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AVATAR
Diseño de cubierta: Víctor Viano Ilustración de cubierta: Horacio Elena
Título original:
© Editorial Timun Mas, S. A., 1992
Para la presente versión y edición en lengua castellana
ISBN: 84-7722-415-3 (obra completa)
ISBN: 84-7722-520-6 (Libro 6)
Depósito legal: B. 36. 410-1992 Hurope, S. A.
Impreso en España -
Editorial Timun Mas, S. A. Castillejos, 294 — 08025 Barcelona
Lucius Accius, 170-90 a. de C.
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
Desde el corazón del bosque, algo inmenso, invisible y putrefacto exhaló con inusitada fuerza. El aire cambió de dirección y movió las hojas de las ramas de los apiñados árboles, levantando polvo en perezosos remolinos; y un nauseabundo hedor dulzón a tierra y vegetación descompuesta y a carne gangrenada embargó el hocico de la loba
Su largo y delgado cuerpo se estremeció, erizándose la moteada capa de pelo de su lomo. Un gruñido se formó en su garganta pero murió antes de que pudiera darle voz. La repentina aparición del viento presagiaba lluvia; lo percibía con la misma seguridad con que percibía el suelo bajo las patas, y no le gustó el presagio. Para cuando los rayos del sol se posaran sobre las copas de los árboles, esta carretera se habría convertido ya en un río, y, de momento, todavía no había encontrado la menor señal de alguien que pudiera ayudarla.
Se dio la vuelta y volvió a estudiar el desierto sendero a su espalda. Los árboles se amontonaban en los márgenes como animales de presa, las ramas enredándose en lo alto unas con otras para formar un túnel húmedo y tenebroso. Apenas unos pocos rayos de sol vagabundos conseguían abrirse paso aquí y allá, creando un conjunto de retorcidas sombras, y el calor bajo el claustrofóbico manto verde empezaba a resultar insoportable. Incluso el terrible ruido de fondo de la jungla, que no había dejado de atormentarle los oídos en un incesante y enloquecedor ataque, había cesado por completo: ni siquiera el trino de un pájaro rompía el opresivo silencio.
No podía quedarse allí, pensó
Volvió a mirar el sendero. Por muy grande que fuera la urgencia, no podía correr; cuerpo e instintos se rebelaban contra el fétido y sofocante calor, y necesitó de todas las energías que pudo reunir para regresar con paso lento y laborioso al lugar donde el camino se cruzaba con un sendero que surgía de la jungla. En este punto los matorrales invadían el desigual sendero ofreciendo una cierta protección, aunque no refugio, y
Índigo estaba sentada en medio de las tres bolsas que constituían todas sus pertenencias. Tenía los hombros caídos y la cabeza inclinada hacia adelante, de modo que la larga cabellera rojiza tachonada de hebras grises le ocultaba el rostro como una cortina húmeda; grandes manchas de sudor oscurecían la delgada camisa y los amplios pantalones. Ya desde lejos,
—¡Ín-digo!
La voz de
—Ín-digo, no..., no podemos quedarnos aquí más tiempo. Se..., se acerca un te...
Índigo levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y un velo de sudor daba a la palidez de su rostro un brillo preocupantemente artificial. La joven contempló a
—Me siento... —Se interrumpió e intentó limpiarse la boca, pero no pareció capaz de coordinar los movimientos de la mano y abandonó el intento—. Me siento tan
El corazón de
—¡Ín-digo,
—Mi cabeza... —Índigo se mordió el labio inferior y cerró los ojos cuando un movimiento imprudente le provocó una mueca de dolor—. Me
—Pero...
—No. —Pronunció la palabra con los dientes apretados, de modo que surgió casi como un lastimoso gruñido—. No, lo... lo comprendo. Tenemos que seguir. Sí. Estaré bien. Si consigo... —sus manos se agitaron débilmente en el aire en un intento de asir su equipaje—... si consigo recoger esto. No pienso dejarlas.
Muy despacio, sacó el cuerpo de su contraída postura, moviéndose como una vieja artrítica.
—No —dijo de nuevo antes de que
Si... —Sacudió la cabeza cuando la lengua se negó a obedecer y no le permitió finalizar la frase. Durante quizá medio minuto permaneció inmóvil balanceándose ligeramente; luego parpadeó y respiró hondo—. Los pájaros... — murmuró— ya no cantan.
—Saben lo que se aproxima.
—Sí. —Índigo movió la cabeza afirmativamente—. Lo saben, ¿verdad? Refugio. Hemos de encontrar..., encontrar refugio.
Por un terrible instante,
Reprimiendo un gañido entristecido, el animal se detuvo unos instantes para levantar la cabeza en dirección a la cada vez más oscura bóveda de hojas que se extendía sobre sus cabezas, y luego salió en pos de Índigo.
La tormenta llegó con el veloz crepúsculo tropical. El primer relámpago iluminó el bosque con un silencioso fogonazo, y, a modo de aterrorizada respuesta, en las profundidades del bosque algo chilló como una mujer asesinada. No hubo trueno y, en un principio, tampoco lluvia, pero el calor y la humedad se volvieron más acuciantes y la tierra exhaló un nuevo y poderoso soplo de putrefacción. Cuando un segundo venablo blanco hendió la oscuridad,
La joven no parecía advertir los relámpagos; tenía los ojos abiertos pero desorbitados y febriles, como si contemplara un imaginario mundo de pesadilla creado por su propia mente, y los labios se movían como si murmurara para sí. La loba se detuvo y esperó a que la alcanzara; entonces el corazón se le contrajo al escuchar los primeros siseos —como un millar de serpientes coléricas— por encima del dosel de hojas sobre sus cabezas. En cuestión de segundos, empezó a llover.
No era como las benignas lluvias estivales de su tierra natal, tan lejos de allí, en otro continente y otra era. Ni tampoco se parecía a los poderosos diluvios que cada primavera, para anunciar el despenar de la vida, barrían los bosques que la habían visto crecer. Esta lluvia no traía vida, sino muerte. Una catarata, un cataclismo, cayendo a raudales del cielo en un torrente salvaje que apaleaba los árboles y erosionaba la tierra y transformaba el mundo en un infierno abrasador y anegante del que no había escapatoria. Esta lluvia era
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el lomo para protegerse del maloliente aguacero, contempló a través del agua que le anegaba los ojos la figura vacilante e inestable que la seguía y comprendió que Índigo no podría soportar el ataque.
—
La loba gritó tan fuerte como pudo, pero el rugido cada vez mayor del diluvio ahogó su voz, y, cuando intentó comunicarse telepáticamente con la joven, encontró un ardiente muro de fiebre y náuseas que el razonamiento no podía penetrar, Índigo se estremecía impotente balo el aguacero, tenía los cabellos pegados a la cabeza y los hombros, y había perdido todo sentido de la dirección.
Los primeros riachuelos empezaban a formarse en los márgenes del sendero y se expandían sobre un terreno demasiado reseco para absorberlos. En cuestión de minutos, el camino quedaría inundado;
—
Echó a correr en pos de la vacilante y desconcertada figura, y esta vez consiguió sujetar una de las tiras de las bolsas que la muchacha llevaba a la espalda. Columpiándose en las patas traseras, perdiendo casi el equilibrio, la loba consiguió dirigir a su amiga de regreso al sendero y por unos breves segundos llegó a creer que todo iría bien, que Índigo se serenaría y encontraría las fuerzas necesarias para continuar. Pero fue una esperanza efímera. Un nuevo relámpago centelleó a través del bosque y, cuando su resplandor destacó en espantoso relieve el rostro de Índigo,
El pánico se apoderó de
Finalmente,
Se acercó a Índigo, intentando explicarle su razonamiento y decirle que pensaba ir en busca de ayuda, pero comprendió al instante que cualquier explicación carecería de sentido. Lloriqueando, dio media vuelta y empezó a avanzar con paso envarado y cansado, chapoteando en el agua que se convertía ya en un torrente ininterrumpido y cada vez más profundo, corriendo, con las pocas energías que le quedaban, sendero abajo. Mientras corría, la loba rezaba en silencio a la Madre Tierra para que tuviera piedad de ella y la ayudara, para que le permitiera encontrar a un cazador o leñador, para que le permitiera encontrar un lugar en el que poder refugiarse, cualquier cosa,
Nada más doblar una curva del sendero, descubrió el
Durante algunos instantes apenas se atrevió a creer lo que veían sus ojos. El
¡La Madre Tierra había respondido a sus oraciones!
Ambos hombres desaparecieron de inmediato en el interior de la cabaña y la loba temió que no la hubieran comprendido, pero, al cabo de un momento, volvieron a salir, el más joven armado con un pesado bastón y el mayor con un machete, y los dos descendieron los peldaños a toda prisa para reunirse con la loba.
Por fin
El hombre de más edad lanzó una aguda exclamación más de volverse hacia la loba y realizar un gesto conciliador al tiempo que le hablaba despacio y con dulzura. Él más joven levantó a Índigo y se la echó sobre el hombro, equipaje incluido. Luego, algo tambaleante bajo todo aquel peso, se dio la vuelta y empezó a avanzar pesadamente de regreso al
De no haber sido porque la ansiedad eclipsaba cualquier otra consideración,
Entonces una de las mujeres jóvenes se arrodilló junto a ella y empezó a secar su pelaje con la tela que olía a rancio.
Sin duda, pensó
Cuando despertó, la lluvia había cesado. Con su cese, un silencio espectral descendió sobre el bosque; en el exterior, las criaturas amedrentadas por la tormenta no habían reunido todavía el valor de reiniciar sus gritos, e incluso estaban ausentes los pequeños ruidos nocturnos propios del bosque. La luz de la luna se filtraba débilmente por entre el dosel de hojas y penetraba por las ventanas, formando manchas borrosas sobre el suelo del
Se puso en pie. La mujer la había depositado sobre una burda manta y había dejado un plato de carne a poca distancia; el hambre se dejó sentir en su estómago, y la loba no pudo resistir tomar algunos bocados antes de iniciar la exploración de su desconocido entorno.
Por lo que parecía, la casa era un lugar donde se comerciaba. Desde el inicio de su largo viaje al interior de la Isla Tenebrosa, ella e Índigo habían tropezado con un cierto número de tales establecimientos, los cuales facilitaban un servicio esencial tanto a viajeros como a las tribus y clanes locales. La mayoría de ellos eran regentados por generación tras generación de una misma familia, que era a
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la vez, la propietaria y para la cual el
Acercó el hocico al suelo y empezó a rastrear, pero resultaba imposible aislar cualquier aroma de la plétora de olores. Ni sus habilidades telepáticas conseguían tampoco encontrar ninguna sensación de la conciencia de Índigo. En una ocasión le pareció detectar un débil rastro «le una mente que soñaba, pero éste se desvaneció antes de que pudiera estar segura, y, con un triste lloriqueo, la loba abandonó la intentona y se resignó a encontrar a su amiga por otros medios.
Avanzó con paso quedo hasta el otro extremo de la habitación. Aquí, en medio de la oscuridad a la que no conseguía llegar la luz de la luna, encontró dos puertas. Una estaba cerrada por el otro lado, pero la segunda se abrió con un ligero temblor cuando la empujó con el hocico, y
La primera y segunda habitaciones estaban a oscuras, pero una sensación de calor, los sonidos apenas perceptibles de una respiración pausada y los desconocidos olores humanos indicaron a la loba que ambas estaban ocupadas, aunque no existía la menor indicación de la presencia de Índigo. Pero, al introducir el hocico a través de la cortina de la tercera habitación,
Se escucharon unos ruidos al otro lado de la cortina, y, ante la sorpresa de
La luz empezó a filtrarse al interior del
El hombre y las niñas no la observaban, de modo que se incorporó y salió al pasillo sin que la vieran. Brillaba una luz por debajo de la cortina de la tercera habitación, y al acercarse escuchó unas inquietas voces ahogadas y percibió el fuerte olor de una cocción de hierbas.
La corazonada de
CAPÍTULO 2
Todas las mujeres del
Índigo permaneció inconsciente la mayor parte del tiempo, pero en ocasiones se agitaba en la cama y abría los ojos, clavándolos sin ver en el techo durante unos instantes antes de empezar a dar vueltas y ponerse a gritar delirante.
Las mujeres hacían todo lo que podían, pero con la llegada de la tarde resultó evidente para todos los habitantes del
Eran rezos o conjuros... Habían aceptado la derrota e intentaban ayudar a la enferma con el último recurso de apelar a la magia, o a los dioses o poderes que veneraran.
Las mujeres siguieron con su vela hasta el amanecer. De vez en cuando los cánticos se detenían durante unos instantes, y
Sin embargo, aunque el destino pudiera haberla convertido en inmortal, no la había hecho inmune a males y enfermedades, y
La loba dio alguna que otra cabezada a medida que avanzaba la noche, pero siempre aparecían pesadillas desagradables listas para saltar sobre ella y arrancarla de su sueño con un estremecimiento. Por fin, no obstante, vio cómo los primeros indicios del alba empezaban a iluminar la estrecha ventana del final del pasillo, y, cuando se levantaba, alzando el hocico para olfatear el cambio en el aire, la cortina de la puerta de Índigo se movió y salieron las mujeres. Dirigieron una rápida mirada a la loba pero no dijeron nada y se alejaron en dirección a la habitación principal. Sólo la joven que había sido la primera en ganarse la amistad de
—
Se llevó un dedo a los labios y luego se agachó para acariciar la cabeza de
Desde el lecho, le llegó la jadeante respiración de Índigo. Intentó sondear la mente de su amiga en busca de Cualquier señal de reconocimiento, o incluso de vida, pero no encontró nada, Índigo estaba totalmente inconsciente,
Aquella mañana resultó interminable para
Índigo murmuraba en su anormal sueño, revolviéndose de un lado a otro como si intentara escapar del particular infierno de la fiebre. En dos ocasiones gritó en voz alta en el idioma de su antiguo país de origen, llamando a su padre y a su madre y hermano, que llevaban muertos más de medio siglo, y gritando, también, el nombre de Imyssa, su anciana niñera. La mujer joven apareció al momento al escuchar los gritos y consiguió tranquilizarla, pero, cuando se fue, Índigo empezó a llorar con largos y terribles sollozos desquiciados, y sus labios secos y su inflamada lengua musitaron otro nombre que
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rechoncho, con grandes pliegues de grasa en los brazos desnudos y el pecho apenas cubierto. Llevaba una bolsa de piel colgada de un hombro, y en la mano derecha sujetaba un pesado bastón. La mujer se quedó inmóvil con las piernas clavadas en el suelo como pequeños troncos de árbol, y las intrincadas tallas de hueso que le colgaban sobre el rostro sujetas a una cinta de cuero que le rodeaba la cabeza tintinearon entre sí mientras contemplaba a
Los pelos del lomo de
Las cuatro desconocidas desaparecieron en el interior de la habitación, y de detrás de la cortina surgieron unos murmullos rápidos y apenas audibles.
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o menos, la que parecía el jefe regresó a la habitación almacén con una expresión de austera satisfacción en el rostro.
Para cuando hizo su aparición, el
La mujer gruesa se detuvo en el umbral de la puerta que daba al pasillo y paseó la mirada por la habitación con expresión crítica. Todos los habitantes del
La atmósfera se relajó de forma ostensible. Con un apagado suspiro de alivio, el más anciano de los hombres chasqueó los dedos en dirección a las mujeres de menor edad, y éstas corrieron junto a la estufa y empezaron a llenar cuencos de madera con el contenido de tres ollas que hervían sobre ella. Otro hombre sacó copas y vertió en ellas una infusión de olor penetrante contenida en una jarra de piedra. Entregó la primera copa a la anciana señora de la casa, quien por su parte la ofreció a la mujer gruesa, y la aceptación de ésta fue la señal para que se llenaran otras copas. Llegados a este punto, a la anciana se le permitió sentarse; los demás, no obstante, permanecieron en pie mientras las mujeres, mudas y con los ojos abiertos de par en par, depositaban cuencos de comida en el suelo a los pies de su invitada. La mujer seleccionó un bocado de cada uno, lo masticó con cuidado, asintió aprobadora y luego se volvió para hablar con la anciana, quien, al parecer, era la única de los presentes que merecía ser tratada de modo parecido a un igual.
Subrepticiamente, la loba miró en dirección a las habitaciones interiores, preguntándose si podría escabullirse para ir a ver a Índigo sin que nadie se diera cuenta, pero entonces recordó que las tres acompañantes de Shalune se encontraban todavía en la habitación de la cortina. Debía ser paciente y esperar el momento oportuno, enfrentarse a sus temores y aguardar para visitar a su amiga el momento en que, si es que se daba el caso, quedara sola durante unos minutos. No resultaría fácil, pero, por ahora al menos, era todo lo que podía hacer. Desconsolada, se tumbó en el suelo a esperar.
La oportunidad de
Para entonces, ya había corrido la voz de la presencia allí del grupo. La anciana, presumiblemente con la autorización de Shalune, había enviado a los muchachos más jóvenes a comunicar la noticia a sus vecinos, y una pequeña multitud se había reunido en respetuoso silencio fuera del
Estaba muy claro ahora que Shalune y sus acompañantes eran las guardianas y los instrumentos de la religión, la ley o ambas cosas, y el que ahora tuvieran que ocuparse de los recién llegados facilitó a
Índigo estaba sentada en la cama. Tenía la espalda apoyada en mullidos almohadones y su piel parecía un pedazo de papel fino y húmedo, pero estaba consciente y, cuando sus ojos se encontraron,
La loba recordó justo a tiempo que no debía gritar en voz alta el nombre de su amiga. Corrió hasta el lecho y saltó sobre él, todo el cuerpo temblando de excitación mientras lamía el rostro de Índigo.
—¡Oh,
Índigo la soltó y dejó caer los brazos a los costados, agotada por el esfuerzo de abrazar a la loba, aunque intentó evitar que
«No
Índigo paseó la mirada por la habitación llena de curiosidad.
Índigo se sintió a la vez sorprendida y desconcertada.
Una sacerdotisa, Índigo consideró la idea con inquietud. Le resultaba imposible pensar con claridad; la fiebre no había desaparecido por completo y, además de su debilidad física, todavía sentía que podría recaer en el delirio con demasiada facilidad. Necesitaba tiempo para recuperar las fuerzas y la agudeza mental, tiempo para asimilar lo que
De improviso se escucharon pasos en el pasillo y el murmullo apagado de voces.
Shalune vio a
—¡No! —protestó Índigo—. Deja que se quede... quiero que se quede.
Shalune se detuvo.
—Quiero que se
Índigo estaba preparada para un enfrentamiento, pero éste no se produjo. En su lugar, la expresión de Shalune se transformó en una de sofoco. Realizó unos cuantos gestos indecisos, como si intentara confirmar lo que quería decir Índigo, y ésta asintió con energía, indicando primero a
Entonces, ante el inmenso asombro de Índigo y
CAPÍTULO 3
Transcurrieron cinco días más antes de que Shalune considerase que Índigo se encontraba en condiciones de viajar. Resultó un espacio de tiempo peculiar e incómodo, y que la presencia en el
Hasta donde le era posible,
Para empezar, la loba padeció muchas horas de soledad, Índigo dormía la mayor parte del tiempo, recuperando poco a poco las fuerzas, y, durante los cortos espacios de tiempo en que estaba despierta, Shalune acostumbraba mandar al menos a una de sus subordinadas para que le hiciera compañía en la cargada y silenciosa habitación. Por su parte, los habitantes del
De haberse encontrado en cualquier parte del mundo que no fuera la Isla Tenebrosa, pensaba
Además,
Índigo se había sentido terriblemente afligida. Consideraba —y nada de lo que
Pero, sensato o no, se había hecho y ahora debían sacarle el mayor provecho posible. Al menos existía la reconfortante certeza de que Índigo mejoraba día a día —casi hora a hora— y, cualesquiera que fueran sus dudas sobre Shalune y sus seguidoras en otras cuestiones,
En el tercer día de su recuperación, a Índigo se le permitió por primera vez abandonar la cama, y, mientras permanecía sentada en la terraza del
Índigo clavó los ojos en el inmóvil y tupido dosel que formaban las copas de los árboles a pocos metros del
No. »
Índigo introdujo la mano en el cuello de la camisa y sacó la pequeña piedra-imán de la bolsita de piel que permanecía constantemente colgada alrededor de su cuello y era una de sus más antiguas posesiones.
Índigo sostuvo la piedra de forma que
otro punto como una luciérnaga atrapada.
Durante ese día y el siguiente, Índigo intentó por todos los medios posibles averiguar más cosas sobre Shalune y sus intenciones. No resultó tarea fácil, pues, aunque
Se detuvo en seco al ver lo que la aguardaba allí. No pudo ni imaginar cómo la habrían obtenido las mujeres, pero, destacando incongruentemente sobre el duro suelo frente al
Shalune, sonriente aún, indicó de nuevo la litera, e Índigo comprendió de improviso. Sin preámbulos ni preparativos evidentes, las sacerdotisas tenían la intención de abandonar el
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transportarla a ella.
Índigo escuchó entonces movimiento a su espalda y, al volverse, se encontró con dos de las mujeres del
La aguardaban, y las espesas cejas de Shalune empezaron a juntarse en un principio de enojo, Índigo clavó la mirada en los duros ojos de la otra, y dijo con mucho cuidado en el idioma de la Isla Tenebrosa:
—¿Qué es esto?
Shalune pareció asombrada. Era la primera vez que Índigo se dirigía a ella en su propia lengua, y la pregunta la cogió totalmente por sorpresa. Recuperando la compostura, le dedicó una profunda inclinación con un amplio gesto de la mano y le respondió hablando con rapidez y gran énfasis.
«Grimya,
Shalune contemplaba a Índigo expectante pero también con desconfianza. Rápidamente y en silencio la muchacha preguntó a la loba:
Índigo asintió. Era lo que sospechaba, y sostuvo la mirada de la sacerdotisa sin pestañear.
—¿Dónde? —volvió a preguntar, y esta vez indicó primero a su derecha y luego a su izquierda, las cejas ligeramente enarcadas en inequívoco gesto de interrogación.
Shalune hizo una nueva reverencia y se volvió para indicar el sendero que
discurría junto al
—Por aquí —respondió, Índigo sabía lo suficiente para comprender sus palabras en esta ocasión—. Cinco días de viaje a pie.
Índigo miró más allá del dedo extendido de la mujer, y su rostro no traicionó nada del repentino aceleramiento de su pulso. Dirección nordeste. El aparentemente ambiguo mensaje de la piedra-imán quedaba explicado. Durante unos instantes, la muchacha permaneció muy quieta mientras una mezcla de emociones y reacciones se agitaba en su cerebro. Luego se dio cuenta de que, por encima de todo, se destacaba una clara intuición que barría todas las dudas, todas las advertencias, toda otra consideración.
Sus anfitriones la llenaron de regalos antes de permitir que la procesión se pusiera en marcha, Índigo no quería aceptarlos; la familia podía ser considerada discretamente próspera según los criterios locales, pero desde luego no era rica y no podía permitirse el lujo de regalar toda la comida y utensilios y piezas de tela finamente tejidas que se amontonaban en la litera a sus pies. Nadie hizo caso de sus protestas, no obstante; todo lo que sus antiguos anfitriones deseaban —o, más bien, anhelaban, al parecer cambio de su generosidad era que posase ambas manos . Sobre las cabezas de cada uno de ellos, desde la anciana señora de la casa hasta el más pequeño niño de pecho.
Índigo se sintió como una curandera, pero no tuvo el valor de negarles el favor. Cuando la ceremonia de las bendiciones tocó a su fin y, entre ruidosas despedidas, las cuatro mujeres se alejaron llevando en hombros la litera, la joven se dejó caer sobre los almohadones tras las multicolores cortinas sintiéndose avergonzada y culpable. ¿Que habrían contado Shalune y su séquito a estas confiadas personas? ¿Que ella era un ser especial, imbuido del poder de traerles buena suerte? ¿Lo creía en realidad Shalune? Y, de ser así, ¿por qué? ¿Qué
Suspiró y apartó a un lado una de las cortinas, que convertían el ya recalentado aire del interior de la litera en al o sofocante e insoportable.
Índigo le sonrió con afecto y contestó:
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La loba volvió la cabeza y lamió el pegajoso aire con la lengua.
En contra de lo que esperaba, Índigo durmió gran parte del largo y monótono día. Parecía como si las cuatro mujeres fueran incansables. Se detuvieron tan sólo en una ocasión durante las horas diurnas, para comer una rápida comida y beber copiosas cantidades de agua, y la joven sospechó que debían de utilizar alguna droga hecha de hierbas para aumentar su resistencia más allá de los límites normales. El continuo traqueteo de la litera, unido a la sensación de claustrofobia engendrada por el sofocante aire y los ahogados pero incesantes ruidos del bosque, la arrullaban haciéndola caer en un extraño letargo que de vez en cuando casi se semejaba a la fiebre.
Se detuvieron para pasar la noche cuando empezó a oscurecer y las sombras cayeron como una sábana sobre el bosque. No se veía señal de ningún lugar habitado, y, antes de ponerse a preparar una improvisada cena, las mujeres dieron vueltas en torno al lugar elegido, entonando cánticos y depositando pequeños paquetes de comida en un amplio círculo alrededor de la litera.
El esquema del primer día continuó durante los cinco días y noches de su viaje, interrumpido sólo por otros dos violentos temporales. En los momentos de mayor
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intensidad de las tormentas buscaban refugio, acurrucándose junto a la litera bajo una curiosa especie de árbol de tronco hinchado con hojas de dos metros y medio tan anchas como un hombre con los brazos extendidos, para luego seguir avanzando penosamente bajo la bochornosa humedad en cuanto amainaba el aguacero. Pasaron junto a vanos poblados durante el trayecto, y en cada ocasión se las recibía con una combinación de respetuoso temor y alegría. Nuevos regalos se amontonaban sobre Índigo, y una vez más los donantes sólo querían su bendición a cambio. Shalune presidía, repartiendo consejos y justicia, y luego, pasadas dos o tres horas, se volvía a levantar la litera y seguían su camino.
El quinto día amaneció húmedo y angustiosamente silencioso, con la promesa, dijo
Esta mañana, Shalune y sus acompañantes mostraban un aire de ansiosa expectación. Mientras andaban, las porteadoras de la litera cantaban una rítmica canción de marcha en una tonalidad menor ligeramente inquietante.
Índigo dormitaba de forma irregular e incómoda detrás de las cortinas corridas de la litera, pero la llamada telepática de
La maraña de árboles y maleza había cesado tan de improviso como si una guadaña gigantesca hubiera pasado por allí, y se encontraban a la orilla de un lago circular que reflejaba el profundo azul del cielo como si se tratara de un enorme espejo. El sol, casi directamente encima de sus cabezas en esta latitud, tenía un brillo cegador que blanqueaba el paisaje y laceraba los ojos de Índigo con su intensidad. Alrededor de la orilla del lago, los árboles se apiñaban unos contra otros, pero, en la orilla opuesta, el muro verde-grisáceo quedaba roto por un gigantesco farallón de roca roja, escalonado y aplanado en la cima para formar un zigurat que se alzaba por encima de los árboles. La fachada del zigurat estaba asaeteada de lo que parecían cuevas de una simetría antinatural, y en la cima truncada, demasiado distante para poder apreciar su origen, un fino penacho de humo se elevaba por el aire inmóvil.
Las mujeres depositaron la litera sobre el suelo. Miraban con ansiedad el farallón rocoso situado al otro lado del lago, e Índigo hizo intención de descender de la litera para reunirse con ellas. Al ver sus intenciones, Shalune hizo un gesto negativo, indicándole que permaneciera donde estaba. Luego rebuscó en la bolsa que llevaba y sacó un brillante disco de metal que parecía latón de unos veinticinco o treinta centímetros de diámetro. Shalune levantó los ojos hacia el cielo, guiñándolos un poco, y dio unos pasos en dirección al lago con el disco en alto, inclinándolo adelante y atrás para que reflejara los rayos del sol. Luego aguardó, y segundos más tarde un brillante puntito de luz centelleó desde el farallón como respuesta a su señal. Con un gruñido de satisfacción, Shalune volvió a guardar el disco en la bolsa; las mujeres levantaron la litera de nuevo y comenzaron a rodear el perímetro del lago. Llevaban recorrida quizá la mitad de la distancia que las separaba del zigurat, cuando una estruendosa fanfarria quebró el silencio.
Había escalones tallados en la roca, que descendían las empinadas terrazas zigzagueando junto a salientes y entradas de cuevas hasta una parcela de terreno arenoso que formaba un coso al aire libre entre el farallón y la orilla del lago. Una docena de mujeres bajaban por la escalera, como un refulgente río, conducidas por una figura alta y huesuda vestida con una delgada falda y un peto a juego de tela multicolor, y coronada con un tocado de plumas. La comitiva alcanzó el pie del último tramo de escaleras en el mismo instante en que llegaban ante él Shalune y el resto del grupo. Shalune se adelantó hacia la mujer alta y le dirigió un saludo ceremonioso. La mujer inclinó la cabeza, pronunció algunas palabras concisas como respuesta, y pasó junto a Shalune en dirección a la litera.
Índigo ya se había dado cuenta de que las acompañantes de la mujer alta iban armadas con largas lanzas y que unas incluso llevaban machetes colgando de sus cinturones de cuero, y sintió tanta desconfianza como
Durante unos pocos segundos ella y la recién llegada se contemplaron fijamente, Índigo era alta pero esta mujer la sobrepasaba en más de media cabeza, y el tocado ponía aún más de relieve su altura, de modo que la joven se sintió empequeñecida. Unos intensos ojos oscuros situados en un rostro severo de mandíbula firme contemplaron a Índigo con suma atención; luego la mujer extendió una mano morena de dedos larguísimos y posó los primeros, dos dedos en la frente de Índigo. La muchacha contuvo la respiración pero no se movió, y al cabo de unos instantes la mano se retiró. Entonces, ante la sorpresa de Índigo,: la mujer inclinó la cabeza con los brazos extendidos en; un gesto inequívoco de respeto.
—Me llamo Uluye —dijo en su propia lengua, que en estos momentos Índigo conocía lo bastante bien como para comprender al menos unas pocas palabras—. Soy... —siguió; una palabra desconocida, que
Índigo le dedicó una respetuosa reverencia al estilo de las viejas Islas Meridionales, que incluso después de todos estos años todavía le resultaba un gesto natural.
—Me llamo Índigo.
Le dio la impresión de no haberlo dicho con la inflexión correcta, pero Uluye pareció comprender perfectamente, ya que inició un largo discurso durante el cual repitió varias veces el nombre de Índigo.
Uluye finalizó su discurso y extendió un brazo para! indicar en dirección a la escalera, Índigo indicó su conformidad con la cabeza y se volvió hacia la escalera. Las demás mujeres formaron detrás de ellas, Shalune justo a la espalda de Índigo, y las trompas volvieron a resonar mientras iniciaban el largo ascenso por la zigzagueante escalera. Resultó una ascensión agotadora, pero, tras cinco días sin poder hacer otra cosa que descansar en el interior de la litera, Índigo había recuperado una buena parte de las tuerzas y, aunque no transcurrió mucho tiempo antes de que los muslos le empezaran a doler terriblemente, sabía que podía llegar a la cima sin demasiadas dificultades.
El lago, con su franja de árboles, quedó a sus pies. Al verlo desde una nueva perspectiva Índigo descubrió que era casi un círculo perfecto, y, desde lo alto, sus aguas parecían un espejo azul-verdoso. Sospechó que debía de ser muy profundo; quizá se tratara de un volcán apagado desde hacía mucho tiempo, aunque no existía ninguna otra elevación exceptuando el farallón que pudiera haber formado parte de las paredes de un antiguo cráter. Pero, fuera el fuera su origen, una cosa era cierta: esta especie de poblado era una fortaleza ideal y prácticamente
impenetrable.
Se encontraban ya por encima de las copas de los árboles, y no había nada que las protegiera del calor que caía sobre ellas como plomo derretido.
Uluye agradecía sus palabras con un gesto de la mano pero sin detenerse ni aminorar el paso, y no tardaron mucho en llegar a la última repisa, situada a unos seis metros por debajo de la cumbre del zigurat. Uluye tomó por repisa, que era lo bastante ancha como para mitigar ligeramente los efectos de su vertiginosa altura, y condujo la comitiva hasta la entrada de otra cueva, mayor que sus vecinas, rodeada de sigilos tallados en la roca y tapada una cortina tejida. Shalune se adelantó para apartar la cortina, pero Uluye llegó antes que ella. Ambas mujeres intercambiaron una severa mirada; luego Uluye abrió la marcha hacia el interior, y los ojos de Índigo se abrieron en apreciativa sorpresa al ver lo que había al otro lado.
La cueva había sido transformada en un hogar cómodo y bien equipado. El suelo perfectamente llano estaba cubierto de esteras, y las paredes se hallaban adornadas murales pintados. Había tres sillones de juncos trenzado con la tradicional forma de bote propia de la Isla Tenebrosa, un lecho también de juncos trenzados que colgaba a pocos centímetros del suelo, un hogar para cocinar rodeado de pucheros y utensilios, y un surtido de otros objetos prácticos, desde abanicos de plumas con brillantes mangos de madera a un espejo de metal, e incluso instrumentos para escribir tales como papiros y un estilete hueso. La habitación estaba iluminada por lámparas de arcilla que ardían con una luz azulada y despedían un dulzón perfume almibarado desde sus elevados nichos en las paredes.
Uluye miró a Índigo; Shalune permaneció expectante a su espalda. La joven comprendió entonces que esta cueva iba a ser su residencia, y que las dos mujeres aguardaban su reacción. Así pues, las miró, primero a una y luego a la otra, y sonrió vacilante.
—Está muy bien —les dijo en el idioma de ellas—. Muy bonito. Gracias.
Shalune mostró los dientes en la temible mueca que, supuestamente, era una sonrisa, y Uluye relajó su austera! actitud lo suficiente como para esbozar una leve sonrisa forzada.
—Comerás ahora —anunció—. Y luego... —Pero el resto de la frase resultó ininteligible para Índigo, y ésta sacudió la cabeza derrotada.
Permitid. —Era la única palabra que Índigo conocía por el momento del idioma de las mujeres que tenía una cierta relación con una disculpa—. No... estoy... —Pero sus limitados conocimientos no le sirvieron de nada, y realizó un gesto de impotencia.
Shalune pareció comprender y empezó a hablar rápidamente con Uluye, explicando, supuso Índigo, que su huésped no conocía todavía su idioma. Uluye asintió, dijo algo que Índigo creyó que significaba «después», y abandonó la cueva. Shalune la siguió con la mirada y luego se volvió hacia Índigo. Su expresión, con una ceja ligeramente alzada, resultó más elocuente que cualquier frase, y conformó la débil pero creciente sospecha de Índigo de que existía algo más que una pequeña disensión entre las dos mujeres.
Como no deseaba tomar partido hasta conocerlas mejor, la muchacha mantuvo una expresión reservadamente neutral, y, al cabo de unos pocos segundos, Shalune se encogió de hombros y se dirigió hacia el hogar. Los rescoldos de un fuego de leña brillaban entre las piedras, y algo hervía despacio en un puchero tapado de arcilla situado , aun lado del foco de brillantes rescoldos.
—Para ti —dijo Shalune, indicando la comida.
—¿Comerás conmigo? —se aventuró a tantear Índigo.
—No, no —respondió ella meneando la cabeza con energía; luego añadió una palabra que Índigo no comprendió—. Regresaré más tarde. Come y descansa. — Con las manos imitó a alguien durmiendo por si Índigo no la hubiera comprendido del todo y, tras dedicarle un respetuoso saludo, salió de la cueva.
—Ella y la otrrra no son muy bu... buenas amigasss, me parece —dijo en voz alta.
—Estoy de acuerdo. También yo intuyo que confiaría en Shalune antes que en Uluye, lo que es una lástima, ya que es evidente que es Uluye quien manda aquí.
—Sssí.
—Bueno, por el momento su actitud es tranquilizadora y eso parece confirmar lo que la piedra-imán nos dijo —Índigo jugueteó con la bolsa de cuero que le colgaba al cuello— Tendremos que esperar y ver.
—Crrreo —dijo la loba, bajando la cabeza— que esto es una especie de lugar religioso, como se nos ha dado a entender. Ese humo en la parte superior del farallón... ¿y templo, quizá?
—Probablemente. Aunque, si lo es, entonces, tal y cor dijiste antes, es casi seguro que no está dedicado a la Madre Tierra tal y como nosotros la vemos.
—También eso me prrreocupa —repuso
—No.
Índigo alzó una mano, anticipándose a las palabras la loba. Sabía que
—No creo que sea sensato hacer conjeturas sobre esto por ahora. En el pasado nos hemos equivocado demasía do a menudo para arriesgarnos ahora a dar por sentad que las cosas son necesariamente lo que parecen. Heme de tener paciencia, esperar el momento. —De improviso esto le resultó irónicamente divertido, y dejó escapar un débil carcajada hueca—. Después de todo, tiempo es la única cosa que no nos falta.
CAPÍTULO 4
Uluye regresó cuando el sol se ponía, Índigo había dormido algunas horas después de dar cuenta de la comida que las mujeres le habían dejado preparada, lo que resultaba sorprendente, ya que no había hecho otra cosa que dormir durante los últimos cinco días, pero el calor y el silencio resultaban soporíficos y se había amodorrado sin querer.
Uluye llevaba todavía el tocado de plumas pero había cambiado la túnica por un vestido largo y sin mangas, y de su cuello pendía un collar hecho de innumerables huesos ensartados, cada uno tallado para representar algún .animal o ave, que tintineaba a cada movimiento que realizaba.
—Estamos listas —dijo; al menos, Índigo creyó que eso era lo que quería decir—. Ven.
—¿Ven? —repitió la joven frunciendo el entrecejo, para luego inquirir—. ¿Adonde?
Uluye señaló a lo alto y luego le tendió un objeto que sostenía. Se trataba de un traje parecido al de la sacerdotisa, pero teñido con un remolino de tonos azul, morado y negro, Índigo lo tomó indecisa y se señaló a sí misma.
—¿Quieres que me ponga esto? —preguntó en su propio idioma.
La mujer no respondió sino que se quedó contemplándola expectante. Tras una ligera vacilación, Índigo se encogió de hombros y empezó a cambiarse. El vestido era amplio y fresco, mucho más cómodo que su camisa y pantalones que además estaban llenos de manchas. Cuando estuvo lista, Uluye meneó la cabeza en señal de aprobación y abrió la marcha en dirección a la boca de la cueva. No conociendo sus intenciones pero deseosa de mostrarse cooperativa por el momento, Índigo la siguió, con
Salieron a la repisa de piedra e Índigo se detuvo asombrada ante la vista que se ofrecía a sus ojos. El sol sólo era visible ya como una delgada y llameante medialuna que sobresalía por encima de las copas de los árboles, bajo el reflejo de su luz el mundo parecía encontrarse e llamas. El lago era un enorme círculo rojo; el cielo sobre sus cabezas, una bóveda de brillante cobre; y, situados entre el lago y el cielo y el bosque envuelto en sombras, le muros de arenisca del zigurat refulgían rojos bajo los últimos rayos del atardecer. Por el este, empezaban a acumularse nubes, afilados haces que anunciaban las masas mi densas que se aproximaban desde la retaguardia. No soplaba ni una gota de aire.
Uluye las condujo al otro extremo de la repisa, done una escalera mucho más pequeña y estrecha que las grandes escalinatas que entrecruzaban la pared de roca a pies ascendía por el último tramo de la ladera hasta llega a la cima del farallón, Índigo miró a su alrededor y se sorprendió al descubrir que no se veía a nadie ni en este nivel ni en las repisas inferiores. Los rostros sonrientes y hospitalarios que había visto antes habían desaparecido, y peñón parecía totalmente desierto.
Iniciaron la ascensión, y, a medida que se acercaban final de la escalera, volvió a hacerse visible el fino penacho de humo, alzándose en dirección al cada vez más oscuro cielo. Un fuerte perfume flotaba en el aire, aumentando en intensidad cuanto más se aproximaban a la cima: picante, un poco acre, entremezclado con un deje de algo putrefacto y malsano. Ascendieron al fin los últimos doce peldaños y salieron a la parte superior del farallón, e Índigo contempló con asombro el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
Cuatro columnas truncadas de arenisca se elevaban unos seis metros sobre la cima del zigurat, delimitando un cuadrado casi perfecto. Unas losas de piedra formaban una terraza entre las columnas, y alrededor del cuadrado se veía a más de cincuenta mujeres de todas las edades, desde jovencitas a ancianas, en silenciosas y atentas hileras.
Hace o más iban armadas con lanzas, que sostenían formando un rígido ángulo ritual. Todas llevaban túnicas e iban cubiertas de adornos hechos de madera y de hueso; y todas estaban en completo silencio.
Pero no fue aquella gente que observaba y aguardaba la que captó la atención de Índigo, ni las columnas, ni siquiera el enorme recipiente de metal batido colocado sobre una plataforma del que surgía el humo del incienso en un torrente ininterrumpido y sofocantemente perfumado. Fue el sillón —trono sería quizás una palabra más adecuada— colocado frente a la peana, cerca del centro del cuadrado. Tallado a partir de bloques de arenisca, sus brazos y respaldo estaban esculpidos con complicadas y terribles figuras que mezclaban humanos, animales y otras formas inquietantes e innominables. Y, entronizado en el sillón en una horrible apariencia de majestad, ataviado con una amplia capa de plumas y coronado con un enorme y pesado tocado que empequeñecía incluso al de Uluye, había un cadáver.
La mujer debía de llevar muerta al menos quince días, y la descomposición provocada por el clima tropical en ese tiempo resultaba espantosa, Índigo desvió rápidamente la mirada después de echar un único vistazo al rostro devorado por los gusanos, a las vacías cuencas, a la mueca loca y demente de unos labios que se habían podrido para mostrar unos dientes a punto de desprenderse. Comprendió ahora que el nauseabundo olor dulzón que había pensado que formaba parte de las espesas nubes de incienso era, en realidad, el hedor que desprendía el cadáver, y estuvo a punto de vomitar. ¿Qué era esta criatura? ¿Cuál era su significado? ¿Y qué tenía que ver con ella?
Uluye avanzó hasta detenerse justo enfrente del cuerpo! sentado en el trono. Luego giró sobre los talones —su elevada figura iluminada teatralmente por las llamas del incienso que ardía en el recipiente situado a su espalda— alzó los brazos hacia el cielo y empezó a hablar. Índigo no comprendió más que unas pocas palabras y no pudo deducir nada de ellas, pero
Sonriendo con torvo placer, Uluye se volvió una ve más y avanzó hacia el sillón de arenisca; tras realizar una superficial reverencia ante el cadáver del trono, extendió los brazos y le quitó la corona de la cabeza. Pedazos de carne y mechones de cabellos muertos se desprendieron de la cabeza al soltarse el tocado. Uluye retrocedió entonces, se dio la vuelta, y se acercó a Índigo con la corona en alto. La muchacha la observó sin comprender todavía hasta que el frenético mensaje mental de
Índigo sintió como si sus pies se hubieran fundido con la roca sobre la que descansaban. Sus ojos se clavaron en una sonrisa triunfante del rostro de Uluye y vio en los ojos de la alta mujer lo certero de la advertencia de
—No... —La joven empezó a retroceder—. No, oh, no. No comprendéis, no os dais cuenta, yo no soy...
Desesperada, Índigo buscó otras rutas de huida. No había ninguna. La escalera a su espalda era la única forma de descender de la cima del farallón, y las otras mujeres armadas con lanzas la habían rodeado hasta dejarla completamente cercada. Tanto éstas como las otras mujeres, espectadores, la miraban con aire expectante.
Índigo aspiró con fuerza para tranquilizarse y colocó una mano sobre la cabeza de
—Uluye, se ha producido un gran error. —Sabía que la sacerdotisa no la comprendería, pero debía realizar algún intento de comunicarse antes de que la situación se desmandara por completo—. No sé lo que esto significa, pero no soy una diosa ni un oráculo ni lo que sea que parece creéis que soy. Uluye, tienes que intentar comprender...
Viendo que la expresión de la mujer no había cambiado, pasó de inmediato al lenguaje telepático.
«¡Grimya,
Devanándose los sesos,
—No es un error —dijo con firmeza, y extendió una mano—. Ven.
«Grimya... »
Índigo había llegado a la misma conclusión. Parecía como si, por el momento al menos, no tuviera otra elección que acatar la voluntad de Uluye. Hizo un gesto del asentimiento, esperando que su nerviosismo no resultase demasiado evidente, y permitió que la mujer la tomara de la mano y la condujera hasta el trono de piedra. En el espacio de unos pocos minutos, el sol se había desvanecido por completo y el crepúsculo había dado paso a la oscuridad. Dos sacerdotisas alimentaban en aquellos momentos el enorme brasero, cuyas llamas se elevaron de improviso con más fuerza, iluminando la cumbre del farallón con una potente luz amarilla.
La criatura del trono pareció inclinarse en dirección al Índigo como si de improviso hubiera regresado a la vida,; ! y la muchacha se encogió con una exclamación ahogada antes de darse cuenta de que no se trataba más que de una ilusión creada por la parpadeante luz. La mezcla de los olores del incienso y del cuerpo en descomposición la mareaban, y el peso de la monstruosa corona le hacía perder el equilibrio; se sentía irreal, descontrolada, como inmersa en una pesadilla, sin nadie para despertarla.
Se produjo un leve centelleo en el cielo, y a lo lejos se escuchó el enojado retumbar del trueno. Uluye condujo a Índigo hasta el trono y ambas se detuvieron ante él. El hedor del oráculo difunto inundó las fosas nasales de la muchacha, y ésta se creyó a punto de vomitar, o incluso de desmayarse; consiguió mantenerse erguida con un gran esfuerzo, y entonces Uluye realizó un imperioso gesto con la mano libre y dos figuras borrosas se adelantaron. Avanzando hasta el Billón, levantaron el cuerpo del asiento. ! Uluye apartó a Índigo a un lado mientras bajaban el cadáver. Luego, con gran solemnidad, siguieron a la pequeña procesión por el suelo de losas hasta el borde del zigurat. Índigo miró abajo pero no vio nada excepto un débil fulgor oscuro allí donde debía de estar el lago. Todo
lo demás quedaba inmerso en la intensa oscuridad de la noche tropical.
De repente volvieron a brillar los relámpagos, dando momentáneamente a la noche un tono azul eléctrico y haciendo resaltar nítidamente a las dos figuras y su espantosa carga. Las mujeres allí reunidas empezaron a gemir de nuevo, y los gemidos se convirtieron en un cántico regular, rítmico y ululante que tenía como acompañamiento las trompas y un sonido que Índigo no había escuchado Insta entonces: el sordo retumbar de pesados tambores resonando allá abajo, ocultos en la oscuridad.
Las dos mujeres detenidas al borde del farallón —Índigo pudo ver ahora que una de ellas era Shalune— lanzaron un grito agudo que se elevó por encima del estruendo. Balancearon los brazos hacia atrás, las piernas firmemente apoyadas en el suelo, y, con un segundo grito ensordecedor, arrojaron el cuerpo del antiguo oráculo hacia arriba y lejos del farallón, Índigo tuvo una fugaz visión del cuerpo Arando y dando vueltas sobre sí mismo como una muñeca de trapo recortada contra el cielo. Entonces el zigzag de un cegador relámpago brilló casi encima mismo de sus cabezas, y el rugido del trueno ahogó todo otro sonido mientras un centelleo fosforescente allá abajo indicaba que el lago había aceptado la ofrenda arrojada a él.
Los cánticos cesaron y trompas y tambores quedaron en silencio mientras los ecos del trueno se desvanecían, Y, durante quizá diez segundos, la atmósfera resultó opresivamente silenciosa e inmóvil. Luego, débilmente al principio pero elevándose con rapidez en tono y en fuerza, las mujeres allí reunidas iniciaron un rítmico y susurrante cántico en el que repetían una y otra vez una única palabra: «habla, habla, habla», Índigo no comprendía su significado, pero las voces de las mujeres poseían un desagradable e insistente matiz que le produjo un escalofrío. De improviso, Uluye, que era la única que no se había unido al cántico, alzó de nuevo los brazos hacia el cielo y gritó con voz potente que resonó por encima del lago y del bosque:
—
Uluye giró para colocarse frente a ella y se sumó al cántico de las demás mujeres. El brillo ansioso y casi fanático de sus ojos heló la sangre de Índigo al comprender ésta súbitamente lo que significaba.
—¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!
Era una letanía ahora, una letanía y una exigencia que la muchacha no podía satisfacer. Intentó protestar, intentó hacer comprender a Uluye que ella no era y jamás podría ser su oráculo, pero las mujeres se apelotonaban a su alrededor, empujándola quisiera o no en dirección al trono de piedra, y sus negativas quedaron ahogadas por el cántico y por un nuevo trueno que sacudió el farallón. El trono se alzaba amenazador ante ella, y decenas de manos la empujaban hacia el elevado sillón y la obligaban a darse la vuelta; se estremeció al sentir el contacto de la dura piedra en la espalda y bajo los muslos. Entonces las mujeres retrocedieron como una ola al retirarse, e Índigo se encontró sola, sentada en el trono del oráculo.
El olor del incienso la hacía sentirse mareada, olor que se mezclaba ahora con el fuerte aroma de la inminente lluvia. No veía a
Uluye se encontraba junto a ella, y de algún lugar había sacado un cuenco de madera lleno de agua, que colocó frente a los labios de Índigo. Ésta bebió agradecida con avidez antes de darse cuenta de que había algo más que agua en el recipiente: hierbas, polvos medio disueltos, sabores que no reconoció. Sintió cómo la refrescante bebida descendía por su garganta, y pensó que al menos le había suavizado los resecos labios y la garganta. La corona le pesaba; empezaba a dolerle la cabeza y se sentía arder, como si hubiera regresado la fiebre.
Los cánticos de las mujeres crecían y disminuían de volumen, crecían y disminuían, e Índigo tuvo la impresión de que formaban ahora en una procesión que desfilaba ante el trono de piedra; cada una de ellas, desde la más joven hasta la más anciana, se detenía para inclinarse respetuosamente ante ella al pasar. Vio las toscas facciones de Shalune y sus largas y ondulantes trenzas. Vio a una anciana que mascullaba y apenas si podía juntar sus artríticas manos. Vio a una jovencita solemne que se parecía a Uluye pero con veinte años menos. Vio a un bebé, farfullando y agitando las gordezuelas piernas, colgado de los brazos de su madre. Rostros oscuros en la penumbra, ojos que relucían como lámparas a la luz de las llamas, el rumor de pies desnudos al arrastrarse por el suelo y el incesante cántico: «¡habla, habla, habla!».
La voz mental de
«¡No
Pero de improviso la llamada de la loba, los cánticos y la parpadeante y febril escena se vieron interrumpidas si uno si un grueso muro hubiera ido a caer entre Índigo y sus propios sentidos. Una violenta sacudida le recorrió todo el cuerpo, y un ramalazo de dolor insoportable se apoderó de ella; entonces la claridad regresó y le pareció ir flotando, sin cuerpo, en medio de la calma, la oscuridad y el silencio. Y alguien le hablaba.
No oyó las palabras, pero las sintió, y sintió detrás de rila la presencia que impregnaba la oscuridad que la rodeaba. Fría, reservada, secreta... e intensamente poderosa.
Existía algo amenazador en ella, pero Índigo no sintió temor. Era como si conociera —o
No sabía cuánto tiempo había transcurrido —si es que el tiempo era relevante en ese estado de ensoñación— antes de darse cuenta de que el insistente e inexpresivo mi mullo había cesado. La presencia empezó a retirarse, y repente Índigo sintió una sensación de frío tan Ínter como si estuviera inmersa en un invierno polar. Intentó abrir la boca para protestar, pero carecía de cuerpo, de presencia física, de medios con los que expresar su conmoción. Sintió que tiraban de ella, que la arrancaban del tranquilo corazón de la oscuridad para lanzarla contra discordante mundo exterior de luz y ruido, y, aunque intentaba luchar contra la tracción, estaba impotente. La oscuridad desaparecía cada vez más deprisa, más deprisa Entonces, justo antes de verse arrojada otra vez al mundo físico, Índigo vio dos ojos que la contemplaban desde vacío que dejaba atrás. Los ojos eran humanos, pero llenos del terrible conocimiento que trasciende las limitaciones humanas. Eran de un negro brillante, como estrellas negras, y alrededor de cada iris tenían una reluciente aureola plateada.
El mundo de las tinieblas expulsó a Índigo, que gritó de dolor y sorpresa cuando mente y cuerpo se fundieron de nuevo en una sola entidad, y la joven se encontró sentada muy erguida en el trono de arenisca bajo un cielo tormentoso iluminado por los relámpagos. Unas figuras oscuras se acercaban corriendo hacia ella; intentó levantarse pero perdió el control de las piernas, y habría caído del asiento de no haber sido por las manos que se extendieron para sujetarla. Algo siseaba a lo lejos como si fueran serpientes; escuchaba los ladridos de
Índigo lanzó una exclamación ahogada y se tambaleo bajo el terrible aguacero. El pie le resbaló sobre la piedra húmeda y perdió el equilibrio, produciéndose un doloroso arañazo en la pierna con el trono al doblársele las dulas. Voces agudas resonaron en sus oídos; mientras la mujeres intentaban ayudarla a incorporarse, la acometieron las náuseas y un delgado hilillo de líquido brotó de su garganta para derramarse sobre el suelo de piedra. De pronto se sentía sin fuerzas para luchar. Se encontraba demasiado enferma y débil para oponerse a las manos —parecía haber
Las mujeres la bajaron por la escalera, traicioneramente resbaladiza ahora a
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causa de la lluvia, y la condujeron a la cueva que le servía de alojamiento.
Índigo se daba cuenta de todo aquel alboroto pero se sentía demasiado agotada para abrir los ojos siquiera y ver lo que sucedía. Oyó cómo las mujeres se retiraban y escuchó voces que le pareció que eran las de Shalune y Uluye discutiendo cerca de la entrada de la cueva. Tras un violento intercambio de palabras, Uluye se marchó, pero, antes de que terminara la discusión, la palabra «fiebre», que Índigo conocía bien, llegó a los oídos de la joven en varias ocasiones. ¿Había regresado la fiebre? Eso temía, pues se sentía a la vez ardiendo y helada, y no podía desprenderse de la ilusión de que flotaba en el aire y de que sus dedos se habían hinchado hasta ser cinco veces más grandes de lo normal.
Alguien en algún momento le había quitado el pesado tocado. Le alegraba estar libre de él, le alegraba no estar sentada ya en el trono de piedra, con la carne de su rostro descompuesta y el cabello cayéndosele a mechones, y... No, no debía dejar que sus pensamientos fueran en esa dirección. Ella no era el oráculo muerto; ella era... otra persona. Otra persona.
