Marusia llega a Nueva York procedente de la URSS con un niño y muchas ilusiones en torno a la calle Ciento ocho, un barrio de emigrantes rusos: el taxista y pintor Baránov, el erudito editor Fima, el abogado verdulero Ziama, el director de escena y agente inmobiliario Lérner... Todos ellos conviven con coreanos, hindúes, árabes y judíos alemanes, en un hábitat donde los negros son enigmáticos seres con transistor y los americanos blancos que hablan inglés son tenidos por extranjeros. Y también latinoamericanos, como Rafael, empeñado en casarse con Marusia.El estilo conciso de Dovlátov, hecho con la sencillez y la viveza de la literatura oral, ofrece con ironía la visión cercana y afectuosa de unos seres desplazados y ansiosos de vida en la difícil integración a un nuevo mundo.
Marusia llega a Nueva York procedente de la URSS con un niño y muchas ilusiones en torno a la calle Ciento ocho, un barrio de emigrantes rusos: el taxista y pintor Baránov, el erudito editor Fima, el abogado verdulero Ziama, el director de escena y agente inmobiliario Lérner… Todos ellos conviven con coreanos, hindúes, árabes y judíos alemanes, en un hábitat donde los negros son enigmáticos seres con transistor y los americanos blancos que hablan inglés son tenidos por extranjeros. Y también latinoamericanos, como Rafael, empeñado en casarse con Marusia.
El estilo conciso de Dovlátov, hecho con la sencillez y la viveza de la literatura oral, ofrece con ironía la visión cercana y afectuosa de unos seres desplazados y ansiosos de vida en la difícil integración a un nuevo mundo.
Serguéi Dovlátov
La extranjera
ePub r1.0
Titivillus 13.03.2018
Título original:
Serguéi Dovlátov, 1986
Traducción: Ricardo San Vicente
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PRÓLOGO
SERGUEY DOVLÁTOV O LO FORMAL COMO TEJIDO NARRATIVO
RICARDO SAN VICENTE
Serguéi Dovlátov, de sus
De una entrevista
Entre las maneras de trazar el perfil de un escritor una de las posibles es la de descubrir la amalgama que en su obra se da entre lo formal y lo moral, entre el tamiz estético y el grano ético y que, matizada por la pluma del autor, cae en la conciencia —¿ética, estética?— del lector, es decir, acercarnos al modo en que se funden el "cómo" y el "qué". Es algo que hace el hombre ante una tortilla o un
La pugna entre lo formal y moral por abrirse espacio en libros y manuscritos se remonta a los albores de la literatura, pero si nos referimos a la literatura rusa moderna, este combate, en forma de genial y fértil desconcierto, arranca de Gógol, del autor de
Entre los escritores del XIX, tal vez sean su iniciador y quien cierra el siglo —Pushkin y Chéjov— quienes consiguen fundir en su intención y en su propia obra la preocupación moral —social, histórica, política incluso— con la voluntad estética y en definitiva formal. No es extraño, por tanto, que a finales del siglo XX los dos autores rusos sobre los que fija su mirada Serguéy Dovlátov sean sobre todo Pushkin y Chéjov.
Sobrevolando la búsquedas formales que han desplegado con más o menos fortuna los escritores rusos de su tiempo —desde Bítov a Sokolov—, ajeno a la tradición ética que se perpetúa en los escritores de los sesenta —desde Trífonov hasta Pristavkin—, y al margen de todo compromiso que no sea consigo mismo, en Leningrado, en el fértil y encrespado ambiente de los jóvenes herederos del "Siglo de Plata", a finales de los años cincuenta, en la época del "deshielo", surge un escritor que tiene algo que decir y sabe cómo hacerlo, un continuador de esta corriente sutil que logra fundir el artificio con el interrogante.
Durante los ensayos teatrales, Stanislavski, ante una escena que no le parecía convincente, clamaba "¡No me lo creo!". A un arte así, "creíble" de este modo, cuando ficción se funde con realidad y lo veraz con lo verosímil, nos referimos al citar a Pushkin y a Chéjov, y también a Dovlátov. Este escritor, nacido Ufá (en los Urales) en 1941 y muerto en Nueva York en 1990, ha logrado escribir una obra tan breve e intensa como su propia vida.
Dovlátov es un escritor ruso, por ser la de Pushkin la lengua que le permite escribir, pero por sus venas corre también sangre judía y armenia. Entre sus ascendientes se cuentan desde emigrados y fusilados, hasta figuras de la cultura soviética. Sus descendientes ya son norteamericanos. A finales de los setenta se vio obligado a emigrar. Y ya que hablamos de raíces, añadamos que además de los autores rusos citados, toda aquella generación —Brodsky, Bítov, Aksiónov, Dovlátov— se alimentó del repentino flujo de literatura rusa hasta entonces prohibida y de la extranjera traducida al ruso por aquellos años. En el caso de Dovlátov es la literatura y sobre todo la narrativa norteamericana la que desempeñó un papel decisivo.
De su agitada vida en la URSS conviene señalar su paso meteórico por la facultad de filología de la universidad de Leningrado, de la que fue expulsado, anotar que hizo su obligado servicio militar en las tropas de escolta de los campos de trabajos forzados —experiencia de la barbarie humana que alimentará sus primeros pasos literarios—, recordar sus años de trabajo como periodista en Leningrado y Tallin, y subrayar su impenitente actividad de narrador, plasmada en un sinnúmero de relatos que lentamente se irían inscribiendo en diversos ciclos; una actividad que, tampoco hay que olvidarlo, mientras vivió en la URSS se vio enmudecida por completo en lo que a publicaciones soviéticas se refiere.
Su "mili" en los campos —desde el otro lado de la barrera, es cierto, aunque para él el hecho no tendría gran importancia— constituyó el gran impulso para escribir, o, dicho de otro modo, se convirtió en un material que necesitaba de un autor. De la experiencia saldría
Los años ochenta se dibujan como el período estelar de Dovlátov. Aparecen en ruso y en inglés —así como en otras lenguas— la mayoría de sus obras. Tras
Hasta aquí algunos datos biográficos del autor, pálidas fechas y títulos de una vida, como hemos dicho, breve y agitada, de una existencia empapada de alcohol y de amor por la literatura. Una vida que, además, se erige en el material primero de su obra, en el escenario para el que el propio autor ha reescrito el guión. Y es que la obra de Dovlátov puede definirse como una tenaz búsqueda de las palabras que traduzcan su vida: palabras, frases, secuencias que el artista recoge y esculpe en una obra marcada por el testimonio propio. Autor y narrador, protagonistas y referentes reales se entrecruzan en la obra de Dovlátov.
Ya en su primera obra,
Otro símil musical citado por los conocedores de Dovlátov es el del
La aproximación jazzística a la obra de Dovlátov puede extenderse a su modo de vida, que algunos comparan con la de su admirado Charlie Parker, aunque a Dovlátov, a modo de poderoso y aturdidor estupefaciente, le bastara el vodka. Pero en lo que se refiere al arte, esta imagen se extiende hasta a su modo de hacer. Los relatos de Dovlátov nacen primero en forma oral, en una tertulia, en la que el autor interviene como narrador oral. Son muchos los amigos que han asistido a los "partos" del escritor (y los que se han convertido en los héroes y víctimas por tanto de sus historias). Superada la fase oral, el escritor modela su relato en el papel, esculpe las expresiones y giros, elimina las excrecencias y excesos verbales, tensa los hilos de la trama narrativa… Y de todo este proceso surge un texto, una historia narrada en frases breves, precisas, lacerantes en su exactitud literaria, un relato en el que destacan el laconismo y la expresión lapidaria —en palabras de Brodsky—. La frase, en su pluma, se convierte en frase hecha, casi en sentencia que, engarzada en la narración, arranca de la vida uno de los cuadros que conforman el caleidoscopio de sus ciclos.
Joseph Brodsky, por cierto, en un artículo que no alcanzó a escribir hasta pasado un año de la muerte de su amigo —sobre Seriozha[1] Dovlátov ("El mundo es horroroso, y los hombres, tristes")— además de martillear en el texto su admiración por Dovlátov, nos ofrece tal vez la aproximación más precisa a su arte:
"…Seriozha era ante todo un magnífico estilista. Sus relatos se mantienen más que nada sobre el ritmo de la frase, sobre la cadencia de la voz del escritor. Están escritos como versos: el argumento tiene una valor secundario, es sólo el pretexto para narrar. Es más un canto que una narración. (…)
El escritor es un creador en el sentido de que crea un tipo de conciencia, de visión del mundo como antes no ha existido o no se ha descrito. Este refleja la realidad no como un espejo, sino como un objeto sobre el que la realidad se abalanza, y a Seriozha aún le quedaban ganas de sonreír. La imagen del hombre que surge de sus relatos no coincide con la tradición literaria rusa y, claro está, es muy autobiográfica. Se trata de un ser que ni justifica la realidad ni a sí mismo; es un hombre que intenta desprenderse de ella como de una nube de moscas, que quiere abandonar el lugar, o si no, poner en él cierto orden o descubrir entre la suciedad cierto sentido, la mano de la providencia…
Dovlátov es notable, en primer lugar, precisamente por renunciar a la tradición trágica de la literatura rusa (que es siempre la denominación de la inercia) y, en la misma medida, a su autocomplaciente patetismo. La tonalidad de su prosa es de una burlonería contenida, a pesar de lo desesperado de la existencia que el autor describe. Hablar de sus raíces literarias y demás es un sinsentido, pues el escritor es aquel árbol que se despega de su tierra nutricia. Diré sólo que uno de sus autores preferidos siempre fue Sherwood Anderson, cuya
Hasta aquí la cita, en la que he querido subrayar en palabras de Brodsky la tradición estética de Dovlátov, su laconismo y el trabajo sobre el texto que lo identifica con la prosa tensa y labrada de Platónov, Bábel y la narrativa norteamericana.
Construida como el resto,
Ambientada en el barrio neoyorquino donde viven los emigrantes rusos de la última ola —Brighton Beach; de hecho, la novela empieza con una serie de retratos de sus habitantes—, la obra narra la vida de una joven que un día, sin causa aparente, decide emigrar y se instala en EEUU. Después de lo dicho sobre el autor, no es difícil intuir que tras la mirada de Marusia, la heroína, está el narrador.
En un lenguaje claro y lacónico, lejos de toda profunda oscuridad, Dovlátov primero retrata "nuestro" barrio, para, tras decirnos, como es su costumbre, que se ha alargado demasiado con la presentación, relatarnos la vida "soviética" de Marusia, biografía breve que incluye a sus padres, novios y maridos, hasta llegar al tercer capítulo —"Después del naufragio"—, a partir del cual recoge las peripecias, aventuras y desventuras de una rusa —madre de treinta y cuatro años con niño— en Nueva York.
El atractivo de la dama rusa permite al autor ofrecer nuevos perfiles de unos personajes arquetípicos, ya habituales en otros relatos de Dovlátov, y de paso retratar la vida rusa en Estados Unidos. Marusia, como se dice al empezar la narración, se decide por un tal Rafael González, un hermoso ejemplar de la especie humana, pero un ser completamente inútil, tanto para mantener una familia, como, siquiera por una vez, cumplir con su palabra. La inutilidad, la vida errante y misteriosa de González se ve compensada por su encanto, su arte de seducir, su enloquecido ingenio y su curiosa manera de ser tierno: en fin, la otra cara de un ruso.
Para concluir esta "sinopsis argumental" diremos que la protagonista, tras las dudas —a las que se refiere el autor y que constituyen el meollo de la novela—, tras decidir volver a la URSS y abandonar la idea, tras recuperar un loro que un día su novio le regaló, etc., Marusia se casa. De modo que incluso se nos ofrece un irónico —no podía ser de otro modo—
Y volvamos al principio. Más que en ningún escritor ruso actual, en Dovlátov lo importante, lo decisivo es el "cómo", más que el "qué". Y el lector, absorto en las peripecias de Marusia, asiste al placer narcótico de la lectura, paladea el encanto del embobado oyente ante un cuentacuentos…
He aquí pues una primera aproximación a Dovlátov, al autor de una obra breve y fulgurante con la que ha dado un paso más, y no el menor, la literatura rusa moderna; una primera mirada a un autor cuyo talento narrativo radica en su capacidad de crear mundos literarios "creíbles" que imperceptiblemente se hacen nuestros o que en cierto modo, como en los cuentos, se apropian de nosotros; escenarios directamente emparentados con la realidad, es cierto, mundos teñidos de un humor irónico y poco piadoso, pero mundos autónomos que nos ponen en contacto con un arte que hace intercambiable trama narrativa y la propia urdimbre de la vida, donde el cantar narrativo da sentido poético al texto y en el que la realidad del propio testigo y autor se trama en el paladeo oral y se borda en el compacto y melodioso texto literario…
Pues lo que el autor hacía emborronando hoja tras hoja con su Underwood, como escribe una amiga estonia de Dovlátov, era "cruda, irónica, despiadadamente, estrechar el abismo entre uno mismo y la literatura". Esto, se dirá, es lo que hace todo escritor digno de este nombre. Tal vez. Pero también quizá ayude a comprender al autor de esta pequeña obra, acercarnos a la mirada aparentemente cínica y mordaz de este hombre que boxeaba contra la depresión a golpes de máquina de escribir cada mañana a las cinco o que ahogaba su desesperanzada y perpleja mirada sobre el mundo con poderosas y demoledoras copas. Aunque, como decía o escribía en sus cartas en repetidas ocasiones Dovlátov, "el mayor disgusto de mi vida fue enterarme de la muerte de Anna Karénina". ■
LA CALLE CIENTO OCHO
La siguiente historia sucedió en nuestro barrio. Marusia Tataróvich no pudo más y le dio el sí al latinoamericano Rafael. Estuvo dudándolo dos años, y por fin se decidió por él. Aunque, a decir verdad, no tenía mucho donde escoger.
Toda nuestra calle se desvivía por saber cómo se iban a desarrollar los acontecimientos. Porque nosotros tomamos en serio estas cosas.
Con "nosotros" me refiero a seis edificios de ladrillo en torno a un supermercado, habitados sobre todo por rusos, es decir por hasta hace dos días ciudadanos soviéticos, o, como escriben en los periódicos, por emigrantes de la tercera ola[2].
El barrio se extiende desde la vía del tren hasta la sinagoga. Algo más al norte está el lago Meadow; al sur, el bulevar Queens. Y en medio, nosotros.
La calle 108 es nuestra arteria principal.
Allí tenemos tiendas, jardines de infancia, casas de fotografía y peluquerías rusas. Una oficina rusa de turismo. Abogados, escritores, médicos y agentes inmobiliarios rusos. Gángsters, prostitutas y locos rusos. Hasta tenemos un músico ciego ruso.
A los lugareños se los tiene casi por extranjeros. Si oímos hablar en inglés nos ponemos en guardia. En tales casos reclamamos persuasivos:
—¡Hábleme en ruso!
De modo que algunos se han puesto a hablar en nuestra lengua. El chino de un bar me saluda:
—¡Buenos días, Solzhenitsyn!
(Que suena: "Solosenisa").
Los americanos[3] nos provocan un sentimiento complejo. No sabría decir qué hay más en él, si displicencia o veneración. Nos producen la misma lástima que despiertan los niños insensatos y despreocupados. Y sin embargo no paramos de repetir: "Un americano me ha dicho…".
Pronunciamos la frase con el tono de un argumento contundente, arrollador. Por ejemplo: "¡Un americano me ha dicho que la nicotina es perjudicial para la salud!".
Los americanos del barrio son por lo general judíos alemanes. La tercera emigración, salvo raras excepciones, es judía. De modo que es bastante fácil hallar un lenguaje común.
Los lugareños no paran de preguntarnos:
—¿Ha llegado de Rusia? ¡¿Hablará usted en yiddish?!
Aparte de los judíos, en nuestro barrio viven coreanos, hindúes y árabes. Los negros no abundan. Hay más latinoamericanos.
Para nosotros los negros son seres enigmáticos con transistor. No los conocemos. Aunque, por si acaso, los despreciamos y tememos.
Frida la bizca expresa así su desagrado:
—¡Que se vayan a su maldita África!
En cuanto a Frida, ella es de Shklov[4]. Pero prefiere vivir en Nueva York…
Si quieren conocer nuestro barrio, pónganse junto a la tienda de objetos de oficina. Está en el cruce de la Ciento ocho con la Sesenta y cuatro. Vengan cuanto más temprano mejor.
Allí verán a nuestros taxistas: a Liova Baránov, Pertsóvich y Yeselevski. Los tres son unos tipos fornidos, con cara de pocos amigos y aire decidido.
Liova Baránov pasa de los sesenta. Es un expintor "molotovista". Al principio de su carrera Liova pintaba exclusivamente a Mólotov[5]. Sus obras se exponían en innumerables administraciones, policlínicas y comités locales. Incluso en los muros de lo que antes fueron iglesias.
Baránov había estudiado la apariencia de aquel exministro con cara de trabajador cualificado hasta el menor detalle. Apostaba a que podía pintar un Mólotov en diez segundos. Y hacerlo además con los ojos vendados.
Luego quitaron a Mólotov. Liova intentó pintar a Jruschov, pero todo fue inútil. Los rasgos de un campesino boyante resultaron superiores a sus fuerzas.
La misma historia le sucedió con Brézhnev. Las facciones de un cantante de ópera no se le daban a Baránov. Y Liova, desesperado, se convirtió en pintor "abstraccionista". Se puso a dibujar manchas, líneas y garabatos de colores. Además empezó a beber y a armar escándalos.
Los vecinos se quejaban de Liova al miliciano del barrio:
—Bebe, alborota y se dedica a no se sabe qué cinismo abstracto…
A resultas de todo aquello Liova emigró, se puso al volante y recobró la calma. Ahora en los ratos libres inmortaliza a Reagan montado a caballo.
Yeselevski había sido profesor de marxismo-leninismo en Kíev. Tras defender su tesis doctoral, se disponía a seguir su ascendente carrera.
Pero un día conoció a un científico búlgaro. Este lo invitó a una conferencia en Sofía. A Yeselevski no le concedieron el visado. Al parecer no querían mandar a un judío al extranjero.
Yeselevski por primera vez en su vida se sintió disgustado. Y declaró:
—¿Ah, sí? ¡Pues me marcho a América!
Y se marchó.
En Occidente se sintió definitivamente desilusionado del marxismo. Empezó a publicar artículos encendidos en la prensa de la emigración. Pero finalmente también lo defraudaron los periódicos de los emigrantes. Sólo le quedaba sentarse al volante…
En cuanto Pertsóvich, también había sido chófer, en Moscú. De modo que su vida ha cambiado poco. Aunque, lo cierto es que ahora gana bastante más. Además aquí el taxi es suyo…
Allí va el dueño del laboratorio fotográfico Yevséi Rubínchik. Hace nueve años que se ha comprado su establecimiento. Desde entonces está pagando deudas. El dinero que le queda lo gasta en adquirir nuevos aparatos.
Va para diez años que Yevséi se alimenta de macarrones. Diez años que lleva botas militares con suela de goma. Diez años que su mujer sueña con ir al cine. Diez años que Yevséi consuela a su mujer con la idea de que el negocio pasará a su hijo. Para entonces ya habrá pagado los plazos. Pero —le recuerdo yo— aparecerán nuevos aparatos…
Allá va corriendo tras el periódico de la mañana el editor Fima[6] Drúker. En Leningrado lo consideraban un conocido bibliófilo. Se pasaba días enteros en el mercadillo de libros de ocasión. Reunió seis mil libros raros e incluso únicos.
En América Fima decidió hacerse editor. Se moría de impaciencia por devolver a la literatura rusa las obras maestras olvidadas: los versos de Oléinikov y Jarms, la prosa de Dobychin, Aguéyev y Komarovski[7].
Drúker se puso a trabajar de basurero en un centro comercial. Su mujer se colocó de enfermera. En un año lograron ahorrar cuatro mil dólares.
Con el dinero Drúker alquiló un cómodo despacho. Encargó unos hojas de papel impreso con el anagrama de su empresa, unas plumas y tarjetas de visita. Contrató a una secretaria, que, por cierto, era nieta de Ehrenburg[8].
A su empresa le dio el nombre de El Libro Ruso.
Drúker trabó relaciones con destacados filólogos americanos: Roman Jacobson, John Malmsted, Edward Brown. Si Jacobson mencionaba una poesía poco conocida de Tsvetáyeva, Fima se apresuraba a añadir:
—Almanaque
Los filólogos lo apreciaban por su erudición y falta de egoísmo…
Fima asistía a simposios y conferencias. Conversaba en los pasillos con Georges Nivat, Ottenberg y Rannit. Se carteaba con Vera Nabókova. Guardaba celosamente todos sus telegramas: "Protesto decididamente". "Estoy en total desacuerdo". "Las condiciones me parecen inaceptables". Y así sucesivamente.
Encargó un sello de goma en el se podía leer: "Yefim G. Drúker, editor", seguidamente aparecía una hoja con una pluma de ganso y la dirección. Allí se le acabó el dinero.
Drúker recurrió a Mijaíl Baryshnikov[9]. Baryshnikov le dio mil quinientos dólares y un buen consejo: que estudiara para masajista. Drúker hizo caso omiso del consejo y se marchó a la conferencia de Amherst. Allí conoció a Weidle y a Karlinski. Los abrumó con sus conocimientos. Recordó a los dos ancianos estudiosos muchas de las publicaciones de estos que ambos habían olvidado.
En el camino de vuelta visitó a Yuri Ivask. Se pasó una semana en casa del viejo poeta charlando sobre Vaguínov y Dobychin. En concreto, sobre quién de los dos era homosexual.
Y de nuevo se le acabó el dinero.
Entonces Fima vendió parte de su extraordinaria biblioteca. Con el dinero que obtuvo reeditó la obra de Feuchtwanger
El libro apareció con una única errata. En la cubierta en letras gruesas se leía: "FEUCHTWAGNER".
El libro se vendía bastante mal. En casa no había libertad pero había lectores. Aquí libertad no faltaba, pero los lectores brillaban por su ausencia.
Para entonces la mujer de Drúker pidió el divorcio. Fima se trasladó al despacho.
El local estaba lleno de cajas con tomos de
Lo más asombroso es que todos, salvo su mujer, lo querían…
Allá coloca sus mercancías Ziama Pivovárov, el dueño de la tienda Dnepr.
En la URSS Ziama era abogado. En América desde el primer día se puso a trabajar de descargador en un mercado. Seguidamente pasó a chico para todo en una tienda de verduras. Al año la compró.
Desde entonces lo proveía de productos la conocida casa Demsha y Razin. En la tienda se vendía mantequilla de Vólogda,
Ziama trabajaba de sol a sol. Se trataba de uno de esos raros ejemplos en que el sueño se fundía con la realidad. Una asombrosa sintonía entre el quiero y el puedo. Un inalcanzable concierto entre esfuerzos y resultados…
Ziama se me antoja una persona absolutamente feliz. Los comestibles son su mundo. Su medio biológico.
Ziama es a una tienda de
En nuestro barrio son muchos quienes están en deuda con él.
Junto a la pescadería pasea con su chucho el ensayista Zaretski. Viste un traje de gimnasia con trabillas, se cubre la calva con una bolsa de celofán.
En la URSS Zaretski era famoso por sus populares monografías sobre los hombres de la cultura. Paralelamente en el
Al poco tiempo los órganos identificaron a Zaretski. Se vio obligado a emigrar. En la aduana hizo una declaración histórica:
—¡No soy yo quien dejo Rusia! ¡Es Rusia la que me abandona!
A todos los que habían venido a despedirlo les preguntaba:
—¿Ha llegado el académico Sájarov?
Un minuto antes de embarcar se dirigió con paso decidido hacia el césped. Quería llevarse a tierra extraña un puñado de tierra rusa.
Los guardias lo echaron del césped.
Entonces Zaretski exclamó:
—¡Me llevo a Rusia en las suelas de mis botas!
En América Zaretski se convirtió en maestro. Enseñaba a todo el mundo. A los judíos, la religión ortodoxa; a los eslavos, el judaísmo. A los espías americanos, a no bajar la guardia.
Luchaba con todas sus fuerzas en favor de la democracia.
Decía:
—La democracia debe inculcarse por todos los medios. ¡Incluso con la bomba atómica!
Como es sabido, en América para que te escuchen hay que hablar bajo. Zaretski no lo había descubierto. Gritaba a todo el mundo.
Zaretski gritaba a los asistentes sociales. Al redactor de un diario de la emigración. A las enfermeras en el hospital. Le gritaba hasta a las cucarachas.
Al final lo dejaron de escuchar. Y no obstante se presentaba en todas las reuniones de emigrantes y gritaba. Gritaba que la democracia occidental estaba amenazada. Que Geraldine Ferraro era una espía soviética. Que la literatura americana no existía. Que en los supermercados vendían carne artificial. Que había que bombardear Harlem y aumentar los subsidios a los emigrantes.
Zaretski era un destructor profesional. El instinto destructivo adquiría en él las proporciones de una pasión artística.
En sus manos se estropeaban al instante los relojes, los magnetófonos, las cámaras de fotos. Quedaban fuera de combate las calculadoras, las máquinas de afeitar, los encendedores.
Zaretski rompió un torniquete de hierro en el metro. Su cuerpo dejó bloqueadas durante largo rato las puertas giratorias del City Hall.
Al encontrarse con un conocido le decía:
—¡Pero ¿qué le pasa buen hombre?! Su mujer se ha echado a perder. Su hijo, dicen, anda en malas compañías. Y usted también tiene mal color de cara. ¡Es hora de que vaya a ver al médico, amigo mío!
Por extraño que parezca, Zaretski infundía respeto y temor…
Por allí llega el disidente retirado Karaváyev. Lleva un paquete marrón. A través del papel se dibujan unas latas de cerveza. El rostro de Karaváyev refleja una mezcla de alarma y entusiasmo.
En la Unión Soviética era un conocido defensor de los derechos humanos. En su lucha contra el régimen demostró un valor fuera de lo común. Cumplió tres condenas en campos de trabajo. Llevó a cabo siete huelgas de hambre. Cuando recobraba la libertad volvía a las andadas.
