupos editoriales están interesados en su publicación, debido a su aporte al conocimiento de la historia contemporánea dominicana. Le adelanto que no le gustará lo que va a leer, pero sepa que no es mi intención molestarlo. Yo sólo hago mi trabajo.
Lo envié y me reí por primera vez en varios días. En la pantalla se reflejaban mis dientes ennegrecidos de tabaco, vino y café. A ver si el cabrón se asustaba un poco con eso de los «dos grandes grupos editoriales». Tres días después me llamó Mankiewitz:
– ¿Me podés decir qué has hecho?
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– El hijo de Diana está desesperado. No sé a qué has jugado, pero está dispuesto a darte cien mil dólares para que no publiques ese libro.
Cien mil dólares.
Cien mil dólares.
$100.000.
– ¿Estás hablando en serio?
– ¿Los aceptarías? Él quiere saber eso de una vez.
Pensé en cómo iba a pagar el siguiente alquiler. Me había bebido el dinero de Javi. No tenía trabajo ni perspectivas y mi libro había pasado por la historia editorial española sin dejar rastros. Cien mil dólares. Como un premio literario. El libro que más dinero me daría en mi vida era el que no publicaría jamás. Cien mil dólares. Un apartamento en el centro de Madrid. No pagar alquiler nunca más. Ser propietario.
– Dile que se ponga en contacto conmigo directamente -respondí-, no voy a hablar contigo.
Mi conciencia empezó a molestar: yo era igual a todos los que se habían aprovechado de la vida de Diana. No, era peor, porque me estaba aprovechando de su muerte. Traté de aplacar esos pensamientos repitiéndome que ella comprendería, después de todo. El libro era impublicable, no tenía salida, no había nada que hacer, eso estaba fuera de mi control. No era culpa mía que el mundo funcionase así, son leyes de mercado, oferta y demanda, yo siempre fui un liberal. Al contrario, Diana estaría contenta de que, ya que el libro no podía publicarse en ningún caso, al menos yo estafase a su hijo cobrándole por lo inevitable. Era justicia, sí. Yo estaba vengando a Diana.
No le escribí directamente al hijo. No debía mostrarme impaciente, al contrario, debía mostrarme seguro de mí mismo, tranquilo. Por supervivencia, mientras esperaba una respuesta, tuve que volver a mi trabajo repartiendo volantes porno. Al dueño del puticlub no le había gustado mi falta de cortesía al despedirme, pero estaba acostumbrado a cosas peores. Mientras repartía mis volantes, me detenía ante los escaparates de las inmobiliarias que anunciaban los precios de las casas:
Eso podría ser. Lavapiés es bonito.
Quizá también. Una entrada de cien mil y el resto a plazos. Como un alquiler barato durante cinco años. Quizá era mejor. Quizá podía guardar un poco de dinero y hacer un viaje largo y divertido por Europa, o comprar algo barato y pasar algún tiempo, mucho tiempo, dedicado a escribir. Sería como una gran beca, como la beca que nunca gané. Todas las tardes pasaba por la cabina de Internet en espera de una respuesta de Minetti y su propuesta oficial de arreglar mi vida. Su mail llegó el lunes siguiente por la mañana.
Mi hermana y yo hemos leído con atención y consternación el libro que usted nos envió. No nos ha sorprendido. Desafortunadamente, mi madre hizo muchas cosas de ese estilo durante su vida. Como comprenderá, no podemos autorizar su publicación. No es sólo por nosotros. Ese libro está lleno de falsedades que afectan la intimidad y el honor de muchas personas. No debemos permitir esas cosas. Sin embargo, si usted cree necesario conversar más, le ruego que mantenga el contacto.
Y me daba su número de teléfono. Volví a leer el mensaje varias veces. ¿Dónde estaban mis cien mil dólares? ¿Dónde estaba mi soborno? Mankiewitz lo había prometido. Sospeché que no quería ser demasiado directo, al menos no por escrito: «si usted cree necesario conversar más…». ¿Qué quería decir con eso? ¿Él sí quería? ¿Hablaríamos de dinero? ¿De mucho dinero?
No sabía qué contestar. Cualquier error podía ser fatal. Revisé los destinatarios del mensaje. Iba con copia para su hermana y para alguien más, seguramente un abogado. Quizá había también destinatarios encubiertos. Su carta debía haber sido asesorada legalmente palabra por palabra para no decir nada comprometedor. Pasé la noche pensando una respuesta. Cada vez que alguien me rechazaba un volante por la calle, yo pensaba: «Imbécil, te estás perdiendo de recibir algo de un escritor que va a ser rico muy pronto».