El rumor de unas pisadas sordas penetró en su mente distraída, y una áspera mano cuadrada, mojada por la lluvia, se posó con firmeza sobre su frente. Shalune gruñó como si hubiera obtenido justificación a alguna opinión particular suya; luego miró con severidad a
—Quédate ahí —dijo con firmeza; el tono de su voz indicó a
¿De qué?, pensó
No se percibía olor a incienso; no había la menor señal de humo ni se reflejaba ningún resplandor procedente del fuego del brasero. Las mujeres se habían retirado a sus alojamientos, y la noche permanecía en calma.
Retiró la cabeza de la abertura y volvió a deslizarse al interior de la cueva para ir a tumbarse junto a Índigo. La muchacha parecía dormir, lo que resultaba una bendición.
Creía que la palabra para definir lo ocurrido era «trance», pero no estaba segura. Lo que
Uluye y su séquito se habían deshecho de su viejo oráculo esta noche y habían colocado otro nuevo en su lugar, Índigo creía que las mujeres habían cometido un terrible error, pero, después de lo acaecido esta noche,
CAPÍTULO 5
De acuerdo con las estrictas órdenes de Shalune, a Índigo se la dejó descansar durante tres noches y los dos días que mediaban entre éstas. Al parecer, la fiebre había regresado, aunque con menos fuerza, y Shalune estaba claramente convencida de que su paciente no debiera haberse visto expuesta a los rigores de la ceremonia de la cima del farallón justo nada más llegar. Ella y Uluye sostuvieron una nueva discusión al respecto. En opinión de
Entretanto,
La verdad era que, con gran sorpresa por su parte,
En otras circunstancias,
Sin embargo, bajo la superficie, existía un mar de fondo que la loba percibía pero no podía precisar, como un.; rastro en medio de un viento cambiante. No podía olvidar lo sucedido en el punto culminante de la ceremonia de la cima del farallón, y tampoco podía olvidar la expresión embelesada y ávida de los rostros de las sacerdotisas —y en particular del rostro de Uluye— al producirse aquel extraño acontecimiento. Aunque la información había permanecido sumergida durante los últimos días a causa de sucesos más inmediatos, la loba no había olvidado que la piedra-imán las había conducido aquí en busca de un demonio. Pero ¿qué clase de demonio sería?
Preocupada por sus reflexiones, decidió utilizar su libertad para moverse por el poblado. Con la ayuda de sus poderes telepáticos, que en ocasiones le permitían leer en mentes desprevenidas la esencia de intenciones ocultas, se dedicó en primer lugar a aprender más cosas sobre la lengua de la Isla Tenebrosa. Seguía grupos de mujeres cuantío se reunían para lavar la ropa en el lago y escuchaba sus conversaciones con atención, memorizando tantas palabras desconocidas como le era posible. Jugaba con las criaturas, cuya constante repetición de sus juegos favoritos las convertía en maestras excelentes aunque involuntarias. Permanecía en la cueva superior mientras Shalune se ocupaba de Índigo y la alimentaba con un oloroso caldo, y escuchaba los ceremoniales cánticos curativos que la mujer murmuraba en tanto realizaba su tarea. Y, gracias a tanto escuchar, observar y memorizar,
Enseguida averiguó que los habitantes de la ciudadela del farallón eran exclusivamente del sexo femenino. Los hombres —de cualquier edad— tenían prohibida la entrada en la ciudadela, y el tabú, al parecer, era estrictamente respetado por la población local. Al igual que la familia de comerciantes del
En su primera mañana de estancia allí,
El nombre la obsesionó. Quién o qué era la Dama Ancestral, no lo sabía, pero sospechaba que existía una conexión con cualquier poder o deidad que adoraran estas» mujeres. Escuchó el nombre varias veces más durante la mañana y su incapacidad para comprender su significado la llenó de frustración. Existía una conexión entre la Dama Ancestral e Índigo, estaba segura. Pero ¿cuál era?
No tardó mucho en averiguar más cosas. A medida que aumentaba su comprensión de la lengua de los habitantes de la Isla Tenebrosa, fue descubriendo que el culto de las sacerdotisas tenía que ver por encima de todo con la muerte. La muerte era una presencia poderosa y constante en este clima infestado de fiebres y enfermedades, y las fronteras entre los mundos de los vivos y de los muertos eran estrechas y a menudo no muy definidas. La entrada principal al reino de los muertos era, según creencia popular, el mismo lago..., y bajo las aguas del lago se encontraban los dominios de la Dama Ancestral.
Si la Dama Ancestral era una diosa, decidió
La primera vez que presenció la ceremonia vespertina,:
—Te asombran nuestros rituales, ¿verdad,
La mujer le dedicó una sonrisa para volverse luego a contemplar la procesión, que en estos momentos había llegado ya al otro extremo del lago. Evidentemente no esperaba una respuesta de la loba, sino que se limitaba a charlar romo lo haría con cualquier animal, y, aunque
—Tenemos que rodear el lago cada noche —continuó Shalune—. De lo contrario, los muertos podrían ascender desde el reino de la Dama Ancestral situado bajo el lago para perseguirnos.
Las orejas de
—No hay nada que temer. Los gritos, y los bastones y tambores, mantendrán apartados a espíritus y zombis. No vendrán a atormentarnos. Además —añadió con una pizca de orgullo—, cuando la Dama Ancestral nos habló anoche, prometió que no habría plagas esta temporada, como recompensa por haber seguido las señales que nos envió y haber encontrado a su nuevo oráculo. Está satisfecha de nosotras.
Acarició levemente el pelaje de la loba, casi como si se tratara de una piedra de toque, y se alejó, mientras la loba contemplaba su marcha consternada al darse cuenta de que sus sospechas de la noche anterior se habían visto confirmadas. La llegada de Shalune y sus acompañantes al kemb de la familia comerciante no se había debido a una coincidencia. Algún poder, alguna profecía, las había conducido hasta Índigo; y eso, añadido al categórico mensaje la piedra-imán, trocó las primitivas sospechas de
El sol se había ocultado tras los árboles, y los rojos reflejos empezaban a desaparecer de la superficie del lago a medida que ésta se oscurecía para adoptar el tono gris, del estaño. La ceremonia tocaba a su fin; los tambores callaron al tiempo que cesaban los gritos de las sacerdotisas y la procesión, ya de regreso, se encaminó hacia el zigurat;
La mañana del tercer día de su estancia en la ciudadela Shalune declaró por fin a su paciente en perfectas condiciones; lo que significó un gran alivio para
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el relato de la loba, se sintió profundamente preocupada.
—¿Dices que
—No en lo rrreferente a tu as... pecto —respondió
—¿Qué dije?
—No lo sé. No comprrrendí las palabras. Pero las mujeres se excitaron mucho, y hubo a... alegría.
—¿Qué era lo que Shalune había dicho mientras contemplaban la ceremonia del lago la tarde siguiente? «La Dama Ancestral está satisfecha de nosotras...
—Sí,
—Sssí —gruñó la loba en voz baja—. Creo que toma la forma de esta crrriatura que ellas llaman la Dama Ancestral. —Descubrió los dientes en un gesto de desasosiego—. También creo que fue ella la que penetrrró en tu mente cuando estabas sssentada en el trrrono de piedrrra. Olí a muerte, como a carne po... drrrida, y ella tiene mucho que ver con la muerte.
La idea de que un ser de esta naturaleza hubiera podido hacerse con el control de su mente, por breve que hubiera sido esta posesión, hizo estremecer a Índigo.
—Por la Madre, esto es una especie de locura —musito con apasionamiento—. ¡Yo no soy un oráculo!
—Las mujeres que viven aquí creen que sí.
De improviso, de forma espontánea, una imagen de unos ojos oscuros orlados de plata centelleó por un brevísimo instante en la mente de Índigo. La joven se sobresaltó, y
—¿Índigo? ¿Qué sssucede?
—No lo sé. —La imagen había desaparecido, e Índigo meneó la cabeza—. Por un instante tuve la impresión que alguna imagen de lo ocurrido anoche volvía a mí, debo de haberme equivocado. —Sus ojos se desviaron en dirección a la entrada de la cueva—Ojalá pudiera hablar con Uluye. Si tan sólo pudiera hablar su idioma, podría hacerle comprender que no soy lo que piensa que soy.
con energía habían reforzado la voluntad de Uluye durante la ceremonia.
—No estoy sssegura de que fuera prrru... dente —dije Uluye posee un grrran poder aquí..., poder terrenal, quiero decir; no conozco ninguna otrrra clase. Sssi dices que no quieres ser su oráculo, no le gusss... tara. Puede ser una enemiga peligrrrosssa. Sería más prrrudente hacer lo que quiere, al menos por ahora. Además —añadió—, pueden existir otrrras razones para no decir nada. Sssi esta Dama Ancestral es el demonio, ¿en qué convierte esto a Uluye?
—No lo había pensado —respondió Índigo, mirándola con desazón—. ¡No se me había ocurrido siquiera! !
—No digo que Uluye sea perversa. Sólo digo que no lo sa... sabemosss.
—Y, hasta que lo sepamos, seríamos muy estúpidas del arriesgarnos a decirle cualquier cosa parecida a la verdad. Además, incluso aunque Uluye no esté directamente conectada con el demonio, dudo que consiguiéramos nada razonando con ella.
Índigo paseó la mirada por la bien equipada cueva, por el montón cada vez mayor de regalos y ofrendas traídos por los habitantes de la ciudadela durante los dos últimos días.
—Estas mujeres pueden festejarnos y concedernos todos los lujos, pero eso no cambia el duro hecho de que somos prisioneras aquí; y esto significa prisioneras de Uluye. Las sacerdotisas pueden venerar a su supuesto oráculo, pero tanto si son conscientes de ello como si no, su lealtad está ante todo con Uluye. El oráculo habla, pero Uluye interpreta y actúa, y, en su calidad de portavoz del oráculo, tiene poder absoluto sobre todo el mundo. —Sonrió torvamente y sin la menor alegría—. En el momento en que me proclamó nuevo oráculo, me convertí en la piedra angular de ese poder. No permitirá que ninguna disensión por mi parte comprometa su posición, y tiene guerreras suficientes a su servicio para asegurarse de que yo no disiento. De modo que, por lo que parece, no tengo más lección que someterme a su voluntad.
—Puede que no resulte tan mala idea después de todo, eso crees? —repuso
—Cierto; pero en muchos aspectos eso me preocupa más que cualquier otra cosa. ¿Recuerdas la maldición de los Bray y lo que pasó con ella? No me gustaría exponerme abiertamente a un poder como aquél una segunda vez.
Frunció el entrecejo—. No creo que pudiera resistir para ver por algo parecido otra vez.
—Lo siento —gimoteó
—No, no; tienes razón en lo que dices. Es sólo que...
Suspiró—. No me malinterpretes, querida
Pero, incluso con tu amor y tu apoyo, todavía desearía poder contar con otra aliada aquí. Si hubiera alguien en la ciudadela en quien pudiera confiar para que me ayudara en lo que tengo que hacer, me sentiría menos vulnerable.
—Quizá deberías hablar con Sha... lune.
—¿Shalune? —Índigo la miró sorprendida.
—Sssi. No es mi intención prrre... cipitarme, pero..., desde que volviste a enfermar, creo que me ha empezado a gustar. Mi instinto también me dice que no todo está bien entre ella y Uluye. Crrr... creo que no están de acuerdo en muchas cosas, y que Shalune preferiría ser la jefa aquí en lugar de Uluye. No conozco la palabra justa para el; pero pienso que ella es... mejor persona.
Acompañando esta afirmación surgió una imagen mental que combinaba la racionalidad, el sentido común y una voluntad de razonar sin dogmatismos, Índigo, que pensaba que escoger entre las dos sacerdotisas era cuestión decidir entre el menor de dos males, se sintió a la vez prendida e intrigada. Había supuesto que Shalune ocupaba el segundo puesto detrás de Uluye en la jerarquía religiosa; si, tal y como daba a entender
—Yo no diría que debas con... fiar en ella —dije
—Tu instinto raras veces se equivoca,
CAPÍTULO 6
Índigo contempló cómo Shalune tomaba con destreza un puchero situado sobre el hogar y empezaba a servir su contenido en dos recipientes de arcilla.
—Ésta es la primera ocasión que he tenido para poder decirte lo agradecida que te estoy, Shalune —dijo la muchacha en la lengua de la Isla Tenebrosa—. Debiera haberlo expresado antes, pero no sabía cómo decirlo de forma correcta en tu lengua.
Shalune alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa.
—No hay nada que agradecer. Me limité a hacer lo que la Dama Ancestral me indicó; cualquier otra habría hecho lo mismo.
Índigo escuchó con atención mientras
Para empezar, no la habían requerido todavía para cumplir con sus deberes como oráculo por segunda vez. No podía negar ni por un momento que se alegraba de ello, pero a la vez también lo encontraba curioso. No obstante, cuando intentó preguntar a Uluye sobre ello, la mujer se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta y decir que esto estaba en las manos de la Dama Ancestral.
Tal vez Shalune fuera más comunicativa, así que Índigo inquirió:
—Shalune, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Pregunta. —Entonces la sacerdotisa lanzó una risita ahogada—. Aunque debería ser yo quien preguntase, ¿no? ¡Tú eres el oráculo después de todo!
—Es lo que todo el mundo dice. Pero, desde esa prime noche, no se me ha pedido que vuelva a hablar. —Hizo una pausa, para luego seguir—: Me he estado pregunta do cuándo llegará esa próxima ocasión.
—Nosotras no podemos predecirlo —respondió Shalune—. Es la Dama Ancestral quien escoge el momento el lugar para su siguiente revelación, no nosotras. Volver a hablar a través de ti cuando tenga algo que decir, no antes. Pero no te preocupes —añadió, dedicando de nuevo a Índigo su sobrecogedora y feroz sonrisa—. Cuando llegue el momento, ¡tú lo sabrás antes que nadie!
Animada por el buen humor de la mujer y su disposición a hablar, Índigo preguntó:
—Pero ¿qué sucederá si ese momento no llega, si estáis equivocadas y yo no soy el oráculo después de todo?
—Eso no es posible —repuso Shalune con expresión desconcertada—. Lo eres.
—¿Cómo podéis estar tan seguras?
—Porque las señales eran inequívocas, claro está. Uluye te habrá hablado sin duda sobre las señales...
—No —negó Índigo meneando la cabeza—. Intenté preguntar, pero..., bien...
Shalune vaciló un momento, como si no estuviera muy segura de lo franca que podía atreverse a ser; luego se encogió de hombros.
—Uluye puede haber tenido sus motivos para no hablar. Pero yo no tengo ninguno. Las últimas palabras de la Dama Ancestral a través del antiguo oráculo fueron que debíamos viajar hacia el sudoeste en nuestra búsqueda, y que encontraríamos a la persona escogida resguardándose de una fuerte tormenta. La persona elegida, dijo el oráculo, un tendría a un animal como compañero, y nuestra primera prueba sería salvarle la vida con nuestras artes curativas y nuestra magia. —Volvió a encogerse de hombros—.
¿Cómo es posible que los dos seres que buscábamos no seáis tú y
—¿Un qué? —inquirió Índigo, contemplándola con fijeza.
—¿No sabes lo que significa
También
—No había oído esta palabra en mi vida.
—Ah. Bueno, quizá sea mejor que siga así; te ahorrará momentos desagradables. De todos modos, no tienes que preocuparte por los
«Desde luego que no...», se dijo Índigo, conteniendo una sonrisa.
Ignorante de la conversación que tenía lugar entre las dos, Shalune depositó un cuenco frente a Índigo y otro en el suelo frente a
—Basta de preguntas por ahora —declaró con firmeza—. Come, o no tendrás tiempo de disfrutar de tu comida antes de que empecemos a prepararnos para la ceremonia de esta noche.
Se levantó para marcharse, pero Índigo la detuvo.
—Shalune..., una última pregunta. ¿Qué tendré que hacer esta noche? No sé nada sobre la ceremonia, ni tampoco por qué tiene lugar. —Esperando que no sonara a falso, añadió—: No quisiera cometer ningún error y fallaros.
La mujer frunció el entrecejo y su boca se curvó brevemente en una pequeña
mueca de irritación.
—¿Uluye tampoco te habló de esto?
—Comprendo, —Índigo se sintió aliviada, aunque llena de curiosidad sobre la naturaleza de la ceremonia y significado—. Gracias.
—Come ahora —sonrió Shalune—. Regresaremos pronto.
La cortina descendió a su espalda, e Índigo volvió atención a la comida. Era una de las muchas peculiares rarezas de este culto el que no estuviera permitido que comiera con el oráculo, ni lo viera comer. A Índigo le preparaban la comida —no se le permitía, como no había dado en descubrir, hacer más que lo mínimo por misma—, pero contemplar cómo la ingería era tabú.
Otros tabúes impedían traspasar el umbral de su aposentó en la cueva si ella no estaba presente o se encontraba dormida, pronunciar los nombres de cualesquiera sus antepasados en su presencia, y tocarla, aunque fuera un simple roce, sin el permiso expreso de una sacerdotisa de categoría superior. La categoría superior, había de cubierto Índigo, estaba reservada a unas pocas, entre la que se incluían Uluye, Shalune y unas dos o tres mujer más, entre las que figuraba la propia hija de Uluye.
Cuando le habían presentado a Yima diez días atrás, Índigo se había quedado asombrada; primero, por el extraordinario parecido físico que tenía con su madre, y, seguido por la revelación de que la Suma Sacerdotisa tuviera una hija. La sorprendió el que mientras que las mujer del culto desdeñaban todo contacto con los hombres, no existiera ningún tabú entre sus filas contra el alumbramiento de criaturas.
Resultaba difícil imaginar que Uluye hubiera podido tener una hija por amor, o siquiera a causa de una pasión pasajera, pero mucho más fácil era descubrir otro motivo mucho más pragmático. Yima tenía dieciséis años y estaba destinada a ser la imagen de su madre en algo más que en sentido físico, pues se preparaba para convertirse, en un futuro, en sucesora de Uluye como cabeza del culto. Para extrañeza de Índigo, las intenciones de Uluye parecían gozar de la aprobación de todas las sacerdotisas, incluso de Shalune. A la única a la que al parecer no se había consultado era a Yima, pero eso, por lo visto, carecía de relevancia. Yima obedecería a su madre en esto como lo hacía en todo lo demás y, cuando llegara el momento, adoptaría su papel sin objeciones.
Pese a ser la hija de Uluye y su marioneta, Índigo sintió una inmediata e intuitiva simpatía por Yima. Aunque había heredado el físico de su madre con un cuerpo delgado y ágil y unas facciones muy marcadas, no se habría podido encontrar dos temperamentos más diferentes. Mientras Uluye era irascible, autoritaria y suspicaz de todo lo que la rodeaba, Yima era pacífica, modesta y confiada casi hasta el extremo de ser ingenua. Era una lástima, pensaba Índigo, que su vida tanto ahora como en el futuro estuviera circunscripta a las rígidas exigencias de su madre, pues sospechaba que Yima no estaba hecha para ser un cabecilla natural. También sospechaba que Shalune compartía privadamente este punto de vista, aunque la mujer jamás sacaba a colación el tema. Pero Shalune no era quién —tal y como Uluye había dejado muy claro— para cuestionar las decisiones de la Suma Sacerdotisa, ni para expresar una opinión propia.
Índigo creía que no poner en entredicho las decisiones de Uluye era un asunto que no tardaría en convertirse en la manzana de la discordia entre ella y la Suma Sacerdotisa. Uluye exigía obediencia absoluta de todas las mujer que la rodeaban... y eso incluía al oráculo, a quien en teoría servía. Así pues, mientras que en casi todos los aspectos Uluye otorgaba a Índigo toda la veneración ofreció al oráculo por las demás sacerdotisas, esperaba no obsta te que todas sus órdenes fueran obedecidas al momento reforzando la sensación de la muchacha de que, a pesar de lo que demostraba, Uluye la consideraba poco más que una herramienta con la que hacer cumplir su voluntad. Índigo aborrecía esto intensamente, pero, tomando en cuenta la advertencia de
Su relación con Shalune había cambiado mucho en le últimos días. Ahora que podían comunicarse, Índigo descubrió que cada vez le gustaba más la gorda sacerdotisa tal y como había predicho
Desde luego, estaba también mezclado un cierto de interés personal, pues ser la confidente del oráculo concedía a Shalune más
En otras circunstancias, Índigo habría sentido una cierta simpatía por Uluye, ya que tenía la sensación de que la actitud inflexible de la Suma Sacerdotisa derivaba de la inseguridad y soledad de las que a menudo son víctimas los gobernantes absolutos. Pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía sentir simpatía por la larguirucha mujer. Shalune, por mucho que su amistad pudiera tener una segunda intención, presentaba al menos un rostro más humano al mundo.
—¿Cómo dijo Shalune que se llamaba esta ceremonia de la luna llena,
—Sssí —respondió la loba, lamiéndose el hocico—; pero no sé lo que significa.
—Alguna especie de rito de conmemoración, quizás en honor a los muertos.
Índigo lo dijo como sin darle importancia, pero al mismo tiempo se vio obligada a contener un escalofrío interior. ¿Qué clase de mundo subterráneo u otro mundo era el reino de la Dama Ancestral? ¿Poseía realmente el dominio sobre los espíritus de los difuntos? Las sacerdotisas no le habían explicado gran cosa sobre su religión, pero ella sabía que creían que la Dama Ancestral poseía el poder de otorgar regocijo o tormento en la otra vida. Regocijo o tormento... Un recuerdo viejo, muy viejo, se agitó en la mente de Índigo, y con él vino un dolor sordo y punzante que con los años se había convertido en algo tan familiar para ella como sus propias facciones reflejadas en un espejo. Un nombre en sus pensamientos, un rostro en sus recuerdos: Fenran...
—¿Índigo? ¿Qué sucede?
La muchacha intentó disimular, no queriendo en ese momento compartir sus pensamientos ni siquiera con la loba pero, antes de que pudiera hablar, escucharon pisadas fue de la cueva y el sonido de varias voces. Agradecida por la interrupción, Índigo dijo en voz alta que ya estaba lista para recibir visitas, y, cuando la cortina se hizo a un vio a Uluye en el umbral, con Shalune, Yima y otras mujeres detrás de ella.
Índigo inclinó la cabeza a modo de saludo ceremonioso a la Suma Sacerdotisa.
Había decidido seguir el juego de Uluye; si no quería mostrarse más flexible, entone Índigo seguiría su ejemplo.
—He terminado la comida —anunció—. Podéis entrar todas.
Uluye penetró en la cueva a largas zancadas. A una orden suya, las dos sacerdotisas de menor categoría recogieron los cuencos de la muchacha y la loba y se los llevaron para lavarlos. Cuando se hubieron marchado, Uluye dijo:
—Tengo entendido que Shalune te ha explicado lo que se espera de ti en la ceremonia de esta noche.
—Así es. —Índigo se sintió tentada de añadir: «lo es más de lo que tú condescenderías a hacer», pero se me dio la lengua.
—Muy bien. —¿Centelleó en ese momento una fugaz mirada hostil entre Uluye y Shalune? Era imposible asegurarlo...—. Se te conducirá a la orilla del lago al atardecer. Por favor, no hables con nadie, y deja que te toque sólo aquellos que llevemos ante ti.
—Gracias —respondió Índigo con un leve tono de mordaz en la voz—. Shalune ya me ha dado estas instrucciones.
Esta vez se produjo un inconfundible intercambio miradas; cólera por parte de Uluye y autocomplacencia por parte de Shalune. Yima, que se encontraba entre la ellos, bajó la mirada rápidamente al suelo y se concentró en la contemplación de sus pies.
Uluye frunció el labio superior y volvió a dirigirse a Índigo.
—He traído tu túnica ceremonial. Vístete, por favor. No tenemos mucho tiempo antes de que se inicie el rito.
—Gracias —repitió, con más amabilidad esta vez, y empezó a vestirse.
Los tambores que llevaban dos horas lanzando su llamada a los fieles de los poblados callaron por fin, y una fanfarria de las grandes trompas anunció la aparición de la comitiva ceremonial en la escalera. Cuando emergieron a la llameante luz del ocaso, Índigo se quedó asombrada de ver cuántos habían respondido a la llamada de los tambores. La orilla estaba circundada de gente que se amontonaba en un círculo que rodeaba todo el lago, desde un extremo de la ciudadela al otro. A una orden de Uluye, las sacerdotisas guerreras situadas a la cabeza del desfile encendieron antorchas; las llamas iluminaron la escalera, y un potente grito surgió de la multitud de gargantas allí reunidas cuando los que esperaban abajo vieron la señal. La comitiva avanzó, precedida por las guerreras, con Uluye justo detrás vestida con todas sus ropas de ceremonial, seguida de Índigo, a la que transportaban de forma aterradoramente precaria en una litera abierta. La muchacha cerró los ojos nada más iniciarse el descenso, horrorizada
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por el balanceo de la litera y por el efecto del descomunal tocado en su sentido del equilibrio, y escuchó la voz mental de
Índigo intentó concentrarse en estas palabras tranquilizadoras y creer en ellas mientras continuaba su avance A mitad del descenso, los tambores volvieron a sonar, retumbando con un ritmo repetitivo, y la joven creyó escuchar, mezcladas con su estruendo, voces que gritaban ; vitoreaban. Por fin, alcanzaron el último tramo de escalera, un trozo amplio que las condujo hasta el ruedo de arena roja situado entre el muro del farallón y el lago. Una pieza cuadrada y plana de algo más de un metro de altura se alzaba en el centro de la meseta, y las porteadoras de la litera colocaron su carga sobre la roca, de modo que Índigo quedó entronizada por encima de las cabezas la muchedumbre, en un lugar desde el que podía observar todo lo que sucedía.
Era, pensó mientras aspiraba con fuerza, una escena impresionante. El llameante sol se hundía por detrás de le árboles, y la noche tropical empezaba a caer con sobrenatural rapidez. Ante ella, formando una hilera, se encontraban todas las sacerdotisas, con Uluye a solas delante; figura coronada era una imagen de pesadilla bajo el bamboleante resplandor de las antorchas. Alrededor del lago la congregación observaba y aguardaba. Unos pocos, que ocupaban una posición privilegiada en el extremo del redondel, quedaban iluminados por la luz de las antorchas, Índigo vio tensión y temor reflejados en sus rostros.
De improviso las trompas lanzaron otra corta fanfarria y los tambores callaron. Un pájaro gritó desde algún lugar en las profundidades del bosque, y luego, mientras los últimos ecos se desvanecían, se hizo el silencio.
Uluye avanzó. Con los brazos cruzados sobre el peche se dirigió con dignidad hacia el lago y, sin una vacilación penetró en el agua. Un murmullo lleno de ansiedad sur de entre los reunidos; un bebé gimoteó y fue silenciado al momento. Uluye siguió adelante, descendiendo por la inclinada orilla. El agua le cubrió los muslos, luego la cintura, los hombros. Entonces se detuvo, lanzó un grito agudo y se hundió bajo el agua de modo que sólo el complicado tocado de su cabeza sobresalía por encima de superficie.
Los reunidos lanzaron una nueva exclamación. Dos de las sacerdotisas guerreras dejaron sus lanzas en el suelo y avanzaron con silenciosa eficiencia hasta tomar posiciones a la orilla del lago. Todos los ojos estaban puestos en el tocado de Uluye, e Índigo empezó a contar el paso de los segundos. Estos pasaban y pasaban, y su pulso se aceleró; sin duda nadie podía permanecer bajo el agua tanto tiempo sin subir a respirar. Intercambió una inquieta mirada con
De pronto las aguas del lago empezaron a agitarse, y Uluye hizo su aparición.
Sus cabellos y ropa chorreaban agua, y el profundo estertor de sus pulmones al aspirar , resonó por todo el lago. Las guerreras penetraron apresuradamente en el agua y la sujetaron por los brazos cuando ella pareció estar a punto de caer; su cuerpo estaba rígido entre sus poderosas manos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos desorbitados como poseídos, y la boca bien abierta en una sonrisa dolorosa pero a la vez triunfal. Las dos mujeres que la ayudaban tiraron de ella en dirección a la orilla, hasta que el agua les llegó sólo a la altura de la rodilla, entonces, como si recuperara súbitamente las fuerzas y el sentido, Uluye se deshizo de las manos que la guiaban y elevó los brazos al cielo.
—¡La Dama Ancestral está con nosotros! —gritó—. ¡He penetrado en su reino y regresado indemne, y soy poderosa a sus ojos!
Un aullido desbordado se elevó de todas las gargantas, mezclado, pensó Índigo, con algo más que simple alivio. Agradeciendo los vítores con un gesto de la cabeza, Uluye abandonó el agua y avanzó hacia la roca donde estaba la litera. Mientras se acercaba, sus ojos se encontraron por un momento con los de Índigo, y la muchacha vio en ellos la verdad que se ocultaba tras su orgulloso porte. La inmersión de la sacerdotisa en el lago durante interminables minutos no había sido obra de la magia, aunque para su sencillo y supersticioso público seguramente tema todo el aspecto de algo sobrenatural. Se había tratado de una prueba de resistencia autoimpuesta, una demostración para sí misma, al igual que para todos los demás, de que podía triunfar allí donde otros fracasarían. Prueba de su fe en su propia voluntad y en su propia resistencia. ¿Era pues, el quid de la religión de Uluye, y era la Dama Ancestral para ella tan sólo un medio de conseguir sus fines como sucedía con Índigo? ¿Creía al menos Uluye en ; diosa que afirmaba venerar?
Uluye se encontraba ya frente a la roca y se volvió la cara al lago una vez más. Nuevas antorchas se encendieron en la ladera del farallón, convirtiendo el zigurat en extraña y reluciente pared de llamas danzarinas que Ü minaban la plazoleta como si fuera de día. Índigo olió incienso, y vio nubes de humo que se alzaban de los braseros colocados alrededor de la polvorienta plaza y atendidos por las sacerdotisas más jóvenes. Uluye contempló la escena con tensa satisfacción y volvió a levantar los brazos, los dedos intentando arañar el cielo.
—¡Venid! —aulló con voz estentórea—. Venid a nosotras, vosotros que estáis desconsolados. Venid a nosotras, vosotros que tenéis motivos para temer a los difuntos, venid a nosotras, vosotros que tenéis algo que discutir ce los muertos. ¡Yo, Uluye, compartiré vuestras ofrendas! ¡ Uluye, intercederé por vosotros! ¡Yo, Uluye, en nombre de la Dama Ancestral, enderezaré entuertos y haré justicia! ¡Venid a nosotras, e iniciemos la ceremonia de la Noche de los Antepasados!
De algún lugar situado a la izquierda del redondel, donde los árboles eran más espesos, surgió el grito de una voz femenina.
—¡Oh, mi esposo! ¡Oh, mi esposo!
Uluye volvió la cabeza al momento; chasqueó los dos y dos sacerdotisas corrieron en dirección al lugar del que procedía el grito. A los pocos instantes regresaban a la mujer —apenas más que una muchacha, pudo observar Índigo— y la condujeron ante Uluye, donde se desplomó sollozando sobre el polvo a los pies de la Suma Sacerdotisa.
La mujer bajó la mirada para contemplarla sin la menor emoción.
Tu esposo sirve a la Dama Ancestral. ¿Quisieras negarle ese privilegio?
muchacha hizo un esfuerzo por controlar sus emociones.
Quisiera verlo, Uluye. Sólo una vez. Sólo una vez más
¿Qué regalo traes para honrarlo? La joven hurgó en un pequeño saco que colgaba bajo de sus brazos.
Traigo el pan de las ánimas... —su voz tembló, quebrándose casi— ... cocido con mis propias manos, para que coma. Traigo la savia del árbol
Extendió los brazos, sosteniendo un paquete envuelto en hojas y un pequeño odre. Uluye contempló pensativa las ofrendas durante un momento, y luego las tomó. Desenvolvió el pan de las ánimas —una hogaza plana de pan lino— y mordisqueó un extremo. Después tomó un trago de liquido del odre. La joven se cubrió el rostro con las manos, temblando de alivio, e Índigo la oyó suspirar.
¡Gracias, Uluye! ¡Gracias, Uluye! Las dos mujeres que la habían escoltado la condujeron , a un lado del redondel. Mientras un segundo suplicante las adelantaba arrastrando los pies hasta quedar bajo la luz de las antorchas, una figura que semejaba hecha de fuego y sombras en el oscilante resplandor se acercó a la roca en que estaba instalada Índigo, quien bajó los ojos y deslumbró a
Yima.
¿Qué ha sucedido, Yima? —musitó, inclinándose hacia la joven—. ¿Quién es esa mujer, lo sabes?
Sí, la conozco —repuso Yima en voz baja—. Su esposo murió de unas fiebres hace tres lunas llenas. Lo ha estado llorando desde entonces, pero sólo ahora ha encontrado el valor necesario para pedir volver a verlo. Es muy triste. Sólo tenía veintiún años.
Su voz estaba llena de compasión, Índigo frunció el entrecejo, perpleja.
—¿Cómo puede volver a verlo? —susurró de nuevo— Espero que Uluye no irá a... —Se interrumpió y rectificó apresuradamente—: ¿Esta muchacha no estará pensando! en
Yima volvió unos ojos muy abiertos y asombrados en dirección a la litera. —Desde luego que no —contestó—. Él vendrá a ella. Desde el lago.
Shalune, que se encontraba a unos pasos de distancia! junto a otra joven que
Índigo no reconoció, escuchó los susurros e hizo un gesto admonitorio en dirección a Yima, al tiempo que indicaba con la cabeza a Uluye. Yima enrojeció, dedicó un ademán de disculpa a Índigo y se alejó. La muchacha la siguió con la mirada, alarmada por sus palabras. ¿Los muertos surgiendo del lago? Eso no podía ser literalmente cierto. Intentó llamar la atención de Shalune, deseosa de musitarle una urgente pregunta, pero Shalune o bien no advirtió su gesto o consideró prudente hacer caso omiso de él.
«Grimya,
El anciano había sido despedido para ir a colocarse junto a la muchacha que seguía sin parar de llorar; otras de personas se acercaban. Las nubes de incienso eran cada vez más espesas al no existir brisa que las dispersara; el olor resultaba acre al olfato de Índigo y empezaba a volverse desagradable al mezclarse con el olor a alquitrán de las antorchas. Se sentía ya un poco desorientada y estaba segura de que había un narcótico en el incienso— y la cena y la atmósfera empezaban a adoptar un tinte irreal Índigo se dijo que tenía que mantenerse lúcida costara Id que costara. Debía descubrir la verdad sobre esta ceremonia; tanto si era un simple truco para consolar a los que habían perdido a un ser querido y atemorizar a los perturbadores, o algo más siniestro.
Seis suplicantes habían presentado ya sus ofrendas y en este momento conducían al séptimo ante Uluye. El sonido de su voz al elevarse colérica alertó a Índigo, quien levantó los ojos y vio a una mujer escuálida acurrucada de rodillas sobre el rojo polvo con otras tres personas de aspecto severo, dos mujeres y un hombre, detrás de ella.
Uluye se alzaba sobre la abyecta mujer como un ángel vengador.
—Justicia? —rugió, y su voz se escuchó por todo el Ligo—. ¿Justicia, para un asesino de niños?
—¡Yo no lo hice! —lloriqueó la mujer—. ¡Él lo hizo,
—¿Dónde está tu hombre ahora? —la interrumpió Uluye con voz helada—. ¿Por qué no está aquí para defenderse?
—Huyó, Uluye. Huyó porque es culpable y sabía que lo castigarías. Mató a tres de mis hijos y se llevó a los otros cuatro, y me ha abandonado para que llore
a mis pequeños sola y sin consuelo. Mira, mira las señales que me hizo, Las cicatrices...
La voz de Uluye cortó en seco sus balbuceos.
—¿Dónde están tus ofrendas?
La mujer rebuscó en una bolsa que llevaba y sacó un paquete y un odre, pero los sostuvo pegados a su pecho, claramente reacia a entregarlos a la sacerdotisa.
—Las he traído. Comida y bebida. Mira, aquí las tengo. Pero me han costado muy caras; tendré que pasar hambre ahora, pues mi asesino marido me ha dejado sin nada. Ten piedad de mí, Uluye; ¡ten piedad de mí!
Uluye clavó sus ojos en ella durante un buen rato. Luego, con deliberada lentitud, extendió los brazos y arrancó las ofrendas de las manos de la mujer. Desenvolvió el pan, abrió el odre. Comió. Bebió.
El rostro de la suplicante se arrugó en una desagradable expresión infantil. No intentó discutir, pero, mientras sus tres acompañantes —Índigo sospechó que «guardianes» debía de ser una palabra más apropiada— la conducían a reunirse con los otros postulantes, sus manos y pies empezaron a agitarse en mudo pero incontrolable terror.
Uluye escudriñó con la mirada a los congregados e inquirió con engañosa suavidad:
—¿Quién es el siguiente?
Mientras el octavo candidato se adelantaba, Índigo dirigió una veloz mirada a Shalune. La gorda sacerdotisa la observaba con disimulo, Índigo le hizo una señal sin ser vista, y Shalune se alejó despacio de su compañera para acercarse furtivamente a la litera, hasta quedar lo bastante cerca como para poder conversar en susurros.
—No deberías hablar.
El tono de su voz recordó a Índigo el susurro de los cazadores de las Islas Meridionales; Shalune había aprendido el truco de suprimir los tonos sibilantes de su voz. Índigo sonrió levemente y contestó en forma parecida.
—Lo sé. Pero hay mucho que no comprendo. ¿Quién era esa mujer?
—¿Ella? Una asesina de niños. Degolló a tres de sus hijos y afirma que fue su marido quien lo hizo. Él ha desaparecido; lo más probable es que también lo haya matado, aunque todavía no se ha encontrado su cadáver. Todos los habitantes de su pueblo saben que es culpable, pero! no tienen pruebas. Así pues la han obligado a venir aquí,! a descubrir la verdad.
—¿Cómo pueden descubrirla?
Shalune la miró a los ojos, con cierta sorpresa.
—Por los niños, claro. Ellos conocerán a su asesino.
—Pero...
Sin proponérselo, Índigo levantó la voz, y Uluye le dedicó una mirada malévola por encima del hombro. Al instante, Índigo transformó la exclamación en un carraspeo, pero, cuando Uluye desvió la mirada otra vez, Shalune hizo un gesto silenciador.
—No más charla —musitó—. Espera y observa. No necesitas hacer nada más. —Dedicó una mueca a la espalda de Uluye y retrocedió para reunirse con su joven compañera.
Índigo se recostó en su sillón, perpleja, mientras el despreocupado comentario de Shalune resonaba en su cerebro: «Por los niños, claro». Seguía sin poder convencerse de que era posible. No
—Nnn...
El sonido brotó involuntariamente de su garganta; no pudo acallar la lengua a tiempo. Uluye volvió a girarse con rapidez, pero esta vez expectante más que enojada, como si esperara ver algún cambio en ella.
Índigo cerró los ojos ante la intensa mirada de la sacerdotisa, al tiempo que pensaba: «No, Uluye, no se trata del oráculo. ¡Soy yo!». Algo centelleó por un instante en su mente: unos ojos aureolados de plata, pero desaparecieron con tal rapidez que no arraigaron en su memoria. «Contrólate —se dijo furiosa—. No pierdas la lucidez.»
Era el incienso que la afectaba..., este repentino aturdimiento que parecía provenir de la nada, como si se alzara de la litera para flotar sobre ella. Humo narcótico en el aire. Empezaba a padecer alucinaciones; le pareció que una neblina se alzaba del lago y empañaba su superficie, difuminando los reflejos de la luz de las antorchas, convirtiendo Las aguas en un enorme espejo dorado. ¿Cuánto tiempo duraría aún esta ceremonia? Ansiaba que terminara. Tenía sed. También hambre. Deseaba regresar al familiar refugio de la cueva, dormir...
Sacudió la cabeza, y el miasma se disipó. Parpadeando, descubrió que ahora había quince personas apiñadas a un lado del redondel y que no había ningún nuevo demandante frente a Uluye en la roja arena.
«¿Grimya?» Envió su llamada y se sintió aliviada cuando la voz mental de la loba le respondió de inmediato.
Los tambores volvieron a repicar entonces. En un principio el sonido era tan sutil que Índigo sólo se percató él a un nivel inconsciente, pero se hizo más fuerte, sonoro, más rápido, hasta que pareció como si el mismo aire estuviera impregnado de los vibrantes ritmos; ritmos trastornantes e inquietantes que se cruzaban y entrecruzaban chocando unos con otros, y estremecían a índigo hasta los huesos. La muchacha miró al lago y vio que , neblina había regresado. No se trataba de una alucie esta vez, sino de algo real, que se alzaba del agua en silenciosas columnas parecidas a humo y formaba un manto como de vapor sobre la superficie. Las sacerdotisas había empezado a cantar acompañando el insoportable redoblante de los tambores; sonidos aullantes, agudos, ululantes cor el estruendo de aves enloquecidas.
Shalune se había ido, y Yima también; se habían ido con las otras, una hilera de mujeres que descendían a la orilla del lago golpeando el suelo con los pies y liando, y con ellas iban los suplicantes, dando traspiés, gritando de alegría o de terror, Índigo oyó cómo la viuda pronunciaba el nombre de su esposo muerto, oyó aguda protesta de la asesina mientras la arrastraban la arena dos mujeres que empuñaban sendos machetes, por un terrible momento le pareció como si se hubiera convertido a la vez en ambas desdichadas criaturas, desconsolada y la culpable. Llorando por los seres queridos perdidos, pero a la vez llevando consigo la certeza de ser una asesina y de que, para ella, no podía existir redención.
El grito telepático de
—Fe...
Algo ahogó la palabra en su garganta antes de que pudiera pronunciarla. Los cánticos se interrumpieron, los tambores callaron, y el silencio se produjo de una forma tan repentina que Índigo apenas pudo comprender lo que había sucedido. Pero no, no era exactamente un silencio total. Escuchaba el batir de las olas en la orilla del lago, lamiendo la arena rojiza. Y un gemido, bruscamente aparecido. Sabía de dónde había surgido: la asesina; sólo podía ser ella, Índigo parpadeó, volvió a mirar al lago y vio lo que había surgido de la neblina y ahora vadeaba por los bajíos en dirección a tierra firme.
Una mujer sola fue la primera en salir. Era muy anciana, y mostraba la terrible sonrisa de la locura incurable. Sus ojos ardían como dos frías estrellas muertas, y extendía unas manos parecidas a garras en dirección a dos hombres jóvenes que permanecían abrazados en la orilla, la expresión de su rostro llena de inefable pero totalmente insensato amor, Índigo escuchó sus desgarrados gritos de «¡Madre! ¡Madre!» y tuvo que desviar la mirada cuando lomaron las manos del
cadáver y empezaron a llenarlas de besos.
El siguiente en aparecer fue un hombre joven, desmielo, Índigo contempló su rostro, las llagas que deformaban lo que habían sido unos labios hermosos en una parodia purulenta, la lengua negra e hinchada, el velo que empañaba sus ojos de mirada fija. Su cuerpo brillaba, pegajoso por el sudor de la fiebre, y se estremecía, se estremecía mientras su desconsolada esposa corría hacia él y se lanzaba al agua para sujetar y abrazar sus tobillos.
Índigo empezó a comprender. Tal y como habían muerto, así regresaban: locos, enfermos, poseídos por la fiebre, tal y como habían estado en sus últimos momentos de vida terrena. Mientras comprendía todo esto, emergió de las aguas el tercer aparecido, y esta vez tuvo que apartar la mirada, pues lo que salía del lago era un hombre que sostenía su propia cabeza decapitada entre los brazos. Escuchó los gritos de sus hermanos, que querían vengarlo, pero no tuvo valor para contemplar la reunión familiar, y sólo volvió a alzar la vista cuando la espeluznante visión desapareció en la confusión.
Llegó a tiempo de ver a los niños. Surgieron del lago cogidos de la mano, los pequeños cuerpos manchados con la sangre que había brotado de sus gargantas cortadas. Su madre empezó a chillar, y sus gritos se redoblaron cuando, uno tras otro, los niños alzaron las manos y la señalaron en clara acusación. No podían hablar; tenían las tráqueas seccionadas junto con las yugulares, y ahora carecían de voz. Pero sus manos y expresiones eran más elocuentes que cualquier palabra.
Después de los niños vinieron muchos otros, aunque ninguno con un aspecto tan espeluznante. Acostumbrada ya, Índigo los contempló con objetiva y desapasionada fascinación, como si una parte de sí misma se negara a aceptar la realidad de lo que veía y lo hubiera transformado en un sueño. Por fin, no obstante, ya no apareció nadie más. Los gemidos y llantos y las exhortaciones y protestas se habían amortiguado hasta convertirse en murmullos, como el zumbido soporífico de las abejas en un jardín adormecido. Lo percibía y a la vez no lo percibía; lo que la rodeaba resultaba remoto, un poco irreal.
Entonces, sobre el lago, la neblina se revolvió de improviso y las aguas se agitaron de nuevo.
Se dio cuenta de que había gritado en voz alta. Desde otro nivel, otro plano, otro mundo, vio rostros asombrados que se volvían hacia ella a la luz de las antorchas, vio la alegría fanática de Uluye cuando Índigo —o algo que se encontraba más allá de Índigo— lanzó un alarido sin palabras. La pálida y encorvada figura de la orilla del lago se detuvo. Luego extendió los brazos hacia ella, a través de la roja arena, a través del abismo físico que los separaba, y la llamó por el nombre al que ella se había visto obligada a renunciar hacía tantos años cuando la Torre De los Pesares se derrumbó, cuando ella lanzó el mal sobre su hogar, su familia y todos sus seres queridos, cuando los demonios penetraron en su mundo. Su auténtico nombre. El nombre por el que él la había conocido en los días felices antes de que se convirtiera en Índigo.
—Anghara...
Aquello que había estado intentando surgir del alma de Índigo se hizo añicos y explotó en su interior, y la joven echó la cabeza hacia atrás gritando con todas sus fuerzas.
—¡Fenran!
El mundo se desvaneció ante sus ojos.
CAPÍTULO 7
—No te veo. ¡Fernán, no te veo! ¿Dónde estás?
Oscuridad; silencio. Sentía el propio cuerpo, aunque éste no parecía poseer las familiares dimensiones físicas. Las tinieblas eran tan intensas que su visión interior inventó colores, en un intento por crear algún sentido de la orientación en la desconcertante oscuridad.
—Estoy aquí —dijo entonces una voz.
—
—Aquí. Detrás de ti. Delante de ti. A tu izquierda y a tu derecha. Arriba y abajo. Mira, Índigo. Mira, y me encontrarás.
Alguien respiraba muy cerca de ella. Oyó el ininterrumpido «ha-ha», no en su mente esta vez, sino real, tangible. La claustrofóbica atmósfera se agitó un instante como si algo la hubiera perturbado, y un olor apenas perceptible penetró en el olfato de la muchacha. ¿Qué era lo que había dicho
Aspiró justo lo suficiente para poder hablar.
—Tú no eres Fenran.
—¿Fenran? —Había un leve y helado regocijo en la pregunta que se filtró a través de su cerebro, Índigo sintió cómo una combinación de cólera y temor tomaban forma dentro de ella.
—Sí, Fenran. Lo vi. Lo vi salir del lago.
—Ah. El lago posee muchos secretos, que no revela fácilmente. La gente tiene muchos sueños a la orilla del lago, y los sueños no siempre son de fiar.
El olor empezaba a cambiar, a volverse más dulzón, adoptando una naturaleza que evocaba el incienso que las sacerdotisas quemaban en sus ceremonias, Índigo aspiró y sintió cómo el humo le llenaba los pulmones y la garganta.
—No creo que estuviera soñando, o que esté soñando ahora. —Se detuvo, intentando controlar mentalmente su rabia para reforzar su confianza en sí misma, pero de improviso resultó demasiado tenue para sujetarla y se le escapó, dejando tan sólo una renovada sensación de perplejidad.
La voz de su cabeza se echó a reír con suavidad.
—No, no estás soñando. Estoy aquí. No me imaginas.
—Entonces tampoco imaginé a Fenran.
—Puede que no. Eso debes decidirlo tú.
Índigo paseó la mirada a su alrededor, pero siguió sin poder ver nada; la oscuridad era total.
—¿Quién eres?
—Ya sabes quién soy.
Sí, lo cierto es que creía saberlo... Índigo apretó los dientes con fuerza, y los músculos de su garganta se contrajeron mientras el humo, empalagosamente dulzón ahora, la sofocaba.
—¿Dónde está Fenran? ¿Adonde ha ido,
—No lo encontrarás aquí. Sólo me encontrarás a mí, y a aquellos a quienes escojo como mis sirvientes, de la misma forma en que te he escogido a ti.
Índigo arrugó la frente, aunque por algún motivo desconocido le resultó un tremendo esfuerzo.
—No soy tu sirviente. Sólo reconozco a una señora: la Madre Tierra.
—¿Es así, Índigo? No lo creo. Me parece que, aunque todavía no te permitas creerlo, estás gobernada por otra.
Índigo volvió a sentir cólera; intentó una vez más sujetarla, y de nuevo su esencia la esquivó. No obstante, su voz era cortante al responder:
—¡No por
Una risita gutural resonó espectral en su cerebro, y la voz replicó:
—Ya lo veremos en su momento. Ahora, Índigo, yo hablaré y tú serás mi portavoz al igual que lo fuiste en la otra ocasión.
—No. —Índigo sacudió la cabeza—. No seré tu marioneta por segunda vez.
—Lo serás. Eres mi oráculo. Yo te he escogido, y no tienes otra elección más que obedecerme.
—Tengo toda... —empezó a decir Índigo, pero de pronto descubrió que ya no tenía voz. Tenía la lengua paralizada, pegada a la parte superior del paladar, y ni su fuerza física ni su fuerza de voluntad podían moverla. La suave risita volvió a resonar en su cabeza.
—¿Lo ves?
A lo lejos, como el lejano rugir de las olas del mar, Índigo escuchó el sonido de innumerables voces. En un principio su sonido no era más que un rumor vago, pero se convirtió de inmediato en una única palabra cantada, que se repetía una y otra vez.
—
La llamaban, llamaban al oráculo. Habían visto las señales y sabían que la Dama Ancestral estaba entre ellos, Índigo intentó resistirse a sus exhortaciones, pero la desorientación regresó a ella como una tremenda oleada y los sentidos la abandonaron. No podía ver, ni tocar; había perdido toda conciencia del propio cuerpo y parecía existir tan sólo como una mente sin envoltorio físico.
No tenía elección. Las palabras la inundaban. Empezaba a convenirse en las palabras; no conocía otra cosa que no fueran las palabras. A la orilla del lago, en
medio de un mar de rostros levantados, el oráculo abrió la boca y un gemido de expectación se elevó en el aire. En otro mundo, en medio de la oscuridad y de la nada, Índigo intentó gritar. Sintió una violenta sacudida; una ráfaga de frío ártico la atravesó, y en ese mismo instante sintió cómo su mente caía impotente en un torbellino mientras el mundo físico la arrastraba de vuelta a la noche y el fuego bajo la fría mirada de la luna que empezaba a alzarse en el firmamento.
Los tambores volvían a sonar, apremiantes, insistentes; su repiqueteo tamborileó en sus huesos, y la luz de las antorchas llameó ante sus ojos, obligándola a parpadear y volver la cabeza. Unas sombras vagas se movían bajo la luz de las antorchas. Las sacerdotisas recorrían el arenoso redondel arrastrando los pies en una extraña danza; sus voces acompañaban el retumbar de los tambores mientras cantaban con tono agudo. Una nueva sombra apareció entonces en la base de la roca donde se encontraba la litera de Índigo; una figura trepó hasta ella y una fuerte mano cuadrada sostuvo una copa junto a sus labios, Índigo bebió con avidez, reconociendo la grave voz de Shalune cuando la figura dijo:
—Tranquila, ahora. Esto te ayudará.
«¿Grimya?» Con las ideas todavía confusas, Índigo buscó mentalmente la tranquilizadora presencia de la loba; pero no obtuvo respuesta.
«¿Grimya?» La incertidumbre se transformó en alarma, e Índigo se echó hacia adelante en su sillón. «¡Grimya!»
—¡Tranquilízate! —Shalune la obligó a recostarse otra vez, sus palabras un susurro sibilante—. Todo está bien.
Índigo apartó la copa que se le volvía a ofrecer, y murmuró excitada:
—¡No encuentro a
—No está aquí. Regresó a vuestros aposentos. Yo la envié allí... Estaba asustada. Bebe un poco más.
—¿Asustada?
Anonadada, Índigo se vio cogida por sorpresa y tomó un nuevo sorbo de la bebida antes de darse cuenta de lo que hacía. El licor tenía un sabor dulce y fuerte; algún tipo de fruta fermentada, se dijo, y sin duda con una buena dosis de alcohol. Su cuerpo empezaba ya a relajarse, .Hinque su mente seguía hecha un torbellino. ¿Qué había asustado a
—¡Shalune! —Su voz era un agudo siseo—. ¿Qué sucedió? ¿Hablé? ¡No puedo recordar nada!
—Hablaste —respondió la mujer dedicándole su terrible sonrisa como muestra de satisfacción—. Silencio, ahora. Deja que la bebida haga su efecto y te devuelva las fuerzas. —Tras lo cual se acuclilló junto a la litera, impidiendo cualquier otra conversación.
Índigo se recostó en el sillón, contempló desconcertada el lago y las antorchas y a las mujeres que danzaban y cantaban. Empezaba a sentirse mareada por los efectos de la mezcla del incienso en el aire y del alcohol en el cuerpo, pero una única idea se había introducido en su cerebro y la atosigaba, negándose a ser reprimida. Algo no estaba bien. Sin duda, antes de que cayera en trance, la escena había sido diferente. El recuerdo seguía sin querer materializarse, y la bebida le embotaba el cerebro a la vez que aliviaba la tensión de los efectos posteriores a la conmoción sufrida; pero estaba segura de que había habido otras personas aquí, y que algo extraño e inquietante había sucedido. ¿O acaso se engañaba a sí misma? No, porque, si así fuera, ¿qué podía haber asustado tanto a
Índigo miró más allá del resplandor de las antorchas en dirección al lago. El lago... Durante unos instantes su confundido cerebro no percibió más que la imagen de las negras aguas, la multitud reunida junto a la orilla, la ceremonia, los tambores. Entonces, de improviso, una chispa de comprensión surgió del subconsciente y encajó donde debía.
Al momento se sentó muy erguida y escudriñó a la muchedumbre. Franqueada la primera barrera, el recuerdo de lo que había visto antes de caer en trance empezaba a regresar con toda nitidez, como el retrato de un artista que va tomando forma lentamente. Del lago..., habían salido del lago, ella los había
Índigo apretó las manos con fuerza sobre los brazos del sillón mientras miraba a su alrededor desesperada. Pero ahora ya no había apariciones. La neblina se había desvanecido y el lago era un tranquilo espejo negro, que reflejaba únicamente las antorchas y el afable rostro redondo de la luna. Los aparecidos se habían marchado. Pero ¿adonde? ¿Habían vuelto a fundirse con las aguas que los habían vomitado, o seguían aquí, invisibles, los muertos mezclándose con los vivos y moviéndose entre ellos?