En su juventud Karaváyev escribió la siguiente fábula. La acción transcurre en un zoo. Junto a la jaula de una pantera se agolpa la gente. Debajo se ve un letrero con el nombre en latín. Y todos los datos del animal: dónde habita, de qué se alimenta. En el texto asimismo se señala: "En cautividad se reproduce mal". En aquel instante el autor mantenía una silenciosa pausa y preguntaba:
—¡¿Y nosotros?!
Tras la tercera condena le dejaron irse a Occidente. En los primeros tiempos concedía entrevistas, viajaba dando conferencias, encabezaba algunas fundaciones. Luego el interés hacia él menguó. Llegó el momento de pararse a pensar en cómo ganarse el pan.
Karaváyev no sabía inglés. No tenía estudios. Sus profesiones en los campos —descargador, mozo de cuerda y cortador de pan— en América no se cotizaban.
Karaváyev colaboraba con los periódicos rusos. Escribía sobre un único tema: el futuro de Rusia. Por lo demás, el futuro se le dibujaba con mucha mayor nitidez que el presente. Suele suceder con los profetas.
América decepcionó a Karaváyev. Aquí echaba en falta el poder soviético, el marxismo y los órganos represivos. Karaváyev no tenía contra qué luchar.
Las dolencias contraídas en los campos le daban derecho a una pensión de invalidez. Karaváyev bebía mucho y, lo que es más importante, bebía para quitarse la resaca. Menos mal que en nuestro barrio vendían cerveza las veinticuatro horas del día.
Los taxistas y los hombres de negocios miraba a Karaváyev por encima del hombro…
Allá vemos al volante de un Chevrolet al misterioso activista social Lemkus. En la URSS había sido un animador profesional. Organizaba reuniones de masas. Pronunciaba las salutaciones ceremoniales en las manifestaciones del Primero de mayo. Escribía discursos, cantatas conmemorativas, instrucciones en verso para los aficionados al automovilismo. Se ganaba un sobresueldo como maestro de ceremonias en las bodas. Inventaba números circenses.
—¡Vasia, ¿qué ha pasado?! ¿Por qué estás triste?
—Ante mis ojos un hombre se ha caído en un charco.
—¿Y por eso estás disgustado?
—¡Y quién no! ¡Si el hombre del charco era yo!
Lemkus se tuvo que marchar debido a la persecución política. Y los problemas, a su vez, se debieron a un hecho entre absurdo e infausto.
Sucedió así. Lemkus escribió una cantata dedicada al sexagésimo aniversario de las fuerzas armadas. La cantata se representaba en la Casa de los Oficiales. El texto del narrador lo leía el propio Lemkus.
Tras este se había colocado una orquesta de viento. En la sala se reunían seiscientos representantes del ejército y la flota. La radio local transmitía la cantata a toda la ciudad.
Todo se desarrollaba maravillosamente. Mientras declamaba la cantata Lemkus se colocaba alternativamente la gorra de soldado y la de marinero.
En la parte final de la cantata sonaban las siguientes palabras:
Y nuestro sueño en paz velando,
más fuertes fuisteis que el granito.
¡Por eso nuestro partido amado
os premiará como es debido!
Lemkus lanzó con especial entusiasmo la última frase: "¡Os premiará como es debido!". Y en aquel instante le cayó sobre la cabeza un contrapeso del telón. Es decir, lo que es un saco de lona de doce kilos.
Lemkus perdió el conocimiento. Los espectadores sólo vieron las suelas gastadas de sus zapatos.
A los tres segundos por los pasillos empezaron a correr los milicianos. Otros tres segundos más y la sala estaba acordonada por completo. Reanimaron a Lemkus y lo arrestaron de inmediato.
El mayor de la KGB lo acusó de sabotaje premeditado. El mayor estaba convencido que Lemkus lo había preparado y organizado todo de antemano. Es decir, que había dejado caer alevosamente el saco sobre la cabeza del presentador, para desacreditar así al partido comunista.
—Pero si el presentador era yo —se justificaba Lemkus.
—Con mayor razón —decía el mayor.
En una palabra, Lemkus se convirtió en un proscrito. Le prohibieron dedicarse al trabajo ideológico. Pero Lemkus ni se imaginaba otro tipo de trabajo.
Finalmente se vio obligado a emigrar. Trabajó unos cuatro meses en su especialidad. Organizaba viajes en grupo de emigrantes a las cataratas del Niágara. Hacía de maestro de ceremonias en las bodas judías. Escribía versos, anuncios rimados, felicitaciones y cantatas. Por ejemplo, recuerdo unos versos como estos:
¡La vida entera torturada,
del KGB guardamos todos los castigos!
¡Que nuestra América amada
nos salve de los enemigos!
Pero le pagaban mal. Entretanto le nació un segundo hijo. Fue entonces cuando le presentaron a unos baptistas.
Los baptistas se interesaban por la tercera emigración. Necesitaban una persona de confianza en los ambientes emigrantes. Querían atraer la atención de los refugiados venidos de Rusia.
Los baptistas valoraron en su justa medida las cualidades de Lemkus. Era un buen padre de familia, no fumaba y bebía con moderación.
Así Lemkus se convirtió en un activista religioso. Encabezaba una enigmática emisora transmundial. Dirigía regularmente un programa: "¿Cómo descubrir a Dios?".
Se volvió un hombre piadoso y triste. No paraba de susurrar con la mirada baja:
—Si Dios quiere, Fira preparará para comer ternera…
En nuestro barrio todos sin excepción lo consideraban un estafador…
Allá dobla la esquina el agente inmobiliario Arkasha[12] Lérner. Al parecer, le falta algo para el almuerzo. Alguna exótica especia.
Lérner empezó su carrera como director de escena en la televisión bielorrusa. Su mujer trabajaba en los estudios de televisión de locutora.
Los Lérner vivían en paz y felices. Tenían un buen apartamento, dos sueldos, su hijo Misha y un coche.
Arkadi Lérner era considerado un excelente profesional. Y ni siquiera su afición a los planos ralentizados logró malograr sus crónicas televisivas. En ellas cabalgaban gráciles los caballos de los koljoses, se abrían lentamente las flores y las gaviotas flotaban en el cielo. A Lérner le atraía la armonía como tal. Sus cortos se calificaban de impresionistas.
Pero alrededor hervía la vida, una vida llena de realismo socialista. Al otro lado de la pared el fontanero Berendéyev le daba una paliza a su mujer. Bajo las ventanas vociferaban los borrachos. El director de su estudio de televisión era un antisemita declarado.
Y los Lérner decidieron emigrar. Y más cuando entonces eran muchos los que se iban. Incluidos los amigos íntimos.
En América Lérner se pasó cerca de un año tumbado en el sofá. Su mujer trabajaba de vendedora en el Aleksander’s. El hijo iba a la escuela judía.
Lérner soñaba con encontrar trabajo en la televisión. Por lo demás Lérner no tenía nada del típico emigrante. No se hacía pasar por un exlaureado de algún Premio Estatal. No fantaseaba sobre sus méritos de disidente. No aseguraba que el arte occidental está sumido en una profunda crisis.
Los amigos le arreglaron un encuentro con un productor. Este quería filmar algo de los clásicos rusos. Y necesitaba un director de origen eslavo.
El encuentro se produjo en la terraza del restaurante Blow Up.
—¿Es usted director? —preguntó el americano.
—No lo creo —contestó Lérner.
—¿Cómo dice?
—Este último año me he degradado horriblemente.
—Pero dicen que ha sido director.
—Lo fui. O más exactamente, constaba como tal. Me dieron esta categoría en el sesenta y siete. Hasta entonces trabajé de ayudante.
—¿Ayudante de dirección?
—Sí. Es a quien mandan a por vodka.
—Pues dicen que fue usted un director de talento.
—¿De talento? La primera vez que lo oigo. Lo que filmaba no me satisfacía…
—¡OK! Pues yo me dedico a hacer películas de los clásicos.
—¡Todo esto me parece una mierda!
—¿Es un halago?
—Quise decir que me apetece algún tema original.
—¿Por ejemplo?
—Algo sobre la naturaleza…
Y aquí entre los contertulios se abrió un abismo. Abismo que crecía con cada minuto que pasaba. El yanqui decía:
—¡La naturaleza no vende!
Y Lérner replicaba:
—¡El arte no se vende!
En eso se separaron. Lérner se pasó otros tres meses sin dar golpe. A ello conviene añadir, no obstante, que sus asuntos financieros no iban mal.
Al parecer Lérner poseía un don extraño y específico, el del bienestar material. De hecho yo estoy convencido de que la miseria y la riqueza son cualidades congénitas. Como lo son, por ejemplo, el color del pelo o, pongamos, el oído musical. Unos nacen pobres y otros ricos. Y aquí el dinero no juega decididamente ningún papel.
Se puede tener dinero y ser pobre. Y, por lo mismo, ser un príncipe sin un céntimo.
Me he encontrado con potentados entre los prisioneros de los campos de régimen especial. Allí mismo he conocido a pordioseros entre el alto mando de la administración carcelaria…
Los pobres salen perdiendo en cualquier circunstancia. A los pobres los multan sin parar incluso porque su perro no ha hecho sus necesidades en el lugar indicado. Si a un pobre se le cae por casualidad una moneda, esta seguro que se le colará por la alcantarilla.
En cambio con los ricos pasa todo lo contrario. Encuentran dinero en las viejas americanas. Les toca la lotería. Heredan casas de unos parientes lejanos. Sus perros ganan premios en metálico en los concursos.
Según parecía, Lérner había nacido para ser un hombre sin duda afortunado. De modo que pronto le empezó a llover el dinero.
Primero lo mordió un Newfoundland cuyo dueño era un dentista local. A Lérner le pagaron una considerable indemnización. Luego localizó a Lérner un anciano que poco antes de la Primera Guerra Mundial le pidió prestados a su abuelo tres monedas de diez rublos. En setenta años aquellas tres monedas se convirtieron en varios miles de dólares. Al poco tiempo un conocido se dirigió a Lérner.
—Tengo algo de dinero. Toma, guárdamelo. Y por favor, no me preguntes nada.
Lérner se quedó con el dinero. Le daba pereza hacer preguntas.
A la semana al conocido le pegaron un tiro en Atlantic City.
De resultas de ello Lérner adquirió un piso. En un año el valor del piso se multiplicó por tres. Lérner lo vendió y compró otros tres. En una palabra, que ahora se dedica al negocio de bienes inmuebles.
Cada día se levanta menos del diván. Y tiene cada vez más dinero. Se lo gasta a puñados. Sobre todo en comida.
En los doce años que lleva en América se ha comprado un solo libro. El título del libro lo decía todo:
Después de desayunar Lérner se echa una siesta, no sin antes desconectar el teléfono. Hasta le da pereza fumar…
Tengo la impresión de que mi prólogo se está alargando demasiado. De modo que es hora ya de que volvamos con Marusia Tataróvich.
UNA CHICA DE BUENA FAMILIA
El padre de Marusia era el director de un complejo industrial. Se llamaba Fiódor Makárovich. La madre dirigía el taller de costura más importante de la ciudad y se llamaba Galina Timoféyevna.
Los padres de Marusia no eran unos carreristas. Al contrario, producían la impresión de ser unas personas sencillas, tímidas e incluso desvalidas.
A Fiódor Makárovich, por ejemplo, le daba vergüenza subir al tranvía y los camareros lo asustaban. Por eso viajaba en un coche oficial y recibía la comida de una tienda especial.
Por su parte, a Galina Timoféyevna le asustaban los gritos y no sabía cómo despedir a una mala mujer de la limpieza. Por eso a las mujeres de la limpieza las despedía el comité local, en cambio Galina Timoféyevna entregaba medallas a las trabajadoras stajanovistas.
Los padres de Marusia no estaban hechos para una carrera de éxitos. Les obligaron a ella lo que yo llamaría las circunstancias sociales.
Existen unos puntos que garantizan a cualquier persona un fulgurante ascenso en el escalafón. Para ello conviene poseer cuatro cualidades iniciales. Hay que ser ruso, miembro del partido, una persona capaz y sobria en cuanto a la bebida. Además hay que tener precisamente las cuatro cualidades juntas. La carencia de alguna de ellas convierte toda la combinación en algo completamente absurdo.
Un ruso, miembro del partido, capaz, pero borracho no sirve. Un ruso, miembro del partido y sobrio, pero cretino es una figura cada vez más en desuso. Uno que no sea del partido, aunque posea las otras tres extraordinarias cualidades, no infunde confianza. Y finalmente un comunista judío, por sobrio y capaz que sea hasta a mí me resulta irritante.
Los padres de Marusia poseían las cuatro cualidades necesarias. Eran rusos, no bebían, eran miembros del partido y aunque no demasiado capaces, al menos, sí disciplinados.
Se casaron antes de la guerra. A los veintitrés años Fiódor Makárovich era ingeniero. Galina Timoféyevna trabajaba de tejedora.
Luego llegó el treinta y siete.
Fue, claro está, una época horrorosa. Pero no para todos. La mayoría bailaba bajo los sones optimistas de la música ligera de Dunayevski. Además, cada año bajaban los precios. El caviar valía diecinueve rublos el kilo. Se vendía en todas las esquinas.
Es verdad que se fusilaba a inocentes. Y sin embargo, las muertes de unos beneficiaban a otros. El fusilamiento de un mariscal garantizaba el ascenso de diez de sus subordinados. El lugar vacante lo ocupaba un general. El cargo del general se cubría con un coronel. Al coronel lo reemplazaba un mayor. Y por lo mismo ascendían en sus cargos capitanes y tenientes.
El fusilamiento de un ministro provocaba una decena de traslados en el servicio. Que además siempre se movían hacia arriba. Una muchedumbre de burócratas de base se encaramaba por el escalafón.
En la fábrica en que trabajaba Fiódor Makárovich arrestaron a ocho personas. Entre otros, al jefe del taller. Fiódor Makárovich ocupó su lugar.
En la empresa de su mujer arrestaron al jefe de brigada. Y en su lugar se promovió a Galina Timoféyevna.
Las detenciones no cesaron en dos años. Durante este tiempo Fiódor Makárovich se convirtió en el director técnico de una fábrica mediana. Y Galina Timoféyevna, en la encargada de la sección de entrega.
Luego vino la guerra. La fábrica metalúrgica y la empresa textil fueron evacuadas. En Novosibirsk Fiódor Makárovich y Galina Timoféyevna tuvieron una niña. La llamaron Marusia. Los padres de Marusia eran imprescindibles en la retaguardia. De modo que no tuvieron ocasión de estar en las trincheras. Aunque muchos empleados administrativos fueron al frente. Los mejores murieron en la guerra. En cambio Fiódor Makárovich y Galina Timoféyevna fueron ascendidos. ¿Quién osaría reprocharles algo por eso?
Para el año sesenta los padres de Marusia ya estaban firmemente aposentados en la
La empresa que dirigía Fiódor Makárovich se consideraba una fábrica modelo. En el setenta la visitó Leonid Ilich Brézhnev. Fue entonces cuando Fiódor Makárovich se distinguió.
Delante del edificio de la administración había un campo de césped. Un césped como otro, con el rótulo: "¡Se prohíbe pisar el césped!".
El Secretario general llegó en octubre. Por entonces la hierba se había agostado. Fiódor Makárovich ordenó que se pintara la hierba. Y en efecto la pintaron. Para este fin se empleó un pulverizador de pintura. El césped adquirió el tono esmeralda de los trópicos.
Llegó Brézhnev. Se acercó junto con su escolta al edificio de la administración. Echó un vistazo sobre el césped y bromeó:
—Conque prohibido, ¿eh? ¡Ahora lo veremos!
Y Brézhnev avanzó con paso decidido por la hierba.
Todos se echaron a reír y aplaudieron. A Fiódor Makárovich de las carcajadas se le cayó la hoja con el texto de bienvenida. Brézhnev abrazó a Fiódor Makárovich y dijo:
—¡Y ahora, muéstrame tus dominios!
Desde entonces Tataróvich se convirtió en un protegido de Brézhnev…
Marusia crecía en una familia acomodada y bien avenida. En el patio la rodeaban unos niños obedientes y bien vestidos. La casa en la que vivían pertenecía al comité del partido. En una garita especial hacía guardia un miliciano, que temía un poco a los habitantes de la casa.
Marusia crecía como una chica feliz y sin complejos. Estudiaba bien en la escuela, asistía a cursillos de baile. Tenía un piano, un televisor en color e incluso un perro.
Su vida consistía en estudiar como es debido además de divertirse de manera inocente y sana: cine, teatros y museos.
Las sesiones de gimnasia aligeraban los tormentos de su desarrollo sexual.
Al acabar la escuela, Marusia ingresó sin problemas en el Instituto de Cultura. Por lo general, los que se licenciaban en él se dedicaban a dirigir grupos artísticos de aficionados. Sin embargo, Marusia estaba convencida de que encontraría un trabajo mejor. Pongamos, por ejemplo, en la radio o en una revista musical. Sus padres podían ayudarla.
Desde los trece años rodeaban a Marusia unos jóvenes desarrollados, intelectuales y bien educados. Marusia se acostumbró hasta tal punto a su amistad que rara vez pensaba en el amor. Cada uno de los muchachos de su entorno estaba dispuesto a convertirse en su fiel admirador. Y cada admirador, a casarse con la agraciada, esbelta y simpática hija de Tataróvich.
Pero las cosas resultaron completamente distintas. El hecho es que Marusia se enamoró de un judío…
Toda persona que ha disfrutado de una infancia feliz a menudo debe pararse a pensar en pagar por ello. Y más a menudo hacerse la pregunta: ¿y con qué la habré de pagar?
El buen humor, la salud, la belleza… ¿cuánto me costará todo esto? ¿Por cuánto me saldrá el juego completo de unos padres amorosos y pudientes?
Y he aquí que a sus diecinueve años Marusia se enamoró de un judío, y por más señas, con el imposible apellido de Tsejnovítser.
En realidad ser judío es un apellido, una profesión y una apariencia. Puede darse un tipo judío de apellido neutro, profesión ordinaria y apariencia cosmopolita. Sin embargo, este no era ni mucho menos el caso del elegido por Marusia.
Su nombre completo era Lazar Ruvímovich Tsejnovítser; era delgado, de nariz aguileña y pelo rizado, además estudiaba violín. Y por si fuera poco, como todo judío, Tsejnovítser era antisoviético. Marusia se enamoró de él por su talento, delgadez, erudición y humor sarcástico.
Los padres de Marusia, aunque no eran antisemitas, se sintieron inquietos. A Galina Timoféyevna le gustaba decir en privado:
—Para trabajar, antes contrato a un judío. ¡Al menos este no se me emborracha!
—Además —añadía Fiódor Makárovich—, el judío cuando roba usa la cabeza. Si se lleva algo de la fábrica, es una cosa útil. En cambio el ruso arrambla con lo que le caiga a las manos…
De todos modos, los padres de Marusia se alarmaron. Y más cuando Tsejnovítser les parecía un individuo de reputación dudosa. Por las noches escuchaba radios occidentales, llevaba los zapatos agujereados y no paraba de bromear. Y, lo peor de todo, le pasaba a Marusia obras ideológicamente inmaduras: de Bábel, Platónov, Zóschenko.
Un yerno judío era ya una tragedia, pensaba Fiódor Makárovich, ¡pero tener nietos judíos era una completa catástrofe! ¡Algo que ni siquiera podía imaginar!
Fiódor Makárovich decidió hablar con Tsejnovítser. Y, en un primer impulso, pensó incluso en sobornarlo. Pero Galina Timoféyevna resultó ser mucho más inteligente.
Aprovechaba cualquier ocasión para invitar una y otra vez a Tsejnovítser a casa. Lo rodeó de atenciones y cuidados. Y al mismo tiempo invitaba a los hijos de Góvorov, Chichibabin, Linetski, Shumeiko (Góvorov era mariscal; Chichibabin, académico de artes figurativas; Linetski, director de la firma Sovtransport, y Shumeiko, instructor del Comité Central).
En semejante compañía Tsejnovítser se sentía un paria. Su madre trabajaba de cobradora de tranvías, el padre había muerto en el frente.
Los jóvenes que se reunían en casa de Tataróvich viajaban a las costas del sur y del Báltico. Vestían bien. Frecuentaban restaurantes, iban a los estrenos teatrales. Conseguían grabaciones de
Tsejnovítser no tenía dinero. Marusia siempre pagaba por él.
En respuesta, Tsejnovítser empezó a odiar a los amigos de Marusia. Se esforzaba por desenmascarar su estupidez, su falta de principios y cinismo, consiguiendo con ello, naturalmente, el efecto contrario.
Si a Tsejnovítser le proponían: "Pruebe usted un mango", él contestaba frunciendo, retador, el ceño:
—¡Prefiero el kvas!
Si alguien iniciaba una charla amistosa con él, Tsejnovítser alzaba las cejas para replicar:
—¡Prefiero escuchar el silencio!
Finalmente Marusia se hartó de Tsejnovítser y se enamoró de Dima Fiódorov.
El hijo del general Fiódorov estudiaba para cirujano. Era un muchacho con todos los problemas perfectamente resueltos, un joven alegre y guapo. Todo le iba bien. Y además ni siquiera se imaginaba que pudiera ser de otro modo.
Tenía un padre del cual podía sentirse orgulloso. Un apartamento en el centro, donde vivía con la abuela. Y también una casa de campo, una moto, la profesión que le gustaba, un perro y una escopeta de caza. Sólo le faltaba encontrar una muchacha joven, guapa y de buena familia.
En el quinto curso Dima empezó a pensar en el matrimonio. Y entonces conoció a Marusia. A las seis semanas ya bajaban por las escaleras de mármol del Palacio de matrimonios. Y al cabo de un día se marcharon a Crimea.
En otoño los padres les regalaron un piso de dos habitaciones. Así empezó Marusia su vida de casada.
Dima se pasaba el día en la Academia. Marusia se preparaba para defender su tesis:
Por las noches miraban la televisión y charlaban. Los sábados iban al cine. Recibían visitas e iban a casa de sus amigos.
Marusia estaba convencida de amar a Dima. ¿Acaso no lo había elegido ella misma?
Dima era una persona atenta, inteligente y correcta. Odiaba el desorden. Cada mañana tomaba notas en una libreta. Tenía rúbricas tales como: reflexionar, hacer, llamar. A veces anotaba: "No saludar a Vitali Lutsenko". O: "En respuesta a la grosería de Aleshkóvich, no perder la calma y no contestar".
El sábado aparecía la anotación: "Masha". Eso quería decir: cine, teatro, cena en el restaurante y amor.
Dima decía:
—No es que sea un pedante. Sólo intento defenderme del caos…
Dima era una buena persona. Su mayor defecto era no tenerlos. Pues los defectos, como se sabe, atraen más que las cualidades. O, al menos, provocan sentimientos más intensos.
Al año Marusia comenzó a odiarlo. Aunque la intachable conducta de Dima le impedía expresar su odio.
De modo que vivían bien.
Aunque pocos saben lo malo que es cuando todo empieza bien. Eso quiere decir que una felicidad como aquella sólo puede acabar en desgracia.
Y así fue.
Primero se murió el padre de Dima, el general. Luego la madre alcohólica de Dima fue a parar al manicomio. Después, los herederos, tres hermanos y una hermana, se pelearon en el reparto de la herencia.
Los objetos más valiosos de la casa del general los confiscó la fiscalía. En concreto, el sable regalado por Stalin y la medalla yugoslava cubierta de rubíes.
En pocas palabras, al cabo de un mes Dima se convirtió en una persona corriente. En un ayudante decidido y laborioso de medianas dotes.
A veces Marusia le espetaba:
—¡Si al menos te emborracharas!
A lo que Dima le respondía:
—El alcoholismo es una locura voluntaria.
Marusia no se calmaba:
—¡Si al menos tuvieras celos de mí!
Dima formulaba con precisión su respuesta:
—Tener celos es vengarse en uno mismo por los errores de los demás…
La prueba más dura para un hombre afortunado es una desgracia repentina. Dima cada día se volvía más apático y distraído. En los restaurantes pedía croquetas y compota. Se ponía el traje extranjero en las ocasiones más especiales. Se sentía avergonzado por la ayuda económica de los padres de Marusia.
Fue entonces cuando Marusia empezó a engañarlo. Además sin importarle con quién y de forma ininterrumpida. Lo engañaba con los amigos, con los conocidos, los taxistas. Con los profesores del Instituto de Cultura. Con los pasajeros del tranvía. Hasta lo engañó con Tsejnovítser que apareció de pronto un día.
Al principio se justificaba y mentía. Se inventaba unas clases y seminarios inexistentes. Le contaba historias sobre una noche de insomnio con una amiga que pensaba en suicidarse. Sobre inesperados viajes a casa de unos familiares a Dergachevo.
Luego se hartó de mentir y de justificarse. Se cansó de inventar historias fantásticas. Ya no tenía fuerzas para ello.
De regreso a casa por la mañana, Marusia se decía: bueno, ya se arreglará. Ya se me ocurrirá algo en el taxi. Ya se me ocurrirá en el ascensor. Ya le diré algo de pronto.
Dima preguntaba sorprendido:
—¿Dónde has estado?
—¡¿Yo?! —exclamaba Marusia.
—¿Quién si no?
—¡¿Qué es eso de dónde?! ¡Me pregunta que dónde! Pues, digamos que en casa de unos amigos. ¿O es que no puedo ir a ver a unos amigos?
Si Dima seguía con sus preguntas, Marusia enseguida perdía la paciencia:
—¡Pues piensa que me he emborrachado! ¡Tómame por una pedida! ¡Hazte la cuenta de que estamos divorciados!
Como se sabe, no hay igualdad en el matrimonio. La ventaja siempre está de parte del que quiere menos. Si eso se puede considerar una ventaja.
Al llegar a los treinta Marusia comprendió que la vida estaba hecha de placeres. Y que todo lo demás se podía considerar cosas desagradables.
Eran placeres las flores, los restaurantes, el amor, los chismes importados y la música. Las cosas desagradables eran la falta de dinero, los reproches, las enfermedades y el sentimiento de culpa.
Marusia se entregaba a los placeres evitando sensatamente las cosas desagradables.
Le daba pena Dima. Tenía remordimientos de conciencia. Y le decía:
—¿Quieres que te presente a alguna chica?
Dima preguntaba asombrado:
—¿Con qué objeto?
