El mundo en sus manos

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La novela transcurre en 1850, y sigue las aventuras del capitán Jonathan Clark, llamado «el hombre de Boston». El capitán Clark es un audaz e intrépido cazador de focas del puerto de San Francisco, y dueño de una goleta llamada Hermana Peregrina, de Salem, que esquiva a los rusos para adentrarse en Alaska en busca de cazaderos.Este lobo de mar tiene la osadía de planear comprar Alaska a los rusos, y para ello hace un trato con los banqueros de San Francisco. Sin embargo, esos planes se verán alterados por la aparición en su vida de la condesa rusa Marina Selanova, de la que se enamora creyéndola una simple dama de compañía.

La novela transcurre en 1850, y sigue las aventuras del capitán Jonathan Clark, llamado «el hombre de Boston». El capitán Clark es un audaz e intrépido cazador de focas del puerto de San Francisco, y dueño de una goleta llamada Hermana Peregrina, de Salem, que esquiva a los rusos para adentrarse en Alaska en busca de cazaderos.

Este lobo de mar tiene la osadía de planear comprar Alaska a los rusos, y para ello hace un trato con los banqueros de San Francisco. Sin embargo, esos planes se verán alterados por la aparición en su vida de la condesa rusa Marina Selanova, de la que se enamora creyéndola una simple dama de compañía.

Rex Beach

El mundo en sus manos

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Titivillus 20.06.18

Título original: The World in His Arms

Rex Beach, 1946

Traducción: Juan G. de Luaces

Editor digital: Titivillus

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PRIMERA PARTE

1

La ciudad no se parecía a ningún otro pueblo del Antiguo ni del Nuevo Mundo, porque en pocos y febriles años había progresado hasta el punto de convertirse en el puerto principal de la costa del Pacífico, mientras antes no era sino una modesta poblacioncita española.

Empezaba a resultar asombrosamente poco atractiva. Seis veces la habían arrasado otros tantos incendios, y seis veces consiguió reconstruirse con mayor grandeza y prosperidad que antes. Pero entre tanto no se habían dedicado tiempo ni esfuerzos a refinarla ni adornarla. Así, yacía recostada en sus colinas como el niño Pantagruel en su cuna; y era enorme, fea y disoluta más allá de toda ponderación.

Tal, por lo menos, pensaba la muchacha conocida por el nombre de Marina Selanova, mientras se apoyaba en la barandilla del vapor que la transportaba desde Panamá a San Francisco. Mencionó el parecido entre Pantagruel y San Francisco a sus compañeros, la condesa Vorachilov y el frío y grave mayordomo Pavel Suchaldin.

—Sí —concordó la condesa— y probablemente el lugar será tan vulgar y voraz como aquella monstruosa criatura que has mencionado. Me asusta desembarcar aquí.

Las dos mujeres habían hablado en ruso. La joven rió despreocupadamente.

—Después de pasar por pruebas tan graves, tengo la certeza de que Pavel no permitirá que este joven monstruo nos devore —dijo.

Miró al hombre barbudo que permanecía a su lado con los ojos fijos atentamente en el puerto. Entre todos los viajeros del buque, Pavel Suchaldin era el único que parecía enteramente ajeno a la ciudad que les esperaba. Por lo contrario, sus ojos escrutaban fijamente los buques anclados en la rada o amarrados a los muelles.

Muelles que se salían mucho de lo común. En su afán de expandirse rápidamente para atender el aflujo de aventureros que llegaban de todas las partes del mundo y para despachar el tráfico que inevitablemente los seguía, la ciudad, audazmente, había saltado por encima de su angosto puerto y salido al mar. Acres y acres de almacenes presurosamente construidos, de tiendas, de tabernas y de alojamientos, grandes unos y pequeños otros, se elevaban sobre inseguros pilotes. Crujían los muelles bajo el monstruoso peso. Los espacios libres estaban llenos de montones de mercancías. Pesados carromatos rodaban con hueco estruendo sobre las planchas de madera, mientras trabajaban incesantemente para reducir la congestión. Pero a medida que transportaban las cargas, veleros de nítidos perfiles que habían bordeado el Cabo de Hornos, macizos barcos procedentes de Oriente y de Australia, vapores de ruedas que cubrían las rutas de Nueva York y de Panamá arribaban con más pasaje y más cargamento, aumentando la general confusión. Y las brigadas de buscadores de fortuna que desembarcaban, agregábanse inmediatamente a las multitudes que se hacinaban en la costa.

Coches de punto y carruajes particulares, algunos adornados con incrustaciones de plata y conducidos por cocheros con librea, recorrían las fangosas calles Conduciendo a los recién llegados. Los hoteles y casas de huéspedes estaban hasta el tope, y quien antes entraba antes se alojaba.

Las calles de la parte alta de la ciudad estaban tan pobladas como las inmediatas al puerto. También allí se codeaban emigrantes de casi todos los países. Veíanse yanquis, chilenos, peruanos y otros hispanoamericanos, así como negros, orientales, europeos y kanakas de oscura piel, procedentes del Pacífico meridional.

Y todos, doquier estuvieren, oían los golpes de la sierra y el martillo a medida que se ensamblaban troncos y tablones para construir edificios de madera que harto a menudo se levantaban al lado de dignas mansiones de piedra y ladrillo.

Aquel San Francisco del cincuenta y tantos era una ciudad alborotadora llena de violentos contrastes.

Cuando el vapor se acercó más a los muelles, Pavel se dirigió a sus compañeras.

—No veo signo alguno de nuestro pabellón —dijo con la voz de quien se prepara a anunciar cosas desagradables.

—¿Cómo lo sabe? ¡Hay tantas banderas! —suspiró la condesa.

Pero su vista se perdía también en el bosque de los mástiles.

—Seguramente —añadió— ha habido tiempo para que el mensaje llegara.

Suchaldin se encogió levemente de hombros.

—O no. ¡Siete mil millas en una caravana siberiana! Puede haber sucedido cualquier cosa.

—Pues habremos de buscar otro medio de transporte.

—El capitán me ha dicho que hay muy pocos buques, si alguno hay, que suelan zarpar hacia el norte.

—¿Y significa eso que debemos quedarnos aquí?

—¡Entre estos salvajes! —exclamó la condesa—. Nuestros compañeros de viaje ya eran muy malos, pero estos californianos parecen imposibles de soportar. ¡Cómo se atropellan y disputan en las plazas públicas! Hemos de fletar un navío, Pavel.

—Lo intentaré, pero puede ser imposible.

—¿Cómo? ¡Si hay centenares de buques! En Norteamérica todo es posible, siempre que haya dinero para pagarlo.

La condesa, una mujer hermosa, aristocrática, ya cuarentona, había hablado con decisión y energía, y a juzgar por su talante, por la riqueza de su traje de viaje y por los pendientes que colgaban de sus orejas, era evidente que se sentía segura de poder satisfacer la mayor parte de sus deseos.

Marina Selanova miraba, fascinada, la impresionante escena que ante sus ojos transcurría según el buque acortaba la marcha y se acercaba al muelle. Volviose a la condesa y dijo con voz entrecortada:

—A mí me agradaría pasar aquí una semana y aun algo más. Me siento tan excitada como los buscadores de oro. Me encuentro tan rara, tan fuera de lo corriente… Escuchad… ¡Las gentes prorrumpen en gritos y en vítores! ¡Qué aventura tan interesante sería quedarse en San Francisco!

—¿Y qué otra cosa si no aventuras hemos tenido durante este odioso viaje? —preguntó la condesa—. En esta travesía me han salido canas.

—Bien, tía, pero estoy harta de viajar. ¡Barco tras barco! ¡Londres! Nada vimos en Londres. ¡Nueva York! Cuatro días febriles. ¡Cristóbal! La caravana esperando y en Panamá el otro buque cargando ya. Y siempre prisa y más prisa. Estoy harta de eso y deseo instalarme en un hotel. Debe de haber alguno.

—Tengo entendido que hay varios —aseguró Suchaldin—. Esta es una ciudad milagrosa.

La condesa se dirigió a Marina,

—Estás completamente loca —dijo—. Aquí no reina la Ley. Ni el decoro. Ni la cultura. San Francisco es una guarida de animales salvajes.

Una ligera sonrisa contrajo la faz de Suchaldin.

—Puesto que no nos resta más remedio que permanecer aquí —manifestó—, convendrá que nos instalemos lo mejor posible. ¡Piotr! ¡Lily!

Se dirigía a una pareja que a la sazón contemplaba con asombro el ruidoso puerto que les aguardaba. El hombre era corpulento y la muchacha alegre y carirredonda. Sus mejillas parecían siempre a punto de iluminarse con una sonrisa y marcar múltiples hoyuelos en su cutis.

La pareja se abrió camino entre la muchedumbre. Suchaldin dijo :

—Cuando atraquemos habrá mucha confusión. Por tanto no nos conviene estar separados. Mientras yo busco unos coches, Piotr cuidará de los equipajes. Vosotras, señoras, si alguien os interpela, fingid ignorar el inglés. Quizá ello evite que Piotr empiece a golpes con la gente.

Incluso en aquel impresionante momento de la arribada y del fin de la travesía, los viajeros del S. S. «California» no ocultaban su interés por el pequeño grupo de rusos. Más de dos se inclinaron, o sonrieron, o les dirigieron indecisos adioses, pero como de costumbre, no consiguieron más que una sonrisa o una inclinación de cabeza. Aquel quinteto de moscovitas era un misterio para los demás pasajeros.

A poco de embarcar en Nueva York, se había sabido que la mayor de las mujeres ostentaban un título ruso, lo que, por supuesto, provocó ilimitada curiosidad. Y el hecho de que ella y su compañera vinieran directamente desde San Petersburgo agregaba interés a la circunstancia de que de ocupasen los camarotes más costosos del buque. ¿Por qué personas tan ricas e importantes se dirigían tan presurosamente a la costa aurífera de California? ¿Qué lo motivaba?

Los chismorreos no se limitaban a eso. La condesa era lo bastante atractiva para llamar la atención, pero las dos muchachas que la acompañaban eran mucho más bellas. La llamada Marina tenía esa clase de hermosura apetitosa que hace a los hombres perder los estribos. Lo cual les había ocurrido precisamente a varios, a despecho de la reserva de la muchacha.

Entre esos «varios» figuraba un tercer oficial del buque, que siempre se había envanecido de su éxito con las pasajeras.

Esta vez no sucedió así. Poco antes de que el vapor de Nueva York llegara al istmo, el oficial procuró aumentar su ardor, ayudándose con alcohol en abundancia. Lo que hizo o intentó hacer a la joven rusa, no se supo jamás. Pero fuese lo que fuere, le ocasionó una catástrofe. El gigantesco Piotr, que solía andar cerca de la muchacha, asió al oficial entre sus brazos de oso y le rompió las vértebras.

El incidente creó sensación. Celebrose una investigación en la cámara del capitán, pero nada se le hizo a Piotr. Aquella historia acompañó a los viajeros a través de la ruta de los Argonautas hasta la ciudad de Panamá, por vía de advertencia a otros admiradores. Empero sobrevino un nuevo incidente.

Un impetuoso oficial colombiano se enamoró repentinamente de la belleza rusa tal como Marina la simbolizaba, y cuando el otro protector de la muchacha, Pavel Suchaldin, intervino, el militar tiró de la espada y le agredió. Aunque poca gente parecía saber lo sucedido, se aseguraba que se había reñido un breve duelo. Usando su bastón como estoque, el barbudo ruso desarmó a su adversario, lo apaleó implacablemente y lo llevó a presencia de su superior, que le mandó encerrar con grilletes en los pies. Rumoreábase que Suchaldin había sido oficial de la Guardia Imperial y que manejaba muy bien la espada.

Nunca se supo si fueron sus palabras o el oro extranjero lo que le salvaron de complicaciones. Lo que en general se admitía era que él y su hermanastro, el corpulento Piotr, eran hombres de acción y no toleraban que se molestase a las mujeres que los acompañaban. Así, durante la última etapa del viaje aquel deslumbrante grupo había sido tratado con circunspección y profundo respeto.

Claro que todo ello no acallaba las murmuraciones, ni satisfacía la devoradora curiosidad de esos anhelosos ánimos para los que los encantos femeninos constituyen una preocupación y una tortura constantes.

A la sazón la gente empezaba a desfilar despidiéndose y deseando venturoso viaje a sus camaradas de travesía. Sus palabras se dirigían a la condesa, mas los ávidos ojos masculinos se fijaban en la joven Selanova.

—Adiós y buena suerte, señora.

—Adiós, señor. Lo mismo digo.

—¿Se proponen instalarse en San Francisco?

—No hemos hecho planes —respondió la condesa, que no hablaba el inglés con la misma facilidad que la muchacha.

—¿Piensan montar un negocio? ¿Abrir algún establecimiento? Tengo entendido que aquí existen grandes oportunidades.

—¿Qué quiere decir?

—Que hay grandes oportunidades para el capital Los beneficios son rápidos. Todo el mundo se enriquece. Apuesto a que una partida de buenas prendas de mujer, hechas en París, se vendería como si fuesen churros calientes.

—¿Churros calientes?

—También prosperan bastante las fondas. Un buen restaurante, de cocina extranjera, sería una mina de oro. Claro que habría que poner alfombras encarnadas, candelabros y el cubierto a diez dólares por cabeza.

—¿Sí?

—Sí, señora.

—Permítame ayudarla a llevar el equipaje. Me llamo Henrv Hawkins. Aun ignoro dónde me alojaré, pero procuraré mantenerme en contacto con ustedes, y si en algo puedo servirles…

—Es usted amabilísimo. Adiós. Y que tenga usted muy buena fortuna.

Así presentaban sus respetos la mayoría de los hombres. Las mujeres, harto suspicaces y desconfiadas de las apariencias, apenas hablaban.

Fue algo satisfactorio abandonar el buque, engolfarse entre el gentío y avanzar, entre tumbos y traqueteos, ciudad arriba, mientras los cascos de los caballos del veloz carruaje salpicaban de lodo a los transeúntes.

El Hotel Occidental era muy limpio y lujoso… y estaba muy lleno. Pero tras una conferencia entre el dueño del hotel y Pavel Suchaldin, éste consiguió una serie de habitaciones en las que se instaló el grupo de los moscovitas. Esto ratificó el aserto de la condesa de que en América el dinero obra milagros.

Una vez alojadas las personas a su cargo, Pavel se separó de ellas y regresó al puerto en busca del barco ruso cuyo pabellón intentara encontrar, al arribar, tan ansiosa e infructuosamente.

En el saloncito Lily y Piotr abrían los equipajes. Marina, ante la abierta ventana, absorbía literalmente los sones y perspectivas de aquella desconcertante ciudad. La condesa se había reclinado en un diván, con los ojos entornados. Mas de -pronto se incorporó, con una exclamación de sobresalto, cuando tras un vigoroso golpe, la puerta se abrió para dar paso a un desconocido.

Era un hombre calvo, recio, cuidadosamente afeitado y mucho mejor vestido que los demás clientes que llenaban el vestíbulo del hotel. Llevaba la camisa y el chaleco rameado, de color de tabaco, impecablemente limpios, y sus botas brillaban tanto como el sombrero de copa que sostenía en la mano. Habló en una voz bronca, entre cordial y afable:

—¿La señora Vorachilov? Soy el concejal Akers. Sam Risueño Akers. O Risuencillo para mis amigos. Dirijo la taberna y casa de juego llamada «Eldorado». ¡Bienvenidos sean ustedes a San Francisco, la reina del Pacífico! Como uno de los padres de la ciudad me place saludarla, señora, y saludar a sus jóvenes compañeros.

Mientras hablaba cruzó la estancia y estrechó vehementemente la mano de la condesa. Emanaba de él una especie de fluido magnético que llenaba el salón y lo señoreaba. Sin reparar en el murmullo de incomprensión de la condesa, prosiguió jovial :

—Es usted hermosísima, condesa, y su beldad ornará nuestra metrópoli. Cuando la vi a usted abajo, me dije : «Risuencillo, esa dama de las piedras preciosas es de lo mejor que hemos tenido». Y piense que por aquí han desfilado las primeras mujeres que han engalanado la vida nocturna de Filadelfia y Nueva York. Así, repito, me dije : «Risuencillo, en bien de nuestra ciudad has de procurar a esa dama un buen comienzo. Necesita los amigos oportunos, el local oportuno, la protección oportuna. De tal modo razoné: «De suerte que te necesita tanto, Risueño, Como la ciudad a ella».

El señor Akers dirigió sendas reverencias a todos los ocupantes del cuarto. Todos permanecieron silenciosos, porque todos, menos Marina Selanova, entendían el inglés poco y mal para darse cuenta de las palabras del interpelante.

—Cuando la vi firmar en el registro «Condesa Vorachilov», exclamé: «¡Grandioso! En nuestra progresiva y jovial población se necesita un injerto de nobleza extranjera. Esta señora precisará una casa de lujo, en la que la crema de la turba de nuestros hombres de negocios y de nuestros propietarios de minas disfruten los más modernos refinamientos del lujo.

—¿Una casa? ¿Qué casa? —preguntó la condesa con voz apagada—. Esos acomodos, ¿qué significan?

—Yo tengo el lugar ideal, condesa. Una dama chilena la empezó con mucho fausto, pero los jugadores hicieron saltar su banca y la pobre mujer se pegó un tiro. Ello sucedió en mi establecimiento la semana pasada y yo me quedé con la casa como pago de lo que la difunta me debía. Allí hay cuadros, colgaduras, alfombras, muebles… Todo completo. Ni siquiera están desembalados los paquetes. ¡Tendrá usted el mejor establecimiento de América! Kitty la española quería quedarse con el negocio, repartiéndonos uno el cuarenta y otro el sesenta por ciento, y garantizándome un mínimo de mil dólares al mes.

El Concejal Akers volvió a mirar con aprobación a las jóvenes.

—Ahora bien —añadió—, si todo su personal es como la muestra, estoy dispuesto a ir a medias con usted, cobrando el cincuenta por ciento de las ganancias de cada noche.

La mujer de edad preguntó a Marina:

—¿Qué dice este hombre? No le comprendo.

Marina respondió en ruso:

—Un concejal americano es un personaje importante de la ciudad. Posee mucha influencia política. Nos supone mujeres airadas, y cree que tú regentas un burdel. Nos ofrece…

La condesa Vorachilov exhaló un grito sofocado, sus mejillas perdieron el color, y miró a su alrededor, como buscando ayuda. El impasible Piotr Suchaldin se irguió amenazador y se dirigió al orondo padre de la ciudad.

—¿Qué pasa? —inquirió.

Marina dijo al visitante:

—Se ha confundido usted. La Condesa Vorachilov va camino de Sitka para reunirse con su tío, el general Iván Vorachilov, gobernador de la América Rusa y agente de confianza de Su Majestad Imperial Alejandro II, Zar de todas las Rusias. La condesa me encarga que lo despida a usted.

—¿Es posible que no acep…?

—No, señor.

El concejal Akers no perdió su empaque ni se mostró resentido. Tampoco se excusó. Se ajustó el sombrero a la cabeza y dijo :

—Entonces, ¿por qué infiernos se hace llamar señora si es una aristócrata?

Y así, rezongando, se encaminó a la puerta.

—¿Qué decía? — preguntó la condesa, en un suave murmullo.

—Decía que su error era muy natural, porque tienes el aspecto distinguido, la exquisita ecuanimidad y el real porte de una…, ¡Pronto, Lily! El frasco de sales. La condesa se ha desmayado.

Y Marina Selanova, sin prestar atención a la inerte figura desvanecida en el diván, efectuó una cosa inesperada. Dejose caer en una silla, se pasó los brazos en torno a las piernas, y rió hasta que las lágrimas comenzaron a surcar sus lindas mejillas.

2

«Una fuente de grandes pérdidas para Vuestra Imperial Majestad y una causa de continuas vejaciones para sus leales súbditos, las constituyen los abusos de los piratas dedicados a la adquisición clandestina de pieles. Esos depredadores son en su mayoría españoles, suecos, portugueses y republicanos de Boston y otros lugares de América. Pero los más atrevidos de todos son, con mucho, los llamados Hombres de Boston.»

(Extracto de un informe anual del gobernador de la Compañía Ruso-Americana.)

A poca distancia del borde más exterior de los muelles, allí donde las calles, dejando la tierra firme, se adentran en el mar, radicaba el establecimiento de la firma Eben Cleghorn e Hijos. Era un vasto edificio, de cimientos tan sólidos como la reputación de sus propietarios. Durante generaciones y generaciones los Cleghorn habían sido auténticos príncipes de los mercaderes de Nueva Inglaterra. Trataban en multitud de artículos procedentes de todas las partes del mundo y a la vez desarrollaban un muy provechoso negocio bancario. Habían establecido una sucursal en California.