—¡Shalune! —susurró inclinándose y agarrando a la mujer por el hombro—. ¿Dónde...?
—
La sacerdotisa se deshizo de su mano, y, con un violento gesto, Índigo intentó volver a sujetarla. Empezó a levantarse de su asiento, pero volvió a dejarse caer en él; la cabeza le daba vueltas y las piernas se negaban a obedecerla. La tisana era más fuerte de lo que había creído, su efecto tan poderoso que le había robado las fuerzas y la coordinación.
Respirando con dificultad y llena de confundida frustración, intentó controlar sus alborotados pensamientos y obligarse a sí misma a razonar de forma más coherente. Fenran no estaba aquí.
La vieja y pesada carga que tan bien conocía se instaló en el corazón de Índigo, y ésta volvió la cabeza a un lado para que Shalune no viera las lágrimas que empezaron a brillar de improviso en sus pestañas. Por un único instante había sentido algo parecido a la esperanza, pero el frío razonamiento la había hecho pedazos. Había soñado o sufrido una alucinación; no sabía cuál de las dos cosas ni le importaba. Todo lo que importaba era la dolorosa conciencia de que su amor perdido no se encontraba entre los que habían regresado esta noche, aunque sólo hubiera sido un momento, para reunirse con los seres queridos que habían dejado atrás.
Súbitamente, los tambores callaron. Absorta en sus desdichados pensamientos, Índigo dio un respingo al desvanecerse los últimos ecos y ser absorbidos por los apiñados árboles. Parpadeó con rapidez, intentando, aunque su mente se rebeló contra ello, regresar a la realidad y al momento presente. ¿Había terminado la ceremonia? No lo parecía, pues la muchedumbre estaba en tensión como si esperara algo, y las sacerdotisas que se ocupaban del brasero seguían amontonando más incienso en su interior. Entonces, rompiendo el momento de calma, se dejó oír la potente voz de Uluye:
—¡La Dama Ancestral nos ha hablado!
Las danzantes habían retrocedido y la Suma Sacerdotisa se encontraba sola en el centro de la polvorienta plaza. Con un gesto teatral, extendió un brazo para indicar la roca y la figura entronizada e inmóvil de Índigo.
—¡Escuchadme ahora! ¡Escuchadme, y os diré qué mensaje nos trae!
Uluye estaba ronca, bien por la excitación, bien de tanto gritar. La multitud se echó hacia adelante, escuchando con avidez, y, con una gracia sinuosa que era a la vez impresionante y algo repelente, Uluye empezó a andar. Avanzó en dirección a la multitud como un gato que va de caza, deteniéndose cada dos por tres para clavar la mirada en algún rostro atemorizado o para hacer algún rápido movimiento con la mano que hacía retroceder a los que la observaban. La sacerdotisa poseía un muy afinado sentido de lo teatral; los seguidores del culto estaban cautivados y resultaban tan maleables como si fueran pedazos de arcilla blanda en sus manos. Entonces, la mujer se detuvo.
—Esta noche hemos sido doblemente bendecidos —anunció; su voz resonaba fantasmagóricamente en la pared del zigurat—. La Dama Ancestral nos ha otorgado no sólo un favor, ¡sino dos! Ha enviado a sus sirvientes, que ahora habitan con ella bajo las aguas del lago, para comunicarse con nosotros. ¡Y aún más, también ha juzgado conveniente hablarnos por medio de su oráculo! Y el mensaje que nos comunica es... —giró lentamente sobre uno de los talones, con ojos relucientes como pedazos de azabache tallados a la luz de las antorchas— ... ¡el mensaje que nos trae es uno de
Empezó a moverse otra vez, buscando al parecer un rostro concreto entre los allí reunidos. Incluso Índigo estaba como hipnotizada por ella, y por primera vez se dio cuenta de que Uluye realmente poseía poder, no tan sólo el poder temporal de un gobernante laico, sino un auténtico don oculto. La atmósfera que rodeaba a la Suma Sacerdotisa estaba cargada de electricidad. Su congregación —no existía otra palabra para ellos, y
—
Volvió a detenerse y señaló a uno de los reunidos; luego empezó a darse la vuelta con premeditada lentitud, mientras su dedo extendido encontraba otro blanco, y otro, y otro.
—¿Quién tendrá motivo para arrodillarse en alabanza y agradecimiento esta noche, y quién tendrá motivo para alimentarse? ¡La Dama Ancestral lo ve todo! ¡La Dama Ancestral lo sabe todo! Por medio de su nuevo oráculo os ha juzgado, y yo, Uluye, he sido encargada por el oráculo para dispensar la correcta y oportuna justicia de nuestra señora, que reina sobre nuestras almas.
Se escuchó una voz femenina, gimoteando con una emoción que tanto podía deberse al nerviosismo de la alegría tomo a la desesperación del sufrimiento. Uluye giró en redondo y descubrió el origen del grito con sobrenatural precisión.
—
Despacio, temblando de miedo, la joven viuda cuyo esposo había muerto víctima de unas liebres salió de entre la muchedumbre. Uluye aguardó; la joven se acercó y cayo de rodillas a los pies de la Suma Sacerdotisa.
—Hija mía —dijo Uluye—, tu esposo abandonó el servicio de la Dama Ancestral para que pudieras ver su rostro de nuevo y renovar tu compromiso con él. Todo lo mal has hecho, y nada se te puede reprochar. Has sido fiel a su recuerdo y no lo has defraudado ni vuelto los ojos a otro, y, así pues, te diré ahora cómo te recompensa la Dama Ancestral. Durante el transcurso de este año conocerás a otro buen hombre, y tu corazón doliente curará su herida. Puedes unirte a este otro hombre sin temer la ira de tu esposo muerto, y puedes hacerlo tu esposo y dormir los dos juntos bajo el mismo techo con la certeza de que ningún espíritu vengativo ni ningún
Sin dejar de temblar de forma incontenible, la joven viuda se puso en pie. Desde el otro extremo de la plaza, Índigo vio cómo sus ojos brillaban igual que candiles a la luz de las antorchas, y la expresión de creciente alegría de su rostro, de esperanza reavivada donde momentos antes no había más que desesperación, fue para ella como un puñetazo. Mientras la muchacha, conducida por Uluye, empezaba a avanzar vacilante hacia ella, Índigo sintió como si algo en lo más profundo de su ser se hubiera convertido en cenizas. Comprendía el dolor de la joven; comprendía, también, lo que significaba recibir la esperanza de un nuevo amor cuando el antiguo parecía perdido irremediablemente.
Mentalmente rememoró un rostro, no el de Fenran esta vez, sino otro que en una ocasión, años atrás, creyó durante un corto tiempo que podría haber ocupado el lugar de Fenran en su corazón. Había estado lamentablemente equivocada, y la seguía obsesionando el aguijoneante remordimiento de la estupidez cometida. Pero a lo mejor esta noche, como oráculo de la Dama Ancestral, había, de alguna forma, reparado el antiguo error siendo el instrumento a través del cual se iba a otorgar a esta desdichada joven una segunda oportunidad para ser feliz. Resultaba una cruel ironía, pues al parecer poseía los medios de conseguir para otros la única cosa que ella misma ansiaba por encima de todo y no podía alcanzar. Nadie podía conceder a Índigo la certeza de la esperanza. Ni el oráculo, ni Uluye, ni siquiera la Dama Ancestral.
La viuda llegó ante la roca y se detuvo. No se atrevía a levantar la cabeza para mirar al oráculo a la cara, pero dobló una rodilla a modo de torpe reverencia y con manos vacilantes rozó el reborde de la túnica de Índigo. Las miradas de Uluye e Índigo se encontraron por encima de la encorvada figura, y los ojos de la sacerdotisa se entrecerraron al vislumbrar algo que Índigo hubiera querido que no viera.
—Es suficiente, hija mía. —Uluye posó la mano sobre el hombro de la muchacha y la echó hacia atrás. Su expresión era pensativa y algo vacilante.
Índigo contempló como la joven se alejaba, y el gusano de la envidia que se había agitado en su interior se desvaneció. ¿Cómo podía envidiarle a la joven viuda su suerte? No sabía si la promesa de la Dama Ancestral resultaría cierta o falsa, y en ciertos aspectos eso parecía irrelevante.
La muchacha creía, y en la fe existía la esperanza y la curación, Índigo rezó en silencio para que, al menos para esta joven, la esperanza fuera una realidad y no una ilusión.
Uno tras otro, todos se presentaron ante Uluye para ser juzgados. Parecía que la Dama Ancestral había sido misericordiosa esta noche, ya que a casi todos los postulantes, aunque fuera en grado mínimo, se les otorgó una cierta medida de consuelo en su desgracia, o de reparación para su pérdida. A los hijos de la anciana loca se les dijo que la Dama Ancestral se había apiadado de su madre y le retornaría la cordura en el otro mundo. A los hermanos del hombre decapitado se les prometió que al cabo de otras tres lunas llenas el asesino tendría una muerte prematura y sus posesiones pasarían a ser de ellos por derecho. Con absoluta escrupulosidad, aunque fríamente objetiva, como una matriarca austera y dominante, Uluye dispensaba justicia, y con ella, esperanza... con una sola excepción.
En un principio Índigo no comprendió lo que sucedía cuando la mujer que había asesinado a sus hijos se soltó de las dos sacerdotisas que la sujetaban y se arrojó sobre la arena frente a la roca, a los pies de la litera, aullando como una histérica, Índigo fue incapaz de entender aquel torrente de palabras, que por el tono sonaban como si la mujer la maldijera e implorara alternativamente, y tan sólo cuando las sacerdotisas se precipitaron sobre ella, inmovilizándola en el suelo mientras Uluye se interponía entre ella y la sagrada persona del oráculo, empezó a darse cuenta de lo que sucedía. Mientras arrastraban a la vociferante mujer fuera de allí, Uluye volvió la cabeza y levantó la vista en dirección al trono del oráculo. Por segunda vez aquella noche, sus miradas se encontraron, y la sacerdotisa dijo en un tono que sólo Índigo pudo escuchar:
—No te muestres tan escandalizada. Tú pronunciaste las palabras que la han condenado.
Sin esperar una reacción, la mujer se alejó con pasos rápidos en pos de las sacerdotisas y su forcejeante prisionera, e Índigo miró a su alrededor en busca de Shalune. Pero Shalune no estaba. No vio más que a Yima, sola a pocos pasos de la roca, contemplando el pequeño drama con ojos sombríos y sin expresión.
Junto a la orilla del lago otras tres sacerdotisas colocaban en posición lo que parecía ser un armazón vertical de ramas atadas entre sí. Arrastraron hasta él a la mujer, cuyos alaridos redoblaron en potencia al ver lo que la aguardaba, pero nadie prestó atención a sus gritos y la inmovilizaron contra el armazón atándole brazos y piernas extendidos e impotentes. Cuando los últimos nudos quedaron bien apretados, la mujer pareció aceptar sus destino, y sus gritos se apagaron para tornarse primero en un lloriqueo apagado y luego en nada. Se quedó inmóvil, colgando del armazón, la cabeza caída al frente en señal de derrota.
Los apiñados espectadores estaban en silencio ahora. Uluye se volvió una vez más hacia ellos y dijo:
—Marchaos. Regresad a vuestros pueblos y dad las gracias por el regalo que se nos ha hecho a todos esta noche. La Dama Ancestral ha hablado, y su voluntad y su justicia han sido llevadas a la práctica. Volved los rostros ahora, y marchaos
llenos de respeto y gratitud para con la legítima señora de todos nosotros.
No hubo más ceremonia, ni tambores o trompas; nada. Bajo una sobrenatural atmósfera de anticlímax, y sin el más leve murmullo, la multitud empezó a dispersarse. Desaparecieron en el bosque arrastrando los pies despacio y en silencio, y en cuestión de segundos la orilla del lago quedó desierta; sólo Índigo, las sacerdotisas y el extraño armazón de madera con su inmóvil prisionera permanecieron sobre la polvorienta plaza situada ante el zigurat.
A una señal de Uluye, las portadoras de antorchas empezaron a apagar sus teas. Una a una fueron hundiendo las mortecinas llamas amarillentas en la arena del suelo hasta extinguirlas, y la oscuridad natural de la noche cayó sobre la escena como un manto. La luna contempló su desfigurado reflejo en las aguas del lago, y las figuras de las sacerdotisas se convirtieron en siluetas sin rostro. La figura rechoncha de Shalune surgió del crepúsculo seguida de las porteadoras de la litera; levantó los ojos en dirección a Índigo y se llevó un dedo a los labios, adelantándose a cualquier cosa que la muchacha hubiera intentado musitarle. Silencio, al parecer, era la contraseña de las mujeres ahora, y en silencio se levantó la litera de la roca, y la procesión, con Uluye a la cabeza, se encaminó a las escaleras de la pared del farallón.
Mientras se la llevaban de allí, Índigo creyó escuchar un sonido procedente de la orilla del lago, un gemido de desesperación, desdicha y abyecto temor que se dejó oír por encima de los crujidos de la litera y del suave y amortiguado sonido de los pies desnudos de las sacerdotisas sobre la arena. La muchacha miró por encima del hombro, preguntándose con inquietud cuál sería el destino final de la asesina. ¿Morir de hambre, o asada por el calor del sol? ¿O algo aún peor? «Tú pronunciaste las palabras que la han condenado», había afirmado Uluye, e Índigo se preguntaba qué habría dicho. ¿Qué terrible castigo había decretado la Dama Ancestral a través de sus labios y lengua?
Llegaron al pie de la primera escalera. Justo antes de que las porteadoras giraran para iniciar el ascenso, Índigo pudo echar una última ojeada a la orilla del lago. Una columna de niebla empezaba a formarse sobre las aguas, una curiosa mancha aislada a la que la luz de la luna daba un tono gris plata. Aunque no podía estar segura, Índigo tuvo la impresión de que unas pequeñas figuras tomaban cuerpo en la niebla, y las vio empezar a moverse, flotando sobre la superficie como fantasmas mientras iban a converger muy despacio en el armazón de madera y su sentenciada ocupante.
Entonces sus porteadoras dieron la vuelta, pisaron el primer escalón, y el elevado respaldo del trono ocultó la plazoleta de la vista mientras la transportaban en dirección de las cuevas de la parte superior.
CAPÍTULO 8
Índigo despertó de una pesadilla gritando el nombre de Fernán, mientras el mundo yacía sumido en la neblina gris perla que precede al amanecer.
Permanecieron sentadas juntas durante varios minutos, Índigo apretando a la loba muy fuerte contra ella.
—Lo siento —repitió una y otra vez—. Lo siento,
—¿Qu... qué hay que lamentar? No puedes controlar tus sueños.
—Lo sé, pero pensé que había dejado atrás estas pesadillas. Hace tanto tiempo que no me perseguían, que pensé que ya me había librado de ellas.
—¿Soñaste con... él? —inquirió la loba, vacilante; se sentía reacia a pronunciar el nombre de Fenran en presencia de Índigo.
—Soñé que me encontraba en la orilla del lago —respondió Índigo con un gesto afirmativo de la cabeza—, y él..., él salía del agua, buscándome. Sólo que, cuando lo miré a la cara, me di cuenta de que no era el Fenran que conocí. Algo le había sucedido, algo
—No lo sé. —La loba la miró entristecida—. Quizá se deba a lo de anoche.
Ambas permanecieron en silencio unos instantes. Al regresar a sus aposentos una vez finalizada la sombría procesión de regreso por las enormes escaleras, Índigo encontró a
Índigo no la culpó. También ella había padecido una sensación semejante, aunque sus sentidos, menos agudos que los de la loba, se habían visto embotados en lugar de dolorosamente agudizados por el humo narcótico. Seguía sin poder recordar nada de lo sucedido durante su trance; incluso aunque los acontecimientos anteriores estaban ahora más claros en su mente, seguía existiendo una laguna en su memoria, un vacío que parecía no poder cruzar y traer de vuelta a la conciencia.
Apartó a
—¿Cuánto tiempo crees que falta para el amanecer? —preguntó a la loba.
—No muuu... cho —respondió
—. Todavía está oscuro, pero hay una gruesa neblina, y eso significa que la mañana no puede estar lejos.
Aunque sólo dispusieran de una hora antes de que la ciudadela empezara a despertar, eso sería al menos mejor que nada, de modo que Índigo extendió la mano para tomar sus ropas.
—Vayamos a pasear junto al lago un rato, antes de que nadie se levante. Noto que necesito despejar las ideas.
Índigo empezó a relajarse un poco mientras descendía a tientas por la larga escalera siguiendo a
—
Lo vio antes de que
Índigo con la cara mirando al lago. No se movía, y la muchacha no podía decir si respiraba o no. Muy despacio, empujada por una fascinación perversa, empezó a aproximarse al armazón.
—Índigo.
Índigo no le hizo caso. Llegó a la altura de la marañal de ramas, algunas de las cuales todavía tenían adherida»! hojas marchitas, y rodeó la estructura para colocarse frente a ella.
La mujer estaba muerta. No por deshidratación o cualquier otra causa natural; se había desangrado hasta morir, asesinada por medio de una salvaje cuchillada que , había abierto la garganta y a punto había estado de separarle la cabeza del tronco. Tenía brazos y pecho cubierto de sangre, que empezaba a secarse ya convirtiéndose en una costra amarronada a modo de obsceno atavío. Los ojos abiertos por completo a pesar de que había desaparecido de ellos todo rastro de vida, mostraban una expresión de desaforado terror.
Súbitamente, el hechizo que tenía hipnotizada a Índigo se deshizo y la joven giró la cabeza a un lado con brusquedad, cerrando los ojos llena de repugnancia. Empezó a correr, alejándose entre traspiés del espantoso cadáver, pero una repentina advertencia mental de
Índigo se quedó inmóvil y, abriendo otra vez los ojos y atisbo por entre la neblina. No veía nada, pero al cabo de unos segundos escuchó un ruido de pisadas suaves; alguien —o algo— avanzaba furtivamente hacia ellas. Su mente se vio invadida por imágenes de los horrores presenciados la noche anterior y sintió un ramalazo de pánico al ver aparecer ante ella una figura, indistinguible en la oscuridad.
La figura vaciló; entonces la voz de Uluye preguntó:
—¿Qué hacéis? ¿Qué queréis?
Se miraron mutuamente mientras la tensión y la sorpresa se diluían. Uluye bajó el machete que empuñaba y, ron un gran esfuerzo, recuperó la compostura. La expresión de sus ojos era cautelosa, desconfiada.
—No deberías estar aquí sola —dijo con un leve deje de animosidad.
—No estoy sola, gracias, Uluye —replicó con brusquedad la joven, irritada por el tono de voz de la otra—.
Uluye dedicó a la loba una mirada de menosprecio.
—Da lo mismo. Preferiría que regresaras a la ciudadela. No está bien que el oráculo se pasee como una persona corriente exponiéndose a ser visto por cualquiera.
La irritación empezó a transformarse en cólera, e Índigo exclamó:
—¡No creo muy probable que nadie vaya a verme cuando ni yo misma puedo apenas distinguir mi propia mano frente a la cara! —De improviso un nuevo y desagradable pensamiento le vino a la mente. ¿Por qué tenía Uluye tanto interés en que se fuera? ¿Sería acaso porque había algo que no deseaba que el oráculo viera?
Contempló el machete que la mujer sostenía y sus sospechas se reafirmaron.
—¿Qué? —Uluye frunció el entrecejo—. ¿Qué es lo que fui yo? ¿A qué te refieres?
Desde luego era una buena actriz, como Índigo ya había comprobado. Sus ojos sostuvieron la arrogante mirada de la mujer sin parpadear, al tiempo que indicaba al armazón de ramas a su espalda, apenas distinguible entre la niebla.
—Dime la verdad, Uluye —dijo con voz áspera—. Esa..., esa mujer... Tú la mataste, ¿verdad?
Por un instante Uluye se mostró genuinamente perpleja, pero luego su expresión se iluminó.
—¡Oh! —dijo—. Comprendo. —Pasó junto a Índigo y
—
—Desde luego —repuso la Suma Sacerdotisa, contemplándola con sorpresa—. Existen muchísimas formas di morir mucho menos cómodas que ésta. Imagino que perdería el conocimiento con mucha rapidez.
Índigo le devolvió la mirada, con un estremecimiento de repugnancia ante la inhumana indiferencia de Uluye.
—
—¿Yo? —En esta ocasión la sorpresa de Uluye era inconfundiblemente genuina—. ¡Claro que no!
—¿Quién lo hizo?
—Sus víctimas. ¿Quién si no? Ella los asesinó, de modo que es justo que sean ellos quienes la asesinen a su vez.
Índigo recordó entonces que la noche anterior, mientras la transportaban hacia las escaleras, había visto volver a formarse la niebla y había vislumbrado tres figuras avanzando en dirección a la orilla...
—Diosa de mi corazón —dijo en voz baja.
—Tal y como te dije en la ceremonia, ¿por qué te sientes tan escandalizada? — repuso Uluye mientras en sus labios se dibujaba una fría sonrisa—. Fueron las
palabras de la Dama Ancestral las que la condenaron a muerte, no un decreto mío. Lo cierto es que deberías considerarte a ti misma como su juez, ya que eres el oráculo por medio del cual nos habla nuestra señora.
—Eso es lo que tú dices —contestó Índigo—. Pero no tengo más que tu palabra de que es así, ¿no es cierto, Uluye?
—¿Qué quieres decir? —inquirió la mujer cambiando de expresión—. No te comprendo.
La oscuridad empezaba a aclararse de forma visible. El amanecer se aproximaba, la neblina se disipaba ya y el sol tardaría en salir, Índigo empezó a apartarse del cadáver, deseosa de alejarse de sus inmediaciones antes de que la luz del día la obligara a contemplarlo en todo su horror. Uluye la siguió. No repitió la pregunta, pero Índigo intuyó que se contenía con un gran esfuerzo y gracias a su sentido de tozudo orgullo.
De alguna forma, sin saber cómo ni por qué, había tocado a Uluye en un punto flaco. Había algo más en todo y aquí y ahora, sin nadie que pudiera escucharlas, Índigo se preguntó si no habría encontrado un arma con que resquebrajar la máscara de piedra de la Suma Sacerdotisa y desafiarla a decir la verdad. La sangre fría de la mujer ante la desagradable muerte de otro ser humano había enfurecido y envalentonado a la muchacha lo suficiente para intentarlo.
Se detuvo cerca de la roca donde había estado colocada la litera la noche anterior y se volvió para mirar a Uluye la cara.
—Puede que seas o no consciente de esto, Uluye —dijo—, ero no tengo el menor recuerdo de nada de lo que me sucedió durante el trance. No sé lo que dije o hice. Por lo que yo sé, podría haber estado sentada en ese trono chillando y gruñendo en una buena imitación de un cerdo, mientras tú te reías interiormente de mis gritos de animal contabas a tu congregación lo que querías que escucharán.
—¡Esto es una blasfemia! —exclamó Uluye con expresión escandalizada.
—No para mí. La Dama Ancestral es tu diosa, no la mía. Es decir, si realmente crees en su existencia.
El color desapareció de los labios de la Suma Sacerdotisa, y sus ojos se abrieron de par en par llenos de rabia. —¡No oses pronunciar tales perversidades en mi presencia! ¡No lo
—No tienes otra elección más que tolerarlo, ¿no crees? —rebatió Índigo—. No si yo soy lo que a ti te conviene decir que soy. ¿Qué es lo que soy, Uluye? ¿Soy la elegida para ser vuestro oráculo o no? ¿Hablé realmente anoche, o preparaste todo el espectáculo para embaucar a una muchedumbre supersticiosa y crédula y de ese modo conseguir que creyeran lo que tú querías que creyeran? ¡Dime la verdad!
—¿Te atreves a llamarme farsante? —replicó Uluye siseando como una serpiente.
—Oh, no. No eres una farsante, lo sé muy bien. Pero, cuando el oráculo habla a la gente, ¿a requerimiento de quién lo hace? ¿De la Dama Ancestral... o de ti?
Uluye se quedó mirándola un buen rato. Los primeros rayos del sol rozaban las copas de los árboles ya, y en medio de la neblina la elevada figura de la sacerdotisa parecía aureolada de frías llamas.
—Te mueves por un terreno difícil y peligroso, Índigo —dijo al fin—. He sido elegida para servir a la Dama Ancestral, y, al recusarme a mí, recusas también a nuestra señora. Te lo advierto: ten cuidado, o puedes encontrarte con que tu tiempo de estancia en este mundo finalice antes de lo que esperabas.
—¿Es una amenaza, Uluye? —Índigo permaneció totalmente inmóvil.
—No es una amenaza, es una profecía. Predecir el futuro no es competencia tan sólo del oráculo, y yo conozco la forma de ser de la Dama Ancestral mucho mejor que tú. —Dio un paso al frente, extendió la mano y sujetó a Índigo del brazo—. Puede que seas el oráculo escogido por la señora, pero eres tanto su servidora como todas nosotras.
Índigo intentó soltar su brazo, pero Uluye la retuvo con fuerza.
—Mi lealtad está sólo con una diosa —le dijo Índigo con una calma glacial—.
Y esa diosa es la Madre Tierra.
—No —negó Uluye—. Sirves a la Dama Ancestral. Ella te ha escogido, y te gobierna, de la misma forma en que gobierna a todos nosotros.
De improviso Índigo experimentó una terrible sensación de
Te
Por espacio de unos segundos, la escena ante los ojos Índigo desapareció. Luego recuperó los sentidos y se encontró contemplando con ojos nublados el rostro ávido y sorprendido de la sacerdotisa. ¿Te está hablando? —quiso saber Uluye, jadeante—.
Dime, dime.
Antes de que Índigo pudiera responder o protestar,
—¡No,
La loba se tranquilizó un poco, aunque con el pelaje todavía erizado, y por encima de su cabeza Uluye miró Índigo a los ojos, vacilante. —¿Comprende tu propia lengua...?
—Sí. —Índigo regresó al idioma de los habitantes de la isla Tenebrosa—. No atacará a menos que crea que quiera hacerme daño.
Los ojos de la mujer se entrecerraron y volvió a arrugar la frente. Súbitamente, Índigo comprendió que Uluye no se atrevería a hacerle daño, a pesar de cualquier animosidad que pudiera albergar —y eso seguía siendo un misterio—, pues creía en su diosa de forma tan inquebrantable como Índigo creía en la Madre Tierra, y también creía que la Dama Ancestral había escogido a la muchacha como avatar.
—Vino a ti —dijo la sacerdotisa—. Sólo un instante, pero
La cólera de Índigo volvió a despertarse. Algo acababa de suceder; era muy consciente de ello, pero había venido y se había ido con tanta rapidez que no le queda más que el recuerdo de una momentánea pérdida del conocimiento, nada más. Y el interrogatorio de Uluye no consiguió más que aumentar su enojo. Estaba más que harta de esta arrogante y autoritaria tirana.
—¡No te lo puedo decir, porque no lo sé! —Sostuvo la desafiante mirada de la mujer con firmeza—. A menos que poseas el poder de ahondar en mi cerebro y descubrir la verdad por ti misma, ¡no puedo ayudarte! —Y, antes dique Uluye pudiera contestar, se alejó por la plaza a gran des zancadas.
—¡Espera!
Algo en el tono de Uluye —¿una nota de súplica?— hizo que Índigo se detuviera para mirar atrás. La Suma Sacerdotisa no la había seguido sino que permanecía muy erguida sobre la arena. Por su expresión, la muchacha supo al instante que la mujer no poseía tal poder de adivinación y eso la enojaba.
—¿Qué? —preguntó Índigo con tono indiferente.
Uluye se aproximó, pero con cautela, manteniéndose a prudente distancia.
—Hay algo que no funciona —declaró con brusquedad La Dama Ancestral te ha hablado, y sin embargo eres capaz de decirme lo que te ha dicho. Esto no había sucedido jamás. Intenta recordar. ¡Tienes que intentarlo!
—Maldita seas, Uluye —estalló Índigo—, ¿por qué tipo de criatura retrasada me tomas? ¿Crees acaso que juego contigo? ¿Piensas que encuentro algún perverso placer en ocultar la verdad? Te aseguro que no hago tal cosa. Me gusta esto tanto como a ti; y, por encima de todo, no gusta la idea de que alguien se apodere de mi mente pía utilice para algo que no puedo ni interpretar, mucho menos controlar. Si alguien está jugando aquí, Uluye, es preciosa Dama Ancestral... ¡así que será mejor que te dirijas a ella en busca de respuestas, no a mí! Esta vez, cuando Uluye la llamó, Índigo hizo caso omiso de sus furiosos requerimientos para que regresara. Echa una furia, se alejó a un paso tan rápido que
—Yima... —Unos rápidos pasos apenas audibles anunciaron la llegada de Uluye, quien se colocó frente a Índigo como si quisiera excluirla de la vista de su hija, a la que dedicó una severa mirada. Su voz era cortante mientras se esforzaba por reprimir sus sentimientos—. Te has levantado muy temprano. ¿Dónde has estado? Yima palideció ligeramente ante el tono de voz y mostró un puñado de raíces recién desenterradas. —Shalune me pidió que recogiera un poco de
Parecía sin aliento. Uluye continuó escudriñando su rostro durante unos instantes; luego, satisfecha al parecer, asintió con un rápido gesto. —Llévalas a la ciudadela.
—Sí, madre. —Yima pareció quitarse un peso de encina al verse despedida y se alejó a toda prisa. Cuando hubo desaparecido, Índigo y Uluye permanecieron inmóviles sobre la arena. La involuntaria intervención de Yima había suavizado su enfrentamiento y ahora se encontraban más tranquilas, aunque seguían sin estar muy seguras la una de la otra y tan desconfiadas como dos gatas que se cruzan en los límites de sus respectivos territorios. Finalmente, viendo que Índigo no estaba dispuesta a ser la primera en hablar, Uluye rompió el silencio.
—Algo está sucediendo aquí que considero que ninguna de las dos está en posición de comprender —declaró con cautela—. Debo meditar sobre ello, y buscar una solución. —Su antigua reserva volvió a aparecer, tornándose distante y fríamente ceremoniosa—. Consultaré con mis sacerdotisas de más edad y te haré saber el resultado de nuestras deliberaciones.
—Como quieras —respondió Índigo con suavidad. El explosivo ataque se había esfumado y su cólera se había apaciguado; descubrió un destello de incertidumbre en los ojos de Uluye y, por un momento, casi sintió compasión de ella.
—Será mejor que regreses a tu aposento ahora. Es hora de comer.
—¿Qué pa... sará con ella? —inquirió, indicando el armazón a la orilla del agua.
—No es digna de ser entregada al lago —respondió Uluye, encogiéndose de hombros— la Dama Ancestral no quiere servidores como ella. Los
—Despierta. Tenemos cosas que discutir.
La autoritaria voz interrumpió el agradable sueño de Shalune, que abrió adormilada los ojos y se encontró con Uluye inclinada sobre ella. La rechoncha mujer se incorporo con esfuerzo; vio cómo las primeras luces del día se filtraban a través de la cortina de la cueva, que Uluye se había molestado en correr tras ella, y lanzó un irritado gruñido.
—¡Apenas si es de día! —Recién despertada y no del mejor de los humores, Shalune habló en un tono bastante menos respetuoso de lo que debiera—. ¿Por qué se me molesta a estas horas?
—Porque yo lo ordeno.
La voz de Uluye mostraba un matiz malévolo, e, incluso por entre los restos de somnolencia que la cubrían como velo, Shalune se dio cuenta de que la Suma Sacerdotisa no estaba de muy buen talante. Consciente de haber más allá de lo correcto, reprimió un bostezo e hizo el gesto que expresaba a la vez disculpas y conformidad. —Perdóname, Uluye. Me has sobresaltado. ; —Ya veo. —A Uluye no se le había escapado el destello ¡ resentimiento en los ojos de su subordinada, pero hizo como si no lo hubiera advertido, dedicando en su lugar . mirada rápida y crítica al desordenado habitáculo—, como un cerdo. Haz que una novicia limpie toda porquería, o hazlo tú misma. Sin molestarse en contestar, Shalune descendió de su lecho de juncos trenzados y arrastró los pies hasta el hogar, donde sopló sobre los rescoldos del fuego para avivarlos antes de empezar a preparar comida y bebida que ofrecer a su inesperada y nada deseada visitante. Uluye dio varias vueltas por la habitación; luego lanzó al suelo un monde ropa de Shalune que descansaba sobre una de las ; en forma de bote, se sentó y cruzó una pierna por la de la otra en clara indicación de su irritable estado de ánimo.
—Quiero hablar contigo sobre Índigo —declaró sin preámbulos.
—¿Índigo? —Shalune interrumpió lo que hacía y levantó los ojos para mirarla sorprendida—. Sí. ¿Qué le sucede? No sabía que sucediera nada.
86
—Entonces eres una estúpida. —Uluye se puso en pie y volvió a pasear—. Existe un defecto en ella, Shalune, y no me gusta. La Dama Ancestral habla a través de ella, pero después de ello Índigo no recuerda nada de lo su cedido.
—Sabía que tuvo un fallo de memoria durante la entronización en el templo — respondió la otra frunciendo el entrecejo—. Pero eso era de esperar; estaba agotada, no se había recuperado por completo de la fiebre. Te dije cu esa ocasión que esperabas demasiado de ella tan pronto. —Sus oscuros ojos centellearon—. Con el mayor de los respetos.
Intercambiaron una mirada de mutua antipatía, y Uluye frunció el labio superior.
—No me refiero a la ceremonia de entronización. Hablo de anoche. Y también de esta mañana.
Sus palabras cogieron a Shalune por sorpresa.
—¿Esta mañana? —repitió—. ¿Qué ha sucedido esta mañana?
En otras circunstancias, Uluye habría disfrutado en su fuero interno al revelar algo que Shalune desconocía; sin embargo, en estos momentos estaba demasiado preocupa da para observar siquiera la expresión mortificada de la gorda sacerdotisa.
—Al amanecer —relató—, mientras tú todavía roncabas, fui hasta la orilla del lago y encontré a Índigo paseando allí. Mientras hablábamos, la Dama Ancestral se puso en contacto con ella.
Shalune lanzó una exclamación ahogada.
—¿Qué dijo?
—Ese es el problema. No dijo nada. O al menos, nada que Índigo esté dispuesta a decirme.
—¿Quieres decir que te ocultó el mensaje de la Dama Ancestral? —preguntó Shalune, mirándola perpleja.
—¡No, claro que no! No se atrevería a hacer tal cosa. Quiero decir que ella ni siquiera sabía lo que le acababa de suceder. La Dama Ancestral penetró en su mente sólo unos instantes, y después Índigo no era consciente de que eso hubiera sido así.
Shalune revolvió el contenido de la marmita, que empezaba a humear.
—¿No estaría fingiendo? Si el mensaje que se le transmitió contenía algo que pensó que a ti no te gustaría escuchar...
—¿Cómo podía llegar a tal conclusión? —replicó Uluye, desdeñosa—. Además, yo lo sabría. Yo lo
Shalune retiró el recipiente del fuego y vertió cuidadosamente el humeante líquido en dos copas altas. Uluye Ornó una sin dar las gracias y la sujetó con ambas manos; Inspirando el fragante vapor, clavó los ojos pensativa en la entrada de la cueva.
—¿No recuerda nada? —inquirió por fin Shalune—. ¿Ni
—Ni lo más mínimo. Eso, como estoy segura que no necesito recordarte, es inaudito. Y creo que algo en el interior de Índigo obstruye su memoria y le impide ser consciente de lo que hace. —Tomó un sorbo de la bebida y empezó a pasear otra vez—. Supongo que debemos dar por Atentado que no cometiste algún error estúpido y trajiste contigo a la candidata equivocada.
—Seguí las señales, Uluye —respondió la interpelada, roja de rabia—, como tú bien sabes. La Dama Ancestral dejó bien claro que...
—Muy bien, muy bien; no es mi intención arrojar ninguna duda sobre tu muy encomiable eficiencia. Así pues, aceptamos que es el oráculo elegido y que la Dama Ancestral ha penetrado en su espíritu. Pero ¿qué más mora en su interior? ¿Qué es lo que obstruye la puerta de comunicación de su mente entre este mundo y el mundo de los espíritus? Pudiera ser que la señora hubiera considerado necesario depositar un defecto en ella, como una prueba de nuestra habilidad para encontrarlo y corregirlo, pero, no sé por qué, no lo creo. El defecto tiene su origen en la misma Índigo, en su voluntad. Intenta combatir el poder de la señora, ¡y esto es una blasfemia que no podemos consentir!
—¡Uluye, me es imposible creer que Índigo sea
—¿Malvada? —La sacerdotisa giró sobre los talones bruscamente y clavó los ojos en la otra mujer—. No he dicho que sea malvada. Pero hay que encontrar esa imperfección suya, pues, hasta que así sea, continuará sin cumplir con su deber para con nuestra señora. —Levantó su largo índice en dirección a Shalune—. Tú eres nuestra curandera mayor a la vez que mi delegada. Tienes que ayudarme a encontrarla, y a erradicarla.
Shalune la miró por encima de sus gruesas y espesas cejas.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, Uluye.
—En ese caso, tendrás que buscarlo con mucha más celeridad. —Uluye terminó su bebida, dejó la copa vacía y dedicó a su subordinada una mirada severa—. Parece que te considera una especie de amiga, de modo que sugiero que aproveches todo lo que puedas su confianza. Te ordeno que la vigiles, y me informes de inmediato de cualquier cosa fuera de lo corriente.
—¿Y si no descubro nada? —inquirió Shalune, encogiéndose de hombros.
—Si no descubres nada —Uluye apretó los labios—, me veré obligada a adoptar otras medidas. Si todo lo demás fracasa, existe aún otra opción: llevar la cuestión ante la Dama Ancestral en persona.
Shalune levantó la cabeza con una sacudida.
—Quieres decir, enviarla...
—Sí.
—¿Pero cómo? Algo así sólo puede hacerse cuando existe una razón de peso, o de lo contrario nos arriesgaremos a provocar la cólera de la Dama Ancestral sobre todas nosotras.
—Hay una razón de peso; o la habrá. La prueba de iniciación de Yima.
—
Shalune enrojeció, como si Uluye hubiera tocado un tema doloroso.
—Cualesquiera que fueran las circunstancias entonces, Yima no es más que una criatura. —Es
—Claro que no —respondió Shalune, dedicándole una airosa mirada—. Siempre he aprobado sin reservas la elección de Yima como nuestra próxima Suma Sacerdotisa, como muy bien sabes. Sencillamente me preocupa que no preparada todavía para enfrentarse a la prueba de la iniciación.
—Eso —replicó Uluye con aspereza— no es asunto tuyo, ¡«no mío. Yo decidiré el momento de llevar a cabo la iniciación, y Yima estará lista.
Shalune realizó un gesto de asentimiento, aunque estaba claro que no le gustaba. —Se hará como desees, desde luego. —Exactamente. Y, como es tradicional, el oráculo la acompañará en su viaje. —Los negros ojos centellearon—.¡Entonces se acabará para siempre ese defecto en el interior de Índigo! ¡La señora lo sacará al exterior y lo destruirá! —Avanzó en dirección a la entrada—. Te dejo ahora; tengo otros asuntos de los que ocuparme. Recuerda lo que he dicho, Shalune: vigílala, investiga todas las pistas, y mantenme informada.
—Sí, Uluye.
Al llegar junto a la cortina, la sacerdotisa se detuvo y volvió la cabeza.
—Oh, una cosa más... ¿Le pediste a Yima que recogiera
—
—No, no. Tiene las nuevas existencias; me ocuparé dique se te hagan llegar. —Hizo un gesto con la cabeza
Shalune se sentó en cuclillas en cuanto la cortina volvió a caer cubriendo la entrada. La entrevista había suscitado una serie de cuestiones que empezaban a unirse de una forma que la inquietaba. Carecía de autoridad para discutir con la Suma Sacerdotisa —además, razonar no habría servido de nada con Uluye, en especial en su estado de ánimo actual— pero sospechaba la presencia de una segunda intención en esta visita matutina. ¿Creía realmente Uluye que había algo que no iba bien en Índigo?, y, si así era, ¿tenía razón? Shalune lo dudó; después de todo, si pasaba algo, ella como curandera habría percibido sin duda alguna señal.
No, había algo más detrás de todo esto, algo más personal. Tenía que ver con Índigo, tenía que ver con Yima y, por encima de todo, tenía que ver con la misma Uluye. Tal y como ella misma había observado con tanta intención, Uluye había nacido dentro del culto en lugar de entrar a su sagrado recinto desde el exterior, y su madre —
Sin embargo, parecía como si Uluye utilizara ahora su supuesta preocupación por Índigo como palanca para forzar la cuestión a la palestra al menos con dos años de adelanto con respecto a lo que habría sido de otro modo. Era como si la imperfección de Índigo —si es que en realidad ésta poseía tal imperfección— no fuera más que una excusa para que Uluye adelantara la fecha de la ceremonia. ¿Por qué, se preguntó la sacerdotisa, se había convertido de improviso la cuestión de la iniciación final de Yima en algo ¡ tan urgente para la Suma Sacerdotisa? ! Creía conocer la respuesta a esa pregunta, al menos en esencia. Acababa de verla en los ojos de Uluye, en la crispación de sus labios y en la anormal rigidez de sus hombros. Uluye estaba preocupada; preocupada porque algún factor nuevo e imprevisto amenazara sus planes, socavara su autoridad y la debilitara. Y ese factor era Índigo. Gruñendo a causa del esfuerzo, Shalune se incorporó y, todavía con el camisón puesto, arrastró los pies en dirección a la cortina que cubría la entrada. El olor a comida empezaba a elevarse en el aire, señal inequívoca de que la ciudadela se despertaba, y el aire resultaba ya achicharrante mientras el sol se elevaba por encima de las copas e los árboles. ¿Qué había percibido Uluye en Índigo que la misma había pasado por alto? ¿Existía algo allí, algún poder, alguna fuerza perjudicial, o no sería acaso que Uluye empezaba perder la cabeza y a ver
Al escuchar unas pisadas en la repisa a la que se abría la puerta de su cueva, Shalune atisbo por una esquina de la cortina y descubrió a Yima que se acercaba.
La muchacha la vio, se detuvo y le dedicó una inclinación.
—Shalune..., mi madre me ha ordenado que te traiga el
—Ah, sí; el
—Puede que no resulte tan fácil la próxima vez —dijo Shalune mirándola con sagacidad—. Pero haré lo que pueda. Será mejor que te vayas ahora; tu madre tendrá sin duda tareas para ti.
Yima asintió y se alejó apresuradamente bajo la mirada penetrante de Shalune. La visita de la joven le había servido de recordatorio de que había que tener en cuenta aún otra complicación, y una sobre la que debía meditar con cuidado. Esperaba que la muchacha no cometería ningún error, que no se le escaparía nada en el oído equivocado o se dejaría ver en un momento inoportuno. Uluye ya había realizado una pregunta enigmática, y cualquier cosa que despertara sus sospechas podía conducir al desastre.
Shalune volvió a retirarse al interior de la cueva. Atención, pensó; atención cuidadosa debía ser su consigna ahora. De lo contrario, y a juzgar por la nueva preocupación de Uluye, sus propios planes podrían estar en peligro...
CAPÍTULO 9
Durante los dos días siguientes, Shalune hizo lo que Ulule había ordenado. Ignorante de lo que sobre ella se había discutido, Índigo se sintió sorprendida y un poco fastidiada al encontrarse con que, excepto cuando comía o dormía, apenas si podía perder de vista a Shalune, pero disimuló su irritación, porque cada vez le gustaba más Shalune, y creía que su comportamiento se debía a la bondad y al anhelo por fomentar aún más su creciente amistad. Si Uluye esperaba que su subordinada le presentara un informe enseguida, su esperanza se vio pronto defraudada. Shalune no descubrió nada extraño. No se produjeron nuevos trances inesperados, ni pérdidas de memoria; nada digno de más profunda investigación; y esto sólo sirvió para reforzar la sospecha de la rechoncha sacerdotisa de que la cuestión de la tara era una estratagema deliberada para despistar, y que Uluye organizaba algo más tortuoso de lo que imaginaba.
Durante la luna menguante la ciudadela mostró la calma acostumbrada en aquellas épocas; durante esta fase de la luna vagabundeaban menos espíritus y seres siniestros y también venían menos personas hasta el farallón con sus ofrendas y peticiones, de modo que, a excepción del acostumbrado ritual nocturno de patrullar la orilla del lago, las sacerdotisas tenían poco que hacer apañe de ocuparse de las cuestiones domésticas. Esta pausa en la actividad fue todo un alivio para Índigo, pues le permitió sumergirse en cuestiones domésticas y apartar de la mente los horrores presenciados durante la Noche de los Antepasados y sus secuelas. No se repitieron las pesadillas; pero, dos noches después de la ceremonia de la luna llena, ocurrió algo que hizo añicos su recién encontrada tranquilidad mental.
Era muy tarde, y Shalune se disponía a abandonar el aposento de Índigo tras pasar una productiva velada instruyéndola en algunas de las particularidades de la lengua de la Isla Tenebrosa. Cuando levantaba la cortina para acompañar a su invitada al exterior, Índigo se detuvo al percibir un movimiento en la orilla del lago a sus pies. El firmamento estaba salpicado de nubes, con lo que la luz de la luna se filtraba por entre una fina neblina, pero se podían distinguir dos figuras encorvadas junto al agua, que avanzaban desde el bosque en dirección a la arenosa plazoleta que se extendía al pie del zigurat. El cadáver de la asesina seguía junto al lago colgado de la estructura de madera, lo que hizo que Índigo se preguntara si estos visitantes furtivos no serían quizá parientes de la difunta, que venían a llevarse el cuerpo y a proporcionarle el débil consuelo de un entierro decente. Pero entonces
—Regresa al interior de la cueva. —Tenía los ojos clavados en la plaza y su susurro sonó gutural y apremiante—. Rápido y en silencio.
—¿Por qué? —Índigo estaba desconcertada—. ¿Quiénes son?
—
—Shalune, ¿por qué estás tan asustada? —inquirió—. Estos
—No son espíritus —respondió ella con una mueca—. Si fueran espíritus..., si
—¿Se alimentan de los
—¡Oh, sí! Los
Índigo permaneció en silencio unos instantes. Luego, de improviso, extendió la mano en dirección a la cortina y empezó a retirarla.
Shalune y
—No mirarán hacia arriba si no hay una luz que atraiga su atención. Por favor, Shalune, haz lo que te pido. Apaga las lámparas.
Murmurando entre dientes, la sacerdotisa cruzó la habitación, y a poco se escuchó un suave chisporroteo procedente de las dos lámparas, que fueron perdiendo intensidad para acabar por extinguirse, Índigo aguardó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad; entonces echó hacia atrás la cortina lo
suficiente para poder mirar al exterior y al pie del farallón.
Los dos
Índigo siguió observándolos, llena de repugnancia y a la vez hipnotizada por su presencia, hasta que, en medio de un repentino frenesí de actividad, las últimas ligaduras se soltaron. El cuerpo de la asesina se desplomó sobre el suelo y los dos
Índigo no le hizo caso. Un
Shalune dejó escapar un suspiro largo tiempo contenido y retrocedió. Se disponía a encender de nuevo las lámparas, pero Índigo, al escuchar sus movimientos, la atajó diciendo:
—No. Déjalas, Shalune. Veo perfectamente a la luz de la luna.
Shalune se detuvo y la miró llena de inquietud. —¿Estás segura? La luz resultaría reconfortante. —No lo dudo.
Los tres tambaleantes zombis habían llegado ya a los árboles y se perdían en la oscuridad. Durante un minuto o más, Índigo continuó con la mirada clavada en la noche; al cabo dejó caer la cortina y se dio la vuelta.
—Ese... —La voz le tembló; recuperó el dominio de sí misma y volvió a empezar—. Ese destino... ¿es lo que la Dama Ancestral
Shalune se encogió de hombros una vez más y asintió con la cabeza.
Índigo la miró fijamente. Quería expresar todo lo que pensaba en aquellos momentos, quería lanzar las palabras como un guante de desafío y decir: «¿Cómo podéis afirmar que un final tan obsceno y repugnante es la voluntad de una diosa? ¿Qué clase de monstruo es vuestra deidad?». Pero, al contemplar a Shalune, el impulso retador se fue desvaneciendo. No obtendría respuestas con sentido. Al igual que Uluye —al igual que todas ellas— la gruesa sacerdotisa aceptaba la palabra de la Dama Ancestral como ley inmutable, y ningún razonamiento la persuadiría de lo contrario. ¿Por qué tenía que hacerlo? Las sacerdotisas habían cumplido la voluntad de la Dama Ancestral durante generaciones y generaciones, y pensar que una recién llegada pudiera esperar conseguir que pusieran en duda esta voluntad era una presunción soberana y estúpida. Diosa o demonio, fuera lo que fuera la Dama Ancestral, eran sus esclavas.
Shalune empezaba a sentirse incómoda bajo el pensativo y silencioso escrutinio de la muchacha. Había algo en aquella mirada que no podía interpretar y que la inquietaba; sintió de improviso que lo más discreto sería marcharse.
—Tengo que irme —anunció—. Es tarde.
Los ojos de Índigo cambiaron de punto de mira. Hundió los hombros ligeramente de una forma que podría haber dado a entender una simple relajación o una sensación de derrota.
—Desde luego —respondió con voz uniforme—. Lamento haberte entretenido tanto rato.
Sintiéndose en una situación embarazosa, Shalune empezó a dirigirse a la entrada.
—Shalune..., una pregunta.
—Pregunta —repuso ella alzando los ojos.
—Ya debes de saber que no consigo recordar nada de lo que sucede durante mis trances. ¿Sucedía también eso con el antiguo oráculo?
Shalune vaciló. Este era el factor que la hacía dudar de su propio escepticismo con respecto a Uluye y sus maquinaciones. Deseaba que Índigo no hubiera hecho la pregunta, pero se sintió obligada a ser honrada con ella... y consigo misma, reflexionó con ironía.
—Bueno..., no —respondió—. Siempre recordaba todos los detalles... — frunció los labios en una rápida y débil sonrisa— ... al igual que todos los oráculos que hubo antes. Eres un enigma para nosotras, Índigo. Pero yo no dejaría que eso me preocupara. Después de todo, no somos nosotras las que hemos
de cuestionar la forma de hacer las cosas de la Dama Ancestral.
Índigo contempló cómo Shalune se alejaba a su aposento situado en un nivel inferior del sistema de cuevas; luego dejó caer la cortina y atravesó la habitación para sentarse en una silla. No habló, pero
—Índigo, ¿en qué piensas? ¿Qué te prrreocupa?
La muchacha alzó la cabeza como quien sale de un sueño. No sin cierta timidez,
—No creo que tampoco le guste a Uluye —repuso
Se puso en pie y fue hasta el anaquel situado sobre el hogar. Mientras que ver comer al oráculo era tabú entre las sacerdotisas, beber con ella no lo era, y la contribución de Shalune a la reunión vespertina había sido una jarra de un zumo de frutas fermentado ligeramente alcohólico. Todavía quedaba un poco; Índigo lo vertió en una copa y tomó un sorbo.
—Esa mañana, junto al lago —siguió—, acusé a Uluye de utilizarme para engañar a su gente de modo que aceptaran todo lo que ella considerara oportuno decirles. También me pregunté si no habría tenido ella algo que ver con mi falta de memoria; no me habría sorprendido si ella tuviera el poder para hacerlo. Pero me equivocaba. Lo comprendí por su reacción.
—Te llamó... blas... blasfema —recordó
—Sí, y fue eso lo que hizo que me diera cuenta de que mi acusación era injusta. Uluye no estaba simplemente asustada en ese momento, estaba
—¡Ah! —exclamó
Índigo se volvió a sentar. Arrugó la frente en profunda concentración mientras hurgaba en su memoria.
—En ocasiones anteriores —dijo—, los demonios con los que nos enfrentamos no nos desafiaron jamás directamente. Siempre esperaron a que hiciéramos los primeros movimientos (a que fuéramos en su busca, de hecho) antes de estar dispuestos a mostrarse. Esta vez, sin embargo, empiezo a preguntarme si nuestro adversario no tendrá intención de tomar la delantera.
—No com... prrrendo esa frrrassse «tomar la de... delantera» —repuso
Índigo sabía por larga experiencia que, a pesar de toda , su sencillez,
—¿Por qué querrá este demonio efectuar el primer movimiento? —preguntó—. ¿Qué espera obtener revelando su presencia de forma tan patente? Es como si nos arrojara el guante. Sin duda tendría que preferir permanecer oculto el mayor tiempo posible.
—No creo que eso sea cierto —replicó
—No..., no sé si podrrré explicarlo bien. No es en las cosas corrientes. Sigues siendo la misma Índigo; todavía piensas y sientes como siempre. Eso no ha cambiado. Pero, en lo mas profundo, algo es diferente.
La pregunta fue como una sacudida, pues Índigo había olvidado por completo la extraordinaria capacidad para cambiar de aspecto que había poseído en una ocasión. Había descubierto aquel poder latente a poco de conocer a
—Si lo intentaras ahora —continuó
¿Podría? Incluso los medios que utilizaba para extraer el poder de su subconsciente no eran ahora más que un nebuloso recuerdo. Seguro que podría recordarlos con un esfuerzo de concentración; pero ¿seguiría funcionando?
Creía conocer la respuesta a tal pregunta, y
—Me pa... rece —dijo la loba sabiamente— que a lo mejor lo has dejado atrás, igual que un cachorro deja atrás sus ruidosos juegos cuando ya no los necesita para aprender. Convertirte en lobo te ayudó al principio; y en especial te ayudó cuando necesitaste escapar, huir del peligro. Pero ahora posees armas diferentes, armas más fuertes y mejores, y ya no necesitas huir. ¿De qué te puede servir ahora convertirte en lobo?
Índigo no respondió inmediatamente sino que se levantó y se dirigió a la entrada de la cueva, sintiéndose sofocada y necesitada de aire fresco. En el exterior la noche estaba en calma y el lago, envuelto en niebla. No soplaba la menor brisa. Tragó saliva y le pareció como si la garganta se le contrajera. Intuía que
—Quizá ya están demostrando su valía, Índigo —dijo
psiquis, como la encarnación de la parte oscura de su alma.
Némesis le había seguido los pasos desde el día en que había abandonado su país cincuenta años atrás, y su único objetivo —de hecho la única razón de su existencia—era hacerla fracasar en su empresa. A dondequiera que fuera ligo, en todas partes y a la vuelta de cada esquina, allí la esperaba Némesis para engañarla, confundirla, conseguir atraerla hacia el fracaso y el desastre; y, a medida que se acercaba más al demonio correspondiente, Némesis descubría burlonamente su presencia mediante la única señal por la que siempre podría reconocerla: el color plata. Hasta ahora...