Al poco tiempo Dima y Marusia se separaron. Marusia se fue a vivir a casa de sus padres. Los padres primero se disgustaron, pero se calmaron bastante pronto. Dima Fiódorov entonces ya no era gran cosa como marido. Marusia de nuevo era una hija casadera, una chica de buena familia.
Al cabo de un tiempo Marusia se enamoró del famoso director de orquesta Kazhdán. Seguidamente, del conocido pintor Sharafutdínov, al que protegía el mismísimo Gueidar Alíev[13]. Luego, del celebrado ilusionista Mabise, que serraba a las mujeres por la mitad. Todos eran mucho mayores que Marusia. Más aún, podían ser sus padres.
Con Kazhdán viajó por los países bálticos y el Ural. Con Sharafutdínov se pasó un año viviendo en Alupka. Y con el ilusionista Mabise se recorrió todo el Círculo Polar Ártico.
Finalmente, Kazhdán, tras intoxicarse con unas lampreas, murió. Sharafutdínov, amenazado por el partido, regresó con su enferma y fea esposa. Y Mabise, durante su estancia en Frankfurt, consiguió obtener asilo político.
En una palabra, todos abandonaron a Marusia. Entre ellos sólo Kazhdán salió de su vida de manera delicada. La conducta de los demás se había parecido más a una fuga.
Fue entonces cuando a Marusia le invadió una sensación de alarma. Todas sus amigas estaban casadas. La posición de estas se distinguía por su estabilidad. Tenían un hogar, una familia.
Evidentemente, no todas vivían bien. Algunas engañaban a sus maridos. Otras los cubrían de todo género de improperios. Muchas eran a su vez engañadas. Pero, a pesar de todo, estaban casadas. La sola presencia del marido las hacía aparecer como personas íntegras a los ojos de los demás.
Un marido era algo del todo imprescindible. Algo que se debía tener siquiera como objeto a odiar.
Por entonces Marusia había rebasado los treinta. Hacía tiempo que estaba en edad de tener hijos. Sabía que dos o tres años más y ya sería tarde.
Marusia se empezó a inquietar. Los hombres libres seguían como hasta entonces mostrándole su interés. Muchas mujeres, como antes, la envidiaban. Los restaurantes, los teatros, las tiendas especiales, todo estaba a su alcance. Pero el sentimiento de alarma no se apagaba. E incluso crecía de mes en mes.
Y entonces en el horizonte apareció el célebre cantante Bronislav Razudálov. Ahora su nombre ha caído en el olvido, pero en los sesenta era más popular que Hill, Kobzón o Dolinski.
Razudálov respondía a todas las exigencias de Marusia. Era guapo, con talento, popular y ganaba mucho dinero. Y lo más importante, llevaba una vida alegre, fácil y despreocupada.
A él también le gustó Marusia: era una mujer esbelta, alegre y frívola.
Y entre ambos se produjo algo parecido a un matrimonio civil.
Razudálov hacía frecuentes giras. A Marusia le gustaba acompañarlo.
Al principio simplemente se mantenía a su lado. Se pasaba las noches en sus conciertos. Y durante el día iba de tiendas.
Luego le surgieron algunas obligaciones. Marusia encargaba los carteles de anuncios. Organizaba las reseñas favorables en los periódicos locales. E incluso llevaba la contabilidad, lo cual no exigía demasiado profesionalismo, pues sólo tenía que sumar y multiplicar.
Hasta su aparición, Razudálov se presentaba a sí mismo. Le gustaba dialogar con el público, especialmente en provincias. Por ejemplo, antes de empezar la actuación, decía:
—Algunos cantantes tienen una buena voz. Otros, como se dice, cantan con el alma. Yo lo que se dice mucha voz no tengo…
Le seguía una breve pausa.
—… alma tampoco…
Entre risas y aplausos Razudálov remataba:
—¿Con qué canto, entonces? ¡Yo soy el primer sorprendido!
Poco a poco Marusia se fue haciendo cargo del papel de presentadora. Se encargó tres trajes de gala. Aprendió a moverse con gracia en escena. En su voz resonaron argentinas notas de adolescente.
Marusia irrumpía vertiginosamente en el escenario. Se quedaba inmóvil cegada por la luz de los focos. Recorría las primeras filas con una mirada radiante. Y finalmente exclamaba:
—¡Ante ustedes, el laureado del concurso de la URSS de cantantes de canción ligera: Bronislav Razudálov!
Acto seguido dejaba caer la cabeza abrumada por la grandeza del instante…
Los conciertos de Razudálov transcurrían con invariable éxito. Su repertorio era moderno y a la vez íntimo. En sus canciones dominaba una nota de sentimiento contenido. Todo eso sonaba aproximadamente así:
Tú me has dicho: no,
yo he oído: sí…
el rastro se perdió en el jardín.
Tú me has dicho: sí,
yo he oído: no…
Y así sucesivamente.
Razudálov era un hombre alegre. Se ganaba la vida con las emociones con las que los demás expresan sus sentimientos de ilimitada alegría y completo desenfreno. Razudálov cantaba y lanzaba al público diversos disparates. Por su trabajo le pagaban bien.
Pronto, no obstante, Marusia observó que el amor a la vida de Razudálov iba demasiado lejos. Empezó a sospechar que la engañaba. Y no sin fundamento.
Encontraba en sus bolsillos polveras y corchetes. Descubría en sus camisas huellas de pomada. Sacaba de su neceser de viaje medias sintéticas. Y finalmente, una vez se encontró en su camarín a la ventrílocua Kísina completamente desnuda. Aquel día le sacudió a su marido con el pupitre de notas. A los veinte minutos Razudálov apareció en escena con gafas oscuras. Su mano izquierda colgaba sin vida.
A los reproches de Marusia respondía con unas carcajadas algo idiotas. Parecía no entender del todo de qué se trataba. Y le decía:
—¡Maria, esto no es serio! Me creía que eras una mujer educada, un ser razonable y sin prejuicios…
Razudálov se mantuvo fiel a su amor por la vida, en cambio aprendió a mentir. De las constantes mentiras empezó a tartamudear. Tartamudeo que desaparecía en escena.
Mentía sin motivo alguno. Mentía incluso en los casos en que era absurdo hacerlo. A la pregunta de qué hora era respondía con evasivas.
Los amigos bromeaban:
—Razudálov quiere tirarse a todo lo que se mueve…
Ahora quien sufría de celos era Marusia. Esperaba a su marido por las noches. Lo amenazaba con el divorcio. Y lo principal: no podía comprender por qué lo hacía. ¡Ella que lo quería tanto, tan altruista era su entrega!
El marido aparecía por la mañana hediendo a vino y perfumes:
—Se nos hizo tarde, ¿comprendes? Estuvimos bebiendo, hablando de arte…
—¿Dónde has estado?
—En casa de este… de Goloschiokin… Te manda saludos.
Marusia buscaba en la libreta el teléfono del ignoto Goloschiokin. Una sombría voz de mujer le contestaba:
—Iliá Zajárovich está en el hospital…
Marusia, con el rostro encendido, se acercaba a Razudálov:
—¿De modo que has estado con Goloschiokin? Conque habéis hablado de arte…
—Qué raro —se sorprendía Razudálov—, yo personalmente estuve con él…
Fue entonces cuando por primera vez Marusia empezó a reflexionar sobre su vida: ¿qué hacer en el futuro? Por un lado, los placeres engendraban sin falta un sentimiento de culpa. Y, por otro, la entrega desinteresada era premiada con la humillación. En suma: un círculo vicioso…
¿Dónde hallar la fuente de la felicidad? ¿Cómo evitar los desengaños? Todos estos pensamientos no la dejaban en paz.
Al año tuvo un niño.
Todo era como antes. Razudálov seguía con sus giras. Al volver a casa, enseguida desaparecía. Cuando Marusia lo acusaba de nuevas infidelidades, se justificaba:
—Debes comprender, como artista necesito un estímulo…
Marusia se trasladó de nuevo a casa de los padres. Para entonces Galina Timoféyevna ya estaba jubilada. Fiódor Makárovich seguía trabajando.
Inopinadamente aparecía Razudálov con flores y champán. Contaba sus éxitos artísticos. Se quejaba de la censura, que le había prohibido su mejor canción:
A Galina Timoféyevna la llamaba sin problemas "mamá". Sus bromas eran de un gusto bastante dudoso. Por ejemplo, le decía al padre de Marusia:
—A ver, Fedia, menos bromas conmigo. Porque, hablemos claro: ¿quién eres tú? Nadie. ¡En cambio yo soy el yerno del mismísimo Tataróvich!
Después de tomarse su coñac con champán y de dejar caer un fajo de billetes arrugados, Razudálov desaparecía. Le pesaba el yugo de la paternidad. Después de besar a su hijo, decía:
—Confío en que salga de ti un hombre de gran corazón…
A veces Marusia se sentía completamente desesperada. Amenazaba a Razudálov con el suicidio. Fue entonces cuando en su repertorio apareció la copla:
Si al río vas, al río
a ahogarte,
Ven conmigo, conmigo
a despedirte
Que al río he de acompañarte
y el lugar más hondo señalarte…
Y entonces, como en los cuentos, apareció Tsejnovítser. Le dio a Marusia a leer
—Contraemos un matrimonio ficticio y emigramos en calidad de judíos.
—¿Adonde? —preguntaba Marusia.
—Yo, por ejemplo, a Israel. Tú, a América. O a Francia… Marusia suspiraba y le respondía:
—¿Para qué me hace falta Francia, si tengo a mi padre?
Y no obstante Musia[14] empezó a darle vueltas a la idea. Primero, estaba de moda. Casi todas las personas con dos dedos de frente tenían una invitación israelí[15].
Uno tras otro abandonaban el país conocidos hombres del mundo de la cultura. Se marchó el escultor Neizvestni para llevar a cabo en América su grandioso proyecto del "Árbol de la vida". Se marchó Savka Kramárov, poseído de pronto por un lacerante sentimiento religioso. Se marchó el genial Boria Sichkin intentando evitar la cárcel por sus conciertos izquierdosos. Se marchó el poeta disidente Kupershtok, que en una de sus poesías se declaraba orgulloso:
¡Hijo de Pushkin y de Blok
y del judío Kupershtok!
Se marchaban escritores, pintores, artistas, músicos. Y no sólo los judíos. Emigraban rusos, georgianos, moldavos, letones, pero tras demostrar la presencia de sangre judía en sus venas. En suma, el problema de la emigración era un tema ampliamente debatido en los ambientes cultos. Y Marusia empezó a darle vueltas aún más al tema.
En el hecho de emigrar había algo de irreal, algo que recordaba la idea de la vida ultraterrena. Es decir, se podía intentar empezar desde el principio. Librarse del lastre del pasado.
En cuanto a su realización personal, la vida de Marusia no se arreglaba. De hecho no se podía decir que se hubiera casado. A sus numerosos amigos o los envidiaba o los despreciaba.
En casa de los padres se sentía como si estuviera en un asilo de ancianos. Es decir, con todo hecho, pero sin perspectiva real alguna. El sueño, el televisor y los artículos de las tiendas especiales. Y los novios, los subordinados de Fiódor Makárovich que en lo fundamental se esforzaban por caerle bien a su jefe.
Marusia lo tenía claro: tres años más y todo estaría perdido para siempre…
Tsejnovítser le hablaba con tanta insistencia del matrimonio ficticio —en estos mismos términos: ficticio—, que Marusia le dijo:
—Antes me querías como mujer.
Tsejnovítser le contestó:
—Ahora te veo como persona.
Marusia no sabía si ofenderse o alegrarse. Y finalmente se ofendió.
Al parecer así están hechas las mujeres. No les gusta perder a sus admiradores. Incluso a tales como Tsejnovítser…
De palabra, la emigración parecía algo real. Pero, si una se paraba a pensar, al momento surgían infinidad de interrogantes.
¿Qué será de los padres? ¿Qué pensará la gente? Y lo principal: ¿qué hará ella en Occidente?
Incluso ir al Registro de matrimonios con Tsejnovítser ya era un problema. El novio seguramente ni tenía un traje apropiado. Porque no le ibas a decir al inspector que el matrimonio era ficticio…
Luego empezaron los extraños encuentros junto a la sinagoga. No se sabe qué "Actos de despedida". Conversaciones con periodistas extranjeros. Marusia empezó a visitar exposiciones de pintura de izquierdas. Pasaba a máquina en su Olympia los relatos prohibidos de Shalámov y Dombrovski. Intentaba leer en el original a Hemingway.
Sus padres sospechaban algo, pero callaban. Marusia se vio obligada a darles una explicación.
Cómo fue aquello es mejor no contarlo. Más aún cuando parecidos dramas se representaban en muchas familias de altos funcionarios.
Los padres acusaban a sus hijos de traición. Los hijos despreciaban a sus padres por su espíritu lacayo y conformista.
Los reproches mutuos se trocaban en llanto. Tras las ofensas venían los besos.
Fiódor Makárovich sabía que a resultas de todo aquello debería pedir la jubilación. Galina Timoféyevna sabía que no volvería a ver a su hija.
En octubre Marusia se registró como esposa de Tsejnovítser. Para el Año Nuevo recibieron el permiso. El nueve de enero estaban en Austria.
Llegado a Occidente Tsejnovítser cambió al momento. Se convirtió en un patriota judío, orgulloso, sabio y algo insoportable. Se reunía con los representantes de la HIAS[16], llevaba la estrella de seis puntas y soñaba con casarse con una judía.
Tsejnovítser cumplió las condiciones del matrimonio ficticio al pie de la letra. Se llevó a su mujer a Occidente. A cambio Marusia cargó con todos los gastos e incluso le compró una maleta.
Llegó el momento de la despedida. Tsejnovítser salía en avión para Israel. Marusia debía recibir el visado americano.
Marusia le decía:
—¿Cómo vas a vivir en Israel? ¡Si ahí sólo hay judíos!
—No importa —le contestaba Tsejnovítser—. Ya me acostumbraré…
A Marusia le daba pena despedirse de Tsejnovítser, pues él era la única persona de su vida pasada.
Marusia sentía cierto afecto por este orgulloso, engreído y agresivo fracasado. A pesar de todo, algo hubo entre los dos. Y si lo hubo, ¿tiene importancia acaso que fuera malo o bueno? Y si hubo algo, ¿cómo iba, en realidad, a desaparecer?
Marusia no lo acompañó al aeropuerto. Al pequeño Liova el tercer día le dolía la garganta.
Marusia observaba por la ventana cómo Tsejnovítser se subía al autobús. Le parecía tan patoso bajo el pesado fardo de sus grandes ideas. Su paso era decidido, como el de un ciego mimado.
Al cabo de una semana a Liova le extirparon sin problemas las amígdalas. Los acompañó al hospital
Dieciséis días después Marusia aterrizaba en el aeropuerto Kennedy. En las manos llevaba un paquete de palomitas de maíz. A su lado merodeaba Liova soñoliento. Al ver a dos negros el niño se puso a berrear. Marusia le decía:
—¡Liova, cierra la boca!
Y añadía:
—Lo que es en la voz, has salido a tu padre…
TRAS EL NAUFRAGIO
En el aeropuerto esperaban a Marusia Lora y Fima. Lora era su prima por parte de madre. La madre de Lora, tía Nadia, trabajaba de simple correctora. Su marido, el tío Saveli, daba clases de gimnasia.
Lora llevaba el apellido de su padre: Melinder.
Los Tataróvich no despreciaban a los Melinder. A veces se llevaban a Lora a la dacha. Y en contadas ocasiones visitaban a sus parientes en Dergachevo. Marusia le regalaba a su prima vestidos y jerseys. Y al hacerlo le decía:
—El azul quédatelo, el verde aún lo llevaré un poco…
A Marusia ni se le pasaba por la cabeza que Lora pudiera ofenderse.
Lo cierto es que las primas no eran amigas. Marusia era una muchacha guapa y frívola. Lora una chica leída y callada. De su cara triste se decía que era bíblica.
La vida de Marusia transcurría ruidosa y alegre. La existencia de Lora era pausada y tediosa.
Marusia se quejaba:
—¡Todos los hombres son tan descarados!
Lora levantaba fríamente las cejas y replicaba:
—Pues lo que es mis conocidos, se comportan correctamente.
Y oía a modo de respuesta:
—¡Mírala, de qué presume!
Los Tataróvich no evitaban a los Melinder. Sólo que los Melinder pertenecían a otro ambiente social. En los viejos tiempos a esto se llamaba parientes pobres. De modo que las primas se veían muy poco.
Musia oyó de alguien que Lora se había casado. Que su marido era un ayudante llamado Fima. Pero no lo conoció hasta llegar a América…
La emigración fue para Lora y Fima su viaje de novios. Decidieron instalarse en Nueva York. Al cabo de un año ya hablaban soportablemente el inglés. Fima se inscribió en unos cursos de contable, Lora se colocó de aprendiz con una manicura.
Las cosas les iban fantásticamente. Al cabo de unos meses ambos consiguieron trabajo. Fima se colocó en una poderosa corporación textil. Lora trabajaba en una peluquería con clientas americanas. Lora decía:
—Casi no trabajamos con rusas. Nuestros precios son demasiado altos.
Lora ganaba quince mil al año. Fima, el doble.
Al poco se compraron una casa. Era un pequeño edificio de ladrillo en Forest Hills. Entonces las viviendas en aquel barrio no eran muy caras. Por lo general allí vivían coreanos, indios y árabes. Fima decía:
—Con los rusos prácticamente no nos tratamos…
Fina y Lora se enamoraron de su casa. Fima arregló él mismo la canalización y el tejado. Luego puso corriente en el garaje. Lora entretanto compraba cortinas y objetos de cerámica.
La casa era acogedora, hermosa y relativamente barata. El periodista Zaretski, al que Lora conoció en el HIAS, la llamaba "mausoleo". El viejo sentía franca envidia por el bienestar de los demás…
Lora y Fima eran una joven pareja feliz. La felicidad era para ellos algo tan natural y orgánico como la salud. Les parecía que todas las cosas desagradables se daban entre la gente enferma.
Lora y Fima oían que algunos emigrantes vivían mal. Seguramente sería gente poco sana, con un carácter horrible. Como el del periodista Zaretski.
Lora y Fima vivían en concordia. Vivían tan bien que a veces Lora exclamaba:
—¡Fimka, qué feliz soy!
Vivían tan bien que a veces se inventaban algunos disgustos. Por la noche Fima frunciendo el ceño decía:
—Esta mañana he estado a punto de atropellar a un ciclista.
Lora ponía ojos de asustada.
—Ve con cuidado. Te lo ruego, ve con más cuidado.
—No te preocupes, Lórik. ¡Tengo unos reflejos excelentes!
—¿Y el ciclista? —preguntaba Lora.
Solía pasar que Fima llegaba a casa con cara culpable.
—¿Estás disgustado? —preguntaba Lora—. ¿Qué sucede?
—¿No te enfadarás conmigo?
—Di; si no, me pongo a llorar.
—Júrame que no te enfadarás.
—Habla.
—Pero no te enfades. Te he comprado unas botas italianas.
—¡Estás loco! ¿No decidimos que íbamos a ahorrar? Enséñamelas…
—Es que me entraron unas ganas tan locas. Hasta el color es original… Un marrón…
Aquel sábado por la mañana Fima y Lora se tomaron un largo desayuno. Luego fueron de compras. Después vieron la televisión. Luego se durmieron en la veranda. Más tarde alguien llamó al timbre. Era un telegrama de Viena. Marusia llegaba por la mañana, en el vuelo 264. A las siete y media había que salir para el aeropuerto.
La recibieron con alegría. Ya la primera noche se quedaron charlando hasta las tres. La televisión estaba apagada. Fima preparaba cócteles. Marusia y Lora primero se instalaron en la alfombra. Lora dijo: "Así es más agradable".
Pero luego se trasladaron al sofá.
Lora le preguntaba por décima vez:
—Pero ¿por qué te has marchado? Y además con un niño pequeño.
—No lo sé. Salió así.
—Que se vayan los disidentes, los judíos, o, por ejemplo, los criminales, lo entiendo…
—Siempre estaba de mal humor.
—¿Cómo?
—Tenía la impresión de que ya lo había tenido todo…
Marusia quería que la comprendieran. Aunque muchas cosas no las entendía ni ella misma.
—Así era, lo tenías todo: diversiones, admiradores, vestidos… Y de pronto, vas y te marchas.
—Tuve un sueño.
—¿A ver?
—Me salían unas alas. Luego parecía que volara sobre la ciudad y fuera apagando todas las bombillas.
—¿Bombillas? —se interesó Fima—. Está muy claro. Según Freud esto significa insatisfacción sexual. Las bombillas simbolizan el pene.
—¿Y las alas?
—Las alas —contestó Fima— también simbolizan el pene.
Marusia replicaba:
—Por lo que cuentas, vuestro Freud no es peor que Razudálov. Sólo tiene eso en la cabeza…
—Pero, de todos modos —preguntaba Lora—, dime, ¿por qué te marchaste? La política no te decía nada. Materialmente estabas bien. El antisemitismo no te afectaba.
—¡Sólo faltaba!
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Pues de nada. Me marché y ya está. Me apeteció verte a ti… A Fima…
Sonaba el tocadiscos. El hielo tintineaba acogedor en los vasos. Olía a pan caliente, recién tostado. Tras las ventanas reinaba la oscuridad.
Por la noche les entró hambre.
—Fima, cielo, tráenos el
A Lora le resultaba agradable que su casa se viera cómoda y descuidadamente arreglada. Que de las paredes colgaran litografías de Shemiakin y que en la nevera hubiera tarta. Tener en el garaje un coche japonés y que los armarios se hallaran llenos de ropa de calidad.
Ya a la mañana siguiente Lora le decía a su marido:
—Que se quede en casa. Que se quede cuanto quiera… No quiero vengarme de las humillaciones que he sufrido de joven. No quiero hacerle patente mi superioridad… Estaremos por encima de esto… Le responderemos con el bien al mal que me ha hecho… ¿En qué piensas?
—¿En qué? ¡En lo maravilloso que es tenerte a ti!
—Y yo, cariño, ¡a ti!
Lora le regaló a Marusia un suéter y unas zapatillas. Marusia ni siquiera se las probó.
Lora le ofreció a Marusia y al niño una habitación aparte. Marusia ni siquiera le dio las gracias.
Lora le propuso: "Toma de la nevera todo lo que te apetezca". Pero Marusia se conformaba con las patatas chips.
Los teatros no le interesaban. En las tiendas sólo miraba los juguetes para niños. El Broadway nocturno le pareció ruidoso y sucio.
Así pasó una semana.
El sábado llegó un invitado: G. K. Applebaum, un gordinflón desinhibido y parlanchín. Era manager en la corporación donde trabajaba Fima. Los cuatro asaron salchichas en el patio posterior y bebieron Budweiser.
Esta vez G. K. vino solo. Antes, le contó Lora, solía venir con su novia, Karen Roach.
A la pregunta: "¿Y Karen?", el manager respondió:
—Me ha dejado. Me he sentido desesperado. Me he comprado un coche nuevo y mudado de casa. Ahora soy feliz…
Marusia le gustó. Applebaum quiso aprender ruso. Marusia le cantó unas cuantas coplas. Por ejemplo esta:
Construyeron un cohete,
a la Luna ha de llegar.
Yo en aquel sin par cohete
a mi esposa he de mandar…
Fima tradujo el contenido.
Cuando Applebaum se despidió y se fue, Marusia dijo:
—¡Para mí que es un cretino!
Lora se indignó.
—Simplemente G. K. es un típico americano con los nervios sanos. Si los rusos no hacen más que sufrir y quejarse, los americanos son de otra pasta. La mayoría son optimistas por principio…
Lora le explicaba a Musia:
—En América se valora a los fuertes, bellos y desvergonzados. Es un país de hombres de acción y de gente que sabe lo que quiere. Los americanos desprecian sin excepción a los fracasados. Aquí uno puede contar sólo consigo mismo…
—En América —tomó la palabra Fima— hay que cambiarse de ropa cada día. Una vez olvidé cambiarme y Applebaum me preguntó: "¡¿Dónde has pasado la noche, amigo?!".
Durante el día Marusia cuidaba de Liova, que no le daba demasiado trabajo. Y más cuando, en lugar de los pañales de ropa, Marusia empleaba unos desechables, cómodos y baratos.
Estos pañales desechables fue lo primero que Marusia apreció de Occidente. Además, le gustaban las patatas chips, los pistachos y los multicolores platos de papel. Comes, los usas y a la basura…
Musia se sentía intranquila. Tenía que buscar urgentemente trabajo. Y más cuando mandó a Liova a una guardería.
Primero el chico lloraba, pero a la semana ya hablaba en inglés.
En cambio, Marusia no paraba de pensar en qué podía hacer. En la URSS Marusia era una intelectual de amplio espectro. Podía trabajar donde quisiera. Desde en el Ministerio de Cultura hasta en un periódico local.
¿Pero aquí? ¿En el cine, la televisión, la radio, un periódico? En todas partes necesitaba, al menos, saber inglés.
Programadora no quería ser. Enfermera o criada, aún menos. Le irritaban por igual los números, las enfermedades ajenas y los niños de los demás.
Atrajo su atención el anuncio de unos cursos de joyería. En principio la cosa estaba relacionada con las joyas, y de joyas Marusia entendía.
Los cursos de joyería ocupaban todo el tercer piso de un gran edificio de bloques algo siniestro en la calle Catorce. Regentaba el centro mister Higby, un hombre con la apariencia de un oficial moderadamente aficionado a la bebida. Este le dijo a Marusia a través de un traductor:
—He estudiado diez años para pintor y me he convertido en un desgraciado joyero. ¡¿Esto es vida?!
En el taller trabajaba de traductor un emigrante de Borísopol, Lionia. Tenía intención de abrir en un futuro una tienda de artículos de joyería. Lionia decía:
—En esto siempre me ganaré honradamente mis copecs… Todos los aprendices se dividieron en grupos. A cada uno se le entregaba un juego de instrumentos. Y cada uno tenía en su mesa un soldador, un torno y un soporte.