Un día penetró en aquel digno local un trío de forasteros de extraña apariencia. Tanto, que incluso llamaba la atención en las calles de San Francisco, donde nadie solía reparar en la ajena indumentaria.

Los tres individuos marchaban en fila. Nada hablaban y se limitaban a mirar a su alrededor con despierta y atenta curiosidad. El primero de los hombres era alto, joven, rubio, de anchísimos hombros y porte jactancioso. Sin atender a las multitudes que le cerraban el camino, abríase paso entre ellas, andando con paso animado y airoso. Procedía evidentemente del remoto septentrión, porque llevaba un gorro ruso y una blusa forrada de pieles y ornamentada con incrustaciones de cuentecillas indias. Aquella holgada túnica estaba ceñida a su talle por un cinturón del que pendía la vaina de un cuchillo de ancha hoja. Sus calzones, de piel de foca, brillantes como el raso, desaparecían en un buen par de botas cosacas de cuero. Llevaba muy largo el cabello, de color pajizo, y sus mejillas estaban sin afeitar. Y repitámoslo, su talante era orgulloso hasta rayar en insolente, y parecía mirar al mundo con burlón desprecio.

Sus compañeros eran tan singulares de traza como él. El que le seguía llevaba la cabeza descubierta. Era un indio aleutiano, de rostro ancho y cabello crespo y tosco que presentaba todas las evidencias de haber sido mal cortado con un instrumento de madera. Vestía las ropas propias de su raza, sin exceptuar los detalles propios del verano. Llevaba al brazo un saco de tela blanca de algodón, cuyo contenido parecía guardar cuidadosamente.

El tercero de los forasteros vestía, si posible era, aún más incongruentemente que los otros dos. Ataviábase con las raídas ropas negras de un pastor protestante de los que se dedican a las misiones a lo largo de los caminos. Su sombrero sacerdotal, de ala ancha, descolorido por la exposición a la intemperie, sombreaba una cara alargada, flaca, sardónica, de expresión doliente. Sus labios escupían de vez en cuando un chorro de jugo de tabaco. Su levita de pastor, larga hasta la rodilla, iba desabotonada, revelando un magnífico cinturón de cuero labrado a mano, con una enorme hebilla de plata. Desafiando por completo todos los respetos debidos a la dignidad clerical, a lo largo de cada una de sus perneras pendían, entre cadera y rodilla, unas fundas de piel sin curtir, mudo testimonio de que dentro anidaban sendos revólveres de seis tiros.

El conductor del trío habló al primer funcionario que encontró en el establecimiento mercantil y le preguntó por Eben Cleghorn.

El atónito empleado lo miró, dubitativo, y repuso:

—El señor Cleghorn está muy ocupado en su despacho. El «California» se hace hoy a la mar y el jefe está despachando las hojas de embarque.

El forastero, sin contestar palabra, dio un empujón al empleado y se dirigió hacia el fondo del local, sin hacer caso alguno de las protestas del indignado sujeto. Abrió de golpe la puerta del santuario de Cleghorn y allí penetró, seguido de sus camaradas.

—¿El señor Eben Cleghorn? —dijo.

—Sí, pero…

El estupefacto mercader no pudo terminar.

—Permítame presentarme.

El hombre tomó de manos de su compañero el saco de algodón blanco y extrajo de su interior la reluciente piel de un animal.

—Soy Jonathan Clark, de Boston —dijo.

Arrojó la piel sobre la lisa mesa de Cleghorn y agregó :

—Ésta es mi tarjeta.

Una enorme expresión de sorpresa se pintó en el rostro del comerciante. Miró incrédulamente el magnífico trofeo que ante él se encontraba y lo palpó con reverentes dedos. Se trataba de una piel extraordinaria, maravillosamente suave, sedosa y densa. Era de un espléndido color oscuro, o mejor, negro como la noche, más negro que el más negro matiz de sable de un escudo feudal. Sobre su superficie brillaban con argentino esplendor largos pelos, deslumbrantes como la escarcha. Ninguna piel del mundo, ningún tejido creado por los dedos del hombre, podía ser tan aterciopelado al tacto, tan opulento en su calidad y tan atractivo a la vista.

Cleghorn jadeó:

—¡Nutria marina! ¡La primera que veo hace largos años!

—Exacto. Las nutrias que impelieron a Rusia a colonizar un continente.

Cleghorn apartó la vista de la preciosísima piel y la dirigió a su visitante.

—¿Es usted Clark? ¿Jonathan Clark? Entonces es usted el rey de los cazadores de pieles, ¡y el jefe de los Hombres de Boston!

—Tengo entendido que así me llaman —dijo Clark. —Pero no soy exactamente el jefe de los Hombres de Boston. Yo soy los Hombres de Boston. Antes había muchos, pero yo soy el único que sigue operando en los cotos del Zar. Los demás han sufrido el pago que merecían. Sólo quedan unos cuantos españoles y portugueses, sin hablar de algún hediondo japonés, comedor de pescado.

Cleghorn se levantó y estrechó calurosamente la mano del que le hablaba. Clark presentó a sus compañeros.

—Éste, señor, es el piloto de mi barco. Se llama Cotton Mather Greathouse y es oriundo de Nueva Escocia. Nosotros le llamamos Cottonmouth, haciendo un juego de palabras con el apelativo de las mortíferas serpientes a las que se denomina «Boca de Algodón». Es un diestro navegante con cara de buen hombre, pero en verdad es un pícaro redomado…

Prescindiendo de aquellas palabras, el señor Greathouse explicó:

—Bien saben nuestros hombres que el Señor está lejos de los malvados, mientras atiende las plegarias de los justos.

Una ancha sonrisa iluminó la faz de Clark al advertir la expresión de Cleghorn ante las palabras del pastor protestante.

—Crea, señor —expuso—, que mi compañero es un hombre realmente notable. Demóstenes, hablando con la boca llena de piedrecillas, entusiasmaba a los griegos con su oratoria. Pues crea, señor Clegrhom, que yo he oído a Cottonmouth predicar un sermón entero con la lengua apoyada en el carrillo.

El gigantesco Clark soltó la risa ante su propia broma.

—Los indígenas del norte —continuó— han sido cristianizados hasta cierto punto, y les gusta oír la sagrada palabra aunque no la comprendan. Nosotros somos las únicos corsarios que llevamos capellán a bordo, con lo cual hemos conseguido un alto grado de aprecio entre los indígenas. Desde luego este hombre es un embustero, un desvergonzado, un impostor y un truhán de la cabeza a los pies como todos nosotros. Sin embargo, a falta de otro mejor en quien depositar nuestra confianza, nosotros esperamos que sus oraciones nos libren de que los rusos nos lleven a la horca.

Clark se volvió al indio aleutiano.

—Le presento, señor Cleghorn, a mi segundo piloto, Ogeechuk. Conoce todas las caletas, arrecifes y mareas que se pueden encontrar entre Kodiak y Kiska. Los rusos dieron muerte a su padre y a su madre.

—¿He de entender que desea usted vender esta piel? —preguntó el comerciante.

—Sí. Ésta y otras como ella. Ya sabe usted que de tal género quedan pocas. Lo que hemos conseguido nos ha costado dos años de ímproba tarea en cazaderos donde antes existían miles de animales. Pero los moscovitas han exterminado sus propias riquezas. ¡Es un crimen que clama a los cielos! Tras esto desaparecerán también las pieles de foca. No olvide lo que le digo. Pero entre tanto tengo mucho armiño, marta cibelina, y…. Es el cargamento de pieles más valioso que haya podido llegar nunca a la bahía de San Francisco. Aquí está la lista, señor, y por lo que suma casi me abrasa la chaqueta. ¡Dos años entre los paganos, amigo, entre tipos de cara achatada, cuyas mujeres llevan adornos de hueso traspasándoles los labios, es cosa muy…!

El hombre fue interrumpido por la presurosa entrada de Eben Cleghorn, hijo. Era el tal un mozo joven y vivo, al que acababan de informar que unos intrusos habían invadido el despacho de su padre. Mas al conocer la identidad de los visitantes y al comprobar la valía de la piel que traían como muestra, su agitación le hizo expresarse casi con incoherencia.

—He venido como hombre de negocios y para tratar de negocios —resumió Clark—. porque no soy un vendedor ambulante con la campanilla en el carro. En Cantón hay gran salida para las pieles, y los mandarines pagan precios fabulosos por las nutrias marinas. Pero estoy harto de tratar con gente de ojos oblicuos, y mis hombres también. Por eso en vez de a la China hemos puesto proa directamente a la Puerta de Oro.

Grathouse acrecentó:

—El «Hermana Peregrina» es la goleta más rápida que surca los mares, pero esta vez casi perdió los mástiles en nuestra prisa. Todo por culpa de la mujer.

El joven Cleghorn, siempre anheloso de oír cosas novelescas, aguzó el oído. Informó a Clark de que había en San Francisco muchas mujeres hermosas y dijo que conocía a no pocas de ellas. Acaso, pues, conociera a la dama que Clark había escogido como suya.

El piloto murmuró, lúgubre:

—Ya les he aconsejado que aparten los pies de esos senderos. Las bocas de las mujeres son dulces cual dulce ungüento, pero después resultan agrias como la carcoma, y su trato conduce a la muerte. Cada paso con una mujer ayuda a acercarse al infierno.

Su mirada se fijó, sombría, en el joven Eben y el tono de su voz cambió.

Los dos Cleghorn se sintieron extrañados ante su actitud. El viejo se apresuró a manifestar que su hijo no podía ser autoridad en ciertas cuestiones.

—Entonces usted podrá satisfacer nuestra curiosidad —alegó Clark, con un esbozo de sonrisa.

—¡Hombre! Yo,… yo… —exclamó el escandalizado comerciante.

La sonrisa de Clark se acentuó.

—No me diga usted que el sol de California ha hecho a los Cleghorn cambiar de piel. Ya sabe usted que yo procedo también de Boston. Mi familia es tan conocida como la suya. Una y otra tienen sus flaquezas. La principal flaqueza o, mejor diré, el principal disgusto secreto de los Clark es que de vez en cuando nace en su seno una oveja descarriada, como yo. Mi abuelo Efraim…

—¿El naviero Efraim Clark?

—Sí. Él era orgullo de la sociedad bostoniana y sus hijos también. Yo constituyo una lamentable regresión a los antiguos tiempos en que los Clark amaban la vida peligrosa y sentían afán de aventuras…

Concluyó:

—Estamos perdiendo el tiempo. Tengo prisa y mi gente también. Ellos participan, desde luego, en los frutos de mis malas andanzas. ¿Desea usted examinar mi lista de pieles?

Cleghorn no sólo lo deseaba, sino que estaba impaciente de hacerlo.

Entre tanto corría por el establecimiento la voz de que el mítico Jonathan Clark y algunos de sus hombres estaban conferenciando con el jefe, y los empleados, ansiosos de atisbar por un momento al célebre individuo, abandonaban sus puestos con cualquier pretexto. Los parroquianos, uniéndose a ellos, intentaban mirar a través del cristal esmerilado del despacho de la dirección.

Porque Clark era un notorio ladrón de los mares del Norte y tenía la cabeza puesta a precio. Como de costumbre, había burlado a los rusos, pero en lugar de encaminarse a Oriente con su fabuloso cargamento, prefirió disponer de él en San Francisco. Su barco, a la sazón, anclaba en la rada y estaba cargado hasta los entrepuentes de pieles valiosísimas, cazadas ante las mismas barbas de los funcionarios del Zar.

Aquello era cosa que merecía la pena comentar. Sí, y pensar de paso en que las valiosas nutrias marinas en que él traficaba habían abundado antes en la propia bahía de San Francisco. Ahora se hallaban casi extintas, al punto de que sólo hombres tan atrevidos como aquellos peligrosos rufianes arriesgaban sus vidas para encontrarlas.

Cuando Clark y sus compañeros salieron del despacho, suscitaron más expectación que si cada uno de ellos llevase su respectiva cabeza debajo del brazo.

También sobrevino una apreciable excitación cuando atravesaron el vestíbulo del Hotel Occidental y se dirigieron a la Conserjería. El empleado los consideró tres extravagantes e indeseables clientes. Lanzó a Clark una mirada desaprobatoria y le manifestó que en todo el hotel no quedaba un solo cuarto libre. Luego reanudó su anterior ocupación de pulirse las uñas arrugó las narices y se volvió de espaldas dando a entender que la conversación había terminado.

—No pido un cuarto, sino una serie completa de ellos —informole ásperamente Clark—. La mayor que usted tenga. Y si no es bastante grande, agregará usted dos o tres más. Hasta pudiera ser que le hiciese construir habitaciones a mi gusto.

Surgió un murmullo entre quienes oyeron aquellas palabras. El empleadillo, ofendido ante tan absurda exageración, asumió un aire de poderosa importancia, arrugó las narices y se volvió de espaldas, dando a entender que la conversación había terminado.

—¿Quién es el director?

—El señor Jacob Stone —contestó el empleado, sin volverse.

—Dígale que venga —ordenó Clark con cortante voz.

El otro repuso con acritud, por encima del hombro:

—El hotel está lleno y el señor Stone anda muy ocupado y no puede acudir.

Clark lo asió por él hombro, le hizo dar una vuelta en redondo, introdujo los dedos en el cuello del individuo y de un tirón rasgó la pechera de su camisa almidonada. Rompiose la tela con un crujido que suscitó la atención de todos. Extendiendo la maltrecha pechera sobre el mostrador, Clark introdujo la pluma del hotel en el tintero y con floreada letra escribió sobre la blanca superficie: «Jonathan Clark, de Boston.»

Había en el vestíbulo otros empleados y clientes, y todos, molestos por aquel proceder, empezaron a emitir murmullos hostiles. Pero les hizo callar Greathouse diciendo con voz campanuda:

—Ya escribió el profeta David: «Los necios perecen por falta de sabiduría». Apartaos, ¡oh, jóvenes!, porque como el vinagre para los dientes y el humo para los ojos es aquel que a los otros ha sido enviado.

Se apoyó en el mostrador exhibiendo sus dos revólveres.

—Apuesto, hermanos —añadió—, a que el buen Jake Stone nos encontrará acomodo.

En aquel momento sobrevino aquel indignado ciudadano, con la obvia decisión de tomar decisiones expeditas. Pero su mirada fijose en el atuendo de Cottonmouth y la boca se le llenó de una saliva que hubo de tragar dificultosamente.

Sin darle tiempo a hablar, Clark dijo:

—Perdone mi tarjeta de visita. Ya me haré imprimir algunas a la primera oportunidad. Entre tanto asegure a su empleado que mañana le regalaré una docena de camisas nuevas. Pasemos a su despacho particular, señor.

Stone se halló sujeto por la mano del desconocido y obligado a ponerse en movimiento.

—Mi querido señor Clark —protestaba el hostelero un momento después—, la pasada semana hicimos imposibles para acomodar un grupo de extranjeros distinguidos. ¡Y ahora me solicita usted seis habitaciones!

—O más, si puede ser. Fije usted mismo el precio. Me propongo dar muchas reuniones, por lo que me convendría montar un bar privado y llenarlo de…

—No me comprende. Lo tenemos lleno todo, hasta los desvanes.

—Supongo que en gran parte será con tahúres y sus mujeres. Esa gente no contribuye a la reputación del hotel.

Mientras hablaba, Clark extrajo de sus pantalones de piel de foca un grueso rollo de billetes de Banco, de los que apartó cinco de mil dólares.

—Esto valdrá como garantía —dijo, poniendo la suma sobre la mesa de Stone—. En adelante pagaré cada semana por intermedio de mis banqueros, Cleghorn e Hijos.

Stone plegó los labios. En su rostro se pintaba una expresión de perplejidad.

—Hay huéspedes que…

—Pues desalójelos. Estreche más a sus otros clientes. Yo necesito un solo dormitorio. Los demás quiero que estén juntos, y a ser menester pagaré para que se echen abajo los tabiques. Convendría habilitar un tocador de señoras y colocar en él polvos para el rostro. Pero actúe de prisa, porque esta noche celebro una reunión. Y todas las demás noches también. Proporcióneme un mozo de mostrador y unos camareros. Las comidas, vinos y licores los dejo a su elección, siempre que sean de lo mejor que se encuentre.

Clark se levantó y extendió su mano morena y musculosa.

—Mucho aprecio su cortesía, señor —acrecentó—. Volveré dentro de dos horas.

—Haremos lo que se pueda —prometió inciertamente Stone.

—¡Espléndido!

Cotton Mather Greathouse habló por primera vez.

—Convendrá —opinó— agregar algunos buenos cantores y músicos con címbalos, salterios y arpas.

—¡Sí, música! —apoyó Clark—, Yo nunca olvido la música. Necesitamos, por supuesto, una orquesta.

—Que sea una orquesta de negros —sugirió el piloto—. Tengo muchas ganas de mover las piernas.

3

Una semana pasó Pavel Suchaldin intentando buscar medios de continuar, con sus acompañantes, viaje hasta Sitka. La condesa le aseguró que cualquier acomodo, por primitivo y fementido que fuera, sería bien venido, ya que la responsabilidad que pesaba sobre ella hacía intolerable toda dilación.

¿No se podía comprar un barco? Pavel movió negativamente la cabeza. Había, desde luego, buques a la venta, pero era imposible enrolar una tripulación. Tan pronto como una nave anclaba en la bahía de San Francisco, los marineros desembarcaban y corrían hacia los yacimientos de oro. Por supuesto, no todos llegaban a sus destinos, porque muchos eran interrumpidos en su camino por mujeres de vida airada que les llevaban a las casas de mal vivir más próximas. Una vez dentro, pocos de aquellos marineros salían de allí en sus sentidos cabales, porque los barcos que se hacían a la mar necesitaban tan urgentemente completar sus dotaciones, que no vacilaban en apelar al alistamiento forzoso. Afortunado era el desertor que no despertaba al día siguiente sin un centavo y otra vez a bordo, esta vez quizá rumbo a Oriente.

Todo esto explicó Pavel a la condesa. Añadió que él era completamente incapaz de capitanear un buque o sobreponerse a una turba de marineros amotinados. Y con ello la condesa se sentía cada vez más irritada de la evidente incompetencia de su compañero.

Cierta tarde, hallándose en el vestíbulo, el ruso entreoyó unas palabras que le hicieron prestar atención. Acababa de llegar de la América Rusa un barco peletero y su comandante se hospedaba en el hotel. Pavel subió las escaleras para verlo.

Los varios cuartos que Clark había tomado o, mejor dicho, hecho desalojar, estaban en confusión. Bajo la dirección personal de Jacob Stone los empleados sacaban y metían muebles, e instalaban mesas y un mostrador. Los carpinteros eliminaban biombos; adornábanse paredes y techos, y montones de platos y cristalería estaban a la sazón siendo desempaquetados.

Suchaldin contempló la escena con asombro. Luego, notando que nadie reparaba en él, preguntó dónde se hallaba el capitán Clark. Le señalaron un aposento al fondo. De allí entraban y salían a la sazón otros atareados individuos.

El capitán, en calzones y camisa, se sentaba en un butacón. Tenía la faz enjabonada y un barbero se inclinaba sobre él. Un tendero rodeado de pilas de cajas de cartón se ocupaba en probarle zapatos que convinieran a sus anchos pies. De vez en cuando el marino se levantaba y daba unas vueltas por la estancia para ver si le sentaba bien el calzado. En esos momentos otros dependientes de comercio exhibían camisas, ropa interior, sombreros y cinturones, sometiéndolos a la aprobación del cliente. Una docena o más de costosos trajes se hallaban diseminados por la habitación y un sastre, sentado, con las piernas cruzadas, en la mesa de caoba del centro de la estancia, cosía presurosamente.

El creador de aquel caos estaba, pues, a la sazón, siendo afeitado, calzado y vestido, todo de un golpe.

En un inglés lento, pero preciso, el visitante se disculpó por su intrusión y luego explicó sus motivos para ella. Clark volvió la cabeza a fin de mirarlo y habló entre una nube de espuma de jabón.

—¡Por todos los infiernos! Yo acabo de llegar ahora mismo de Alaska.

Pavel comenzó a explicar que la condesa Vorachilov se hallaba en un brete que distaba mucho de ser común. Clark lo interrumpió:

—¿Condesa? ¿Una condesa verdadera?