Comprendió que
—Cr... eo —agregó
Índigo titubeó y se volvió una vez más para contemplar la tranquila y pegajosa noche. Por un instante, las palabras de
Sonrió con tristeza, sin dejar que la loba viera su expresión, y respondió:
—Si eso fuera cierto,
Más tarde, con las lámparas apagadas y sólo la luz difusa de la luna filtrándose a través de la cortina para mitigar la oscuridad de la noche, Índigo escuchaba el respirar uniforme de
La Dama Ancestral, la Reina de los Muertos, ¿existía en realidad? Uluye y sus sacerdotisas creían en ella; incluso la prosaica Shalune creía en ella. La Reina de los Muertos. Esta noche había visto cómo los
Se dio la vuelta sobre el lecho y ocultó el rostro en el pliegue de un brazo. Intentó deshacerse de la idea, pero era ya demasiado fuerte para que pudiera
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resistirse: Fenran, entre los difuntos que habitaban el reino de la Dama Ancestral. Pero él
Se mordió los nudillos mientras las lágrimas empezaban a manar sin control de sus ojos. Sabía que, en lo más profundo de su ser, su fe seguía incólume y que todavía creía que lo presenciado en el lago había sido una cruel ilusión, tal vez un guante arrojado para desafiarla y atraerla, una broma malévola del demonio. Pero se habían sembrado las diminutas semillas de la duda, y no existía más que una forma de impedir que arraigaran: debía encontrar el portal que comunicaba los mundos de la vida y de la muerte; debía abrir la puerta y enfrentarse a su guardiana, tanto si era una diosa como un demonio, y averiguar por sí misma la verdad.
Y estaba asustada, muy, muy asustada, de lo que podría encontrar.
CAPÍTULO 10
De todos modos, evitó el armazón de madera, que ahora estaba vacío y abandonado en la arena, y se dispuso a rodear el lago en dirección contraria a aquella que habían tomado los dos
Había completado medio circuito, y el zigurat era una vaga silueta que se alzaba al otro lado del agua, cuando algo se movió entre los árboles que bordeaban el sendero.
El recuerdo de los
Una voz hendió el silencio, un rápido susurro apremiante, y la maleza volvió a crujir, más cerca del sendero ahora. Prudente,
La primera llevaba un farol que, pese a su corta mecha, arrojaba luz suficiente para que
Al llegar al sendero, el joven extendió una mano como para ayudar a alguien, y entonces la segunda figura surgió del bosque. Desde su escondite,
¡El joven depositó el farol en el suelo y ambos se abrazaron con fuerza. Cuando por fin Yima se separó, no sin cierta reluctancia,
—No..., es un riesgo demasiado grande. Vete ahora. Por favor.
—Alzó una mano para acariciar el rostro de él con suavidad, casi con timidez, y luego se inclinó hacia adelante para besarlo prolongadamente por última vez. Sintiendo que irrumpía en una situación muy personal,
La débil luz del farol se desvaneció, y, cuando la loba volvió a levantar la cabeza, vio a Yima sola en el sendero.
Durante casi un minuto la muchacha permaneció inmóvil, contemplando cómo él se perdía en el bosque; después, con un ligero escalofrío, se dio la vuelta y empezó a correr sin hacer ruido en dirección a la ciudadela.
—
La loba parpadeó, se lamió el hocico y agitó la cola a modo de disculpa. Yima
volvió a ponerse en cuclillas y extendió una mano en dirección a ella.
—¿Qué haces por ahí a una hora tan temprana? —Su rostro se ensombreció de inquietud—. No me seguiste, ¿verdad? —
—¡Oh,
«Yima debe de esconder un gran valor bajo su dócil aspecto externo», pensó la loba. Y alguien de la ciudadela la ayudaba.
Yima ya había desaparecido. Bajando la mirada,
Con una última ojeada al inmóvil espejo broncíneo que eran las aguas del lago, la loba se alejó trotando en dirección a la escalera.
Había percibido agitación en la mente de su amiga y estaba ansiosa por llegar y contar su historia antes de que nadie pudiera estorbarlas.
No obtuvo respuesta, y de improviso la loba aminoró el paso al percatarse de algo que no era normal, Índigo estaba despierta, pero el lazo de unión con su conciencia aparecía perturbado. ¿Qué podía pasar?
Con cautela ahora, las orejas echadas hacia atrás, volvió a llamar. Algo parpadeó en los límites de su percepción mental pero se desvaneció demasiado deprisa para que pudiera descifrarlo, y de repente
Índigo se encontraba en la cama. Estaba tumbada boca arriba, con la delgada colcha echada a un lado, pero sus ojos miraban sin ver al techo y su boca se movía sin emitir el menor sonido.
—¡Índigo! —Olvidando toda cautela,
Un espasmo contrajo el cuerpo de la muchacha; luego su cuerpo se quedó rígido como víctima del
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ciudadela. Al no ver a nadie, alzó la cabeza y emitió un poderoso aullido. El espeluznante grito rebotó en el farallón y flotó por todo el lago. Casi al instante se produjo una respuesta desde abajo: voces consternadas, el ruido de pies descalzos que corrían. Rostros asustados surgieron de otras cuevas, y algunas mujeres, al ver a la loba sobre la elevada repisa, echaron a correr en dilección a la escalera. Llena de alivio,
Apartando a las demás para abrirse paso, la gruesa sacerdotisa cubrió el último tramo de escalera subiendo los peldaños de dos en dos y avanzó pesadamente por el saliente hasta donde aguardaba
—¿Qué sucede,
Shalune estaba sin aliento, con los músculos del diafragma subiendo y bajando de forma alarmante.
—¡En nombre de todos mis antepasados! ; —Shalune, ¿qué sucede? —Yima se abrió paso detrás de ella.
—Está en trance. —La sacerdotisa giró bruscamente la cabeza al escuchar cómo se acercaban las demás—. Échalas de aquí, Yima. Diles que regresen a sus habitaciones. Yo me ocuparé de esto.
—¿Voy a buscar a mi madre?
—No. No tardará en enterarse de todas formas, y yo necesito tu ayuda aquí.
Yima se apresuró a transmitir el mensaje de Shalune a la inquieta multitud que aguardaba en el exterior. En tanto las mujeres iniciaban la marcha, Shalune corrió junto al lecho de Índigo, intentó sentarla, y lanzó un juramento:
—¡Yima! Está tiesa como un palo, y se está ahogando.
¡Deprisa, ayúdame a volverla de costado! —Mientras hablaba introducía unos dedos expertos entre los rígidos labios de Índigo hasta penetrar en la boca—. Tengo que... impedir que se trague la... lengua...
Yima corrió a ayudarla e hicieron dar la vuelta a la muchacha.
—Vete,
La loba retrocedió lloriqueando, y Shalune cerró una mano con fuerza y golpeó a Índigo entre los omóplatos.
—No respira —observó Yima.
—Lo sé; es como si hubiera algo que obstruye su garganta... ¡ah! —Volvió a golpear y escuchó el ronco sonido gutural del aire al ser expulsado—. ¡Eso es! Dale la vuelta ahora. La sentaremos si podemos.
—¡Está rígida como una piedra! ¡Nunca había visto algo igual!
—Tampoco yo —repuso Shalune con tono sombrío—. Trata de moverle los brazos. Si tan sólo pudiéramos... —Se echó hacia atrás con un grito de sorpresa cuando, de improviso, el cuerpo de Índigo se volvió fláccido y se derrumbó hacia atrás en la cama.
—¡Por los ojos de la señora! —Yima se detuvo, anonadada—. ¿Qué ha sucedido, Shalune?
—No lo sé, pero será mejor que lo aprovechemos antes de que sufra otro espasmo. Trae más almohadas, Yima, y colócalas detrás de su espalda. No quiero arriesgarme a dejarla tumbada.
A modo de experimento, Shalune levantó el brazo derecho de Índigo y lo dejó caer. Momentos antes había estado tan rígido como el granito; ahora parecía carecer incluso de huesos, y la sacerdotisa meneó la cabeza, perpleja.
Mientras Yima regresaba cargada con un montón de almohadones que habían estado repartidos junto al hogar,
—¿Qué sucede? —Su mirada abarcó toda la escena: Shalune, Yima y la inconsciente Índigo.
Shalune volvió la cabeza por encima del hombro, con la antipatía bien patente en sus ojos.
—Ha caído en trance, pero algo no ha ido bien —informó a Uluye con sequedad.
—¿En
—No tengo ni idea de cómo sucedió. ¡Me enteré cuando
Uluye atravesó la habitación, se inclinó sobre el lecho y escudriñó el rostro de Índigo. —¿Respira ahora?
—Sí, por fortuna, pero está inconsciente. —¿Qué dijo? —Uluye miró fijamente a su subordinada.
Era, incluso desde lejos,
—¿De qué hablas?
La boca de la Suma Sacerdotisa se crispó hasta formar ! una fina línea desagradable.
—No finjas conmigo, Shalune. No lo toleraré. ¿Cuál fue el mensaje de la Dama Ancestral? .
Maldita sea, no hubo mensaje —contestó la otra, furiosa—. ¡Ya te lo he dicho! ¡Se estaba asfixiando! Uluye siguió mirándola con expresión suspicaz durante unos instantes; luego volvió a mirar a Índigo. —¿Dices que ahora está inconsciente? —Puedes verlo por ti misma —soltó Shalune. —¿Podría estar todavía en trance? —inquirió Uluye, haciendo caso omiso de su tono de voz.
Shalune se quedó mirándola con algo parecido a la incredulidad.
—¿Es eso todo lo que te importa? ¡Te repito, Uluye, que Índigo podría haber
Uluye abrió la boca para replicar pero de improviso se dio cuenta de la presencia de Yima, que permanecía inmóvil al otro extremo de la cama, contemplándolas a ambas boquiabierta. La Suma Sacerdotisa alzó la cabeza. — Déjanos, Yima.
—Permite que se quede —terció Shalune—. Podría necesitar... —Ahora, Yima —la cortó Uluye.
—Sí, madre. —El rostro de Yima se puso rojo como la grana; sin mirar a Shalune, la joven abandonó a toda prisa la cueva.
—Bien —empezó Uluye con tono mordaz cuando Yima se hubo marchado—, quiero dejar una cosa muy clara contigo, Shalune. Cuando hago una pregunta, espero... —Se interrumpió, y las dos mujeres volvieron la mirada rápidamente hacia la cama.
Índigo había proferido un sonido. No fue exactamente una palabra sino una larga sílaba exhalada. Podría haber estado intentando decir: «Tú...» o «Tú has...». Para la vivida imaginación de la Suma Sacerdotisa, la palabra podría haber sido: «Uluye».
—¡Oráculo! —Uluye se precipitó hacia ella y, adoptando junto al lecho una posición acuclillada propia de un animal de presa, aferró el fláccido brazo de Índigo—. ¡Habla, oráculo! Estoy aquí, te escucho. ¿Qué desea de mí la Dama Ancestral?
—No está en condiciones. Déjala —dijo Shalune, enojada; dio un paso al frente con la intención de apartar a Uluye.
En ese instante, los ojos de Índigo se abrieron de par en par.
Shalune retrocedió, profiriendo una exclamación ahogada, y chocó contra
—¡Señora, te escucho! ¡Te escucho, pero no comprendo!
Los terribles ojos desconocidos siguieron clavados en los de ella, y la voz que no era la de Índigo siguió:
—
Como la rápida caída de un telón, la corona plateada se desvaneció, Índigo arrugó ligeramente la frente intentando sin éxito enfocar el rostro de Uluye que se alzaba ante ella. Luego volvió la cabeza unos milímetros y dijo con voz perpleja pero totalmente natural:
Shalune se acercó a la cama muy despacio y la contempló con atención.
—Duerme —anunció, incrédula.
Uluye se puso en pie, con los ojos clavados todavía en el rostro de Índigo.
—¿Duerme? —Parecía aturdida.
—Sí; mírala. Duerme tan pacíficamente como una criatura a la que acaban de amamantar. Uluye no parecía muy dispuesta a dejarse convencer, pero al cabo cedió y se alejó de la cama. Durante unos momentos reinó el silencio.
—Trae a alguien que le haga compañía —ordenó Uluye al fin—. Quiero hablar contigo en mi aposento.
Shalune ya esperaba algo así, de modo que asintió con la cabeza al tiempo que contestaba:
—Haré que Inuss cuide de ella. Pero, si despierta, quiero verla al instante.
—Sí, sí —concedió Uluye con un gesto impaciente de Una de sus manos—. No pierdas tiempo. ¡! Sin dedicar siquiera una mirada a
—Se encuentra bien ahora,
La loba se acercó despacio al lecho y contempló a su amiga un buen rato. Tal y como había dicho la sacerdotisa, Índigo parecía dormir de forma tranquila y natural, pero la loba estaba muy inquieta. Había visto los ojos de Índigo cuando ésta los abrió, antes de que Uluye se in diñara sobre ella y la ocultara a sus ojos. Había visto el destello plateado. Y el color plata, como
Sonaron pasos en el exterior, y la cortina se hizo a un lado una vez más para dejar entrar a Inuss, una joven sacerdotisa a quien Shalune adiestraba en las artes curativas. Inuss vio a
—¡Chisst! ¿Qué haces aquí? —Poseía una agradable voz ronca que a
Resignándose, la loba se encaminó al otro extremo de la cueva, donde se dejó caer en el suelo con el hocico sobre las patas delanteras. Inuss dedicó una rápida mirada a Índigo para convencerse de que todo iba bien, y se acomodó en una silla. Había traído su sistro con ella; colocó el instrumento sobre su regazo y empezó a murmurar lo que
Al poco rato, también ella dormía.
CAPÍTULO 11
Los aposentos de Uluye se encontraban en el segundo nivel de la ciudadela. Tal y como correspondía a la Suma Sacerdotisa del culto, la cueva en la que se alojaba era mayor que las demás a excepción de la del oráculo, y su entrada se adornaba con símbolos y sigilos tallados en la piedra. Shalune echó una ojeada a estos adornos mientras se acercaba a la cueva, y leyó los familiares mensajes que, al igual que en la cueva del oráculo un nivel más arriba, proclamaban sacrosantos el lugar y a su ocupante y prohibían la entrada a personas no autorizadas. La sacerdotisa arrugó el labio superior en una apenas perceptible mueca despectiva ante la arrogancia de Uluye al colocarse al mismo nivel que el oráculo, y, haciendo caso omiso del protocolo que la obligaba a solicitar mansamente autorización para entrar, apartó a un lado la cortina y penetró en el interior.
Uluye la esperaba sentada en un sillón lleno de adornos... y, detrás de ella, con los músculos de la cara rígidos y los ojos llenos de desdicha, se encontraba Yima. Shalune supo al instante el significado de la presencia de la joven allí, y se le cayó el alma a los pies. Desvió los ojos para evitar la mirada implorante que le dirigía Yima desde detrás de su madre, y realizó una precipitada reverencia. — ¿Cómo está? —Los ojos de Uluye relucían en la relativa penumbra de la cueva. —Durmiendo, como antes. No creo que despierte hasta pasado un buen rato, pero he ordenado a Inuss que me avise si se produce algún cambio. —Uluye no le había ofrecido asiento, pero Shalune se sentó de todas formas.
Uluye cruzó las manos con un gesto lento y deliberado.
—He contado a Yima el mensaje que nos ha transmitido la Dama Ancestral — dijo, y sus ojos se clavaron atentamente en los de Shalune—. También tú, supongo, oíste las palabras del oráculo...
—Sí —respondió la mujer, teniendo buen cuidado de no mirar a Yima—. Las oí.
—No puede haber la menor duda sobre lo que quiere de nosotras la Dama Ancestral —siguió Uluye—. Así pues, no debemos perder tiempo, Shalune. La ceremonia de iniciación de Yima debe celebrarse lo antes posible.
Shalune se contempló las manos que tenía apoyadas sobre las rodillas durante unos segundos, sin decir nada.
—Ya veo —dijo al fin levantando la mirada—.
—Aunque no estuviera muy segura..., y me permito dar por sentado que conozco lo suficiente a mi propia hija, está claro que la Dama Ancestral sí lo está. ¿Puedes acaso poner en duda su mensaje? —Uluye sonreía con total confianza en sí misma.
—No —se vio obligada a admitir Shalune; podía desear que el oráculo no
hubiese hablado, pero no podía dudar de su validez ni dar a sus palabras ninguna otra interpretación—. No puedo.
—Entonces ¿debo entender que no tienes ninguna objeción? —Su tono de voz sugería que cualquier disensión no sería bien recibida.
Shalune no podía disimular sin despertar sospechas, y eso era algo a lo que no se podía arriesgar. Intentando mantener una voz ecuánime, respondió:
—Ninguna en absoluto.
—Me alegro de oírlo. Bien; la luna está en cuarto menguante, y desde luego esto no resulta propicio, pero la llegada de la luna nueva coincidirá con un momento de augurios favorables. Realizaré las adivinaciones pertinentes y, si todo va bien, la ceremonia se celebrará la primera noche después de la luna negra.
Por fortuna, Uluye estaba demasiado absorta en sus propios pensamientos para oír la exclamación ahogada de Yima. Shalune lanzó a la muchacha una furiosa mirada de advertencia y dijo con cautela:
—¿La primera noche después de la luna negra? Esto es muy precipitado, Uluye.
—¿Intentas decirme que no eres capaz de efectuar los preparativos a tiempo?
—No, no. Ése no es el problema. Pensaba en Índigo. Yima puede que esté preparada, pero ¿lo estará Índigo?
—Su única obligación será actuar como escolta de Yima; no tiene que hacer nada más. Además —un pequeño gesto subrepticio transmitió una clara advertencia a Shalune para que hablara con cuidado en presencia de Yima—, estoy segura de que no tengo que recordarte nuestra reciente discusión, en especial en vista de lo sucedido esta mañana.
Así pues
—No me gusta, Uluye; no tan pronto. Apenas si hemos tenido tiempo de emitir un juicio...
—Eso ya no viene al caso. La Dama Ancestral nos ha dado a conocer sus deseos, y es nuestro deber obedecer. Será
Uluye se puso en pie bruscamente, como una clara indicación de que había dado sus instrucciones y por lo tanto consideraba improcedente seguir discutiendo el tema.
—Se convocará una asamblea de todas las sacerdotisas esta misma tarde y en su transcurso informaré a la ciudadela de mi decisión. Entretanto, te dejo a ti el informar a Índigo y detallarle todo lo que tendrá que hacer. Si desea hacerme alguna pregunta, estaré a su disposición.
Se trataba de una despedida, y no había nada que Shalune pudiera decir. Se despidió, hizo una reverencia y abandonó la cueva. Salió al abrasador calor y resplandor del sol, y empezó a recorrer el saliente rocoso; a mitad de camino se detuvo y levantó la vista hacia el nivel más alto del sistema de cuevas. Sentía el impulso de correr escalera arriba hasta la cueva de Índigo, reunirse con Inuss y hablar con ella de inmediato, pero un instinto más profundo la advertía que no se precipitara. Debía tomar las cosas con calma para pensar con claridad y lógica antes de
Recorrió el trecho que quedaba de saliente y se dirigió hacia el siguiente tramo de escaleras descendentes. Se encontraba casi al final cuando, por encima de su cabeza, una voz siseó su nombre; alzó la mirada y vio a Yima en el nivel que acababa de abandonar. La muchacha realizó unos gestos apremiantes; la gruesa sacerdotisa miró abajo, y luego paseó la mirada por toda la extensión de la repisa en la que se encontraba. No se veía a nadie. Asintió rápidamente y le indicó que descendiera.
Las dos mujeres se colocaron a la sombra de una de las toscas columnas que formaban el empalme de la escalera. Se estaba más fresco aquí y, lo que era más importante, no era muy probable que nadie que atravesara los niveles superior o inferior las descubriera. Yima agarró la mano de Shalune y la apretó con fuerza, jadeando para recobrar el aliento perdido mientras corría a pleno sol.
—Shalune... ¡oh, Shalune! ¿Qué voy a hacer?
—Tranquilízate. —La sacerdotisa consiguió liberar los dedos y posó una mano sobre el hombro de Yima para detener sus temblores—. No servirá de nada perder el control. Hemos de pensar antes de actuar.
—¡Pero hay tan poco
—Lo sé, criatura, lo sé. —Shalune tenía el entrecejo fruncido, en un gesto de profunda reflexión. —¡En cuanto tenga lugar la ceremonia, estaré
—Pero
retrasase...
—Es posible —concedió Shalune con cierta reserva— Pero se trata de una opción que preferiría no tomar a menos que todo lo otro fracase.
—Al menos nos concedería más tiempo. , —Cierto, pero no estoy ansiosa por arriesgar tu seguridad. No se puede jugar con las hierbas de la fiebre, y algo ¿podría salir mal. —Shalune alzó una mano para acallar a Yima, al ver que ésta parecía querer protestar—. No, escúchame. Hablaré con Inuss. Puede que aún podamos estar listas a tiempo para aceptar el plan de tu madre, y, si eso es posible, es nuestra mejor solución. —Es peligroso, Shalune —protestó Yima, no muy feliz con la sugerencia—. Te pondrás en peligro, y no quiero que hagas eso por mí.
—Tengo un motivo egoísta, también, Yima. No lo olvides jamás. Es por el bien de todas nosotras, no por el tuyo solo. Ahora, lo mejor será que te vayas antes de que tu madre envíe a buscarte otra vez. A partir de ahora, no tienes mucho tiempo que puedas considerar tuyo.
—¿Pero que haré con Tiam? Debo verlo, Shalune. ¡Tengo que contarle lo que ha sucedido! No, criatura —Shalune sacudió la cabeza con energía—, no puedes ver a Tiam por el momento. Tu madre te vigilará de cerca. Ya me ocuparé de que sepa lo sucedido aquí... y, si hay que efectuar planes, yo los haré. Confía en mí.
Yima asintió aunque no de muy buena gana.
—Confío en ti, Shalune. Haré lo que dices.
—Buena chica. Veré a Inuss, y volveré a hablar contigo más tarde si me es posible. Vete ahora. —Palmeó el brazo de Yima—. E intenta no preocuparte.
Contempló cómo la muchacha se alejaba a toda prisa. Tenía las ideas más claras ahora, y creía saber lo que debía hacerse. Mucho dependía de Inuss, pero Shalune estaba preparada para apostar que su protegida estaría dispuesta y lista para actuar. Si resultaría capaz era otra cuestión, pero eso era un riesgo perpetuo, y la fecha fijada para la ceremonia no lo afectaba.
El ruido de unos pies que corrían por la repisa alertaron de improviso a la sacerdotisa; ésta levantó los ojos y descubrió a Inuss en lo alto de la escalera.
—¿Shalune? —Si Inuss se sorprendió al descubrir a su mentora apostada inexplicablemente tras la columna, no lo demostró—. Índigo se ha despertado.
—¿Despierta? —Shalune se dirigió al instante a la escalera—. ¿Cómo está?
—Bastante bien, aunque creo que un poco confusa. Dejé a
—Iré al momento. —Shalune subió corriendo los peldaños todo lo deprisa que le permitieron su peso y el calor reinante. Nada más llegar a la repisa superior, sujetó a Inuss por el brazo y añadió en voz baja—: Luego quiero hablar contigo, Inuss. En privado.
La ligera tirantez de los músculos de la joven le dio a entender que comprendía. La muchacha no hizo preguntas; se limitó a decir: «Sí, Shalune», y luego se hizo a un lado para dejar pasar a la sacerdotisa. Siguió con la mirada a Shalune mientras ésta se encaminaba a los niveles superiores del farallón, y, aunque su expresión era inescrutable, sus ojos y el repentino apresuramiento de la respiración traicionaban su nerviosismo.
Tal y como Inuss había informado, Shalune descubrió que, aparte de una persistente desorientación, el ataque sufrido no parecía haber dejado graves secuelas en Índigo. Con
—Bien —dijo—, ¿recuerdas algo esta vez?
—No —respondió Índigo, con un suspiro. Hizo una pausa para luego continuar—: ¿Dije algo durante el trance?
Shalune abrió la boca para responder: «Nada importante», pero entonces se preguntó si no sería mejor contar a Índigo la verdad sin más dilación. También se le ocurrió que Índigo podría resultar una aliada inestimable en los días venideros, y por un momento reflexionó si no convendría arriesgarse a depositar en ella su confianza. Pero la tentación se vio eclipsada por una cautela innata. A menos que pudiera estar segura de Índigo —y eso era imposible— mantendría la boca cerrada.
—Te contaré exactamente lo sucedido —repuso al fin—, por si te sirve de ayuda. —Pasó a describirle el ataque de asfixia, su propia intervención, y el categórico mensaje que Índigo había pronunciado mientras Uluye permanecía inclinada sobre el lecho.
—«Ven a mí.» —Índigo arrugó la frente—. ¿Qué significa, Shalune? ¿Lo sabes?
—Uluye cree saberlo, eso es seguro —respondió la sacerdotisa con expresión torva.
—No comprendo.
—No... Bueno, supongo que lo mejor será que te lo cuente, o no tardarás en enterarte por boca de Uluye misma. —Shalune se sentó al borde de la cama—. ¿Ya estás enterada, no es así, de que Uluye quiere que Yima sea su sucesora llegado el momento?
—Eso tengo entendido. Se la ha preparado para el puesto desde la infancia, ¿no es así?
—Sí; pero hay más cosas que la simple preparación. Nuestra Suma Sacerdotisa puede dominar a su sucesora, pero la elección tiene que contar con la aprobación de la Dama Ancestral. Así pues, antes de su iniciación y confirmación definitiva, la candidata es conducida ante la Dama Ancestral en persona, para ser puesta a prueba.
—En
Ahora le tocó el turno a Shalune de mostrarse confundida.
—A través del Pozo —respondió; entonces se le ocurrió que nadie debía de haberle explicado a Índigo la existencia del Pozo, puesto que hasta el momento no había habido necesidad de ello—. ¡Ah, claro! ¿Cómo podías saberlo? La entrada al Pozo se encuentra debajo de la piedra central de la plaza de nuestro pueblo en la parte superior del farallón, y conduce al reino de la Dama Ancestral.
Índigo se quedó mirándola con fijeza, no muy segura de lo que quería decir por «al reino de la Dama Ancestral». ¿Era este pozo sencillamente un profundo agujero o túnel, que conducía quizás a algún laberinto subterráneo bajo el lago; o creían realmente las sacerdotisas que era un paso entre dimensiones, una entrada que podía conducirlas ante la presencia física de la Dama Ancestral?
¿Podría serlo? ¿Resultaría ser la puerta entre ambos mundos algo tan sencillo y accesible como quería dar a entender Shalune? Escogiendo las palabras con gran cuidado, Índigo preguntó en voz alta:
—¿Quieres decir que la candidata... realmente se presenta ante la mismísima Dama Ancestral? ¿Que la ve cara a cara, tal y como estamos tú y yo ahora?
—Desde luego. —La profunda ignorancia de Índigo desconcertó en cierta medida a Shalune—. El Pozo apenas si se utiliza, claro. Es por eso que la Dama Ancestral nos concedió un oráculo hace mucho tiempo: para darnos a conocer sus deseos sin tener que llamarnos a su presencia cada vez. Pero, en los asuntos de gran importancia, debemos presentarnos directamente ante ella.
—¿Y a Yima se la enviará a través del Pozo para... ser presentada a ella?
—Sí. Eso es lo que Uluye cree que significan tus palabras, Índigo. La Dama Ancestral ha decretado que el momento para la prueba de Yima ha llegado.
Índigo volvió a percibir una nota sombría en la voz de la mujer.
—Parece como si tuvieras... —vaciló, pero entonces decidió que nada tenía que perder siendo franca—, la palabra que me viene a la mente es «dudas». ¿No estás de acuerdo con Uluye?
Shalune estudió el rostro de la muchacha, como si no estuviera muy segura de cómo responder y buscara alguna señal que pudiera guiarla. Luego, pasados unos instantes, sonrió con cierta rigidez. —Me malinterpretas, Índigo. Claro que estoy de acuerdo con ella.
«No
Seguía existiendo algo extraño en su voz, y la convicción de Índigo de que
Shalune le ocultaba la verdad —o al menos parte de ella— se reforzó. Tanteando con suavidad, inquirió:
—¿Has estado alguna vez ahí, Shalune? ¿En el reino de la Dama Ancestral?
—¡Oh, no! —La mujer sacudió la cabeza con energía—. Sólo nuestra futura Suma Sacerdotisa y sus valedoras efectúan el viaje a través del Pozo. De hecho, las dos valedoras de Uluye murieron ya, de modo que ella es la única persona viva que ha visto el rostro de la Dama Ancestral. —¿La candidata va acompañada por valedoras? —Sí. Tienen que ir dos personas con ella y presentarla ceremoniosamente.
Shalune hizo una pausa. Había conseguido, con gran alivio por su parte, desviar las sospechas de Índigo sobre sus propias dudas —aquel breve lapso había sido un desliz estúpido, se dijo con severidad—, pero Índigo había sacado a colación otro tema, que Shalune esperaba abordar con más suavidad y más adelante. No obstante, ahora que la puerta estaba abierta, quizá debería acabar con él.
—Hay algo —dijo, juntando las puntas de los dedos y clavando la vista en ellas— que deberías saber ahora, Índigo. Sobre las valedoras de la candidata.
Los ojos de la muchacha se entrecerraron ligeramente al percibir la repentina tensión en la voz de la sacerdotisa.
—¿Qué es? —preguntó.
Shalune se mordisqueó el labio inferior, mostrando a las claras que no le satisfacía nada todo aquello.
—Como dije, dos personas deben acompañar a Yima en su viaje. Una la escogerá Uluye. La otra, por tradición..., es el oráculo.
Se produjo un silencio. Shalune, sin valor para mirar a Índigo a los ojos, continuó con la mirada fija en sus manos. Sin embargo, la tormenta que preveía no se desató. Esperaba que Índigo se mostrara escandalizada, asustada, que protestara furiosa; pero el silencio continuó reinando, y, cuando se atrevió a levantar los ojos, vio que Índigo seguía contemplándola con expresión firme y pensativa.
—Así pues —dijo al cabo Índigo con voz pausada—, se me enviará junto con Yima al reino de la Dama Ancestral.
Shalune asintió.
—¿Cuándo?
—Dentro de unos días. —Shalune removió los pies, incómoda—. Por lo general, una candidata no se enfrentaría a la prueba tan joven. Yima sólo tiene dieciséis años, y deberían haber transcurrido al menos otros dos años. Pero, cuando hablaste..., cuando Uluye oyó lo que decías...
—Lo interpretó como una señal por parte de la Dama Ancestral de que había llegado el momento.
—Y tú estás de acuerdo con ella.
—Sí. —El rostro de Shalune se convirtió en una máscara inescrutable—. Tal y como ya he dicho, estoy de acuerdo con ella. Se produjo otra larga pausa, hasta que Índigo preguntó, en voz muy tranquila: —¿Qué se espera que yo haga?
—¿No tienes ninguna objeción? —Shalune parpadeó sorprendida.
—No. ¿Debiera tenerlas? Me dices que por tradición es una de las funciones del oráculo, y no parece que nadie tenga la menor duda de que yo soy el oráculo. ¿Por qué tendría que objetar?
Como era lógico, Shalune no podía responder a esa pregunta, pero se sentía desconcertada por la tranquila aceptación de Índigo. Ver a la Dama Ancestral era un raro honor, que se concedía a pocos seres vivos, y anteriores oráculos habían considerado un gran privilegio poder realizar el viaje de ida y vuelta a través del Pozo. Pero Índigo no veneraba a la Dama Ancestral como habían hecho las demás. Era alguien de fuera, ni siquiera un habitante de la Isla Tenebrosa; no se la había criado ni educado en las costumbres del lugar. En cierta forma, sin saber exactamente porque, Shalune había esperado que protestada.
—¿Miedo? —La expresión de Índigo se volvió introvertida de improviso, y una sombra pareció formarse detrás de sus ojos. Guardó silencio por unos momentos, antes de responder con voz tranquila—: Sí, tengo miedo. Pero puede que no por los motivos que tú supones.
Y, en secreto, cerrando la mente incluso para
Uluye anunció la fecha de la ceremonia de iniciación de Yima en una asamblea multitudinaria de las sacerdotisas celebrada junto al lago aquella misma tarde. La noticia se recibió con gran sorpresa, pero también con aprobación. Yima se vio abrazada, besada, mimada y felicitada, mientras su madre contemplaba con el austero orgullo del vencedor cómo se le daba la razón.
Cuando la excitación inicial empezó a apaciguarse un poco, Uluye pidió silencio, y todos los ojos se volvieron de nuevo hacia ella. Tenía, dijo, otro anuncio que realizar antes del inicio de los diez días de preparativos para la gran ocasión, y éste era la elección de las valedoras de Yima. Una, desde luego, sería el oráculo, tal como era la costumbre, y ella —en este punto Uluye lanzó una rápida mirada de reojo a Índigo, que permanecía sentada en su trono como una observadora pasiva— estaba lista y ansiosa por desempeñar su papel intercediendo ante la Dama Ancestral, Índigo inclinó la cabeza, su expresión inescrutable. Uluye frunció ligeramente el entrecejo y desvió la mirada. La segunda valedora, continuó, era una cuestión para la que había rezado en busca de orientación y también utilizado todos sus conocimientos de adivinación, y en estos momentos se sentía segura de haber efectuado la mejor y, de hecho, única
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elección posible.
—Para conducir a mi hija en su viaje al otro mundo, y para hablar en su favor ante la presencia de la Dama Ancestral que todo lo ve —anunció Uluye—, escojo a mi hermana en espíritu y estimada amiga, Shalune.
Por pura casualidad,
Viéndose en peligro de ser pisoteada por las mujeres que se amontonaban a su alrededor,
Pero la loba no tuvo tiempo de seguir adelante con sus meditaciones, pues Uluye se disponía ahora a conducir a las mujeres allí reunidas en un cántico ritual de celebración, y, en medio del conjunto de voces y del revuelo de cuerpos que se balanceaban y pies que golpeaban contra el suelo, el único pensamiento de
Se encontraba cerca del pie de las escaleras, donde tenía intención de esperar hasta que condujeran la litera de Índigo de regreso a sus aposentos, cuando una figura oscura cruzó ante ella.
—¡Pero he de saberlo!
No habían advertido la presencia de
Yima emitió un sonido que tanto habría podido ser un jadeo como un sollozo.
—¡Oh, gracias!
—
—¿Pero que pasará con Tiam? ¿Qué debo hacer?
—Déjame a mí a Tiam. Yo se lo diré. Será mejor que lo haga yo, no tú, y también más fácil.
—¿Cuándo lo verás?
—Tan pronto como pueda. Mañana por la mañana temprano, quizá; siempre puedo encontrar un buen motivo para ir al bosque. Ahora... —hizo girar a Yima— ... estoy cansada y quiero dormir. Regresa con tu madre y representa tu papel. Cuando haya encontrado a Tiam y hablado con él, no te preocupes que te lo diré.
Yima se alejó, y Shalune se encaminó a la escalera, dejando a
La loba volvió la cabeza por encima del lomo para mirar el círculo de gente iluminado por la luz de las antorchas. Uluye seguía dando audiencia, y pasaría aún un buen rato antes de que volvieran a subir la litera farallón arriba y pudiera hablar con Índigo en privado. Decidió regresar a la cueva y esperar; y también quería vigilar el nivel en el que Shalune tenía sus aposentos. No creía que la sacerdotisa abandonara la ciudadela esta noche, pero no estaría de más estar alerta. Cuando fuera a reunirse con ese Tiam, quienquiera que fuese, tenía intención de seguirla e intentar descifrar el misterio de una vez por todas.
CAPÍTULO 12
Con la salida del sol a la mañana siguiente, los preparativos para la iniciación de Yima empezaron en serio. Índigo esperaba encontrarse con un ambiente de celebración y nerviosismo en la ciudadela, una extensión y continuación del estado de ánimo generado por el anuncio de Uluye, pero sus esperanzas no se cumplieron. En su lugar, la atmósfera predominante entre las sacerdotisas era de tensión extrema; había expectación, desde luego, pero fuertemente dominada por una poderosa sensación de opresión y un muy arraigado temor. Parecía como si las mujeres consideraran la iniciación, no sólo como una prueba para Yima, sino también, a través de ella, como una prueba de la reputación de todo el culto a los ojos de la Dama Ancestral. Si Yima fracasaba, la señora se enojaría y todos sus sirvientes padecerían las consecuencias de su cólera. Era una responsabilidad terrible para depositarla en un par de hombros jóvenes y sin experiencia, y, a medida que empezaba a darse cuenta y a comprender los riesgos que correría Yima, Índigo se veía atormentada por una conciencia culpable, pues sabía que ella misma era en gran parte responsable de la prueba a que tendría que someterse la muchacha.
Se trataba de un simple pero devastador malentendido. Cuando el oráculo fue poseído y ella había dicho: «Ven a mí», Uluye había interpretado el mensaje como una llamada a su hija y se sentía ávidamente ansiosa por obedecer. Pero Uluye estaba equivocada. La criatura que había mirado al mundo a través de los ojos de Índigo y hablado con la voz de Índigo aquella mañana no quería a Yima: quería a Índigo. La orden no había sido una llamada, sino un desafío, un reto para que recogiera el guante y se preparara para un enfrentamiento. Pero Uluye había intervenido e impuesto su propia interpretación de la declaración del oráculo y, como resultado, Yima iba a atravesarse en el camino de algo potencialmente letal.
Debería haber intentado explicarlo, se decía Índigo. Incluso aunque Uluye no aceptara su explicación —y ésta era una conclusión inevitable—, quizá podría existir alguna mínima posibilidad de persuadir a Shalune de que había malinterpretado el mensaje de la Dama Ancestral. Pero la única forma en que Índigo podía esperar hacerlo era contando a Shalune la verdad,
Además, como admitió para sí en un momento de franca lucidez, hacer cualquier cosa que pudiera retrasar o impedir la iniciación iría directamente en contra de sus intereses. Se le había concedido la providencial oportunidad de ir a buscar al demonio en su propio territorio —en realidad, daba la impresión de que era el demonio quien había ido activamente en
La tarea resultó menos sencilla de lo que había previsto. Para empezar, Yima pasaba ahora la mayor parte de las horas diurnas y una buena parte de la noche encerrada a solas con su madre, mientras Uluye la instruía intensivamente para la iniciación. No había habido más visitas secretas al bosque, y parecía que Shalune también había estado demasiado ocupada para cumplir la promesa de encontrarse con Tiam. La identidad de la tercera conspiradora, la «ella» mencionada en la breve conversación subrepticia que
Al vislumbrar la borrosa figura que se alejaba rápida y furtivamente de la base del farallón bajo la débil luz de la luna menguante, la loba se incorporó de un salto, alerta y curiosa. Luego, cuando la figura se recortó con claridad en el lago,
La loba clavó la mirada en la oscuridad. La gruesa sacerdotisa se dirigía al bosque, evidentemente con prisas, y evidentemente también temerosa de que la descubrieran, pues no dejaba de mirar por encima del hombro una y otra vez como temiendo que alguien le diera el alto. Avanzando con el estómago pegado casi al suelo,
De no haber sido por la pura casualidad de una tosesilla ahogada,
Durante algunos minutos
Este bosque le gustaba a
Se detuvo y miró a su alrededor. Lo que fuera que la había amenazado desde las ramas o bien se había ido o había perdido todo interés por ella, y el bosque
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permanecía muy tranquilo.
En ese momento, no muy lejos de allí, alguien tosió.
—No. No, Tiam, eso no puede ser. —La mujer añadió algo más que
—¡Por favor, Shalune! —suplicó Tiam—. Simplemente no puedo... —Pero el repentino chirriar de insectos hizo que el resto resultase incomprensible.
—No quiero arriesgarme —replicó Shalune, negando con la cabeza—. Haría cualquier cosa por Yima, pero no eso; no ahora. Es demasiado tarde, Tiam. Tienes que resignarte a...
De nuevo los insectos irrumpieron con su chirriar, ahogando sus palabras. En esta ocasión, ante la intensa frustración de la loba, el ruidoso coro siguió adelante durante un minuto o dos, y, cuando las criaturas finalmente callaron, Shalune y
Tiam se despedían ya.
Tiam realizó una reverencia ante la sacerdotisa e introdujo algo en sus manos: un regalo o una ofrenda, supuso
—Dile que yo...
—Sí, sí, se lo diré —interrumpió Shalune con brusquedad—. Lo sabrá, tenlo por seguro. Ahora regresa a tu casa. Y recuerda: no tenéis que volver a aventuraros jamás por aquí. Nunca,
—Sí —respondió él con voz tensa por la emoción—. Lo ¡ comprendo.
—Entonces, mis votos por una larga vida. —Adiós, Shalune. Nunca..., nunca lo olvidaré. —Sería mejor para todos los interesados que lo hicieses, Adiós, Tiam.
Shalune se volvió tan deprisa y de una forma tan inesperada en dirección a
Ahora, con este último mensaje de Shalune, los sueños de los jóvenes amantes habían quedado enterrados para siempre, y las últimas y conmovedoras frases intercambiadas entre Shalune y el joven resonaban en la mente de
definitiva destrucción de sus esperanzas.
Los árboles empezaban a escasear, y la loba se dio cuenta de que se acercaba al final del bosque. Con un esfuerzo, apartó a un lado sus tristes pensamientos y alzó el hocico para atisbar al frente. Obtuvo una fugaz visión del negro centelleo del agua por entre los apiñados troncos y, en menos de un minuto, salió al sendero de arena que rodeaba el perímetro del lago. Shalune se encontraba ya en el sendero y andando a paso rápido;
La aterradora idea se vio violentamente truncada cuando comprendió que no se trataba de Uluye, que la figura se movía de una forma demasiado extraña, demasiado rígida, como si unas manos invisibles manipularan sus piernas y brazos y ocuparan el lugar de un cerebro que ya no podía controlar el cuerpo que habitaba. En ese mismo instante, Shalune también lo vio. Titubeó, dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio. Luego se quedó inmóvil, transfigurada como si fuera víctima de la despiadada mirada refulgente de una cobra.
El
La mandíbula del
—
No era capaz de hablar, pues sus cuerdas vocales y músculos se habían descompuesto; pero los sonidos abismales que la criatura producía eran casi,
—
Detrás de
—
Si se hubiera detenido un momento a pensar,
—¡No,
El
—
Echó a correr, con Shalune junto a ella, y ambas se lanzaron sendero adelante como alma que lleva el diablo. Ninguna pensó en el peligro mientras atravesaban la plazoleta situada junto al lago en dirección a la pared del farallón, y fue sólo cuando llegaron a la escalera y Shalune se desplomó, jadeante, sobre el peldaño inferior que a
Shalune estaba caída sobre la escalera, el rostro apretado contra uno de los escalones de piedra, el pecho tembloroso mientras intentaba llenar los pulmones de aire.
La agitada respiración de Shalune volvió poco a poco a la normalidad, y, por fin, la sacerdotisa levantó la cabeza. Su mirada y la de
La gruesa sacerdotisa se incorporó pesadamente.
La mujer se llevó un dedo a los labios pero no dijo nada. Dirigió la mirada al lago, y se estremeció como si un viento glacial se hubiera apoderado por un segundo de la sofocante atmósfera. Movió los labios, y
—¡Qué presagio, qué presagio tan espantoso! ¡Qué es lo que he
Se dio la vuelta y, con la espalda encorvada y las piernas pesadas como las de alguien muy, muy anciano, empezó a subir la escalera.
CAPÍTULO 13
La noche anterior a la ceremonia de iniciación, la ciudadela y el bosque se vieron sacudidos por una tormenta ¡colosal.
Uluye se mostraba desagradablemente satisfecha con la predicción, pues lo consideraba un presagio excelente, y a la puesta del sol, mientras las nubes se acumulaban y el cielo pasaba de un tono bronce oscuro al negro púrpura de un tremendo cardenal, reunió a una camarilla de las mujeres más ancianas y las condujo a la plazoleta para entonar un himno de alabanza a la Dama Ancestral en tanto se celebraba el acostumbrado recorrido nocturno del lago.
La última en subir fue Uluye, pero, en lugar de regresar a sus aposentos, siguió adelante hasta llegar al último tramo de escalera que conducía al templo descubierto sitúa do encima de la ciudadela. La mujer pasó junto a
Los relámpagos se seguían ahora los unos a los otros de forma casi continua, y los truenos eran un constante re tumbar vociferante que hacía vibrar todo el farallón.
Durante varias horas cada día, Índigo y Shalune recibían instrucciones de Uluye sobre los deberes de las valedoras; luego se realizaban largos y aburridos ensayos de la ceremonia misma y de la procesión que la precedería, y más tarde, a últimas horas de la noche, breves ceremonias durante las cuales, según informaba Índigo, ella y Shalune debían permanecer sentadas en silencio mientras Uluye «preparaba a su hija según el ritual para la prueba que la aguardaba.
Las pocas horas libres que le quedaban a Índigo eran apenas suficientes para cubrir las necesidades básicas de comer y dormir, y así pues una vez más
Con la llegada del amanecer, no obstante, la tormenta amainó por fin, y esta vez cuando
La mañana era clara, fresca y silenciosa después del es trapito de toda una noche de tormenta. En la plazoleta situada a los pies del farallón brillaban algunos charcos aislados, pero casi toda la lluvia torrencial caída se había evaporado ya bajo los primeros rayos del sol. El lago estaba a rebosar, la superficie agitada bajo la brisa y reluciente en la brillante luz; dos mujeres estaban agachadas en la orilla, llenando cántaros con agua para lavarse, pero la mayoría de los habitantes de la ciudadela todavía no se habían despertado.
Podría haber resultado una escena pacífica, casi idílica; sin embargo, mientras miraba abajo desde el saliente,
Sus agudos oídos captaron un sonido a su espalda y, al volverse, descubrió que Índigo estaba despierta y sentada en el lecho.
—
—Sssí. —La loba pasó por debajo de la cortina y se acercó a la cama—. No debes de haber dormido más que unas pocas horas. Re... regresaste muy tarde anoche.
—Estoy bien —respondió Índigo con una sonrisa fatigada, frotándose los ojos con los puños para despertarse por completo—. ¿Ha venido ya Shalune?
—No. ¿Tendría que haberlo hecho? —Dijo que vendría temprano. Hemos de pasar el día con Yima, realizando los últimos preparativos para la noche. —¿Con Yi... ma?
Índigo había saltado ya de la cama y estaba agachada junto al hogar, sirviéndose una copa de agua de una jarra. El agua estaba rancia e hizo una mueca al percibir su sabor, pero vació la copa, la dejó a un lado y luego vertió más agua en un cuenco y empezó a lavarse la cara.
Habló tan de improviso que Índigo dio un respingo, —Índigo, he tomado una decisión. Cuando va... vayas a la ce... remonia esta noche, cuando bajes por este Pozo, iré contigo.
—
—Yo no... no lo sssé. No quie... quiero que vayas allí sola.
—No estaré sola. Shalune y Yima estarán conmigo. No hay nada que temer, de verdad que no.
Pero sí lo sabía. El hocico de
—¡Índigo, por favor, essscúchame! Hay algo que no me gusta en esto, algo malo. ¡No sssé lo que es, pero tengo una terrible sensación sobre ello! Sha... lune...
—Shalune no tiene la menor intención de hacerme daño. —Malinterpretando lo que
Pese a ello, no estaba convencida. Fuera cual fuera el peligro que pudiera significar la Dama Ancestral, la loba tenía el presentimiento de que Índigo estaba a punto de enfrentarse con una amenaza mayor, una sobre la que el demonio no ejercía ninguna influencia. Pero ¿cómo podía explicar tal sensación a la muchacha? No tenía pruebas, ni fundamentos; sólo el instinto. Y, en el actual estado de ánimo de Índigo, eso no sería suficiente.
Índigo seguía acariciándole el hocico, pero distraída, la mente puesta en otras cosas.
—Por favor, Índigo —dijo con voz gutural—. Ten... tengo que decirte lo que pienso. Hay algo que tú no sabes, algo sobre Yima. Tiene... —¿Índigo?
La llamada provenía del exterior de la cueva.
—¡Ah, estás despierta! —Realizó su acostumbrada reverencia ritual, y luego entró—. Estupendo. Hemos de prepararnos. En estos momentos están disponiendo las ropas de Yima y pronto será hora de vestirse para la vigilia.
—No habrás comido nada, ¿no? —inquirió Shalune, antes de que
—Nada —confirmó la muchacha—. Bebí un poco de agua, pero tengo entendido que esto está permitido.
—Sí, sí, desde luego. —Shalune parecía nerviosa, como si algo la hubiera excitado o asustado.
—Ten paciencia, querida. Inuss te traerá comida y se ocupara de que estés bien. Yo regresaré mañana.
Había sido idea de Shalune que se eligiera a Inuss para ocuparse de la loba en ausencia de Índigo. Uluye había aceptado prescindir de la joven sacerdotisa en la ceremonia a celebrar en la cima del farallón, e Índigo se sentía secretamente aliviada al saber que habría alguien allí para impedir a
—Te veré mañana por la mañana —repitió besando la coronilla de la loba. Y, para tranquilizar su conciencia a la vez que tranquilizaba a
La impresionante voz de una única trompa hendió el silencio nocturno, lo que provocó un estrépito de chillidos y chirridos en los habitantes del bosque. Esta vez no se trataba del agudo y estridente sonido de las trompetas de bienvenida de las sacerdotisas, sino de una única nota profunda y siniestra que hizo palpitar el aire y vibró por todo el zigurat.
Uluye se encontraba al frente de la comitiva de mujeres. Iba ataviada con una túnica oscura que bajo la débil luz de las estrellas parecía casi negra, y sobre la cabeza llevaba una corona alta, blanquecina, que resaltaba aún más su rostro. Tras ella avanzaban dos mujeres con antorchas, y detrás de éstas...
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hombros de su portadora, orlada de cintas multicolores que brillaban a la luz de las antorchas, formando una extravagante capa que descendía casi hasta el suelo. Retazos de una sencilla túnica blanca asomaban por debajo de las cintas, y unos diminutos pies desnudos, pintados con sigilos y adornados con ajorcas, se movían por debajo del borde de la túnica siguiendo . Uluye algo vacilantes.
Allá arriba, la enorme trompa volvió a sonar, un lúgubre clarín triunfal que fue sorprendentemente contestado por los agudos sones de las ya familiares trompetas. Yima y sus acompañantes debían de haber llegado al templo...
El humo se elevaba en una gruesa columna del enorme buzón del brasero, amarillo como el azufre a la luz de las antorchas. Los tambores, que habían iniciado un tamborileo sordo cuando la cabeza de la comitiva penetró en rectángulo del templo, iban subiendo ahora de volumen hasta alcanzar la intensidad del trueno en la lejanía, en los cuatro extremos de la plaza las hileras de mujeres que concentradas empezaron a balancearse a su hipnótico compás. Sus cuerpos brillaban de sudor; sus faldas revoloteaban en un caleidoscopio de
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brillantes colores, mientras la ondulante masa oscura de sus cabellos arrojaba sombras espantosas y casi bestiales sobre sus rostros. Por encima de las cabezas de sus seguidores, situada junto al brasero y envuelta en humo, Uluye contemplaba el espectáculo como una diosa primitiva y bárbara, los brazos tendidos como para abarcar y abrazar toda la salvaje escena que la rodeaba. Sus ojos refulgían de júbilo mientras contemplaba el vertiginoso pandemónium del rito; bebía : las energías de aquella muchedumbre que se balanceaba y golpeaba los pies, alimentándose de ella, absorbiendo fuerza de ella y concentrándola con la terrible intensidad de una lente de diamante.
Bajo la parpadeante luz parecía casi tan inhumana como fantasmagórica figura enmascarada de Yima, que permanecía a sus pies en el centro de la plaza de piedra arenisca. Índigo y Shalune se encontraban ahora una a cada do de la candidata, cada una con una mano posada sobre uno de sus hombros para indicar que ésta estaba a su cargo y que ellas, sus valedoras, eran también declaradas guardianas.
Índigo se sentía mareada por los efectos embriagadores e los tambores, los ondulantes movimientos a su alrededor, la danzarina luz de las antorchas, las nubes de incienso que se elevaban del brasero y le escocían en ojos y nariz, había jurado permanecer aparte de todo esto, no hacer otra cosa que desempeñar el papel que le habían asigna do, pero le era imposible controlar la primitiva excitación que se alzaba en su interior a medida que el ritual llegaba a su punto culminante. La civilización había desaparecí do. Esto era pura energía irracional, y ella formaba parte de ello; fluía por sus venas, tamborileaba en sus huesos, penetraba hasta lo más profundo de su alma. Sentía cómo Yima temblaba bajo su contacto, sentía cómo su propio cuerpo se estremecía en tanto la corriente de expectación crecía y crecía...
Súbitamente, Uluye alzó los brazos en dirección al ciclo y lanzó un alarido que podría haber despertado a un muerto. Los tambores enmudecieron. Los ecos de la voz de Uluye se apagaron, y por un momento —debieron de ser simples segundos pero a Índigo le pareció casi media vida— se produjo el silencio. Uluye sonreía; era el mismo rictus salvaje que Índigo había visto en otra ocasión, como si una sonriente calavera pelada estuviera a punto de abrirse paso al exterior a través de la piel del rostro de la Suma Sacerdotisa.
Con un dramático ademán, Uluye se agachó ante el brasero y, cuando volvió a levantarse, empuñaba lo que parecía un gigantesco martillo de piedra. Un alarido ululante brotó de las gargantas de las mujeres; las trompas unieron su estrépito al estruendo general, y Uluye se alzó en toda su estatura, balanceó el martillo por encima de la cabeza, y lo estrelló contra el suelo de la plataforma sóbrela que se encontraba el brasero. El estampido de la piedra al golpear contra la piedra retumbó en los oídos de Índigo, y un gran fragor respondió desde las profundidades del farallón. La plaza sobre la que se encontraba se estremeció;
entonces se produjo un nuevo ruido, un ruido chirriante y áspero, la voz quejosa de viejos mecanismos que volvían a la vida entre el rechinar de engranajes, y a los pies del pedestal, entre el brasero y el trono del oráculo, empezó a moverse una sección del suelo. Como si una mano gigantesca la hubiera empujado desde abajo, una de las losas de piedra se alzó sobre su base, se balanceó y luego se desplomó hacia adelante y cayó con un estruendo volvió a sacudir el suelo y envió una nube de fino polvo a reunirse con la perfumada columna de humo.
Una exclamación de temor recorrió a las allí reunidas. Cuando el polvo desapareció, Índigo vio el abierto .rectángulo negro que la piedra había dejado al descubierta, y, allí donde la luz de las antorchas apenas si llegaba, , distinguió los primeros peldaños desiguales de un tramo de escalera que descendía en espiral perdiéndose en la oscuridad. El Pozo estaba abierto.
Uluye levantó la cabeza. El martillo colgaba todavía de sus manos, y, aunque su peso debía de ser extraordinario, lo sostenía como si fuera una pluma. Volvió a sonreír; el rictus volvió a aparecer.
—Ve, candidata. —Su voz resonó por encima de las cabezas de las reunidas—. Desciende desde este mundo y sal de él, y encamínate a los dominios de la Dama Ancestral. El momento de la prueba ha llegado.