En una esquina zumbaba sin cesar una tetera niquelada. Junto a ella se alzaba una estantería de roble. Allí, en unas cajitas especiales, se guardaban los trabajos de los antiguos alumnos. A Marusia le parecieron sosos. Cierto Barry Lewis forjó en plata unos órganos genitales en miniatura…
Cada grupo tenía su maestro. A Marusia le tocó pan Wenceslav Glinski, un fugitivo de Cracovia. El hombre no paraba de fumar en todo el día, dejando caer la ceniza sobre los pantalones.
De hecho no se daban clases. Cada cual hacía lo que quería. Unos soldaban, otros perforaban y unos terceros recortaban figurillas de hojalata.
Entre los aprendices había varios negros. Estos se pasaban las horas escuchando música sin dejar de balancearse sobre los taburetes. Junto a cada uno de ellos se encontraba un transistor. De vez en cuando a Marusia le llegaba un extraño olor. El traductor Lionia le explicó que era marihuana.
El vecino de Marusia era un chino callado y afable. El hombre hacía una delgada trenza con unos cables de cobre. Marusia se dedicó a lo mismo.
Luego recortó una letra "M". Pulió las esquinas con una lima y le hizo un agujero especial para poder pasar la cadenilla. En suma, le salió un colgante. El chino lo miró y meneó con aprobación la mano.
A espaldas de Marusia se detuvo pan Wenceslav. Se quedó varios segundos callado, luego pronunció:
—¡Genial!
Y dejó caer sobre la manga de Marusia una gris columna de ceniza…
El jueves Marusia recibió 73 dólares. Algo parecido a una beca de estudios. Con el dinero le compró a Liova una moto de cuerda; a su prima, flores, y a Fima medio galón de
Lora no quería aceptar el dinero. Marusia insistía:
—Igualmente os debo mucho dinero.
—Cuando trabajes —decía Fima— nos lo devolverás con intereses…
Temprano por la mañana Marusia salía corriendo hacia la estación del metro. Luego transcurría cerca de una hora de retumbante y pavoroso viaje subterráneo por Nueva York. Su porción diaria de pánico.
Nueva York era para Marusia un suceso, un concierto y un espectáculo. Se convirtió en una ciudad tan sólo al cabo de un mes o dos. Paulatinamente, de entre el caos empezaron a destacar figuras, colores, sonidos. El ruidoso cruce comercial de pronto se descompuso en un puesto de verduras, una cafetería, una agencia de seguros y una tienda de
Nueva York le producía un sentimiento de irritación y miedo. Marusia tenía ganas de aparecer tan descuidada, segura y ágil como los jóvenes de color con sus camisetas rotas y las ancianas bajo sus paraguas. Quería recibir con indiferencia el estruendo de los transistores y el hedor amoniacal del
Marusia envidiaba a los niños, a los pordioseros, a los policías, a todos los que se sentían parte de la ciudad. Envidiaba incluso a pan Glinski, que dormía mientras viajaba en el metro y no temía a los gamberros negros. El hombre decía que los comunistas daban diez veces más miedo…
Del metro a las clases de joyería la separaban trescientos ochenta y cinco pasos. A veces, si corría, eran trescientos ochenta. Trescientos ochenta pasos por entre una multicolor, festiva y aullante multitud. Entre nubes de hedor a gasolina, humo de cigarrillos y olor de freidurías callejeras. A lo largo de aceras llenas de desechos y de vitrinas rutilantes e insulsas. Bajo los gritos de los vendedores ambulantes, el ulular de las sirenas y el inacabable retumbar de tambores…
La dosis diaria de miedo e inseguridad…
Las clases de joyería se acabaron el miércoles.
Al principio todo iba normal. Musia puso al rojo sobre el fuego una placa de latón. Sujetándola con unas pinzas alargó la mano para tomar la resina. La placa se escurrió, dibujó en el aire una parábola y seguidamente desapareció sin dejar huella. Al poco, de la caña de la bota laqueada de Marusia empezó a subir un humillo.
Al siguiente segundo el grito de Marusia ahogó los penetrantes aullidos de los transistores. La cremallera, como es natural, no cedía. Los que la rodeaban no entendían qué pasaba.
La historia podía haber acabado bastante mal, de no ser por Schuster.
En los cursos Schuster se encargaba de la limpieza. Antes de emigrar había entrenado en Riga a la selección juvenil de boxeo. A sus cincuenta años conservaba su dinamismo, su abultada musculatura y cierta agresividad. Los negros lo irritaban.
Schuster se dedicaba todo el día a limpiar. Barría el suelo, llenaba la tetera, movía las sillas. Cuando se acercaba con la fregona, los alumnos se levantaban para no molestar. Todos, menos los negros.
Los jóvenes de color seguían fumando y balanceándose sobre los taburetes. Eran orgánicamente insensibles a cualquier llamada del deber.
Schuster esperaba el momento. Acto seguido se acercaba más, dejaba a un lado la fregona y en una lengua extraña y amenazadora lanzaba:
—¡
Su rostro se cubría de un delicado y pavoroso rubor:
—¡Que estoy hablando con vosotros! ¡
Y al cabo de otro segundo:
—¡No quiero tener que repetirlo! ¡¿
Los muchachos negros se levantaban con desgana murmurando:
—¡OK, OK!
—Comprenden —rezongaba contento Schuster—, aunque sean del sur…
De modo que cuando Marusia se puso a gritar apareció Schuster. Dándose cuenta al instante de lo que pasaba, sacó del bolsillo posterior una petaca de
Acto seguido Schuster desgarró la cremallera atrancada. Marusia lloraba en silencio.
—Enséñele la pierna a un médico —le dijo Schuster—. Aquí mismo, al lado, hay una clínica.
—Enséñemela a mí —propuso interesado pan Glinski, que surgió de no se sabe dónde.
Pero Schuster lo apartó con el hombro.
El médico, tras examinar la herida, le dio permiso para abandonar la clase. Marusia, coja, se fue a casa y decidió no volver…
Ante la decisión de Marusia, Fima y Lora reaccionaron con normalidad, incluso con nobleza.
Lora le dijo:
—Techo tienes. Hambre no pasarás. De modo que no pierdas los nervios y dedícate al inglés. Algo saldrá.
Y Fima añadió:
—Pero ¿cómo vas a ser joyera, si tú misma eres una joya?
—¡Lástima que nadie la quiera! —se rio Marusia…
Así se convirtió en ama de casa.
Por la mañana Lora y Fima salían corriendo al trabajo. Fima se marchaba en su coche. Lora corría a la parada de autobús.
Al principio Marusia se propuso prepararles el desayuno. Pero pronto se vio claro que era inútil. Fima tomaba una taza de café soluble y Lora se comía una manzana sobre la marcha.
De modo que se despertaba pasadas las nueve. Liova ya estaba sentado viendo la tele. Para desayunar se tomaba un puñado de copos de maíz con leche.
Luego se iban a la guardería. De regreso a casa, Marusia hojeaba largo rato un periódico ruso. Leía atentamente los anuncios.
En Manhattan se abrían unos cursos para peluqueras. Una compañía de seguros pedía agentes jóvenes y agresivos. Un club nocturno ruso necesitaba camareras, preferentemente hombres. Así estaba escrito: "camareras, preferentemente hombres".
Todo esto era real, pero poco atrayente. ¿Cortar el pelo a alguien? ¿Asegurar a Dios sabe quién? ¿Servir entremeses a cualquiera?
Aparecían anuncios como el siguiente:
"
Y abajo, con letra más pequeña, una nota: "Abstenerse las de Jarbín[17]".
¿Qué quería decir "las de Jarbín abstenerse"?, pensaba asombrada Marusia. ¿Cómo entenderlo? ¿A lo mejor él mismo era de Jarbín? ¿Puede que todo Jarbín lo conociera como el mayor de los mangantes y estafadores?
¿Para qué querrá la foto?, pensaba Marusia. ¿Para llevarse un disgusto?
Por la mañana iba a la tienda, lavaba y hacía lo posible por aprender inglés. Alas tres recogía a Liova. Fima y Lora regresaban a las seis. Y el resto del día transcurría frente a la televisión con una copa.
Los sábados iban a la ciudad. Paseaban por los museos. Comían en restaurantes japoneses. Vieron un musical con Yul Brynner.
Pasó septiembre, llegó el otoño. Y sin embargo en los parques verdeaba el césped y durante el día hacía calor, como en mayo…
Marusia pensaba cada vez más a menudo en el futuro.
¿Cuánto tiempo más podía depender de Lora? ¿Cuánto se podía vivir a costa de los demás? ¿Bajo techo ajeno? En una palabra, ¿hasta cuándo podía durar todo aquello?
Marusia se sentía como en una casa de campo de unos parientes. Tarde o temprano había que ir a casa.
Pero ¿adonde?
De momento Marusia tenía qué comer, buena salud. Ropa no le faltaba. El dinero para sus gastos estaba en una caja de pasteles. Aquello, más que vida, era como descansar en un sanatorio para jerarcas del partido. ¿Y para esto había valido la pena viajar a la otra punta del mundo?
Lo cierto es que el sentimiento de alarma crecía de día en día…
En una ocasión Marusia escribió la siguiente carta a sus padres:
"Queridos mamá y papá:
Me imagino cómo me estaréis riñendo, aunque no vale la pena. Lo cierto es que no tengo nada que contaros. Absolutamente nada.
Lazar voló a su patria histórica, donde, con perdón, sólo hay judíos. Pero él dice que no pasa nada, que ya se las arreglará.
¿Qué más os puedo decir?
Viena es una ciudad tranquila junto a un río. La gente no paraba de decir: Donau, Donau… Resulta que no era más que el Danubio.
Dicen que tiene un teatro de ópera. Aunque yo no lo he visto.
La gente se viste peor que en nuestro teatro, pero mejor que en la calle.
En Austria pasamos tres semanas. Casi no salimos del hotel. Junto a la puerta hacían guardia
A Liova le compré unos calcetines de lana y una chaqueta. Para mí nada.
El vuelo a América duró cerca de siete horas. En el avión nos pasaron una película. ¿Cuál?, os preguntaréis. Nunca lo adivinaríais:
Me he instalado en casa de Lora y Fima. Liova va al jardín infantil. Y yo no paro de pensar en qué hacer.
Aquí hay aún más libertad que en Austria. En unas tiendas especiales venden órganos de caucho. ¿Comprendéis? Mamá seguro que se hubiera desmayado.
En América hace ya tiempo que no linchan a los negros. Ahora las cosas son al revés. En una palabra, todavía no me he orientado. Escribiré pronto. También vosotros escribid.
Os abraza vuestra inconsciente hija Maria".
TALENTOS Y ADMIRADORES
Cierto día se presentó Zaretski. Al descubrir que los dueños no estaban en casa, expresó confusión:
—Perdóneme por irrumpir sin previo aviso.
—No se preocupe —le dijo Marusia—, sólo que estoy en bata… Al cabo de un minuto ya estaba tomando café con jalea. El azúcar en polvo cubría sus pantalones de tergal escrupulosamente planchados…
Zaretski amaba la cultura y a las mujeres. La cultura era para él una fuente de ingresos, en cambio las mujeres se erigían en el objeto de su inspiración. Es decir, a la cultura se dedicaba por consideraciones pragmáticas, y a las mujeres, de forma altruista. Lo desinteresado de su empeño quedaba subrayado por sus rotundos fracasos en materia de sexo.
La cosa es que Zaretski se veía desgarrado entre dos pasiones contradictorias. Trataba de conquistar a la mujeres, pero al hacerlo las humillaba por todos los medios. Sus alambicados piropos rayaban la ofensa. Los traviesos cortejos se trocaban en emocionados y edificantes sermones. Zaretski lanzaba ardientes loas a la moral, al tiempo que incitaba a transgredirla. Además no era joven. A los aviones los llamaba aeroplanos, como antes de la guerra.
Zaretski se estaba tomando la jalea y el café y contemplaba las piernas de Marusia. Las alas de su bata volaban agitadas. Los dos botones superiores de la camisa de dormir estaba desabrochados.
Zaretski preguntó con interés:
—¿Cómo se gana usted el sustento?
—Aún no trabajo —respondió Marusia.
—¿Y qué planes tiene usted, si no es un secreto, para el futuro?
—Ninguno. De hecho soy especialista en música.
—Con semejantes dotes, yo de usted pensaría en Hollywood.
—Allí con los suyos les basta. Y lo principal es que las quieren muy delgadas.
—Hablaré con los amigos —le prometió Zaretski.
Luego le dijo:
—Verá: he venido por un asunto. Estoy acabando un trabajo sobre el tema "El sexo en el totalitarismo". He encuestado al respecto a más de cuatrocientas mujeres. Su edad oscila entre los dieciséis y los sesenta años. Los datos se han analizado y sistematizado. En una palabra, le voy a hacer algunas preguntas. Espero que comprenda que se trata de una investigación rigurosamente científica. Aquí los prejuicios pequeño burgueses están fuera de lugar. Siéntese.
Zaretski se acercó la cartera. Extrajo de ella un magnetófono, una libreta y una pluma. El magnetófono estaba envuelto en una cinta aislante.
—Atentos —dijo Zaretski—, empezamos.
Como una letanía se dirigió al magnetófono:
—Sujeto cuatrocientos treinta y nueve. Dieciséis de abril del ochenta y cinco, Forest Hills, Nueva York, Estados Unidos de América. Realiza la entrevista Natán Zaretski.
Y acto seguido, dirigiéndose a Marusia:
—¿Cuántos años tiene?
—Treinta y cuatro.
—¿Casada?
—Divorciada.
—¿Ha tenido relaciones sexuales antes del matrimonio?
—¿Antes del matrimonio?
—En otras palabras, ¿cuándo se produjo la desfloración?
—¿Des… qué?
—¿Cuándo perdió la virginidad?
—Ah, ah… Me pareció oír declaración…
Marusia se ruborizó levemente. Zaretski le infundía temor y respeto. ¿Y si la tomaba por una mojigata?
—No me acuerdo —contestó Marusia.
—¿Antes o después? Más bien antes, ¿no?
—¿Antes o después de qué?
—La pregunta es: antes o después del matrimonio. De modo que ¿antes o después?
—Creo que antes.
—¿Antes o después de los sucesos de Hungría[18]?
—¿Qué sucesos dice?
—¿Antes o después de desvelarse el culto a la personalidad[19]?
—Diría que después.
—Muy bien. ¿Practica usted la masturbación?
—Una vez al mes, como debe ser.
—Le pregunto por la masturbación.
—¡Por Dios! —dijo Marusia.
Algo le impedía hacer callar e incluso echar a la calle a Zaretski. Algo la obligaba a balbucear confusa:
—No sé… Tal vez… A lo mejor…
Zaretski hablaba cada vez más animado:
—¡Despréndase de la falsa vergüenza! ¡Olvídese de la hipócrita moralina! ¡El cuerpo humano es sagrado! ¡El poder soviético priva a la persona de sus gozos naturales! ¡En el totalitarismo el clímax sobreviene muchísimo antes que en los países democráticos!
Marusia decía:
—Si usted lo dice…
De pronto Zaretski se transmutó por completo. Se puso a menear de forma extraña los hombros cubiertos con un chaleco lila. Y de improviso se puso a susurrar ruidosamente. Decía perdiendo el aliento:
—¡Oh, Masha! ¡Eres la imagen misma de Rusia! ¡Mancillada por los mongoles, violada por los bolcheviques, has conservado por un milagro la virginidad! ¡Oh, déjame entrar en tu verde valle!
Zaretski inició el ataque. Sus pantalones de tergal echaban chispas. Sus ojos refulgían como los focos de un quirófano. El magnetófono se detuvo tras un sordo chasquido.
—¡Oh, si tu quisieras —susurraba Zaretski— te glorificaría! Marusia reflexionó un instante. Poco provecho podía sacar de aquel viejo charlatán. Más bien, disgustos. Y además era hora de ir a por el crío.
Zaretski colocó sus manos en la cintura de Marusia. El gesto se parecía a una invitación a un baile de otros tiempos.
Marusia se apartó. Un hombre de ciencia, y hay que ver cómo se porta. Pero lo principal era que debía ir a por Liova…
Zaretski era un seductor experimentado. Sus maniobras tácticas consistían en lo siguiente. Lo primero era quedarse en una casa hasta bien entrada la noche. Comprobar que los autobuses ya no circulaban. Tomar un taxi resultaba caro… Luego: "¿Me permite que me quede en este sillón?". O: "¿Puedo tenderme a su lado? Como un buen amigo, por supuesto". Luego se ponía a temblar y a exhalar gemidos. En semejante trance las mujeres sencillamente no se veían capaces de rechazarlo. Las pasiones insatisfechas podían convertirse en un desarreglo psíquico. O peor, producirle un ataque al corazón.
Zaretski lloraba y pataleaba. Amenazaba y exigía. Les juraba amor eterno. Y les proponía además hacer algún trabajo científico conjunto. A veces cedían hasta las más recalcitrantes.
Esto era por las noches. A la luz del día la táctica rara vez surtía efecto.
Marusia dijo:
—Ahora vuelvo.
Al minuto apareció vestida de un riguroso traje color crema.
Zaretski frunciendo el entrecejo guardaba el magnetófono en la cartera. Y acto seguido con voz lúgubre y enigmática pronunció:
—¡Eres una esfinge, Maria!
—¡¿Por qué me ha de insultar?! —Se enfadó Musia—. ¿A qué viene esto? ¿Y si amo a otro?
Zaretski lanzó una carcajada sarcástica, tomó una ficha para el metro y se fue.
A partir de aquel día se acabó la paz para Marusia. Los novios y los pretendientes se sucedieron en una interminable cola.
Al parecer una mujer sin compromiso despide ciertos efluvios misteriosos. Y si es guapa, más.
Los hombres pegaban la hebra con ella en cualquier lugar donde ella apareciera. En las tiendas, en la parada de autobús, delante de la casa, en el quiosco de los periódicos. A veces eran americanos, más a menudo, compatriotas.
La llamaban por teléfono. Se presentaban en la casa con proposiciones confusas e incomprensibles. Hasta le mandaban postales con versos. Por ejemplo, el disidente Karaváyev le mandó la siguiente poesía: "¡Marusia! ¡¿Ama a Rusia?!".
A Karaváyev lo conoció en la farmacia. Este la invitó a una manifestación en defensa de Sájarov. Marusia le dijo:
—¿Y con quién voy a dejar al niño?
Karaváyev se enfadó:
—Si cada uno se cuida sólo de sus hijos, Rusia estará perdida.
Marusia le replicó:
—Al contrario, si cada uno se cuidara de sus hijos todo iría bien.
Karaváyev le contestó:
—Es usted una típica emigrante corrompida por Occidente. Sólo piensa en sí misma.
Marusia se quedó pensativa. Uno me llama Rusia, a la que han violado los bolcheviques. El otro, emigrante, corrompida por Occidente. ¿Y quién soy yo en realidad?
Karaváyev le propuso unir sus fuerzas para luchar por una nueva Rusia. Marusia rechazó la propuesta.
El editor Drúker también la animaba a luchar. Pero en esta ocasión en favor de la unidad de la emigración.
Le decía:
—Somos pocos. Estamos desunidos y solos. Debemos unirnos sobre la base común de la cultura rusa.
Drúker invitó a Marusia a su destartalado habitáculo. Le enseñó decenas de libros raros con autógrafos de Gueorgui Ivánov, Nabókov, Jodasévich. Le hizo entrega del desdichado
—Son muchas las cosas que nos unen. La lengua, la cultura, la manera de pensar, el pasado histórico…
Marusia no estaba para discursos. Su unión con Drúker no le resolvía el problema de su vida. A Marusia le interesaba fundamentalmente, no el pasado, sino el futuro. De modo que le propuso:
—Seamos amigos.
Drúker hizo una mueca a modo de sonrisa y aceptó.
En cambio, los taxistas actuaban de modo más decidido. Pertsóvich le decía:
—Cogemos un avión para Florida, ¿OK? Yo cargo con el viaje, el hotel y las diversiones, ¿OK? Te compro unos zapatos de marca, ¿OK?
—Pero tengo un hijo.
—No es mi problema, ¿OK?
—Lo pensaré…
Yeselevski se comportaba más modosamente. Actuaba con menos ímpetu. Le propuso un motel barato en Long Island. Y en lugar de zapatos, chocolate a granel de la tienda de
Yeselevski recibió el no sin enojarse. Incluso suspiró, al parecer, con alivio…
Quien mejor se portó fue Baránov. Resultó ser el más noble. Le dijo:
—Gano unos setecientos dólares a la semana. Doscientos me los gasto sistemáticamente en bebida. Si quiere, le daré cien. Sin más. Hasta me sale a cuenta. Beberé menos.
—Me resulta incómodo —dijo Marusia.
—¿Qué tiene de incómodo? —se asombraba Baránov—. Dinero no me falta. Y no piense usted en nada raro. Las mujeres hace tiempo que no me dicen nada. Veinte años atrás todavía dudaba entre las mujeres y el alcohol. Pero eso acabó. En aquella guerra venció el alcohol.
—Lo pensaré —dijo Marusia.
Yevséi Rubínchik también le ofreció su ayuda. Y también desinteresadamente. Le propuso un trabajo temporal. Le preguntó:
—¿Dibuja usted?
—Depende qué —dijo Marusia.
Rubínchik le aclaró:
—Hay que retocar algunas fotografías en color.
—¿Cómo retocarlas?
—Pintar los labios, las mejillas… En fin, para que los clientes queden contentos.
Marusia cayó en la cuenta; sabía de qué se trataba.
—¿Y cuánto me pagarán?
—Tres dólares la hora.
Rubínchik prometió llamarla.
El religioso Lemkus también se interesó por Marusia. Primero le regaló una Biblia en inglés. Luego dijo que Dios está de parte de los desamparados y solitarios. Y finalmente le prometió una vida mejor, pero en la otra, en el más allá.
—¿Y cuándo será eso?
—Cuando Dios quiera —contestó dejando caer las pestañas Lemkus.
A Lemkus le gustaba repetir que el dinero trae el mal.
—Sobre todo cuando no lo tienes —admitía Marusia.
El dueño de la tienda Dnepr, Ziama Pivovárov, a veces le susurraba al oído:
—Hemos recibido unos bollitos calentitos. Igualitos a usted…
El agente inmobiliario Lérner le proponía:
—Nos vamos a alguna parte de Atlantic City. Te sacarás veinte de los grandes.
Lérner no conseguía llevar a cabo su idea. Le daba pereza hasta apuntarse el teléfono de Marusia.
Así pasaron en un suspiro cuatro meses. Los días se sucedían idénticos el uno al otro, como las bolsas del supermercado.
LOS MISMOS, MÁS GONZÁLEZ
Para entonces yo hacía ya un año y medio que me había naturalizado americano. Vivía fundamentalmente de lo que ganaba de escribir. Mis libros se editaban en buenas traducciones. No por azar a un colega mío le gustaba decir:
—Dovlátov pierde mucho en el original…
Los críticos se admiraban de mis obras, me llamaban el Kerouac soviético y mencionaban de paso a Dostoyevski, Chéjov, Gógol…
En una reseña se decía:
"La luz que despiden los personajes de Dovlátov es considerablemente más brillante que la de los de Solzhenitsyn, pero arden en un infierno infinitamente más frívolo".
Las críticas no me interesaban. Por lo demás, lo que se escribe sobre mí me deja del todo indiferente. Me molesto cuando no escriben…
De todos modos mis novelas se vendían mal. No tenía éxito de ventas. Ya se sabe que los americanos prefieren su propia literatura. Aquí las obras traducidas muy rara vez se convierten en
Mi agente literario me decía:
Escribe algo sobre América. Toma algún tema de la vida americana. Ya llevas muchos años aquí.
Se equivocaba. Yo no vivía en América. Vivían en una colonia rusa. ¡¿Dónde estaban aquí los temas americanos?!
Tomemos por ejemplo una historia como esta. Entre la lavandería y el banco, el georgiano Daritashvili vende pinchos de carne georgianos. Cierta señora le hace llegar su reclamación:
—¿Por qué le ha dado al señor Lérner un pincho grande y a mí uno tan diminuto?
—Eh, eh… —deja caer la mano el georgiano.
—¡Quiero una respuesta!
—Eh, eh, eh… —vuelve a soltar el georgiano.
—¡Insisto, me voy a quejar! ¡Esto no lo dejo así! ¡¿Por qué?!
El georgiano eleva en gesto trágico las manos al cielo:
—¿Por qué? ¡Pues porque él me cae bien!
En mi opinión es un tema perfecto. Pero ¿qué tiene de americano?
Pues bien, un día suena el teléfono. Oigo la voz de Marusia Tataróvich.
—Tráeme cigarrillos. ¿Puedes?
—¿Ha pasado algo?
—Nada de particular. Tengo un ojo morado. Me da vergüenza salir a la calle. Te devolveré enseguida el dinero.
—¿Cómo?
—¿Y a ti qué te importa? He vendido el abrigo de piel.
—No te hablo del dinero. ¿Cómo te has hecho el morado?
—Me he peleado con Rafa.
—Ahora voy.
Conocí a Marusia hace un año. Durante los días de la famosa aventura con la televisión rusa.
Dos hombres de negocios, Lélik y Marátik, alquilaron una oficina en el centro de la ciudad. Se anunciaron en la prensa rusa. Prometieron poner en cada casa unos aparatos especiales. En pocas palabras, los organizadores se pusieron a doblar al ruso los programas de la televisión americana.
La ocurrencia tuvo éxito, especialmente entre los pensionistas. Los viejos mandaban de buena gana su dinero. Lélik y Marátik contrataron a seis colaboradores. Dos secretarias, un contable, un guardia jurado, un agente de publicidad y a mí, a modo de unidad creativa.
En el trabajo yo me dedicaba a terminar mi libro
El guardia era para Lélik y Marátik. Por si aparecían los clientes estafados.
Una de las secretarias era Marusia Tataróvich.
Marusia me gustó enseguida: alta, bien vestida y con un extraño aire indefenso. La mezcla de inseguridad y aplomo saltaba a la vista. Así ocurre a menudo.
Enseguida comprendí que no servía para vivir en grupo. He aquí un ejemplo típico:
La otra secretaria tenía marido. Este le regaló para su santo un brazalete. La mujer lo llevó al trabajo para lucirlo. Marusia le dio vueltas en la mano y dijo:
—¡Qué maravilla! En la Unión tuve uno igual. Pero de platino…
Desde entonces la secretaria la odió…
Marusia recordaba con demasiada frecuencia sus perdidos privilegios de hija de alto funcionario. Con demasiada facilidad hablaba de su famoso marido. Y arrojaba sobre el sofá con exceso de desprendimiento su abrigo de nutria.