—Sí. Y pariente muy cercana del gobernador de la América Rusa.

El oyente exhaló un gruñido, probablemente atribuible a la torpeza del peluquero.

Pavel siguió:

—Su Excelencia apreciaría mucho cuanto se hiciera por nosotros y puedo garantizar en su nombre una calurosa acogida y una liberal recompensa.

Esta vez el barbero hubo de apartar la navaja, porque Clark estalló repentinamente en una carcajada.

—-Tengo para mí que ambas cosas serían harto calurosas y liberales. Al gobernador le agradaría verme allí por tiempo indefinido… ¿No comprende, amigo, que acabo de retornar de un largo viaje y ansió gozar de las satisfacciones en que he soñado? Esta noche doy una recepción y…

Se interrumpió para dirigirse a uno de los horteras.

—Escoja media docena de corbatas que hagan juego con cada uno de esos trajes —ordenó.

Volviose a Pavel y continuó su razonamiento.

—Presente mis cumplidos a la señora condesa de No Sé Qué Cuantos e invítela a asistir a mi fiesta. Aquí no somos exclusivistas, y ella tendrá la oportunidad de conocer una cosa sin duda muy ajena a ella: el nacimiento de un nuevo orden social. Si es joven y bonita, bien cabe que pudiera convencerme de hacer el tonto por ella, como ahora lo estoy haciéndolo por mí mismo. Mas si ella es demasiado aristocrática para querer tratar con desconocidos, venga usted y conocerá a muchos individuos que no son tan exigentes. Por mi parte no conozco a ninguno.

Levantose para hundir los pies en otro par de botas y gritó:

—¡Socorro! ¡He metido los pies en una trampa para osos! Quítenmela antes de que empiece a roer la cadena.

Volviose al butacón y ordenó al barbero que se apresurara.

El asombrado ruso se retiró, convencido de que la condesa Vorachilov había calibrado con acierto a los norteamericanos. Vibraba en ellos un morbo de locura.

* * *

La reunión de Clark estaba, en todo su apogeo, pero su estruendo aumentaba muy poco el que nocturnamente solía reinar dentro y fuera del hotel, porque San Francisco no se despertaba y estiraba los miembros hasta poco antes de media noche. Los huéspedes del Occidental, gente de por sí ruidosa y bullanguera, estaban habituados a toda clase de diversiones.

Para la Condesa Vorachilov aquello constituía un manicomio, una indecencia, una cosa que le aconsejó retirarse temprano aj lecho, cerrando las ventanas para alejar el sonido de la orquesta de Clark. Afirmó que la música de los negros americanos era tan bárbara como las costumbres de aquellos grotescos buscadores de fortuna californianos.

Empero, Marina Selanova encontraba cierto aliciente en aquella afanosa actividad. Advertía el furioso ritmo al que vivían aquellas personas y ello alejaba el sueño de sus párpados. Había gracia y melodía en el son de los banjos y las guitarras, y eso producía a Marina excitación acrecentada por los gritos y risas que interrumpían los números musicales. Era una mujer joven y llena de energía, y la llenaba un insaciable apetito de vivir.

Pavel Suchaldin, que volvía de recibir a un visitante en el vestíbulo, entró en el saloncito de los Vorachilov en el preciso momento en que Marina, ante una ventana abierta, pirueteaba al compás de la música de un vals distante.

Señalando con la cabeza en la dirección de donde la música procedía, Suchaldin manifestó:

-—Parece que se celebra una fiesta en la que todos son bien acogidos. Algo así como las nuestras de la recolección. Los hombres que retornan de las minas emplean este sistema para propagar su buena fortuna, según se me ha explicado.

—¿Qué dijo el individuo a quien hablaste a propósito de la petición de la condesa?

—Me encargó que le transmitiese sus cumplidos. Añadió que si era ella lo suficiente joven y bonita sería capaz de hacer el tonto por ella como ahora lo hace por sí solo. Confío en que tú no repetirás a…

—Sería yo capaz de conseguir que hiciera el tonto ese hombre?

Pavel alzó una mano prohibitoria.

—¡Hija! No pienses en eso siquiera. Ese tipo es… un excéntrico. Nunca he visto un hombre semejante. ¿No hemos sufrido ya bastantes complicaciones a causa de tu juventud y tu belleza?

—Sí, pero el tal capitán podría consentir en llevarnos a Sitka. Esa es nuestra única esperanza. Vamos. ¡Merece la pena probar!

Abrió la puerta y Pavel, entre vivas protestas, la siguió hasta el vestíbulo.

Se habían expedido invitaciones a las gentes de alguna notabilidad, con la característica campechanía fronteriza. Los botones del hotel habían hecho correr la voz de que Jonathan Clark, el Hombre de Boston, celebraba su regreso de un viaje afortunado y deseaba invitar aquella noche a todas las mujeres bonitas que tuviesen traje de gala y quisieran complacerle con su presencia. Nadie las impediría llevar acompañantes.

Se trataba de una invitación tendente a atraer a las jóvenes a quienes Clark deseaba conocer, y había veintenas de ellas que habitaban o frecuentaban el Occidental, Jonathan Clark era un tipo fabuloso y digno de ser conocido. El hablar de traje de gala indicaba que el asunto se reducía a un círculo distinguido.

El propio invitador resultó muy diverso a como lo habían visto o imaginado. Ciertamente no se parecía al vagabundo, con blusa cosaca y pantalones de piel, que tanta impresión causara durante el día. Se había transformado, como por arte de magia, en un hombre pulido y elegante. Era cortés, encantador, y su acento bostoniano daba a sus palabras una distinción excepcional en aquel país de robustas individualidades físicas. Más de una beldad respiró aliviada al comprobar que aquel no era el tipo de hombre que manosea a una mujer después de tomar la primera copa con ella. Clark era, por lo contrario, un caballero y muy refinado además.

Los acompañantes de las mujeres se sintieron igualmente sorprendidos. ¡Aquél era el célebre lobo del mar del Pacífico del Norte, y el que le acompañaba era su notorio primer piloto, Cotton Mather Greathouse!

Clark había hecho las cosas en grande. Sus habitaciones estaban alegremente adornadas con papel de colores y oropeles de Navidad. Ramilletes de flores y palmeras en macetas estaban adecuadamente distribuidos. Mozos de mostrador vestidos de blanco servían toda clase de bebidas, y diligentes camareros se apresuraban a llenar los vasos vacíos, o a substituir los empezados por otros nuevos en, cuanto los clientes volvían la cabeza. Y en fin, el muy truhán de Clark podría ser un mentecato, pero soportaba la bebida bien y en el mismo caso estaba su compañero de piraterías.

Cottonmouth, vestido con un traje negro y una camisa impecable, bebía con cuantos llegaban y bailaba todas las danzas generales con la agilidad de un derviche. Cuando no, solía tener un par de mujeres sobre las rodillas.

Ya el lugar estaba lleno. Clark se divertía de lo lindo, cuando a través de una rosada neblina, divisó una recién llegada, una muchacha tan candorosa, tan encantadora, que su primer impulso le hizo dirigirse hacia ella. La joven acababa de entrar y contemplaba la orgía como si se tratase de algo completamente desconocido para ella.

Le ciñó el talle y, venciendo su resistencia, la hizo unirse a los demás bailarines, que a la sazón danzaban un vals.

—Soy Jonathan Clark —afirmó para acallar las protestas de la muchacha—. Bienvenida sea a mi reunión.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró con curiosidad.

—¿Es usted el extravagante capitán de marina que invita a beber y a bailar a todo San Francisco?

—No soy tan extravagante —repuso él, algo picado. —Pero dígame, ¿es usted tan hermosa como me parece o me he emborrachado de súbito?

Ella, dirigiendo a su alrededor una rápida mirada por encima del hombro, manifestó:

—No he venido a bailar. He venido a hablar con usted.

—¡Pero si baila usted a las mil maravillas. Y me parece que le agrada el baile. Así, bien advierto que no estoy bebido. Es usted bella. Baile sólo conmigo y con nadie más, ¿quiere?

—¿Por qué? Hay aquí muchas otras mujeres, y las encuentro muy elegantes y magníficamente vestidas.

A Clark le agradaba la manera de hablar de la muchacha, el timbre de su voz… Era evidentemente una extranjera.

—Lo mismo —admitió— pensaba yo hasta hace un momento. Pero luego la he visto y no sé qué me ha pasado en la cabeza.

—Presumo que dirá usted lo mismo a todas. Yo conozco pocos capitanes de barco, pero a ninguno como usted Casi me hace usted recordar a nuestros oficiales rusos. Tan galante y tan…

—¿Es usted rusa?

—¡Naturalmente! Acabamos de llegar de San Petersburgo.

Clark dejó de bailar, pero siguió reteniendo a la joven entre sus brazos.

—¿Acaso es usted la condesa?

—¡Oh, no! —exclamó Marina apresuradamente^-. Soy sólo su compañera y amiga. La condesa es una mujer distinguida. Yo, en cambio, soy una pobre muchacha de provincias. La condesa habla francés, pero no pronuncia bien el inglés. ¿Comprende?

Sonrió. Clark le devolvió la sonrisa.

—Pues me alegro.

—¿De qué?

—De esto: yo no sabría comportarme adecuadamente con una condesa. Ignoraría la manera de hacerle el amor.

Marina, súbitamente agitada, respondió:

—Pavel le ha hablado de que nos lleve usted a Sitka en su buque. ¿Lo hará?

Clark denegó con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué? -—insistió la muchacha—. La condesa le pagará cuanto le pida. Indicó usted que, si ella era joven y bonita, usted podía consentir en acceder a lo que le pidiese. Eso fue un acto de audacia. Pero ustedes, los americanos, lo toman todo a broma. La condesa no es joven, y por eso vine yo… para substituirla. Y para implorarle este favor.

Y concluyó su presurosa explicación con una mirada de auténtica súplica.

Clark había besado a más de una muchacha en el curso de sus coqueteos de aquella noche. Y esta vez besó a Marina en la boca.

Cuando sus manos la soltaron, observó que la rusa se había tornado lívida de furia. Sus senos palpitaban tumultuosamente. Miró a Clark y sus mejillas se colorearon.

—Si Pavel ha visto esto, lo matara —dijo con voz apagada, pero tensa.

—¿Es su marido ese Pavel?

Marina miró con desdén a su interlocutor y frunció los labios.

—¿No respeta usted más que a los maridos airados? Pavel me dijo que esto era… una fiesta familiar americana al estilo de las nuestras de la recolección de las mieses. Ea, me voy.

Clark le cerró el paso.

—¡Espere! Ese hombre no es ningún necio. De sobra debía saber qué clase de reunión era esta. Y usted debiera saberlo también.

—¿Por qué había de saberlo? Las costumbres americanas me son desconocidas.

Clark cerró los ojos y movió la cabeza. Dijérase que deseaba aclararse el entendimiento. Cuando habló lo hizo con voz alterada.

—Estoy beodo, señorita. Mucho siento lo hecho, pero si usted conociese las costumbres californianas quizá comprendiera usted que yo no soy quien ha podido suponerse. Acaso usted me disculpara si supiera…

Hizo un esfuerzo para sobreponerse.

—No tengo costumbre de presentar excusas, como puede usted inferir de las tonterías que estoy diciendo. Por su aspecto debí comprender que ignoraba usted en qué compañía se hallaba. Es usted una flor blanca caída en el fango…

Sus palabras se tornaron más bruscas.

—De todos modos, usted consintió en acudir. ¡Maldición! Dos años he llevado en el infierno, anhelando dar y recibir besos. Está usted encantadora, más que otra cualquiera de las demás mujeres presentes, y tanto, que me ha hecho perder la cabeza. Y nunca ciertamente contaba quedarme sin ella en honor de una rusa.

Agregó, casi a gritos:

— ¡Cuando yo me estaba divirtiendo ha venido usted a interrumpir mi alegría! Váyase. ¡Sí, váyase con sus amigos y déjeme con los míos! Ellos son los únicos que tengo derecho a tratar, y aun son demasiado buenas para mí.

Concluyó:

—Mañana, cuando me encuentre lo bastante sobrio para sostenerme sobre las piernas, iré a presentar mis cumplidos a la Condesa No Sé Cuantos y mis más abyectas excusas a usted.

—¡No diga nada a mi tía! —exclamó Marina—. He actuado por espontáneo impulso, como usted mismo comprenderá. Todo se ha debido a…, ¡al vino! Explicaciones, excusas y cumplidos a la condesa no harían sino empeorar las cosas. Porque ella…

Clark miró fijamente a la joven.

—Muy bien. Pero conste que nada se ha debido al vino. Y dudo mucho de lograr embriagarme lo suficiente para olvidar ya nunca sus labios.

Deslizó la mano de la joven debajo de su brazo y la acompañó a través del gentío.

Ya en la puerta se inclinó profundamente ante Marina y estrechó la mano de Suchaldin.

—Muy amable ha sido —dijo— el que ustedes honrasen la fiesta de un marino con ocasión de su retorno, aunque tan corto rato hayan pasado aquí.

Un momento después Pavel preguntó :

—¿Por qué nos marchamos tan pronto? Las vituallas son excelentes. Y las gentes interesantes.

—Cuando Clark descubrió que yo no era como las demás mujeres de la concurrencia, me rogó que saliese.

—Eso ha sido muy considerado por su parte. Mas ¿le has hablado de Sitka? ¿Te ha hecho alguna promesa?

—No lo sé.

Pavel no había visto nunca tan conturbada a su compañera.

—Ese hombre —siguió Marina— es una persona extraordinaria. Es capaz de hacer cualquier cosa. Pero no me agradaría viajar en su buque.

4

El «Hermana Peregrina» había descargado ya sus valiosos fondos. Y a la sazón, con la excepción del primer piloto, toda la tripulación se hallaba congregada en la cámara del capitán. Jonathan Clark no mostraba la menor huella de sus disipaciones de la noche pasada. Se sentaba a la cabecera de la mesa, sobre la que yacían su gris sombrero de copa y su bastón.

-—Amigos —empezó—, nuestro viaje ha terminado y cada uno ha de recibir su parte en nuestros mal ganados provechos. El dinero está a nuestro nombre en la Banca Cleghorn e Hijos.

Hizo una pausa y agregó:

-—Y ahora, ¿quién desea volver a embarcar conmigo?

Un coro de veinte gargantas respondió:

—¡Yo, yo!

—¡Cuenta conmigo!

—¡Todos queremos embarcar contigo, Jonathan!

Un hombre de barba canosa, manifestó:

—Contigo se gana más que a bordo de un ballenero y los riesgos son mucho mayores. También vale más acompañarte que bordear los Grandes Bancos en invierno o dedicarse a cortar leña en los bosques del Maine.

Aquella tripulación de Clark difería de todas las demás de los buques contrabandistas de pieles. Y difería en que todos sus tripulantes, excepto el aleutiano Ogeechuk, procedían de Nueva Inglaterra. Eran gente atrevida y muy pagada de sí misma. Algunos de edad madura, representaban tener hábitos morigerados; y ninguno parecía ganarse la vida en una profesión ilícita.

—Pues entonces sigamos juntos —propuso el juvenil capitán Clark—. Aunque ello costará algún trabajo, porque todos tenéis dinero y ganas de gastarlo. A mí me pasa lo mismo. San Francisco no es lugar seguro para un marinero con sus pagas en el bolsillo. ¡Silas Atwater!

—Presente, capitán.

—Tú y Calvino Strong sois hombres casados. Conviene que atendáis al bienestar de vuestras mujeres e hijos.

-—Ya nos proponemos hacerlo, Jonathan.

—Los demás no tenéis obligaciones que me afecten en nada, pero, si siguieseis mi consejo, sólo sacaríais cada día una cantidad suficiente para satisfacer vuestros apetitos, fuesen los que fueren. Sois más ricos que nunca lo habéis sido y ésa es una situación peligrosa para cualquiera. Por otra parte, siendo así que me falta el valor moral necesario para ahorrar mi dinero, ¿cómo voy a pediros que vosotros lo ahorréis? Por ello contaba que vuestro capellán nos dirigiera una breve homilía previniéndonos contra los males de la disipación.

Y Clark añadió:

—Bien, el caso es que nuestro protestante pastor está en lucha con una ligera resaca de las disipaciones, la bebida y las mujeres.

Estalló una carcajada y del diminuto camarote del primer piloto llegó un gruñido. La sonrisa de Clark se acentuó.

—¡Pobre Cottonmouth! —comentó—. Su carne está presta a todo, pero le falta el ánimo. Tiene los viles instintos de los rufianes, mas un exceso de piedad adquirida en sus primeros años le ha privado de la fuerza moral necesaria para cumplirlos enteramente.

Y ahora, puesto que se halla, diremos, con licencia sabática, voy a ocupar su púlpito por un momento. Y mi consejo es éste: armad cuantas trifulcas queráis en los barrios altos de la ciudad, donde el whisky es mejor y la compañía tan mala como en la parte baja. Los establecimientos de la ribera son antros dirigidos por criminales. En ellos nació y se practica la recluta forzosa de marineros. La costumbre es verter láudano en las bebidas, o asestar en el cerebro un golpe capaz de hacer ver las estrellas. Tras ello uno se encuentra, al siguiente día, navegando con rumbo a la China.

«Cuando tengáis conflictos, como indudablemente los tendréis, enviadme aviso al Occidental y yo pro curaré sacaros del atasco. Pero no procedáis con demasiada imprudencia, porque hay necios de nuestra profesión que se balancean, por menos, en las horcas rusas.

Clark se levantó, tomó bastón y sombrero y ascendió la escalerilla.

En el muelle parose para admirar el «Hermana Peregrina». Le emocionó y llenó de orgullo, como siempre, el contemplar las líneas netas y audaces del casco y los altísimos mástiles, que indicaban el insólito velamen de la nave. Aquel buque podía constituir motivo de jactancia para cualquier marino.

Procurando no atender excepcionalmente las expresiones de sorpresa o mofa que suscitaba en la gente su galano atuendo, anduvo a lo largo de la costa en busca de uno de los «antros» contra los que había prevenido a sus hombres.

Parose ante una muestra que rezaba:

«Casa de Juan Sincero».

Aquél era quizá el lugar más conocido de toda la ribera. Clark empujó las puertas enrejadas y, pisando el suelo cubierto de serrín, se acercó al mostrador, tras el que campeaba un hombre de enorme cintura.

El lugar, amplio y bajo de techo, despedía acres olores. A aquella hora del día hubiera estado desierto, de no ser por la presencia de cuatro hombres que arrastraban una pesada borrachera. Había también dos rollizas mujeres.

La entrada de Clark produjo cierta impresión. Uno de los hombres hizo un comentario a media voz y las mujeres se interesaron.

Clark, con un floreo del bastón, les señaló el mostrador.

—¿Quieren beber conmigo?

Entre murmullos de agradecimiento todos se levantaron y rodearon a Clark, que ya se había instalado ante el mostrador. Todos lo miraban descaradamente en el espejo que ante ellos había.

—¿Qué van a tomar? —preguntó el hombre gordo.

—Estos señores lo que quieran. Beba usted también. En cuanto a mí, lo mismo, y de la misma botella.

Aquella era una sorprendente novedad. El tabernero frunció el entrecejo.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó con voz lenta.

—Nada, bromeaba. Lo bueno para usted será bastante bueno para mí.

Clark miró con aparente indiferencia a sus compañeros y todo lo demás que le rodeaba. Cuando se sirvieron los vasos, alzó el suyo con amplio ademán.

Pagó la ronda sacando un fajo de billetes que hizo al corpulento propietario sentirse más efusivo y exclamó:

—Me llamo Juan Sincero Brennan. Y como no se puede bailar sobre una sola pierna, las próximas copas las paga la casa.

—No, gracias. No he hecho más que entrar para conocerles. Yo soy Jonathan Clark, de Boston.

Se produjo cierto revuelo. Clark Continuó:

—Tengo en mi tripulación veinte marineros y todos me serán precisos para hacerme a la mar.

Callose y miró fijamente a Brennan.

—Y como me son precisos los tendré. ¿Entiende?

El rostro de Brennan enrojeció poco a poco. Luego, significativamente, el hombre inquirió:

—¿Qué quiere darme a entender con eso, señor Jonathan Clark de Boston?

—Una cosa muy clara —repuso Clark.

Y apoyó su bastón en el vientre del hombre grueso, como si quisiera empalarlo. Sosteniendo el bastón en tal postura, continuó:

—Si usted o cualquiera de su puerca banda, o de otras, pone mano sobre uno de mis hombres, yo lo mataré a usted. No a los demás. ¡A usted!