Depositó el martillo sobre el suelo, descendió de la plataforma y avanzó con ingrávida gracia en dirección al inmóvil trío que aguardaba en el centro de la plaza. Extendió la mano y tocó la máscara de Yima, primero en la frente, luego en los labios y por último en la garganta. —En nombre de la Dama Ancestral, te doy mi bendición, y en nombre de la Dama Ancestral deposito en ti el sello protector. Y encargo a estas sirvientas que te conduzcan con confianza y valor a tu prueba. No temas a la oscuridad, ni temas al silencio: no temas al reino de los muertos, pues se trata del reino de nuestra señora, y nuestra señora será la luz que te guíe.
A una señal de Uluye, dos acolitas se adelantaron. Cada una llevaba una vela encendida, que, con la debida solemnidad, colocaron en las manos de Índigo y Shalune. Mientras retrocedían para regresar a sus puestos, con una mezcla de temor, asombro y envidia en los ojos, Uluye se hizo a un lado e indicó la negra boca del Pozo.
—Ve llena de esperanza, mi hija elegida —dijo en voz tan baja que tan sólo las mujeres que se encontraban en la primera fila de la muchedumbre pudieron oírlo—. ¡Y regresa triunfante!
Shalune cambió de posición para colocarse delante de Yima, mientras Índigo ocupaba su puesto detrás de la joven. Las tres mujeres se pusieron en marcha, y las trompas resonaron una vez más en una aguda fanfarria, mientras los tambores retumbaban en un salvaje
La repentina reanudación del fragor de las trompas y los tambores hizo que
Las trompas y los tambores siguieron sonando, cada vez más alto, y, consciente de que nada conseguiría averiguar mirando inútilmente en dirección al templo,
Alguien acababa de abandonar el farallón y atravesaba el arenoso suelo de la plazoleta. Por un instante
La figura apresuraba el paso, dirigiéndose, no hacia el lago como
CAPÍTULO 14
—¡Se ve una luz!
La voz de Shalune siseó las palabras tan súbita e inesperadamente que Índigo dio un brinco y estuvo a punto de perder el equilibrio. El velo que llevaba le enturbiaba la vista, y el resplandor que despedían las velas que portaban era débil y prácticamente inútil, pero podía distinguir la vaga forma de Shalune delante, algunos peldaños por debajo, y la figura de Yima entre ambas. La sacerdotisa se había detenido, y con un brazo apenas visible indicaba hacia abajo.
Desde que se había desvanecido a sus espaldas el último resplandor de las antorchas del mundo exterior —¿hacía unos minutos?, ¿unas horas?— Índigo se había obligado a sí misma a concentrarse en cualquier cosa excepto en el proceso de este estrafalario viaje. Había tratado de no prestar atención al hecho de que la escalera de caracol por la que bajaban no tenía barandilla, ni un simple pasamanos, sino que era una serie de peldaños sin protección lateral que descendían en espiral por el Pozo. Había intentado hacer caso omiso del hecho de que a estas horas debían de encontrarse ya muy por debajo de los niveles más inferiores de la ciudadela, y no hacer conjeturas sobre la profundidad del Pozo, rehusando detenerse a pensar en que, cuando en un momento dado su pie había desalojado de su sitio una piedra suelta y la había arrojado al negro vacío, no la había oído golpear el fondo. Se limitó a seguir avanzando detrás de Shalune y Yima, un desigual peldaño tras otro, el hombro pegado a la pared del Pozo y la vista constantemente fija en la vela que sostenía.
Ahora, sin embargo, las agudas palabras de Shalune deshicieron el hipnótico hechizo que el descenso había empezado a imponer, e Índigo se sintió momentáneamente desorientada, como si la acabaran de sacar de un sueño profundo. Aunque no se les había prohibido hablar durante el trayecto, ninguna había sentido la necesidad de utilizar palabras hasta ahora. O quizá, pensó Índigo, ninguna había tenido el valor de romper el silencio.
Con sumo cuidado se apartó de la pared para mirar abajo. Lo cierto es que sí que se veía una luz —débil e incolora, pero clara— que se filtraba hacia lo alto desde algún punto de allá abajo. Creaba la ilusión de un lejano estanque nebuloso en las profundidades del Pozo, e Índigo volvió a apoyarse rápidamente en la pared, reprimiendo un vertiginoso escalofrío.
Las velas crearon unos apagados reflejos en los ojos ribeteados de negro de Shalune cuando ésta volvió la cabeza.
—También se nota un calorcillo que viene de abajo —musitó—. Creo que ya debemos de estar cerca del fondo.
Índigo estaba demasiado preocupada para darse cuenta de que su voz mostraba un tono curiosamente tenso, e, incluso aunque lo hubiera notado, lo habría atribuido a un nerviosismo más que justificado. Siguieron adelante, y también ella empezó a sentir el calor, como un aliento húmedo flotando en el Pozo; un fétido aroma putrefacto que la obligó a arrugar la nariz, y, a medida que se acercaban al origen de la luz y la visibilidad aumentaba, comprobó que la pared de piedra desprendía una débil fosforescencia húmeda.
Yima había empezado a temblar. Los adornos que pendían de la grotesca máscara tintineaban y chocaban entre sí, y los estremecimientos de sus hombros hacían ondular las multicolores cintas de la capa, Índigo extendió una mano para posarla sobre el brazo de la joven, intentando tranquilizarla en silencio. No era Yima la única que estaba asustada. También Shalune temblaba; aminoró el paso como si de repente tuviera miedo de seguir adelante, y luego se detuvo bruscamente. Con la mano todavía en el brazo de Yima, Índigo susurró: — ¡Shalune! Shalune, ¿qué sucede, qué pasa? —Nada —respondió la gruesa mujer, sacudiendo la cabeza con energía—. Es... ¡ahh!
El interrumpido susurro hizo brincar el corazón de Índigo; mientras se calmaba, bajó la mirada y descubrió lo que tanto había sobresaltado... o asustado a su compañera. Los escalones terminaban unos tres metros más abajo. Y allí, donde moría la última curva de la escalera, se abría una puerta baja y estrecha, casi un agujero en la pared de roca, que daba acceso a la oscuridad más profunda.
Esta vez, cuando Shalune volvió la cabeza, la fantasmal luz hizo que su rostro adquiriera un aspecto cadavérico bajo el velo, y el miedo que emanaba de ella fue como una onda de choque psíquica. Yima profirió un horrible sonido estrangulado, e Índigo cerró la mano con más fuerza alrededor del brazo de la muchacha, en un intento por transmitir una seguridad que estaba muy lejos de sentir. —¡Shalune! —volvió a susurrar. Pero Shalune no contestó. Volvía a andar con un gran esfuerzo, pero murmuraba para sí, la mano libre abriéndose y cerrándose con gestos rápidos y espasmódicos. Índigo comprendió que rezaba, pero además se dio cuenta de que la mujer estaba totalmente aterrorizada.
Por fin, la gruesa sacerdotisa descendió a trompicones los tres últimos peldaños, con Yima e Índigo detrás. Se detuvieron la una junto a la otra sobre un suelo de roca curiosa y extrañamente liso sobre el que resplandecía una fina capa de agua. Ésta resultaba tibia al contacto con sus pies desnudos pero también viscosa, como si fuera aceite, se dijo Índigo mientras encogía los dedos de los pies con cierta repugnancia. Delante de ellas, el oscuro agujero se abría como una boca silenciosa. No mostraba señales, ni adornos, pero no había duda de que éste era el camino que debían tomar. No había otra elección.
Shalune titubeó, reacia incluso a mirar, e Índigo inquirió en voz baja:
—¿Quieres que vaya primero?
Resultaba difícil interpretar una expresión bajo el velo y la capa de pintura, pero le pareció que Shalune le dedicaba una mirada de intensa gratitud antes de asentir en silencio, Índigo aspiró con fuerza. Su vela seguía encendida, de modo que se agachó frente a la boca del agujero, introdujo la mano en la oscuridad y atisbo al otro lado.
No se trataba del túnel estrecho que había temido. En lugar de reflejarse inmediatamente sobre la roca, el pobre resplandor de la vela se difuminaba en el vacío, sugiriendo que debía de existir un espacio mayor al otro lado de la abertura. Con un gesto de ánimo en dirección a sus compañeras, Índigo paso al otro lado de la abertura. A pesar de lo reducido de la entrada, consiguió atravesarla sin tener que agacharse a cuatro patas, y fue a salir a un lugar sin luz que parecía lo bastante grande como para mantenerse erguida, aunque no podía estar segura hasta que lo intentara. Se alzó poco a poco. La cabeza no choco contra el techo, y, cuando extendió los brazos frente a ella y luego a ambos lados, no tocó nada. El aire era más caliente y viciado, y el olor más fuerte.
Se volvió con cuidado y gritó:
—¡Todo va bien! Estoy en el otro lado, y hay espacio suficiente para las tres.
Se escucharon unos susurros insistentes al otro extremo del agujero, seguidos de una larga pausa. Por fin Yima hizo su aparición. La altura extra de la máscara la obligó a arrastrarse, e Índigo se agachó para ayudarla a pasar mientras la luz de la vela iluminaba vagamente la forcejeante figura de la muchacha. Shalune la siguió, agachándose como había hecho Índigo, y las tres permanecieron inmóviles, algo jadeantes, examinando sus nuevas inmediaciones.
No había demasiado que ver. La vela de Shalune se había apagado al pasar la sacerdotisa por la abertura y, aunque Índigo intentó volver a encenderla con la suya, se negó rotundamente a arder. La vela restante daba tan poca luz que resultaba casi inútil; y, pese a que esperaron un rato, en la esperanza de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, la noche estigia permaneció impenetrable.
—Yima, coge mi mano —dijo al cabo Índigo; su voz se perdió en el vacío—.
Y tú, Shalune, toma la otra mano de Yima. No podemos arriesgarnos a quedar separadas. ! Shalune farfulló algo que sonó como «Señora, ten piedad de nuestras almas», e Índigo sintió cómo los dedos de Yima se aferraban a los suyos. Parecía como si en los , últimos minutos el mando hubiera cambiado de manos; Shalune había perdido la confianza y el valor, y, por acuerdo tácito, el manto de la jefatura descansaba ahora sobre ¡ los hombros de Índigo. No estaba muy segura de que le gustara aquella carga, pero alguien tenía que aceptar la responsabilidad o su misión fracasaría.
No deseaba volver a hablar, pues el timbre de una voz , humana en este lugar desconocido poseía una cualidad que ! le helaba la sangre en las venas. A pesar de todo, se obligó a decir lo que había que decir.
—Avanzaremos hacia el frente, pero muy despacio. No tenemos modo de saber qué hay más adelante. Sostendré la vela con el brazo bien estirado y esperemos que su luz sea suficiente para mostrarnos a tiempo cualquier peligro.
Shalune murmuró su asentimiento; Yima no dijo nada. Despacio, con la máxima cautela, Índigo deslizó el pie al frente. El suelo, como en el caso del suelo del Pozo, parecía llano, y la vela daba un poco de luz, pero el velo le estorbaba y se lo habría echado hacia atrás de no ser por el recuerdo de la advertencia de Uluye de que penetrar en el reino de la Dama Ancestral con los rostros al descubierto resultaría desastroso. Sólo los muertos, les había dicho, podían entrar de esta forma, y, cualesquiera que fuesen sus sentimientos con respecto a Uluye, Índigo no pensaba arriesgarse a echarlo todo a perder.
Avanzaron a paso de tortuga. Tras recorrer unos cinco .. metros más o menos, llegaron a la conclusión de que se encontraban en un túnel, de techo alto y lo bastante ancho para permitirles permanecer una junto a otra. En contraste con el suelo, curiosamente liso, las paredes eran toscas Casperas, e incrustadas de pequeños fragmentos afilados que Índigo creyó que podían ser cuarzo. Shalune, que andaba tanteando la pared para mantener un cierto sentido de la orientación, lanzó un juramento de improviso y se acarició un dedo herido; Índigo levantó la vela para mirar el corte, y la sacerdotisa exclamó:
—¡Gran Señora, si al menos tuviéramos
—No hay muchas posibilidades de eso. —Índigo examinó el dedo con atención—. Sangra un poco, pero no es más que un rasguño. Creo que deberías... —De pronto se interrumpió y clavó los ojos en la pared que tenía enfrente.
—¿Qué...? —empezó a decir Shalune, frunciendo el entrecejo; pero Índigo le daba la espalda y sostenía la vela cerca de la pared. Entonces la mujer vio lo que la muchacha había visto, y ahogó la exclamación que pugnaba por salir de su garganta, que se convirtió en un gutural jadeo.
Incrustada en la pared había una calavera humana. Tenía todas las cavidades casi rellenas de arena y cascotes, pero sobresalía lo suficiente de ella como para que resultara reconocible sin el menor asomo de duda. Bajo los huecos de los ojos y la nariz, una hilera de dientes descompuestos esbozaba una sonrisa demencial, y, sobre la articulación rota y desigual de la mandíbula, una pequeña mancha de un rojo vivo marcaba el lugar donde Shalune se había cortado.
—¡Madre todopoderosa...!
Índigo contempló la calavera con horrorizada fascinación. Al mover la vela de un lado a otro, descubrió que había más huesos: el largo y suave perfil de un fémur, la simétrica curva de unas costillas, la delicada pero semidestruida impresión de unas manos... Docenas de huesos,
A su espalda, Shalune emitió un nuevo sonido estrangulado.
—Esto es... —dijo, lanzó una boqueada, se recobró, y volvió a intentarlo—: Estamos en las catacumbas de nuestra señora... ¡Oh, santo cielo, protégenos,
Índigo la sujetó por la muñeca y se la apretó con fuerza. Puede que también ella hubiera debido sentirse asustada por el macabro descubrimiento, pero, sin saber cómo, tal reacción no estaba a su alcance. No sentía inquietud ni terror; tan sólo una débil y profundamente arraigada excitación al comprender que sin la menor duda seguían el camino correcto.
El brazo de Shalune temblaba violentamente en su mano, y la gruesa mujer había empezado a farfullar: ; —Todos ellos..., todos vienen aquí, todos acaban aquí, todos los muertos, todos aquellos que ella no expulsa...
—¡Shalune! —La aguda reprimenda de Índigo impidió que la sacerdotisa se dejara llevar por una crisis nerviosa , y la acalló; ambas se contemplaron en medio de la oscuridad, e Índigo continuó—: Shalune, no podemos perder la calma. Esta..., esta catacumba, como tú la llamas, puede ser un lugar macabro y desagradable, pero los huesos de los muertos no pueden hacernos daño. Debemos seguir, tal y como juramos. Se lo debemos a Yima.
Shalune dirigió una mirada aprensiva a Yima y vio que la muchacha permanecía muy tiesa junto a ella. O bien Yima no se sentía afectada por su espantoso entorno o —lo que era mucho más probable, pensó Índigo— el miedo la había reducido a una total pasividad. Shalune se pasó la lengua por los labios y asintió. —Sí —dijo—. Sí, debemos... continuar. —Vuelve a coger la mano de Yima. —Índigo soltó la muñeca de la mujer y avanzó para volver a ocupar su puesto a la cabeza del trío—. No toquéis la pared; ni penséis en lo que hay allí. Mirad la vela y caminad despacio hacia adelante.
Reanudaron su lento y cauteloso avance. Shalune parecía más tranquila ahora, pero el horrible hallazgo había hecho mella en su coraje... y también en el de Índigo, como ésta tuvo el valor de reconocer. No era la naturaleza de lo hallado lo que había hecho vacilar su confianza, aunque desde luego esto en sí mismo ya resultaba bastante desagradable; eran las ramificaciones. El pensar que entre aquella multitud de restos descarnados pudieran estar, realmente pudieran estar, los huesos del hombre que amaba...
No. No debía pensar en eso, no debía ni considerarlo una posibilidad.
«Muy bien, demonio —pensó—. Si éste ha sido tu primer truco, lo cierto es que no me ha intimidado como esperabas. ¿Qué nos preparas ahora?»
Su mente no registró ninguna voz que contestara a su pregunta; no se produjo el brusco paso del estado consciente al de trance por medio del cual la Dama
Ancestral daba a conocer sus deseos. No hubo más que el pálido resplandor de la vela en la oscuridad, el sordo rumor de sus pies al avanzar y el rápido susurrar de sus respiraciones en medio del silencio. Por el momento, la Dama Ancestral se mantenía callada, sin dar la menor pista sobre qué podía aguardarles al final del viaje.
Pero Índigo sospechaba que ya no tendrían que esperar mucho más...
Cuando divisaron ante ellas un destello de luz, Índigo creyó en un principio que se trataba de una ilusión. Había mantenido la mirada fija en la vela que sostenía durante tanto tiempo que sus ojos experimentaron cierta dificultad en adaptarse al cambio; imágenes del puntito de luz de la vela siguieron danzando ante sus ojos cuando intentó reajustar el campo de visión, y hasta que Yima no le tiró de la mano obligándola a detenerse no se dio cuenta de que no se trataba de ningún espejismo.
El túnel terminaba algo más adelante. La fría claridad se alzaba del suelo para iluminar un grueso muro que les cerraba el paso. Yima lanzó un gemido y volvió la cabeza al ver el espantoso mosaico de restos humanos iluminados por el resplandor, Índigo, sin embargo, observaba el suelo con atención. Allí, en el punto donde terminaba el túnel, estaba el origen de la misteriosa luz: una trampilla rectangular colocada en el suelo, que resplandecía como si estuviera hecha de un material fosforescente. Soltando la mano de Yima, Índigo avanzó hasta la extraña puerta. Tenía una anilla incrustada en uno de los lados; agachándose, la agarró con fuerza y tiró. La puerta cedió con facilidad y, gracias a la luz que se reflejaba de su parte inferior, vio un tramo de anchos peldaños de poca altura que se perdía en las tinieblas.
Llamó a Shalune en voz baja, quien se acercó de mala gana; la gruesa sacerdotisa se detuvo a menos de un metro del borde y miró al fondo.
—Ah... —musitó—. Ah, no...
Índigo la miró con sorpresa al ver que retrocedía precipitadamente.
—Shalune, ¿qué sucede? Esto no es peor que cualquier otra cosa de las que hemos encontrado hasta ahora... Es mejor, de hecho, pues por fin habremos dejado atrás este túnel.
Shalune sacudió la cabeza, haciendo tintinear los adornos que colgaban del velo.
—No —repuso con voz ronca—. No es eso.
—¿Qué, entonces?
—No..., no puedo... ¡Oh, señora, ayudadme!
Y, ante la perplejidad de Índigo, Shalune se echó el velo hacia atrás. Su rostro resultaba muy nítido a la luz de la trampilla, y una dura y brillante expresión de desafío refulgía en sus ojos cuando miró a Índigo a la cara.
—Es inútil —dijo—. No pensaba decírtelo. Mi intención era que lo
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descubrieses cuando ya fuera demasiado tarde para discutir, pero ahora me doy cuenta de que sería una locura.
Yima, que se encontraba a su lado, empezó a protestar, la voz ahogada por la máscara, pero Shalune la atajó diciendo:
—¡No! Calla, Índigo tiene que saberlo. Y no importará. Sigue siendo correcto.
Una desagradable sospecha empezó a abrirse paso en la mente de Índigo, y ésta inquirió:
—¿Qué es lo que no me has dicho, Shalune? ¿Qué sucede?
La sacerdotisa contempló pensativa el agujero y la escalera.
—Creo —empezó, y de improviso su voz resultaba particularmente tranquila— que estos escalones son la última parte de nuestro viaje. Así pues, lo mejor será que confesemos ahora. Además, ya es demasiado tarde para cambiar las cosas. — Y se volvió hacia la tensa figura que tenía al lado—. Sácate la máscara.
La muchacha vaciló, y por unos instantes pareció que iba a desobedecer. Luego, despacio, levantó ambas manos en dirección al artilugio de madera. Se escuchó un débil chasquido, y toda la parte frontal de la máscara se abrió hacia un lado.
Y la joven protegida de Shalune, Inuss, miró a Índigo con ojos asustados pero desafiantes.
Pero, aunque se maldijo por su fracaso, la loba sabía que, en cierto sentido, su habilidad —o carencia de ella— para seguir la pista de la muchacha ya no importaba. Se le había acercado lo suficiente como para identificar a Yima sin el menor asomo de duda, y sabía lo bastante para adivinar, también sin el menor asomo de duda, lo que sucedía.
Había sido una estúpida, se dijo llena de amargura. Había visto un poco, oído un poco, y supuesto que sus conjeturas eran correctas. Ahora sabía la verdad. Ahora sabía que Shalune no había sido un simple mensajero que llevaba el último adiós desconsolado de Yima a su amante; en lugar de ello, la mujer había sido un cómplice activo, puede incluso que la instigadora que se ocultaba tras el plan de Yima de escapar del futuro que su madre había decretado para ella, y
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fugarse con su amor. Fragmentos de conversaciones escuchadas sin querer — primero entre Shalune y Yima, y más tarde entre Shalune y el joven Tiam— se agolparon en la memoria de
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la loba, y un gañido escapó de su garganta, mientras miraba por encima del hombro cómo las aguas del lago brillaban por entre los árboles. Yima y Tiam quedaron olvidados; no significaban nada para ella. Pero Índigo podía estar en peligro.
Se escabulló por entre la maleza, abriéndose paso a través de la enmarañada vegetación con todas sus fuerzas, desesperada por llegar a la orilla del lago por el camino más corto posible. No dejaba de repetirse de que en esta ocasión era culpa suya; tendría que haber
Una turbulencia sin origen visible agitó las aguas del lago repentina y siniestramente, y las olas se extendieron hasta lamer el borde del sendero con un sonido débil y desagradable.
Se puso en marcha sendero adelante, corriendo tan deprisa como podía. Algo le gritó desde el bosque; la loba no le prestó atención y siguió adelante. Al llegar a la plazoleta, percibió una nueva turbulencia en el lago, en la zona central, donde la oscuridad era demasiado intensa para poder ver si las olas eran simplemente un efecto de la brisa nocturna o algo más horrible. Con un estremecimiento, y resistiendo el impulso de mirar,
Sin resuello, se desplomó sobre las losas de la explanada del templo, permitiéndose sólo una breve pausa antes de volver a levantarse vacilante y correr en dirección al pedestal y al gran recipiente donde llameaba el fuego votivo. El Pozo, según había dicho Shalune, se encontraba bajo la mayor de las losas y estaba justo frente al pedestal.
Lloriqueando de miedo y contrariedad,
De improviso, una sombra se movió bajo el recipiente del fuego votivo.
Se miraron la una a la otra, ambas sorprendidas, ambas llenas de cautela. El incienso utilizado para la ceremonia se había convertido en cenizas ya, pero los efectos permanecían y la mirada de Uluye parecía drogada. Había estado en un semitrance soporífico hasta que el escarbar de la loba la había sacado de él, y en estos momentos no estaba muy segura de si lo que veía ante ella era real o una ilusión óptica. Por su parte,
La loba se estremeció. Se irguió sobre las cuatro patas, y empezó a balancear la cola con vacilante esperanza. Luego, ante la total sorpresa de Uluye, abrió las mandíbulas y, con voz gutural pero clara, dijo:
—U... luye..., neeecesssito tu ayuda, Índigo está
CAPÍTULO 15
—No lamento lo que he hecho. —Los ojos de Shalune brillaron con algo de su antigua fiereza al mirar a Índigo—. La Dama Ancestral no elige a su Suma Sacerdotisa, lo hacemos nosotras. Pero, en este caso, la elección era equivocada. —Se señaló al pecho con el dedo índice—.
—Uluye tiene miedo. Miedo de envejecer, de perder su poder y ser derrocada. Cree que yo quiero ocupar su lugar, y también en eso se equivoca. Sólo deseo lo que es correcto para todas nosotras, y eso significa una candidata digna de la Dama Ancestral, con capacidad para gobernar sabiamente en la ciudadela. — Hizo una mueca despectiva—. Uluye no es sensata. Poderosa, sí;
Su interpretación de la voluntad de la señora... Eso, pensó Índigo, era el quid de la cuestión. El relato de Shalune le confirmaba muchos de sus sentimientos con respecto a Uluye, en especial su convencimiento de que la tiránica actitud de la Suma Sacerdotisa ocultaba un profundo y agudo sentimiento de vulnerabilidad. Su determinación de que su hija debía sucedería era, en palabras de Shalune, la forma en que Uluye se aseguraba de que su poder no sería puesto jamás en duda, y había aplastado de forma sistemática toda oposición a sus planes, incluida la oposición de la misma Yima. Incapaz de persuadir a su madre de considerar siquiera que ella podría tener algo que decir sobre su futuro, Yima había acabado por volverse hacia Shalune en busca de ayuda. Sabía que ésta secretamente favorecía a Inuss como candidata al manto de Suma Sacerdotisa, y Shalune prometió utilizar toda su astucia para persuadir o, si era necesario, obligar a Uluye a reconocer que no era el único arbitro de la cuestión. Tenían otra aliada en la persona del oráculo del culto, pero su muerte y la subsiguiente llegada de Índigo habían arrojado, en palabras de Shalune, una serpiente al interior del
Más adelante, cuando la Dama Ancestral habló por medio de Índigo y ordenó: «Ven a mí», Uluye aprovechó la ocasión, lo que había obligado a Shalune a actuar con rapidez. No había sido su intención engañar a Índigo, dijo, pero al mismo tiempo no se atrevía a confiar en que Índigo no la traicionaría ante Uluye.
En el último minuto, cuando se dejó a solas a la candidata para el último momento de meditación, Inuss ocupó el lugar de Yima y, oculta por la máscara y toda aquella ropa, ni Uluye había descubierto el cambio. Había sido así de sencillo.
Índigo miró a Inuss, quien durante toda la diatriba de Shalune había permanecido en silencio contemplando a su mentora. Luego volvió a posar la mirada en la gruesa sacerdotisa. Curiosamente, a pesar de no poder afirmar que la conocía bien, no dudaba de la sinceridad de Shalune ni de su afirmación de que ella misma no tenía el menor interés en arrebatar a Uluye el puesto de Suma Sacerdotisa. Sospechaba que Shalune habría encontrado otra , forma de obtener la supremacía de haberlo deseado. De todos modos, no obstante, algo en sus afirmaciones sonaba a falso, y, cuando Índigo volvió a mirar a la mujer y luego a Inuss, sus sospechas tomaron forma.
—¿Y crees que Inuss tendrá éxito allí donde Yima habría fracasado? — preguntó, sin dejar que su voz traicionara sus pensamientos.
—Lo sé —la respuesta de Shalune fue categórica—, no puedo equivocarme. He sido su maestra desde que era un bebé que empezaba a andar.
«Ahh...», pensó Índigo, y en voz alta inquirió con suavidad:
—¿Sólo su profesora?
—Es la hija de mi hermana —respondió Shalune con franqueza— Cuando mi hermana murió, trajeron a Inuss a : la ciudadela y me convertí en su tutora. No. —Volvió la cabeza con rapidez cuando Inuss intentó interrumpirla— No hay motivo para que Índigo no deba conocer toda la verdad, Inuss. No tengo razones para ocultar que deseo lo mejor para quien lleva mi propia sangre. ¿Quién no lo haría? —Se volvió una vez más hacia Índigo— E Inuss
No —repuso Índigo, con la mas débil de las sonrisas—. Conociéndote a ti, no creo que lo hicieras. —Bien, pues. —Por un momento Shalune pareció turbada; luego su expresión se animó— No soy una gran sentimental, y, si me conoces como dices, te habrás dado cuenta de ello, pero siento lástima por Yima. Sé lo que es desear algo con tanta intensidad que no importa ninguna otra cosa en el mundo. Yo sentía lo mismo con respecto a mis ambiciones para servir a la señora. Yima quiere a Tiam. No sé cómo consiguió conocerlo para empezar, ni qué clase de desobediencias ideó para seguir encontrándose con él; jamás me lo ha contado y yo no le he preguntado. Pero lo ama, Índigo. ¿Por qué no podía tener su oportunidad igual que yo tuve la mía? —Hizo una pausa, contemplando a la joven con atención, y añadió—: Sospecho que si tú hubieras estado en mi lugar, habrías hecho exactamente lo mismo.
Índigo tuvo que admitir para sí que desde luego lo habría hecho. No se hacía ilusiones ahora con respecto a los motivos de Shalune, pues se daba perfecta cuenta de que, con la sobrina confirmada como la siguiente Suma Sacerdotisa, Shalune obtendría suficiente
Una vez más, una débil sonrisa apareció en sus labios cuando respondió:
—Uluye no estará muy satisfecha cuando regresemos.
—Uluye puede echar pestes y encolerizarse hasta que se canse, pero será demasiado tarde —replicó Shalune—. Una vez que Inuss tenga la bendición de la Dama Ancestral, ni siquiera Uluye se atreverá a objetar.
—¿Y Yima? ¿Qué será de ella?
—A estas horas, confío en que ella y Tiam hayan emprendido ya una nueva vida juntos —dijo Shalune, suavizando su expresión—. No sé adonde irán y tampoco quiero saberlo, pues lo que no he oído no lo puedo repetir. Sólo espero que tengan el suficiente sentido común como para mantenerse alejados de aquí mientras viva Uluye.
—¡Uluye no puede ser tan vengativa!
—Si piensas eso, es que no la conoces —bufó Shalune—. En cuanto se entere de esto, habrá precio a las cabezas de Yima y Tiam... Sí, ya sé que Yima es su propia hija, pero eso no importará en absoluto.
—¿Pero qué crímenes han cometido? —Índigo estaba horrorizada.
—Blasfemia —repuso Shalune encogiéndose de hombros—. Burlarse de la voluntad de la Dama Ancestral..., de la voluntad de Uluye, en otras palabras. Es lo que ella dirá, en todo caso. Así pues, debemos rezar por el bien e ambos para que no averigüe la verdad hasta que estén lo bastante lejos como para que una búsqueda resulte inútil. La idea de que Uluye pudiera vengarse en su propia hija por culpa de un orgullo herido resultaba monstruosa. En algún lugar del corazón de la telaraña que había tejido alrededor de la ciudadela y sus habitantes, pensó Índigo, la criatura que decía llamarse la Dama Ancestral debía de gestar riéndose muy a gusto ante tal chiste. Una pequeña parte sombría de su cerebro se volvió fría y negra. Cómo le gustaría ver pagar al demonio un alto precio por lo que había hecho.
—Bien —dijo Shalune por fin—, sólo queda una pregunta por hacer. La Dama Ancestral nos espera, y será mejor que no pongámosla prueba su paciencia mucho más. ¿Vienes con nosotras, Índigo? ¿Me ayudarás a apadrinar a Inuss ante
la señora?
—¿Tengo otra elección? —inquirió Índigo con sorpresa. —Claro, desde luego. No puedo obligarte en contra de voluntad, ni lo intentaría.
Índigo dirigió la vista a la reluciente trampilla, al oscuro agujero, a la escalera. Por un momento se preguntó si en conciencia no debería ser tan honrada con Shalune como ésta lo había sido con ella; pero el duro razonamiento se impuso, y tuvo que reconocer que era imposible. La idea de contar a Shalune que la diosa que ella y sus compañeras adoraban era un demonio, y que ella y
—Sí —dijo—. Iré con vosotras.
Shalune sonrió, tranquilizada, y se volvió a Inuss.
—¿Estás lista, criatura?
Inuss vaciló sólo un instante antes de asentir.
—Sí, Shalune. Estoy lista.
Con una suavidad muy poco característica en ella, Shalune volvió a cerrar las dos mitades de la máscara y sujetó los cierres. Luego volvió a echarse el velo sobre el rostro.
—Mi conciencia está limpia —anunció—. Ahora está en las manos de la señora.
Dicho esto, giró en dirección a la escalera.
La luz de las antorchas llameaba por toda la plazoleta, iluminando la elevada pared del zigurat y arrojando débiles reflejos sobre la superficie del lago. El zumbido de voces agitadas ahogaba los sonidos más normales de la noche mientras las últimas rezagadas descendían apresuradamente de los salientes y corrían a reunirse con el grupo de mujeres congregado sobre la arena.
Uluye se paseaba por entre sus sacerdotisas, ladrando instrucciones en una voz a la que la furia había añadido una desagradable dimensión extra. Habían transcurrido unos simples minutos desde que había salido como un vendaval de los aposentos de Yima, pero en ese corto espacio de tiempo había conseguido, con temible eficiencia, reunir a todas sus mujeres y comunicarles la noticia.
No existía la menor duda de que Yima se había ido. Sus ropas y efectos personales más queridos habían desaparecido de la cueva que ocupaba en el mismo nivel en el que se encontraban los aposentos de su madre, y, aunque no había dejado ningún mensaje de despedida, Uluye no necesitaba ordenar un registro de la ciudadela para convencerse de la verdad. Había obtenido la
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confirmación definitiva al confirmar que tampoco se encontraba a Inuss por ninguna parte. Ya se había enterado por
La cólera de Uluye era como un volcán a punto de entrar en erupción. Se consumía por obtener venganza. Venganza sobre su hija, venganza sobre Shalune e Inuss... y venganza, también, sobre Índigo. Ni por un momento dudó que el oráculo hubiera tomado parte en la conspiración. A pesar de lo que el mutante animal había intentado decirle, Índigo
Ahora, con las sacerdotisas reunidas ante ella en la plaza, había dado a conocer sus intenciones con toda claridad. La brillante luz centelleaba sobre lanzas, machetes y puñales; parecía como si todos los habitantes de la ciudadela, desde el más joven al más anciano, estuvieran armados de alguna forma, y esta visión producía en Uluye un sentimiento de feroz satisfacción.
—Recordad —las exhortó—, han de ser conducidos ante mí
Siguió dando vueltas en silencio; por fin se detuvo y giró sobre los talones para volverse de cara a las reunidas.
—¡Han de ser hallados! ¡Serán hallados! Porque, si no es así, arrojaré sobre todas vosotras la cólera de la Dama Ancestral. ¿Ha quedado bien claro?
Se escucharon voces de asentimiento; Uluye meneó la cabeza con severidad.
—No perdáis más tiempo, pues. Haced vuestro trabajo... y aseguraos de tener éxito.
La muchedumbre se dispersó al ponerse en marcha las mujeres. La mayoría se dirigieron hacia el bosque, en la dirección tomada por Yima, mientras que unas cuantas marcharon en la dirección opuesta, siguiendo el sendero que rodeaba el lago. Registrarían a fondo las zonas más cercanas del bosque y, si eso resultaba infructuoso, se dirigirían a los poblados, los registrarían y convencerían o intimidarían a los habitantes para que facilitaran cualquier información que poseyeran.
Por fin la plaza quedó vacía con la sola excepción de Uluye. La Suma Sacerdotisa permaneció durante unos minutos contemplando las antorchas que llameaban en sus estacas y el caos de pisadas entremezcladas que se distinguía sobre la arena; luego se volvió y regresó al zigurat.
Cuando se acercaba a la primera escalera, una sombra gris surgió de la oscuridad y corrió hacia ella.
—¡U... luye! —El grito surgió como un ladrido de desesperación—. ¿Qu... qué pasa con Índigo? ¿Qué vamos a... hacer?
Uluye se detuvo y bajó los ojos hacia ella. Todavía le resultaba difícil aceptar la verdad sobre
—Tengo cosas más importantes de las que preocuparme para pensar en tu querida amiga —respondió con brusquedad—. Aparta de mi camino.
Habría seguido adelante, pero
—¡Pero de... debemos encontrrrarla! —protestó la loba—. Está en pe... ligro. Hemos de volver a abrir el Pozo, seguirla...
—¡Desde luego que no! —Los ojos de Uluye brillaron despectivos—. Nadie puede penetrar en el Pozo a menos que sea invitado por la Dama Ancestral. Y bien, ¿debo volver a repetirte que te hagas a un lado?
—Pero Índigo está...
—¡Maldita sea Índigo, y maldita seas tú, mutante presuntuosa! —estalló Uluye—. ¿Crees que me importa lo que le suceda a ella? Se ha insultado a la Dama Ancestral, e Índigo es responsable de ello. ¡La señora castigará a tu preciosa Índigo como considere más oportuno, y ni tú ni yo ni nadie se interferirá!
Antes de que
Pero aún había más; mientras contemplaba cómo Uluye ascendía la escalera,
Uluye era ya una figura lejana en la escalera, ascendiendo en dirección al templo, desde donde vigilaría el regreso de los grupos de búsqueda. Por unos instantes,
Descender por la escalera era como moverse en un sueño. La luz procedente de la extraña trampilla hacía rato que se había desvanecido detrás de ellas, y, aunque todavía tenían la vela, su brillo era muy tenue para mostrar cualquier cosa más allá del siguiente peldaño. El silencio era tan intenso que incluso el pisar de sus pies desnudos sobre la piedra resultaba atronador y molesto; Índigo escuchaba con atención en busca de otros sonidos, cualquier cosa que pudiera darle alguna pequeña pista sobre lo que las rodeaba, pero no se oía nada... hasta que, sin advertencia previa, la escalera llegó a su fin.
Se detuvieron, contemplando vacilantes el último escalón. Más allá, el resplandor de la vela se reflejaba en lo que parecía un suelo de piedra llano, pero ninguna podía decir, ni deseaba adivinar, lo que podía haber más allá.
En respuesta a un cauteloso gesto de asentimiento por parte de Shalune, las tres avanzaron y posaron los pies en el suelo, para permanecer luego apretadas las unas contra las otras, esperando. El rancio olor a humedad era más fuerte aquí, y el enrarecido aire las rozaba con cálidos dedos mojados e informes. Inuss se estremeció; Índigo extendió la mano para coger la de la joven e infundirle confianza. De pronto, la mano de Inuss se cerró con más fuerza alrededor de la suya y las tres mujeres observaron con sorpresa que la oscuridad se aclaraba ligeramente.
Fue una transición gradual, pero en cuestión de segundos la total oscuridad dio paso a una penumbra profunda y opresiva, como el crepúsculo que precede a una
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tormenta. Las sombras empezaron a adoptar formas vagas, luego se perfilaron con nitidez... y a poco el cambio era completo y, en el crepúsculo de color estaño, Índigo y sus compañeras pudieron ver por primera vez el lugar donde se encontraban.
El débil suspiro de asombro que Shalune dejó escapar fue contestado por un centenar de susurrantes ecos. Detrás de ella, Inuss profirió un gritito, mientras que Índigo era incapaz de hacer otra cosa más que contemplar en silencio la escena que se ofrecía ante ellas. Se encontraban a la orilla de un enorme lago inmóvil, cuya orilla opuesta se perdía en una oscuridad impenetrable. Sobre sus cabezas y a su alrededor se curvaban las paredes y techo de una gigantesca caverna, y, bajo la cúpula de la caverna, la superficie del lago resplandecía como un espejo negro. A Índigo se le ocurrió de repente que casi podría ser un espejo que reflejara una imagen del otro lago situado sobre sus cabezas, allá arriba junto a la ciudadela, pero la ilusión desapareció al darse cuenta de que ningún sol, ni luna, ni estrellas habían proyectado jamás su luz sobre este lugar desolado. Ningún pez había nadado en estas aguas, y ni una sola brizna de hierba había arraigado entre las desnudas rocas que las rodeaban. Realmente, ésta era una región de los muertos.
Entonces, mientras permanecían inmóviles en silencio, sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer, un sonido apenas audible se abrió paso por entre el silencio. En un principio resultó inidentificable, pero, al cabo de unos instantes, Índigo empezó a reconocer un ritmo claro y familiar. Era el sonido de un único remo, una espadilla, que hendía la superficie con paletadas largas y regulares, y junto con este sonido vino el inconfundible chapoteo de un bote avanzando despacio por el agua hacia ellas. De improviso, Inuss se aferró a su brazo, ahogando un chillido de terror. En el otro extremo del lago una silueta surgía de la oscuridad. Primero fue la elevada proa lo que se hizo visible, como una criatura marina saliendo con cautela de su guarida. Luego fue el bote en sí el que hizo su aparición; era mucho más pequeño de lo que Índigo había esperado, ancho y plano, y recordaba en gran manera a los botes que llevaban las naves escolta davakotianas; y surgía despacio de entre las sombras, balanceándose ligeramente mientras se deslizaba sobre la superficie del lago.
Y desde la popa, guiando el largo remo con manos esqueléticas, la espesa melena negra ondeando sobre los estrechos hombros, el solitario ocupante del bote las contemplaba a través de la penumbra con ojos que brillaban como un par de frías estrellas.
Tan despacio que parecía estar en trance, Shalune cayó de rodillas. Inuss se arrodilló junto a ella, y ambas inclinaron las cabezas hasta que la frente de Shalune y la máscara de Inuss tocaron el suelo de la caverna. Sólo Índigo permaneció sin moverse, observando el bote que se acercaba, mirando los extraños ojos helados que le devolvían la mirada con tranquila pero temible intensidad. No era esto lo que había esperado; había esperado que se enviara a su encuentro a algún sirviente, a algún habitante menor de este mundo, para conducirlas en el último tramo de su viaje al corazón del reino. Pero éste no era ningún sirviente. Percibía el poder del ser, lo veía brillar en los fríos ojos, sentía un escalofrío en todo su cuerpo como respuesta a su mirada. Ante ella tenía al demonio. Ante ella se encontraba la Dama Ancestral en persona.
La criatura era, en un sentido terrible, hermosa. El rostro, aunque exangüe y de una palidez cadavérica con un horripilante tinte grisáceo, poseía sin embargo un encanto translúcido que resaltaba las afiladas y orgullosas facciones y le otorgaba un aire casi entristecido. Los labios eran negros, gruesos y sensuales, y los cabellos, una negra cascada reluciente que parecía fundirse con la negra túnica, en la que brillaban diminutos puntos plateados como si fueran reflejos del agua.
El bote se detuvo. Las aguas no se agitaron; no se produjo ni una simple ondulación. El bote sencillamente se paró y quedó flotando inmóvil en el lago mientras Índigo y la Dama Ancestral seguían mirándose. Con un segundo sobresalto, la muchacha descubrió ahora que los ojos del ser eran tan negros como sus labios y cabellos, pero que alrededor del iris mostraban una aureola de brillo plateado, como una sobrenatural corona que refulgiera alrededor de una luna en eclipse.
Entonces, con un gesto elegante aunque con algo de reptil, la señora volvió la cabeza. Miró primero a Shalune, luego a Inuss, y sus negros labios se abrieron.
—Levantaos —dijo.
Tenía una voz potente, pero a la vez fría y curiosamente sin vida. Despacio, temblorosas, las dos mujeres se levantaron hasta quedar de rodillas. El rostro de Inuss quedaba oculto, pero a través del velo de la sacerdotisa Índigo pudo distinguir la expresión transfigurada de Shalune, que combinaba una extraordinaria mezcla de terror y de amor desvalido. La señora las contempló con fijeza.
—Habéis recorrido un largo camino para encontrarme. ¿Qué traéis a mi reino?
Shalune había ensayado el discurso ritual cientos de veces bajo la feroz dirección de Uluye, pero, ahora que el momento había llegado, el valor la abandonó. Luchó por recuperar la voz, titubeó, juntó las manos, volvió a titubear, se quedó de rodillas temblando como un animal aterrorizado, y no consiguió pronunciar una sola palabra.
—Responded. —La voz de la Dama Ancestral mostraba ahora un matiz de impaciencia.
—Gran señora —empezó Índigo de improviso al darse cuenta de que Shalune no podría seguir adelante. Conocía las palabras prescritas, o al menos su esencia; si Shalune no podía pronunciarlas entonces debía de hacerlo ella—.
Os traemos a nuestra candidata para tomar, a su debido tiempo, el manto de vuestra Suma Sacerdotisa. Nosotras la avalamos y sancionamos, y hemos recorrido el sendero entre vuestro mundo y el nuestro para conducirla a vuestra presencia, con la esperanza de que la aceptaréis como a una de las vuestras.
—¡Ah! —dijo la figura en tono distante, volviendo de nuevo hacia ella sus ojos ribeteados de plata—. Mi oráculo habla por sí misma. Alza tu velo, oráculo. Deseo ver tu rostro con más claridad.
Consciente de que Shalune la observaba con atención, Índigo se llevó las manos al velo y lo echó hacia atrás. Los labios de la señora se tensaron en una sonrisa apenas perceptible, aunque los ojos no la reflejaron.
—Te han disfrazado con carbón y cenizas, pero veo lo que hay debajo de todo esto —dijo—. ¿Tienes un nombre, oráculo?
—Mi nombre, señora, es Índigo... —Índigo calló unos instantes y luego añadió—:... como creo que ya sabéis muy bien.
Shalune ahogó una exclamación, horrorizada ante tal osadía. Un nuevo silencio invadió la caverna mientras Índigo y la negra figura se contemplaban la una a la otra, e Índigo se dio cuenta con un principio de inquietud de que la evaluación inicial de este ser había sido errónea. Desde el principio había percibido que la Dama Ancestral poseía poder, pero, creyendo saber quién era en realidad, había dado por sentado que su poder se erigía sobre una base falsa. Tenía buenos motivos para creerlo: en el pasado, al enfrentarse con los demonios del Charchad y de Simhara, y más tarde al tener que vérselas con el espectral devorador de vida de Bruhome y con la monstruosa pero intangible maldición del conde Bray de El Reducto, había descubierto que los demonios no eran nunca exactamente lo que parecían. Su poder era real, desde luego, pero en cada enfrentamiento sus limitaciones habían demostrado ser mucho mayores de lo que ella había creído. Tapicerías tejidas con engaños, telarañas de ilusiones e intrigas... que sin embargo no poseían más sustancia que una auténtica telaraña, pues toda su estructura se había hecho pedazos al revelarse la verdad oculta bajo sus supercherías.
Pero este demonio era diferente. Por qué lo percibía así y por qué lo creía, no podía decirlo con certeza, pero cada vez estaba más segura de que el poder que la Dama Ancestral poseía no era una simple ilusión. Esta criatura poseía sustancia. Era real, tan real como ella misma... y de repente Índigo se sintió perdida.
Por fin los oscuros labios de la Dama Ancestral volvieron a abrirse.
—Creo que empiezas a comprender, Índigo —dijo—. Todavía te queda un largo camino por recorrer, pero un principio es mejor que nada. ¿Me tienes miedo?
El calor sofocó la garganta de la muchacha; abrió la boca para negar la pregunta pero descubrió de improviso que las palabras que quería no estaban allí. La peculiar fría sonrisa de la negra figura centelleó una vez más.
—Claro que me tienes miedo —declaró, respondiendo a su propia pregunta antes de que Índigo pudiera ordenar sus pensamientos—. ¿Quién no? Aún no he encontrado a un ser humano que no tema lo que le espera más allá de la muerte.
—No sois la muerte...
—No; pero la muerte y yo somos compañeras desde hace mucho tiempo, y lo que la muerte empieza, yo llevo a su conclusión. Existen muchas conclusiones posibles, oráculo. Los pocos que realmente me complacen en vida obtienen la paz en mi reino, y el sueño que no conoce sueños. A otros se les concede otra clase de vida y forman parte de mis muchos sirvientes, y eso, también, puede ser una bendición. Pero siempre existen aquellos que, por sus actos o palabras, blasfeman contra mí y se niegan a aceptarme como su señora. Para ellos no hay otra cosa que el ansia estúpida y perpetua de los
Índigo sintió cómo su corazón latía con fuerza, el pulso rápido y doloroso, pero hizo un esfuerzo para no mostrarse acobardada.
—No escogería ninguno —repuso—. Mi lealtad... y mis creencias... se inclinan hacia otro lado.
—¿De veras? —La Dama Ancestral inclinó la cabeza, cu un curioso gesto que recordaba al de un ave—. Ya lo veremos, oráculo. Ya lo veremos.
Entonces volvió la cabeza, y la mirada negra y plateada se clavó en Shalune e Inuss. Ambas se encogieron sobre sí mismas; Inuss temblaba como una hoja, mientras que Shalune tampoco parecía estar mucho mejor. Todo el coraje de ambas se había hecho polvo.
—¿Por qué lloras, candidata? —La voz de la Dama Ancestral tomó de repente un tono cruel—. ¿Qué se esconde en tu corazón que tus lágrimas delatan? ¿Es amor? ¿O es temor? —Hizo una pausa y luego ordenó—: Sácate la máscara.
Inuss profirió un sonido terrible, a medio camino entre un gemido y un grito de dolor. Con gesto tembloroso tiró de la máscara de madera y rompió los cierres en su torpe precipitación; varios de los adornos de hueso cayeron al suelo de piedra en el forcejeo hasta que por fin consiguió sacársela, y el rostro aterrorizado de la joven —sudoroso y crispado por la tensión— contempló a la diosa.
—Tráeme la máscara, hija mía —ordenó la figura—. Ponía entre mis manos.
Inuss no quería acercarse a ella, pero no se atrevía a desobedecer. Se incorporó vacilante y avanzó arrastrando los pies hasta la orilla del lago. El bote estaba demasiado lejos para alcanzarlo extendiendo las manos; pero la señora aguardaba implacable, y por fin Inuss se decidió a penetrar en el agua, Índigo la oyó aspirar con fuerza cuando el líquido elemento empezó a arremolinarse alrededor de sus rodillas, sus muslos y sus caderas. La muchacha vadeó hasta el bote, y levantó la máscara con un gesto desesperado y suplicante, inclinando la cabeza.
La diosa extendió una mano, y los largos dedos de negras uñas tocaron la máscara. Las ventanillas de su nariz se hincharon; luego despacio, muy despacio, retiró la mano. Un horrible resplandor, frío como la aureola de sus ojos, rodeó su cuerpo y la convirtió por un instante en una negra silueta, y entonces habló con una voz que a Índigo le heló la sangre en las venas.
É Con un alarido de terror, Inuss soltó la máscara, que fue a caer dentro del bote, y se cubrió el rostro con las manos. Shalune clavó la mirada a sus pies, los brazos extendidos en actitud suplicante.
—Señora, os ruego... —empezó a decir. —
Sólo queremos lo que es mejor, lo que es correcto... —¿Correcto? —Cientos de novas llamearon en las profundidades de los ojos de la Dama Ancestral—. ¿Cómo te atreves a juzgar lo que es correcto, Shalune? Te has opuesto a la voluntad de tu Suma Sacerdotisa, a quien yo misma escogí. La has engañado... y por lo tanto me has engañado a mí. Respóndeme, Shalune: ¿quién sanciona lo que debes hacer para servir a tu diosa? ¿Quién es el avatar de tu diosa en el mundo de los mortales?
Las mandíbulas de Shalune se movieron espasmódicamente, antes de que pudiera por fin pronunciar: —Ul... Uluye... es vuestro avatar. —¿Y en nombre de quién habla Uluye? ¿Quién juzga lo que es correcto, Shalune? ¿Quién? —Vo... vos, mi señora. Sólo vos. —Sí, Shalune, yo juzgo. ¿Aceptas mi decisión? El rostro de Shalune estaba a la vez lleno de angustia y de adoración, Índigo comprendió que realmente amaba a este ser monstruoso, y, aunque este amor tenía sus raíces en el terror, era de todas formas tan real como el amor de un niño por su madre, de una mujer por su amante, de un estúpido e indefenso perro por su severo amo que un día, un buen día, puede otorgarle una alegría indecible condescendiendo a ser amable.
—Acepto vuestro juicio, dulce señora —respondió Shalune, y se le quebró la voz en la última sílaba—. Soy vuestra. Somos vuestras. Lo que sea que mandéis, nosotras lo haremos.
Se produjo un silencio, durante lo que pareció una eternidad. Índigo deseaba intervenir, pero no sabía qué podía decir o hacer; una sola palabra en el momento equivocado o en el lugar equivocado podía muy bien empeorar las cosas. Shalune e Inuss permanecían inmóviles. Inuss, una figura patética ahora, seguía todavía sumergida en el agua hasta la cintura, la recargada túnica empapada y pegada al cuerpo. La Dama Ancestral paseó la mirada de la una a la otra con expresión inescrutable. Cuando volvió a hablar, su voz había perdido el leve tono de emoción y recobrado la frialdad.
—Te juzgo una valedora indigna, Shalune, pues me has traído a una postulante que no es la elegida por tu Suma Sacerdotisa. Has desafiado la voluntad de tu Suma Sacerdotisa y, al hacerlo, me has desafiado a mí. —Bajó la mirada—. En cuanto a ti, Inuss, has conspirado con tu mentora para desobedecer y engañar. No otorgo mi bendición a seres como vosotras. No sois dignas de regresar a vuestro propio reino, ni tampoco de residir en el mío.
Se produjo una pausa, durante la cual Índigo vio cómo los ojos de Shalune se abrían de par en par presas del terror. Entonces la Dama Ancestral anunció con voz tajante:
—Vuestros corazones saben que sois culpables. Y conocéis el castigo para lo que habéis hecho. Vuestras almas son mías; y os envío a residir entre los seres sin vida, que siguen vivos. Os declaro
CAPÍTULO 16
—¡No! ¡Demonio, engendro del infierno,
El grito de Índigo resonó por toda la enorme cueva y desencadenó una oleada de ecos que gritaron y entrechocaron en la penumbra. La Dama Ancestral giró la cabeza y dedicó a Índigo una mirada indiferente... y una tremenda fuerza hizo perder el equilibrio a la muchacha y la lanzó hacia atrás, Índigo chocó contra la pared y cayó al suelo, con el cuerpo dolorido y una neblina roja que le nublaba el cerebro. Abrió la boca, pero no había aire en sus pulmones para volver a gritar ni lanzar el menor sonido; no pudo hacer otra cosa que permanecer tumbada sobre el duro suelo, intentando recuperar el control de sus sentidos mientras contemplaba cómo se desarrollaba una horrible escena que nada podía hacer para evitar.
Inuss sollozaba con voz aguda. La joven giró torpemente y realizó un frenético intento de vadear de vuelta a la orilla, pero, antes de que pudiera dar dos pasos, la Dama Ancestral arrojó a un lado la máscara y, mientras ésta chocaba contra el agua con un sordo chapoteo, agarró a Inuss por los cabellos. El gimoteo se convirtió en un alarido de desesperación; Inuss luchó pero fue arrastrada inexorablemente y levantada en el aire hasta que sus pies quedaron fuera del agua. Sus ojos, desorbitados ahora, se encontraron con la implacable mirada de la diosa... y de improviso dejó de debatirse. En unos segundos, la voluntad de resistir la abandonó, y, con la boca entreabierta, quedó colgando de las manos de la negra figura mientras sus gritos se apagaban.
Los ojos de la Dama Ancestral llamearon, y una única palabra brotó de sus labios:
—
Inuss permaneció inmóvil durante un instante; luego un ligero temblor le recorrió el cuerpo, y sus ojos se vidriaron mientras la inteligencia, la conciencia y la vida la abandonaban. Fue sencillo, rápido, devastador. La Dama Ancestral abrió las manos, y el cuerpo de Inuss cayó al agua. Se produjo un chapoteo y el centelleo del agua y, durante unos segundos después de apagarse todo sonido, el silencio fue completo. El cuerpo de Inuss quedó flotando a menos de un metro del bote. Sus cabellos y la túnica cubierta de cintas se arremolinaban alrededor de ella como tiras multicolores de algas acuáticas. Un suave oleaje en forma de amplios círculos rodeaba el cuerpo, y los ojos contemplaban tranquilamente el techo de la cueva; la expresión del rostro era de una total y obscena placidez.