Los grupos prefieren que las personas en las circunstancias de Marusia se comporten con más humildad.
Con Marusia habré charlado largo y tendido unas tres veces. Entonces, tras una taza de café, me contó su, digamos, extraña historia. En cierto modo nos hicimos amigos. Me gusta este tipo de mujeres: con el agua al cuello, desesperadas, indefensas e insolentes. Yo siempre he dicho que quien lo pasa mal no peca…
—Es una lástima que esté usted casado —me decía—. Haríamos buenas migas. Y lo peor de todo es que su mujer es una señora fantásticamente interesante. Al cabo de un mes se habría conseguido a otro mejor que usted…
Lo primero que hizo Marusia tras encontrar empleo fue alquilar un piso. Pidió prestado dinero a Lora. Por entonces en nuestro barrio se podía encontrar un apartamento por cuatrocientos dólares.
Inesperadamente Lélik y Marátik nos anunciaron:
—El primer mes todos trabajarán sin sueldo. Es la costumbre. Como saben, estamos dando los primeros pasos.
Pasaron cuatro semanas, nuestros jefes callaban. Si nos poníamos a hablar de dinero, se pasaban al inglés.
Comprendí que nos habían engañado (los viejos lo descubrieron al mes siguiente). Entré en el despacho de nuestros jefes. Les dije todo lo que pensaba de ellos. Y de tal modo que hasta me oyeron en el pasillo.
Marusia se quedó sorprendida:
—No sospechaba que supiera usted estas palabras.
Para ser breves, la televisión se cerró antes de tener tiempo de nacer. A Lélik y Marátik los suscriptores estafados aún los buscan.
La desaparición de los dos empresarios se vio acompañada de artículos en la prensa rusa. Los periodistas expresaban su convencimiento de que Lélik y Marátik eran dos enviados del KGB. Su objetivo era descomponer el sistema capitalista desde dentro.
Uno de los artículos se titulaba:
El contable Fálkovich dijo:
—Me dedicaré a administrador.
Y en efecto, se fue a trabajar al Astoria.
La secretaria casada se marchó a casa de su hija en Toronto. El agente de publicidad se dedicó a la venta de cintas magnetofónicas. Yo retorné a mi miserable pero familiar condición de escritor libre. El guardia trabaja de guardaespaldas con Yákov Smirnov. Dicen que Smirnov le tiene miedo.
Marusia se encontró en un piso vacío y sin dinero. La acompañé un par de veces en mi coche a unas oficinas. Le conseguí unos muebles. Le regalamos nuestra vieja televisión. ¿Qué más podía hacer por ella? ¡No me iba a divorciar por aquel motivo!
A veces nos encontrábamos en la calle. Era estúpido hacer preguntas sobre cómo vivía. Al parecer había conseguido algún tipo de subsidio.
Marusia contaba que Liova estaba enfermo. Que intentaba dar clases de música. Tenía intención de abrir una pequeña guardería.
Casi no la escuchaba. En asuntos como aquel si te paras a escuchar lo único que consigues es disgustarte. Como se dice, el que nadie tiene nada puede dar…
Fue justamente entonces cuando apareció aquel latinoamericano. O más exactamente no apareció, sino que surgió de la nada. Emergió de entre el caos de una vida llegada de más allá del mar, ajena e incomprensible.
¿Qué le dio vida? ¿La machacona y vibrante música que llegaba de los transistores? ¿La mezcla de olores de las pizzerías, los cosméticos y el tufo de la gasolina? ¿Las luces multicolores que flotaban sobre el asfalto? ¿Los reflejos de los escaparates en las ventanillas de los coches que pasaban?
Rafael se materializó surgido del sentimiento general de desarraigo. De la sensación de fiesta, de desdicha, de éxito, de fracaso, de un fuego de artificios catastrófico.
Marusia no se acordaba del día en que se conocieron. No podía recordar las circunstancias de su encuentro. Rafael surgió de modo enigmático e insistente, talmente como un fenómeno del tercer mundo.
A Marusia le venían a la memoria tan sólo los rasgos de su vieja presencia. Ciertas sonrisas en la escalera (seguramente tomaba a Rafael por el encargado de la limpieza de la casa). Unas rosas lanzadas en su dirección desde un desvencijado automóvil. Unos caramelos de cuatro cents alargados a Liova.
El olor de una colonia cara en el ascensor. Las estrecheces al atravesar las puertas. Un sombrero levantado. Una americana de terciopelo, un puro, pantalones de color crema. Un anillo con brillante falso. Y una corbata a tono con las esperanzas derrumbadas.
Al principio Rafael era para Marusia la calle, un accidente del paisaje. Un accesorio del lugar, junto con la vitrina de la casa Rainbow, con las freidurías griegas y con la voz rasgada de Adriano Celentano.
Al principio Rafael era una circunstancia del tiempo y del espacio.
Luego resultó que Marusia iba sentada en su destartalado cacharro. Que van de regreso del restaurante Del Monico. Que Liova se ha dormido en el coche. Y que la mano con el falso anillo acaricia la mano de Marusia.
—No —dijo Marusia.
Y trasladó una mano desconocida sobre el caldeado asiento.
—
Y acarició suavemente su redonda rodilla.
—No —dijo Marusia.
Y cubrió con su mano la palma del hombre.
—
Y alargó la mano hacia el corte en su blusa.
—No.
Ella trasladó su mano a la rodilla.
—
Él colocó su mano sobre la cadera.
—No.
Marusia estiró para arriba su mano.
—
Una de las manos del hombre se empeñaba en desabrocharle la blusa. La otra con cierta obstinación le abría las rodillas.
Marusia tuvo tiempo de pensar: "¿Cómo conduce el coche? O mejor dicho, ¿con qué?".
El automóvil, no obstante, seguía su marcha regular. Sólo una vez rozaron el flanco de un Mercedes.
Y sin embargo el latinoamericano no retiró sus manos. Tan sólo movió ligeramente las rodillas.
—No eres normal —se esforzó por pronunciar en voz alta—.
Rafael sin detener la marcha sacó de un bolsillo un rotulador azul. Lo colocó sobre su abultado pecho cubierto con una chaqueta de nylon. Dibujó con trazo rápido un corazón de enormes dimensiones. Y acto seguido se abalanzó a besarla.
Ahora estaba girado por completo hacia Musia. Y movía el volante (como afirma Musia) con su nada delgado trasero.
Marusia no quería invitarlo a casa. Le daba vergüenza su piso vacío. Liova dormía sobre un sillón desfondado de cuero sintético. Marusia, sobre un camastro doblado. Todo lo habíamos recogido de la calle.
En la nevera había unas azules patas de pollo. Y nada más. ¿Cómo podía invitar a nadie?
Luego pasó lo siguiente. Rafael abrió el maletero. Sacó de allí hecho una rueda un colchón envuelto en un saco de plástico. Tras el colchón, una botella de ron, un manojo de pepsi-colas, cuatro naranjas y galletas.
El colchón estaba completamente nuevo, llevaba el envoltorio.
Para entonces Marusia ya había dejado de asombrarse. Le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
En respuesta sonó:
—Rafael José Belinda Chicorillo González.
—Corto y claro —dijo Marusia—. Te llamaré Rafa.
—Rafa —confirmó el latinoamericano.
Y acto seguido añadió:
—¡Musia!
La comida y la bebida se la metió rápido en los bolsillos. A Liova lo cargó al hombro. El colchón (¡y lo que es yo, me lo creo!) rodaba solo.
Además con la mano libre el latinoamericano acariciaba a Musia. Y por si fuera poco, fumaba y abría galante las puertas.
De pronto Marusia oyó un extraño crujido. Prestó atención. Como se comprobó, los pantalones del latinoamericano crujían bajo la presión de sus enfurecidas carnes.
Conviene señalar también el siguiente detalle. Cuando salían del ascensor, el muchacho de pronto se despertó. Miró a Rafael con ojos enloquecidos, como los de un cachorro de un mes, y preguntó:
—¿Quién eres? ¿Mi papá?
¿Y qué creen que contestó el latinoamericano? El latinoamericano contestó:
—
RUMORES
Me subí al coche. Recorrí tres manzanas. Me acordé de que Marusia me había pedido que le comprara cigarrillos. Di la vuelta.
Finalmente frené junto a su portal. "¿Me llevo por si acaso la llave inglesa? —pensé—. Con algo me he de defender. ¿Y si Rafael se pone peleón?".
No soy cobarde. Pero no estamos en nuestro país. Prácticamente desconocemos la lengua. En cuestión de leyes andamos casi a ciegas. No estamos acostumbrados a las armas. Y aquí uno de cada dos lleva pistola. Si no es una bomba…
Además, los latinoamericanos, dicen, son más temibles que los negros. Estos al menos han sido esclavos durante doscientos años, lo cual, quiérase o no, se ha reflejado en su mentalidad. ¿Pero los otros? Todos son a cuál más grande, insolente y agresivo…
En Leningrado también solía haber peleas, claro. Pero acababan siempre sin graves consecuencias.
Un día, recuerdo, estábamos en casa un grupo de amigos, y el novelista Stukalin le dice al crítico literario Záitsev:
—Ahora mismo te voy a partir la cara.
Y el otro le contesta:
—No lo harás, porque yo soy tolstoísta. Rechazo todo género de violencia y si me pegas te pondré la otra mejilla.
Stukalin se queda pensativo y al fin dice:
—¡Pues que te parta un rayo!
Nos tranquilizamos. Decidimos que no habría pelea y salimos al balcón.
De pronto oímos un estruendo. Entramos corriendo en la habitación y vemos a Stukalin tumbado en el suelo. Mientras, el tolstoísta Záitsev le arrea en medio de la cara con sus enormes puños…
Pero en casa todo esto pasaba se diría que sin dejar huella. En cambio aquí…
"Bueno —pensé—, es hora de ir". Llamé a la puerta.
Me abre Musia Tataróvich. En efecto, lleva un cardenal debajo de un ojo. Tiene además partido el labio inferior y un rasguño en la frente.
—No mires —me dice.
—No miro. ¿Y él dónde está?
—¿Rafa? Se ha ido corriendo tras su alma destrozada.
—¿No quieres que te lleve al hospital? —le pregunto.
—No vale la pena. Me lo taparé con cremas.
—Entonces llama a la policía.
—¿Para qué? Vaya cosa: un hispano le ha hinchado un ojo a alguien. Si me hubiera rajado o pegado un tiro…
—Entonces sí que no valdría la pena —le digo.
—Es inútil repitió Marusia.
—Puede que lo encierren unos días. Para que aprenda.
—¿Por qué? ¿Por una pelea? ¡¿En Nueva York?! Si en este cotolengo es más difícil ir a parar a la cárcel que llegar a Marte o Júpiter. Para que te encierren haría falta liquidar al menos a cien personas. Y a ser posible altos ejecutivos. Aquí para el talego debe de haber una lista de espera de cuarenta años, diría. Y tú dices que lo encierren… Hazme un favor, no le des más vueltas. Ahora mismo me arreglo todo esto…
Miré a mi alrededor. La vivienda de Marusia ya no parecía tan vacía y abandonada. En un rincón vi un aparato estéreo. A ambos lados se encontraban dos sillones de raso. Enfrente, un sofá. Junto a la pared, una bici de tres ruedas. Cortinas en la ventana…
Le dije a Marusia:
—Cierra la puerta como es debido.
—Es inútil. Tiene llave.
Vaya lío, pensé.
—¿Al menos te ayuda materialmente?
—Más o menos. La verdad es que no es un mal tipo. Trasto que ve, trasto que compra. Sobre todo si es para Liova. Los hispanos parece que tienen debilidad por los niños.
—Y por las rubias.
—En eso has dado en el clavo. ¡Rafa en este sentido es un auténtico pionero[21]!
—No entiendo.
—Es como Pávlik Morózov[22]. ¡Siempre a punto[23]! Tiene una idea fija: ¡tomarse un pelotazo y al catre! ¡A veces pienso que no estaría mal enchufarlo a una turbina! Al menos se sacaría provecho de tanto derroche inútil de energía… En cuanto a lo del dinero, no es tacaño. Cines, teatros, restaurantes… eso cuando quieras. Lo malo es que para la casa le cuesta soltar un billete. O simplemente no se le ocurre. Pero entretanto, de alguna manera hay que pagar el alquiler…
Marusia se fue a cambiar tras la puerta entornada de la cocina.
—¿Quieres un café?
—No, gracias… ¿A qué se dedica? —pregunté.
—No tengo ni idea.
—Pero aproximadamente.
—Vende alguna cosa. O puede que compre. Parece que ha estudiado en alguna parte un par de meses… En una palabra, no es Spinoza. Por ejemplo me pregunta: "¿De dónde eres?". "De Leningrado". "Ah, ah, ah… —me dice—, ya sé, esto está en Polonia…". Un día lo vi leyendo el periódico. Hasta me sorprendí. Al menos sabe leer, que ya es mucho…
Marusia se llenó una taza de café y prosiguió:
—Son todo un clan: la mamá, hermanos y hermanas. Y todos son gente más o menos acomodada, salvo Rafa. La mamá tiene cuatro casas en Brooklyn. Un hermano tiene un negocio de taxis. Otro, una lavandería. En cuanto a Rafa, no es lo que se dice un hombre de negocios. El dinero tampoco le quita el sueño. Él, con tal de no ponerse los pantalones…
—Muy bien —le digo—, pero, de todos modos, ¿ahora qué vas a hacer?
—¿En qué sentido?
—¿Qué perspectivas tienes para el futuro? ¿Quiere casarse contigo?
—Ya te he dicho lo que quiere. Y nada más. El resto son gastos de peaje.
—¿De modo que no te ofrece ninguna garantía?
—¿De qué garantías me hablas? ¿Qué sentido tiene hablar aquí de futuro? Eso era en la URSS, donde no se hablaba de otra cosa que del futuro. Aquí, en cambio, sigues vivo y gracias…
—Pero hay que pensar en Liova.
—Sí, hay que pensar. Y sobre mi vida tengo que pensar. Pero eso no tiene nada que ver con el matrimonio. Me he casado dos veces ¿y qué he sacado de bueno? Pero sí te diré una cosa. Cuando viajábamos de gira con mi cantante, en los hoteles he conocido a gente que subsistía de sus dietas. Les pagaban dos cuarenta. Al día. Y con esa mísera calderilla tenían que vivir. Eso quiere decir, comer tres veces al día. Más cigarrillos, transporte, pequeños gastos. Más, sin falta, un trago. Y además, apartar algo para un regalito a la mujer. Y, a ser posible, tirarse a una tía. Y todo esto lo tenían que hacer con, perdón, dos rublos y cuarenta copecs…
—¿Para qué me cuentas todo esto?
—Desde entonces odio con toda mi alma a este tipo de gente. O mejor dicho, los desprecio hasta la muerte.
Marusia entornó los ojos llenos de ira.
—Mira a tu alrededor. Me refiero a nuestros emigrantes. Todos son como aquella gente del hotel. Cada uno tiene sus dos cuarenta. Por eso prefiero a Rafael con eso que él llama amor.
—¿Yo también tengo dos cuarenta en la mano?
—Pongamos que tú tienes cuatro ochenta… A propósito, te debo el tabaco… Pero la mayoría tiene dos cuarenta. Anda por aquí uno de Chernóvits que es dueño de un garaje. Su mujer tiene algo que ver con la medicina. Juntos ganarán unos sesenta mil. ¿Sabes cómo se pasa las tardes ese tipo? Se mete en su Oldsmobile negro y escucha casetes de Tomka Mianásova. Y esto cada tarde. Te lo juro. La mujer se sienta en un banco y lee
—El dueño del garaje, se me ocurre, no le sacude a su mujer.
—Por supuesto. Con tal de no tocarla…
Después de vestirse y pintarse Marusia recobró la valentía. Aunque el morado seguía asomando bajo la capa de pomada y colorete. El arañazo sobre la ceja producía una impresión poco halagüeña. En cambio el labio partido desapareció bajo el color violeta del lápiz…
Llamaron desde abajo. Marusia apretó un botón rosa y dijo:
—El regreso de Fantomas…
Y seguidamente añadió con calma:
—A lo mejor se mete contigo. Si te sacude, dale como es debido.
—Vaya —repliqué—, ¡esto me gusta! ¿Y yo qué tengo que ver con el asunto? Oye, dime, ¿es fuerte?
—Como un gorila. ¿Ves esta lámpara?
Vi una lámpara que colgaba de un cordón en espiral.
—¿Y?
—No para de darle —dijo Marusia.
—Vaya cosa —repliqué—. Yo también llego.
—Sí, tú con la cabeza, él con el hombro…
Volvieron a llamar. Esta vez, desde el rellano de la escalera. Al mismo tiempo se oyó girar la llave en el cerrojo.
Acto seguido por la rendija formada por la puerta se abrió paso una figura voluminosa y extraña.
Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, con un chándal marrón en el que se leía
Suspiré con cierto alivio. El hombre tenía más aspecto de víctima que de fiera salvaje. En su rostro se había petrificado una expresión de pánico, amargura y reproche. La habitación se llenó de olor a yodo.
—Mira bien a este espantapájaros —dijo Marusia.
Al verme Rafa se animó un poco y empezó a hablar:
—¡Señor, me ha pegado! ¿Por qué? Primero me ha arreado con un colgador. Pero el colgador se ha roto. Luego se puso a sacudirme con el paraguas. Pero también el paraguas se ha roto. Luego ha agarrado una raqueta de tenis. Pero al cabo de un rato también ha partido la raqueta. Entonces me mordió. Me ha mordido, además, con mis propios dientes. Con los dientes que se ha arreglado con mi dinero. ¿Le parece justo?
Rafa prosiguió en tono de responso:
—He ido al hospital, me ha visto un cirujano. El médico se ha creído que he escapado de las garras de unos terroristas. Le he dicho: "¡Doctor, los terroristas no muerden! Ha sido una mujer rusa…".
—Y dale —dijo Marusia.
Rafa prosiguió:
—Yo la quiero. Le regalo flores. Le digo cosas bonitas. La llevo a restaurantes. ¿Y qué oigo en respuesta? Me dice que soy un maldito viejo "negrito". Me pide dinero. Me ha… Me duele decirlo, pero se lo voy a confesar. Esta mañana le ha escupido a mi tigrillo…
Alcé las cejas.
—A mi alegre amiguito…
No lo entendía.
—Quiero decir que me ha escupido en mi miembro levantado. No sé, a lo mejor en Rusia esto es normal. Pero a mí me ha dolido…
Me dirigí a Musia:
—Pero, vamos a ver, ¿qué ha pasado?
—Nada de particular. Necesitaba dinero para pagar la casa. Y él me responde que no hay. Siempre estás pidiendo dinero, me ha dicho. Y yo le he contestado que era un don nadie. Durante diez años he sido la mujer de un gran artista, del Sinatra ruso. Tú no le llegas ni a la suela de los zapatos. Eres, le he dicho, un maldito negro sifilítico. Y él en cambio me contesta: te quiero. Mira cómo te quiero. Y de pronto, comprendes, va y se quita los pantalones. Yo le he dicho que me importaba un bledo su tesoro. Y le he escupido en esa parte. Y él va y me dice: eres una perra. De modo que he agarrado el colgador de plástico y… luego viene la pelea…
—Y tenga en cuenta —aclaró Rafael— que no me he resistido. Sólo me he cubierto la cara. En cambio ella me ha acorralado en un rincón; hasta que me he visto obligado a darle un empujón…
Rafael producía la impresión de una persona sencilla y nada rencorosa. Y provocaba, si no lástima, sí cierta compasión. El hombre se sentó cohibido en el borde del sofá.
Le dije a Marusia:
—Debéis hacer las paces.
Y añadí:
—Ofrécele una taza de café.
—Preferiría un vasito de ron.
—¡¿Y qué más?! —dijo Musia.
No obstante sacó de la nevera una botella plana.
Se formó un grupo bastante extraño. Una mujer con un ojo morado. Un latinoamericano al que la mujer había lisiado. Y yo, que me encontraba allí no se sabía muy bien por qué. Y en el centro una botella de ron empezada.
Marusia le decía a Rafael:
—Fíjate en Sergio. Es un gran escritor. Tiene, como es lógico, problemas; me refiero a que no tiene dinero… ¿En cambio tú qué eres? ¡Un cero eres!
En respuesta a sus palabras Rafael rezongaba sin ira:
—
Y yo le decía a Marusia:
—Rafa me cae bien. Déjalo en paz. Y además, algo de provecho le estás sacando. Mira cómo te has puesto a hablar el inglés.
Marusia replicaba:
—Para eso he aprendido esta maldita lengua, para soltarle la peor de las barbaridades…
Tomamos unos tragos. Marusia puso al fuego la tetera. Rafael no cabía en sí de gozo. Incluso cuando yo tropezaba con su pierna estirada.
Olvidadas todas sus heridas, el latinoamericano no ansiaba otra cosa que obtener el perdón. Miraba a Musia con ojos sumisos y encendidos. Y no paraba de alargar su mano hasta el vestido de Marusia.
Y cuál no sería mi sorpresa, cuando me enteré, realmente aturdido, de que Rafael era marxista. Hasta entonces había estado convencido de que el celo amoroso y la política eran incompatibles.
Pero Rafael exclamó:
—Tengo mucho respeto por los rusos. Son una gente maravillosa. Son como los polacos, pero hablan en yiddish. Los respeto porque han conquistado la justicia. Porque han expropiado el dinero a los millonarios y se lo han dado a los pobres. Ahora los millonarios se pasan el día trabajando, mientras que los pobres mandan y beben. Es lo justo. La revolución de Octubre la dirigió el famoso guerrillero Tolstói. El mismo que luego escribió
—¡Por Dios! —dijo Marusia.
El latinoamericano seguía su discurso:
—En América no hay justicia. A los millonarios les tocan las estrellas de cine, mientras que a los pobres, las obreras de las fábricas. ¿Dónde está aquí la justicia? Todo debe ser de todos. Los coches, el dinero, las mujeres…
—¡Míralo, el soñador! —Logró meter baza Marusia.
—Ya me dirá qué hay de bueno en que uno tenga todos los millones y otro cuente hasta el último céntimo. Se debe repartir todo, es lo justo.
Lo interrumpí:
—Pues yo creo que es inútil. Unos nacen millonarios y otros pobres. Pongamos que lo repartimos todo por igual, ¿qué cambiaría? Al cabo de unos cinco años a los millonarios les volvería todo el dinero y a los pobres, por lo mismo, los problemas y las desgracias.
—Puede que tengas razón. Y más cuando la revolución tardará mucho en llegar a América. Aquí hay demasiados ricos y policías. Pero en el futuro me temo que no la podrán evitar. Entonces haremos que los médicos y los abogados trabajen todo el día. Y la gente sencilla que escuche
—¿Has visto qué elemento? —dijo Marusia—. ¡Vaya pájaro!
—Déjalo en paz —le dije—. En principio parece un buen tipo. Y razona en realidad a la altura de un Plejánov e incluso, digamos, de Chernyshevski[24]…
Tomamos otro trago. Empecé a notar que a Rafa se le hacía pesada mi presencia. Aunque no paraba de agarrar de la mano a Marusia y le decía:
—Que Sergio se quede un rato. ¿Qué prisa tiene? Quedémonos tres minutos más. Sólo tres minutos.
Pero les dije que tenía que irme. Nos despedimos. Rafa irradiaba felicidad. Me dio un golpe amistoso en el estómago con su brazo de yeso.
Marusia salió tras de mí al rellano.
—Toma —me dijo—, por los cigarrillos.
—Bobadas —le contesté.
—¡Faltaría más! Si vivieras conmigo sería distinto.
Y en aquel instante de pronto la besé. Al momento se abrieron las puertas del ascensor.
—Chao —oí…
Iba para casa y no sé por qué me sentí desgraciado. Quise beber, pero hacerlo como es debido.
En cuanto vi a mi hija se me pasó todo.
EN LA CALLE Y EN CASA
En nuestro barrio los rumores vuelan. Si les interesan las noticias frescas quédense junto a una tienda rusa. El mejor lugar es la tienda Dnepr.
Es nuestro club. Nuestro fórum. Nuestra asamblea. Nuestra agencia de información.
Aquí pueden resolver cualquier género de duda. Discutir el último artículo de prensa. Conseguir los servicios de un guardaespaldas, un chófer o, digamos, un asesino a sueldo. Adquirir un automóvil por cien dólares. Comprar Valocardín de producción nacional. Trabar amistad con una dama alegre y sin remilgos.
Dicen que aquí se vende marihuana y armas. Se cambian divisas. Se conciertan tratos poco claros.
Aquí se sabe todo sobre la gente de nuestro barrio.
Se sabe que Ziama Pivovárov ha tenido un nieto al que le han dado el nombre de Benji. Que el defensor de los derechos humanos Karaváyev ha escrito un artículo en defensa de la hija de Brézhnev[25], Galina, víctima del totalitarismo. Que el propietario de El Libro Ruso, Fima Drúker, reedita el álbum
Todos sabían que el dueño de la tienda de fotografía, Yevséi Rubínchik, seguía sin haberle comprado a su mujer un abrigo de mouton. Que Grigori Lemkus había apareado a su perra Afrodita. Que el afortunado Lérner se había convertido en el visitante un millón de la galería de cuadros Rodos, por lo que le habían hecho entrega de trescientos dólares. Tampoco se ignoraba que hasta entonces Lérner nunca había puesto los pies en una galería de arte.
Se sabía, por cierto, que Zaretski había viajado en secreto a visitar a Solzhenitsyn. Que se le concedió una entrevista y que la conversación se prolongó durante dos minutos. El estudioso se interesó por la opinión de Aleksandr Isáyevich[26] sobre el sexo. A lo cual recibió por respuesta la afirmación de que "tamaños usos son veleidades de tierras extrañas y patrañas del maligno…".
En suma, aquí se sabe todo. Y sobre todo el mundo. Por fin, también corrieron voces sobre Marusia y Rafael. De este tenor, más o menos:
—A esa que vive en el edificio de la esquina la visita un hispano. Uno que además lo hace sin tapujos. ¡¿Cómo se puede tener tan poco respeto por uno mismo?!