Subrayó las últimas palabras con un empujón de la contera, lo cual arrancó un gemido a su víctima. Luego se volvió y miró a los demás con fría malevolencia.

—Pueden ustedes —añadió— transmitir estas noticias a la demás gentuza.

Púsose el bastón bajo el brazo y contempló durante un rato a los presentes mientras se calzaba un par de guantes de color. Tras esto, se miró al espejo, se rectificó la posición del sombrero y se encaminó, sin prisa, hacia la puerta.

Hizo unas cuantas visitas semejantes hasta que el mucho apetito le impelió a dirigirse al hotel. Después de comer abundantemente completó las disposiciones necesarias para su recepción de la noche, y luego ascendió las escaleras del Occidental, proponiéndose visitar a la condesa Vorachilov.

Llevaba entre los brazos dos grandes ramilletes de rosas.

Pensaba que debía ser una curiosa experiencia conocer a una mujer de la aristocracia, particularmente cuando se trataba de una pariente del gobernador de la América Rusa.

Circulaban en California abundantes historias acerca de Sitka, la capital de aquel lejano dominio. En sus viajes al septentrión había Clark escuchado otras referencias suficientes para interesar a un aventurero de su clase. Los moscovitas gustaban de vivir bien y de que vivieran todas sus mujeres. Tanto era así que los beneficios del comercio de pieles habían rápidamente aminorado. Los colonos llevaban una vida alegre, descuidada, extravagante… Al menos tal se decía. Las distinciones de clase eran muy rígidas y se observaba en gran parte mucha de la pompa y ceremonial de los círculos cortesanos y eclesiásticos de Rusia. Oficiales del ejército y la armada imperiales ofrecían frecuentes recepciones en sus casas y los enviadas personales del Zar, como el general Vorachilov, frecuentemente presidían espléndidas fiestas y magníficos bailes en la ciudadela construida por Baranov, el férreo gobernador de los primeros días.

Brillantes y coloridas eran aquellas ocasiones. Centelleaban las charreteras de oro, las anchas cintas y las condecoraciones de los hombres, así como las joyas y los elegantes vestidos de las mujeres. Éstas procuraban usar las últimas modas europeas y, como consecuencia, Sitka se había afamado por sus beldades de blancos hombros tanto como por las campanas fabricadas en sus fundiciones. ¡Dulces campanitas de misión, que luego resonaban en la mitad de los templos de Hispanoamérica!

También, sin duda, sería una curiosa experiencia para la condesa Vorachilov conocer a un americano, pirata de pieles. ¡Un ladrón del mar con los brazos cargados de rosas!

¿Qué diría la condesa si supiese quién era él en realidad y el precio que el general Vorachilov había puesto a su cabeza?

Clark sonrió al pensarlo. Pero estaba dispuesto a contarlo si la dama se mostraba altanera.

Empero, no procedería así con Marina Selanove antes de mostrarle que él no era el rústico que ella podía pensar. Anoche —díjose Clark— se había conducido malamente y lo avergonzaba la idea de haber puesto a la joven en contacto con mujeres de vida turbia.

En eso, Clark era muy estricto. Acaso lo debiese a su sangre neoinglesa, que le hacía sentirse un rígido sostenedor de su ascendencia puritana. En cualquier caso Clark se adhería pueril e inconscientemente a la idea de que en el mundo existían dos clases de mujeres: aquéllas con las que los hombres se casaban y aquéllas con las que se divertían, si los hombres tenían ganas de divertirse. De las primeras, Jonathan tenía muy poco conocimiento, pero de las segundas, gracias a los cielos, tenía el bastante para tratar con ellas como lo que eran. Sin causarle daño alguno, podían portarse con él como muchachas muy amables.

A su llamada a la puerta respondió el cortés Pavel Suchaldin. La condesa había salido con su acompañante. Si el capitán deseaba esperar…,

Advirtiendo la presencia de Marina Selanova, el capitán manifestó que con mucho gusto aguardaría…

Al ver las rosas, la joven lanzó una exclamación de placer, y cuando él se las entregó, Marina enterró su semblante en ellas.

—Tanto tiempo llevamos viajando —explicó— que se me había olvidado que en el mundo hubiera flores. Porque aquí no hay más que fango, fealdad y ruido.

—Y oro.

—Sí, oro —respondió ella—. Pero no belleza y dulzura.

Estando usted aquí y mirándome a los ojos, ¿cómo puede usted sostener eso?

Y Clark se volvió a Suchaldin para que él corroborara sus palabras. El ruso permitió que una sonrisa suavizase la gravedad de su faz. La muchacha hizo un mohín.

El cumplido de Clark, o la forma en que lo realizó, pareciera disminuir un tanto las barreras de la mutua reserva que reinara hasta entonces. El visitante se sintió más dueño de sí.

A la sazón advertía que Marina era todavía más encantadora que cuanto se lo pareciera la noche anterior. O quizá su encanto le era tan poco familiar, que a cada nuevo contacto con ella, su atractivo crecía ante sus ojos. Porque Clark casi había olvidado muchas cosas: la cultura de Marina, su inconsciente dominio de sí misma, su refinamiento…

Marina tenía el cabello casi negro y tan fino que se rebelaba a toda constricción. Sus ojos eran pardos y límpidos como los de una gacela. La nieve de Alaska no era más blanca que su piel. ¡Cuán flexible y esbelta la habría sentido Clark entre sus brazos! El sencillo vestido que llevaba la joven no lograba disimular el encanto de su figura.

Clark se moría de deseos de informarse de algo acerca de aquellas gentes, pero a su curiosidad excedía la de la joven. En pocas palabras, el capitán dio una corta y discreta reseña de su personalidad. Se dedicaba, dijo, al comercio de pieles y acababa de retornar de un viaje largo y arduo, pero provechoso.

Añadió que ningún asunto especial lo había llevado a Sitka. Poca idea podía dar de tal lugar a la joven, salvo que se alzaba en el fondo de una bellísima bahía salpicada de islas. La rodeaban verdes selvas y le servían de fondo majestuosas montañas, cuyas cimas estaban cubiertas de nieves perpetuas. Hasta que surgió la ciudad de San Francisco, enloquecida por la fiebre del oro, aquel puerto alaskeño había sido, durante generaciones enteras, el principal de la costa septentrional de América:

—Veo —opinó Marina— que Sitka debe de ser algo muy superior a esta población.

Suchaldin apuntó:

—San Francisco es una ciudad muy joven. Más joven que tú misma. Ya adquirirá cultura y dignidad. Quizá llegue a rivalizar con Sitka.

Clark lo miró con curiosidad. El hombre hablaba sinceramente. La mujer también. Era obvio que se hallaban abismalmente ignorantes de la verdad acerca de la vasta posesión colonial de su país. Sonrió para sí, pensando en la sorpresa que les aguardaba.

Notó entonces que, por primera vez desde que entrara, había separado su rostro de la faz de Marina.

¡Ea, ya podía permitirse el lujo de ser más rudo! Probablemente sería aquella la última vez que iba a ver a la muchacha, y deseaba llevarse de ella una duradera imagen.

Un instinto de sinceridad le impelía a defender a aquella ciudad incipiente contra la acusación de completa ordinariez y absoluta falta de distinción. Relató, pues, la breve historia de la población, que podía remontarse al reciente descubrimiento de los yacimientos de oro. Explicó cómo, de la noche a la mañana, sobrevino un hacinamiento de barracones y tiendas de campaña poblados por hordas de buscadores de fortuna que acudían desde las llanuras en carromatos entoldados, o atravesaban los pantanos de Darien, o llegaban en buques de las más distantes partes del mundo. Tan loco había sido el impulso que arribaban gentes hasta en barcos inapropiados para hacerse a la mar, todos llenos hasta las bordas; y aun arribó una partida de emigrantes, desde Oriente, metidos en un antiguo junco chino.

Fondeaban los buques, y los pasajeros y tripulantes los abandonaban inmediatamente. Los cargamentos se echaban a perder por falta de mano de obra que los transportase a tierra, y así, la rada se iba convirtiendo en albergue de una escuadra fantasmal cuyos cascos se pudrían unos junto a otros. El viento gemía lúgubremente en sus cordajes. En tanto que la ciudad se desarrollaba entre un tumulto de gritos, aquella flota permanecía silenciosa y sin vida. Sólo la animaban los abundantes ejércitos de ratas que proliferaban con una rapidez que superaba a la de la población misma. Alcanzaban un tamaño y una ferocidad monstruosos y, finalmente, rebasando los buques, pasaron a tierra; invadieron la ciudad y aun atacaron a las gentes.

Marina se estremeció.

—¡Qué horror! Si la condesa oyera algo parecido no podría volver a cerrar los ojos en mucho tiempo

Clark prosiguió explicando que la ciudad había ardido hasta los cimientos repetidas veces, pero fue siempre reedificada. Los huevos traídos desde Nueva Inglaterra se cotizaban a dólar, las botas a cuarenta, el agua potable se vendía por cubos y las drogas heroicas eran casi inconseguibles. Pasó a describir las ilegalidades y crímenes de que la ciudad había logrado librarse al fin.

—Está claro —convino Clark—, que no es absoluto, pero todo ha variado y empieza a existir en la vida de San Francisco cierta fiscalización. Hoy, tal como la ciudad es, constituye un monumento al valor y determinación de sus fundadores. Hay un algo heroico y sublime en una fe tan inquebrantable. Nosotros somos gentes impetuosas, siempre apresuradas y prestas a buscar y desafiar lo imposible. Me atrevo a afirmar que llegará día en que San Francisco sentirá avidez por la cultura, belleza y refinamiento que usted echa tanto de menos y que está substituida por la insana apetencia de oro. Entonces San Francisco logrará las dimensiones morales que merece y sabrá no perderlas. No se contentará con nada, sino con lo mejor, lo más grande y magnífico de cuanto exista en toda la Cristiandad. Así llegará a ser San Francisco. Lo presiento.

La atención con que la muchacha parecía beber las palabras de Clark, embriagaba literalmente a éste.

—Lo ocurrido en San Francisco —continuó— significa poco en comparación con lo ocurrido a las gentes que lo crearon. ¡Incendios! Todo hombre, en su mejor manifestación, es una llama viva e inextinguible. Un incendio no es nada, sino un cambio físico, una transformación, algo que a veces les pasa a las cosas. Mientras los hombres hacemos obrar a las cosas estamos desempeñando nuestros papeles, pero si dejamos que las cosas se nos impongan, podemos darnos por derrotados… No sé si me explico bien, pero entiendo lo que digo.

—Ya veo —opinó Marina— que es usted uno de esos hombres que desean que ocurran cosas. Uno de los que provocan incendios…

Se levantó al percibir un rumor en el cuarto contiguo.

—Ya ha venido la condesa —manifestó—. Voy a avisarle de que ha llegado usted.

Momentos después retornó con la condesa y la presentó a Clark. La aristócrata resultó ser formal y rígida. Examinó al visitante como si quisiera medirlo internamente, sin duda en el esfuerzo de conciliar su apariencia exterior con algún juicio preconcebido.

—No se parece usted a ninguno de los capitanes que conozco —empezó, como si desaprobara a Clark. —Todos suelen ser más viejos.

—Mi barco es muy pequeño. Casi no merece el calificativo de barco —bromeó él.

Su voz y sus modales parecieron conturbar a la condesa. Luego sus ojos se fijaron en las rosas y su sobresaltada mirada se dirigió a Marina.

—¡Flores! ¡Qué inesperada cortesía!

Y se inclinó fríamente.

—-Tengo entendido —dijo Clark— que están ustedes en ciertas dificultades, y deseo explicarles el porqué de mi imposibilidad de servirles.

—Usted dirá.

—En mi buque no hay acomodos adecuados. Es una mera goleta de carga. Mi tripulación ha llevado mucho tiempo en el mar y desea tiempo libre para divertirse. Aunque quisiera, me sería imposible reunirlos ahora.

—Claro, claro… En esta horrible ciudad todo parece cosa de locura. Bien, ya procuraremos arreglarnos de otro modo.

La condesa no había manifestado su decepción en lo más mínimo. Clark se sentía seguro de que aquella mujer lo despreciaba. Probablemente la habían ofendido las noticias de su orgía, o acaso hubiera oído malas referencias de él. Y, por comprensible que pudiera ser esto, disgustaba a Clark suscitar la antipatía ajena a primera vista.

Se despidió tan cortésmente como le fue posible. Prodújole cierta satisfacción la expresión del rostro de la joven, que parecía casi implorarle pidiéndole mudamente perdón por el grave desdén de su compañera.

Si el gobernador Iván Vorachilov era tan fríamente adusto como su allegada, convendríale a Clark no caer nunca en sus manos. Y si la condesa constituía un ejemplar típico de la nobleza rusa, no era de extrañar que los súbditos del Zar le arrojasen bombas y más bombas…

La reunión de aquella noche no fue tan divertida como la de la anterior. Así, pues, hacia las doce, Clark invitó a un par de sus más lindas huéspedes a ir a jugar con él. Era una experiencia nueva visitar los lujosos garitos californianos. Divirtiose mucho. Sólo le conturbaba la idea de pensar en cuánto mejor rato hubiera pasado si a su vera tuviese a Marina Selanova.

Procuró beber hasta el punto de ponerse en tal estado que le cupiera tomar por Marina a una de sus compañeras. Pero cuanto más se embriagaba más persistentes se tornaban sus añoranzas de Marina.

Y, para enojo suyo, aquellos sentimientos no duraron sólo un día, sino hasta quince. Lejos de disminuir, aumentaban. Varias veces halló Clark a la joven rusa, pero siempre en compañía de la condesa, lo que le forzaba a limitarse a saludarlas quitándose el sombrero. Marina sonreía, mas en la expresión de la otra mujer se pintaba una expresión glacial.

Y de pronto, la suerte lo favoreció. Subiendo un día las escaleras del hotel, de tres en tres peldaños, como de costumbre, estuvo casi a punto de tropezar con la muchacha. Parose, con sus ojos al nivel de los de ella, que bajaba, y repentinamente se sintió ofuscado por el deseo. Tuvo la singular impresión de que era otro hombre el que preguntaba a Marina si iba acostumbrándose a San Francisco, si la condesa se hallaba bien y si ellas dos y sus compañeros pensaban partir pronto.

Entre tanto pensaba que sus muchas disipaciones estaban rindiendo sus resultados lógicos porque al hablar le faltaba el aliento.

La respuesta de Marina fue clara. San Francisco la hastiaba. La condesa estaba frenética. Y respecto a su marcha, ¿quién sabía cuándo se harían a la mar?

Inmediatamente, Clark oyó a un desvergonzado extraño que era él mismo, invitar a la joven a ir a comer con él y acompañarlo al teatro. ¡Qué desvergüenza! Naturalmente, tenía que pasmar a la muchacha, quien, sin embargo, sabría encontrar palabras de cortés negativa. ¡Oh, el equilibrio y la ecuanimidad de aquellos extranjeros bien educados! Ella acertaría a frenar al truhán y, a la vez, no dejaría de efectuarlo con expresiones amables.

Pero lo que Marina dijo fue:

—Gracias. Me complacerá mucho aceptar.

Clark dominó el impulso de advertirle que ninguna mujer honrada de San Francisco consentiría en dejarse ver en público con él.

Por el contrario, preguntole qué clase de función preferiría. ¿Ballets americanos? No existía nada semejante. ¿Obras de Shakespeare? Tampoco. ¿Conciertos? Se desconocían. San Francisco vestía sus mejores galas cuando Lola Montes o Lotta Crabtree acudían a la población. En fin, si ella lo deseaba, él se atendría a su propio criterio.

Cuando entró en las habitaciones que le servían de sala, dormitorio, salón y bar, Clark se precipitó corriendo hacia la alcoba, echó a un lado bastón y sombrero y apresuradamente se aproximó al armario v manoseó sus ropas para cerciorarse de que no le faltaba detalle alguno. Lo menos que podía hacer era ataviarse como un caballero.

Le pareció casi una indecencia vestir con Marina las mismas ropas que había usado para acompañar a otras mujeres. Pero no había tiempo para encargarse un traje nuevo y, además, nada que se procurase sería lo suficiente valioso para ella.

5

La condesa Vorachilov paseaba, muy agitada, por su aposento.

—Si no me escucha a mí, ¿crees que Marina te hará a ti caso alguno?

La dama dirigía esta pregunta a Pavel Suchaldin, que a la sazón, mordiéndose los bigotes, fijaba en el suelo su turbada mirada.

—Ninguno —siguió la condesa—. No entrará en razones. Hace mucho que ha perdido la chaveta.

—La culpa es mía —dijo el hombre—. No debí permitirle conocer a ese individuo.

—Tan mía es la responsabilidad como tuya. He rogado, he discutido, he amenazado, pero ella se ha mantenido sorda a todo. Mis palabras no hacen sino enfurecerla. Te aseguro que parece presa de fiebre. Tiene los ojos como en otro mundo y por la noche no logra conciliar el sueño. Se pasa la mitad de las noches paseando por su cuarto y escuchando las risas de las gentes que se hallan en las habitaciones de Clark. Y dijérase que se exalta, que se enfurece por no poder estar allí…

—Yo no soñé siquiera que pudiera ocurrir cosa parecida. Debes insistir en permanecer a su lado todas las noches, sin dejarla separarse de tu lado un momento.

—¿Insistir? Pues ¿qué es lo que vengo haciendo? Pero es inútil. Aquí privan otras costumbres. Y ella se atendrá a las americanas. Te aseguro que ha perdido el sentido. ¡Todos los sentidos! Pasa horas arreglándose el rostro. Ya ves con qué resultado. ¡Espantoso! La misma Lily ha querido argüir con ella. ¡Nada! Tengo la premonición de que a esta muchacha va a sucederle algo horroroso.

Pavel respondió, con voz bronca:

—Es tan testaruda como su padre. Tan resuelta como él. Hoy, hallándose como se halla, no me atrevo a decirle cosa alguna, pero mañana, entre Piotr y yo procuraremos…

La condesa aplicó el oído en dirección al salón y murmuró:

—¡Chist! No conviene que Marina nos oiga. Más vale que te vayas.

Él, levantándose, salió de puntillas mientras la condesa asumía la típica posición de un espía.

* * *

Cuando Jonathan Clark reparó en el aspecto de su invitada, se le cortó la voz. Nunca la había visto sino sencillamente vestida, y por tanto, no se hallaba preparado para encontrarla como la encontró. Los encantos de la joven, hasta entonces sólo recatadamente insinuados, se revelaban ahora tanto como la última moda lo permitía. Vestía un exquisito traje de noche y exquisito era también todo lo demás que adornaba su persona.

Pero la admiración de Clark se trocó en desaprobación al pensar que si aquella muchacha hubiera querido emular a las mujeres que cada noche recibía Clark, no lo hubiera logrado mejor. Podría ello depender de la pintura, de los polvos, del carmín de los labios, o del hecho de que su vestido era más largo que el usual en las jóvenes de su edad. Y, sobre todo ello, Marina había asumido un talante audaz y de mujer de mundo que a él no le parecía adecuado. Marina se había… Bien, se había caracterizado en exceso.

Sin duda, Clark dejó revelar sus sentimientos, porque ella le preguntó:

—¿Qué le pasa? ¿No le agrado?

—¡Oh, sí! Pero me deja dejado usted sin resuello.

Examinó ella, con crítica expresión, su aspecto en el espejo, mirose por detrás y por delante y se dio unos retoques en el peinado.

—¿Acaso soy menos atractiva que sus amigas? —preguntó—. Si usted aprueba el aspecto de ellas, ¿por qué no aprueba el mío?

—¿Aprobarlo? ¡Dios mío! Lo que sucede es que no es usted como ellas.

Marina persistió, empezando a enojarse:

—Veo que no le gusto.

—¡No, no se trata de eso! —exclamó él—. Pero me desconcierta el hallar a una persona extraña. Recuerde que sólo la he visto muy pocas veces y nunca ataviada así. ¿Está bien la condesa?

—No, está en cama con una fuerte jaqueca.

Sobrevino una pausa algo forzada, que Clark interrumpió diciendo:

—¿No convendría que nos acompañase una señora? Yo esperaba que su tía… Porque ese es el procedimiento correcto, ¿verdad?

—En ese caso, ¿por qué no la invitó a ella? —replicó Marina.

Empezaba a enojarse de veras, y Clark sintió pánico cuando la muchacha continuó:

—Si lo correcto es llevar una compañera, ¿por qué no la busca usted?