Al día siguiente, decidí que lo mejor sería presionar un poco más. Así se daría cuenta de que la cosa iba en serio. Él había dicho «no podemos autorizar su publicación». Pues escucharía mi respuesta. Le escribí:
Señor Minetti: dice usted que no le sorprende mi libro. Pues a mí sí me sorprende su carta. Usted no tiene nada que autorizar en este tema. Detento los derechos de autor de ese libro, como su madre reconoció en correspondencia a mi persona y a importantes figuras de las letras y la política internacionales que colaboraron con la redacción de este libro. Si usted quiere, le puedo vender esos derechos, y en ese caso, sólo en ese caso, tomará usted decisiones sobre lo que se pueda hacer con el texto.
Así, perfecto, con energía. Ahora quería verlo responder. Sospeché que si me viese, con mi barba sin afeitar, mi resaca, mi olor a alcohol y mis volantes porno, ni se tomaría la molestia de negociar conmigo. Pero él parecía creer que yo era importante. Corrección: para él yo era importante, él creía de verdad que mi libro podía ser un boom editorial en Europa. Que se joda.
Durante todo el mes siguiente, no respondió. Mi vida se limitó por entonces a repartir volantes, entrar a cada cabina de Internet que se me pusiese a tiro a cada momento del día y mirar los escaparates de las inmobiliarias con los apartamentos que compraría con el bien merecido dinero de mi soborno. Ya no me importaba la fajita de Vargas Llosa, ya no quería saber nada de Txema. Con un apartamento propio podría trabajar medio tiempo para sobrevivir y escribir el resto del día. Era todo lo que yo le pedía a la vida. Sin embargo, la respuesta no llegaba.
Sospeché que el heredero estaba poniendo patas arriba la casa de Diana hasta encontrar el contrato de confidencialidad. O quizá simplemente se había enojado y estaba contratando a algún matón para romperme todos los huesos. Al fin, una madrugada insomne en una cabina de veinticuatro horas, un mensaje de Minetti disipó todas mis dudas:
Perdón por la demora en responderle. Como le he dicho, no quiero crear con usted ninguna polémica innecesaria. Los documentos contractuales que obran en mi poder certifican que mi madre era propietaria del producto final de su investigación. Por lo tanto, en mi condición de heredero legal, me correspondería autorizar o denegar la publicación del libro. Sin embargo, si usted tiene documentos que refuten lo que digo, le ruego me los envíe por fax. Tras el análisis correspondiente, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo.
Ya estaba. Un acuerdo. Empezábamos a hablar el mismo idioma.
Pero yo no tenía esos documentos.
Ahora, ¿tenía él ese contrato? ¿O estaba bluffeando igual que yo? Así las cosas, el que debía mostrar sus cartas primero era yo. Pero también podía decirle que ya no era necesario, que había llegado a un acuerdo con el gran grupo editorial para la publicación y que no me hacía falta su estúpido acuerdo. Pero, claro, entonces me demandaría. O me mataría. O me mataría y luego me demandaría. Busqué entre mis papeles algo que pudiese valer para decir que Diana quería publicar el libro. Una frase interpretable en sus cartas, alguna mención en sus grabaciones, un adjetivo utilizable en cualquier cosa en el mundo que ella hubiese dicho o firmado. Nada parecía aprovechable, pero igual lo llevé todo donde la abogada. Ella revisó los papeles. Imprimí inclusive los correos del heredero. La abogada lo miró todo con la misma expresión de total indiferencia con que miraba el mundo a su alrededor.
– No tienes nada -acabó por confirmar.
– Tiene que poder hacerse algo. ¿Y si falsifico una firma? Quizá por fax no se note…
– ¿Estás tratando de estafar a un millonario? ¿Quién te has creído que eres? Este hombre lleva en la sangre desde hace generaciones lo que tú quieres hacer como aficionado. Debe reconocer esas cosas por olfato.
– Mierda.
– Hay algo más.
– ¿Algo bueno?
– Para ti, no. Si tú estableces una correspondencia constante cuyo fin es cobrar para no publicar el libro, podrá acusarte de chantaje.
– ¿A mí?
– Se puede interpretar que es eso lo que estás haciendo. Y es delito. Y aunque no lo sea, sus abogados demostrarán que hasta tu respiración es un delito.
Yo estaba descorazonado. Ella tenía razón. Era la lección de toda la vida de Diana. Para tener dinero hay que mover papeles, hacer cosas, tener corporaciones de fachada, llevar estados de cuenta, justificar el origen del dinero, aunque sea de mentira. ¿Cómo le explicaría al fisco que en mi cuenta de empleado doméstico habían depositado cien mil dólares provenientes de un banco dominicano? Yo no tenía ni siquiera una tarjeta de crédito para puticlubes. ¿Cómo negaría estar chantajeando al hijo con el subterfugio legal de una venta de derechos de edición para no editar un libro? Toda mi vida legal era un contrasentido.
Con lo último que tenía de dinero, compré unos cigarros y una botella de ron, que empecé a beberme directamente del pico en el camino a la casa. Acabé tumbado en el saloncito, tratando de perder el sentido. Ya era medianoche cuando oí rechinar la puerta de entrada a mis espaldas. Me volví. Algo me hizo pensar que quizá Paula había vuelto, que podíamos comenzar desde cero, que podíamos llevar una vida de verdad. Pero en la puerta había un desconocido alto y moreno. Estaba de pie ahí sin decir nada. Me levanté con esfuerzo:
– ¿Quién eres tú?