La Dama Ancestral no le dedicó ni una mirada. Sus ojos se posaron en Shalune, y la inhumana mirada paralizó a la sacerdotisa.
—Shalune —llamó—. Ven a mí. Ven.
Tumbada todavía junto a la pared de la caverna, Índigo observaba la escena en un estado de paralizada y silenciosa impotencia. Había presenciado la atrocidad del asesinato de Inuss —no se lo podía llamar de otra forma aturdida por la conmoción y el dolor, pero su cerebro, debatiéndose aún bajo los efectos del violento ataque de la Dama Ancestral, era incapaz de aceptar que aquello hubiera sucedido de verdad. Aturdida física y mentalmente, se había convencido de que se trataba de una pesadilla absurda, y no conseguía separar la pesadilla de la dura realidad.
Sin oponer resistencia, sin comprender, Índigo contempló cómo Shalune se ponía en marcha. Los ojos de la gruesa sacerdotisa estaban llenos de terror, pero su rostro seguía mostrando la misma expresión de horrible adoración. Sabía lo que le aguardaba, pero nada en el mundo la habría convencido de desafiar a su diosa. Había aceptado su destino como algo correcto y justo, y, aunque quizá no iba de buena gana, iba sin discutir y sin un murmullo de protesta. En algún lugar de su interior, Índigo empezó a gritar en silencio: «¡Shalune! ¡Shalune, no! ¡Es una mentira, un fraude, no vayas hasta ella!». Pero, sin saber cómo, su protesta parecía carecer de significado. Gritar con su voz física, o incluso intentar ponerse en pie, no serviría de nada; carecía de tal poder. Todo esto no sucedía, no era real.
Como si percibiera los pensamientos de Índigo, Shalune se volvió para mirarla. Una expresión de inefable tristeza y dulzura había transformado las ásperas y toscas facciones, como si le hubieran quitado años y hubiera vuelto a ser una criatura inocente, libre, sin pecado. No existía ni una pizca de inteligencia en las negras simas de sus ojos.
Todavía incapaz de comprender, Índigo contempló cómo la mujer penetraba en el lago. Shalune vadeó hasta el bote, sin prestar atención al cadáver flotante de Inuss, y se detuvo junto a la borda. El agua le llegaba hasta el pecho; levantó los ojos hacia la Dama Ancestral pero no dijo nada. —Shalune, ¿eres mi sierva? — inquirió la figura, bajando la mirada.
La voz de Shalune era apenas reconocible; también aquí la indefensa criatura había tomado el control. —Lo soy, señora. —¿Me has agraviado?
Se produjo una pausa. Luego Shalune murmuró: —Os..., os he agraviado.
—Dime cuál es el castigo a tal pecado, Shalune —exigió la delgada figura meneando la cabeza.
La segunda pausa fue más larga que la primera. Shalune parecía debatirse consigo misma, luchando por no hablar. Pero las palabras brotaron al fin. —El castigo es... la muerte.
—¿Comprendes ahora un poco más, Índigo? —inquirió la Dama Ancestral con
voz indiferente.
Allí, en el negro lago junto a Inuss, las manos entrelazadas sobre el pecho como en un gesto piadoso, el cuerpo de Shalune subía y bajaba, subía y bajaba, al compás del ligero oleaje. Con los ojos fijos en los cadáveres, Índigo contestó al cabo con una voz que incluso a ella misma le sonó curiosamente despreocupada y soñadora.
—Tienen un aspecto tan..., tan tranquilo...
—¿Tranquilo? —El tono de la Dama Ancestral mostraba un cierto matiz despectivo que abrió una pequeña grieta en la barrera que Índigo había erigido a su alrededor—. No, no lo veo así. No tienen más que la recompensa que han merecido, ni más ni menos. —Se volvió unos centímetros y miró en dirección al extremo más lejano del lago, invisible en la oscuridad—. Ahora pueden marcharse —dijo, e hizo un gesto despreocupado con una mano.
Una nueva ola llegó hasta la orilla del lago, y los dos cuerpos empezaron a moverse. Despacio, pero inexorablemente, sin una fuerza visible que los impulsara, giraron hasta quedar en perfecta alineación y empezaron a alejarse; pasaron junto al bote y, dejándolo atrás, penetraron en las regiones más profundas del lago. Una corriente invisible los atrapó, y giraron sobre sí mismos de improviso al dar con un remolino; en seguida ganaron velocidad y, el uno al lado del otro, se alejaron flotando en la oscuridad para desaparecer en dirección a la lejana e invisible orilla.
El bote se balanceó ligeramente al volverse de nuevo la Dama Ancestral. Recogió el remo que había dejado sobre el bote, y sus ojos, con su brillante corona blanca, se clavaron en Índigo.
—Bien —dijo—, ¿qué he de hacer contigo?
Índigo parpadeó y frunció el entrecejo. Por un instante su cerebro continuó forcejeando entre el estado de semitrance en el que se lo había encerrado y la sacudida de ir despertando a la realidad. Por fin el muro se resquebrajó y cayó. El sueño se desvaneció, y todo el impacto de lo sucedido la zarandeó como un maremoto.
—¡Oh, no...! —La voz resultó apenas audible, pero llevaba con ella las semillas de la más violenta cólera que jamás hubiera sentido—. ¡Oh, no...! ¡Maldito demonio, monstruosidad asesina! —Toda ella empezó a temblar; no podía controlarse, ni lo intentó. Y de repente toda la furia contenida en su interior se desató en un grito agudo—:
El rostro cadavérico de la Dama Ancestral era implacable.
—¿Quién eres tú, que te consideras en condiciones de decidir quién es inocente? —inquirió con indiferencia—.
No eres mejor que aquellos a quienes pretendes defender.
Todos sois mis sirvientes, y al final todos vosotros venís a mí.
—¿A un
—Eso dijiste antes, Índigo, y te equivocas ahora, igual que te equivocaste entonces —replicó la Dama Ancestral con una sonrisa cansada—. ¿No has aprendido esa lección todavía, oráculo mío?
Los ojos ribeteados de plata centellearon un momento, y, cuando la figura pronunció la palabra «oráculo», el cerebro de Índigo pareció retorcerse sobre sí mismo.
Volvía a ser el sueño en forma de trance, el sueño en el que la habían sumido durante la ceremonia de la Noche de los Antepasados. En aquel momento había quedado borrado de su memoria, pero ahora regresaba con terrible claridad y recordaba todo lo que la voz surgida de la oscuridad le había dicho.
—¡No! —sacudió la cabeza con fuerza para arrojar las imágenes fuera de sí—. ¡No soy tu oráculo!
—Sí que lo eres. Yo te he convertido en él; yo te escogí, y he hablado a través de ti.
—¡No a requerimiento mío! —exclamó Índigo, enfurecida.
—¿Crees tú que no? —dijo la Dama Ancestral—. En ese caso, da la impresión de que no te conoces a ti misma. Una lástima. Pensaba que habrías aprendido a ser más sensata durante todos estos años de andar errante, pero parece que el antiguo defecto sigue ahí.
A punto de refutar la afirmación con fiereza, Índigo se interrumpió bruscamente y adoptó una expresión tensa.
—¿Qué quieres decir? —exigió—. ¿Qué defecto?
—La tendencia a engañarte a ti misma, entre otros. —La mujer encogió los estrechos hombros—. Viniste aquí en busca de un demonio, pero ni siquiera sabes su nombre o su naturaleza. Ahora otra cosa te ha desviado de tu búsqueda, y esa otra cosa te ha conducido hasta mí. Era inevitable. —Levantó los ojos—. Me pregunto, ¿reconocerás a tu demonio cuando lo encuentres... o quizá debería decir «cuando él te encuentre a ti»? Porque, si no es así, me parece que todas tus valerosas palabras te servirán de muy poco, pues te convertirás en mi esclava tal y como les ha sucedido a tus infortunadas compañeras.
—¡Oh, no! —Índigo le dedicó una lúgubre sonrisa—. Has cometido un error. No puedes matarme. Para bien o para mal, carezco de la capacidad de morir... y, si fueras lo que afirmas ser, lo sabrías tan bien como yo.
—¿Quién habla de morir? —La Dama Ancestral enarcó ligeramente las cejas—. No es necesario morir para servirme. —Se interrumpió con expresión repentinamente pensativa—. Aunque lo que me pregunto es: ¿cuál será la diferencia entre ser incapaz de morir y tener prohibido morir?
—¡No malgastes tus adivinanzas conmigo, señora! El poder de la Madre Tierra es el único al que obedezco y es ella quien decreta mi destino, no tú.
—¡Ah! —repuso la figura—; pero, si sirves a la Madre Tierra, Índigo, entonces también me sirves a mí. ¿No te das cuenta? ¿Estás tan empeñada en seguir la ruta equivocada que todavía no puedes reconocer la verdad cuando ésta se presenta ante ti?
—Conozco la verdad —respondió Índigo con una nota de ferocidad en la voz. —No lo creo.
La Dama Ancestral volvió la cabeza para contemplar ¡ la negra superficie del lago, y su mirada se deslizó despacio hacia la borrosa línea oscura que se había tragado a Shalune e Inuss.
—No maté a tus amigas —continuó—. Me limité a reclamar lo que ya habían perdido. No quito la vida, Índigo; no es mi estilo y es algo que no me interesa. Su asesino fue el demonio que has venido a buscar.
Índigo se quedó mirándola con fijeza. Interiormente, intentó recuperar la cólera que la había empujado... pero ésta ya no estaba allí. La furia había desaparecido sin que se diera cuenta, como un ratero que se escabulle lejos de su víctima, y en su lugar, sutil todavía pero reforzándose con : cada momento que pasaba, percibía una sensación de aguda incertidumbre y consternación.
—No intentes engañarme con tus simulaciones —dijo con brusquedad, poniéndose a la defensiva de improviso—. Sé lo que eres.
La negra figura sacudió la cabeza y profirió un sonido que podría haberse interpretado por un suspiro.
—Sigues persistiendo en tu error... —musitó cansina; entonces sus terribles ojos se clavaron en el rostro de Índigo—. No soy tu demonio. Pero sé qué es tu demonio. Y no creo que seas capaz de vencerlo.
El sudor perlaba la frente de la muchacha, pero, antes de que sus labios pudieran formar una protesta, la figura siguió:
—El demonio ha obtenido ya una victoria. La suerte estaba echada cuando tus amigas aceptaron su destino. —¿Qué quieres decir? —Índigo le devolvió la mirada. —Sólo que, si hubieras sabido el nombre del demonio, es posible que tus compañeras no hubieran muerto. —Volvió a encogerse de hombros con indiferencia—. No importa, sin embargo. Habrían acabado viniendo a mí de todos modos, con el tiempo.
—¿Me estás diciendo que yo podría haberlas
—A lo mejor sí, a lo mejor no.
—¡Esto es una vil mentira! —gritó Índigo, apretando los dientes—. ¿Qué podría haber hecho yo? Tú las mataste, y yo no podía detenerte.
—Piensa lo que quieras —suspiró la Dama Ancestral—. A mí no me afecta. — Sujetó con más fuerza el largo remo y, con un gesto casi apático, lo pasó por encima de la popa del bote. Luego, sin volver a mirar a Índigo, le dio la espalda. El agua chapoteó ligeramente, y el bote empezó a moverse.
Índigo sintió que la garganta le ardía como si hubiera tragado pedazos de cristal.
—¿Adónde vas? —preguntó.
La Dama Ancestral se detuvo y la miró por encima del hombro.
—A cumplir con mi trabajo. A patrullar mi reino. ¿Qué más tenemos que decirnos?
—¿Piensas dejarme aquí en esta orilla?
—Eres libre de marcharte o de quedarte, según desees. —El movimiento del bote cesó, y la figura se inclinó sobre el remo, contemplando a Índigo de soslayo con total indiferencia—. Cualquiera que sea tu elección, no tengo la menor duda de que aquello que buscas te encontrará en su momento.
Dicho esto, volvió a girarse, y el espeso manto de sus cabellos se balanceó al ritmo del movimiento del remo. El bote llevaba recorridos unos diez metros o más, y la gruesa cortina de oscuridad empezaba a envolverlo, cuando Índigo gritó con voz tensa:
—¡Espera!
El remo dejó de propulsar la embarcación, que aminoró la marcha. Unos gélidos puntitos de luz brillaron en la penumbra cuando la Dama Ancestral se volvió para mirarla por encima del hombro.
—Dices que mi demonio me encontrará llegado el momento —dijo Índigo—, sin importar lo que yo haga.
Recibió un asentimiento de cabeza por toda respuesta. —No siento el menor deseo de esperarlo. Pienso ir en su busca. ¿Cómo crees que es mejor que lo haga?
Se produjo un largo silencio mientras la Dama Ancestral parecía meditar su respuesta. Por fin dijo:
—Podrías venir conmigo, Índigo. Es decir, si tienes el valor para hacerlo.
—Creo, señora, que soy lo bastante valiente —respondió Índigo con mordacidad.
—Puede que lo seas. —Los negros labios dibujaron una mueca lánguida—. Aunque lo que puedes encontrar si escoges viajar en mi compañía quizá te pondrá a prueba más allá de los límites de tu resistencia.
Pese a que dijo esto con la misma fría indiferencia que impregnaba todas sus palabras, Índigo comprendió que le lanzaba un claro desafío. Sintió el furioso impulso de decir que no y negarse a ser manipulada, pero se interrumpió, recordando lo que la había impulsado a hablar en un principio. Sabía que a lo mejor cometía un error que le costaría caro, pero debía seguir su intuición, y las enigmáticas palabras burlonas de la Dama Ancestral eran un acicate adicional.
Había más en todo aquello que tan sólo la cuestión del demonio. Estaba Fenran, y las dudas que la visión del lago había dejado en su cerebro. Tenía que enfrentarse a la pregunta que la obsesionaba. No podía dejarla sin resolver, y sólo la Dama Ancestral podía facilitarle la respuesta. Si daba media vuelta ahora y volvía sobre sus pasos por la catacumba, Pozo arriba, dejando el viaje inconcluso y su misión sin cumplir, ya no volvería a tener un momento de paz. Si esta criatura insensible se ofrecía a mostrarle el camino, debía aceptar, y enfrentarse al desafío.
—Muy bien, señora —dijo al cabo—, acepto tu invitación. Confirma tu aseveración, si puedes. Llévame contigo. No tengo miedo.
—Como quieras —respondió la Dama Ancestral con una inclinación de cabeza—. A mí no me importa.
—Parece que hay muy pocas cosas que te importen o interesen —replicó Índigo con ironía—. Por lo que supongo que tampoco te importará si mi valor triunfa o fracasa; y, si no puedo esperar tu ayuda, al menos no tengo por qué esperar que me pongas impedimentos.
—Claro —contestó la figura, encogiéndose de hombros por tercera vez.
Giró las muñecas, moviendo el remo, y, con un ligero balanceo, el bote volvió a deslizarse en dirección a la orilla. La proa chocó con la roca con un ruido anormalmente sonoro, y la Dama Ancestral le tendió la mano, Índigo se acercó, sujetó los dedos que se le ofrecían y saltó sobre la borda. Durante un instante los ojos de ambas se encontraron, y la negra dama la contempló con fría apreciación.
—Bien, bien —dijo—. Ahora veremos...
Soltó la mano de Índigo para retomar el remo. La embarcación giró despacio; luego, sin que apenas se moviera la superficie del agua, el bote se alejó de la vacía orilla para perderse en la oscuridad.
En la cima del farallón,
El enorme brasero seguía encendido, la cazoleta resplandecía sombría, y el aire estaba cargado con el olor a incienso. Uluye se encontraba sentada en el esculpido trono del oráculo, los hombros encorvados de tal manera que le daban el aspecto de un insecto o ave de presa gigante, los ojos taciturnos y ardiendo de indignación clavados más allá del lago, en el bosque. Volvió la cabeza al oír el
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arañar de las zarpas de
—Me que... daré —anunció la loba con voz gutural, entremezcladas las palabras con un gruñido que surgía de las profundidades de su garganta—. Si intentas echarrrme, ¡te morderé!
Uluye volvió a dejarse caer en el trono y se giró de modo de dar la espalda al animal.
—Quédate o vete, como prefieras —repuso con frialdad—. , Aunque no sé si me importa de qué te servirá.
Empezaba a clarear cuando el barullo de voces agitadas a lo lejos sacó a
Cada vez había más luz, y allá abajo, en la semiclaridad de las primeras horas del día, la loba vio que un grupo de gente se acercaba al farallón desde el sendero que rodeaba el lago. De improviso Uluye dio media vuelta y se dirigió a la escalera. En el momento en que llegaba al primer peldaño,
Volvió la cabeza en dirección a la gran losa que señalaba la entrada al Pozo. No servía de nada continuar la vela, Índigo no regresaría por allí; era imposible. Lo mejor sería regresar a la orilla del lago y averiguar qué noticias traía el grupo de búsqueda, con la esperanza de que pudieran servir para solucionar su propio dilema.
Reprimiendo un gemido de inquietud, incertidumbre y miedo,
—Los encontramos en el pueblo de Hoto. —La sacerdotisa de rostro duro y mediana edad que había dirigido la búsqueda en dirección norte contempló a los dos cautivos del grupo con una mezcla de piedad y desprecio.
Tiam yacía inconsciente en el suelo. Había intentado resistirse y lo habían derribado con un garrote de madera que colgaba ahora del cinturón de la sacerdotisa; una mancha cárdena empezaba a extenderse por un lado de su rostro, y tenía un ojo hinchado. Yima estaba sentada junto a él, los cabellos revueltos y las ropas rotas y manchadas. Se cubría el rostro con las manos y se balanceaba adelante y atrás presa de violenta pero silenciosa aflicción.
Uluye la contempló unos instantes y enseguida desvió la mirada.
—¿Les había dado asilo Hoto? —inquirió.
—El dice que no. Dice que no sabía que eran fugitivos o que Yima tuviera que ver con nosotras. Es posible quesea cierto... Desde luego, el muchacho no pertenece a su poblado..., pero lo más probable es que le pagaran bien para que les diera refugio y que ahora mienta para salvar el pellejo.
—Entonces él y su familia sufrirán las consecuencias. —La voz de Uluye sonaba llena de indiferencia, pero había algo en su tono que insinuaba terribles emociones bajo un control despiadado—. ¿Cómo los encontrasteis?
—Habíamos registrado todo el pueblo y estábamos a punto de marcharnos cuando se nos acercó una mujer sin ¡que estuviera enterado Hoto y nos dijo dónde podríamos encontrarlos.
—Me alegro de oír que todavía hay quien conoce su deber. Nos ocuparemos de que se la recompense adecuadamente por su diligencia.
—Tiene una hija joven, y abriga ambiciones para ella —dijo la sacerdotisa de mediana edad; la expresión de su rostro daba a entender su opinión de que la delación había sido más una cuestión de interés que de deber, pero Uluye se limitó a encogerse de hombros. —La Dama Ancestral decidirá lo que es apropiado —repuso; luego volvió a mirar a los prisioneros—. Ahora, en ¡cuanto a
Como si la violenta intensidad de la mirada de Uluye ¡ hubiera atravesado su privada aflicción, Yima dejó súbitamente de balancearse. Apartó las manos del rostro y, muy despacio, levantó la cabeza, mostrando unos ojos enrojecidos y unas mejillas surcadas de lágrimas. —Madre... —Había una angustiosa súplica en la voz, y la segunda sílaba se quebró en un sollozo.
—¡Silencio! —gritó Uluye, rabiosa—. ¡Ya no eres digna de dirigirme la palabra!
Yima empezó a incorporarse, vacilante.
—Pero, madre, por favor, si tan sólo me...
—¡He dicho
El brazo de Uluye se balanceó y descendió con tanta rapidez que la muchacha no pudo esquivar el golpe, y volvió a caer sobre la arena, donde permaneció sollozando con amargura. Uluye la contempló con una mirada enfurecida, casi demente.
—¡No tengo ninguna hija! —exclamó, apretando los dientes con fuerza. Las venas y músculos del cuello se le con trajeron con violencia—. ¡La blasfema criatura traicionera que tengo ante mí no es hija mía!
Se dio la vuelta bruscamente, y las sacerdotisas más próximas a ella dieron un paso atrás ante la expresión pinta da en su rostro.
—Llevadlos a la ciudadela y ponedles vigilancia —espitó—. No les deis ni agua ni comida. Regresaré al templo y llevaré a cabo las ceremonias pertinentes para que la Dama Ancestral me dé a conocer su voluntad. Ella decretará su destino; la han ofendido, y será ella quien decida qué castigo imponer.
Obedeciendo su orden, dos de las sacerdotisas se adelantaron para levantar a Yima, mientras que otras dos se inclinaban para recoger el cuerpo inconsciente de Tiam. Pero, antes de que pudieran hacerse cargo de los dos jóvenes, se escuchó un repentino borboteo y agitación en el agua del lago. Las mujeres se irguieron con exclamaciones de asombro. Uluye, que se alejaba ya, giró en redondo, consternada, y todos los presentes pudieron ver el remolino formado cerca del centro del lago. Las aguas se alzaron, centelleando bajo la pálida luz matinal. Enormes ondulaciones empezaron a extenderse en círculo, creando olas, y de improviso un bulto surgió de entre el remolino y flotó hasta la orilla como vomitado por el lago.
Otras dos sacerdotisas corrieron hacia la orilla del lago, seguidas por muchas otras, pero Uluye permaneció inmóvil, contemplando con expresión rígida el objeto que se acercaba. El bulto llegó a la orilla y quedó varado, balanceándose con suavidad en los bajíos donde la arena descendía para encontrarse con el agua. Una de las mujeres se agachó... y el alarido de horror que surgió de su garganta rasgó violentamente el aire mientras retrocedía, cubriéndose el rostro con las manos.
El resto de las mujeres corrió a la orilla en tropel, y el vocerío organizado al ver por sí mismas el objeto pareció sacar a Uluye de su parálisis. Alcanzó la orilla del agua en siete largas zancadas, y los gritos y exhortaciones de las mujeres se apagaron cuando ella se abrió paso a codazos para mirar. Con los brazos entrelazados y los cabellos entremezclados, Shalune e Inuss yacían en la arenosa orilla
Una de las mujeres empezó a llorar; pena, dolor y miedo se mezclaban en su voz doliente. Muy despacio, Uluye empezó a retroceder, mientras las demás mujeres se apresuraban a apartarse para dejarle un pasillo. Alguien zarandeó por los hombros a la mujer que lloraba, y los sollozos se convirtieron en violentos hipos. Ningún otro sonido rompía el silencio.
Cuando se encontraba ya a unos cinco pasos de la orilla y de su macabro presente, los ojos de Uluye volvieron súbitamente a la realidad.
—Haced sonar los tambores —ordenó con voz mortalmente fría—. Quiero que todos los habitantes de todos los pueblos cercanos estén aquí cuando el sol se alce.
A pesar de su conmocionado estado, la sacerdotisa de rostro severo pareció estupefacta ante la orden. —¿Qué piensas hacer, Uluye? —inquirió inquieta. — La Dama Ancestral ha dado a conocer su voluntad —respondió ella sin alterar su terrible expresión—. Ha expulsado a Shalune y a Inuss de su reino y nos las ha devuelto para que se conviertan en
Uluye dio la espalda al lago, y sus siguientes palabras fueron pronunciadas con ritualista formalidad.
—Hay que convocar a la gente para que presencie los ritos adecuados a la ocasión. Empezaremos las ceremonias de purificación. Haremos ofrendas a la Dama Ancestral, y aplacaremos a los espíritus que la sirven según las costumbres sagradas. Al ponerse el sol la pecadora Yima y su amante morirán... y convocaremos a aquellos espíritus que no han merecido el favor de la Dama Ancestral para que se lleven sus cuerpos y devoren sus almas, do modo que también ellos se conviertan en
Yima se encontraba agachada sobre Tiam, intentando en vano despertarlo, pero, cuando Uluye pronunció la terrible sentencia, la muchacha se quedó inmóvil; luego, despacio, muy despacio, levantó la cabeza y clavó la mirada en la rígida figura de su madre con anonadada incredulidad.
—Madre..., madre, no...
Uluye la miró por encima del hombro, sin decir una palabra.
—No puedes... —Yima empezó a incorporarse; temblaba violentamente, y la consternación había dejado su rostro blanco como el papel—. Madre..., madre,
—Haced callar a esa muchacha —repuso Uluye con indiferencia—, y, si no quiere callar, cortadle la lengua. No tengo nada más que decir. La señora me ha comunicado sus órdenes, y se hará justicia en su nombre. —Agitó una mano en dirección al zigurat con gesto autoritario—. Haced sonar los tambores e iniciad los preparativos.
—¡No! —gritó Yima—. ¡Madre, no, no!
Pero Uluye cruzaba ya a grandes zancadas la plaza en dirección a la escalera.
Las mujeres la siguieron con la mirada, algunas con expresión entristecida, algunas con admiración, pero todas ellas asombradas por la implacable naturaleza de su líder.
Sólo
CAPÍTULO 17
El tiempo parecía no existir en el reino de los muertos. Puede que llevaran una hora navegando, o un día o un año, sin que nada indicara el transcurrir del viaje a excepción del tranquilo ritmo de la espadilla y el suave golpear de agua bajo la quilla del bote. La oscuridad las envolvía , como un manto de terciopelo negro, desdibujando las imágenes y amortiguando los sonidos. Un diminuto fuego de san Telmo, no más brillante que el apagado destello azul verdoso de una luciérnaga, ardía en la proa pero apenas si iluminaba; en una ocasión en que Índigo alzó una mano para mirársela, ésta apareció gris e insustancial, como la mano de un fantasma.
Ninguna de las dos había hablado desde el inicio del viaje. El bote navegó por el lago hasta que el leve destello de la piedra advirtió a Índigo que se acercaban a la otra orilla, y frente a ellas, apenas visible, apareció la boca de un túnel, abierta como las fauces de una bestia ciega. Al deslizarse bajo la arcada, el timbre del sonido del golpe del remo contra el agua varió de forma sutil y adquirió una resonancia hueca, y ahora, aunque percibía su presencia, Índigo apenas podía vislumbrar las interminables paredes que se deslizaban ante ellas en la oscuridad.
Se sentía excitada, nerviosa, y curiosamente reacia a volver la cabeza y mirar a la demacrada figura situada en la popa a su espalda. Experimentaba un temor irracional de que, si osaba mirar atrás, no vería el cadavérico rostro con su capucha de negros cabellos, sino otra cosa. Algo que, aunque no podía predecir su naturaleza, sería mucho, mucho peor.
Se quitó la idea de la cabeza con esfuerzo, pero la hormigueante inquietud permaneció, ya que le fue imposible deshacerse del miedo que acechaba en el interior de su mente. ¿Adónde conduciría este sorprendente viaje, y qué encontraría al llegar a su fin? Durante cincuenta años se había aferrado a la creencia de que Fenran estaba vivo y, tanto en sus sueños como en los extraños y efímeros momentos de realidad, había visto a su amor y hablaba con él a través del horrible abismo que los separaba. Fenran no pertenecía a este reino donde la muerte gobernaba suprema y la vida era un intruso, y, sin embargo, con sus enigmáticas palabras y por medio de una taimada manipulación mental, la Dama Ancestral había sembrado sin duda en su cerebro, el temor de que, a lo mejor, la muerte sí se lo había llevado y ahora residía aquí con la Señora de los Muertos, su siervo y prisionero para toda la eternidad.
Índigo todavía creía —y quería seguir creyendo— que era una mentira. Los demonios a los que se había enfrentado durante todos estos años de vagabundeo habían sido maestros en el arte de crear ilusiones, y esta criatura, este ser enigmático, diosa o monstruo o algo situado entre ambas categorías, era sin duda uno de tales manipuladores. Pero algo que la criatura le había dicho, una frase al azar, la obsesionaba: «Aunque lo que puedes encontrar si escoges viajar en mi compañía quizá te pondrá a prueba más allá de los límites de tu resistencia». Lo que significaban estas palabras, lo que insinuaban, Índigo no lo sabía; pero su recuerdo era como una lanza de hielo clavada en su corazón.
El bote siguió adelante, envuelto en la silenciosa oscuridad, e Índigo continuó debatiéndose entre sus revueltos y contradictorios pensamientos. Le era imposible escoger entre las atracciones gemelas de la esperanza y el temor, pues, se girara en la dirección que se girara, siempre aparecía el espectro de la duda para empañar su elección, duda que quedaba personificada en la criatura en cuyas manos se había puesto.
Volvió a pensar en Shalune e Inuss, y en el terrible destino al que las había condenado la Dama Ancestral. Expulsadas del otro mundo para convertirse en
«No quito la vida», había dicho la Dama Ancestral. «Me limité a reclamar lo que ya habían perdido.» ¿En qué forma habían perdido sus vidas? ¿Qué ley inmutable decretaba que debían aceptar —e incluso buscar— la muerte, y una vida futura mucho peor que la muerte, como castigo por lo que habían intentado hacer? Una fe ciega, y una aceptación ciega. «¿Cuál será la diferencia entre ser incapaz de morir y tener prohibido morir?» ¿Podría ser eso lo que la Dama Ancestral había querido decir? ¿Habían muerto las dos compañeras de Índigo porque no podían, o no querían, ver más allá de la rígida estructura mental de su culto, y era ésa la diferencia: la voluntad eclipsada por la obligación?
O por el terror...
De improviso, olvidada la anterior reluctancia, la cabeza de Índigo se volvió hacia atrás.
—¡Las engañaste! —siseó acusadora—. ¡Hiciste que creyeran que no tenían otro remedio que morir!
La Dama Ancestral seguía de pie e impasible en la popa del bote. No se había metamorfoseado en algo monstruoso y grotesco; sólo su piel parecía despedir un leve resplandor nacarado, una luminiscencia a la que el fuego de san Telmo otorgaba un tinte aterrador.
—¿A tus desdichadas amigas? —repuso con calma—. No. No tenía ningún interés en engañarlas. El engaño..., si es que hubo engaño, fue producto de algo menos evidente.
—¿Qué quieres decir?
—Nada que sea importante. No ha sido más que un comentario. —Sus cabellos se agitaron a pesar de no soplar brisa alguna, y la aureola plateada de sus ojos centelleó brevemente—. Deberías pensar en las pruebas que te aguardan, no en las de ellas.
Mientras hablaba, Índigo sintió cómo una mano se cerraba en torno a su brazo.
Lanzó un grito ahogado y se volvió al frente. No había nada. Sin embargo, todavía podía sentir la presión, y, a pesar de la tenue luz que lo iluminaba todo, la apenas perceptible marca de los dedos se destacaba con toda claridad sobre la piel.
Entonces, despacio, como una estrella siniestra haciendo su aparición a medida que el sol se ponía, un rostro se materializó en el aire, flotando sin cuerpo frente a la proa del bote a la distancia justa para que no se lo pudiera alcanzar con la mano. El rostro de una muchacha, joven pero enflaquecido por los estragos del sufrimiento y la enfermedad. La piel era tan pálida como la de la Dama Ancestral, y se había ido apergaminando sobre los huesos a medida que la carne que los cubría se resecaba. Los ojos, unos diminutos puntitos de luz en un mar de blanco inyectado en sangre, miraban a Índigo y, a través de ella, a un mundo indecible de pesadilla, y lo que en una ocasión había sido una nube de suaves y hermosos cabellos se desprendía ahora de su cuero cabelludo como lluvia torrencial.
Índigo quiso desviar la mirada, pero no pudo. La visión la tenía hipnotizada, y del pozo más profundo de su mente, de un lugar que durante más de cuarenta años había intentado mantener cerrado a cal y canto a la mente consciente, surgieron los recuerdos como un torrente asqueroso y contaminado.
Los labios de color ocre del fantasma se entreabrieron, mostrando una lengua ennegrecida, y una voz surgida de más allá de la tumba dijo:
—Tomad mi broche,
Una joven viuda, desconsolada, enferma desahuciada, ¡ cuya única esperanza era ahora la fría sombra de la muerte... ¿pero cómo se llamaba? Resonando en su cerebro, Índigo escuchó el sonido de la saeta al encajar en la ballesta, casi percibió los duros contornos del arma como una presencia física en sus manos. Madre bienhechora, ¿cómo se llamaba aquella pobre criatura?
Aspiró con fuerza, luchando por llenar de aire los pulmones.
—¡Haz que se vaya! ¡Échalo!
Índigo temblaba convulsivamente sin poder impedirlo. Todo aquel horror, dolor y locura experimentados hacía tanto tiempo... los había olvidado, curado la herida, para que ahora se la volvieran a abrir y la hicieran sangrar de nuevo.
De repente el eco de unas carcajadas revoloteó por el túnel, pasó junto al bote y se perdió en la distancia. Las voces de gentes que celebraban el inicio de la temporada de caza... e Índigo escuchó, mezclándose con ellas, los sones etéreos y distantes de un arpa. La música y las risas pasaron por su lado tan deprisa que no tuvo tiempo de reaccionar, ni de pronunciar los nombres que afluyeron a sus labios, nombres pertenecientes a una época y un lugar más felices. Se encontraba en tensión, levantada a medias del estrecho banco del bote y realizando un esfuerzo por captar los últimos débiles ecos, cuando, desde algún lugar frente a ella, otra voz, una voz nueva, pronuncio su nombre, —Índigo...
La muchacha volvió a dejarse caer en el banco, las piernas sin fuerza. Conocía esa voz. —Índigo...
Clavó los ojos en la oscuridad, pero nada se movía allí. No obstante, la voz le resultaba terriblemente familiar.
—Índigo. —Y luego, en una lengua que no era ni la suya ni la de la Isla Tenebrosa, continuó—: ¿No me recuerdas, Índigo?
Llena de angustia, se volvió hacia la Dama Ancestral, que seguía serena e imperturbable en la popa.
—¿Quién es? En nombre de la Madre, dime,
—Mira y observa. —Los negros labios sonrieron, pero sin sentimiento.
Índigo se volvió. Delante del bote había aparecido una fría luz blanca que caía oblicuamente sobre el agua corra un rayo de luna filtrándose por una ventana. Se desparramaba sobre las rocas circundantes, y la muchacha lanzó una exclamación ahogada, sintiendo un helado escalofrío por todo el cuerpo al ver que la pared del túnel, al igual que las paredes de la terrible catacumba que había recorrido en compañía de Shalune e Inuss, estaba llena de huesos de cientos, miles, un millón de cadáveres. Pero ni las espantosas cuencas vacías de sus calaveras, ni sus manos crispadas, ni sus esqueletos retorcidos y entremezclados fueron suficientes para impedir que su estupefacta mira da se clavara en lo que se encontraba en el centro del resplandor.
La luz brotaba de un nicho en la pared. El nicho tenía forma de arco, y era lo bastante grande para acomodar, si no a un hombre, al menos a una criatura. A medida que el bote se acercaba de forma inexorable, Índigo vio que realmente había una criatura allí: una niña de unos diez u once años, de cabellos dorados y piel de color miel, que sonreía y extendía unos brazos regordetes y suaves.
—Querida Índigo. —Oh, pero ahora sí que reconocía esta dulce vocecita; jamás la olvidaría—. ¿No recuerdas A tu beba mí?
Jessamin. La hija del Takhan, el ser más amado de la gran ciudad de Simhara, la novia-niña de Augon Hunnamek...
—¡No! —Índigo volvió la cabeza a un lado violenta mente—. ¡No, no pienso mirar... eso!
Detrás de la figura de Jessamin otra voz empezó a chillar, y una figura sinuosa se retorció bajo la nacarada luz, como algo apenas entrevisto a través del agua. Sin dejar de sonreír, sin dejar de extender los brazos, la pequeña y encantadora figura quedó atrás, y, mientras los chillidos se apagaban, la Dama Ancestral dijo: —¿De qué tienes miedo, Índigo? ¿Miedo? No, no era miedo; era repugnancia, repugnancia al ver a todos estos viejos recuerdos olvidados convertidos en una parodia de vida. Pero al parecer aún no se habían acabado los recuerdos, pues una nueva luz aparecía al frente, una nueva ventana en la negra pared. Este resplandor era más tenue y cálido, como el brillo de una lámpara cubierta y ardiendo a media luz, y las silenciosas e inmóviles calaveras que se amontonaban alrededor de la arcada resultaban una ilusión apenas entrevista. Pero el nicho mostraba una escena que estuvo a punto de arrancar un grito de dolor de la garganta de Índigo. Cuatro personas —dos hombres, una mujer y un muchacho— rodeaban un lecho en actitud afligida, mientras en la cama yacía otro hombre inmóvil y con el rostro blanco como el papel. Estaba muerto; Índigo sabía que estaba muerto, había visto este cadáver... pero también conocía a los otros. Muertos; todos muertos. ¿Cómo podían haber vuelto a la vida, para llorar a su pariente?
Uno de los que velaban al cadáver, un hombre de más edad que sus acompañantes, levantó la cabeza. Como si hubiera escuchado el suave chapoteo
—¿Por qué me muestras estas cosas? —inquirió con voz ronca.
Los blancos brazos continuaron con sus suaves movimientos, el remo se agitó en el agua. Por fin la figura se dignó responder.
—No te muestro nada. Ves tan sólo lo que cualquiera puede ver en mi reino... o en su propia mente.
—¡Pero esto no es verdad! Esa...,
La Dama Ancestral no se molestó en replicar a sus palabras, y, rezumando cólera, Índigo le dio la espalda una vez más
Entonces, de improviso, estuvo a punto de verse arrancada de su asiento cuando algo enorme e invisible atravesó el túnel como una exhalación, la golpeó y se alejó por la popa como un torbellino. Al pasar, la muchacha escuchó un grito de dolor, una voz de hombre, y, mezclada con ella, el último estertor de un mujer.
—¡No! Padre, madre...
Algo rió en la oscuridad delante de ella, y un humo acre se introdujo en su garganta y pulmones.
—¡No! ¡No, por favor! ¡No me la muestres, no me dejes verla!
—¡Anghara! ¡Mi muñequita, mi amorcito, mi princesita! —La voz, tan familiar, tan querida, temblaba de dolor y confusión mientras pronunciaba el antiguo nombre de Índigo, su auténtico nombre, aquel que había abandonado hacía ya tanto tiempo—. ¿Dónde estás, Anghara? ¡No te encuentro!
—Te busca, Índigo —dijo la Dama Ancestral con voz distante—. ¿Tienes demasiado miedo para contestarle?
—¿Dónde está mi amorcito? —gimió la voz, entrecortada por la emoción—. Ven a mí, querida; ven a mí, ¡te lo suplico! Oh, Madre todopoderosa; tráela de vuelta. Devuélvesela a Imyssa que tanto la quiere, y no volveré a dejar que se vaya. —
Imyssa, su niñera, protectora y mentora, extendió los marchitos brazos, y los ojillos, brillantes y tan oscuros como un petirrojo, brillaron como estrellas.
—¡Mi muñequita! ¡Mi dulce princesa, mi niña, mi pequeñina! ¿Oh, dónde estás?
Índigo se puso en pie, sin importarle el repentino y violento balanceo de la embarcación.
—Estoy aquí, Imyssa. Estoy aquí. ¡Estoy viva!
Los viejos ojos se movieron de un lado a otro, trasladando la mirada de aquí para allá.
—Sólo te pido que me la dejes ver una vez antes de queme reúna con la Madre. ¡Sólo dime que ella no murió! Sólo dime que...
—
Una horrorizada sensación de náuseas se apoderó de Índigo cuando ésta comprendió que la niñera no podía ni oírla ni verla, y se volvió enfurecida hacia la Dama Ancestral.
—En nombre de la Madre, ¿es que no tienes compasión? ¿Por qué la atormentas... y me atormentas a mí?
La negra figura sacudió la cabeza con aire solemne.
—Los mortales crean sus propios tormentos, Índigo; no soy yo quien se los inflijo.
La Dama Ancestral contempló la brillante aureola. El bote se encontraba muy próximo ahora, y su expresión adoptó un leve matiz de reflexivo interés, sin perder su aire de indiferencia.
—Se volvió loca antes de venir a mí. El dolor y el remordimiento son fuerzas muy poderosas, y jamás dejó de creer que podría haberte salvado. Al final, eso provocó la definitiva pérdida de su cordura.
El fantasma de Imyssa sollozaba en estos momentos, retorciendo las manos, y, a medida que el anillo de luz quedaba más cerca, Índigo pudo apreciar con un sobresalto la forma tan terrible en que había cambiado su vieja niñera antes de que la muerte la reclamara. La edad había pasado factura, sí; pero la profundidad de las arrugas de su rostro, y la negrura de los círculos bajo los ojos, delataban estragos mucho peores que los debidos al paso de los años, Índigo se desesperó; si tan sólo pudiera comunicarse con Imyssa, si pudiera hacerle ver, hacerle comprender...
—¡Imyssa! —Se encontraba todavía de pie en la proa, y se estiró al frente y hacia arriba en dirección al fantasma, intentando alcanzar las manos que se abrían y cerraban, retorciéndose dentro de la brillante aureola—. Imyssa, escúchame. Mírame.
La embarcación penetró en el óvalo de luz. El resplandor se desparramó por el rostro y manos de Índigo, hasta alcanzar la impasible figura de la Dama Ancestral, Índigo sintió un ligerísimo cosquilleo cuando por un momento casi — aunque no del todo— consiguió tocar los nudosos dedos de la niñera, y el fantasma de Imyssa flotó a través de ella, la dejó atrás y, sin dejar de sollozar, desapareció.
La muchacha empezó a temblar. Brazos y piernas se agitaban como víctima de una perlesía; todo su cuerpo se estremecía con un deseo de llorar o gritar o encolerizarse... No sabía cuál de estas cosas, pero tampoco importaba, ya que no podía expresar sus sentimientos; carecía del poder para liberarlos. Volvió a dejarse caer sobre el banco, intentando recuperar el control de sí misma. Pero también eso era imposible, pues su cerebro estaba en tensión como un gato en una trampa, aguardando que la siguiente visión emergiera de la oscuridad que tenía delante, y temiendo lo que pudiera ver.
El bote siguió adelante, y se produjo un silencio roto tan sólo por el ininterrumpido ritmo de su avance. Los sentidos de Índigo se encontraban ahora sujetos al máximo de tensión, y ésta fue empeorando hasta casi no poder soportar la ansiedad por lo que pudiera aparecer. Por fin no pudo aguantar más. Volvió la cabeza, la mirada llena de rabia y de dolor, y contempló a la Dama Ancestral.
—¿Ha sido eso todo tu desafío, señora? —inquirió furiosa—. ¿Debo entender que ya no puedes realizar nada más terrible?
—No. —La tranquila expresión de la figura no se alteró lo más mínimo—. No he hecho nada. Sencillamente has visto un poco de tu propio pasado, Índigo, y eso acabó ya, de modo que carece de importancia. El demonio se encuentra delante de ti... si puedes encontrarlo. ¿Sigues dispuesta a continuar con tu búsqueda por esta ruta?
Los estremecimientos y temblores de Índigo empezaban a disminuir; sin nuevas apariciones para atormentarla, comenzaba a recuperar el dominio de sí misma.
—Sí —contesto, apretando los dientes con fuerza.
Se escuchó un crujido, como el de seda vieja agitándose, y el ritmo de la espadilla se alteró ligeramente.
—Muy bien —dijo la Dama Ancestral sin la menor emoción en la voz—. En ese caso lo que debe hacerse se hará. Y, cuando haya finalizado y hayas admitido la derrota, confío en que recuerdes que las consecuencias las elegiste tú misma.
El remo se hundió más profundamente de improviso. El bote viró con violencia, cambiando de dirección, e Índigo se vio lanzada con fuerza a un lado. Se incorporó con cierta dificultad, con un juramento en los labios, y se quedó como paralizada al ver que una forma más oscura que el agua surgía de las tinieblas que tenía enfrente. Era una lengua de tierra, aunque no podía decir si se trataba de una isla pequeña o una península de una masa de tierra mayor. Un resplandor translúcido mostraba el lugar donde la corriente chocaba contra una pequeña playa de esquisto, y el río del otro mundo se dividía en dos canales estrechos al pasar junto a la llana masa de tierra.
La embarcación se encaminó hacia la playa y encalló en ella, Índigo miró más allá de la débil luz de la proa. El terreno que se extendía ante ella apenas si se alzaba unos centímetros por encima del agua. Estaba pelado, yermo, sin que se apreciara ni tan siquiera una brizna de hierba; no se movía nada allí, e Índigo se volvió para mirar de nuevo a la negra figura.
—¿Quieres que baje?
Una tenue sombra cruzó el cadavérico rostro de la Dama Ancestral al inclinar ésta la cabeza.
—Sí. Ya no podemos seguir viajando juntas por el agua.
Índigo se levantó y saltó por encima de la borda. El esquisto era frío y cortante al contacto con sus pies; avanzó unos cinco pasos playa arriba antes de que el rumor del agua al removerse la hiciera darse la vuelta.
La Dama Ancestral había utilizado el largo remo para desencallar la embarcación, que ahora se alejaba lentamente de la playa. La mujer seguía de pie en la popa, la cabeza vuelta hacia ella.
—Ha llegado el momento de que te deje —anunció—. A partir de ahora deberás enfrentarte a tus pruebas sola.
Índigo miró por encima del hombro la negra extensión de terreno que tenía a su espalda.
—¿Cuánto tiempo he de permanecer aquí?
—Oh, tu viaje ha terminado. —Los negros labios se curvaron en una leve sonrisa burlona—. Lo que viene ahora, vendrá a ti sin que tengas que buscarlo. Y, cuando venga y le hayas dado un nombre, entonces me llamarás y yo responderé.
La alta figura se inclinó hacia la proa y arrancó el fuego de san Telmo del lugar al que estaba sujeto.
—Mi regalo de despedida —dijo, al tiempo que arrojaba la luz en dirección a Índigo, la cual fue a caer sobre el esquisto a sus pies—. Cuídala bien, porque no durará mucho. Adiós, oráculo mío..., por el momento. Espero que estés lista para lo que te espera ahora.
Mientras Índigo se agachaba para recoger la luz, el bote empezó a alejarse. El remo se hundió rítmicamente y su paso por el agua resonó con un ruido hueco y monótono. Luego las tinieblas lo envolvieron, e Índigo se quedó sola.
CAPÍTULO 18
El sonido de los tambores que enviaban el mensaje de Uluye a los poblados era diferente de cualquier cosa que
Abajo, en la orilla, se desarrollaba una actividad diferente. Otras nueve sacerdotisas habían salido de la ciudadela, cada una con una antorcha y cada una con el rostro pintado precipitadamente con sigilos grotescos; iban llenas de amuletos y fetiches, y su jefa llevaba cuatro largas estacas. Tras hundir las estacas en el blando suelo del extremo más alejado de la plaza para formar un cuadrado, y sin dejar de entonar agudos cánticos, las mujeres empezaron a depositar nuevos amuletos formando un dibujo ritual alrededor del perímetro del cuadrado. Sujetaron cuatro de las antorchas a las estacas, cuyas llamas oscilaban como pálidos andrajos bajo la poderosa luz del sol, y, cuando hubieron terminado, las mujeres sacaron de las bolsas que colgaban de sus cinturas puñados de arena negra y de pequeños guijarros oscuros y señalaron un estrecho sendero que discurría desde el cuadrado, cruzando el sendero del lago, hasta el límite del bosque.
Luego, satisfechas al parecer con su trabajo, se dieron la vuelta como una sola y se encaminaron despacio y con clara desgana al lugar donde se encontraban los cuerpos de Shalune e Inuss junto a la orilla. Nadie se había atrevido a tocar los cadáveres; condenados y expulsados, en estos momentos eran legítima presa de los
Las mujeres de los tambores, que seguían golpeando con una energía inexorable y frenética, volvieron las cabezas para no mirar cuando cuatro de las mujeres que habían marcado el cuadrado levantaron los cuerpos de Shalune e Inuss. Las mujeres restantes iniciaron entonces una serie de sonoras lamentaciones y, agitando sistros en dirección a los cadáveres, arrojaron más puñados de arena sobre ellos, tras lo cual las cuatro mujeres los condujeron apresuradamente hasta el cuadrado y los colocaron en el centro, los cuerpos cruzados el uno sobre el otro formando ángulos rectos. Hecho esto, con los cánticos y los repiqueteos resonando aún con toda su potencia, las cuatro mujeres que habían trasladado los cadáveres corrieron hasta el lago y se arrojaron al agua de la orilla mientras sus compañeras arrojaban más agua sobre ellas para ayudarlas a eliminar la mácula dejada por las criaturas impías que acababan de tocar.
Había estado esperando a Uluye; la Suma Sacerdotisa no había vuelto a salir de la ciudadela, y, cuando la loba intentó subir la escalera en su busca, dos guardianas le cortaron el paso amenazándola con sus lanzas y se negaron a dejarla pasar. Comprendió entonces que también ella se había convertido en un paria a los ojos de las mujeres. Creían que Índigo las había traicionado, de modo que
De improviso escuchó el sonido de voces en lo alto y, a los pocos momentos, el golpear de varios pares de pies en la escalera. Salió corriendo de su refugio, levantó la cabeza, y vio que la Suma Sacerdotisa regresaba.
Uluye iba vestida de rojo de la cabeza a los pies: un rojo profundo y riguroso que la luz del sol convenía en sanguinolento. Llevaba la cabeza descubierta, y la larga melena negra suelta, impregnada de aceite y balanceándose como cuerdas alquitranadas sobre su pecho. Lo grotesco de su aspecto se veía aumentado por el rostro, pintado de modo que representara una máscara inhumana: ojos terriblemente exagerados, los labios una gruesa línea roja, trazos irregulares de diferentes colores irradiando de la nariz para atravesar luego las mejillas.
Tres mujeres enmascaradas descendían apresuradamente detrás de ella, sosteniendo una colección de utensilios cuyo propósito
La fantasmal procesión llegó al final de la escalera, y Uluye penetró en la arena.
—
Uluye se detuvo en seco; a su espalda, el siseante cántico cesó bruscamente mientras sus tres acompañantes contemplaban a la loba estupefactas. Luego, con tal rapidez que cogió a
—
Escupió la palabra como si se tratara de una maldición o de un grito de combate, y la tralla del mayal cayó sobre la loba.
—
Las ayudantes recuperaron el control de sí mismas, y las cuatro avanzaron sobre
—¡No soy ningún demonio! ¡Escuchad, deeebéis escuchar! Índigo esta...
No pudo seguir. Uluye volvía a empuñar el mayal, y abatió el cincelado mango con todas sus fuerzas contra la cabeza de la loba.
Uluye bajó los ojos para contemplar la jadeante figura convulsionada.
—Atad las patas de esta criatura y amordazadle la boca —espetó; respiraba de forma entrecortada y con un gran esfuerzo. —¿No deberíamos matarla, Uluye? —inquirió una de las ayudantes.
—Aún no. Es el espíritu familiar de nuestro falso oráculo; puede que la Dama Ancestral desee que se lo sacrifique en la forma adecuada. De todos modos ocupaos de que no pueda emitir ningún sonido.
—Un animal que
—¡No quiero oír hablar de presagio! —exclamó Uluye revolviéndose contra ella presa de cólera—. ¡Obedéceme, y no se te ocurra poner en duda mis deseos!
—¡No quiero volver a oír nada más sobre tu querida Índigo! —siseó, acercando los labios a la oreja de la loba—. La Dama Ancestral la tiene ahora, y ya se ocupará de ella a su manera. —La repugnante boca pintada se distendió en una mueca desagradable—. Tú me has mostrado la verdad, mutante. Tú me has mostrado que nuestro oráculo es un falso oráculo, un demonio enviado para engañarme y confabularse con los blasfemos en contra de mi ley. Te diré algo: no se puede jugar con la Dama Ancestral, ni tampoco con su Suma Sacerdotisa y leal servidora. Te he desenmascarado a ti y a tu diabólica señora. ¡Habéis fracasado!
Se irguió con un brusco movimiento, dio media vuelta y se alejó por la plaza a grandes zancadas. Incapaz de moverse o de mostrar la menor reacción,
Uluye podría haber ordenado su muerte, pero no lo había hecho. El deseo más apremiante de la sacerdotisa fue hacer callar a
Sin embargo, al mismo tiempo, ese miedo fue el que contuvo la mano de Uluye y no la dejó correr el riesgo de ordenar matar a
Uluye avanzó en dirección a la roca plana situada en el centro de la plaza. Las mujeres que se habían ocupado de Shalune e Inuss habían regresado a la ciudadela; sólo quedaban las mujeres que golpeaban los tambores, martilleando sin pausa su inexorable mensaje. Al llegar a la roca se detuvo y miró a sus ayudantes.
—Retiraos.
La orden quedó ahogada por el ruido de los tambores, pero el salvaje gesto de despedida que la acompañó fue más que suficiente. Las mujeres se alejaron, y Uluye se subió a la piedra, desde donde, sin prestar atención a las sudorosas percusionistas, clavó la vista en el lago.
Por primera vez en su vida, empezaba a dudar de su competencia para interpretar la voluntad de su diosa; y esto, para Uluye, resultaba una perspectiva aterradora. ¿Qué quería de ella la Dama Ancestral? Algunas cosas quedaban muy claras: la traición de Shalune e Inuss había quedado al descubierto, y la diosa había dado una orden clara sobre su destino final al enviar sus cuerpos empapados a la superficie desde las profundidades del lago. ¿Y... Yima? No, pensó Uluye mientras la cólera, el dolor y la confusión la atravesaban, no estaba dispuesta a permitirse dar más vueltas a aquello. No podía existir la menor duda sobre el destino de Yima...,
Pero ¿sería eso suficiente? Uluye se sentía asaltada por la incertidumbre y la contradicción. Dominando todos sus sentimientos existía un enraizado terror de que la Dama Ancestral la estuviera poniendo a prueba, o castigándola, al rodearla de señales contradictorias. Y en el fondo de todo esto se encontraba Índigo.
Uluye había creído realmente que su diosa había autorizado la entronización de la muchacha como nuevo oráculo del culto. Todas las señales fueron las correctas, todos los presagios se cumplieron; no existió el menor motivo para dudar que Índigo fuera el avatar escogido por la diosa, y, por más que se estrujaba el cerebro en busca de respuesta, no se le ocurría cómo habría podido falsificar Shalune los signos y engañarla. Incluso esa criatura llamada
A pesar del bochornoso y opresivo calor, Uluye se estremeció. ¿En qué manera podía haber ofendido a la señora? ¿Cómo podía haber blasfemado? ¿Sería quizá que había pecado al escoger a su propia hija como su sucesora? No, se dijo;
En ese caso, ¿qué otra cosa podía haber hecho Uluye para provocar el desagrado de la señora? ¿O se trataría de una prueba sobre su valía, sobre su aptitud para mandar..., sobre su poder? Shalune quiso usurpar ese poder y colocar a alguien de su sangre en el lugar de la candidata; pero en estos momentos Shalune y su cómplice estaban muertas y la Dama Ancestral las había condenado a convertirse en
Un raro sonido desagradable brotó sin querer de su garganta. Sus ayudantes, que la esperaban a unos pocos metros de distancia de la roca, no lo escucharon; incluso un potente alarido habría quedado ahogado por el tronar de los tambores de llamada. Uluye recuperó el control sobre sí misma al momento, y aplastó sin piedad los sentimientos de su interior, sofocando el sollozo, eliminándolo, y eliminando la oleada de terrible desdicha que por un instante había amenazado con atenazarla.