Él manifestó francamente que no conocía a ninguna capaz de servir de acompañante adecuada.

—Lo siento —concluyó—. Fue imperdonable no advertirlo. Perdone esta torpeza de un tosco hombre de mar. Tanto me deleitó su aceptación, que desde entonces he vivido como en una bruma.

Clark sudaba literalmente. Tan sincero era su embarazo y su turbación tan palmaria, que la joven acabó sonriendo.

—Bien, bien. Es usted sincero. Yo también lo soy. Ésta es una ciudad rara y enloquecida, donde las gentes hacen lo más inesperado y donde nada sucede al igual que en el resto del mundo. Pero no por eso echemos a perder nuestra cita, capitán.

Entregó su chal al marino, que envolvió con él los relampagueantes hombros de su compañera.

Y así comenzó una noche llena de contradictorias emociones. Tanto que Jonathan Clark no había de poder olvidarla nunca. Su afán de exhibicionismo lo había impelido a elegir una mesa en un lugar muy prominente y a dar minuciosas instrucciones en cuanto concernía a la decoración y el servicio. La dirección del hotel, tomando las instrucciones al pie de la letra, consiguió dar una plena demostración de la jactancia y mal gusto del cliente.

Y no fue ello lo peor. Muchos de los clientes del Occidental conocían la manía invitatoria de Clark y supusieron que a la sazón se encontraban ante una derivación de sus extravagancias. Y dieron también por hecho que el capitán, abandonando el círculo de sus alegres amigas, optaba por elegir una favorita. Sólo ello explicaba la forma en que las mujeres cuchicheaban y los hombres miraban a la compañera de Clark.

Unos cuantos debieron reconocer a Marina como una de las componentes del grupo ruso. Esto suscitó más abiertas especulaciones. Y a Clark no le agradaban los comentarios que, fuesen los que fueren, hacían al parecer las gentes sobre Marina y él.

Si Marina reparó en la impresión que producía, o si Calculaba bien su significado, ninguna muestra de ello dio. En la alegría de estar con la muchacha, Clark fue olvidando gradualmente sus aprensiones. Marina era una mujer de cerebro despejado, cándida, alegre, curiosa como una niña y, a la par, según Clark descubrió, más enterada de las cosas del mundo que cuanto pudiera suponerse. Le sorprendió informarse de que conocía varios idiomas. La mayoría de los rusos educados eran, desde luego, buenos lingüistas ; pero lo bien que hablaba la muchacha el inglés se debía principalmente a una bondadosa señora inglesa cuyo marido había tenido que permanecer en Rusia durante la guerra. Aquella dama se interesó mucho por Marina.

En varios sentidos el desastre de Crimea había sido conveniente para Rusia, Como resultado, el nuevo Zar, hombre de inclinaciones liberales, se manifestó partidario de introducir muchas mejoras sociales. Exigió que la justicia y la clemencia presidieran los tribunales, que las universidades abrieran sus puertas a más estudiantes y que se aboliera la servidumbre.

El pueblo acogía con júbilo estas medidas, pero las clases privilegiadas sentían auténtico y desatado horror hacia ellas.

—¡Si supiera usted lo que comentan! —concluyó Marina.

—Apuesto a que la condesa es también enemiga de las reformas.

Viendo la adusta expresión de Clark, Marina soltó la risa.

—Claro, claro. Pero no la juzgue demasiado a la ligera. Ha sido para mí como una madre y no ha escatimado en mi provecho ningún sacrificio. En todo caso a mí me agradaría que en Rusia existiese más libertad, como en Inglaterra.

—¿Y por qué no como en América?

La muchacha volvió la cabeza.

—No. En todo el Imperio Británico no existe nada parecido a California. Allí todas las cosas están bien asentadas. Reinan la ley y el orden. Aquí no veo más que fermentos, cambios, confusiones…

Clark, acostumbrado a la charla insulsa de la generalidad de las mujeres, se sintió disgustado cuando llegó el momento de dirigirse al teatro.

Había adquirido un palco entero, en este caso no tanto por ostentosidad como por asegurarse la oportunidad de platicar a solas con su compañera. La atención tornó a centrarse en ella y en él, por lo cual en lugar de exhibir a la muchacha fuera, entre acto y acto, el marino se limitaba a hablarle. Cada tema que iniciaba equivalía a un nuevo interesante descubrimiento. Mientras exploraba el ánimo de la joven, ésta le interesaba tan profundamente, que Clark no seguía para nada el desarrollo de la función.

Se trataba de una comedia melodramática muy cruda, de autores locales. A Marina le interesaban mucho los fragmentos de vida y costumbres que allí surgían. Cuando alguna cosa la dejaba desconcertada, apelaba a Clark y él le explicaba el significado de lo que ella no entendía. Y al cuchicheárselo, las cabezas de entrambos se juntaban. Era… maravilloso.

Corría el tiempo a una celeridad lamentable. Así, para alargarlo, Clark, cuando salieron del teatro, propuso ir a tomar un bocado en algún sitio. Ello —pensaba— aplazaría el momento de separarse.

Marina acogió con placer la indicación del joven

—¡Encantada! —aseguró—. He oído decir que la vida nocturna de esta ciudad no se parece a la de sitio alguno. Pavel me ha hablado de un local lleno de espejos que alcanzan hasta el techo y de espléndidos candelabros. Creo que su nombre es «Bonanza».

—«Bonanza» es una casa de juego.

—Ya lo sé. Y también que los clientes apuestan sumas enormes. Hay hombres y mujeres. Ellas, vestidas magníficamente. Y se toca y se baila.

—Ese lugar no es propio para una joven honesta. La condesa me haría arrancar la piel, y le aseguro que no es agradable sentirse desollado con un sable ruso.

—No sea usted absurdo. En mi país todo el que puede, juega. La vida nocturna de San Petersburgo es animada e inmoral. Sé jugar a la ruleta y me gusta mucho.

Clark miró, desaprobatorio, a su compañera.

—Las bellas y bien vestidas mujeres que, como indica usted, concurren a «Bonanza», van sólo porque son lo que son y para hacer embriagarse a los hombres.

—¿Y qué? Tengo la curiosidad de ver y conocer todas esas cosas. El lugar es soberbio y no creo que en él haya peligro alguno.

—Desde luego, no más que en cualquier otro punto de la ciudad a estas horas de la noche.

—¿Verdad —persistió ella—- que frecuenta usted ese local en unión de algunas de las mujeres que yo vi en su recepción?

Clark asintió.

—Entonces, ¿cree que mi compañía va a echarle a perder la noche?

—No. Pero si las gentes la ven a usted conmigo en un centro de esa clase pensarán… Bien, pensarán que es usted una como las otras.

—Lo cual es precisamente lo que queremos fingir. Puesto que soy una desconocida, ¿qué me importa lo que piensen los extraños?

Clark ayudó a la joven a subir al carruaje y dio la dirección del «Bonanza». Ya allí, mandó al cochero que esperase.

El crecimiento de la ciudad había sido tan veloz y desordenado que toda clase de edificios compartían la misma vecindad, ya fuesen garitos o iglesias, burdeles o Bancos. Por lo tanto, «Bonanza» se elevaba en una zona local tan respetable como cualquier otra. Resplandecía de luces y la empresa que la regentaba no había ahorrado gasto alguno en las decoraciones. Dorados techos aparecían sostenidos por columnas de cristal y los espejos de las paredes multiplicaban ópticamente el ámbito de las salas, ya vasto de por sí. Pinturas de mujeres semidesnudas añadían un toque exótico a la decoración general. Cada una de las ninfas resultaba ser una rolliza dama, bien alimentada de maíz, a la que el exceso de carne había hecho reventar las ballenas del corsé. Una de ellas se reclinaba lánguidamente en un lecho en desorden, otra reposaba a sus anchas en un rincón de la selva y una tercera debía pensar entregarse a una dieta vegetal, porque contemplaba una manzana que tenía en la mano, mientras una serpiente la miraba con simpatía. Había hasta otra docena de reproducciones de amazonianos tipos, recargados de carne y casi al desnudo.

El local estaba lleno. Había mesas destinadas a distintos juegos y en algunas de ellas enjoyadas mujeres apostaban, actuaban como mironas o llevaban la banca. Llegaba de un rincón escondido la música de una orquesta.

Mientras Clark se abría paso entre la multitud en unión de su excitada compañera, divisó a Cotton Mather Greathause ante el mostrador, convidando a bebidas a un montón de muchachas.

Había el marino dado por hecho que Marina se contentaría con una breve visita, mas ella lo pasmó anunciándole que se sentía hambrienta, sedienta, ávida de danzar y resuelta a probar suerte en el juego.

—¿No debe ser así? ¿No he venido aquí a divertirme? No soy ninguna aguafiestas. Esta noche procederé enteramente como una americana, y haré al pie de la letra lo que haga usted.

Finalmente Marina comió menos de lo que esperaba, pero bebió más, no porque experimentara en ello un particular deleite, sino para ponerse a la altura de las circunstancias. Con lo cual pronto se sintió en una situación muy agradable, pero también susceptible de despertar curiosidades harto molestas para quien la acompañaba.

Aunque tales atenciones no llegaran de momento a impacientar a Clark, éste procuró beber con parsimonia, para afrontar debidamente cualquier acontecimiento. Lo último que hubiera deseado era una pendencia en aquel lugar, a aquella hora y con tal compañera.

Y entonces, lo que más temía se abatió sobre él, y procediendo de una fuente inesperada. Cediendo a las insistencias de Marina la acomodó ante una mesa de ruleta a la que se sentaba el mejor público del local, y adquirió un montón de fichas para que la muchacha jugase. Había, entre los puntos, varios hombres de negocios de San Francisco, uno de los cuales, brillante y joven abogado además de comerciante, pasaba, por su prodigalidad, por uno de los mejores clientes del «Bonanza». Parecía tan sobrio y se comportaba tan correctamente tomo los que lo acompañaban, pero desde el primer momento se le notó sensible a los encantos de Marina.

Para entrar en conversación aprovechó la oportunidad de que ella jugase algunos de los mismos números que él. Cuando algunos tocaron, el abogado insistió en que Marina se quedase con todas las ganancias. Ella, demasiado excitada para darse cuenta clara de las cosas, se volvió a Clark. Todo se debía al mucho vino que la joven había bebido. Clark permitió pasar el primer tropiezo, pero al segundo dijo:

—Es mejor que nos vayamos. ¿No le parece?

Marina protestó. Había empezado a ganar.

—Las rachas de suerte hay que aprovecharlas.

El joven abogado asintió.

—Sería absurdo —dijo— dejar la mesa en un momento tan propicio.

—Quien hablaba a la señora era yo —observó Clark.

—Y yo le hablo a usted. La joven se divierte y se encuentra, por ende, en excelente compañía. Si tiene usted que marcharse, consideraré un honor acompañar a la señorita durante el resto de la noche, y…

Antes de que acabase de hablar, Clark le asestó una puñada que lo lanzó, tambaleándose, entre los brazos de sus amigos. Hubo movimientos y voces. Clark se dirigió al encargado de la mesa ordenándole:

—Cambie esas fichas en dinero.

Pero el hombre empezó a pedir socorro y pronto se provocó un loco tumulto. En medio de una confusión, protestaban airadamente los hombres y chillaban con voz aguda las mujeres. Otros clientes, a distancia, se empinaban sobre las puntas de los pies para ver lo que sucedía.

El hombre que sufriera el primer impulso de la ira de Clark había dejado de constituir un peligro, pero sus amigos se adelantaron amenazadoramente. Clark asió al primero que se acercaba, le hizo perder el equilibrio y lo lanzó contra los que lo seguían. El barullo llegó a su colmo. Muchos iniciaron la fuga.

El Carácter de Clark, nunca demasiado bueno, había escapado a la sazón a todo control. Experimentaba un salvaje deseo de darle plena libertad, mas la presencia de Marina lo colmaba de inquietantes aprensiones. Ya se hallaba a punto de tomarla del brazo y de emprender una ingloriosa y a la vez desesperada retirada, cuando oyó cerca una voz familiar. La de Cotton Mather Greathouse.

Surgiendo no se sabía de dónde —probablemente del mostrador— avanzaba con los brazos abiertos y gritando con voz estentórea :

—¡Reportaos, hijos de la iniquidad! ¡Temed a vuestro castigo! No ofendáis al hombre que ningún daño os ha hecho, ya que siempre gustó de vivir en paz su existencia. Pensad que el que escoja la violencia hallará la destrucción.

Había sobrevenido como una aparición y sus palabras resultaban tan impresionantes como su llegada repentina. Cesó el tumulto por un instante, mas muy luego un hombre dirigió un insulto al predicador, y entonces arreció el griterío.

Las maños de Cottonmoüth descendieron hacía sus caderas, echaron hacia atrás los faldones de su levita y reaparecieron empuñando sendos revólveres montados.

¡Atended a las palabras de Ezequiel!

Esta vez su voz sonaba cortante y amenazadora. Continuó:

—Yo os derribaré, hombres, y agujerearé vuestras mandíbulas. Pensad en el camino que tomáis antes de que yo llene vuestros vientres con plomo.

Mientras profería este aviso, se encorvó un tanto y su alargada faz, cada vez más despejada y atenta, examinó cuanto lo rodeaba, sin omitir rincón alguno. Parecía la encarnación viviente de una fría furia, de un inminente peligro. Así, el silencio que reinó otra vez fue algo más que una simple concesión a lo inesperado.

Porque aquel individuo tenía una contextura moral que parecía designarlo para ser un ángel exterminados Ningún hombre con los sentidos cabales hubiese osado exhibir un par de revólveres en un lugar donde la réplica a tal gesto era ordinariamente adecuada y rápida. Cotton se había convertido en objetivo de todas las pistolas, porque no había cliente que no fuese armado, ni empleado que no tuviera un arma al alcance de sus manos.

Para colmo constituía un sacrilegio, digno de pagarse con la vida, el perturbar la paz de una mesa de juego y profanar la austeridad de un pulido mostrador con el tacón de las botas, como Cotton en aquel momento hacía.

Los inmediatos al bar lo oyeron añadir:

—¡Lárgate, Jonathan! Yo me encargaré de estos imbéciles.

La tremenda tensión disminuyó cuando un boquiabierto mozo de mostrador lanzó un grito jubiloso y una incontenible carcajada.

—¡Ju, ju! —gritó—. Esta es la mejor representación inesperada que veo hace muchos años en San Francisco. Bájese con cuidado, párroco, y no me rompa las copas. Ahora pida lo que quiera. La próxima ronda es mía.

Cottonmouth miró al hombre. Extinguiose su expresión de furia, sonrió y volvió los revólveres a las pistoleras.

—Gracias por el uso de su púlpito —dijo—. Yo bebo whisky del país.

En un abrir y cerrar de ojos el ambiente, antes tenso y aterrorizante, se había trocado en un sainete que provocaba la risa de todos. En el «Bonanza» unas carcajadas se sucedían a las otras.

6

Jonathan Clark no esperó el final de la intervención de Cottonmouth. Lejos de ello instó a su atemorizada compañera a que saliesen del «Bonanza» y retornaran a su carruaje. Cuando se hubo acomodado a su lado, dijo con enojo:

—¿Qué? ¿Ya está usted satisfecha?

—¿He hecho algo malo? ¿Qué ha sucedido? —defendiose la joven.

—Quería usted venir aquí… Quería conocerlo todo… Ya le advertí que se había usted caracterizado como una moza de partido. No me extraña que aquel sujeto…

—¡Me asombra usted! ¡Claro que procuré parecer y actuar como una de las mujeres que usted dice!

—¿Para qué?

—Porque deseaba agradarle.

Aplastada por el peso de su decepción, la muchacha añadió, en un hilo de voz:

—¡Oh, Jonathan! Yo pensaba que a ti sólo te agradaban esas mujeres.

Rompió en lágrimas, y con gran confusión del marino, apoyó la cabeza en su hombro.

—No…, no haré nunca otra cosa semejante…

—¿De manera —dijo él, sosteniendo el tuteo— que todo esto lo hiciste deliberadamente?

La joven asintió.

—¿Y creías, en realidad…?

Marina volvió a asentir, sin dejarle terminar.

—¡Ea, ea! —murmuró él con una voz que ella no le oyera nunca hasta entonces—. Creo que eres casi tan tonta como yo.

Y la atrajo hacia sí.

Hacía mucho que nadie lo trataba de aquel modo. ¡Oh, la dulzura de tener tan próxima a Marina! Claro que las reacciones de la mocita se debían a los efectos del susto, porque sólo entonces comenzaba a darse cuenta de lo que había sucedido. Por otro lado el vino tenía mucha culpa de todo. ¡Pobre muchacha! ¡Qué trabajo debía de haberle costado representar un papel tan ajeno a ella! ¿Cómo él no había comprendido que estaba intentando desempeñar una farsa?

La joven temblaba. Como era obvio que no se hallaba en condiciones de volver todavía al Occidente, Clark ordenó al auriga que errase un rato a la ventura.

El vehículo daba tan recios tumbos sobre las desiguales calles de San Francisco, que Clark se sintió inclinado a advertir:

—¡Eh, patrón! Vamos a ceñirnos al viento. La señora se ha mareado y yo también. Ponga la proa a algún fondeadero y ancle.

Y anunció a Marina:

—Vamos a capear la tormenta aquí, si no te importa.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella—. Apenas recuerdo nada. Unos hombres cayendo al suelo, un grito…

—No te acuerdes de nada, y descansa, que yo te atenderé. Mira. Desde aquí contemplamos la bahía, hermosa bajo la claridad de la luna. Puesto que nada concreto tenemos que decirnos, ¿me permites contarte una historia? Una historia que se me agitaba en la memoria desde que te visité el otro día. La historia de una muchacha muy parecida a ti. Era española: la señorita Concepción Argüelles. Su padre había sido comandante de este puerto y probablemente ella estuvo más de una vez donde nosotros estamos. Todo esto mucho antes de que los americanos viniesen.

—¿Se parecía a mí esa mujer, Jonathan?

—Era…, era muy bella.

Clark notó que Marina se le acercaba todavía más.

—Era —prosiguió el marino— joven también, e inexperimentada, sin perjuicio de que tuviese una mente muy despierta y de que hubiera leído muchos libros.

—¿Y…?

—Todos los caballeros de California estaban enamorados de ella, pero como caballeros españoles, eran hombres de pelo en pecho y ella soñaba en los románticos donceles cuyos tipos había encontrado en las novelas.

—Ya.

—.Un día un barco extranjero llegó de Sitka y…

—¿De Sitka? ¿Acaso esa historia es verdadera?

—¡Hasta su última palabra! Pregunta por ella a cualquiera que haya vivido aquí lo suficiente para recordar una de tantas historietas locales. El barco de que hablé iba al mando de un tal Rezanov. Tratábase, el tal sujeto, de un gran personaje, chambelán del Zar e inspector imperial de la Compañía Ruso-Americana. Acudía en busca de informes idóneos para los ávidos colonos de Alaska.

»¡Y difería tanto del tipo masculino común en San Francisco! Hermoso, culto, hombre de mundo, persona de finos modales… Concepción lo amó desde que sus ojos se fijaron en los de él. La beldad de la muchacha cautivó a su vez a Rezanov. Así comenzó una famosa historia que no terminó bien. Fue como un chispazo que salta sobre pólvora mojada. Cosas de esas ocurren en ocasiones…

Clark notó que la muchacha se estremecía, como si quisiera manifestarle su acuerdo.

—Concepción —siguió Clark— debía de ser una muchacha maravillosa, así que no me asombra que Rezanov se sintiese fascinado por ella. Al parecer tanto le atrajeron las dotes de inmensa inteligencia de aquella mujer como su asombrosa inocencia y su completa sinceridad.

»Ella lo pasmaba con su hondo conocimiento de los asuntos europeos. A la vez hablaba a lo mejor con toda gravedad acerca de un niño recién nacido que las hadas habían depositado al pie de un rosal, en el jardín.

»Los dos se prometieron en matrimonio, pero no podían casarse, porque ella era católica romana y él pertenecía a la iglesia rusa. El uno era anatema para el otro. Los padres misioneros conferenciaron y llegaron finalmente al acuerdo de que semejante unión sólo sería válida si la sancionaban el Papa y el Zar.

»Los dos jóvenes estaban frenéticos de amor pero evidentemente no podían casarse sin que uno de ambos abjurase su religión. Y él y ella eran harto leales y devotos a sus creencias para efectuar semejante cosa. En Rezanov, además, hombre de carrera política, la religión constituía una parte vital de su porvenir.