Los hombres al tratar el tema se hacían guiños alegres. Las mujeres alzaban con gesto grave las cejas.
Los hombres decían:
—Esta pelirroja no pierde el tiempo.
Las mujeres se expresaban con más severidad.
—¡Si al menos tuviera una gota de vergüenza!
Las mujeres por regla general criticaban a Marusia. Los hombres por lo común se compadecían de ella.
Rafa, a decir de los hombres, era un gángster, incluso un terrorista. Las mujeres lo tomaban por un simple borracho.
Frida la bizca lo expresaba así:
—¡El típico gentil colgado de Zhmérinka[27]!
Nuestras mujeres tienen la siguiente filosofía:
"Si eres una mujer sola, con un crío y además sin un céntimo, que se te bajen los humos. Compórtate con más sencillez".
Creían que en la difícil situación en que se encontraba, Marusia debía adoptar el aspecto de una mujer cansada, digna de lástima y necesitada de ayuda. Y aún mejor: enferma y con los nervios deshechos. En tal caso nuestras mujeres se habrían compadecido de ella. Y, estoy seguro, la habrían ayudado.
Pero, tal como era… Si tantos humos tienes, ahí te las apañes… Dicho de otro modo:
"¿Quieres que te compadezca? ¡Déjame antes saborear tu humillación!".
Marusia no daba la impresión de una mujer desdichada y humillada. Aprendió enseguida a llevar coche (Rafa cambió su destrozado Buick por un Jeep más alto). Aparecía con frecuencia en las tiendas rusas. Compraba pescado caro, carne de cerdo y caviar negro. Y sin embargo, yo seguía sin comprender a qué se dedicaba Rafa. Ya sin hablar de Musia…
Por centésima vez me convencía de que la pobreza era una cualidad congénita. La riqueza también. Cada uno escoge lo que más le gusta. Y por extraño que parezca muchos eligen ser pobres. Rafael y Musia preferían la riqueza.
Rafa parecía el hijo mimado de Aristóteles Onassis. Se comportaba como un individuo sin dinero, pero protegido por los millones de papá. Pedía prestado en todas partes donde podía. Llenaba todo género de impresos de compras a plazos. Repartía obligaciones…
Vivía a todo tren. Las consecuencias no le preocupaban.
Al principio Musia se inquietaba, luego se acostumbró. América era un país rico. ¡Por consiguiente, alguien tenía que vivir aquí sin disgustos ni preocupaciones!
Y así es como vivían.
La sociedad podía perdonárselo todo: las estafas, las extorsiones, las drogas. En definitiva, todo, menos vivir despreocupadamente.
Frida la bizca se indignaba:
—¡Así también yo me conseguiría algún Cipollino!
Nuestros intelectuales se expresaban del modo siguiente.
Zaretski decía:
—Fíjense bien en este latinoamericano. Vean sus articulaciones y los pabellones auriculares. Estamos ante un típico ejemplar de monosexópata latente. Y ahora observen a Maria Fiódorovna: su abdomen y los huesos pelvianos. Aquí nos encontramos con el típico ejemplar de polisexualismo relevantemente mitomático… En una palabra, no pueden ser pareja…
Lemkus declaraba dejando caer la mirada:
—¡Dios es amor!
El defensor de los derechos humanos Karaváyev exclamaba gesticulando:
—¡Es inmoral y vergonzoso entregarse al adulterio mientras todo el Grupo de Helsinki[28] está entre rejas!
El editor Drúker asentía con gesto dolido:
—¡Entregarse a un hombre que confunde a Tolstói con Dostoyevski! Yo personalmente no lo entiendo…
Arkasha Lérner repetía con cierta amargura:
—A las tías buenas siempre se las han llevado los sinvergüenzas de los georgianos… ¿Y qué es un hispano? Pues, en principio, lo mismo que un georgiano…
El propietario de la tienda, Ziama Pivovárov, reflexionaba como un auténtico hombre de negocios:
—Cómo se va a echar a perder una mercancía tan escasa…
Yevséi Rubínchik, que en el fondo era un artista, comentaba:
—Pues no se ven mal. Ya me gustaría inmortalizarlos en formato de ocho por doce…
Baránov, Yeselevski y Pertsóvich se limitaron a alguna broma bastante frívola. Pertsóvich, en concreto, le dijo a Marusia:
—Oye, Musia, no te olvides de los amigos. Si te casas, ¿por qué no me adoptas? A mis sesenta y cuatro años ya no me quedan fuerzas para pasarme el día al volante…
No es que me hiciera amigo de Rafael. Para eso éramos demasiado diferentes. Pero solíamos encontrarnos bastante a menudo. Así es nuestro barrio.
Pongamos que busca usted a alguien. Para eso no es en absoluto imprescindible saber la dirección. Basta con darse un paseo por la calle central. Cómprese una lata de cerveza. Cómase un corte de helado. Fúmese un cigarrillo. Y sin falta se encontrará a quien busca. O al menos conseguirá información sobre su amigo. Sobre todo la mala…
Marusia habría organizado unas tres fiestas en su casa. Nos invitaba a mí y a mi mujer. Preparaba
—¡No fumes! ¡Come menos! ¡Y sobre todo, quédate calladito! Ten en cuenta que aquí eres el más tonto.
Rafael no se ofendía. Y, en efecto, se podía pasar horas hablando. Sobre todo de un tema: cómo hacerse millonario. Construía planes para enriquecerse rápidamente.
Proyectaba editar libros comestibles. Acto seguido gestaba el proyecto de sacar un ajedrez comestible. Finalmente llegó a la turbadora idea de fabricar bragas comestibles.
Lo único que lo inquietaba era la falta de un capital inicial.
—Se lo puedo pedir a mis hermanos —decía—. Confían plenamente en mí. Me basta con coger el teléfono…
—Tus hermanos no te lo darán —replicaba Marusia—. Y tú lo sabes muy bien. No son idiotas.
—No me lo darán —admitía de buen grado Rafa—, es cierto. Pero puedo pedírselo ahora mismo. ¿No me crees?
Como buen americano, soñaba con toda su alma hacerse rico. Pero como también era revolucionario, quería que hubiera justicia.
Marusia le decía:
—Vete a trabajar, como todo el mundo.
Rafa replicaba convencido:
—Que trabajen los dentistas, los ricos y los abogados.
Sus palabras carecían de toda lógica.
Un día estaba yo en casa de Marusia. Rafa llegó corriendo de alguna parte, emocionado y pálido. Desde la puerta gritó:
—¡Una idea genial! ¡Nos sacaremos tres millones de dólares! Y el éxito está cien por cien garantizado. Ningún riesgo. Dentro de tres semanas abrimos una fábrica de pezones artificiales.
—¿De qué? —preguntó Marusia.
—¡De pezones artificiales!
—No entiendo —le dije—. ¿Qué pezones?
—Pues eso, pezones, de mujer.
Y Rafa se clavó su retorcido índice en el pecho.
—Todo es muy sencillo. Mira a las mujeres. Especialmente a las más jóvenes. ¿No ves que todas van sin sostenes? Es para que se les vea todo a través de la ropa. ¿No te has fijado?
—Admitámoslo —le dije.
—Yo lo he observado muy atentamente y de pronto…
—Menos observar —logró intervenir Marusia.
—Lo he observado y de pronto hoy he tenido una idea genial. Las jóvenes no tienen problema. Pero ¿y las maduritas? ¿Por qué defraudarlas? Ellas también quieren que se les transparente todo. Pero sobre todo que además no les bailen. Y entonces fue cuando se me ocurrió —Rafa elevó triunfal la voz— cómo conseguirlo.
—¿Y?
—Un momento de atención. La vieja se pone su sostén. Se sujeta al sostén un pezón de goma. Y luego se enfunda el jersey.
—¿Y qué?
—Pues que se le transparenta el pezón y en cambio el pecho no baila.
—¿Y tú estás dispuesto a vender semejante porquería? —preguntó Musia.
—En cantidades ilimitadas. ¿No ves que es una ilusión? Me dedicaré a vender ilusiones a cuarenta cents la pieza. Ganaré millones con el invento. Porque el producto más rentable en América son las ilusiones. Sólo me falta conseguir el capital inicial. Aproximadamente unos veinte mil…
—Está loco —decía Musia—
Una vez Marusia se pasó un momento por casa. Le dijo a mi mujer:
—¿Me haréis un café? Me quedaré un rato. Hacia las cinco pasará Rafa. Ha ido a recoger a Liova al
Mi mujer abrió la nevera. Musia se puso a gritar:
—¡Dios me libre! Estoy a dieta…
Tomamos café. Hablamos de política. En concreto discutimos sobre la personalidad de Gorbachov y de sus reformas. Marusia entre otras cosas dijo:
—Si empiezan los cambios yo seré la primera en enterarme. Porque lo primero que harán es echar a mi padre. Él mismo lo decía: "Mientras yo ocupe mi cargo podéis estar seguras de que ni tú ni tu madre no tendréis nada que temer del comunismo…".
Sonó el timbre de abajo.
—Es Rafa.
Al cabo de un minuto apareció Rafael: educado, moreno y despidiendo olor a colonia. Expresó su deseo de tomarse un ron con pepsi-cola. Nos informó que en la calle hacía más calor que en el infierno.
Marusia se echó a reír:
—Este Rafa ha estado en todas partes…
Y acto seguido preguntó:
—¿Dónde está el niño? ¿En el patio?
—Ahora te lo cuento.
Marusia empezó a levantarse:
—¿Dónde está Liova?
—No te inquietes. Todo va bien.
Rafa se tomó otro vaso. Lo dejó sobre la mesa. Se cubrió con mi cuerpo y con voz fina pronunció:
—Me parece que lo he perdido.
—¡¿Qué?!
—Creo que se me ha caído del coche. Pero no te preocupes…
Pero ya estábamos bajando a toda prisa por la escalera.
Marusia, la primera. Yo detrás. Después mi mujer. Y mucho más atrás, Rafael, que aseguraba sobre la marcha:
—Íbamos por el Grand Central. Doblamos hacia el puente. Leo se pasó al asiento de atrás. Allí estaban los nuevos juguetes. Y luego oigo: ¡bang! Pensé que era una bomba de juguete.
—¡Te mataré! —gritaba Marusia sin reducir el paso. Corríamos hacia el cruce. Rafa fumaba sobre la marcha un cigarrillo. Mi mujer, que había salido en zapatillas, empezó a rezagarse. Yo intentaba convencer a Marusia de que actuara con sensatez. La gente nos cedía el paso.
El día era soleado y caluroso. Sobre el asfalto se alzaban los vapores de la gasolina. Desde el aeropuerto llegaba el estruendo de las turbinas. La calle Ciento ocho parecía una foto velada.
A la izquierda del viaducto descubrimos una muchedumbre que rodeaba a un policía. Marusia se lanzó entre gritos hacia el lugar. Un segundo más y ante sus ojos aparecería extendido sobre el descolorido asfalto el cuerpo.
La gente se apartó. Vimos a Liova cubierto de lágrimas con una granada de juguete en un puño. Tenía las rodillas llenas de rasguños. No descubrí más heridas.
—¿De modo que es su hijo? —dijo con cara de pocos amigos el policía.
Marusia abrazó a Liova y lo levantó.
Uno de entre el gentío dijo:
—Pues ha salido bien parado.
Otro añadió:
—A padres así habría que llevarles a juicio.
Llegaron más mirones:
—¿Qué ha pasado?
—Que se ha caído de un coche…
—Menos mal que no ha sido de un avión…
Nos dirigimos hacia casa. Rafael se mantenía a distancia. Luego de pronto dijo:
—Creo que esto hay que celebrarlo.
Dio un paso en dirección al restaurante Lotos.
Y sólo entonces Marusia lo agasajó con un sonoro, un ensordecedor bofetón. Sonó el ruido de como si mil admiradores, de pongamos Adriano Celentano, hubieran aplaudido al unísono.
Rafa ni siquiera se inmutó. Sólo levantó los brazos y dijo:
—Me rindo…
En julio Musia celebró su cumpleaños. Se reunieron en su casa unos doce invitados.
En primer lugar sus familiares, Fima y Lora. Después Zaretski, a modo de algo similar a un invitado de honor. Lérner, en el papel de maestro de ceremonias. Rubínchik, como representante del mundo de los negocios. El editor Drúker, cual encarnación de la cultura. Pivovárov, sin el que no puede haber ninguna celebración. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, en calidad de pueblo. Karaváyev, representando la disidencia local. Y finalmente Lemkus, que se presentó sin que lo invitaran, pero con sus hijos.
Zaretski le regaló a Marusia una rosa a punto de marchitarse. Lérner una docena de botellas de champán. El dueño de El Libro Ruso, Drúker, un tomo de cuentos licenciosos árabes. Karaváyev, una foto de Belotserkovski[30] con un autógrafo: "¡La tolerancia es nuestra arma más temible!". Rubínchik le regaló un cheque por una cantidad enigmática: treinta y ocho dólares y sesenta y cuatro cents. Los parientes, Lora y Fima, un ventilador. Pivovárov, un carro entero lleno de todo género de productos de la tienda. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, entre los tres, un nuevo televisor. Lemkus la agasajó con su buena disposición. Y mi mujer y yo salimos del compromiso con una banal cafetera.
Esperábamos a Rafa. Este se retrasaba. Marusia aclaró:
—Ha llamado. Primero de Manhattan. Luego de Long Island. Y hace media hora de Jackson Heights. Me ha dicho entre gritos que llegará pronto. A lo mejor ha ido a pedir dinero a sus hermanos. Según parece, me está buscando un regalo especial. Aunque todo esto no hacía falta. Lo importante es la voluntad…
Decidimos esperarlo. Aunque Arkasha Lérner no quitaba los ojos de la bebida. Lo cierto es que también los demás mostraban cierto nerviosismo. En particular, Rubínchik decía:
—De todos modos en invierno se come mejor. A decir verdad, tampoco en verano se come mal, pero peor…
En respuesta al comentario, Arkasha Lérner pronunció con aire sombrío:
—¡Supongo que no nos quedaremos esperando hasta el invierno!
Y tomó con cuidado una aceituna del plato.
—Bueno, entonces, a la mesa —decidió Marusia.
Los invitados se empezaron a sentar ruidosamente.
—Yo, cerca de usted, Maria Fiódorovna —dijo Zaretski.
—Pues yo cerca del salmón —replicó Lérner.
Sonó el timbre. Marusia salió al rellano. Al poco apareció Rafael. Tenía un aire orgulloso y triunfal. Llevaba un gran paquete marrón. En el envoltorio algo crujía, silbaba y arañaba. Y nos llegaban además unos pesados suspiros.
Rafael esperó a que todos se callaran y dejó caer el contenido del paquete sobre el sillón. De ahí se precipitó, batiendo entre chasquidos las alas, un gran papagayo verde.
—¡Por Dios! —dijo Musia— ¡¿Pero esto qué es?!
Rafa recorrió con una mirada triunfal el público:
—¡Se llama Lolo! ¡He pagado por él trescientos dólares! ¿Estás contenta?
—¡Qué horror! —dijo Musia.
—Para ser exactos, doscientos sesenta. Valía trescientos, pero lo he comprado por doscientos sesenta. Más el taxi…
Lolo era del tamaño de una gallina. Era verde, con una cresta pelirroja, patillas anaranjadas y un negro pico de halcón. Su perfil semítico expresaba una aire desolado. Inclinando ligeramente la cabeza se movía con andares patosos abriendo las alas.
Del sillón se trasladó a la estantería. De los estantes a una lámpara de pie. De ahí voló pesadamente sobre la lucerna y de la lucerna a la barra de la cortina. Seguidamente, boca abajo, descendió por la cortina de la ventana hasta aposentarse sobre el aparato de la televisión. Se quedó quieto, y sobre la superficie laqueada del aparato surgió un montoncito de aspecto convincente.
Tras regalarnos con semejante tesoro, Lolo lanzó un ufano grito y luego soltó con aire insatisfecho:
—
—En buenas manos ha estado, como se ve —dijo Musia.
—Ya me gustaría a mí dominar así el inglés —exclamó asombrado Drúker.
Entretanto el papagayo alcanzó la mesa. Se paseó por los entremeses. Se untó las patas en la mayonesa, agarró con fuerza por la cola una sardina y voló de nuevo a la lucerna.
Musia se dirigió a Rafael:
—¿Y la jaula?
—No me ha alcanzado el dinero —se excusó con cara de culpable Rafael.
—¡¿Pero no ves que va cagarse en todas partes?!
—No está excluido. Es más que probable —confirmó Zaretski.
—¡¿Qué vamos a hacer?!
Rafa no paraba de preguntarle a Marusia:
—¿No estás contenta?
—¿Yo? ¡Feliz es lo que estoy! ¡Es lo único que me faltaba!
En un esfuerzo colectivo metimos al papagayo en el armario.
A Lolo esto no le gustó. Juraba como un peón ruso reclamando la última copa. Arañaba la fina chapa de madera y la sacudía con su poderoso pico.
Luego se quedó callado y, al parecer, se durmió.
El armario era barato. Las ranuras dejaban pasar el aire.
—Mañana ya se nos ocurrirá algo —dijo Marusia.
Y añadió:
—¡Y ahora, todos a la mesa!
Al cabo de un minuto sonaron las copas, las tazas, los vasos. Se brindaba por cualquier cosa. Lérner gritó con fuerza:
—¡Feliz cumpleaños!
Marusia de la emoción dijo:
—Igualmente…
Nos fuimos hacia la una de la noche. Íbamos y discutíamos los problemas de Marusia. Zaretski dijo:
—Ahí la tienen. Una tía, con perdón, sana, que no trabaja, que vive con algo parecido a un salvaje… No hace nada en todo el día. Se viste con pieles y ante. Bebe a vasos llenos. Y le importa todo un bledo… ¡En Afganistán, por cierto, corre la sangre; aquí, en cambio, corre a mares el champán! ¡En el Nepal los niños se mueren de hambre, en cambio aquí un asqueroso loro come sardinas! ¡Y díganme ahora, ¿dónde está la justicia?!
En este punto yo tuve la indelicadeza de echarme a reír.
—¡Es usted un cínico! —exclamó Zaretski.
Me vi obligado a decirle:
—¡Hay cosas que están por encima de la justicia!
—¡Vaya! —dijo Zaretski—. ¡Interesante! Dígame qué. Lo escucho con gusto. ¡Presten atención, señores! ¿A ver, qué hay por encima de la justicia?
—Pues lo que quiera —le respondí.
—¿No podría ser más concreto?
—Pues, más concreto, la compasión…
QUIERO VOLVER A CASA
Llegó el otoño. Nuestro barrio se despertaba a duras penas del largo y bochornoso verano. Se apagaron los acondicionadores de aire. Los gordos se cambiaron los repugnantes
Yo me veía con Marusia bastante a menudo. A veces tomábamos algo en un bar. Marusia se quejaba.
—¡No te lo puedes ni imaginar! Rafa y Lolo son como gemelos. En lo que se refiere a responsabilidad: cero. Hasta su léxico es casi el mismo.
—¿Sigue sin trabajar?
—¿Lolo?
—¿Cómo Lolo? Me refiero a Rafa.
Musia se echó a reír.
—Debes confundirlo con otro. Antes me imagino trabajando a Lolo que a él. Aunque, la verdad, tampoco esto es muy probable.
A Marusia le trajeron un cóctel —ginebra con limonada—, a mí un doble de vodka.
Nos sentamos en una mesa. Le pregunté a Marusia:
—¿Entonces, de qué vivís?
—No lo sé… Trabajé un mes en una oficina. Contestando a las llamadas. El dueño, naturalmente, no me dejaba en paz. Al final le propuse: "Vamos a un motel. El capricho te costará cien dólares". Y él que me contesta: "Pensaba que era usted una mujer decente". Así que le dije: "Contigo una decente no lo hace ni por un millón".
La interrumpí.
—¡Marusia, ¿sabes lo que dices?! Tú no eres una prostituta. ¿Pero de qué me hablas?
—¿Y qué me aconsejas? ¿Lavar platos en un maldito restaurante? ¿Estudiar para programadora? ¿Vender peladillas en la Ciento ocho? ¡Antes me vuelvo a casa!
—¿Adonde? ¿A Moscú?
—¡Aunque sea a Moscú! ¿Qué tiene de particular? ¿No me irán a meter en chirona? Yo no tengo nada que ver con la política…
—¿Y la libertad?
—¡Me importa un bledo la libertad! Lo que quiero es vivir en paz… Y la verdad, ¿para qué quiero la libertad si tengo a mi padre?
—Te estás pasando.
—Una persona normal es libre incluso en Moscú.
—A muchos normales has visto tú.
—Afuera tampoco abundan.
—Lo que pasa es que te has olvidado de todo. Las groserías, las mentiras…
—En Moscú al menos te las sueltan en ruso.
—¡Pues eso es lo terrible!
—En una palabra, esto no es vida. Es tonto contar con Rafa. Él es así: hoy es capaz de andar de rodillas y mañana de pronto desaparece. Se pierde Dios sabe dónde una o dos semanas. Y luego vuelve a llamar. Un día se presenta, se quita los pantalones y ¿qué veo?: los calzoncillos llenos de pomada. ¡Te lo juro! Y lo grave es que hasta los celos son inútiles. No lo comprendería. En cuanto a la moral, Lolo comparado con él es el académico Sájarov. Al menos Lolo no se va de mujeres…
Le pregunté:
—¿Y Liova?
—Liova aún es joven para ir de mujeres.
—Te he preguntado cómo le va a Liova.
—Ah, ah…. Perfecto. Todo le va fantásticamente bien. Con Rafa le va perfecto. Hasta con el papagayo, si el pajarraco está de buen humor… Como quien dice, tres almas gemelas…
Saludé con la mano a un pintor conocido. Su mujer se quedó mirando a Marusia. Se la miró como si me hubiera descubierto en dudosa compañía. Ahora empezarán las habladurías. Aunque la verdad es que lo rumores corrían ya desde hacía tiempo.
Y sin embargo aquello me estropeó el humor. Pagué y nos fuimos…
Pasó una semana. En alguna parte oí que Musia había ido a la embajada soviética. Al parecer había pedido que le dejaran regresar a casa.
Al principio, claro está, no lo creí. Pero el rumor era cada vez más insistente. Y se adornaba de todo género de detalles. En concreto, Rubínchik decía:
—Del caso se ocupa Balíev, el tercer secretario de la embajada.
Llamé a Marusia. Y le pregunto:
—¿Qué es lo que pasa?
Y ella me contesta en un tono bastante extraño:
—Si quieres, nos vemos.
—¿Dónde?
—Donde quieras, menos junto a la tienda Dnepr.
Nos encontramos en la Austin Street, compramos una libra de cerezas. Nos sentamos en la hierba junto a la iglesia presbiteriana.
Musia me dice:
—Si te ven conmigo tendrás disgustos.
—¿Te refieres a que se enterará mi mujer?
—No me refiero a tu mujer, sino a la colonia, con perdón.
—Me importa un bledo… Dime ¿es cierto que has ido a la embajada?
—Sí. ¿Y qué?
—Eso mismo, ¿y qué?
—Pues nada. Me han dicho: "Maria Fiódorovna, debe usted ganarse el perdón".
—¿Y cómo ha acabado la historia?
—Pues de ninguna manera.
—¿Qué va a venir luego?
—No lo sé. Sólo sé que quiero volver a casa. Quiero que alguien me cuide. Quiero volver con mis padres… ¿Y aquí qué tengo? Un hispano, un papagayo y la maldita libertad… A lo mejor lo que me apetece es un chucho y no un papagayo…
—El chucho —comenté— también lo tienes.
Marusia se quedó callada, me dio la espalda. Se instaló un pesado silencio. Le dije:
—¿Te has enfadado?
—¿Por qué me he de enfadar? Si te hubiera encontrado quince años antes…
—Tampoco soy tan viejo.
—Tienes mujer, un crío… Todo está claro. Y así porque sí no quiero.
—Ni yo.
—Pues más aún a mi razón. ¡Y basta sobre este tema!
—Basta.
Nos comimos las cerezas. Tiramos los huesos a la hierba.
Para romper el silencio le pregunté:
—¿Quieres contarme la historia?
Y he aquí lo que oí.
En agosto Marusia tuvo una depresión. Las causas, como suele ocurrir, eran nimias. Es sabido que la gente sufre de verdad sólo por pequeños contratiempos.
Se juntó todo. A Liova le produjo una alergia el chocolate. Rafael no aparecía desde el jueves. Lolo destrozó la jaula de turno, hecha esta vez de un alambre de cobre grueso. La factura del teléfono estaba sin pagar.
Fue entonces cuando tuvo que aparecer aquel anuncio en los periódicos. Se invitaba a todos quienes lo desearan a ver la película soviética
Musia de pronto decidió ir. Dejaría a Liova con su prima.
La sala no era grande, se estaba fresco. La película no produjo gran impresión. Cuesta asombrar a un espectador americano con un film de tiros y persecuciones.
Pero luego se agasajó a los presentes con vodka y bocadillos. El rumor referente al champán no se vio confirmado.
A Musia se le acercó un tipo bastante simpático de unos cuarenta años. Se presentó:
—Oleg Vadímovich Lóguinov.
Hablaron de cine. Luego, sobre la vida en general. Oleg Vadímovich se quejó de lo caro que era todo. Dijo que la calidad en América cuesta un ojo de la cara. "Hace poco —comentó— le he dado un ultimátum a mi jefe. O me pagaba más o me iba".
—¿Y cómo acabó la historia? —preguntó Musia.
—Llegamos a un acuerdo. Él no me subía el sueldo, y yo, a cambio, no dejaba el trabajo.
Musia se echó a reír. Oleg Vadímovich le pareció un tipo simpático. Incluso le preguntó:
—¿Por qué hay más gente malhumorada que alegre?
Lóguinov contestó:
—El mal humor es más fácil de simular.
Y luego de pronto dijo:
—¿Podría hacerle una pregunta algo privada?
—¿Es decir?
—Es decir, indiscreta… ¿Cómo es eso, estimada Maria Fiódorovna, que ha aparecido usted en Occidente?