– ¿Aquí vive Nicolás?
Hablaba con voz grave y resuelta. Tenía acento caribeño. Entre las brumas de la borrachera, empecé a pensar que quizá debía sentir miedo.
– Aquí no hay ningún Nicolás -balbuceé-. En este edificio no vive ningún Nicolás.
– Debo haberme equivocado entonces.
Pero no se movió.
– ¿Cómo has abierto la puerta?
– Estaba abierta.
– ¿La de abajo también?
Me pareció que sonreía. El umbral estaba en penumbra y yo veía doble, pero una expresión estaba cobrando forma en su rostro, y no era precisamente un gesto de amabilidad.
– Lárgate. ¡Fuera!
– Tranquilo, tranquilo. Yo sólo venía a ver si…
– ¡Fuera!
Le arrojé una silla contra la puerta. Ahora sí creí estar seguro de que estaba sonriendo. En un arranque de valor, me arrojé yo mismo sobre él, pero tropecé con la silla y me fui de bruces contra el borde de la puerta abierta. Sentí la sangre brotando de mi nariz. Pensé que ahora que estaba en el suelo, el desconocido aprovecharía el momento para atacarme. Me arrastré hacia la botella para usarla como arma. La empuñé y me levanté de un salto. Me sorprendí de mis propios reflejos, despiertos de susto. Cuando me di vuelta blandiendo la botella, ya no había nadie en la puerta.
Salí al pasillo y bajé un poco las escaleras, pero tampoco había nadie. Volví a mi apartamento, directamente al baño, y me abracé al váter.
Mi derrota estaba consumada. Mi cabeza quería explotar, no tenía libro, ni novia, ni amigos, ni éxito. Pensé en las palabras de Mariela: «Tienes que vivir esas cosas para poder contarlas». Pero ¿y si no puedes contarlas?
No quise mandarle un correo a Minetti para rendirme. La consigna de mi abogada era «nada por escrito». Además, pensé que oír su voz sería ya un pequeño triunfo, una osadía. No debía ser una persona muy accesible. No debía hablar con cualquiera, sólo con gente importante como yo. Esperé a que fuese horario de oficina en la República Dominicana. A las diez de la mañana, hora tropical, llamé al teléfono que me había dado Minetti. Me contestó una secretaria. Le dije quién era y me comunicó con él directamente, como si estuviese esperando mi llamada. Minetti tenía una voz graciosa y pituda, como de niño, mucho menos viril que la mía, a decir verdad.
– ¿Señor Minetti?
– Llámeme Manuel, por favor.
De verdad, tenía clase.
– Ok. Manuel. Llamo… llamo a decirle que se quede usted tranquilo. No publicaré el libro que le envié.
– Gracias. Se lo agradezco muy de veras. A mi hermana le agradará saberlo.
– Quizá… Verá usted… Dediqué un año a esa investigación. No quisiera que se desperdiciase… Yo… yo vivo de esto.
Cuando no de repartir volantes.
– Claro, comprendo perfectamente. ¿Qué propone usted?
– Quizá… quizá escriba otro libro, ¿me enriende usted? Un libro en que probablemente el apellido de su familia no sea mencionado… O si lo es, lo será sólo por referencias documentales, libros, entrevistas. No hablaré de su vida privada. El gran grupo editorial y yo no creemos que sea necesario.
– Lo único que yo quisiera es que el apellido de mi familia no figurase… ni para bien ni para mal, ¿me comprende usted? Lo de mi madre ha sido un golpe muy duro. Sólo queremos pasar la página.
– Claro. Comprendo. Quizá haga un libro con nombres cambiados, por ejemplo. Un libro que se presente como una novela… Ficción, ¿me entiende usted? Sin su nombre.
– Créame que tendrá toda la colaboración que yo pueda ofrecerle en ese nuevo libro que planea.
– Gracias, señor Minetti. Se lo agradezco… muy… de veras.
– Si puedo pasar por Madrid se lo haré saber para que nos veamos. Estoy viajando a París con cierta frecuencia. Quizá alguna vez podamos entrevistarnos.
– Espero que sí. Aceptaré encantado una reunión con usted.
– Nuevamente muchas gracias.
– A usted. Hasta luego.
Nunca me llamó, una llamada más en la larga lista de las llamadas que nunca sonarán en mi teléfono. Tampoco escribí nunca ese libro.
Este libro es la historia de cómo este libro nunca se escribió.
Tampoco he vuelto a París, hasta ahora. Supongo que algún día debería ir, cuando tenga dinero, cuando tenga trabajo al menos. Es una deuda que debo cumplir: dejar unas flores en una tumba de Père-Lachaise y agradecerle a Madame Minetti su
Santiago Roncagliolo