»A su vez Concepción era muy voluntariosa. Se negó a renunciar a su amado. Éste prometió conseguir el consentimiento de su soberano y del Papa.

»Así llegó el día en que la llorosa joven contempló la partida del buque de su amado. Y cuando lo vio alejarse de la Puerta Dorada, sólo un consuelo le quedaba: la certeza de que volvería.

«Transcurrieron diez años. Veinte. Treinta. La fe de la muchacha permanecía incólume. A los treinta y cinco años se conoció el motivo de que Rezanov no regresara. Sir Jorge Simpson, gobernador de la Compañía de la Bahía del Hudson, visitó California, e informó a Concepción de que Rezanov había perecido mientras atravesaba Siberia a fin de solicitar el consenso del Zar para su matrimonio.

»Concepción terminó sus días en un convento, consagrada a obras de caridad… ¿Te agrada la historia?

No hubo respuesta alguna. Marina se había dormido. Parecía tan encantadora, tan pura, tan infantil como la muchacha cuya historia acababa de contar el marino. El sudor y las lágrimas llenaban su rostro. Clark sacó su pañuelo y suavemente enjugó las mejillas de la joven y trabajosamente le quitó el carmín y los polvos, dejándole limpios los labios.

Apoyó la mejilla en el cabello de la muchacha y miró paciente la bahía de San Francisco. Necesitaba pensar y siempre pensaba mejor cuando tenía ante él una extensión de agua salada iluminada por la luna.

* * *

Corría la tarde siguiente. Clark se hallaba en sus desiertas habitaciones mirando con desagrado los grotescos ornamentos y el mostrador, con sus inútiles bebidas. Se sentía de muy mal humor, porque su espléndida aventura de San Francisco estaba convirtiéndose en un lamentable fracaso. Durante varios meses la espera de una vida desenfrenada lo había mantenido, pero ahora esa vida le sabía ácida…

¡Y todo por culpa de una cara bonita! Todo porque una romántica muchacha rusa le había hecho entregarse a un capricho pasajero y trastornado su equilibrio mental. Pero él no tenía tiempo, ni deseos, ni capacidad para albergar emociones duraderas, y debía considerarse un idiota al pensar en Marina dos veces. Desgraciadamente no podía pensar en otra cosa. Aquello era bastante para indignar a un santo.

La noche antes, mientras su rostro descansaba en el cabello de Marina, había empezado a soñar. Un sueño fantástico, lunático, un cuento de hadas, como él se repetía a sí mismo. A sí mismo, porque había vuelto a ser el de antes. O si ello no era exactamente cierto, lo era que su mente se había despejado. Ahora pensaba con la cabeza y no con el corazón, ocurrencia insana que diera origen a sus disparatadas fantasías.

Lamentable, muy lamentable que él no le hubiese explicado desde el primer momento quién era, para evitarse indecisiones…

Pero no. Había de continuar hasta el fin y desempeñar el papel de un cumplido caballero. Entre todas las perplejidades que pueden asediar a un hombre, ninguna odiaba él más que la indecisión. Era excepcional que cediese a ella.

Mas en aquel momento una parte de su naturaleza estaba en abierta guerra con la otra. Su fondo honrado, su conciencia, en la cual había últimamente pensado poco, chocaban con sus malévolos impulsos carnales, aquellos impulsos que Cottonmouth censuraba con tanta insinceridad. Era cosa muy fácil burlarse de las tentaciones, pero otra muy diferente resistirlas.

¡Ah, si al menos Marina hubiese sido la condesa! Cualquier hombre podía obtener honra en ser amante de una acaudalada noble rusa. Aquellas beldades impetuosas y poderosas solían darse los caprichos que deseaban, según él había oído. Y cuando se hartaban de uno de tales caprichos, los recompensaban enviándolos a Siberia. Pero eso le hubiese hecho pensar en algo, en vez de roerse las uñas, meditando como ahora

Marina era embriagadora en todos los sentidos de la palabra, pero despertaba en él impresiones diferentes a las usuales. El ansia de proteger a la joven, de escudarla, de amarla, de servirla. ¡Dios!

Sacudió una furiosa patada en una butaca tapizada. Después se dejó caer en ella y su mirada se perdió en el vacío. ¿Quién era él para soñar en el casamiento y en un hogar y en hijo? Aquella idea era absurda.

Las puertas de sus estancias estaban abiertas, como siempre, para denotar que no limitaba su hospitalidad. Un fru-frú de faldas anunció una visitante. Clark se levantó y vio, con sorpresa, a Marina.

Ella se sentía de manera muy análoga a la de Clark. Verdaderamente, pensaba la joven, aquella América ejercía un influjo peculiar sobre las gentes. Todas imaginaban que lo que más valía era no decir nada. Pero ella hablaría lo que quisiera. Clark debía de imaginar bien lo que había ocurrido en el departamento de la condesa.

Un motivo de sorpresa para Clark fue averiguar que Marina estaba irritada contra él. ¿Por qué? ¿En qué la había él afrentado? Al parecer nunca se había sentido la joven tan humillada. Pero ¿por qué había intentado desempeñar un falso papel? ¿Acaso no había pasado horas enteras estudiando y ensayando la manera de parecerse a las amigas del marino? ¿No había ella misma, con sus propios dedos, modificado su atavío para asemejarse a las pecadoras y conformarse a sus trazas impúdicas? ¡Sí, lo había hecho! ¿Y no era exacto también que subsiguientemente había bebido con él hasta llegar a su casa con la cabeza aturdida e insegura?

Todo ello era verdad. Y también que Marina parecía seguir embriagada. Mas él no podía juzgar ahora las cosas. Se sentía incapaz de apreciarlas. Estaba petrificado.

—No comprendo por qué… —empezó.

—A ninguna mujer le gusta que le digan que no tiene atractivos y que incita menos que cualquiera de las que pasean por las calles.

—¿Quién te dijo semejante cosa?

—¡Tú!—rugió ella—. ¡Y con esas mismas palabras! ¡Ni siquiera intentaste besarme!

Pasados unos instantes, habló:

—Eso es fácil de enmendar. ¿Sabes, hija, que has debido leer muchas novelas? —añadió Clark.

Y continuó más adustamente:

—Los hombres tenemos el derecho de divertirnos con las mujeres de cierta clase, mientras uno pueda pagarlo y sea libre de hacerlo, pero tú casi no eres todavía una mujer, y además no perteneces a cierto género de personas. Nada sabes acerca de mí y muy poco sobre ti misma. No hay que jugar con el amor.

—¡Otro sermón! ¿Quién eres tú para decirme lo que puedo o lo que no puedo hacer? ¿Soy algún animal o alguna persona falta de seso? ¿Es jugar con el amor asir la felicidad cuando pasa al lado de uno y retenerla aunque sólo sea durante una hora?

Clark dio unos cortos pasos por el aposento y se paró ante la muchacha.

—Escucha —dijo—, todo eso no es más que una manifestación de histeria de colegiala. Seguramente tú has hecho hasta ahora tu santo capricho y, además, yo debo ser distinto a los hombres que conoces. Lo cual, por supuesto, no redunda en mi crédito. Estás fascinada de momento. Crees hallarte enamorada. Lo mismo me pasa a mí. Pero ¿a qué cometer tonterías tú y hacérmelas cometer a mí de paso? Estamos a tiempo de separarnos sin daño para ninguno. Pero si esto continúa… —estalló—: ¡Si esto continúa, nunca podré vivir tranquilo! ¿Piensas, maldición, que soy de hielo?

—Jonathan… —musitó Marina.

Clark se puso pálido.

—No soy un hombre de los que se casa —advirtió, en un tono casi atemorizado—. No me casaré con ninguna mujer. ¡Nunca!

Dudó mucho de que la joven prestase la menor atención a sus palabras. El rostro de la jovencita tenía una expresión pensativa, mientras sus ojos húmedos lo miraban.

—Si no me quieres, me moriré… —se lamentó Marina,

Habían hablado mucho y dicho poco, porque de momento sólo les preocupaban las cosas que tanto les interesan a los enamorados: la luz de tus ojos, el timbre de tu voz, la fragancia de tu cabello, la dulzura de tus labios, el milagro de haberte podido encontrar Había sido un sacrilegio destruir el éxtasis de aquella hora perfecta refiriéndose a temas menos importantes. La cordura, el sentido común, el porvenir, podían esperar. De momento significaban muy poco.

—¿Mañana? —preguntó Clark, cuando se despedían en la puerta.

Marina asintió.

—Por supuesto. Y entre tanto prométeme no dejar de pensar en mí ni un solo instante.

—Lo haré.

La atrajo y la oprimió contra sí en una prolongada caricia de despedida.

—Yo soñaré contigo, Jonathan. A ti aquella dama española te parecía constante y sincera, pero mientras yo viva te amaré siempre…

Un intervalo. Y de pronto él le sacudió los hombros y la miró a los ojos.

—¿Qué es esto? ¡Te has dormido!

Los ojos pardos de la joven se abrieron y después se entornaron:

—Sí, acaso me haya adormecido un poco.

Y se apartó, sonriendo. Lentamente Clark dejó deslizar sus manos a lo largo de los brazos de la muchacha hasta que los dedos de los dos se tocaron. Otro momento, un largo momento, y la muchacha desapareció.

Tenía el rostro exaltado, las pupilas fijas en el infinito… Pero sus preocupaciones terminaron de repente cuando entró en sus habitaciones.

Su primera impresión fue que la sala estaba llena de hombres desconocidos, vestidos de uniformes oscuros, con brillantes charreteras y galones dorados

Todos se levantaron cuando ella cruzó el umbral de la estancia.

Es común aserto el de que la más larga de las pesadillas puede durar en el tiempo un instante tan sólo. La sobresaltada mirada de Marina, al fijarse en los allí presentes, le narró una completa historia, una historia para la que se hallaba desprevenida y que la colmó de disgusto hasta darle náuseas.

Los desconocidos eran cinco y vestían el uniforme de la armada imperial rusa. El más viejo, muy alto y digno, ostentaba una larga barba y tenía la cabeza tan calva como un bola de billar. Irguiose, juntó los talones e hizo una profunda reverencia, que sus apuestos subordinados imitaron.

Los cuatro compañeros de Marina estaban ya vestidos con prendas de viaje, y las maletas se hallaban preparadas. La primera en hablar fue la que todos llamaban «señora condesa».

—Querida Marina, permíteme presentarte al comandante Nickolaievich. Comandante, le presento a la condesa Vorachilov.

Siguieron más presentaciones, pero todos aquellos nombres eran meros sonidos para la muchacha. Cada uno de los oficiales se adelantaba hacia ella murmurando:

—Muy honrado en conocerla, condesa.

Se inclinaban, llevábanse a los labios la mano de Marina y notaban que tenía los dedos helados.

El comandante explicó:

—Sus cartas, condesa, llegaron con mucho retraso. Los correos siberianos son lentos, y para colmo las valijas se demoran en Petropavlosk. A su vez Su Excelencia temía, y al parecer con justa razón, que usted se encontrase atascada aquí. Reciba usted en su nombre sus excusas y la certeza de su devota acción. Mucho le disgustará conocer los inconvenientes, incomodidades y contratiempos que ha atravesado usted. La señora Selanova nos lo ha explicado todo. Pero ese todo, al fin, ha terminado. ¡Loado sea el cielo! Ya está usted segura y entre los suyos y en Sitka le espera una recepción calurosa.

La condesita musitó unas palabras de agradecimiento. Sus ojos, volviendo a reparar en los preparativos de marcha, se ensancharon mucho. Dirigió una mirada suplicante a la Selanova, pero ésta apartó el semblante y dijo:

—Todo está listo, querida. Lily ha dejado fuera un traje de viaje y…

Pavel Suchaldin interrumpió, nervioso:

—El buque está presto a levar el ancla, y a bordo se encuentran nuestros baúles. Ya he pagado la cuenta del hotel. Cualquier nueva dilación aumentaría la inquietud de tu tío, condesa. Y también sería cosa molesta para el comandante Nickolaievitch.

—Perdonen un momento —dijo Marina.

Los oficiales de marina se inclinaron ante ella viendo que se dirigía a la puerta de su alcoba. Vacilaron los pasos de la muchacha y hubo de sujetarse al picaporte para no caer. Una repentina ceguera la invadía.

La Selanova corrió a ayudarla. Las dos cruzaron la puerta, que inmediatamente se cerró a sus espaldas.

7

Cottonmouth se sentaba en el brazo de un butacón y se pasaba las manos en torno a las huesudas piernas. Tenía los pies colocados donde debiera haber tenido las posaderas. Siempre practicaba la costumbre de encaramarse en cualquier cosa que se pareciera, por remotamente que fuese, a la borda de un buque. Clark, entre tanto, estaba afeitándose.

—Ya te has dado tres pasadas en una mejilla—dijo el piloto—. ¿Qué le pasa a la otra?

Clark, rezongando, comenzó distraídamente a templar la navaja.

—Como te iba diciendo —continuó Cottonmouth—, lo he examinado perfectamente en todas sus partes. Está en perfecto estado, salvo una ligera vía de agua

Clark miró a Cotton con asombro.

—¿De qué diablos piensas que hablo? —siguió el marino—. Me refiero al «Hermana Peregrina». Hace un momento te decía que la había hecho poner a punto para zarpar, pero tengo para mí que no me has entendido.

—¿Por qué has preparado el buque tan pronto?

—Porque la mayoría de los tripulantes desean volver a bordo. Ayer vinieron los Tucker literalmente hechos polvo. No sé qué amable caballero les propuso hacerles conocer un entretenimiento local llamado el rondó, el cual les pareció tan simple como ellos al buen hombre. En fin, tú sabes que ese par de muchachos son los mejores gavieros de New Bedford, y por lo tanto no nos conviene perderlos. También ha vuelto Amos Worthington. En mal estado. Al parecer una individua le echó en el whisky lo que él presume que debía ser sosa cáustica. Sería también lamentable dejarlo libre. Podría otra vez entregarse a los caminos del desafuero, o bien ocurrir que diera con expertos malhechores que se hallasen en un momento de arrepentimiento y le aconsejaran. Porque has de saber que esta ciudad se halla infestada de insidiosas influencias en pro del bien. Por lo tanto no seré yo quien siga esas malas veredas. Mucho tiempo en tierra es mala cosa para un marinero.

Como Clark no hiciera comentario alguno, el flaco piloto continuó:

—No tienes más que mirarte en tu espejo. Anoche no dormiste nada. ¡Bien se te nota! Estás blanco como el vientre de una platija y tienes los ojos inexpresivos como las ventanas de un gallinero. ¿Qué te parecería si nos hiciésemos a la mar, rumbo a Méjico, hasta que decidiésemos volver al norte? En el intermedio seguramente hallaríamos algún trabajo ilícito que hacer.

—Por ahora no deseo volver al norte —manifestó Clark.

Se levantó y se comenzó a anudar la corbata con meticuloso cuidado.

Cottonmouth aguardó un momento y después prosiguió:

—‘Pues a dónde vamos a ir con la certidumbre de obtener provecho?

—No sé. Acaso a las Islas… Presumo que no faltarán lugares donde podamos ganarnos honradamente la vida.

—Ciertamente. En las Islas abundan los mariscos y el «Hermana Peregrina» haría un buen buque marisquero. ¡Y qué buen papel harías tú allí, con tu espléndido guardarropa recién comprado! ¡Qué papel harías, repito, tan bien vestido y con una canasta en cada brazo pregonando: «¡Camarones vivos de hoy!»

Clark interrumpió:

—No me gustan tus bromas. ¿Quién demonios te imaginas que eres?

Los dos hombres se midieron con la mirada. Clark con una hostilidad repentina; Cottonmouth con una afable gravedad insólita en él. Ya no había en su aspecto jactancia, fingimiento ni burla.

—Soy —dijo— Cotton Mather Greathouse, un compañero tuyo, que desea tu bien, Jonathan. Un hombre que se disgusta viéndote disgustado. Y qué se disgusta más aún cuando teme que tu disgusto puede aumentar.

—¿Sí? Pues todo me lo merezco. Estoy dispuesto a afrontar cuanto suceda.

Clark se ajustó la levita a los anchos hombros y echó mano al sombrero de copa.

—Espera un momento —dijo Cottonmouth.

Saltó de su asiento y añadió:

—He estado reuniendo todo mi valor para contarte algo que tú no sabes…

—No me cuentes nada —respondió Clark—. No me gustan los consejos ni los sermones.

—Escucha, sin embargo, Jonathan. Anoche vi en el puerto algo que tú y yo hemos visto muchas veces en nuestras pesadillas. Un barco ruso, con el pabellón de la armada del Zar. Atracó en el muelle Connell. Y esta mañana ha zarpado.

—¿Zarpado? —murmuró Clark, sin comprender aún—. Y eso, ¿en qué nos atañe?

Abrió los labios, como para seguir hablando, y luego se lanzó hacia la puerta. Cottonmouth lo siguió con el tiempo suficiente para verlo cruzar el vestíbulo a toda prisa. Un momento después Cottonmouth oyó golpes lejanos en una puerta, y en seguida el fragor de madera rota.

La puerta que comunicaba con las habitaciones de los rusos pendía, quebrada, de sus goznes. Y dentro sonaba la voz de Clark gritando:

—¡Marina, Marina!

Cuando volvió parecía enloquecido.

—Ea, más vale que te serenes y vayas a tu habitación —le aconsejó Cottonmouth—. Yo pagaré abajo los daños causados. También veré si hay algún recado para ti.

* * *

Durante las siguientes semanas Jonathan Clark se convirtió en una figura popularísima en la mayoría de las tabernas y garitos de San Francisco. Y a no mediar su reputación de gastador y dadivoso muchos establecimientos le hubieran cerrado las puertas.

Porque aquel hombre había cambiado. Seguía vistiendo impecablemente, mantenía su talento señorial y dilapidaba el dinero, pero sus maneras resultaban inciertas y nunca se sabía si iba a proceder con corrección o provocar un tumulto En ocasiones se mantenía apartado y apenas saludaba a sus conocidos, mas otras veces se dedicaba exclusivamente a beber y alborotar. Y como tenía la constitución de un toro, sabía dominar el alcohol y no dejarse dominar por él.

Frecuentaba por igual los locales de peor y de mejor reputación. Celebraba ostentosas reuniones en sus estancias, mas al fin acabó siéndole imposible reunir invitados. Porque aunque no procediese literalmente con grosería, las mujeres advertían su desdén y se sentían ofendidas cuando las trataba como a meras pupilas de los burdeles.

Y cuando, contrariando los buenos consejos que daba a los demás, visitaba los lugares de peor nota, se complacía malévolamente en molestar a los parroquianos y a los propietarios. Le gustaba herir sus sensibilidades, como hiciera Con Juan Sincero Brennan el primer día que lo conoció.

Andando entre tales compañías, era frecuente para todos hallarse metidos en pendencias que no esperaban. Y si él y sus hombres salían con bien de aquellos conflictos, no lo debía a su tacto ni a su audacia. Debíalo a Cottonmouth, que se había arrogado, discretamente, el cargo de compañero inseparable de su jefe. No bebía con Clark ni lo estorbaba con su presencia. Además hubiera sido un mal compañero, porque había perdido el gusto por la bebida y no le gustaba derrochar palabras; y hasta parecía dejar de complacerse en citar párrafos de las Escrituras

Así, con su grave atuendo, su rostro lúgubre y su sombrío aspecto de desaprobación para todo, parecía simbolizar el concepto estético de un fanático a machamartillo, de un aguafiestas incorregible. Y hubiera quedado en ridículo o provocado la burla de los clientes de las tabernas de la ribera a no mediar cierto temible aire fanfarrón que lo acompañaba, y las dos pistoleras pendientes de su cintura.

Aquel espionaje de su amigo, por discreto que fuera, había molestado a Clark al principio, pero hubo de terminar resignándose a él. Cottonmouth lo seguía siempre y, al parecer, no le importaba dormir o no. Con todo ello el Hombre de Boston se acostumbró a andar con dos sombras en lugar de una.

Pero contrariando las generales suposiciones, no bebió hasta el punto de alcoholizarse irremisiblemente.

Y llegó al fin el día en que él y su turbulenta tripulación cruzaron la Puerta Dorada y embarcaron en el Hermana Peregrina con rumbo a las islas del norte, apenas registradas en los mapas, y a los brumosos misterios del mar de Behring.

* * *

La Costa de Alaska es muy prolongada y, por aquel entonces, hallábase casi inexplorada. Había allí innumerables bahías, caletas, centenares de escondidos refugios y millares de oscuros lugares sólo conocidos por los necesitados de escondrijo.