—Por estúpida —contestó Marusia.
—Su papá es una figura de peso. Su madre un alto cargo. Usted tampoco se ganaba mal la vida. Sin contar con la pensión del hijo, que, me perdonará usted, pero eran cien rublos…
—La felicidad no está en el dinero.
—Estoy plenamente de acuerdo… Pero ¿en qué, pregunto? De la política estaba usted lejos. En lo material, no le faltaba nada. Vivía sin problemas… ¿Se le antojó ver a sus primos? Con sus recursos, hubiera podido invitarlos usted a nuestro país…
—No sé… Fui una estúpida…
—Vuelvo a estar plenamente de acuerdo. Pero, en cualquier caso, ¿cuáles son sus planes?
—¿En qué sentido?
—¿Cómo piensa vivir en adelante?
—De alguna manera.
Y en aquel momento Marusia reaccionó:
—No estoy criticando América. Me gusta vivir aquí.
—¡Y a quién no! —La apoyó el camarada Lóguinov—. ¡Es un gran país! Pero aquí nosotros, sean cuales sean nuestras convicciones, todos somos extranjeros.
Marusia asintió educada con la cabeza. Le gustó el generoso "nosotros" con el que Lóguinov metió en el mismo saco a los emigrantes y al diplomático.
—A lo mejor, les pido que me dejen volver. Voy y les digo: perdonen a esta cretina inconsciente…
Lóguinov se quedó pensativo, sonrió y dijo:
—El perdón, Maria Fiódorovna, hay que merecerlo…
Marusia se levantó y se sacudió la falda. Desde el bulevar Queens llegaba el rumor de los coches. Sobre los techos brillaba apagado un sol que se ponía. La sombra que proyectaba las torres de la iglesia presbiteriana se llenó de mosquitos.
También yo me levanté:
—Y bien, ¿cómo acabó la historia?
—Me han llamado.
—¿Quién?
—Dos tipos de la embajada soviética.
Le dije:
—Vamos, me lo cuentas por el camino. Tomamos un café en alguna parte.
Marusia se enfadó.
—¿Por qué no me invitas a un batido?
Nos metimos en un bar de la Setenta. La música retumbaba. Tuvimos que atravesar la calle e ir a un bar mejicano.
Le pregunté:
—¿Y luego qué pasó?
Musia se despidió de Lóguinov en el
—Si le parece, la llamo…
Tal vez tiene miedo de sus superiores, pensó Marusia. O no quiere hacerme una faena.
Marusia regresó a casa en metro. Se pasó una hora entera echándose en cara su inútil y estúpido arranque de sinceridad. Hasta la idea de regresar a su país entonces le pareció absurda. ¿Y si de pronto la encierran? ¿Y si la obligan a arrepentirse? A echar barro sobre América, cuando el país nada tenía que ver con el asunto…
Pasaron tres días. Marusia empezó a olvidarse de aquella estúpida conversación. Y más cuando apareció Rafa. Como siempre, contento y feliz. Le dijo que había estado en el Canadá, por un negocio, por nada más. Que hacía poco había creado y, por supuesto, encabezado una corporación dedicada a recoger silencio.
—¿Qué? —preguntó Musia.
—Silencio.
—Vaya —exclamó Musia—. Esto es algo nuevo.
Rafael gritaba:
—¡Millones! ¡Ganaré millones! ¡Ya lo verás!
—Muy a propósito. Justo acaban de llegar los recibos.
—Escúchame. Mira qué idea. En nuestra vida hay demasiado ruido. Y eso es malo para la salud. Influye en la psique. El ruido nos pone a todos nerviosos y de mal humor. Lo que la gente necesita es silencio. Así que nosotros lo vamos a recoger, conservar y vender…
—¿A peso? —preguntó Marusia.
—¿Por qué a peso? En casetes. Y de diferentes tipos. Por ejemplo, silencio número uno:
—Habría que pagar el teléfono —dijo Musia. Pero Rafa, que no la llegó a oír, se fue a por cervezas.
Entonces la llamaron. Una voz baja pronunció:
—Le hablan de la embajada soviética…
Pausa.
—
—¿Dónde?
—Donde quiera. En el lugar más concurrido. ¿Qué le parece el restaurante Shanghai en el cruce de la Lexington y la Cincuenta y cuatro? El miércoles. A las tres en punto.
—¿Cómo les reconoceré?
—De ninguna manera. Nosotros daremos con usted. Oleg Vadímovich ya nos ha informado. No se preocupe. Y por favor, no se retrase. Vendremos de Washington especialmente para verla, hágase cargo.
—Ahí estaré —dijo Marusia.
Y pensó: "Aquí a algunos caballeros les cuesta gastar un dólar en el metro. Y estos vienen volando especialmente desde Washington. Es una miseria, pero resulta agradable…".
A las tres en punto estaba en la Lexington. Dos individuos la esperaban junto al restaurante. Uno bastante joven y con chaqueta deportiva. Y el segundo, en corbata y unos diez años mayor. Este fue el primero en presentarse: Balíev. El joven dijo alargando la mano: Zhora.
El restaurante estaba lleno, aunque la hora de comer hacía rato que había pasado. Zumbaba el aire acondicionado. Una joven china los acompañó hasta una mesa junto a la ventana. Les entregó a cada uno una carta de menú con dragones grabados sobre unas cubiertas violetas. Zhora se sumergió en la lectura. Balíev dijo indiferente:
—Para mí lo de siempre.
Marusia se apresuró a declarar:
—Yo no voy a comer.
—Como quiera —reaccionó Balíev.
Zhora se soliviantó:
—¡Nos ofendes, muñeca! ¡Esto son ganas de provocar! ¡Y de crear, por tanto, un foco de tensión internacional! ¿A qué viene esto? Hemos venido a charlar en una atmósfera constructiva y favorable.
En este momento Balíev lanzó irritado:
—¡Quédese callado!
Marusia tuvo la repentina impresión de que aquello era teatro, un montaje escénico para dos personajes. Zhora era el tipo alegre, deslenguado y sincero. En cambio Balíev representaba al personaje opuesto: a un tipo osco, severo y poco hablador.
Y además entre ambos se percibía cierta coordinación, como en el circo.
Zhora decía:
—No te musties, muñeca. ¡Todo irá perfecto! ¡Los bajos fondos vendrán en nuestra ayuda! ¡Occidente está condenado!
Balíev fruncía el ceño disgustado:
—No sabría decirle qué se puede hacer, Maria Fiódorovna. Las decisiones en asuntos como este se toman, por supuesto, en Moscú. Aunque en gran medida, claro está, mucho depende de nuestras, digamos, recomendaciones…
La china les trajo un té. Y entre breves reverencias se alejó en silencio. Zhora le gritó a la espalda.
—Más garbo, niña. ¡Más firme ese paso y ojo!
Por fin Balíev meneó asintiendo la cabeza:
—A ver, cuente.
—¿Qué?
—Pues todo.
—¿Qué quiere que le cuente? En casa vivía bien, en cuanto a lo material y todo lo demás. Me marché por una bobada. Y quiero, como se dice, pagar mi error… Incluso al precio de perder la libertad…
Zhora se soliviantó de nuevo:
—¡Pero ¿qué dices, muñeca?! ¿A quién meten hoy en el trullo? Ahora para que te encierren se necesitan unos méritos especiales. Digamos espionaje o algo parecido…
En este momento Balíev precisó con aire severo:
—Hay excepciones.
—¡Para los delitos de sangre! Pero Maria Fiódorovna es sencillamente una inconsciente.
—De hecho —aceptó con desgana Balíev— así es. Y no obstante, el perdón hay que merecerlo. ¿Cómo? Esto es algo de lo que hablaremos en la embajada.
—¿He de ir a la embajada?
—Y cuanto antes mejor. La esperamos todos los lunes. De una a seis. Apunte la dirección.
—Y ahora —le dijo Zhora—, ¿puedo inmortalizarla? Como quien dice, un recuerdo.
Sacó del bolsillo una máquina. Balíev se acercó un poco a Marusia. Un camarero con una bandeja humeante se quedó inmóvil a unos pasos.
¿Para que querrán la fotografía?, pensaba Marusia. ¿Como prueba? ¿Como muestra de que la operación se ha llevado a cabo con éxito? ¿Para qué? ¿Vale la pena viajar a esa maldita embajada? Habrá que ir. Aunque sea por curiosidad…
Musia viajó en el Amtrack de la seis de la mañana. Tras la ventanilla corrían ríos, montañas, bosques: todo parecía dibujado. Un paisaje matutino en el marco de una ventana. No parece un paisaje natural, pensaba Marusia, sino el decorado de la civilización…
Al llegar, paseó una hora por Washington. No vio nada especial. Y si algo le saltó a la vista fue la cantidad de andamios de construcción.
El palacete de la embajada casi no se veía entre el verdor. Parecía como si la verja tan sólo sujetara las ramas. Los barrotes estaban pintados, eran gruesos y con pinchos.
Musia se detuvo ante las puertas cerradas, llamó al timbre.
Un vestíbulo, en la pared de enfrente el escudo y una cámara de televisión…
—¡Espere!
Un sillón, una mesa, revistas
No tuvo que esperar mucho. Aparecieron tres. Zhora, el propio Balíev y un tipo con gafas bastante repulsivo (tenía la cara como un botón de ropa interior, recordaba Marusia).
Luego, unos tres minutos de absurdas formalidades:
—¿Está cansada? ¿Cómo ha llegado? ¿Una pepsi-cola?
Después Balíev se dirigió a ella:
—Le presento a Kókorev, Gordéi Borísovich.
—KGB, así es como lo llamamos —añadió Zhora.
Kókorev lo interrumpió con un gesto bastante severo:
—Preste atención, se lo ruego. Vayamos a los hechos. Una tal Maria Tataróvich abandona su patria. Después de lo cual, María Tataróvich, mire usted por dónde, pide que la dejen regresar… Uno tiene la impresión de que para algunos la patria es como si fuera una magnitud cambiante. Hoy quiero y me marcho, en cambio mañana me lo pienso mejor y vuelvo. Como si estuviéramos en una tienda de comestibles o en el mercado. Y sin embargo, no se ofenda usted, entretanto se ha cometido una vil traición. Y por consiguiente, hay una culpa que expiar. De modo que, sólo después de expiarla, ciudadana Tataróvich, se decidirá si se la deja volver. O no se le concede el permiso… Pero incluso en caso favorable, la decisión demandará, no lo olvide usted, de una condescendencia ilimitada. Pues sepa usted que hasta el humanismo socialista tiene sus límites.
—Y tanto que los tiene —afirmó convencido Zhora.
Se produjo una pausa. Se oía el aire acondicionado. La nevera se ponía a vibrar a cada momento.
Marusia preguntó insegura:
—¿Y qué me aconseja usted entonces?
Kókorev tardó en responder, pero luego dijo:
—Pues escriba algo, María Fiódorovna.
—¿Qué?
—Un artículo, una nota, o algo similar.
—¿Yo? ¿Sobre qué?
—Pues sobre todo. Exponga con detalle tal como sucedió todo. Cómo vivía usted sin problemas ni contratiempos. Cómo calaron en su mente las conversaciones con Tsejnovítser. Y cómo luego dio usted este mal paso. Cómo ahora se arrepiente de su decisión… ¿Está claro? Comparta con los demás sus ideas…
—¿Y de dónde las saco?
—¿De dónde saca qué?
—Las ideas.
—Las ideas ya se las soplo yo —intervino Zhora.
—Las ideas no son problema —coincidió Kókorev.
Balíev inesperadamente observó:
—Unos tienen ideas, otros ideólogos…
—Bien —dijo Musia—. Supongamos que escribo todo eso. ¿Y después qué?
—Después lo publicaremos. Su caso servirá de lección para los demás.
—¿Quién lo publicará? —preguntó Marusia.
—Cualquier revista. ¡Con nuestras recomendaciones! Aunque sea la
—O el
—Pero si yo no sé escribir.
—Hágalo como pueda. Al fin y al cabo, no son versos. Aquí lo importante son los hechos. Y si hace falta, ya lo redactaremos.
—Mujer —espetó con cara de payaso Zhora—, no te hagas de rogar y acepta.
—Se lo pediré a Dovlátov —dijo Musia.
Kókorev preguntó:
—¿A quién?
—¡No me digan que no conocen a Dovlátov! Escribe como Turguénev. Mejor incluso.
—Si es como Turguénev, ya nos conformamos —dijo Balíev.
—Manos a la obra —animó a Marusia Kókorev.
—Lo probaré…
En el bar quedábamos nosotros, un borracho con un foxterrier y una muchacha negra ensimismada. O tal vez medio frita por las drogas.
Marusia de pronto dijo:
—Invítala a champán.
Le pregunté a la muchacha:
—¿Le apetece una copa de champán?
La chica me miró perpleja. Era evidente además que yo no estaba solo. Y acto seguido, con un movimiento decidido y grosero me dio la espalda.
Mi extraña proposición al parecer no le había gustado. Incluso comprobó si tenía en su sitio su bolso marrón.
—¿Qué le habrá picado? —preguntó Marusia.
—No estás en Leningrado —le contesté.
Salimos a la calle mojada, caminamos bajo la lluvia. Los automóviles pasaban a nuestro lado como si fueran submarinos.
Había refrescado. No logramos parar un taxi hasta la sinagoga. El viejo Checker estaba impregnado de olor a ropa mojada.
Le pregunté a Marusia:
—¿Así que de verdad has decidido regresar?
—Me marcharía ahora mismo, sin pensarlo. Pero ya. Sin toda esta cháchara estúpida.
—¿Y lo del artículo?
—Por supuesto, nada. Escribo a mi madre una vez al año, e incluso en una carta hago faltas. Si me echaras una mano…
—¿Y qué más? Lo único que me faltaba: otro cargo de conciencia. ¿Y si te encierran?
—Qué mas da —dijo Musia.
Y se acercó a mi lado. Yo le dije:
—Las manos quietas, haz el favor.
—Míralo, el fino.
—No me gusta hacer el amor en los taxis. Perdona, pero esto no es para mí.
—Y más cuando les capto en ruso —intervino el taxista.
—¡Dios mío! ¡Cuánta gente decente! —gritó Musia y se apartó.
Fue entonces cuando vi en las rodillas del chófer un periódico ruso. Mecánicamente leí los titulares: "Incendiado un petrolero libio…", "Encuentro entre Schultz y los líderes antisandinistas…", "En el campeonato del mundo de fútbol…", "Conciertos de Bronislav Razudálov…".
¡No puede ser! Vuelvo a leer: "Conciertos de Bronislav Razudálov. New York, Chicago, Filadelfia, Detroit. Acompañado por el conjunto…".
Me dirigí al chófer:
—¿Me deja un momento el diario?
Marusia me preguntó:
—¿Qué hay? ¿Otro atentado contra Reagan? ¿Han declarado la guerra a los bolcheviques?
—Toma —le dije—, lee…
—¡Por Dios! —La oí—. ¡Lo único que me faltaba!
OPERACIÓN "CANCIÓN"
Las actuaciones de Razudálov debían durar tres semanas. Empezaban en Brooklyn, el dieciséis. Le seguía Queens. Luego, según el programa, venía Chicago, Filadelfia, Detroit y, al parecer, Toronto.
En los carteles destacaba la frase: "De la canción inseparable compañero".
Más abajo aparecía la foto de un individuo con una americana de terciopelo verde. El hombre se parecía a un joven terriblemente desgastado. Estas caras —descaradas, impasibles y decididas— me recordaban a las de los repetidores de la posguerra. El personaje aparecía inmortalizado sobre un fondo de espigas de trigo, o de centeno. O tal vez eran de avena.
Multitud de anuncios llenaron nuestro barrio. Sólo en la tienda de Ziama Pivovárov había tres. Junto a la caja, en la puerta de entrada y bajo el reloj.
Todo nuestro barrio andaba intrigado. Todos sabían perfectamente que Musia tenía un hijo de Razudálov. Que Musia era la exesposa de aquella celebridad. Que el encuentro entre Musia y Razudálov estaría preñado de dramatismo.
Entre él, un cantante, premio nacional, estrella del arte soviético y miembro del Comité Central. Y ella, una mujer inmoral que vivía de un subsidio.
¿Querría el miembro del partido Razudálov encontrarse con Marusia? ¿Vendría Razudálov a nuestro barrio? ¿Cómo reaccionaría Rafael?
En una palabra, todos esperábamos los dramáticos acontecimientos. Y estos, como se dice, no tardaron en producirse.
Un periódico de la emigración publicó un artículo con el título: "Un saboteador al micrófono". A Razudálov en el artículo lo llamaban, por ejemplo, el "vencejo del Kremlin". Y a sus conciertos, "sabotaje político". El autor, entre otras cosas, exclamaba:
"¿Sobre qué canta en su gira nuestro huésped, el camarada Razudálov? ¿Sobre la tragedia del pueblo judío? ¿Sobre Irina Ratushínskaya, que se consume en las mazmorras soviéticas? ¿Sobre la economía que han descalabrado los bolcheviques? ¿O tal vez sobre la represión psiquiátrica[31]?
¡No!
Nuestro artista compone otro género de himnos. Loas al trabajo en bien de la patria. A la eterna amistad. A lo que ellos llaman amor…
Y quien dirige todo este concierto es el Comité para la Seguridad del Estado[32].
¡¿Qué falta nos hace este ruiseñor de la Lubianka[33]?! ¡¿Quién está detrás de este negocio?! ¡¿A qué fines se destinarán las divisas recaudadas?!"
Y así sucesivamente.
El pasquín hizo bastante ruido. Cada día se publicaban nuevos materiales. Se originó toda una polémica. En ella participaron las figuras más célebres de la emigración.
Unos exigían en tono severo que se boicotearan los conciertos. Otros dejaban traslucir sus dudas sobre los fines ocultos de todo aquel montaje. Unos terceros defendían la postura de que fuera quien quisiera. ¿O es que no comemos caviar soviético? ¿No leemos a Rasputín o a Belov[34]?
El más volcánico resultó ser Natán Zaretski. Al ensayista se le ocurrió la idea de secuestrar a Razudálov para poderlo canjear después por Sájarov o Ratushínskaya.
Apoyaban a Zaretski los "halcones", que resultaron ser mayoría. Se rumoreaba que en la sala del concierto iban a colocar una bomba. Que en las puertas se apostarían, al parecer, patrullas. Que a los espectadores más activos se les privaría del octavo programa y de los subsidios estatales. Que deportarían al organizador de la gira. Y un largo etcétera.
Llamé a Marusia:
—¿Tú irás?
—¿Adonde?
—A la velada de Razudálov.
—Iré. Aunque sea para fastidiar a todos estos chalados luchadores por la democracia. ¿Y tú?
—A mí incluso en la URSS la música ligera me dejaba frío. Musia me contestó:
—¡Míralo el fino! Ahora me dirás que te pasabas el día en la Filarmónica.
Después del evento me contó lo siguiente: el concierto se desarrolló con normalidad. Hubo tres o cuatro gamberros. Zaretski llevaba una pancarta enigmática: "¡Liberad a Zimmerman!". Zaretski explicaba:
—Lo han encerrado por violación.
—¿En Moscú?
—No, en la cárcel municipal de Hartford…
De la sala le gritaron a Razudálov:
—¿Por qué no te largas a Israel?
Razudálov contestó:
—No soy judío, amigos míos. Por lo cual, créanme, les pido mil perdones…
Se le veía más viejo, contaba Musia. No obstante la voz se le conservaba bastante bien. Las mismas cancioncillas de siempre. Él la quiere. Ella también. Y los dos están enamorados de la naturaleza rusa…
Después vino el turno de preguntas. Uno, por ejemplo, le preguntó:
—¿Hay vida en Marte?
Bronislav le dijo:
—Toda la que quieras.
—¿De modo que hay hombres como aquí?
—Pues claro.
—¿Entonces por qué nos marean la cabeza? De pronto llega un platillo, arma un follón y luego se esfuma sin decir ni chao… ¿Por qué evitan los contactos?
Bronia dijo:
—Pues porque no tienen ni un pelo de tontos…
Al final recitó unos versos, contaba Musia. Decía que eran suyos:
¡Ay! Masha un deseo tiene,
que es dedicarse a la construcción.
Y Sasha dominar no puede
de Masha la constitución…
En una palabra, contaba Musia, todo transcurrió normal. Aplaudieron, hubo preguntas… ¿Cuándo construirán en Rusia el Comunismo?
Bronia contestaba:
—A qué tanta prisa. Antes saquemos el agua clara de lo que, con perdón, tenemos…
Marusia se quedó callada. Entonces le pregunté:
—¿Lo has visto? ¿Te has encontrado con él?
—Sí, lo he visto.
—¿Y qué?
—Pues nada. De aquella manera. ¿Qué querías que pasara?
En efecto, ¿qué quería que pasara?
El concierto terminó a la doce. Musia y Liova se acercaron al escenario. Rafael, para asombro de todos, se comportó correctamente. Se fue a por bebida.
La muchedumbre no se movía. Razudálov salía al escenario, saludaba y caminando hacia atrás hacía mutis.
Se le veía cansado. Su rostro aparecía sumergido en una espuma blanca de crisantemos y gladiolos.
Los espectadores no paraban de aplaudir. Y por si fuera poco, gritaban: ¡bis!
De la emoción, el cantante se tornó descuidado. Cantó
Musia no esperó al final, se abrió paso adelante. Llevaba bien alto una nota doblada en cuatro: "Si quieres verme, llámame. Maria".
Le seguía el teléfono y la dirección.
Musia vio cómo Razudálov tomó al vuelo el papel. Su movimiento recordaba el de un camarero al guardarse la propina. Lástima que no se fijara en la cara de Marusia.
Para entonces acabó el concierto. Pero Marusia ya había salido con Liova del local a la calle lluviosa. Vio a Rafael en el coche. Se sentó a su lado.
Rafa dijo:
—Te estaba esperando, casi me pongo a llorar.
—¡Esta sí que es buena!
—Pensaba que te irías con ese ruso.
—¿Y con quién dejo al papagayo?
—Canta tan bien…
—¿Quién, Lolo?
—¿Qué Lolo? Ese tipo ruso. Hubiera podido dejar pequeños a Lennon o Prestley.
—En eso te doy la razón. Hubiera podido, si en lugar de ellos fuera él el muerto…
En aquel momento apareció Razudálov con los músicos. Los esperaban dos automóviles. Una limusina y un microbús azules.
Razudálov parecía cohibido y preocupado. A Marusia le pareció que buscaba a alguien. Contestaba de cualquier manera a sus admiradores. O tal vez eran los muchachos de la embajada. De pronto incluso pensó si no sería Zhora el que se sentaba al volante del microbús. Y si era sensato lanzarse a los brazos de un cantante soviético en presencia de todos. Y además con el niño. No valía la pena ponerlo en un compromiso. Si quiere ya llamará.
Marusia se dirigió a su hijo:
—Fíjate en este señor pensativo con todas esas flores. ¿Sabes quién es?
No hubo respuesta.
El niño dormía con la cabeza hundida en las carnes de Rafael Chicorillo González.
—Vamos a casa —dijo Marusia.
Razudálov llamó a la una de la noche desde el hotel. Primero repitió unas veinte veces: "Masha, Masha, Masha…". Y sólo después se puso a hablar con voz temblorosa y callada. No con la misma con la que cantaba desde la escena.
—Nos han avisado… Hay orden de mandar a casa a todos los que se nieguen a regresar…
Marusia se sorprendió:
—¿Es que te piensas quedar?
—¡Dios me libre! —exclamó asustado Razudálov—. ¡¿Yo, un miembro del Comité Central?! Bueno, ¿cómo te va?
—¿Cómo? Pues normal. Liova está bien…
En aquel instante se produjo una pequeña pausa. Y al cabo de un segundo, Razudálov dijo:
—¡Ah, Liova! Me acuerdo… El niño, el hijo… Claro que me acuerdo… El pelirrojo… ¿Cómo le va?
—Todo normal.
—¿Va a la escuela?
—Claro que va… A la guardería.
—Perfecto. ¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Cómo estás?
—Tirando.
—¿No te has casado?
—No.
—¿Los padres bien?
—Eso mejor lo sabrás tú.
—Ah, claro… Parece que sí… ¿Por qué no lo habrían de estar? Sobre todo tu padre… Hará un año y medio que no los veo…
—Pues yo más o menos otro tanto… ¿Y a ti cómo te va?
—¿A mí? Como siempre. Canto… Los premios me llueven… Me he conseguido una úlcera…
—¿Para qué?
—¿Cómo?
—Es una broma… ¿No te has casado?
—Ni hablar. Perdona, pero las cadenas del himeneo no son para mí. Y más cuando a todas lo único que les interesa es mi libreta de ahorros… Por cierto, ¿qué pasa con la pensión?
—Déjalo… A buenas horas… Dime mejor, ¿quieres que nos veamos?
De nuevo se produjo una pausa.
Rafa se despertó. Y se dirigió delicadamente al lavabo. Razudálov seguía callado. Luego pronunció con voz mustia:
—La verdad es que no tengo nada en contra… ¿Sabes? Aquí junto al hotel Roma hay un café. Se llama Maria’s…
—Esto significa "En casa de Maria", de Marusia.
—Qué fantástica coincidencia. Ven mañana hacia las once. Yo me sentaré junto a la ventana. Y vosotros pasáis por delante…
"¡Dios mío! —pensó Marusia—, con todos sus premios, todo un artista, miembro de todos los comités… y tiene miedo de ver a su hijo. ¡Esta sí que es buena!
—De acuerdo —aceptó Marusia—. Vendré.
—La esquina de la Treinta y cinco con la Séptima. A las once.
—Que sí. Oye…
—Di.
—Llevaré un lazo azul, para que me reconozcas.
—De acuerdo… ¿Qué? ¿No creerás que no te recuerdo?
—¿No se puede hacer una broma?
—Hazte la cuenta de que yo también he cambiado.
—¿En qué sentido?
—Tengo dientes postizos…
Mediodía en el centro de la ciudad. Una vociferante y abigarrada multitud. Remolinos junto a las puertas de los cafés y las tiendas. Estridentes bocinazos. Impenitentes gritos de los vendedores y anunciantes. Humo de las freidurías. Olor a azúcar quemado…
La esquina de la Treinta y cinco con la Séptima. Un toldo de tela. Las ventanas abiertas de par en par en la cafetería del pequeño hotel. Las servilletas de papel tiemblan ligeras al viento.