Ya no podía tener duda. Se haría la voluntad de la Dama Ancestral, y ella demostraría su fidelidad, su amor y su obediencia. Sería su mano la que empuñaría la daga que derramaría la sangre de Yima, y ella misma celebraría la ceremonia que prepararía el cadáver de Yima para los
Un movimiento en la periferia de su campo de visión la devolvió bruscamente al momento actual. Volvió la cabeza y descubrió que una de sus ayudantes se había acercado a la roca e intentaba con timidez llamar su atención. Uluye enarcó las cejas en gesto de interrogación,
Se veía movimiento allí, hojas que se agitaban, figuras apenas entrevistas moviéndose por entre los árboles. Por fin, un grupito de personas hizo su aparición; se quedaron de pie en el sendero sin saber muy bien qué hacía, las miradas puestas en la plaza y en el zigurat que se alzaba tras ella.
Uluye sonrió con frialdad. Desde la distancia a que si encontraba, no podía reconocer a los recién llegados, pero sabía que debían provenir del pueblo más cercano. Los contó por encima rápidamente. Muy bien; habían respondí do a la llamada en masa, al parecer, y eso mostraba que sentían el debido respeto y temor por las sacerdotisas de la diosa. Pronto los seguirían otros.
Hizo una señal a las mujeres que tocaban los tambores, y el atronador golpeteo cesó al instante. El silencio resultó espantoso en contraste con el ruido anterior, y casi tan ensordecedor como lo había sido el rugir de los tambo res. Cuando los últimos ecos se desvanecieron, Uluye escuchó la respuesta de otros tambores a lo lejos, en las profundidades del bosque. Estupendo, pensó;
Era hora de dar comienzo a las primeras ceremonias...
CAPÍTULO 19
Quince pasos, Índigo los había contado tantas veces, comprobándolo y volviéndolo a comprobar, que tenía la ; impresión de que aquel número estaba grabado en su cerebro. Quince pasos de un extremo de esta miserable punta de roca al otro, y apenas siete a lo ancho. Y, entre tan limitados confines, ni un montecillo, ni una grieta, ni el más mínimo rasgo distintivo.
Se encontraba ahora sentada en la pendiente de esquisto con las rodillas dobladas hacia arriba sosteniendo la barbilla y el agua lamiendo el suelo a pocos centímetros de sus pies. El agua era tan oscura, tan silenciosa y aceitosa que daba la impresión de podredumbre, y no estaba dispuesta a tocarla siquiera. Así pues, sin una dirección que poder tomar, nada podía hacer excepto esperar e intentar controlar la impotente y fútil pero salvaje cólera que hervía en su interior.
Se había maldecido por estúpida más de cincuenta veces. Había permitido que la Dama Ancestral la hiciera bailar a su lúgubre son a través de este laberinto, convencida de que al final hallaría la luz, pero, en lugar de ello, su guía la había abandonado en este..., este... Índigo sacudió la cabeza con fuerza al no encontrar palabras lo bastante repugnantes como para describir el lugar. No podía ni imaginar cuál había sido el propósito de la Dama Ancestral al traerla aquí, pero a cada minuto que pasaba se sentía más convencida de que la había engañado. «Lo que viene ahora, vendrá a ti sin que tengas necesidad de buscarlo, había dicho la figura. ¿Cuánto tiempo había transcurrido ya? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más? Sin embargo, todavía no había otra cosa que la lóbrega oscuridad y el silencio y la sensación de que nada sucedería aquí, porque nada
—...
Índigo dio un respingo cuando el débil eco pareció susurrar la palabra a su espalda. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta, y sintió un escalofrío, no gustándole el tono inerte y mezquino que el oscuro túnel daba a su voz. Mientras el escalofrío desaparecía, echó una mirada a su lado, donde el fuego de san Telmo se encontraba encajado en los guijarros. Su débil resplandor de luciérnaga seguía derramándose sobre las piedras, pero . Índigo le dio la impresión de que era más tenue que mi ñutos antes. La Dama Ancestral le había advertido, burlona, que la luz no duraría indefinidamente, y se preguntó cuánto tiempo más seguiría brillando. La idea de quedar en una total oscuridad sin tan siquiera esta chispa de consuelo resultaba desalentadora, e Índigo tomó con sumo cuidado la luz y la sostuvo en la palma de una mano. No se parecía a nada que hubiera visto antes; era simplemente una esfera de algo parecido a cristal verdoso de apenas tres centímetros de ancho, suave y fría al tacto. La luz que desprendía no tenía un origen visible, y nada parecía afectarla ni en un sentido ni en otro.
El cristal parpadeó de improviso, como una vela atrapada en una corriente de aire, por lo que Índigo se apresuró a depositarlo otra vez en el suelo. Lo observó con atención durante un rato, pero no volvió a parpadear, de modo que finalmente suspiró y reemprendió la contemplación de las oscuras aguas. Sin duda,
—...
Esta vez dio un violento respingo, ya que el susurrante eco había sonado mucho más cerca. Diosa querida, pensó, debía de estar empezando a perder la razón si se dedicaba a hablar en voz alta sin darse cuenta. —...
Fue una exclamación y una protesta a la vez, e Índigo se puso precipitadamente en pie, el corazón latiéndole con violencia. Esta vez
Juró en voz alta al tiempo que giraba en redondo, intentando ver en la oscuridad. Apenas si pudo entrever la leve curva del islote y el tenue brillo fosforescente de la superficie del río algo más allá. No se movía nada en la roca.
Índigo se pasó la lengua por los labios. El primer instinto fue gritar, desafiar a la voz, pero la contuvo una desagradable convicción de que eso podría provocar una respuesta para la que no estaba preparada. Deseó que su cuchillo se encontrara en su mano, en lugar de haberse quedado junto con sus otras pertenencias en la cueva del oráculo de la ciudadela. Mejor aún, la ballesta y una buena provisión de saetas... aunque cómo podría defenderse de un asaltante invisible era una pregunta que no se molestó en responder. Durante un minuto, puede que dos, permaneció inmóvil, escudriñando la roca, pendiente del menor sonido. Nada; y empezó a preguntarse si no lo habría imaginado. Quizá si cogiera el fuego de san Telmo y explorara con él la roca otra vez... —...
—¿Quién eres? —aulló Índigo— ¡Muéstrate! Los ecos de su voz rebotaron tumultuosamente en las paredes del túnel, para luego desvanecerse. No obtuvo respuesta.
—Maldita sea...
Índigo se agachó, agarró la pequeña esfera de luz y la sostuvo frente a ella con el brazo extendido. Por un instante un chorro de fría luz procedente de la diminuta esfera le iluminó la mano..., y entonces el fuego de Santelmo parpadeó, perdió intensidad, volvió a parpadear y se apagó, dejándola sumida en una total oscuridad.
Se mordió las comisuras de los labios para reprimir el grito que intentaba brotar de su garganta. Se trataba de un sobresalto momentáneo, nada más; no había de qué estar asustada...
—...
Había sonado a su espalda; giró en redondo, pero todo lo que pudo ver fue el débil resplandor nacarado del agua.
—...
Su respiración se aceleró hasta convertirse en un áspero sonido en su garganta, pero esta vez su voz estaba bajo control.
—¿Qué eres? Te lo vuelvo a decir: ¡muéstrate!
—...
Se trataba de una voz
Aspiró el malsano aire, llenándose de él los pulmones, y cerró la mano con fuerza alrededor de la extinguida esfera de luz.
—No te veo. Te oigo, pero no te veo.
La voz volvió a responder, a su espalda, desde la roca desnuda del islote:
—
La muchacha cerró los ojos con fuerza y siseó una oración por entre los apretados dientes.
—¡Madre todopoderosa, si puedes oírme, si tienes piedad de mí, ayúdame ahora! ¡Muéstrame qué he de hacer!
Si la Madre Tierra la escuchó, no le contestó. Y la monótona vocecilla volvió a hablarle, ahora desde otro lugar.
—...
Se escuchó un nuevo sonido, un leve crujir y tintinear, y parecía emanar de todo lo que la rodeaba, Índigo parpadeó en un esfuerzo desesperado por obligar a sus ojos a atravesar la oscuridad, pero fue inútil. No había luz, no había nada.
—...
Los crujidos sonaron con más fuerza. De repente se produjo un movimiento en la oscuridad; tuvo una lenta, ciega sensación de algo que se movía a ambos lados de ella, masilla del islote, más allá de las deslizantes aguas.
E Índigo recordó lo que se encontraba enterrado en las paredes de este túnel.
De improviso, sin avisar, la esfera de luz de su mano volvió a encenderse. Lanzó un grito de sorpresa al ver que un brillante resplandor blanco surgía de entre sus dedos, e involuntariamente arrojó la esfera lejos de ella. El cristal rebotó sobre la piedra, rodó, y fue a detenerse en la cima del suave desnivel de esquisto, no un apagado gusano de luz ahora, sino una diminuta estrella reluciente que . arrojaba haces de luz y sombra por todo el islote.
Las paredes del túnel se movían. Toda su superficie parecía haber cobrado vida, moviéndose y agitándose. Pedazos de arcilla, liberados por el cataclismo, se desplomaban en el agua como diminutas avalanchas, y en los agujeros y cicatrices resultantes se veían movimientos convulsos y un apagado brillo de huesos marrones, húmedos, vagamente fosforescentes. A la fría luz del fuego de
san Telmo, Índigo vio cómo las peladas calaveras surgían de las paredes que las habían mantenido aprisionadas; en el fondo de las cuencas de los ojos brillaba una débil luz como de brasas mortecinas, y el primer destello de una inteligencia vacía y aterradora.
Horrorizada, sintiendo que iba a vomitar en cualquier momento, Índigo empezó a retroceder instintivamente antes de darse cuenta con un escalofrío de que no había ningún sitio al que pudiera retroceder. Los cadáveres vueltos a la vida la rodeaban por todas partes; se encontraba atrapada entre sus filas, y ni tan sólo el río, si se hubiera atrevido a introducirse en él, ofrecía escapatoria, pues también se encontraban allí, en las paredes que lo flanqueaban; y, si penetraba en el río y ellos abandonaban las paredes y caían al agua, entonces estarían allí, con ella y... —¡No, oh, no!
Se llevó las manos a la cabeza, retorciéndose de un lado a otro en frenética negación a la vez que intentaba no escuchar los terribles crujidos que ahora parecían llenar el túnel, salpicados de furtivos chapoteos producidos por nuevos pedazos de arcilla que caían al río. Deseaba cerrar los ojos también, no tener que contemplar este horror, pensó la idea de no ver, de no saber lo que sucedía, resultaba más aterradora aún.
—¡Regresad, regresad! —La voz se le quebró por los nervios—.
—...
—No...
—...
Conteniendo las náuseas, Índigo intentó coger la esfera de luz, su único bastión contra los horrores que se arras traban a su alrededor. Pero, cuando cerró la mano sobre ella, se vio obligada a dar un salto atrás con un grito de dolor: la diminuta esfera ardía. Jadeante, se retorció los dedos chamuscados; luego, a medida que recuperaba la respiración y el dolor disminuía hasta convertirse en fuertes punzadas, se dio cuenta de que este pequeño incidente la acababa de salvar de caer en un pánico total. El sobresalto producido por algo tan corriente como hacerse daño había desviado la atención de sus sentidos por un instante, y su cerebro había aprovechado la oportunidad para reafirmar un cierto autocontrol. Agachada sobre el esquisto, con el fuego de san Telmo brillando a su lado y la mano dolorida cerrada con fuerza, paseó la mirada rápidamente de un lado a otro, conteniendo el terror, conteniendo la sensación de náusea y repugnancia.
—No tengo miedo. —Pronunció las palabras como en una letanía—. No tengo miedo.
—...
Dulce Diosa, veía cómo se movían aquellas mandíbulas destrozadas...
—No tengo miedo. No podéis hacerme nada.
—...
Una pausa, un momentáneo silencio; luego, como si lentamente las voces aprendieran —o volvieran a aprender un modo más claro de expresarse, le llegó un suave y sibilante coro que la dejó helada.
—;...
Índigo sintió que se le contraía el estómago y jadeó, sin aire. Por primera vez comprendía la terrible aflicción que expresaba el coro de voces, y su terror quedó súbitamente eclipsado por una horrorizada piedad. Muy despacio, se puso en pie, con el corazón latiéndole enloquecido, y miró a su alrededor.
—¿Qué es lo que queréis? —gritó— ¿Qué es lo que creéis que puedo hacer?
La respuesta le llegó con una horrible y hueca ansiedad e impaciencia.
—...
—No puedo liberaros. No tengo ese poder.
—...
—¡No puedo! No soy una diosa.
—...
Había un repentino nerviosismo en las respuestas, y no sabía si las voces confirmaban o negaban sus palabras. Entonces, mientras el coro de voces se apagaba, un solitario susurro flotó sobre las oscuras aguas.
—...
Dos diminutas estrellas relucientes llamearon en la oscuridad fuera del alcance del fuego de san Telmo. A Índigo se le puso la carne de gallina.
—¿Miedo? —Su voz era indecisa, temblorosa casi—. ¿De qué tenéis miedo? ¿Qué podéis temer?
Se escuchó un siseo, como si un millar de serpientes hubieran hecho acto de presencia en el túnel. En un principio Índigo pensó que se trataba de un sonido incoherente, pero luego se dio cuenta de que las voces repetían una palabra, una única palabra, una y otra
—...
El corazón de Índigo retumbaba contra sus costillas.
Creía empezar a comprender lo que las voces querían decir, y de repente algunas de las enigmáticas y aparentemente insensibles palabras de la Dama Ancestral empezaron a encajar y a conformar un todo coherente. «Nosotros somos ella, ella es nosotros. El tiene miedo, nosotros tenemos miedo.» Oh, sí, pensó Índigo; oh, sí...
—¿A qué tenéis miedo? —gritó a los inquietos y agitados cadáveres aprisionados entre las paredes—. Decidme su nombre y su naturaleza.
Al instante cesó todo sonido. El silencio cayó sobre el islote como un sudario; incluso el río dejó de realizar sus leves chapoteos, Índigo arrastró un pie sobre el esquisto, rompiendo el abrumador silencio; pero las voces siguieron sin responder.
—Decidme —repitió.
Algo empezaba a agitarse en su interior, una nueva energía que emanaba de un punto que no podía definir pero que la llenaba de repentina seguridad. Poder, pensó. El poder para vencer a un demonio...
Su voz resonó por el túnel como un repiqueteo de campanas.
—¡Os lo ordeno, y no me lo podéis negar!
Un sonoro gemido agudo y borboteante se expandió por la oscuridad, para desvanecerse en un sollozante quejido. Luego se dejó oír un solitario susurro, una única palabra:
—...
Índigo bajó la mirada a la playa sobre la que se encontraba y se quedó muy quieta mientras el murmullo se apagaba y el silencio volvía a hacer acto de presencia. Permaneció inmóvil durante un buen rato, y la atmósfera se volvió tensa, como la sofocante y silenciosa hora de espera que precede a la tormenta. Entonces, sin mirar, sin levantar siquiera la cabeza, Índigo dijo:
—Ahora sé la verdad, señora. Muéstrate.
Se escucharon una serie de chapoteos provenientes de algún punto fuera del haz de luz de la esfera, el crujido de un remo al moverse en el tolete y remover el agua, y el bote surgió lentamente de las tinieblas, con la Dama Ancestral recortándose en la popa. Tan sólo la plateada aureola de sus ojos brillaba, fría y nacarada. Y la embarcación transportaba tres pasajeros, Índigo los percibió antes incluso de levantar la cabeza y, cuando la irguió, no experimentó sorpresa, ni la fría punzada del miedo. Sentado en la proa del bote, un lobo de pelaje leonado y con sus propios ojos de color Índigo la contemplaba con fijeza. Ella le sostuvo la mirada unos segundos; luego sus ojos se deslizaron hacia las dos figuras humanas alineadas sobre el banco situado entre el animal y la Dama Ancestral. La criatura de cabellos y ojos plateados le sonrió, mostrando sus menudos y afilados dientes de felino; su expresión era perversa. Junto a ella, el escultural ser cuyos cabellos tenían el color de la tierra fértil y que se cubría con una capa de hojas verdes y rojas le sonrió también; con dulzura y tristeza a la vez, y con un aire de cierta complicidad.
Animal, demonio y avatar. Pero ella, se dijo Índigo, ella era más que eso...
Miró más allá de ellos, a los relucientes ojillos de la Dama Ancestral, y dijo:
—No, señora. No los temo ni a ellos ni a lo que significan. Pero me parece que
—¡Ah! —exclamó la figura, repentinamente alerta—. Así que has aprendido algo durante tu estancia. —Pero su voz carecía de convicción; había cierta inquietud en ella.
—Sí —respondió Índigo—. Y estos... invitados... que vienes a mostrarme no están bajo tu control. Son míos.
Señaló a Némesis. Se produjo una momentánea deformación de sus percepciones, una ondulación del tiempo y del espacio, y por un instante vio mentalmente una torre que se resquebrajaba y ardía, y el recuerdo le devolvió el sonido del alarido triunfal de una monstruosa risa de niño. Némesis se desvaneció, Índigo volvió a señalar con la mano. Una habitación fría y vacía en Carn Caille, y una muchacha sacudida por las angustias de la pena, con los ojos levantados hacia la resplandeciente criatura que decía hablar en nombre de la Madre Tierra y se erguía ante ella para juzgarla. Cuando volvió a mirar en dirección al bote, solamente quedaba el lobo de ojos de color Índigo.
Entonces el lobo desapareció también, y la Dama Ancestral quedó sola en la embarcación.
—No tienen poder sobre mí —anunció Índigo—. Más bien, soy yo quien tiene poder sobre ellos. Y eso es lo que temes por encima de todo, ¿no es así? Un poder que quizá pueda resultar mayor que el tuyo. Es por eso que has sucumbido a ese mismo demonio que has procurado utilizar para tus propios fines. Lo has utilizado como arma, pero a la vez se ha alimentado de ti y se ha fortaleció gracias a tus propias debilidades.
Del bote surgió una áspera carcajada.
—¡No sabes
—¡Oh, pero sí que sé! —Una vez más, Índigo había percibido la duda que se ocultaba bajo la brusca respuesta de la Dama Ancestral, y le dedicó una sonrisa nada agradable—. Sé más de ti de lo que puedas imaginar, señora. Sé que has creado este mundo de los muertos a su alrededor como un escudo, como un caparazón en el que puedes ocultarte. Sé que has forjado los horrores que aparecen en las pesadillas de tus adoradores, y que los envías a merodear por el mundo de los vivos para que los tuyos corran a aplacarte y hacerte ofrendas con la esperanza de esquivar tu cólera. Tienes sus vidas en tus manos y, mediante los oráculos, haces que bailen, canten, lloren y se humillen... ¡y haces que
Otra débil carcajada resonó en el túnel, y fue contestada por renovados crujidos y arañazos procedentes de las paredes.
—Pero yo no quito la vida, Índigo. Eso es algo que ya sabes.
—No he afirmado que quites la vida —volvió a sonreír Índigo—. He dicho que
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La Dama Ancestral no respondió y, al cabo de unos segundos, Índigo volvió a hablar.
—¿Te crearon ellos? ¿Es ésa la verdad? ¿No eres más que una invención de tus adoradores humanos?
—
Sí, se dijo Índigo; hasta ahí era cierto. Esta criatura era mucho más que un ente sacado de la nada, más que una cáscara creada por el poder de la voluntad humana.
«Nosotros somos ella. Ella es nosotros.» Y sus sirvientes, estos sirvientes cuyos huesos formaban las paredes de sus dominios —estos y todos los innumerables otros cuyas almas se habían ido a reunir con ella durante los siglos, hasta que no hubo la menor diferencia entre ellos—, temían a la muerte más que a nada. En apariencia parecía una paradoja estúpida, pero la muerte podía adoptar muchas formas. Muerte del cuerpo, muerte de la mente o del corazón... o muerte de la vida misma. Y ahí estaba el quid de la cuestión.
—¿Quieres que te diga el nombre del demonio, señora? —inquirió Índigo—. ¿Quieres que te diga el nombre de la cosa que he venido a destruir, y que te tiene esclavizada?
La embarcación se balanceó violentamente, y la voz de la Dama Ancestral le espetó:
—¡Tú no sabes el nombre del demonio!
—Pero sí que lo sé. Su nombre es
—¡No! —siseó la figura—. ¡Mientes, oráculo! ¿A qué tengo yo que temer?
Índigo miró a derecha e izquierda. Los huesos permanecían quietos ahora, las diminutas voces en silencio. «Nosotros somos ella. Ella es nosotros.»
—Creo que tienes miedo a ese poder en cuyo nombre gobiernas —dijo con suavidad—. Temes a la muerte.
Se produjo un tenso silencio, seguido de una carcajada tan violenta y repentina que sonó como el ladrido de un perro al resonar por el túnel.
—
Índigo sacudió la cabeza, para luego responder:
—Temes a la muerte, señora, porque la muerte, para ti, significaría perder el control sobre los que te adoran.
El bote se aproximó más, y la muchacha retrocedió con rapidez cuando éste chocó contra la playa, haciendo crujir el suelo de guijarros bajo la quilla. La Dama Ancestral dio un paso al frente, pasando por encima del banco.
—¡Jamás perderé mi control sobre ellos!
—Pero, y si sucediera, ¿qué ocurriría entonces? Si se alijaran de ti, si te dieran la espalda en favor de otra deidad, o de ninguna otra, ¿en qué te convertirías?
La negra figura saltaba ahora por encima de la proa, Índigo volvió a retroceder, aunque era consciente de quino podría retroceder mucho más. Éste era el momento más peligroso. Si calculaba mal, si cometía un error, el incipiente plan que estaba tomando forma en su cerebro podría irse al traste.
—Los gobiernas mediante el temor, porque es el miedo el que te mueve. Miedo de que te abandonen a menos que estén demasiado asustados para hacerlo. Quieres su amor...
Índigo recordó la espantosa expresión de los ojos de Shalune momentos antes de morir.
—Quizá lo tienes —repuso con desdén—, pero la cruel verdad y el terror que infliges para mantener a tus seguidores unidos a ti anula y pervierte ese amor. Shalune e Inuss murieron porque creyeron que era el justo castigo a lo que habían hecho. No era así. ¿Qué crimen habían cometido, excepto desafiar la voluntad de esa demente que se llama a sí misma tu Suma Sacerdotisa? ¡No obstante dejaste que murieran, las
Miró rápidamente por encima del hombro. Se encontraba casi en el punto más alto y central del islote ahora; detrás de ella, la roca que se levantaba impedía el paso al brillante resplandor de la esfera de luz, y no podía ver más que una intensa negrura. No se atrevía a retroceder más.
Pero la Dama Ancestral no la seguía, sino que se había detenido en la playa. Su rostro cadavérico resultaba espantoso allí donde lo alcanzaba el brillo de la luz; sus ojos eran negros como el carbón y, por el momento, la aureola plateada se había amortiguado hasta transformarse en un trémulo resplandor inquietante.
—Sabes bien —siguió Índigo en voz baja pero furiosa— lo que Shalune intentaba hacer. Intentaba traerte una candidata digna de ser tu siguiente avatar en el mundo mortal. Intentaba reemplazar una sacerdotisa que no tendría la dedicación necesaria para mantener tu culto y venerar tu nombre por otra que sí lo haría.
—¡Desobedeció mi voluntad! —siseó la Dama Ancestral como una gata enfurecida.
—Desobedeció la voluntad de
Lenta, muy lentamente, la Dama Ancestral levantó una mano, y la manga de la túnica resbaló hacia atrás, descubriendo un brazo tan delgado y pálido como el brazo De un cadáver al que no queda una gota de sangre. Los negros labios se entreabieron y volvió a sisear; no como un gato en esta ocasión sino como una serpiente, letal y despiadada. Dando un paso al frente, dio un pisotón a la esfera de luz que se hizo pedazos con una fina nota aguda, sumiendo la escena en tinieblas. Entonces una nueva luz empezó a resplandecer: una aureola, incolora y fría, alrededor de la esquelética silueta de la Dama Ancestral. Fue aumentando en intensidad, hasta que la figura estuvo rodeada de una luminosidad que convertía su oscura figura en algo impresionante. Su rostro parecía flotar como el de un espectro encuadrado en el negro marco de cabellos y túnica; los ojos eran negras ventanas a la aniquilación.
Susurró, y las palabras fueron capturadas y repetidas mil veces en la aplastante oscuridad:
—Oh, sí, Índigo. Me temen; y su terror mantiene vivo mi nombre en sus corazones y mi voluntad suprema cu sus mentes. En estos instantes mi sierva Uluye prepara las ceremonias que enviarán hasta mí a su hija para que la juzgue, y la sentenciaré a ser
Índigo estaba anonadada. «¡Dulce Madre, tienen . Yima!», pensó.
La Dama Ancestral vio su consternación y sonrió torvamente.
—Sí, tienen a Yima; y la mano de Uluye empuñará el cuchillo que acabará con sus días en el mundo mortal, ya que Uluye es mi servidora fiel y su amor por mí es mayor incluso que su amor por su propia hija. —Dio un nuevo paso en dirección a Índigo—. No necesito enseñar a Uluye el significado del miedo. Pero
La blanca mano estaba cada vez más cerca mientras la Señora de los Muertos ascendía por el desnivel. En lo más profundo de su ser, Índigo sintió cómo los instintos más primitivos respondían a la amenaza: los latidos del corazón, el nudo en el estómago, el sudor, el asfixiante arrebato de pánico; el miedo a caer en una trampa, el miedo a la derrota, el miedo a demonios y deidades y poderes... Y, por encima de todo, el temor, inconcebiblemente antiguo, del ser humano a la muerte y a lo que nos aguarda más allá...
¡No, eso no! ¡Esta era su única gran arma; el puñal que abría en canal al demonio, la ballesta que lanzaba la saeta a su corazón! Aspiró con fuerza, y las palabras surgieron de improviso.
—No te temo, señora, porque sé que no tengo nada que temer de ti. ¿Sabes?, has cometido un único gran error en los medios que has utilizado para intentar acobardarme. Me mostraste a los muertos; a personas de mi pasado, de mi propia vida, que ahora se encuentran en tu reino. Pero, entre todos ellos, faltaba uno. El único que podría haberte proporcionado un arma contra la que yo no habría podido defenderme. Pero él no vino, ¿verdad? No pudiste utilizarlo contra mí, porque no reside entre tus legiones de servidores. Ése era mi único terror, señora; me aterrorizaba pensar que podría encontrar a Fenran aquí. Pero no está aquí. No está muerto. No tienes poder sobre él, por lo tanto tampoco tienes poder sobre mí. Así pues haz lo que quieras... ¡Te desafío!
La Dama Ancestral se detuvo un momento. Y, de repente, de las paredes que las rodeaban volvieron a surgir crujidos y tintineos y un brillo de huesos, junto con gritos, susurros, una plétora de vocecillas.
—...
La Dama Ancestral echó la cabeza atrás y aulló como un alma en pena. Al instante, el mundo estalló. El río se alzó de su lecho con una oleada turbulenta de malolientes aguas negras; las paredes del túnel gimieron y se derrumbaron, desmoronándose con el rugido de una avalancha mientras caían en dirección a Índigo. Luces aullantes centellearon ante sus ojos haciéndola retroceder, y formas monstruosas cayeron sobre ella desde lo alto: huesos, carne, cabellos, pelos y...
Un último derrumbamiento aterrador la lanzó a una dimensión que pareció aplastarla y hacerla pedazos al mismo tiempo. Cayó desde ninguna parte a la nada, dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, gritando sin que saliera el menor sonido de su boca, consciente sólo de una negrura y ceguera y de una llamarada de dolor, un retumbar en sus oídos. Vio una pared que se precipitaba hacia ella. Sintió cómo se acercaba, a pesar de que sus sentidos se encontraban como aniquilados; cada vez estaba más cerca, más cerca. «...
Índigo pegó los brazos a los costados y empezó a impulsarse con las piernas. Experimentó la repentina sensación de flotar; el instinto del nadador la atraía hacia la luz y el aire, y se lanzó hacia arriba desde las profundidades del lago, surcando las negras aguas con la velocidad de un pez. Atrás quedó su mortífero perseguidor.
CAPÍTULO 20
Se acercaba una tormenta.
A la orilla del lago, las macabras ceremonias habían dado comienzo; preparativos para los ritos aún más desagradables que tendrían lugar a la puesta del sol. La gente seguía llegando procedente de pueblos remotos y se situaba alrededor de la plaza y en los límites del bosque. No desempeñarían ningún papel en lo que iba a suceder; su función se limitaba a presenciar los acontecimientos para que les sirvieran de lección. La multitud permanecía en silencio e, incluso desde el lugar donde yacía junto a la escalera,
Un poco antes, la loba había conseguido retorcerse hasta llegar a una posición desde la que pudiera ver una parte de la reunión, y se estremeció interiormente ante la visión de aquellas hileras de rostros pétreos, cuyas expresiones fluctuaban entre la curiosidad morbosa y el más absoluto terror. Muchos traían ofrendas, aunque
En la orilla, las sacerdotisas construían las estructuras de madera donde morirían Yima y Tiam. Recordando los horrores de la Noche de los Antepasados y el destino de la mujer que había asesinado a sus hijos,
Se preguntó cómo les iría a Yima y a su amante. Se encontraban aún en el interior de la ciudadela, y
El cielo se volvió más oscuro y opresivo. De la orilla le llegaban intermitentes sonidos de cánticos, el repiqueteo de sistros y el agudo son de los pequeños tambores de mano. El calor y la humedad eran peores que nunca, y
Víctima de un estado febril a medio camino entre la vigilia y el sueño,
empezaba a preguntarse si la intención de Uluye no sería dejarla morir por abandono, cuando percibió una presencia a poca distancia. Abrió los ojos con esfuerzo, y vio que una de las sacerdotisas se había acercado al hueco de la escalera y se inclinaba sobre ella.
—Aquí tienes. —La muchacha era muy joven; más joven aún, supuso
Así pues Uluye no intentaba matarla de este modo.
—Toma.
La muchacha llenó el plato de agua y se lo colocó bajo la nariz. En ese momento, un silencioso relámpago partió en dos el cielo e iluminó todo el zigurat como si éste estuviera en llamas en su interior. La joven dio un salto y lanzó un gritito, y a punto estuvo de volcar el plato. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, escuchando con nerviosismo, pero no se dejó oír la rugiente respuesta del trueno, y por fin obligó a sus músculos a relajarse y devolvió la atención al agua.
Durante un minuto, mientras bebía el primer recipiente lleno de agua y lloriqueaba esperanzada en petición de otro,
El agua la empezaba a reanimar; tras beber un tercer recipiente, se lamió el hocico y volvió la cabeza a un lado para indicar que ya tenía suficiente. La muchacha tomó la cuerda y la sostuvo, indecisa.
—Uluye dice que tengo que volver a atarte.
Sus oscuros ojos estaban llenos de cautela y le habló en un artificial tono apaciguador, ignorante a todas luces de que la loba podía entenderla, pero hablando de todos modos para darse ánimos. De improviso, un nuevo relámpago dio al cielo fugazmente un pálido tono blanco azulado. En esta ocasión lo siguió el lejano retumbar del trueno, y por un momento sopló una brisa caprichosa que traía con ella el olor a lluvia. La muchacha cerró los ojos un instante y murmuró un conjuro de protección; luego, con un esfuerzo, recuperó el control y con sumo cuidado volvió a acercarse a la loba, sosteniendo la cuerda.
—Vamos, vamos. No te haré daño.
—Vamos...,
Fue suficiente. Olvidadas las instrucciones de sus mayores, la muchacha huyó de los dos terrores que eran la tormenta y la enfurecida loba. A la luz de un nuevo relámpago,
La cuerda era bastante gruesa, pero también vieja, y nada hecho de materia vegetal duraba mucho tiempo en este horrible clima. La lluvia le facilitaba la tarea al empapar las fibras, y en menos de un minuto los dientes de
Llena de regocijo,
El cielo sobre su cabeza era ahora tan negro que ocultaba todo atisbo de luz; el chaparrón había apagado las antorchas situadas junto al lago, y únicamente los frecuentes pero cortos relámpagos iluminaban la escena.
El sonido de tambores y sistros se escuchaba todavía a rachas por entre los truenos mientras
Y entonces, en su cerebro, percibió la suave y tímida llamada telepática.
«¿Grimya...? ¿Grimya,
—¡Índigo! —ladró
La loba echó a correr, serpenteando por entre la concentración de arbustos empapados en dirección al lugar del que provenía la llamada, Índigo estaba cerca; estaba aquí, junto al lago. Su instinto había acertado...
La loba salió a campo abierto bajo una cegadora cortina de agua. Por un momento le fue imposible ver nada, hasta que los relámpagos iluminaron el revuelto centelleo plateado de la superficie del lago, a pocos metros de distancia.
—¡Índigo!
El grito de la loba se perdió en medio del rugir del trueno mientras corría hacia la muchacha y, sin prestar atención a los últimos restos de la máscara de cenizas y carbón que el lago y la lluvia no habían hecho desaparecer, empezó a lamerle la cara llena de alegría y alivio. Demasiado excitada para hablar con coherencia, cambió a la comunicación telepática.
Índigo la abrazó con fuerza. Se encontraba todavía demasiado aturdida para hablar y apenas si podía creer que estuviera realmente de regreso en el mundo mortal. Mientras luchaba por abrirse paso por entre las negras aguas, con la cabeza martilleándole y miles de luces centelleando ante sus ojos, supo que sólo podría resistir unos pocos segundos más antes de verse obligada a abrir la boca e intentar respirar. Entonces, justo antes de que la presión resultase demasiado fuerte para resistirla, su cabeza había surgido de entre la arremolinada oscuridad al caos de la tormenta; tragó aire con una poderosa y jadeante aspiración y sintió cómo la lluvia le golpeaba el rostro, y, en tanto las palpitaciones y las lucecitas empezaban a desvanecerse, encontró sin saber muy bien cómo la serenidad necesaria para flotar hasta la orilla y arrastrarse fuera del lago, para tumbarse en la arena tosiendo y boqueando con los relámpagos centelleando a su alrededor y el trueno rugiendo en sus oídos.
Todavía estaba mareada, y sentía la garganta como si estuviera en carne viva; pero la implacable realidad física de la tormenta iba eliminando su desorientación, cosa que le agradecía. Inmortal o no, prefería no hacer conjeturas sobre lo que podría haberle sucedido de no haber alcanzado la superficie cuando lo hizo. Pero ahora estaba de regreso. Estaba a salvo. Y había tanto que contar...
—Espera un poco, cariño; deja que respire.
Un nuevo retumbo eclipsó las palabras de la joven, que aprovechó para acariciar el pelaje de la loba. Durante otro minuto o más, permanecieron abrazadas bajo el aguacero. Los relámpagos eran menos frecuentes ahora, aunque la lluvia seguía cayendo con la misma fuerza, y, mientras sus vacilantes sentidos empezaban a regresar a un orden más racional, Índigo pensó: «Oh, Diosa, ¿por dónde empezar?». Había tanto que contar, tantos hilos sueltos que desenredar... Pero entonces recordó la primera cosa, la más terrible de todas, y cerró los dedos con fuerza alrededor del pelaje de la loba.
—
El trueno volvió a sonar, y los ojos del animal se ensombrecieron.
—¿Lo sabes? —Índigo la miró con sorpresa.
—Sé lo de Yima; sé lo que intentaba hacer. Shalune me contó toda la historia.
—¿Culpa tuya? —
Índigo miró rápidamente en dirección al otro extremo del lago, pero el zigurat situado en la otra orilla resultaba invisible bajo la cortina de agua y oscuridad. Durante una breve tregua en la tormenta, el sonido de los cantos de las mujeres flotó débilmente sobre las aguas por encima del siseo de la lluvia, y fue entonces cuando su mente se dio cuenta de lo que significaban.
—¿Cuánto falta para el crepúsculo? —inquirió con voz tensa.
«No
—No —volvió a interrumpirla Índigo—.
Se pusieron en pie y corrieron a trompicones bajo el diluvio en dirección a los árboles. Una vez allí, refugiadas bajo la amplia copa de un gigante de hojas enormes, procedieron a relatar lo sucedido a cada una, y toda la fea historia salió a la luz.
—¡Ah, pero yo sí! —repuso la joven, sombría—. Y eso forma parte de mi historia. Verás, he descubierto cuál es la naturaleza del demonio que buscamos, y no se trata de la criatura que se llama a sí misma Dama Ancestral.
«¿No
—No. En realidad, la Dama Ancestral es esclava de este demonio,
Y contó a la loba lo acaecido en el reino de la Dama Ancestral.
—¿El de... monio es el
—Lo sé. Pero creo que se lo puede vencer,
—Índigo clavó la mirada en los preocupados ojos de la loba—. ¿Recuerdas lo que me dijiste no hace mucho, sobre los aspectos en que yo había cambiado desde que empezamos a viajar juntas?
—Eso crrr... eo.
—Ese día me preguntaste si creía seguir poseyendo el poder de cambiar de aspecto. Bien, ahora conozco la respuesta. La descubrí por casualidad cuando la Dama Ancestral intentó utilizar esas tres imágenes contra mí: Némesis, el Emisario y mi propia personalidad de lobo. Cuando hice desaparecer la imagen del lobo, cuando se la arrebaté a ella, supe que, aunque formaba parte de mí y siempre lo haría, ya no podía utilizarla. —Sonrió entristecida—. Es como tú dijiste: el cachorro deja atrás sus juegos cuando ya no le sirven para aprender. No necesito transformarme en lobo para derrotar a este demonio. Creo que ahora he aprendido cómo invocar otros poderes.
—¿Otros poooderes? —inquirió
—No estoy muy segura de poder explicártelo; ni siquiera estoy segura de poder explicármelo a mí misma. Simplemente... lo
—No comprrren... do —dijo
—No.
Índigo comprendió lo inútil de intentar expresar lo que sentía en palabras que tuvieran sentido. Las palabras no podían transmitirlo; la sensación —la convicción— era demasiado informe. No obstante,
—No lo... sssé. Muy pocas, creo. La mayoría está con Uluye en la orilla.
—¿Crees que nos sería posible llegar a las cuevas sin ser vistas? ¿Podrías encontrar una ruta?
—Sssí, puedo hacerlo. Y la tormenta nos lo hará más fácil. —Parpadeó—. ¿Qué pía... neas, Índigo? ¿Ayudará a Yima?
Índigo vaciló.
—No puedo asegurarlo,
La lluvia amainaba cuando salieron de entre los árboles, aunque todavía caía con intensidad. Los relámpagos brillaban intermitentes ahora, y los truenos resultaban menos ensordecedores; la tormenta se alejaba tan deprisa como había llegado, y
A pesar de la tormenta, las ceremonias de la orilla del lago habían continuado sin pausa, y la multitud de espectadores había aumentado hasta lo que parecía una gran muchedumbre. La gente permanecía de pie empapada y melancólica, formando filas, silenciosa, asustada, en un número que llegaba hasta el bosque por lo que pudo ver la loba. En la plaza, una nutrida camarilla de sacerdotisas formaba un semicírculo alrededor de Uluye, que las presidía como una estatua macabra desde lo alto de la roca del oráculo, sin prestar atención a la lluvia que caía sobre ella, absorta en la marcha de las ceremonias. Las horrorosas estructuras de madera seguían vacías, pero la atmósfera poseía un carácter inquietante, que la tormenta no había hecho nada por reducir.
208
atención de los presentes se concentraba en esto,
Cubierta con la negra túnica, Índigo resultaba casi invisible mientras se acercaba corriendo a gachas desde el bosque. Se reunió con
«No
Abandonaron su escondite, e Índigo se permitió una rápida ojeada a su espalda; luego, cuando
El instinto impulsó a Índigo mucho antes de que su mente consciente reaccionara, y se arrojó boca abajo sobre la escalera, en un punto donde el parapeto era lo bastante alto como para ocultarla a la vista.
A los pocos instantes, la pequeña procesión apareció ante ellas, e Índigo aspiró con fuerza. Cuatro sacerdotisas, con lanzas en las manos y rostros pétreos como las rocas del zigurat, recorrieron el saliente situado justo debajo de ellas y se dirigieron a la escalera por la que ellas acababan de subir. En el centro del grupo, dos figuras vestidas tan sólo con unas cortas ropas de algo parecido a tela de saco y con fetiches colgando por todas partes, avanzaban despacio con aire de completa derrota, las cabezas inclinadas y los pies arrastrándose sobre la piedra. Aunque jamás lo había visto antes de ahora, Índigo supo que el muchacho debía de ser Tiam. En la mejilla izquierda mostraba un oscuro cardenal que se iba extendiendo cada vez más, y el ojo situado sobre él estaba hinchado y casi cerrado por completo. El rostro de Yima quedaba oculto por el velo de su suelta melena, pero Índigo escuchó su rápida respiración entrecortada cuando los dos cautivos, cogidos de la mano, pasaron cerca de ella junto con su escolta.
El grupo descendió por la escalera; lo último que vio Índigo fueron las puntas de las lanzas de las sacerdotisas centelleando en la tenebrosa luz que descendía del cielo. Cuando desaparecieron de la vista,
Índigo contempló pensativa la escalera y las hileras de repisas que se alzaban sobre sus cabezas. Ahora que habían bajado a los prisioneros a la plaza, no le parecía muy probable que quedara nadie en la ciudadela; incluso aquellas que no tenían que tomar parte en la ceremonia, las muy ancianas y las muy jóvenes, se encontrarían entre la multitud de espectadores.
Reemprendieron la ascensión de la escalera, más deprisa ahora, pero sin dejar de estar ojo avizor por si se producía algún movimiento sobre sus cabezas.
«Grimya», dijo Índigo,
Y, rápidamente, le explicó el plan que empezaba a formarse en su cerebro.
Entonces... Índigo se detuvo y contempló su ballesta, que se encontraba entre el equipaje que había traído con ella a su llegada a la ciudadela, y que no había tocado desde ese día. No; no la cogería. Aunque se habría sentido mucho más segura con ella en las manos, era un objeto demasiado mundano; reduciría la imagen de poder sobrenatural con la que debía contar ahora. El cuchillo, en cambio, era otra cuestión, pues era lo bastante pequeño como para poder ocultarlo. Al menos tendría un arma física a mano si las cosas salían mal...
Estaba atando fuertemente la funda del cuchillo al fajín que le rodeaba la cintura cuando la voz mental de
Había angustia en la voz de
Se metió la corona del oráculo bajo el brazo y abandonó la cueva. La luz del exterior la sobresaltó; la enorme masa de nubes de tormenta se perdía rápidamente por el este, y el globo anaranjado del sol flotaba justo sobre los árboles en un cielo pálido. Los muros del zigurat resplandecían, y la luz inundaba la plaza a sus pies. No mucho mayores que las hormigas desde esta distancia, las sacerdotisas se movían sobre la arena, y largas sombras se extendían desde sus apresuradas figuras. Un pequeño grupo volvía a encender las antorchas, cuyas ondulantes llamas parecían pálidas e insignificantes bajo el brillante sol, mientras que un grupo mayor se iba reuniendo alrededor de la roca del oráculo, sobre la que se encontraba inmóvil una única figura, presidiendo la escena con aire meditabundo y vigilante. Apenas audible, el murmullo de los cánticos de las mujeres, subrayado por el ahogado golpear de tambores, se elevaba en el aire inmóvil.
Índigo sintió un nudo en el estómago producido por el nerviosismo, y miró a
—Estoy lista. Deprisa... Sigue hasta el templo, y yo descenderé hasta la plaza.
—Ten cui... dado —la instó la loba—. Ahora que la luz vuelve a brillar, si alguien le... vanta la cabeza...
—Lo sé, querida mía, y tendré muchísimo cuidado. Pero me parece que tienen otras preocupaciones. Estaré bien.
Contempló cómo la loba corría por la repisa en dirección al último tramo de escalera que conducía a la cima del zigurat y, dando media vuelta, se puso en marcha en dirección opuesta.
El silencio tras el estrépito de la tormenta resultaba espectral; incluso los sonidos de los rituales que continuaban celebrándose allá abajo parecían incapaces de afectar el vasto silencio que rodeaba al mundo. Sin embargo, a pesar de la limpia atmósfera, Índigo tuvo la impresión de que no había suficiente aire en el mundo para hacer posible la respiración. Descendió los primeros tres tramos de escalera sin incidentes, y se detuvo en el primer peldaño del cuarto para enviar un rápido mensaje a
Y se paró a medio camino, cuando de repente sufrió un ataque de algo parecido al pánico. No podía hacer esto..., no saldría bien. Era imposible. No tenía el poder...
«¡Sí, sí que lo tienes!» Sepultó en su cerebro la salvaje negación y, aferrando el pánico, se hizo con él y lo aplastó. El demonio intentaba alimentarse de sus puntos flacos; ¡no debía ceder! Recuperó el control, bajó la mirada en dirección a la masa de gente reunida abajo, y siguió descendiendo a toda prisa.
La suerte —o puede que algo más que la suerte— la acompañaba, ya que llegó al último escalón sin problemas y se agachó bajo el hueco de la escalera, agradecida de encontrarse por fin a salvo de la mirada de cualquiera que pudiera haber dirigido la vista hacia el zigurat. El pánico seguía allí, intentando aún aprisionarla, pero utilizó su fuerza de voluntad para reducir su respiración a un ritmo normal, y para que sus manos no temblaran cuando levantó la corona del oráculo y se la colocó con cuidado sobre la cabeza. Curiosamente, parecía menos pesada que en ocasiones anteriores. Hecho esto, buscó mentalmente a
Índigo levantó los ojos hacia el cielo y arrojó fuera de sí la última de sus reticencias. Aunque carecía de lógica para apoyar su convicción, estaba segura de poder conseguir lo que se había planteado realizar. Había aprendido varias lecciones valiosas en el reino de la Dama Ancestral, y una de ellas era lo disparatado de subestimar el propio poder. Cerró los ojos y concentró su voluntad. Visualizó el rostro cadavérico de la Dama Ancestral, enmarcado por su envoltura de cabellos negros, y sus ojos, más negros que la noche, más negros que las profundidades del espacio, con su aureola plateada brillando fría y espectral. La imagen vino a su mente con sorprendente facilidad, casi como si su conciencia hubiera estado esperando este momento, como un actor que aguardara entre bambalinas la señal que marca su entrada, Índigo sonrió para sí y pensó: «Bien, señora; ésta es la prueba más importante de todas».
Sus palabras no iban dirigidas a la Señora de los Muertos, ni tampoco creía que ella la estuviera escuchando; al menos no aún. Pero el vínculo formado en el oscuro mundo subterráneo seguía existiendo... y ahora Índigo recurría al poder latente en ese mundo, llamándolo a su presencia, creándolo, dándole forma, concentrándolo. En su cerebro, las sombras se amontonaban y arrastraban, y, bajo un fondo de suaves y sibilantes siseos, un coro de voces diminutas susurraba:
En la cima del zigurat, en el borde del imponente farallón,
Y el desafiante, ululante aullido de un lobo resonó ensordecedor en la plaza situada allá abajo.
CAPÍTULO 21
Quinientos rostros se volvieron hacia el cielo consternados, y Uluye salió de su semitrance con una sacudida que la estremeció de la cabeza a los pies y estuvo a punto de derribarla de la roca en que se encontraba. Sus asistentes intentaron ayudarla a recuperar el equilibrio, pero Uluye se las quitó de encima violentamente. Cuando los últimos ecos del aullido de la loba se apagaron, la mujer se dio la vuelta, encogida como una gata acorralada, y levantó los ojos a lo alto del zigurat donde se encontraba
¿Qué era eso? ¿Qué significaba? Uluye clavó los ojos en la distante figura de la loba, mientras realizaba mil y una conjeturas en un intento por comprender e interpretar lo que veía. Se encontraba aturdida todavía; el ritual había estado a punto de llegar al clímax, y casi había conseguido alcanzar el estado de trance en el que su amor y dedicación por la Dama Ancestral eclipsaba todo lo demás; fue en ese instante, cuando se acercaba el momento del triunfo, que el hechizo se había roto. «¿Por qué? —gritó para sí Uluye— ¿Por qué, mi señora? ¿Qué es lo que quieres decirme que no comprendo?»
El silencio en la plaza era total. La ceremonia se había convertido en un caos; los tambores y sistros enmudecieron mientras las mujeres que los manejaban contemplaban boquiabiertas y aterradas la figura del zigurat. Proveniente también del zigurat, una nueva voz gritó:
—¡Uluye! ¡En el nombre de la Dama Ancestral, te ordeno que detengas esta locura homicida!
Uluye siseó sobresaltada y se volvió hacia la escalinata que partía de la base del zigurat. El cuchillo de piedra resbaló de su mano al sentir de repente que los dedos dejaban de obedecerle, y contempló con estupefacta incredulidad la figura que acababa de salir de las sombras de la escalera y atravesaba la plaza despacio en dirección a ella.
—No... —La voz de la Suma Sacerdotisa se quebró, presa de un ataque de nervios—. ¡No..., no es posible!
—Estoy viva. —Los labios de Índigo sonrieron bajo la elevada corona del oráculo, pero los ojos permanecieron fríos y fijos—. He estado en el reino de la Dama Ancestral, Uluye, y he regresado.
El grupo de sacerdotisas apiñadas alrededor de la roca a los pies de Uluye se echaron hacia atrás, lloriqueando, Índigo se detuvo a cinco pasos de la roca, y Uluye bajó ligeramente la cabeza para mirarla. Los espectadores situados a ambos lados de la plaza empezaron a murmurar entre ellos. Pocos eran los que podían ver qué era lo que había interrumpido la ceremonia; de aquellos que podían hacerlo, ninguno comprendía, y su incertidumbre daba paso con rapidez a la agitación y el miedo.
Uluye no les prestó atención. Todo su ser estaba pendiente de Índigo, y un
caótico torbellino de emociones contrapuestas se agitaba en su cerebro. Abrió y cerró la boca varias veces; su voz, cuando por fin salió, era un siseo salvaje.
—¿Qué
De repente, Índigo consiguió penetrar la máscara que era el rostro de la Suma Sacerdotisa y ver a la desgraciada mujer, confusa y asustada, que se ocultaba debajo. Ciertamente, Uluye era una sierva de su diosa; y ambas, por su parte, eran esclavas de otro poder cuya existencia ninguna de las dos se atrevía a reconocer, y mucho menos a intentar controlar y vencer, Índigo se sintió embargada por la compasión; compasión y una feroz renovación de su voto de que el reinado de este demonio debía tocar a su fin.
—Soy alguien que ha venido para revelaros el
Los duros ojos negros de Uluye se entrecerraron.
—¡Eso es una mentira blasfema! —escupió—. No eres nuestro oráculo. ¡Nuestro oráculo nos traicionó, y la Dama Ancestral ha reclamado su alma! —Se lamió los labios resecos y pareció estar intentando tragar algo que amenazaba con asfixiarla—. Te lo vuelvo a preguntar, lo exijo: ¿qué clase de perversidad y de demonio impío eres tú? ¿Eres el
Índigo le devolvió la mirada, imperturbable.
—No, Uluye, no soy ni un
Uluye no se acobardó, como habían hecho sus mujeres, pero sus labios se curvaron en una mueca despectiva.
—¿Tocarte, y verme infectada por el hechizo de los no-muertos? ¡Debes de pensar que soy una criatura ignorante, demonio!
—No te considero una criatura, Uluye —repuso Índigo con una fría sonrisa—. Pero creo que tienes miedo. —Extendió el brazo un poco más, y en esta ocasión Uluye no pudo controlar el gesto instintivo que la hizo echarse atrás—. ¿De qué tienes miedo? ¿De demonios y
—¿La verdad? —escupió Uluye, llena de veneno.
—¡Sí, la verdad! Que he regresado, vivita y coleando, del reino de la Dama Ancestral. Tu diosa no me mató, ni me castigó por la blasfemia de la que tan virtuosamente me acusas. No tomó venganza, Uluye... No tiene ese poder sobre mí, ¡porque yo no le permito que lo tenga!
Antes de que la sacerdotisa pudiera reaccionar, Índigo dio la espalda a la roca y se encaminó al centro de la plaza. El sol, hinchado y rojo, rozaba ahora las copas de los árboles, y el lago mostraba el aspecto de un enorme charco de sangre. Las mujeres situadas en la plaza retrocedieron precipitadamente, de modo que, cuando Índigo se volvió otra vez de cara a la Suma Sacerdotisa, su figura, sola sobre la arena, destacaba dramáticamente sobre el espectacular telón de fondo.
—Afirmas amar a la Dama Ancestral... —La voz de Índigo llegó con toda claridad a la muchedumbre allí reunida; hileras de rostros silenciosos la miraron, y se sintió enferma ante el terror que veía en sus ojos— ... pero ¿qué clase de amor es éste que te empuja a asesinar a tu propia hija en su nombre?
Se volvió para contemplar los desagradables contornos de los dos armazones de madera situados a la orilla del lago. Desde donde se encontraba, las indefensas figuras de Yima y Tiam no eran más que dos siluetas imprecisas, pero los agudizados sentidos de Índigo percibían su sufrimiento y desesperación de la misma forma tangible en que
—¿Qué crímenes han cometido Yima y Tiam, Uluye? —exigió enfurecida—. ¿Han quebrantado tus leyes? ¿Han robado, estafado, o asesinado? ¡No! ¡Su único pecado ha sido desafiar tu voluntad..., no la de la Dama Ancestral:
El rostro de Uluye se contrajo con expresión ultrajada, y la mujer se irguió en toda su estatura. Todo su cuerpo temblaba poseído por una cólera creciente, y su voz resonó chillona al tiempo que extendía un brazo acusador para señalar en dirección al cuadrado iluminado por las antorchas, donde yacían los cadáveres de Shalune e Inuss.
—La Dama Ancestral ejecutó con su propia mano a esas miserables conspiradoras, y ha enviado sus cuerpos de vuelta a nosotras para que los entreguemos a los
—¡No! —la contradijo Índigo—. Tú afirmas ser su Suma Sacerdotisa, tú afirmas conocer su voluntad, pero estás
La sacerdotisa miró a Índigo, y por un momento —tan sólo un instante— su virulencia titubeó y en su rostro apareció un atisbo de indecisión. Pero boca y mandíbula no tardaron en endurecerse otra vez, y siseó amenazadora:
—Cómo osas afirmar...