Con todo, los muchos contrabandistas que pululaban por allí habían de permanecer en constante alerta, porque las brigadas rusas de represión del comercio clandestino de pieles patrullaban de continuo, en barcos armados.

Cierto que, con la ayuda de los indígenas, era fácil para una nave veloz y bien patroneada, como el Hermana Peregrina, evitar el encuentro con los buques de propulsión a vapor de la escuadra rusa. La cual, empero, amenazaba con serios peligros, sobre todo en las inmediaciones de las Privilovs. Era imposible escapar de los vapores, si se acercaban, salvo a favor de una galerna; y burlarlos mediante diestras maniobras resultaba imposible, excepto en determinadas circunstancias.

Algunos contrabandistas, temerosos de correr semejantes riesgos, preferían el de saquear las naves de sus rivales. De manera que Jonathan Clark y sus hombres de Boston habían de llevar la vida de los centinelas de un campamento romano.

Al oeste de Yakutat, no lejos de la capital del Zar, el Hermana Peregrina avanzó lentamente hacia las Islas Aleutianas. En una factoría adquirió pieles conseguidas por los tramperos en invierno, pagándolas bien con los géneros que llevaba; en otro alquiló hombres para la caza de nutrias marinas y los llevó hacia los criaderos.

Cuando el tiempo lo permitía, los indígenas, en sus canoas de pieles, se acercaban a la nave, proponiendo contribuir a la tarea.

Con tiempo malo, Cuando el mar estallaba en espumosos torbellinos, dando contra las escarpadas costas de aquellas islas, los indios, con los hombres de Clark, patrullaban por las cercanías buscando caza.

Entre todos los animales terrestres y marinos no hay ninguno tan astuto, desconfiado y dotado de in increíbles capacidades de percepción como la nutría marina. Así, el atraparla requiere destreza, experiencia y osadía.

Las heladas galernas invernales se prolongan a veces largo tiempo, y durante interminables días las olas se estrellan, con monstruosa e incesante rabia, contra los arrecifes. En tales ocasiones las nutrias, hartas de combatir contra los elementos, acuden a tierra y se adormecen con la cabeza enterrada en la arena. Es entonces posible acercarse sigilosamente a ellas y matarlas a garrotazos, siempre que haya hombres capaces y dispuestos a afrontar los riesgos de tan remotos parajes. Porque esos peligros son de los mas difíciles de concebir.

Clark parecía complacerse arrostrando los peores albures. Conducía personalmente a los más recios de sus hombres a los arrecifes de las islas y a lo largo de sus helados bordes. Sin embargo, incluso tan azarosas expediciones solían resultar infructuosas.

Al regresar de una de aquellas expediciones, medio muerto de fatiga y con las manos vacías, Cottonmouth protestó :

—Bien está que te arriesgues yendo a cazar nutrias a palos, pero no debes poner en el mismo peligro las vidas de otros hombres blancos, sin necesidad.

—Eso no te importa —respondió Clark—. Yo me pongo en marcha y los demás me siguen.

—Porque les avergonzaría no acompañarte. Y por cierto que ya estás comenzando a hablar de que pongamos proa a Saanak.

—En Saanak y Cherniboor siempre se encuentran nutrias. Son los mejores criaderos de la costa.

—Y los más próximos a la cárcel también. Siempre están muy vigilados. Puesto que insistes en tirar de las barbas a los rusos, ¿por qué no desembarcas en la factoría del gobierno, en Kodiak? Y has de recordar, Jonathan, que nunca hasta ahora habías cazado nutrias a palos. /

—Y recuerda que tú tampoco, hasta ahora, habías osado criticar mis actos.

Más de una vez habían sobrevenido choques entre los dos hombres, porque Clark distaba mucho de ser el que había sido. Mostrábase sombrío, irritable y, con frecuencia, desagradable para todos. Pasaba horas enteras sin hablar a nadie. Cottonmouth toleraba tales extravagancias con paciencia insólita en un hombre que tenía, por su parte, un carácter sobradamente impulsivo.

Así, en aquella ocasión concreta, alegó:

—En el Libro de los Proverbios se lee: «Hijo, no alardees de no temer el castigo del Señor, ni seas insensible a sus correcciones».

El piloto hablaba sin ánimo alguno de molestar.

—Ya sé —añadió—, y los tripulantes no lo ignoran, que has pasado un mal rato. Pero ya sabes que a los marinos nos cuestan caras nuestras diversiones, y tú sacaste de lo que pusiste tanto como los que los demás sacaron de lo que pusieron. Ya habla la Biblia de los labios de miel de las mujeres. Y añade: «Apártate de la mujer y no vayas de noche a la puerta de su casa». Lo que yo interpreto en el sentido de que uno ha de olvidarse de las hembras y ser un hombre. No te será fácil olvidar, pero puedes conseguirlo.

Clark contestó, sin resentimiento alguno :

—Tú eres perro viejo, Cottonmouth. Siempre te he considerado un gruñón, un descreído, un rufián de cuerpo entero. Como yo. Mas ahora veo que tengo la especialidad de cometer errores a cada instante, como acabas de hacérmelo comprender. Eres un buen amigo, e ingrato sería yo si me ofendiesen tus amonestaciones. Gracias por el sermón. Acaso de ahora en adelante cambie nuestra suerte.

Y a la siguiente mañana el Hermana Peregrina levó anclas y puso proa al oeste.

* * *

Clark descubrió a Ogeechuk en el castillo de proa, inclinado sobre su abierto baúl marinero. Bajo el brillante sol el piloto tomaba el aire y se dedicaba a repasar sus escasas posesiones. Entre ellas Clark divisó un chal, varios pañuelos, cintas y joyuelas de bisutería barata. Entonces recordó que el buque se dirigía a la bahía de la Decepción, en cuyas costas tenía Ogeechuk su morada.

—Regalos para la familia, ¿eh? —dijo jovialmente Clark.

El piloto movió la cabeza.

—Son para Ahgoona. Ahora que soy rico voy a casarme con Ahgoona.

—Ya sé que es la muchacha más linda de los contornos. Pero para un hombre rico esos regalos son pobres. ¿Por qué no compraste más?

—Yo no gasto el dinero como los blancos. Los aleutianos somos gente pobre. A veces no hay nada que comer en el pueblo. Más vale que Ogeechuk tenga dinero y compre comida para sus paisanos que no que compre regalos para Ahgoona.

Clark hizo un signo de comprensión. Aquella muestra de solidaridad tribal era típica entre los indios del norte.

—Con todo —observó—, Ahgoona merece más que eso. Y creo que tú eres el hombre más rico a bordo. Espera.

Dirigiose a la toldilla y volvió al corto rato con un brazado de los mejores tejidos que había podido encontrar en las bodegas del buque.

—Añade esto al equipo de la novia —dijo—. Es una buena muchacha y tú la has hecho esperar demasiado.

El rostro de Ogeechuk permaneció impasible, mas sus manos acariciaron suavemente los inesperados tesoros.

—Soy un hombre bueno —aseguró—. Un buen cazador. Un buen piloto. No me gusta el juego…

Era obvio que el indio se consideraba poseedor de suficientes cualidades para ser dueño de Ahgoona.

—Cierto —convino Clark—. Y a ti, como regalo de boda, te daré la mejor carabina que haya a bordo, con un millar de cartuchos.

Acercose un tripulante y Clark le indicó:

—Ogeechuk piensa casarse. Di, a los muchachos que vamos a celebrar un gran festín en la bahía de la Decepción, siempre que la costa esté limpia de enemigos y que el sacerdote consienta en oficiar en presencia de gentes descreídas y al margen de la Ley.

—Celebro que vayas animándote, Jonathan —dijo el piloto—. Fácil es que ahora cambie nuestra suerte.

Ogeechuk entró en triunfo en su localidad natal. Casi antes de que el «Hermana Peregrina» largase sus anclas, hallose rodeada de una multitud de kayaks y bidarkas. Riendo y gritando, los ocupantes de las navecillas corrieron a bordo para acoger al triunfante héroe que regresaba a sus lares. Imponíales vivo respeto, y no era de maravillar, porque Ogeechuk a última hora se había ataviado con su traje de boda, esto es, con un uniforme de oficial de marina, con botones dorados y gorra de visera. Pocos instantes después depositaba sus tesoros a los pies de su prometida. Los hombres prorrumpieron en grandes gritos de admiración. Las mujeres chillaban y reían Aquel momento fue espléndido para Ogeechuk.

Cottonmouth, sonriendo, dijo al capitán.

—Tú has tenido tus días de gloria. Éste es el de nuestro segundo piloto.

—Yo no he tenido días de gloria, sino de vanagloria —corrigió Clark—, Y por lo menos a Ogeechuk le sienta bien la ropa que lleva, mientras yo no podría decir otro tanto.

Clark comprendía bien los sentimientos de Ogeechuk. También él hubiera deseado abrumar de regalos a alguien, enterrar a una mujer bajo sedas, pieles y joyas valiosas. Ese deseo había surgido en él repentinamente y crecido hora tras hora, hasta que sobrevino la desilusión.

Creía percibir el ruido de sus puños aporreando una puerta y el eco de su voz gritando:

—¡Marina, Marina!

Y así la seguía llamando cuando estaba a solas. Con un esfuerzo constante procuraba dominar el dolor que ella le había causado, y su esfuerzo era tanto mayor cuanto que él no comprendía por qué motivos la joven había deseado herirlo tan cruel e innecesariamente…

Resultó que la menuda, sonriente y marfilina Ahgoona no iba a ostentar sus galas, ni a casarse. Lo que fuera entusiasmo trocose en debate. Todo el grupo de lugareños se aproximó.

La iglesia, explicó Ogeechuk, estaba cerrada. Para castigar a los devotos habitantes por mantener tratos con los contrabandistas, el cura había sido llamado a Kodiak.

La situación era grave, mas el segundo piloto la daba por resuelta. ¡Bastaba que oficiase Cottonmouth!

La muchacha y sus padres se adhirieron fervorosamente a la idea.

Greathouse, por una vez en su vida, pareció turbado. Apeló, algo confundido, a Clark, pero éste te dijo que le dejara al margen de las circunstancias, a ser posible.

Cuando volvió el piloto, algún tiempo después, anunció:

—Aquí me tienes. Soy el alguacil alguacilado.

—¿Y has hablado así a esa gente?

—Sí. Les he explicado las discrepancias que existen entre la Iglesia rusa y otras confesiones cristianas. Dentro de lo poco que sé hablar en ruso, he conseguido hacerles comprender que un matrimonio solemnizado por mí haría bastardos a los hijos de los contrayentes. Y añadí que más vale vivir en continencia que en pecado.

—¿Por qué no has llevado las cosas adelante? —protestó Clark—. Ellos se hubieran sentido satisfechos y ningún daño habrían sufrido. ¿Verdad que serías muy capaz de hacer semejante cosa?

—Yo soy capaz de hacer cualquier cosa en la vida —confesó el piloto—, y la prueba es que me encuentro aquí. Pero he de advertirte que, según la ley marítima, en estos casos el capitán de un buque puede realizar los enlaces matrimoniales. Así que ¿por qué no casas a nuestros amigos?

—¡No! —exclamó Clark.

—Hum… Eres un contrabandista de pieles y el oficio no te avergüenza, porque te gusta. Yo hablo como predicador y hablo como tal por razones idénticas, esto es, la de que siempre divierte andar pisando hielo escurridizo. Con todo no me gusta resbalar en él y hundirme.

Al día siguiente del festín Clark llamó a sus hombres y les expuso sus planes. Se proponía continuar buscando nutrias marinas y comerciando en pieles hasta la primavera. Después se encaminaría a las Pribilov.

—Ya sabéis que el asunto es arriesgado —advirtió. —No quiero que ninguno de vosotros me acompañe contra vuestra voluntad.

—La estación es mala —dijo el veterano Silas Atwater— y no podemos regresar con las manos vacías.

Los demás concordaron. En consecuencia el Hermana Peregrina puso proa, entre brumas, a las Aleutianas, bañadas en lluvia. Era aquello como un viaje al país del, olvido. La cadena de húmedas, inhospitarias y feas islas, forman, con su millar de millas de recorrido de longitud, el archipiélago más difícil de conocer para los geógrafos. Pacientemente, entre nieblas y tormentas, el Hermana Peregrina navegó de rada en rada buscando los lugares donde antaño solían congregarse las nutrias marinas, en manadas de millares y millares, hasta que la avidez y la imprevisión contribuyeron a exterminarlas.

La primavera encontró al buque anclado ante una aldea del continente, en el mar de Behring. Allí les esperaban las densas nieblas que anualmente se hacinan en el norte y ocultan las islas Pribilov, privando al hombre de la más sorprendente visión de vida animal que puede ser conocida.

Un día de fines de junio el Hermana Peregrina, con su tripulación doblada por la adición de buen número de expertos cazadores aleutianos, reclutados en las aldeas próximas, salió de su fondeadero y se encaminó a alta mar. Había llegado el tiempo idóneo para la caza de focas y comenzaba otra gran aventura.

Dos mañanas después la goleta parecía navegar suspendida en un banco de nubes. Crujían los cordajes a cada virada y ese rumor y el de las aves marinas, anunciando con sus chillidos la proximidad de tierra, eran los únicos que llegaban a los tensos oídos de la tripulación. Hasta el último marinero permanecía alerta de continuo.

Uno de los indígenas fue el primero en oír el ruido de las focas, e hizo signo a Oggechuk, que iba a la rueda. A poco tornose enteramente audible un rumor vago que no tardó en convertirse en un extraordinario clamor. Aquel era el que otrora habían llegado a los tímpanos del navegante ruso que diera nombre a las islas. Tratábase de un lejano coro emitido por miles y miles de aulladoras gargantas. El clamor de las aves marinas iba en aumento. Los marineros prestaban oído, guardando por su parte atento silencio.

Poco a poco comenzó a distinguirse una larga playa en la que rompían las olas. Navegaba la goleta a impulso de una leve brisa. A su lado bogaba un umiak, con Jonathan Clark a bordo. Lo acompañaban una docena de remeros nativos. Cuando el barquichuelo se alejó de la goleta, no tardó en perderse en la penumbra gris.

Pasó una hora sin que se percibiera un solo sonido ajeno al del singular y extraño coro de las focas. Luego sonó una llamada en voz reprimida. Respondiose a ella, y a poco la baria indígena surgió entre la bruma y acostó a la goleta.

—¡Todos a tierra! —mandó la voz de Clark—. Tú quédate al mando del barco, Cottonmouth, y ruega a Dios que persista este tiempo, porque hay un bergantín ruso anclado en la bahía de los Ingleses.

8

La ciudadela se erguía sobre la roca de Keekor, que se alzaba a la orilla del mar. Desde ella se dominaban los techos de placa ondulada y los muros amarillentos de Sitka. Como los cuarteles y las residencias de oficiales, presuntuosos edificios de tres pisos, la ciudadela estaba construida de troncos de abeto desbastados y unidos entre sí con mortero. Desde la época de Baranov se había ampliado la fortaleza y a la sazón la rodeaba un ancho paseo desde el que una escalinata conducía a la ciudad.

Desde aquella altura la condesa Vorachilov contemplaba una perspectiva llena de naturales encantos, que más bien adivinaba que veía, porque sus ojos estaban extraviados y turbia su mente.

Hacía, algunos días que llegara de San Francisco. Los había pasado en sus habitaciones, alegando enfermedad y fatiga, para aplazar la inevitable entrevista a solas con su tío.

Pero ello no podía alargarse indefinidamente. Y las posibles consecuencias del caso gravitaban sobre ella tan abrumadoras como la decepción y el abatimiento que experimentara al avistar la ciudad de Sitka.

¡Pensar que había considerado aquel lugar como una sede del poderío ruso en el Nuevo Mundo y, por lo tanto, como una ciudad mucho más grande y hermosa que San Francisco! Comprendía ahora el talante de Jonathan Clark cuando ella expresaba su ignorancia. Fue el día que ella recogió las rosas e indujo a Clark a hablar de su persona.

«El hombre, en el mejor caso, es una llama ardiente e inextinguible».

Tales habían sido las palabras. Sus palabras…

«A veces las cosas se incendian. Pero somos nosotros las que las incendiamos y en cambio no siempre sabemos incendiarnos a nosotros mismos».

Aquella mañana Marina razonaba que su alma había ardido hasta el extremo de que no le quedaban sino anhelos, dolor y cenizas.

Un subalterno se acercó y anunció que Su Excelencia esperaba.

El general Vorachilov era un hombre apuesto, corpulento, jovial. Cuando su sobrina le besó, su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Encantado —dijo— de que te sientas mejor. Nuestra parienta la Selanova me ha contado vuestras aventuras.

—Por lo menos para mí, aventuras fueron. Y no tan desagradables como para otros. Al principio me molestaba la curiosidad de la gente. Cuando algunos hombres empezaron a molestarme, la prima Ana tomó mi título y me hizo pasar a mí por una parienta pobre. Desde entonces las cosas mejoraron. ¿Te sorprendió mi carta, tío?

—Sorprenderme exactamente, no. Pasmarme, sí.

Cuando se sentó la joven, el general se acomodó en su sillón. Su rostro expresaba una vaga desaprobación y en su voz había un toque de impaciencia cuando continuó:

—Al tomar la decisión que tomaste, procediste sin duda movida por un impulso momentáneo, sin comprender debidamente lo que hacías. Impulso que me pareció, y sigue pareciéndome, absurdo, inmotivado y mal considerado. ¡Huir de San Petersburgo como una criminal y dar la vuelta a medio mundo para intentar librarte de un matrimonio ventajoso!

—¡Librarme, sí! Y no actué impulsivamente. Lo pensé todo mucho y bien. Semyon es un disoluto, un sujeto mal reputado, un…

—¡Ea, ea! Su Alteza no vale menos que otros de su rango. Al fin y al cabo es un príncipe.

— ¡Tío Iván! —exclamó la joven, con dura voz de reproche—, ¿Acaso la vida entre estos salvajes ha destruido tu conciencia y tu sentido del honor? ¿Te has convertido en norteamericano?

—No por cierto. Este es un rincón de Rusia y nos enorgullecemos de que lo sea. Mantenemos la cultura occidental, la educación, el…

—El príncipe Petrovsky no participa de nada de lo que dices. Podrá ser culto, sí, pero a la par es un viejo libertino.

—Tu tía Ana me ha asegurado que te adora

—Porque soy joven y desea añadirme a su colección de conquistas. Pero no deseo ser conquistada por él. No olvidemos tampoco la fortuna de los Vorachilov. El príncipe ha derrochado la suya. Ya lo sabes.

—No lo sé. Pero sí que es uno de los pocos afortunados que no tienen sino pedir para recibir. Doy por hecho que no le negarían cualquier cargo que solicitase.

—Lo cual es otra razón para que yo huyese como una criminal, según has apuntado tú. No es fácil para una muchacha de mi posición romper su compromiso matrimonial con un favorito de la Corte. Y el hecho de que yo sea rica empeora las cosas todavía más.

—Ana afirma que ibas a ser nombrada dama de honor.

—Sí. Ese favor me hacía la emperatriz. Y por supuesto, gracias a Semyon. Es hombre listo, hábil y carente de escrúpulos. ¿Cómo podía yo saber nada de eso cuando papá dispuso mi compromiso con él? Entonces yo era una muchacha ignorante. Me sentí lisonjeada y contenta, porque ser princesa emociona a cualquier joven de dieciséis años. Sólo que no imaginaba qué clase de hombre era mi prometido hasta que fui a San Petersburgo, invitada por lady Devon. Conocí entonces sus hábitos, sus vicios sus… mujeres Y conste que no se toma el trabajo de disimular nada. Esperaba, como cosa natural, que yo lo aceptase tal Como es. ¡Puaf!

El rostro de la joven mostró una expresión de repugnancia.

—¡Ese hombre es un animal disoluto! —concluyó.

El general alzó sus blancas manos en un ademán de resignación.

—¡Claro, claro! Y por consecuencia te fugaste. Te escapaste al desierto. Huiste a un poblachón perdido en los bosques de América para evitar un matrimonio ventajoso que te convertiría en una de las primeras grandes damas de Rusia y en una brillante estrella de la corte imperial. Los Vorachilov han sido siempre hombres obstinados, pero hasta ahora habían existido pocas mujeres tercas en la familia.

—¿Es ésa tu bienvenida, tío?