En una mesa se sienta un hombre de cincuenta años. Los pantalones escrupulosamente planchados. Una cigarrera con la imagen del Kremlin. Una camisa con ribetes de abalorios, comprada en Delancey. Unas largas y canosas patillas.
El hombre encarga un café. Aparta indeciso el menú. Hay que ahorrar divisas.
Los cigarrillos son soviéticos.
Se le acerca una muchacha de uniforme:
—Perdone, pero aquí no se puede fumar hierba. La policía está por todas partes.
—No la comprendo.
—Aquí no se puede fumar hierba. ¡"Hierba"! ¿Entiende?
El hombre anda flojo de inglés. No obstante comprende que se le prohíbe fumar. Y sin embargo alrededor todos fuman.
Sin pensarlo dos veces apaga el cigarrillo.
Un negro vestido con la aparatosidad de un gángster o de un bailarín de claqué le lanza un guiño amistoso. No te achantes, le parece decir. ¡La marihuana es el motor del mundo!
Razudálov sonríe y levanta la taza. Ahí la tienes, la unidad del proletariado mundial…
La aguja del reloj se acerca a las once. Tras los cristales de los almacenes Gymbel’s se ve a una mujer con un elegante vestido blanco. Junto a ella, un niño, con una mejilla hinchada: se adivina que tiene un caramelo en la boca. El niño no para de repetir:
—Va, mamá… Va, mamá, vámonos… Tengo sed… Va, mamá… Vámonos…
Marusia ve a Razudálov y piensa sin ira:
"¡Qué desgracia la mía! ¡¿A qué todo esto?! Pero si eres un fósil. Y por si fuera poco, inútil…".
Marusia y Liova pasan con andares decididos ante la ventana. Su futuro está ahí, tras la esquina, en el indiferente ir y venir de las calles neoyorquinas. Su pasado les ve caminar mientras paga a la camarera.
El pasado se ha detenido indeciso. Quiere alcanzarlos. Da un paso hacia la puerta. Pero no sigue.
Hay un tercero en este drama. Tras los pasos de Marusia, a escondidas, obstinado, avanza con cara de no haber dormido Rafael.
La llamada nocturna lo ha aturdido y llenado de alarma. Y ahora teme que el maldito ruso le robe a su amor.
Ha seguido a Marusia. Ha subido tras ella al metro, tapándose con un
Las gafas negras almacenan todo el fuego del mediodía de Manhattan. El sombrero se yergue más fírme que un tejado ardiente. Las mandíbulas de terracota brillan petrificadas como los parachoques de los automóviles.
Rafael pasa delante de las ventanas del café. Se encuentra con la mirada de Razudálov y piensa: "La revolución acabará para siempre con los médicos, con los abogados y con los famosos…".
Razudálov, a su vez, pronuncia con voz sorda: "¡Valiente cara de perro!". Añadiendo para sus adentros: "¡Las fauces del capitalismo!".
Musia y Liova pasan junto a las paradas de verduras. Han reducido la marcha junto a Stationery. Giran hacia la boca de metro.
Tras Musia, pegado como una pesadilla, se movía el desatado Rafael. El sombrero y las gafas lo convertían en un malvado del cine. Los codos abrían como planchas la ruidosa multitud. En él se fundían la frialdad de la navaja y el fuego del revólver.
Entretanto, Liova se había detenido junto a un quiosco con el rótulo de "Helados".
—No —decía Marusia—. Basta.
—¡Mamá!
—¡Basta, he dicho! Ya te has comido un helado esta la mañana.
Liova replicaba:
—Si hace rato que se ha derretido.
Marusia tiró del niño. Aquel se resistía disgustado.
De pronto sobre sus cabezas sonó una voz imperiosa y severa:
—
Y Rafael (no podía ser otro, claro) con gesto indolente sacó del bolsillo un billete de cien dólares.
A los dos minutos, gritaba:
—¡Taxi! ¡Taxi!
A LA CAZA DEL PAPAGAYO
Ha pasado cerca de un año. En Polonia han hecho pedazos Solidarnost. En África del Sur se han comido al diplomático sueco Ian Thornholm. En Filipinas alguien ha matado al líder de la oposición. Cerca de Melitópol se ha estrellado un TU-129. Al marido de Geraldine Ferraro lo han acusado de robo.
En nuestro barrio la vida transcurría en calma.
Fima y Lora estuvieron en Brasil. Dicen que no les gustó. El dueño de la tienda de fotos Yevséi Rubínchik, en lugar de renovar sus aparatos, se ha comprado un Airedale Terrier. Lemkus, mientras votaba en una reunión de baptistas, se dislocó un brazo. Natán Zaretski ha condenado airadamente en la prensa el clima local, los programas de televisión de Dan Ross y la administración del metro. Ziama Pivovárov ha instalado en su tienda una máquina de café. Arkadi Lérner se compró por tres dólares en un mercadillo un ventilador de hierro que resultó ser una obra maestra desaparecida de Chirico. Yefim G. Drúker ha cambiado el nombre de su editorial por el de El Libro Invisible. Karaváyev ha escrito un artículo en defensa del terrorista y atracador Buendía, porque le habían retirado el carnet de conducir. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich han cambiado su bar por una barca de pesca.
Musia no llamaba desde octubre. Corrían rumores de que trabajaba en un local de dudosa reputación. Que actuaba, incluso, en películas pornográficas.
La llamé un par de veces, pero sin éxito. Tenía desconectado el teléfono por no pagar los recibos. ¡Qué raro!, pensaba yo. ¡¿Cómo pueden casar la pobreza y la pornografía?!
Se decía que Musia tenía cinco amantes, sin contar a Rafael. Que uno de ellos era coronel del KGB. Lo cual también suscitaba en mí serias dudas. Sin teléfono, me decía yo, es imposible semejante modo de vida.
Comentaban que Marusia se disponía a volver a Rusia. Más aún, que hacía tiempo que estaba en Moscú. Que ya la estaban interrogando en la Lubianka.
Lo curioso es que nuestras mujeres tampoco entonces estaban contentas. Decían: ¡valiente falta les hará esa! Como si dar con tus huesos en la Lubianka fuera un honor.
También corrían rumores sobre Rafael. Por ejemplo, que traficaba con heroína y marihuana. Que hacía años que lo buscaba la policía. Que Rafael era un pequeño ratero y al mismo tiempo un gran gángster. Que acabaría en la cárcel. Es decir, otra vez, en la Lubianka, aunque en la local. Digamos en Alcatraz. O como se llame…
A mí las cosas por entonces no me iban mal. Salió a la calle
Me seguía preocupando la desgracia ajena, claro. Pero en menor medida que antes. Así suele ocurrir con los hombres.
Cada vez más a menudo repetía: "A mis años, una persona digna de serlo no se debe a la sociedad, sino a Dios y a su familia…".
Y en eso que llama Marusia (al parecer, por fin logró pagar el recibo del teléfono).
—¡Una catástrofe!
—¿Qué pasa?
—¡Todo está perdido! ¡No sobreviviré a esto!
—¿Qué ha pasado? ¿Rafa? ¿Liova? ¡Pero dime, ¿qué ha sucedido?!
Marusia se echó a llorar y yo me asusté de verdad.
—Musia —le digo— ¡Cálmate! ¿Qué pasa? Todo tiene arreglo…
Pero ella seguía sollozando, no podía hablar. Y eso que personas como Marusia lloran una vez en cien años. E incluso entonces fingen…
Por fin entre el llanto me llegó un grito de ilimitada desesperación:
—¡Lolo!
—¡Por Dios! ¿Qué le ha pasado?
Musia (con precisión y claridad, sobreponiéndose a la mudez en que la desgracia la había sumido), pronunció:
—¡Se ha es-ca-pa-do!
Como quedó claro, el maldito papagayo destrozó la jaula de turno. Tiró un jarrón con gladiolos. Esparció por todo el dormitorio los cosméticos de Musia. Se comió en la cocina las galletas de vainilla.
Finalmente irrumpió en el lavabo, donde descubrió una ventana abierta. Y si te he visto no me acuerdo.
¿Qué movía sus actos? ¿El sentimiento de culpa? ¿El amor a la libertad? ¿El ansia de aventuras? No se sabe…
Me puse a consolar a Marusia. Le dije:
—No te preocupes, volverá. Le entrará hambre y volverá. Volando.
Marusia se echó de nuevo a llorar.
—¡Por nada en el mundo! Lolo es terriblemente orgulloso. Hace poco le di con un periódico…
Y luego:
—Era el único hombre en Forest Hills… Lo quería más que a nadie…
Marusia lloraba, sollozaba.
Al parecer así son las cosas. La copa de la desgracia de Musia había rebosado. Y en aquella copa Lolo había sido, como se dice, la última gota.
Es algo del todo normal. Conozco estas situaciones por propia experiencia. En la vida sucede que todo se pone torcido: las deudas, el espesor de una resaca de varios días, el miedo y el horror. La inspiración está seca. Un manuscrito más que se pudre en una editorial. Críticas cretinas en las revistas. Las muelas necesitan una reparación a fondo. La hija se encuentra mal. La mujer te amenaza con el divorcio. El mejor amigo en la cárcel. En una palabra, un desastre.
Y de pronto, pongamos que se te atasca la cremallera de los pantalones. O se te irrita, por ejemplo, el pescuezo después del afeitado. ¡Y estás seriamente convencido que si no fuera por esa maldita cremallera! ¡Oh, de no ser por estas monstruosas manchas! La vida sería un paraíso… Bueno, dejémoslo…
Musia no para de gritar:
—¡Maldita sea Rusia, la emigración, América!
—¿De dónde me llamas?
—De casa.
—Ven.
—He de dar de comer a Liova. Rafa está al llegar… ¡¿Y qué les digo?! ¡Oh, Dios santo, ¿qué les voy a decir?!
Y arrancó de nuevo a sollozar.
El desarrollo de los acontecimientos siguió el siguiente curso. A las seis llegó Rafa. Preguntó:
—¿Qué sucede?
Musia logró pronunciar de forma casi inaudible:
—Lolo…
Y Rafa partió al instante, no sin antes dejar caer una sola palabra:
—¡Espera!
A las seis treinta estaba en Jamaica. Allí donde su hermano regentaba el servicio de taxi Zigzag Success. El joven encargado le dijo que su hermano no estaba. Que se había ido al dentista y que no volvería hasta el día siguiente por la mañana.
Rafael le dijo:
—Lástima.
Luego añadió:
—Levántate.
El joven encargado alzó sorprendido las cejas.
—Levántate —repitió con voz más alta.
Apartó al joven, se inclinó sobre el panel lleno de luces parpadeantes.
El micrófono en sus manos parecía una copa. Una copa además con algún brebaje diabólico y milagroso.
Lentamente, con voz clara y precisa Rafa pronunció:
—¡Atención! ¡Atención! ¡Atención!
Acto seguido se concedió una pausa y soltó:
—¡Hermanos!
Y al cabo de un segundo:
—¡Prestad atención! ¡Os habla Rafael José Belinda Chicorillo González!
En su voz resonaban unas notas interplanetarias, cósmicas:
—¡A todos! ¡A todos los que estén en la calle! A todos los que estén en la calle, con pasaje o sin él. Con el bolsillo lleno o sin blanca. Con el corazón dolorido o con una sonrisa de dicha en la cara… ¡Me dirijo a vosotros, amigos míos!
Su voz volaba más y más lejos sobre las colinas. Cual balas rompedoras surcaban el éter sus palabras:
—¡Ha desaparecido un papagayo verde! ¡Cazad al papagayo! Responde a los nombres de
Rafael repetía con insistencia y sin descanso:
—¡Ha desaparecido un papagayo verde! ¡Cazad al papagayo!
Algo extraño estaba pasando en nuestro maravilloso barrio. Por las calles pasaban como centellas unas tres decenas de coches con las luces de alarma encendidas. Las sirenas aullaban sin parar.
Rafael inclinado sobre el tablero recogía la información:
—
—¡Hola! Aquí Lou Ramírez. Voy por la Sesenta y cuatro hacia el Alexander’s. En el cuadrante "cero, uno" un veloz pájaro verde. Salgo en su persecución… lo alcanzo… ¡Caramba! ¡Es un Boeing de Al Italia!
—¡Eh, jefe! Freddy Alamo al habla, doce, cuarenta y seis. Voy por Yellowstone hacia la Jewel Avenue. Persigo a dos espléndidas filipinas. ¡Espero sus órdenes, jefe! ¿Qué? ¿Un papagayo? Entonces cambio el rumbo al oeste…
Al cabo de una hora todas las calles principales de Forest Hills estaban bajo el control más absoluto. Las informaciones llegaban sin parar:
—¡Jefe! ¡Es verde y ladra! ¡Me parece que es un salchicha pintado!
—¡Jefe! Lo he atrapado y lo he metido en el maletero. Es un gran loro que habla. Dice que es Morgulis…
—¡Jefe! ¿Qué le parece un pavo real? ¿Qué? ¿Que de dónde llamo? Del zoo del parque Meadow…
Los rumores corren rápido en nuestro barrio. Hacia las nueve salieron a la caza Baránov, Yeselevski y Pertsóvich. Tras ellos salió Yevséi Rubínchik en su Oldsmobile. Pivovárov en su furgoneta refrigerador. Lérner en su Volvo verde. Lemkus en la vieja Harley Davidson que le prestaba la comunidad baptista.
Karaváyev y Zaretski se presentaron como oteadores de a pie. El periodista Zaretski llevaba una enorme pancarta: "¡Cazad al papagayo y a Yefim Drúker!".
A la pregunta de qué tenía que ver Drúker con el asunto, contestaba:
—Debía haber editado mi trabajo
Lo curioso es que también Yefim G. Drúker patrullaba en una de las calles. Pero lejos de Karaváyev y Zaretski.
Todo Forest Hills era un bramido:
—¡Cazad al papagayo! ¡Cazad al papagayo! ¡Cazad al papagayo!
Entretanto Marusia dio de comer a Liova. Encendió el televisor. Michael Jackson, medio desnudo y más parecido a una señorita de buen ver, gritaba con voz atiplada:
¡Vuelo a través de las nubes!
¡Vuelo a través de los años…!
¡¿Qué puede haber mejor
que el mal tiempo?![36]
De la calle llegaban las voces de los muchachos latinoamericanos. Liova se encontraba ante el espejo con las gafas de sol de Marusia. En la cocina crepitaba la tostadora. Del baño llegaba olor a algas.
Marusia sacó de la nevera la botella de ron y pensó: "Me emborracho y no paro de llorar hasta el amanecer. Hasta que me quede dormida con las medias puestas…".
—Me emborracho —dijo en voz alta Marusia—. Esto no es vida… De pronto una voz persuasiva y severa lanzó:
—
Marusia miró alrededor. No había nadie.
Pero la misma voz aún más decidida y severa añadió:
—
Marusia se levantó de la mesa.
Otra vez sonó:
—
Al cabo de dos segundos:
—
Y finalmente le llegó en torrente:
—
—¡Lolo! —exclamó Marusia lanzándose hacia la ventana.
Abrió la ventanilla.
El ave se encontraba en el ventanal. Verde, con su cresta pelirroja, las patillas anaranjadas y el pico de águila. El guerrero perfil semítico expresaba arrepentimiento y ternura. La cola estaba medio desplumada.
Sonó el timbre. Marusia corrió al teléfono. Rafa preguntó con aire de sospecha:
—¿No estás sola?
—No, no estoy sola —exclamó Marusia—. Vuelve a casa. ¡Pero pronto!
HAPPY END
A la casa de Musia Tataróvich llegaba una caravana de coches. Repicaban con dulce sonido las cerraduras de los grandes maleteros. De allí se extraían paquetes, cajones, cestas empaquetadas en papeles de colores y recogidas en lazos.
Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, sin quitarse sus relucientes corbatas, se afanaban en grupo con unos martillos. Montaban en la ancha acera una blanca cama de matrimonio que había traído en varios pedazos.
Yevséi Rubínchik llevaba, tambaleándose, una jaula hecha de hierro colado. Estaba destinada para Lolo, aunque en ella podía caber Rafael.
Arkasha Lérner iba a casa de Marusia ligero de equipaje. Le traía un billete de lotería de Nueva York comprado por un dólar. El premio que se sorteaba aquel día era de algo más de cuatro millones.
El propietario de la tienda Dnepr no era hombre de fantasías. De nuevo le trajo a Marusia un carro entero de todo tipo de
Drúker se limitó a regalarle los ciento ochenta tomos de la Biblioteca Mundial de Aventuras y Ciencia Ficción.
Grigori Lemkus sacó del maletero una funda cuadrada pulimentada. En el interior se encontraba un laúd de ciprés con incrustaciones. Lemkus al entregar el instrumento aclaró:
—¡Ennoblece el alma!
Se quedó con el cheque del recibo, pronunciando la enigmática frase:
—
El defensor de los derechos humanos Karaváyev sorprendió a todos. Se presentó en avanzado estado etílico y de un humor siniestro. Se propuso organizar en honor a Marusia una autoinmolación personal. Quiso quemarse allí mismo, junto al ascensor de Musia.
Lograron apagarlo tirándole encima una copa de
Karaváyev poco a poco se calmó y preguntó educado:
—¿Y por dentro no me podrían apagar?
Se le dio un vaso más del mismo
El periodista Natán Zaretski llegó al corazón de todos los presentes. Le regaló a Marusia un obsequio de gran valor y rareza. Una nota conspirativa del disidente Shafarévich escrita de su puño y letra. Decía así: "Lo dudo". Y le seguía una gran firma: "Shafarévich. Veinticinco de abril de mil novecientos sesenta…".
Hacia las siete, llegó a la casa de Marusia una elegantísima limusina negra. De ella bajaron entre gritos catorce hispanos apellidados González. Se trataba de Teófilo González, Jorge González, Jessica González, Cris González, P. H. R. González, Lazarillo González, Mario González, Filomeno González, Nick González, Raúl González, etc. Entre ellos había incluso un Aaron González. Es algo inevitable.
Como se supo, la limusina era el regalo de la familia al novio. Para la novia se preparaba una serenata…
La mesa estaba puesta. Las botellas estaban dispuestas para el ataque. Las orquídeas, los gladiolos y los tulipanes perdían seductores sus pétalos en un plato de porcelana con un pavo sin cortar.
Rafael llevaba esmoquin. La novia iba con un vestido blanco con volantes.
Todos los invitados sonreían. Lolo no soltaba palabrotas. Y a Liova se le notaba constantemente un caramelo tras la mejilla.
Tocaba la música. Y todos esperaban a alguien. Y yo, para ser sinceros, adivino a quién. Al autor vivo.
Y entonces aparecimos mi mujer, mi hija y yo. Y Marusia de pronto se echó a llorar. Y largo rato se estuvo secando las lágrimas con los volantes…
Aquí enmudezco. Porque no me encuentro en condiciones de hablar sobre lo bueno. Porque sólo se nos ocurre descubrir en todas partes lo ridículo y lo humillante, lo estúpido y digno de lástima… Sólo blasfemar y jurar. Y esto está mal hecho.
En una palabra, callo.
EPÍLOGO
¡Musia!
Me has preguntado bastante a menudo si no seré impotente. Me temo que aún no.
Y si lo soy, el hecho merece, al menos, un comentario.
Permíteme decirte que mi impotencia se llama Yelena, Nika, madre. Creo que está claro.
Sí, estoy atado. Pero mucho más serio es el hecho de que amo mis ataduras, lazos, cadenas, yugos, cepos o espuelas, y con todo el alma…
Tú eres un personaje, yo, el autor. Tú eres mi antojo. Todo lo que oyes lo pronuncio yo. Todo lo que ha pasado, lo he vivido yo.
Yo soy el autor. Vengativo, humillado, inútil, cruel, como se quiera, pero el autor.
Aquellos que he conocido viven en mí. Ellos son mi neurastenia, mi rabia, mi aplomo, mi temeridad. Y así sucesivamente.
Pues la guerra más sanguinaria es la que libran los fantasmas.
Yo soy el autor y vosotros mis personajes. Y vivos no os hubiera querido tanto.
No sé si me creerás, pero a veces casi grito: "¡Oh, Dios del cielo! ¡Qué honor! ¡Qué inmerecida bondad la tuya: saber el alfabeto ruso!".
En una palabra, estamos en paz. ¡Que Dios os dé suerte! Y todo lo que se dice en estos casos.
Y si, Musia, Dios no existe, entonces no habrá más remedio que actuar por ti misma.
Y aquí ponemos el punto final. Punto. ■
SERGUÉI DONÁTOVICH DOVLÁTOV (Ufá, 1941 - Nueva York, 1990) escritor, cuentista y novelista ruso. Hijo de un judío y una armenia que abandonaron Leningrado durante la Gran Guerra Patria. Terminada la guerra, la familia regresó a Leningrado, en cuya Universidad Estatal estudió lengua finesa hasta que fue expulsado por sus afinidades ideológicas: se había hecho amigo del notable poeta disidente Joseph Brodsky. En castigo, pasó tres años cumpliendo el servicio militar obligatorio como guardián de una prisión militar en Komi. En aquella época empezó a escribir. Más tarde tropezaría con la censura del régimen, que le impidió publicar sus obras.
En 1978 fue expulsado de la Unión de Periodistas Soviéticos y terminó emigrando a los Estados Unidos. En Nueva York, fue redactor del periódico
Notas
[1] Diminutivo de Serguéi. <<
[2] La tercera ola, la de los años setenta, sigue a la emigración que se produjo tras la revolución del 17 y al éxodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. (N. del T.) <<
[3] Para Dovlátov, como para casi todos los rusos, son americanos a secas los norteamericanos. (N. del T.) <<
[4] Pequeña ciudad bielorrusa de la región de Moguiliov, a orillas del Dnepr. (N. del T.) <<
[5] Ministro de Stalin. (N. del T.) <<
[6] Diminutivo de Yefim. (N. del T.) <<
[7] Escritores de poco relieve, si exceptuamos al surrealista Jarms, antes prohibidos. (N. del T.) <<
[8] Iliá Ehrenburg (1891-1967), escritor ruso de origen judío, autor, entre otras muchas obras, de
[9] Bailarín ruso emigrado. (N. del T.) <<
[10] Una especie de anchoas del Báltico, muy apreciadas en Rusia. (N. del T.) <<
[11] Literalmente "autoedición", nombre que se daba a las publicaciones clandestinas que se imprimían o mecanografiaban en casa. (N. del T.) <<
[12] Diminutivo de Arkadi. (N. del T.) <<
[13] Entonces Primer Secretario del Partido en Azerbaidzhán. (N. del T.) <<
[14] Uno de los muchos diminutivos de Maria: Masha, Marusia, Musia. (N. del T.) <<
[15] En los años setenta, a aquellos que querían o se veían obligados a emigrar de la URSS, las autoridades les recomendaban que se buscaran algún pariente, aunque fuera ficticio, en Israel, y emigraran “en calidad de judíos”. El “pariente” en cuestión debía mandar una invitación al presunto emigrante, fuera o no de origen hebreo. (N. del T.) <<
[16] HIAS: Hebrew Immigrant Aid Society; organización de ayuda a los emigrantes judíos. (N. del T.) <<
[17] Jarbín, ciudad china fronteriza con Rusia, donde largo tiempo se asentó una importante colonia de emigrantes rusos. (N. del T.) <<
[18] Se refiere a la intervención soviética en Hungría en 1956, es decir, cuando la entrevistada tenía cinco, máximo seis años. (N. del T.) <<
[19] En el mismo año, durante el XX Congreso del PCUS, se condenaron los crímenes de Stalin y su poder dictatorial, al que se denominó "culto a la personalidad". (N. del T.) <<
[20] Juego de palabras —que el autor atribuye en una nota a V. Bajchanián— entre la palabra rusa krai —tierra, lugar— y la inglesa crime —crimen, delito—. (N. del T.) <<
[21] La primera organización del Partido, en la que militaban con entusiasmo y entrega los niños soviéticos. (N. del T.) <<
[22] Un pionero de los primeros tiempos de la Unión Soviética que en su fe ciega en el Partido denunció a su padre. (N. del T.) <<
[23] Consigna de los pioneros. (N. del T.) <<
[24] El primero, pensador y político, y el segundo, escritor; ambos, ideólogos de izquierda. (N. del T.) <<
[25] Por entonces se hizo famoso el juicio contra Galina Brézhneva, la hija del difunto Secretario General del Partido, acusada junto con su marido de tráfico de divisas y piedras preciosas, así como de utilizar su influencia para enriquecerse. (N. del T.) <<
[26] Nombre y patronímico de Aleksandr I. Solzhenitsyn. (N. del T.) <<
[27] Pequeña ciudad ucraniana con una importante población judía en el pasado. (N. del T.) <<
[28] Se refiere a los disidentes, más exactamente al Grupo de Vigilancia de los Acuerdos de Helsinki, acuerdos por los que se protegían los derechos humanos. (N. del T.) <<
[29] Una especie de raviolis. (N. del T.) <<
[30] Conocido disidente de la época. (N. del T.) <<
[31] Temas de la prensa disidente de la época, de entre los que el último hace referencia a la práctica de encerrar en clínicas psiquiátricas y someter a diversos "tratamientos" a algunos inconformistas, declarados "esquizofrénicos" y "psicópatas". (N. del T.) <<
[32] Referencia explícita al KGB. (N. del T.) <<
[33] Prisión de la KGB, sita en la plaza del mismo nombre. (N. del T.) <<
[34] Dos autores soviéticos, famosos a mediados de los ochenta, cuya calidad literaria estaba por encima de sus ideas políticas. (N. del T.) <<
[35] Modos peculiares con que el héroe pronuncia diversas palabras malsonantes rusas: "viejo, culo, cagón, calzonazos". (N. del T.) <<
[36] Traducción (del inglés) de V. Golovánov. Aquí se traduce del ruso. (N. del T.) <<
[37] Que en ruso significa "vivir". (N. del T.) <<
[38] Que en ruso significa "un hecho". Sumada la palabra a la anterior, la frase viene a decir que "la vida, vivir, es un hecho". (N. del T.) <<
[39] Deducible de impuestos. (N. del T.) <<