—¡Sí, me atrevo! —la interrumpió Índigo con calor—. Tú provocaste sus muertes, con la misma seguridad que si les hubieras hundido un puñal en el corazón. ¿Sabes qué las mató, Uluye? ¿Lo sabes? Te lo diré. Fue un demonio, ¡y este demonio se llama
»Tanto tú como ella tenéis miedo de perder vuestro puesto en el mundo. Teméis que llegue un día en el que vuestros seguidores dejen de amaros. Y queréis que os amen, queréis que os respeten, queréis que os
Durante unos cinco segundos se produjo un perplejo silencio. Luego, apenas audible al principio, aumentando con rapidez de murmullo a refunfuño y de allí a un rugido ahogado, empezaron a alzarse voces entre la muchedumbre como una ventisca acercándose por el bosque. Uluye permaneció inmóvil como una estatua mientras el ruido crecía a su alrededor, y sus agudos oídos captaron palabras sueltas que flotaban como objetos a la deriva en una marea.
—
Con un violento gesto, la sacerdotisa giró en redondo de cara a la muchedumbre. Abrió los brazos en ademán autoritario, y el torrente de energía psíquica que surgió de improviso de su interior hizo que las mujeres más próximas a la roca retrocedieran sobresaltadas. Su voz se elevó chillona por encima de los murmullos exigiendo silencio a gritos, y al instante quinientas voces se acallaron y quinientos rostros se volvieron para mirarla con anonadado temor. Con el pecho jadeante y las piernas temblorosas bajo la túnica, Uluye escudriñó a los reunidos con mirada brillante y aterradora. Por un momento los tuvo a todos bajo su control; sentían más miedo de ella quede Índigo, o de la cosa en que se había convertido Índigo. Tenía que retenerlos, mantener el control sobre ellos, porque, si era débil, o si mostraba un solo instante de duda o indecisión, estaría perdida.
«Y tú, Uluye, ¿de qué tienes miedo...?» El corazón le dio un vuelco tan violento de repente que a punto estuvo de cortársele la respiración cuando, sin quererlo, su mente rememoró la imagen de su hija al ser sacada de la ciudadela y pasar ante la roca donde su madre, su juez y verdugo, permanecía inmóvil observándola. «Mi única hija... ni siquiera levantó los ojos al pasar; no me miró ni una sola vez...»
Una oleada de violenta furia estalló en su cerebro y aplastó la momentánea emoción, exterminándola. No se dejaría persuadir; ¡no dudaría! La Dama Ancestral se había cobrado su justa venganza sobre Shalune e Inuss por sus crímenes, y ahora Yima y su amante pagarían el mismo precio. Cualquier otra cosa era impensable. «Yo soy la Suma Sacerdotisa —pensó Uluye con ferocidad—. ¡Yo no puedo equivocarme..., no puedo!»
Su voz resonó entonces por encima de las cabezas de los reunidos:
—¡Escuchadme! Yo, Uluye, sierva escogida de la Dama Ancestral, os hablo en su sagrado nombre y denuncio a este falso oráculo que se encuentra ante mí. ¡La voluntad de nuestra señora está muy clara, y su voluntad está por encima de todo! ¡Escuchadme ahora, y os advierto que lanzaré la cólera de la Dama Ancestral sobre cualquiera que se atreva a desafiarla!
Se agachó y arrebató una lanza de la mano de una de las acolitas situadas a sus pies, y luego volvió a incorporarse bruscamente. La luz del agonizante sol hizo centellear la punta de la lanza cuando Uluye la alzó por encima de su cabeza.
—¡Yo soy la escogida de nuestra señora! —gritó, y la multitud la aclamó en respuesta, aunque sus gritos eran nerviosos y titubeantes—. ¡Yo soy la Suma Sacerdotisa, y la hija espiritual de la Señora de los Muertos! Y maldigo a este demonio que merodea entre nosotros como los
—¡No! —gritaron los espectadores—. ¡No, Uluye, no!
—¡Aseguraos de ello! —los exhortó Uluye con un siseo amenazador y letal—. Aseguraos de ello, ¡porque si hay uno solo entre vosotros, hombre, mujer o niño, que no le sea fiel, lo maldeciré, y devoraré el alma de esa persona, y la declararé
—¡Te escuchamos, Uluye! ¡Te escuchamos!
Enardecidas por la salvaje diatriba de su jefa, tres de las sacerdotisas más próximas a Uluye agarraron tambor y sistros, y empezaron a hacer sonar una melodía discordante y entrecortada. Sus agudas voces se elevaron en un cántico al que otras se unieron rápidamente, y formaron una fila a cada lado de la roca en que se encontraba Uluye, balanceando los cuerpos y golpeando el suelo con los pies. Estremecida ante la comprobación de su ascendiente, Uluye se dio la vuelta. Sin soltar la lanza, saltó de la roca e, indicando a dos de sus mujeres que los siguieran, avanzó despacio y amenazadora en dirección a Índigo, que permanecía en la arena sola y desafiante.
—Ahora —dijo, con ferocidad pero en un tono tan bajo que sólo su presa y sus dos ayudantes pudieron oírla—, ¡te mostraré el significado del miedo, oráculo! —Chasqueó los dedos en dirección a las mujeres—. ¡Cogedla!
Mientras las dos mujeres se adelantaban, Índigo leyó en sus ojos que le tenían miedo; pero su terror de Uluye era aún mayor, y no se atrevían a desobedecer la orden. No se resistió cuando la sujetaron por los brazos —algo que también las desconcertó— pero, mientras la inmovilizaban
Uluye avanzaba con la lanza alzada para atravesar di rectamente el corazón de Índigo. Se encontraba sólo a siete pasos; seis, cinco... Índigo notó cómo sus músculos se ponían en tensión, pero se obligó a no mostrar ningún signo externo de nerviosismo, y mantuvo la mirada fija, in mutable, en el rostro de la sacerdotisa.
«Esto es lo que querías, ¿verdad, señora?» El desprecio dio a sus silenciosos pensamientos un énfasis añadido al pensar en la Dama Ancestral escondida en su oscuro reí no. «Un enfrentamiento con tu Suma Sacerdotisa, una prueba para ver qué voluntad es la más poderosa. ¿Hasta dónde llegarás para poner a prueba la fe de Uluye y mi valentía? ¿Hasta dónde, antes de que yo te demuestre que puede vencerse el miedo de tus adoradores?» La Señora de los Muertos siguió sin dignarse contestar, pero a Índigo le pareció percibir una levísima agitación en lo más profundo de su mente, la sensación de algo que escuchaba, que aguardaba...
Uluye dio otro paso al frente... y se detuvo. La lanza se encontraba ahora a centímetros del corazón de la joven, pero Índigo no le dedicó ni una ojeada. Resultaba curioso: no sabía qué sucedería si Uluye se la clavaba. No tenía la menor duda de que la lanza la atravesaría, pero ¿qué sucedería entonces? ¿Qué pasaría si el corazón se partía en dos, o si sangraba y no había forma de detener la hemorragia? No podía contestar a estas preguntas; todo lo que sabía era que, le sucediera lo que le sucediera, no moriría. No estaba
Uluye la miraba a los ojos, los labios curvados en una fría sonrisa.
—¿Tienes miedo ahora, oráculo; ahora que se acerca el momento en que tu alma va a ser enviada a su destrucción?
—No —respondió Índigo.
—En ese caso eres más estúpida de lo que creía. —Pero los ojos de Uluye contradijeron de repente la sonrisa; ésta era la señal que había estado esperando Índigo, el primer breve atisbo de una confianza que se tambaleaba—. ¿Sabes qué significa ser
realmente?
La lanza que empuñaba se estremeció de repente, por un instante; e Índigo comprendió que Uluye estaba desesperada.
—¡Oh, sí! —respondió con suavidad—. Puedo imaginarlo, ya que he visto cosas peores, y me he enfrentado a cosas también peores. Los
Por un momento pensó que sucedería tal y como había rezado para que sucediese, ya que los ojos de Uluye se abrieron de par en par sorprendidos cuando, puede que por primera vez, la auténtica comprensión de lo que había hecho a su hija se abrió paso a través de las barreras que había erigido en su mente y la golpeó como un martillazo. Desesperado, el confundido cerebro de la Suma Sacerdotisa fue en busca de ayuda, de guía: «Mi señora, ¿puede ser esto verdad? He estado equivocada?».
Y, en la mente de Índigo, una corona plateada centelleó alrededor de unos ojos negros como las profundidades del espacio, y resonó la risa de la Dama Ancestral.
Uluye lanzó un tremendo alarido. Echando la cabeza atrás con tanta violencia que el enorme tocado de plumas se le torció, levantó la lanza en alto con ambas manos.
—
La lanza se abatió sobre Índigo, directa a partirle el corazón..., y
—
De alguna forma, consiguió introducir la orden por entre la furia asesina que dominaba la mente de
Mientras conseguía arrodillarse algo tambaleante, sin dejar de sujetar a la loba por el pelaje, Índigo tuvo la impresión de que ella, la loba y Uluye se habían convertido de repente en las únicas protagonistas de un sorprendente ritual cuyas reglas ninguna de ellas comprendía por completo. Ó quizá sería más apropiado decir: actrices de una obra de teatro todavía por escribir. Pensó que las otras sacerdotisas irían en ayuda de su líder, pero no lo hicieron; en lugar de ello, habían retrocedido aún más, formando un apretado y asustado semicírculo a una prudente distancia. Por mucho temor que les inspirase su Suma Sacerdotisa, sentían ahora mucho más terror del oráculo y su compañera.
Uluye empezó a moverse.
—¡No,
Uluye se incorporó. La loba había hecho jirones su enorme tocado en sus esfuerzos por localizar la garganta de la sacerdotisa, y, con mano temblorosa, Uluye empujó los restos a la parte posterior de su cabeza, donde quedaron colgando de la aceitada maraña de sus cabellos. Le sangraban la oreja y el hombro derechos, pero o no se dio cuenta o no le importó.
También Índigo se incorporó, observando a su adversaria con atención. Había cometido un error de cálculo, y era un error que no podía permitirse repetir. Los siguientes minutos, pensó, serían trascendentales.
—Uluye —empezó a decir—, no soy tu enemiga. —La sacerdotisa emitió un desagradable sonido ahogado y gutural, e Índigo sacudió la cabeza—. Tienes que creerlo; tienes la evidencia. —Señaló a la loba, que, aunque se mostraba más tranquila ahora, en cuanto la muchacha la soltó había ido a colocarse como un centinela entre las dos mujeres, en actitud tensa y protectora—.
Vio la respuesta a sus palabras en los ojos de Uluye, el destello de enojado resentimiento. Pero el momento de peligro había pasado, Índigo se dijo que debía hablar ahora, antes de que el orgullo de Uluye volviera a hacerse con el dominio y perdiera la ventaja obtenida.
—Señora... —utilizó la fórmula ceremonial con que se había dirigido a la Dama Ancestral, al tiempo que realizaba el gesto ritual que era una señal de profundo respeto entre iguales, y vio cómo los ojos de Uluye se entrecerraban en cautelosa sorpresa—, no soy vuestro oráculo. Jamás lo he sido. La Dama Ancestral intentó hacerse con el control de mi mente y utilizarme tal y como os controla y utiliza a ti y a tus sacerdotisas, y a todos aquellos que le prestan fidelidad. No tuvo éxito, porque no consiguió obligarme a tenerle miedo. Lo intentó... —Sus ojos adquirieron de repente una expresión retraída, y los clavó en la arena bajo sus pies—. Querida Madre Tierra, lo intentó... pero fracasó, porque
descubrí que no tenía ningún motivo para temerla.
»Eso, Uluye —volvió a levantar la cabeza—, es tu mayor error, y tu mayor carga. Amas a tu diosa; lo sé, lo he visto. Pero tu amor ha quedado pervertido y deformado por el terror que le tienes..., terror que te impulsa a sacrificarle la vida de tu propia hija en un intento desesperado de probar tu fe. ¿Qué clase de perfidia debe infectar a una deidad capaz de exigir tal precio? La Dama Ancestral no es malvada... Tú eres su sacerdotisa y lo sabes mejor que yo. Así pues, ¿cómo puedes pensar, cómo puedes creer ni por un momento que la prueba de tu amor por ella exija que mates a Yima?
Sintió entonces una repentina y violenta agitación en lo más profundo de su mente. Algo se movía, algo que le era extraño, algo que emanaba de más allá de su conciencia..., y por encima de ello escuchó la suave y angustiada voz mental de
La muchacha volvió la cabeza. A su espalda, por encima del lago, por encima de los árboles que se apiñaban en la orilla, todo lo que quedaba del sol era un delgado arco de encendidas llamas. Todo el cielo empezaba a adquirir unos tonos dorados, anaranjados y escarlata; todo el firmamento se encontraba atravesado de rayos de luz, y, cuando volvió otra vez la cabeza, vio que la enorme y suave ala de la noche empezaba a penetrar por el este.
—Uluye —su voz era más apremiante ahora—, te lo vuelvo a preguntar, y te ruego que examines tu corazón antes de responder: ¿realmente crees que sólo la muerte de tu hija puede satisfacer ahora a tu diosa?
Uluye levantó los ojos al cielo. Luego miró en dirección a la orilla del lago y las dos estructuras de madera, y volvió a pasarse la lengua por los labios. Por último su mirada se dirigió al cuadrado iluminado por las antorchas y a los dos cuerpos solitarios que yacían juntos entre las hileras protectoras de amuletos y ofrendas. Se produjo un largo silencio. Detrás de ellas, las sacerdotisas continuaban con sus rítmicos cantos, pero las canciones y el golpear y repiquetear de sus instrumentos había adquirido una nota de hueca desesperación. Los cánticos habían perdido su significado y se habían convertido tan sólo en un mecanismo para aumentar la propia confianza y apaciguar a la congregación. Pero no se interrumpieron. Las mujeres no se atrevieron a hacerlo.
Bruscamente, de manera chocante, la voz de Uluye restalló entre los cantos, resonando por toda la plaza.
—¡No quiero seguir escuchando! —Realizó un salvaje gesto de negación—. ¡Sé cuál es la voluntad de nuestra señora! Yo soy su Suma Sacerdotisa; yo la he mirado a la cara y he recibido su bendición de su propia mano. No me arrebatarás el poder, Índigo; ¡ni me convencerás para que no cumpla con lo encomendado por mi señora!
—No deseo arrebatarte el poder, Uluye —argüyó Índigo con desesperación—.
222
No soy tu rival ni tu enemiga; ¡intento
—No. —La voz de Uluye sonó despectiva—. No quiero tu ayuda. No
Se miraron la una a la otra, e Índigo comprendió entonces que no había nada más que pudiera decir. Ni palabras ni razonamientos convencerían a Uluye. La convicción de la sacerdotisa era demasiado fuerte, su miedo demasiado grande.
Índigo volvió a percibir aquella extraña agitación en lo más profundo de su cerebro, acompañada de una sensación de vago regocijo, y a renglón seguido la acometió una amarga cólera. «Muy bien —pensó—. Crees que has vencido. Ya lo veremos, señora..., ¡ya lo veremos!»
Sabía que se trataba de una jugada peligrosa y tal vez mortal, y, si fracasaba, Yima lo pagaría con la vida. Pero no se atrevió a pensar demasiado en ello. Había que correr el riesgo. En estos momentos era su única esperanza.
Se llevó una mano al fajín y sacó el cuchillo.
—Muy bien, Uluye —dijo con suavidad—. Tienes razón; no puedo hacerte cambiar de opinión. Lo reconozco. —Sostuvo el cuchillo por la punta—. Te ofrezco esto en señal de capitulación. Cógelo, y haz lo que debas.
Mientras hablaba, el último reborde blanco del sol se hundió tras los árboles. La muchedumbre aspiró al unísono con tanta fuerza, que se escuchó por encima incluso del sonido de los tambores y los cánticos, y las largas y lúgubres sombras que se extendían sobre la plaza se fusionaron de repente para formar un manto de penumbra. Las antorchas adquirieron renovado brillo a medida que la ensangrentada luz del cielo empezaba a apagarse y los primeros puntos de luz de las estrellas aparecían por el este.
Uluye dio un paso al frente. Tomó el cuchillo, y por un instante Índigo percibió un destello de emociones cuando, con el rostro inescrutable a la luz de las antorchas, la Suma Sacerdotisa realizó una leve y quizá ligeramente sarcástica reverencia para demostrar que reconocía y aceptaba el significado del regalo. Luego, bruscamente, la antigua y remota arrogancia volvió a hacer acto de presencia, y se volvió a sus mujeres realizando un rápido gesto de cancelación.
Los cánticos cesaron y, con un último repiqueteo apagado, los sistros quedaron en silencio. La multitud tardó algunos segundos en seguir el ejemplo de las mujeres, pero, por fin, un silencio total se apoderó de la plaza. La atmósfera se tornó tensa y agobiante cuando Uluye empezó a
Volvió a sondear su mente, más profundamente en esta ocasión, en busca de la siniestra y burlona presencia. Oh, sí; la Dama Ancestral se encontraba allí; escuchando aún, aguardando aún. El corazón de Índigo latió desacompasadamente lleno de repugnancia, y la joven envió un furioso mensaje a la siniestra diosa: «¡No me extraña que temas que te abandonen, señora! ¡No mereces otra cosa!».
Uluye acababa de finalizar su ofrecimiento personal. Mientras daba la espalda a la orilla y avanzaba los cinco pasos que la conducirían hasta la primera estructura, se sintió inundada por la bendición de la Dama Ancestral. Estaba lista; había suplicado la bendición, y ésta se le había otorgado. La habían tentado para que se desviara del sendero recto, pero había vencido la tentación, y ahora el poder residía en su interior; ella era una copa, un cáliz, un recipiente rebosante del embriagador vino negro que era la voluntad de su señora.
Llegó a la primera estructura y se detuvo ante ella; era un avatar, un ser vengador, un ejecutor, y levantó el cuchillo de Índigo por encima de su cabeza. La luz de las antorchas centelleó sobre la hoja como anticipando la brillante película de sangre. No existía ritual para acompañar esto; se trataba de una acción directa, un acto solemne, y debía realizarse con rapidez y en piadoso silencio.
Uluye tensó los músculos del brazo, invocando toda su fuerza física y psíquica. La mano se cerró con fuerza en la empuñadura. Estaba lista, había llegado el momento...
Bajó los ojos en dirección al rostro de Yima; una máscara aterrada de luces y sombras, empapada con el sudor provocado por el miedo y el calor del día, le devolvió la mirada en silencioso e impotente dolor.
Uluye se quedó paralizada de repente. Intentó apartar la mirada, pero no podía moverse; no podía ni tan sólo parpadear. Estaba preparada para resistir una última súplica en los ojos de Yima, para hacer oídos sordos a sus ruegos de clemencia. Pero allí no
Erguida aún, sujetando todavía el cuchillo con ferocidad, Tas manos de Uluye empezaron a temblar. Luchó por detener aquel movimiento involuntario, pero le fue imposible, y además empezaba a extenderse a los brazos, al cuerpo, a las piernas, haciendo añicos la parálisis, eliminándola y trayendo una oleada de pánico incontrolable.
«¡No! —pensó—. ¡No! ¡Debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! ¡Ha pecado; se ha decretado el castigo! ¡Debo cumplir la voluntad de mi señora! ¡Debo hacerlo!»
Y, de repente, en su cerebro irrumpió con violencia la negra desesperación de la certeza: «¡No puedo hacerlo! ¡Señora, fulminadme y devorad mi alma y enviadme con los
CAPÍTULO 22
—¡Uluye!
El sonido de su propio nombre devolvió a la Suma Sacerdotisa a la realidad, provocándole un traspié que le hizo soltar el cuchillo. Mientras su cerebro salía violentamente de su embotamiento para regresar al mundo real, vio a Índigo, con
—¡No! —chilló Uluye, alzando ambas manos, con las palmas hacia afuera, para rechazar a la muchacha—. ¡Retrocede! ¡No te atrevas a acercarte a mí! ¡Esto es cosa tuya,
—¡Uluye, para! —Índigo llegó junto a ella, la agarró por los antebrazos y la zarandeó con tal fuerza que los dientes de la sacerdotisa castañetearon—.
Uluye la miraba como enloquecida, e Índigo comprendió que sus palabras no le hacían efecto. Era como arrojar piedras contra un muro; sencillamente no conseguía romper la barrera y llegar hasta la mujer.
¡Oh, pero la Dama Ancestral se reía ahora! Índigo sentía el jubilo de la diosa como un gusano que la corroía interiormente, y de repente perdió el control sobre sí misma. Apartó a Uluye de un empujón, se dio la vuelta y regresó corriendo a la plaza. La corona del oráculo yacía en el suelo, sola y abandonada, en el lugar donde la arena aparecía revuelta a causa de su anterior lucha. Aunque odiaba aquel objeto por lo que representaba, Índigo lo recogió y regresó a grandes zancadas hasta la orilla. Haciendo caso omiso de Uluye, que permanecía muy erguida pero indefensa, se introdujo en los bajíos del lago y levantó la corona.
—¡Ten, bruja cobarde! —aulló, la voz quebrándosele de rabia y repugnancia— . ¡Aquí tienes el precioso símbolo de tu tiranía y cobardía! ¡Te lo devuelvo, monstruo, engendro de serpiente,
Arrojó la corona al lago con todas sus fuerzas. Ésta golpeó el agua con un chapoteo sordo y se hundió. Al cabo de unos segundos, una procesión de pequeñas y perezosas olas lamieron la orilla a los pies de Índigo. La muchacha las contempló con fijeza, respirando entrecortadamente mientras el arrebato de cólera remitía poco a poco hasta convertirse en un sentimiento frío y duro. Por fin se giró y vadeó fuera del agua.
Uluye no se había movido. Su cuerpo estaba tieso como el tronco de un roble; tan sólo la mandíbula le colgaba fláccida a causa de la conmoción recibida, y tenía los ojos en blanco. Incapaz de aceptar lo que Índigo acababa de hacer, no conseguía creer lo que había visto y oído. Desde la plaza que las separaba de ellas como un abismo, las mujeres contemplaban la escena en silencio, tan aturdidas como su líder y víctimas de la misma incapacidad de reaccionar, Índigo no les prestó atención y se dirigió al lugar donde había caído su cuchillo. Lo recogió y regresó junto a las estructuras de madera.
Yima la contemplaba con atemorizada sorpresa, pero no dijo nada ni realizó el menor movimiento. Era el retrato de la total indefensión, y la simpatía que Índigo sentía por ella se vio impregnada de improviso por un leve matiz de disgusto. Yima era tan pasiva, tan débil... ¿Creía realmente que merecía la muerte?
Se deshizo de la idea y fue a colocarse junto a la estructura. La hoja del cuchillo cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas, tobillos y cintura de Yima. En una ocasión, debido a que las manos le temblaban de rabia, Índigo hirió levemente a la muchacha, pero Yima se limitó a seguir mirándola, con el cuerpo fláccido e inerte, y, cuando las ataduras cayeron al suelo, Índigo tuvo que zarandearla y gritar su nombre antes de que, llena de miedo, la cautiva se decidiera por fin a arrastrarse hacia la libertad.
Mientras Yima se acurrucaba sobre la arena, frotándose los brazos para activar la circulación de la sangre, Índigo se detuvo unos instantes para escudriñar su cerebro en busca de alguna reacción por parte de la Dama Ancestral. No encontró nada. La presencia se había marchado. Se dirigió hasta Tiam.
Tiam, al menos, no tuvo la menor duda sobre su salvación. En cuanto se vio libre, se apartó rápidamente de la estructura, corrió junto a Yima y la ayudó a ponerse en pie. Abrazándola protector, se volvió hacia Índigo.
—Mi señora oráculo, ¿cómo podemos agradeceros nuestra liberación? —Su voz estaba jadeante por la emoción—. Vuestro nombre vivirá en nuestros corazones durante....
Índigo interrumpió el torrente de palabras.
—No hay tiempo para eso, Tiam, y tampoco lo quiero. Esto no ha terminado aún ni mucho menos. Llévate a Yima, tan lejos como sea posible,
Sus palabras, o la urgencia de su voz, le hicieron llegar el mensaje, y, con un rápido gesto de asentimiento, Tiam empezó a llevarse a Yima de allí. Las sacerdotisas se quedaron mirándolos mientras atravesaban la plaza, pero ninguna hizo el menor movimiento para detenerlos, y durante unos instantes Índigo casi creyó que la disparatada estratagema funcionaría y conseguirían irse del lugar y desaparecer en el bosque sin que se alzara una mano contra ellos. Pero no había contado con Uluye. Las mujeres, que en realidad habían sido adiestradas para seguir las pautas marcadas por ella, podían estar demasiado aturdidas para reaccionar, pero de improviso la voz de la Suma Sacerdotisa quebró el silencio.
—Estúpidas inconscientes, ¿qué creéis que hacéis? ¡Detenedlos!
El grito rompió la parálisis de las mujeres, y súbitamente estalló un farfulleo de voces al salir las sacerdotisas de su ensimismamiento y comenzar a moverse. Tiam las vio y echó a correr, arrastrando a Yima con él. Uluye salió en su persecución cruzando la arena, y otras mujeres se apresuraron para interceptarlos.
Entonces, del otro extremo de la plaza, surgió un grito agudo de incontrolado terror.
Presa y perseguidores se detuvieron en seco, confundidos, y las cabezas se volvieron a uno y otro lado en busca del punto del que había brotado el horrible grito. Se escuchó un nuevo alarido, y un tercero, y el aullido de miedo de un hombre adulto... y de repente se produjo todo un mare mágnum cuando una sección de la muchedumbre divisó las borrosas figuras que salían del bosque.
Seis de ellos..., ocho..., diez..., una docena..., arrastrando los pies, meneando la cabeza estúpidamente y con los brazos extendidos al frente, los
A su alrededor, la escena empezaba a convertirse en un caos a medida que más espectadores advertían lo que sucedía. El aire se estremecía con sus gritos y alaridos, y grupos aterrorizados de personas corrían en todas direcciones; incluso aquellas que no conocían aún el motivo del terror luchaban violentamente con sus vecinos para abrirse paso y huir, Índigo vio a una mujer y a dos criaturas caer pisoteadas cuando la masa de gente más cercana a la plaza, y por lo tanto al peligro, intentó abrirse paso para llegar al extremo de la multitud y huir. Un hombre, enloquecido de terror, arrancó una antorcha de la elevada asta que la sujetaba y se dedicó a blandir la llameante tea ante el rostro de todo aquel que se interponía en su camino.
A pesar de todo, los
Como si una mano gigantesca acabara de abofetearla, su cerebro recibió una violenta sacudida que le hizo ver el terrible motivo. Junto a ella,
—
La plaza parecía ahora una escena sacada de una pesadilla. Los últimos restos de luz en el cielo habían desaparecido, y la única iluminación la proporcionaban las frías estrellas y las pocas antorchas que no se habían utilizado como armas ni habían sido derribadas de sus soportes y apagadas a pisotones, con lo que era casi imposible distinguir a hombres de mujeres, ni a seres humanos de muertos vivientes, en medio de la caótica penumbra. De todos modos, los gritos de los aldeanos iban disminuyendo a medida que más de ellos conseguían escapar. Sólo quedaban algunos rezagados ahora... y otros treinta o cuarenta que yacían boca abajo sobre la arena o entre la maleza, en el linde del bosque.
Las sacerdotisas se apiñaban por todas panes, algunas gimiendo y llorando, otras realizando al menos algún intento de recuperar la serenidad y ayudar a sus compañeras, y por fin Índigo descubrió la elevada figura de Uluye cerca del lago. Intentaba reunir a sus mujeres junto a ella, y su voz, ronca y áspera, se dejaba oír por encima del estrépito.
—¡Uluye!
Índigo empezó a abrirse paso por entre la gente para llegar hasta ella, y, al acercarse, vio con sobresalto que los primeros
Uluye giró rápidamente. Por un momento pareció no reconocer a la muchacha; luego, como si su llegada hubiera actuado como catalizador, la mujer se soltó con un violento gesto y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Qué he hecho? —gimió—. Señora, perdonadme.
—¡No has hecho nada! —gritó Índigo—. Esto no es culpa tuya, Uluye. Es culpa de la Dama Ancestral; es su forma de intentar atemorizarnos para que perdamos la moral.
Uluye sacudió la cabeza, balanceando violentamente las aceitadas guedejas de sus cabellos. —¡Estamos perdidas! —chilló— Nos matarán a todas. ¡Esta es la sentencia que la Dama Ancestral ha dictado contra mí!
—¡No! No es de ti de quien quiere vengarse, es de mí. ¡Uluye, escucha,
—«Madre Tierra», pensó, «no puedo alcanzarla, no reacciona».
Entonces, en medio de aquella frenética desesperación, Índigo volvió a ver mentalmente los ojos ribeteados de plata, y escuchó en su cerebro los ecos de una carcajada triunfal...
—¡Oh, maldito
Aulló las palabras con todas las fuerzas de sus pulmones y vio que Uluye daba un respingo. Pero la mujer no importaba ahora. Esto, se dijo Índigo, esto era algo entre ella y la Dama Ancestral. ¡Y no se dejaría vencer!
Se abrió paso por entre el círculo de aterradas mujeres que rodeaban a la Suma Sacerdotisa. Cuando consiguió salir, vio frente a ella, a menos de cinco metros de distancia, el cuadro maldito en el que los cuerpos de Shalune e Inuss aguardaban todavía su espantoso destino final. Aun en medio del pánico, nadie se había atrevido a tocar las cuatro teas que ardían allí, y, más allá de su humeante resplandor, Índigo vio las siniestras figuras de los
Los últimos aldeanos ya habían escapado y desaparecido, pero las sacerdotisas estaban atrapadas, y su terror aumentaba mientras se arremolinaban y apiñaban entre sí formando un grupo compacto sobre la arena. Pero Índigo sabía que los
«¡Grimya!», se comunicó con urgencia.
Mientras la loba se alejaba corriendo, el cerebro de Índigo empezó a trabajar a toda velocidad; sentía una enorme oleada de energía alzándose en su interior, y se aferró a ella con todas sus fuerzas. «Poder... Sí, señora, tengo poder, y es mayor que el tuyo, ¡porque el demonio llamado miedo ya no tiene ninguna potestad sobre mí!»
Echó a correr al frente, llegó hasta el cuadrado y soltó la antorcha más cercana de su soporte. Los primeros
Los ojos de Índigo se volvieron negros, y a su alrededor brotó una aureola plateada. «Plata por Némesis..., mi siniestra gemela, pero ahora ya no soy su esclava. ¡No te temo ni a ti ni a tus legiones, Señora de los Muertos!»
El poder se animó en su interior, y la antorcha que sostenía estalló en una violenta columna de fuego plateado. De las gargantas de los
débiles sonidos sibilantes de alarma o rabia, e Índigo giró en redondo.
Uluye se erguía solitaria frente a la llorosa y orante masa de sus mujeres, con su figura recortada por la luz de la tea sostenida por la muchacha.
—¡Uluye! —La voz de Índigo se abrió paso por entre los murmullos— ¡Ayúdame! ¡Ayúdame a matar a los
La sacerdotisa no conseguía apartar la mirada de las llameantes estrellas en que se habían convertido los ojos de Índigo.
—¡No puedo! —gritó con voz ronca—. ¡No se los puede matar, es imposible!
—¡Pueden morir! —replicó Índigo, sacudiendo la cabeza—. ¡Sólo crees que es imposible, porque siempre has tenido demasiado miedo para intentarlo!
—¡Ayúdame, Uluye! —insistió—. ¡Utiliza la energía y el poder que tu diosa te dio, y acaba con la esclavitud de tu gente y con la miserable existencia de los
Volvió a girar, alzando la antorcha en una mano y la lanza en otra. A dos pasos de distancia, unos ojos muertos la contemplaron con un resplandor hueco cuando la plateada luz cayó sobre el cuerpo del zombi que se acercaba. Los
El
Índigo liberó la lanza con un fuerte tirón y se volvió otra vez en dirección a Uluye y sus mujeres.
—¿Lo veis ahora? —les gritó—. ¡Pueden morir! Ayúdame, Uluye. Reúne a tus mujeres, coged vuestras lanzas y machetes y liberaos del miedo a los
Uluye se quedó mirándola, paralizada. Los rezos y súplicas de las sacerdotisas se habían transformado en anonadado silencio, pero, mientras Índigo y su líder seguían contemplándose fijamente, unos murmullos, unos susurros ahogados, empezaron a surgir poco a poco de sus apiñadas filas.
—Ella lo mató..., mató al
Índigo era perfectamente consciente de que, a su espalda, los
Por fin, temblando, Uluye se movió. Alargó una mano a su espalda y extendió los dedos en una señal a sus seguidoras. Una de las mujeres se adelantó corriendo, con una lanza. Uluye la tomó y, sin apartar la mirada de Índigo, como si estuviera hipnotizada, empezó a andar hacia el frente. La muchacha se hizo a un lado cuando se acercó, y Uluye se detuvo ante otro de los ahora inmóviles
Temblando, Uluye se volvió hacia Índigo. Su rostro mostraba una expresión de asombro, y sus ojos brillaban con la luz de la revelación.
—Te has encarnado entre nosotras... —musitó; luego, antes de que la muchacha pudiera reaccionar, se volvió a las sacerdotisas allí reunidas y levantó la ensangrentada lanza por encima de su cabeza.
»¡La Dama Ancestral está con nosotras! —aulló—. ¡Nos ha mostrado la verdad y el camino; nos bendice a todas! ¡Señora..., oh, señora, vos sois nuestra adorada diosa! —Y doblando una rodilla en tierra, extendió los brazos y realizó el gesto ritual de más profunda veneración del culto: el homenaje de una sacerdotisa a su diosa.
Índigo se sintió estupefacta. Y, en el mismo instante en que las palmas de la Suma Sacerdotisa tocaban el suelo, una voz titánica resonó ensordecedora por toda la plaza.
—¡NO! ¡YO SOY VUESTRA DIOSA! ¡TRAIDORAS Y BLASFEMAS, YO SOY VUESTRA DIOSA!
La superficie del lago se había vuelto de color plata, y, alzándose de ella como humo de un fuego forestal, una neblina negra hervía y borboteaba. Unas formas se retorcían en su interior, innominables, espantosas, y en su corazón, por encima del centro del lago, se agitaba una gigantesca columna negra como la letal cabeza de un tornado.
Las sacerdotisas empezaron a chillar acurrucándose sobre el suelo, y Uluye miró a Índigo confundida y aterrada. La transformación y el despliegue de poder la había convencido de que Índigo
—¿ES ÉSTA LA FORMA EN QUE DEMOSTRÁIS VUESTRO AMOR POR
MÍ? ¿OSÁIS DARME LA ESPALDA Y DAR VUESTRA LEALTAD A OTRA? ¡AH, MI VENGANZA SOBRE VOSOTRAS SERÁ TERRIBLE..., TERRIBLE Y ETERNA!
Uluye se cubrió el rostro con los brazos como para rechazar una lluvia de golpes y empezó a chillar. Mientras se derrumbaba sobre el suelo y sus mujeres caían de rodillas, gimoteando, Índigo se dio la vuelta y corrió a la orilla del lago. Su voz resultaba insignificante después de la abrumadora ira de la Dama Ancestral pero aulló con todas sus fuerzas, gesticulando con violencia en dirección a la oscilante columna.
—¡No! ¡Estúpida, ciega y atemorizada estúpida! ¡Ellas no me adoran a mí; te adoran a ti! ¡No te han dado la espalda...! ¡Creían que yo
—¡MIENTES, ORÁCULO! —La respuesta la ensordeció—. ¡BUSCABAS OCUPAR MI LUGAR Y ARREBATÁRMELAS!
—¡No he hecho tal cosa!
Índigo dirigió una rápida mirada por encima del hombro y vio que Uluye se ponía en pie. La Suma Sacerdotisa empezó a avanzar a trompicones hacia las otras mujeres, e Índigo comprendió lo que pensaba hacer. Era una locura, una insensatez... y era una prueba devastadora de que Uluye realmente amaba a su diosa y seguiría amándola, sin importar qué horrores la Dama Ancestral pudiera infligirles a todas ellas.
Índigo se volvió de nuevo hacia el lago, y gritó:
—¿No las ves? ¿No ves lo que hace tu Suma Sacerdotisa, no lo
Temblorosa, luchando por encontrar un tono apropiado, Uluye había empezado a cantar. Se trataba de una canción que Índigo había llegado a conocer bien durante su estancia en la ciudadela: un himno de alabanza a su señora, una promesa de obediencia y una declaración de amor. Una a una, las mujeres se le fueron uniendo a medida que su ejemplo les daba confianza —o a medida que la desesperación las arrastraba—, y el himno se elevó trémulamente en el aire.
—¿No las oyes? —exclamó Índigo.
—LAS OIGO, PERO ES TARDE. MI CÓLERA DEBE SER APLACADA, Y MIS SIRVIENTES, PAGARLO. ¡DEBERÁN HACER PENITENCIA POR SU DESAFÍO, Y TEMERME!
—¡Pero no te han hecho ningún mal! —le respondió la muchacha a gritos—. ¿Qué crimen han cometido? ¿Qué pecado?
—MI SUMA SACERDOTISA HA FALTADO A SU DEBER. SU HIJA SE NEGÓ A ENTRAR A MI SERVICIO, Y SIN EMBARGO ULUYE NO LE IMPUSO EL CASTIGO QUE DECRETÉ. EL FRACASO DE UNA ES EL FRACASO DE TODAS.
De improviso, la luz plateada de la superficie del lago resplandeció deslumbradora, y la voz de la Dama Ancestral adoptó un nuevo tono, doblemente siniestro.
—
El cántico se hundió en el caos antes de caer en un silencio espantoso. Arrastrando los pies, con paso inseguro, con la misma falta de voluntad propia de un
—HAS HECHO MAL, ULUYE —salmodió la voz con crueldad— TE DI A CONOCER MI VOLUNTAD, PERO NO ME OBEDECISTE. AHORA HAY QUE PAGAR EL PRECIO. ¿CARGARÁS TÚ CON LA PENITENCIA, O TENDRÉ QUE ENVIAR
Durante unos segundos Uluye permaneció totalmente inmóvil. Luego, vacilante pero resuelta, se incorporó muy despacio.
—Mi dulce señora... —su voz era apenas un susurro, pero se escuchó con espeluznante claridad en el repentino silencio que se había apoderado del lugar— , aquí me tenéis ante vos. Soy vuestra sierva, pero he faltado a vuestro servicio. La falta es mía, y mío ha de ser el justo y legítimo castigo. No soy digna de pedir vuestra clemencia; no merezco esperar vuestro perdón. Sólo rezo para que mi penitencia nos sirva a todas, y que mis hermanas puedan vivir en la esperanza de que mi destino les sirva para volver a obtener vuestro amor, que es la fuente de nuestra existencia.
Y, en la mente de Índigo,
Con una violenta sacudida mental, Índigo regresó a la realidad como movida por un resorte, y comprendió con horror que ella misma se había visto momentáneamente atrapada en la red de la Dama Ancestral, hipnotizada por la voz sobrenatural, prendida en el enfrentamiento entre la diosa y su Suma Sacerdotisa. Sólo ahora se daba cuenta de las intenciones de Uluye... y, al mismo tiempo, comprendió que ninguna palabra suya haría cambiar de opinión a la Dama Ancestral ahora. Había perdido. El miedo, el demonio del miedo, había vencido.
«¡No! —pensó—. ¡No! ¡No puede ser! No puedo fracasar. Existe otra forma, un poder mayor...»
Una voz hueca había empezado a reír dentro de su cerebro. En su visión mental, unos ojos como carbones envueltos en una llama plateada ardían con hielo y fuego. Y un centenar, un millar, diez millares de voces le gritaban:
Examinó con atención las profundidades de su corazón, de su alma, y comprendió. La lección aprendida en el mundo de los muertos había sido mayor de lo que imaginaba la Dama Ancestral; mayor incluso de lo que ella misma había imaginado hasta ahora. No necesitaba ningún avatar que le mostrase el camino, o que mediara entre su propia alma y el auténtico poder que existía detrás de la vida y la muerte, el poder que era el amor que las envolvía a ambas. Ella
Índigo fue hacia la enojada, burlona y aterrada imagen de su mente, y se hizo con ella. Abrió los ojos de golpe, y eran ojos como tizones, circundados de llamas plateadas, que relumbraban con hielo y fuego. Dirigió la mirada al otro lado de la plaza al lugar en el que se encontraba Uluye sola.
La hoja del cuchillo pendía sobre el corazón de la Suma Sacerdotisa. Uluye contempló el mundo por lo que creía que era la última vez en su vida; luego cerró los ojos y sus palabras resonaron en la ciudadela y el bosque mientras gritaba con orgullo y fuerza:
—¡Por mi señora, no me importa morir!
Y, del lugar en el que había estado Índigo, surgió una nueva voz:
—DÉJALO.
Era tan suave, pero aun así tan poderosa, como un mar en calma, y llenó la plaza, llenó las mentes de todos los que la oyeron, como luz líquida. Sobre el lago, la negra columna se estremeció como golpeada por una galerna. Sobre la plaza, una multitud de ojos oscuros y asustados se volvieron...
La figura de pie en la arena no era Índigo... o, si lo era, entonces Índigo ya no era totalmente humana, sino mucho, mucho más poderosa. Una aureola dorada brillaba a su alrededor, como si el sol acabara de alzarse de la oscuridad a su espalda. Una capa hecha de cielo y tierra y agua y fuego le caía de los hombros, y sus cabellos eran una reluciente cascada de todos aquellos colores y más, derramándose, entremezclándose,
Los ojos eran los negros ojos de la Dama Ancestral, y los lechosos ojos dorados del emisario que la había empujado a su misión, y los ojos plateados de Némesis, y los ojos ambarinos de un lobo, y los ojos azul-violeta de una mujer que había conocido el amor y visto la muerte, y que, después de medio siglo de vagabundeo, todavía se esforzaba por comprender. A Uluye le resbaló el cuchillo de los dedos, mientras que las sacerdotisas, como una sola, caían de rodillas.
Y de la nebulosa torre de oscuridad que flotaba sobre el corazón del lago brotó un fino y atemorizado lamento, como el llanto de un niño al despertar en la noche y encontrarse solo.
El ser que era Índigo se giró. Detrás de él, en el cuadrado ceremonial, tres antorchas seguían ardiendo de forma irregular, aunque su luz resultaba ahora un pálido reflejo de la luz que llameaba a su alrededor. Más allá de las antorchas, los
—MARCHAOS —dijo, alzando las manos—. AHORA PODÉIS DESCANSAR EN PAZ.
En su cerebro sonó una vocecita suplicante, desesperada:
Se escuchó un suspiro, tan suave como una brisa de verano a través de la extensa tundra meridional. Uno a uno, a medida que el poder y la libertad fluían hacia ellos desde Índigo y desde la siniestra diosa cuya voluntad aprisionaba la muchacha dentro de la suya, los
La Suma Sacerdotisa lloraba. No acababa de comprenderlo; Índigo se dio cuenta de ello nada más empezar a dirigirse hacia la sollozante figura de Uluye. Lo que la mujer veía ante ella era aquello que había deseado, que había ansiado ver: el eje de toda su vida, la piedra de toque de su existencia, Índigo se acercó más, y Uluye, tal y como habían hecho sus mujeres antes, cayó de rodillas en la
arena.
—Dulce señora... —la voz se le quebró por la emoción—, habéis mostrado compasión con los condenados. ¿No os mostraréis misericordiosa con nosotras, que os amamos más que a la vida? Os pertenecemos, señora, y no queremos otra cosa más que serviros.
En la mente de Índigo resonó un grito angustioso:
El lago empezó a relucir; Índigo sintió cómo un tremendo escalofrío la recorría de la cabeza a los pies, y una voz lastimera resonó en su cabeza:
Una brisa helada recorrió el lago provocando diminutas olas en su superficie.
El ser que era Índigo, humano, animal y diosa, sonrió con inefable tristeza.
Entonces lo sintió, sintió el poder, el amor, la camaradería, la
—¡EN NOMBRE DE LA MADRE TIERRA, TE RUEGO, DAMA ANCESTRAL, QUE TE MUESTRES A TUS CRIATURAS!
La columna de oscuridad, el tornado en el centro del lago, osciló... y se desvaneció. Por un instante el espejo plateado de la superficie permaneció totalmente inmóvil; luego un lento desfile de olas empezó a fluir hacia la orilla desde el centro, chapoteando en la orilla del lago con un suave sonido apenas audible, una tras otra. Y, en su punto de origen, algo se alzó de debajo de las aguas.
El negro bote se acercó despacio a la orilla, empujado por el remo que empuñaba la figura situada en la popa, embozada en neblina y oscuridad. Uluye, arrodillada en la orilla, contempló en jadeante silencio cómo se acercaba. Las lágrimas le humedecían todavía las mejillas, pero sus ojos eran como los ojos de una criatura, asombrados y extasiados, y sus manos se cerraban y abrían espasmódicamente, como si ansiase extender las manos hacia la visión que se aproximaba, pero no se atreviese.
La embarcación llegó a tierra, y la Dama Ancestral desarmó el remo, pero no se movió...
—SEÑORA... —la voz que en una ocasión había sido la de Índigo le habló con dulzura—, ¿NO QUIERES REUNIRTE CON NOSOTRAS?
La Dama Ancestral mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y su respuesta llegó a la mente de Índigo triste y débil por debajo de la mortaja de negros cabellos.
Índigo no respondió enseguida, pero su resplandeciente figura avanzó hasta la orilla del lago y se detuvo frente a la proa del bote. La oscura figura siguió sin moverse, y por fin, en silencio, Índigo volvió a hablar.
La Dama Ancestral alzó la cabeza despacio. Por entre la cascada de negros cabellos, el rostro de una anciana menuda de ojos nublados contempló a Índigo con expresión de intensa tristeza. La hundida boca tembló, y la mujer dijo:
Índigo sintió una cálida oleada de simpatía, y con ella una repentina y profunda sensación de camaradería. En el centro de la gran mente con la que la suya se había fusionado, el poder se movió como una potente marea, y extendió una mano reluciente.
La Dama Ancestral dio un paso hacia ella y, vacilante, extendió la mano. En el instante previo al encuentro de sus dedos, la figura vio otro rostro reflejado en el rostro de Índigo, otros ojos que eran negros y plateados y dorados y marrones y azules y verdes, cambiando y cambiando, pero siempre llenos de luz. Entonces se estableció el contacto....
Índigo sintió la sacudida, fuego y hielo juntos, un escalofrío parecido a un terremoto que se inició en las profundidades de su ser y fluyó a través de ella y fuera de ella a la oscura figura del bote. Por un demoledor instante, ambas se convirtieron en una sola entidad, y de repente Índigo supo lo que significaba ser la señora del mundo subterráneo, la Señora de los Muertos, guardiana de almas; y mil millares de voces resonaron en su cabeza:
Entregó parte de sí misma, parte del poder que anidaba en su interior, y la luz brotó de la figura de la Dama Ancestral: una brillante aureola plateada que iluminó la plaza, iluminó la noche, con el resplandor de una luna llena alzándose en el firmamento. La Señora de los Muertos levantó la cabeza, y los negros labios rieron jubilosos, y el blanco y hermoso rostro era el rostro eterno de una diosa; y los ojos, como estrellas negras, pero llenos de vida, volvieron la mirada hacia sus adoradoras, y exclamó, abriendo los brazos de par en par como para abrazarlas a todas:
—¡MIS HIJAS!
Índigo vio cómo Uluye y sus mujeres se incorporaban, pero, en el mismo instante en que éstas se ponían en pie, en el mismo instante en que corrían hacia su señora, una gigantesca oscuridad pareció caer sobre ella. El mundo giró convertido en un torbellino; visión y sonido se desvanecieron, crecieron, volvieron a desvanecerse, mientras los sentidos de la muchacha se tambaleaban.
Y el poder empezó a abandonarla, manando de ella, retirándose.
,Oyó la voz mental de
Y, justo antes de caer sin sentido en el suelo, escuchó la voz temblorosa de Yima, como el grito de un ave en la oscuridad que estallaba sobre ella:
—¿Madre? ¡Oh, madre!
CAPÍTULO 23
Había estado consciente durante la última hora pasada sobre la arena, pero de una forma remota y distante, como si contemplara los acontecimientos desde una gran distancia en el tiempo y también en el espacio. Todavía recordaba a las mujeres cantando; lo escuchó en sus sueños, un hilo plateado recorriendo las neblinas de sus sueños. También en estos sueños, revivió a menudo el momento de la partida de la Dama Ancestral, con la brillante figura impulsando el bote con la espadilla, de regreso al centro del lago, mientras las sacerdotisas entonaban un último éxtasis de alabanza.
Siguiendo las órdenes de su diosa, habían apagado las antorchas y retirado los amuletos del espacio reservado a los
Se habían acabado los castigos; se habían acabado los
E Índigo deseó intensamente con todo su corazón que la promesa se hubiera mantenido.
Cambió de posición, apartando a un lado algunas de las ofrendas amontonadas en el interior de la cueva y que la convertían en una especie de cueva del tesoro. Comida, ropas, adornos, fetiches, tallas, utensilios; regalos de sacerdotisas agradecidas y de aldeanos sorprendidos y pasmados; regalos que la mitad de sus donantes no podían permitirse pero que debían,
No habían tardado mucho en aparecer las primeras señales. La transportaron de regreso a la cueva, y allí durmió durante tres días seguidos, mente, cuerpo y espíritu extenuados por los acontecimientos de la trascendental noche. Cuando por fin despertó se encontró convertida en una heroína, y aún más, mucho más que eso. Aunque se mostraron obedientemente de acuerdo con ella cuando les dijo que no era un oráculo, y tampoco el avatar escogido por la Dama Ancestral, comprendió que su aquiescencia no iba más allá de las palabras y gestos dirigidos sólo a contentarla. En sus corazones no era así, jamás podría ser así, y, para Índigo, ésta había sido la primera señal de que, aunque habían aprendido a quererla, también la temían.
Luego estaba Uluye. Uluye no podía cambiar. Oh, ella y Yima se habían reconciliado, y Uluye había dado su bendición a Yima y a Tiam, la bendición sancionada y santificada por la Dama Ancestral, pero ya buscaba a una nueva candidata a la que traspasar el manto en años venideros, otra muchacha a la que seleccionar, criar y educar a imagen suya; y gobernaría la vida de su nueva protegida tal y como había gobernado la vida de su hija. Y el ritual nocturno a la orilla del lago..., eso, también, había sido a petición de Uluye. En un principio su decisión fue continuar las patrullas nocturnas del lago con sus antorchas y cánticos y el repiqueteo de los sistros, simplemente como señal de reverencia hacia su señora, una expresión de la gratitud del culto. Así que habían cantado, y bailado, y realizado ofrendas.
Pero la naturaleza de las ofrendas empezaba a tomar un tinte siniestro. Se empezaban a arrojar al lago amuletos contra esto o aquello mezclados con regalos más sencillos de comida; y, en dos ocasiones en los últimos siete días, habían aparecido humildes delegaciones de poblados vecinos y había habido consultas en voz baja, y, en las noches siguientes a estas visitas, se incluyeron nuevos amuletos contra el mal de ojo entre las ofrendas hechas a la Dama Ancestral. Lentamente, insidiosamente, las viejas costumbres volvían a reafirmarse.
Índigo intentó advertirles, pero sabía de antemano que sus esfuerzos estaban condenados al fracaso. La escuchaban, claro que la
Podría haber cambiado las cosas. Todo lo que necesitaba hacer era ponerse el manto de plumas del oráculo y ocupar su lugar en el sillón en el templo de la cima del zigurat. La habrían escuchado, y habrían obedecido cada una de sus palabras. Podría haber usurpado el poder de Uluye, haberse colocado por encima de la Suma Sacerdotisa,
La cortina que cubría la entrada a la cueva se agitó de repente, y
—Crrreo que están todas dor... midas ahora —dijo en voz baja—. El ritual noc... turno ha terminado, y hace rrrato que no se ve ningún movimiento abajo. —Hizo una pausa— ¿Essstás lisssta?
—Sí.
Índigo se puso en pie y recogió las bolsas amontonadas cerca de ella. Se sentía extraña al volver a llevar sus viejas ropas en lugar de las túnicas a las que se había acostumbrado durante su estancia aquí; le resultaban raras y ajenas a ella. Paseó la mirada por la cueva, contempló el montón de regalos, y sintió crecer en su interior una dolorosa mezcla de tristeza y amargura.
«De todos modos —pensó—, existe mucho temor. El demonio puede haber muerto en mi interior, pero, para ellas, sigue vivo. Creo que siempre será así... y lamento tanto que no haya más que yo pueda hacer...»
No pensaba llevarse ninguna de aquellas ofrendas; ni siquiera un pequeño recuerdo. De hecho, tenía algo que dejar, un regalo para la Dama Ancestral. Qué pensaría de él la siniestra diosa, no lo sabía, pero a lo mejor podía servirle, ahora que ya no tenía utilidad para Índigo. Había desempeñado su papel en su vida, pero su momento había pasado.
Se preguntó qué pensarían las mujeres cuando descubrieran que se había ido. ¿Adivinarían la verdad, o creerían que el oráculo y su compañera se habían desvanecido, llamados quizás a un mayor servicio de la Dama Ancestral? En cierta forma, era lo que esperaba, pues esto podría asegurar que la olvidaran más pronto.
Apagó la lámpara de un soplo. La cueva se sumió en la oscuridad, e Índigo y
Índigo se llevó la mano al cuello y tiró de la cinta de cuero que sujetaba la bolsa de la piedra-imán. El tiempo había vuelto quebradiza la vieja correa de cuero, que se rompió con facilidad, y la muchacha se quedó con la bolsa en la mano. No quería mirar la piedra, ni tan siquiera por última vez; estaba decidida, y nada la disuadiría ahora.
Arrojó piedra, bolsa y correa, todo junto, bien lejos en dirección al lago. Descendieron girando como una peonza, apenas visibles a la luz de la luna y las estrellas..., y a poco un leve centelleo rompió la uniformidad del lago porcunos instantes cuando chocaron contra las aguas.
«Esta es la pequeña ofrenda que te hago, señora —pensó—. Acéptala como muestra de mi gratitud, ya que me mostraste que aquello a lo que temía por encima de todo no tenía fundamento. Fenran está vivo, y creo que puedo encontrarlo. Ninguna otra cosa me importa ahora, y te doy las gracias por ponerme en este sendero.»
Ninguna respuesta se agitó en su cerebro, como ya había supuesto que no sucedería. El vínculo estaba roto. Sin embargo, pensó Índigo, algo de la Dama Ancestral viviría siempre en su interior a partir de ahora; un legado del avatar que llevaba dentro de su propio ser, el avatar que había despertado aquí y que había sabido, fugazmente, lo que era ser una diosa.
Bajó los ojos hacia
Luego se echó las bolsas al hombro, y, tan silenciosas como las sombras de dos nubes cruzando sobre el rostro de la luna, descendieron juntas la escalera y se marcharon en dirección al bosque que las esperaba más allá de la dormida ciudadela.