—-No. No confundas los motivos de mi extrañeza. Soy hombre chapado a la antigua y no comprendo a la nueva generación. En mi época las jóvenes no alardeaban de tal independencia. Ya sé que el mundo se transforma. Con todo, eres la hija de mi hermano y por lo tanto te acojo con los brazos abiertos, como miembro de mi casa. Por cierto que hacía falta aquí una señora —añadió el general, sonriendo afectuosamente—. Seguro estoy de que llegaré a quererte como una hija.

—Ya sabía yo que sucedería así.

Y Marina impulsivamente puso su mano en la del general.

—Confieso -dijo— que fue un acto de egoísmo en mí el desarraigar a la prima Ana de su ambiente y forzarla a que me acompañase. Digo lo mismo respecto a los demás. Pero yo no podía venir sola. Y menos por la ruta de Siberia. Petrovsky me hubiera alcanzado. Como lady Devon regresaba a Londres, la persuadí de que me invitara a visitarla para escoger allí mi equipo nupcial. A Semyon no se le ocurrió que yo tuviese voluntad propia ni valor para ejercitarla.

La muchacha bosquejó una sonrisa encantadora.

—Ya ves, tío —añadió—, que soy una maestra del engaño.

Vorachilov correspondió con una vaga sonrisa a la de la joven.

—Ya me lo había dado a entender Ana. Pero acaso tengas menos de maestra del engaño que de víctima de la sandez. Porque yendo a otra cosa, ¿qué se me ha contado de tu comportamiento en San Francisco? Algo podría decir Nickolaivitch. Su opinión es que sufrías una especie de ofuscación. Se siente todavía muy disgustado por ello. ¿Qué te pasaba, querida?

—Nada de importancia.

Marina dirigió los ojos a la ventana y fijó la mirada en la lejanía.

—Todo consistió en que se me desgarró el corazón porque me enamoré.

El general estuvo a punto de dar un salto.

—¡De ese americano! ¡No seas ridícula! Ahí donde lo ves, ese hombre es un rufián.

—Así me lo han dicho.

—Y un ladrón.

—François Villon también lo era, y salvó París.

—¡Santísimos cielos!

El general se levantó y comenzó a pasear por el encerado suelo de madera, sobre el que se hallaban diseminadas alfombras y pieles.

—¡Parece mentira! —siguió—. Sacrificas una carrera social inigualable, renuncias a un magnífico matrimonio y te destierras espontáneamente del mundo civilizado sólo impelida por tus modernos escrúpulos morales. Y todo ello, ¿a qué te conduce? A entregarte a un capricho disparatado, a una aventura amorosa con un marinero vagabundo. ¡Increíble! El hombre a quien estabas prometida no lo hubiera creído. Has debido volverte loca.

—Sí. Debía de estarlo cuando accedí a salir de San Francisco. Pero supe que aquel hombre estaba fuera de la Ley y que tú habías puesto precio a su cabeza. Pensé, pues, que hablando contigo, te convencería.

—¿De qué? —preguntó el gobernador.

—No puedo explicarte las palabras ni los procedimientos adecuados. Pero quiero que suprimas esa recompensa por su cabeza y que le perdones.

—El procedimiento más adecuado que emplearé será colgar a ese hombre en cuanto lo encuentre —dijo el general Vorachilov, con duro acento.

—¡Podía habérmelo figurado! Pero aquella noche me sentía fuera de mí. Había tantas pláticas, tanta confusión… Acabé sintiéndome enferma.

Marina cerró los ojos y movió la cabeza con el ademán de quien procura aclarar las brumas de su menté

—Presumo —añadió— que no tardará en zarpar algún buque con rumbo al sur.

Su tío guardó silencio durante unos momentos. Luego, acercándose a la joven, le apoyó la mano en la cabeza.

—Quítate de las mientes esa locura, hijita, y yo procuraré ayudarte en todo lo posible. A veces las jóvenes sufrís accesos de fiebre romántica, pero eso pasa pronto. Otros días, otras caras… y las fantasías se disuelven. Y la tuya es tan imposible, tan completamente disparatada, que se disipará antes que cualquier otra. Cree en mí, que tengo experiencia de las cosas. Prométeme, por lo menos, no actuar apresuradamente, ni ejecutar nada sin Consultarme.

—Lo prometo.

—Bien. Así haremos frente juntos a esta dificultad y a otras que pudieran sobrevenir. Añadiré que nuestras compatriotas están deseosos de conocerte y tratarte como a una de nuestras compatriotas distinguidas. He organizado un banquete en honor de tu llegada. Deseo que tu aspecto me enorgullezca. Por lo pronto procura aparecer lo más bonita que puedas. Quiero que los cautives a todos.

Y así Marina se instaló en casa de su tío, en Sitka. Era la primera dama de la ciudad y señora de la histórica ciudadela instalada sobre el Keekor. De todas modos poca posibilidad le quedaba de hacer otra cosa porque de la casa no podía salir sin autorización oficial o ayuda externa.

Con la costa californiana no había tráfico del que mereciese la pena hablar, porque la fiebre del oro lo había interrumpido. San Francisco carecía de medios para subsistir por sí mismo, y a la par la locura de los yacimientos de oro había casi interrumpido el ejercicio de la agricultura. Por otra parte productos similares a los de las fundiciones y talleres de Sitka empezaban a llegar de Ultramar, bordeando el Cabo de Hornos.

En consecuencia, pocos bajeles americanos tocaban en la capital de Alaska, y la mayoría hacíanlo sólo para que se fumigasen sus calas con carbón de Sitka, contra la plaga de las ratas. En todo caso, ninguno de aquellos buques era apropiado para procurar pasaje a una dama.

* * *

Una vez transcurrido un mes Marina dio por hecho que Jonathan Clark y sus hombres de Boston se habían probablemente hecho a la mar en busca de sus ilícitas aventuras.

De haberse sentido en su situación normal, hubiera encontrado su nueva vida cómoda y divertida, porque el gobernador Vorachilov, como todos sus predecesores, gustaba de rodearse de una distinguida hueste de compatriotas. Todos éstos, y sus mujeres, eran joviales, hospitalarios y amantes de los placeres. Seguían sus hábitos usuales y por tanto siempre había en la ciudad algo que hacer y algún lugar adonde concurrir.

El general daba frecuentes y costosas reuniones y entonces la ciudadela relampagueaba de luces y resonaba de músicas. Ante la vasta escalinata que arrancaba del Paseo del Gobernador agrupábanse gentes de pro, miembros de la nobleza, funcionarios coloniales y oficiales ataviados con los uniformes oscuros de los batallones siberianos. Todos iban cargados con charreteras, brillantes botones e hilos de oro y de plata. Los que poseían condecoraciones las ostentaban y sus esposas vestían ricos armiños sobre sus generosos escotes.

Los bailes de la ciudadela eran siempre espléndidos. Los banquetes se distinguían por una soberbia y pródiga hospitalidad. El pariente de Marina se consideraba un maestro en el arte de hacer agradable la vida a su prójimo.

La llegada de su sobrina añadió más interés a su deseo de complacer a todos. Marina tenía una distinción innata y su encanto se hacía sentir rápidamente sobre cualquiera. Y así, mientras la joven asumía, sin dar importancia al caso, los deberes de señora de la casa de su tío, la admiración y el cariño de éste crecían más cada vez.

A veces la invitaba a acompañarle en sus inspecciones periódicas de los astilleros, fundiciones, herrerías y talleres, cosas que él detestaba con toda el alma. También le confió la vigilancia de las escuelas y de los hospitales.

Cuando el general no robaba a su sobrina parte de su tiempo, siempre sobrevenía un molesto número de oficiales de la guarnición y jóvenes empleados de las empresas locales que procuraban retener la atención de Marina. A veces la muchacha paseaba con ellos a lo largo de un camino que bordeaba la orilla del mar. Había otros que la llevaban al antiguo poblado indio, con sus singulares tótems, sus extrañas gentes y sus raras costumbres. Y los acompañantes de Marina señalaban antiguos fuertes y restos de la primitiva estacada de Baranov. No dejaban tampoco de agregar horripilantes y sanguinarias historias que, por lo recientes, eran doblemente terroríficas.

Las mujeres eran igualmente agradables. Realizaban sus acostumbradas visitas de las once y Marina las correspondía. En esas ocasiones se servía un apetitoso aperitivo antes de la comida de las dos de la tarde. A las cinco se servía el té y se cenaba a las ocho. Cinco comidas al día se consideraba el mínimo necesario para mantener el despejo mental y el bienestar físico.

La condesa procuraba corresponder a aquellas atenciones y absorberse en el agradable ambiente que la rodeaba y en sus numerosas actividades. Mas la acometían incesantes memorias de otro mundo. Un mundo fantástico, excitante, ajeno al que ella antes conociera y del que había gozado un atisbo momentáneo. Una ciudad turbulenta, poblada de hombres procedentes de todas partes y de mujeres procedentes de cualquier sitio.

Sí, era aquella una ciudad de ensueño, a través de cuyas bulliciosas calles circulaba un gigante rubio, de ojos azules como el hielo y de suave sonrisa…

Impresiones de aquel breve interludio, de aquella soñadora consecución, atormentaban a la joven al punto de que se movía por el mundo como en un diario y doloroso sueño. Había momentos en que experimentaba una convicción y certidumbre, quizá tan fuertes como su fe en Dios, de que Clark acudiría alguna vez a buscarla y seguirla, estuviese ella donde estuviere, porque Clark era un hombre sin miedo y sin tacha.

Magnifica era su gesta al desafiar todas las restricciones. Había afrontado la ira de la Rusia imperial. Y cualquier día sería capaz de entrar en Sitka, trepar audazmente el Keekor y exigir la entrega de la mujer a la que amaba.

Aquella convicción la estremecía y aterrorizaba hasta el extremo de que siempre que veía una vela ajena en el horizonte su corazón latía fuertemente, o comenzaba a fallarte hasta que la suspensión se resolvía en una mezcla de alivio y desilusión.

La primavera sobrevino pronto en Alaska. Según iban alargándose los días, el ardoroso sol y los húmedos vapores hacían retroceder las nieves hacia las cumbres de las montañas. Toda planta que crecía en la terraza medraba con esplendente vigor. Estallaban los capullos, abríanse las flores de la noche a la mañana, llegaban las aves y aparecía el salmón en los ríos. Tierra y mar parecían regocijarse en proclamar su esplendidez. Porque era todo gloria en primavera, y en el curso de sus prolongados crepúsculos desplegábanse las opulencias de un cielo sin igual.

Era entonces costumbre organizar meriendas colectivas, en las que abundaban el caviar y el champaña, o realizar excursiones a lo largo de islas boscosas que parecían pensiles suspendidos sobre mares de siempre cambiante belleza.

Un atardecer sobrevino por el oeste un barco de vapor. De su chimenea partía una negra humareda que se recortaba sobre los suaves matices, dorados y cobrizos, del cielo.

Se trataba de un barco de tres palos, evidentemente procedente de Siberia. Aquella arribada colmó a la ciudad de excitación.

El gobernador Vorachilov, un tanto conturbado, llamó a Marina y a la señora Selanova. Y los tres descendieron juntos a la orilla del mar y se mezclaron al gentío que hacia allá se dirigía.

—Evidentemente —dijo el gobernador— algún dignatario nos honra con su visita. No sé quién será. Y lo que más me extraña es que no se haya notificado su llegada, para prepararle adecuada recepción y los oportunos saludos.

—¡Oh! —exclamó la señora Selanova—. Un gran personaje debe ser el que llega, a juzgar por su séquito. Gracias a Dios, recibiremos noticias de nuestro país. Pero ¿qué te pasa, Marina?

El hombre que llegaba a bordo del buque era, en efecto, un personaje. En medio de un brillante grupo de hombres de uniforme congregados en el puente del buque, los despejados ojos de la muchacha habían distinguido una figura tan familiar como poco agradable para ella.

—¡El príncipe! —jadeó, asiéndose al brazo de su anciano tío.

—Es verdad —convino él—. Observo que te sigue como un mozalbete enamorado. Y tú… ¡tú te estremeces al verlo! ¿No es posible que vuelvas en tus sentidos?

La Selanova respondió, conteniendo la respiración:

—Marina aborrece al príncipe. ¡Y no le faltan motivos! Al fin y al cabo, tú, primo, eres jefe supremo aquí. No estamos en Rusia. Por lo tanto tendré un placer en expresar al príncipe la opinión que me merece su desvergüenza.

El general atajó enérgicamente:

—No harás nada de lo que dices. Como miembro que sois de mi familia, os exhorto a Marina y a ti a que recibáis al príncipe con la mayor cortesía.

Y se apartó para hablar con el comandante de guardia. Necesitaba asegurarse de que el desembarco del príncipe fuera presidido por tantas ceremonias y formalidades como la corrección y las circunstancias imponían.

Así, cuando el príncipe Petrovsky puso el pie en Alaska, fue debidamente acogido por el gobernador y su plana mayor. Entre tanto los cañones de Keekor prorrumpían en salvas, los soldados permanecían en posición de firmes y la gente civil lanzaba vítores.

Todos vieron que el príncipe era un hombre más que maduro, con la barba cuidada y unos pétreos ojos rodeados de bolsas. Movíase con dignidad y compostura y era su voz profunda y resonante. Nadie pudo dejar de dudarlo cuando le oyeron dirigirse a la sobrina del gobernador y exclamar:

—¡Marina! ¡Qué placer tengo en encontrarla! Así puedo cerciorarme de que se halla en salvo.

Se inclinó, besó los dedos de la joven y, volviéndose, hizo la presentación de su amiga a otras personalidades.

Algunos de los mirones se preguntaban por qué la condesa se hallaba tan pálida y demacrada. No era cosa de todos los días el que un príncipe hablara a Marina por su nombre de pila.

9

A raíz del descubrimiento de los criaderos de focas, únicas tierras que aquellos animales tocaban en su vida, se hicieron muchos esfuerzos para guardar secretos los lugares donde radicaban, porque en aquellos días los contrabandistas rusos cometían tantas depredaciones como los de cualquier otra nacionalidad.

Pero el secreto no pudo mantenerse por más tiempo que el de los yacimientos de oro de California. Las rivalidades y la codicia de los primeros mercaderes hubieron de ser refrenados y fiscalizados mediante la creación de la Compañía Ruso-Americana que, respaldada por el Emperador, venía a ser una entidad del mismo tipo que la Compañía Inglesa de la Bahía del Hudson.

Los elegantes sombreros de copa de las gentes distinguidas de Inglaterra y el elevado precio de las pieles de castor condujeron a las exploraciones y engrandecimiento del Canadá. Análogamente, el orgullo de los nobles rusos y la vanidad de sus mujeres motivaron el que los moscovitas se enseñorearan de las vastas extensiones de Alaska. Mas aquellos dominios se administraban sin inteligencia, empezando porque las nutrias marinas fueron prácticamente exterminadas. Después los indígenas, en cuya habilidad para trabajar las pieles se fundaba la industria peletera, fueron reducidos a un mísero estado de pobreza y servidumbre. En aquellos días rara vez se trataba con tacto y previsión a los pueblos primitivos. Los cosacos y la soldadesca siberiana que actuaba entre Wrangel y Attú eran gentes rudas, pero las fuerzas armadas de otras naciones coloniales no les iban a la zaga.

Una vez que el fabuloso valor de las islas de las focas quedó demostrado, se montaron factorías en San Pedro y San Jorge, y los habitantes de la comarca se hallaron reducidos prácticamente a una servidumbre involuntaria.

Aquellas regiones eran poco gratas para vivir en ellas. El clima de las Aleutianas es terrible, y el de las Pribilov peor. Los mal equipados, mal pagados y mal nutridos desterrados habían de esconderse bajo tierra para evadirse al rigor de las tormentas que en invierno azotan, con huracanada violencia, tales parajes. En las frías islas no había árboles, y por lo tanto sólo el calor de las lámparas de aceite de foca y el calor animal evitaban la muerte por congelación.

Durante el breve verano las pobres gentes vivían bajo una continua y goteante capa de niebla y lluvia, con el resultado de que si el sol brillaba, por ejemplo, un día de cada diez, ello no servía sino para agravar los sufrimientos de todos. Lo más común era que se les hinchasen las gargantas. Cundían las enfermedades y el promedio de la vida humana era corto. Nadie sentía afecto al Zar ni a sus representantes.

Jonathan Clark había explotado esta situación, reforzando la tripulación de su buque con amigos o parientes lejanos de Jos insulares.

Cuando él y su heterogénea cohorte se acercaban a la playa de San Pavel una mañana de últimos de junio, cualquiera que les acompañase diría que se encaminaban a una tremenda e invisible catarata. Un Niágara de gruñidos los envolvía, porque los rebaños de focas sumaban unos cinco millones de animales, y todos, en la época de celo, suelen bramar y chillar.

Cada criadero propiamente dicho tiene una determinada extensión y se halla separado de los otros por zonas de playa abierta destinadas a las focas jóvenes y sin hembras. Así ninguna región de la costa se halla menos poblada que la otra. Son las focas jóvenes las principales víctimas a las que arrancan los cazadores sus pieles.

Imposible sería describir el tumulto que aquellas bestias promovían. Los vigilantes machos rugían y silbaban sin cesar; una multitud aun más vasta de hembras gemía llamando a sus cachorros; y éstos lanzaban plañideros gritos. Y era lo más notable que tal clamor no cesaba ni de día ni de noche.

Los polígamos machos eran muy combativos, pero la incomparable congestión y la estrecha compañía hacían a las hembras y las focas jóvenes en general ser tan mansas y confiadas como perrillos falderos.

Manadas de foquitas acompañaban, pues, a los botes de desembarco, pirueteando alegremente, casi al alcance de los marineros. Sacaban la cabeza del agua, elevaban el cuerpo y parecían soltar risillas destinadas a los visitantes. Después se sumergían y ejecutaban caprichosas cabriolas y saltos, sin interrumpir sus risas guturales, como si se hallasen enormemente divertidas.

Una costa baja y rocosa emergió al fin entre la bruma. Era palmario que la goleta había tenido la suerte de encaminarse directamente a una región poblada de criaderos.

—Al oeste se halla la caza —informó Clark a sus tripulantes— Uno de los aldeanos nos la ha enseñado. Aunque el cazadero parezca pequeño en la orilla, siguiéndolo se llega a una enorme extensión cubierta de focas. Procuraremos no molestar a los machos y buscaremos los demás animales. Y el indígena que dije ha ido a advertir a los suyos de nuestra llegada.

—¿Podremos confiar en ellos, Jonathan? —preguntó un marinero.

—No tardaremos en saberlo. Al menos esta gente tiene más motivo para apreciarnos que para apreciar a los rusos. Por lo visto, y según el indígena, el principal cazadero se encuentra una milla más allá, cerca de la bahía de los Ingleses.

—Demasiada proximidad es ésa —apresurose alguien a decir—. Pero si la bruma se levanta podremos regresar a bordo y hacernos a la mar antes de que los rusos leven el ancla.

—Suerte tenemos —apuntó otro marino— en que el barco ruso que ahí está anclado sea un velero. Mucho corre el «Hermana Peregrina», pero no puede rivalizar con un vapor. —Y agregó, soltando una risa nerviosa—: Debiera promulgarse una ley prohibiendo a los extranjeros el uso de vapores.

El criadero que las embarcaciones costeaban estaba tan hacinado, que apenas quedaba paso entre los diferentes grupos familiares. Cada macho custodiaba celosamente el harén de hembras que lo rodeaba. Su dominio no solía pasar de diez pies en cuadro, pero hallábase protegido por la furia y fuerza de su posesor. Tanto era el celo y el temor de cada uno, que rara vez gozaba ninguno de una hora de paz.

Aquellos provectos monstruos tenían la costumbre de pelear unos con otros desde hacía muchos años. Durante las semanas anteriores a la llegada de las hembras, habían reñido fuertes combates para asegurarse un espacio propio. Y a la sazón mantenían una vigilancia sobre sus dóciles, pero casquivanas hembras. Sus cuellos, que aun ostentaban viejas cicatrices, sangraban a la sazón por las heridas recién abiertas.

Y de continuo seguían todos desgarrándose ferozmente hasta que la estación de la cría terminaba.

Una vez que cada macho de foca se instalaba en un lugar de la costa, ya no abandonaba su campamento. Ni comían ni bebían hasta que, conclusa la terrible prueba de tres meses, sumergían de nuevo sus debilitados cuerpos en el refrescante mar.

Aquellos patriarcas nunca permitían a los machos menores de seis años acercarse a sus dominios, con los cual los jóvenes habían de asentarse fuera del territorio prohibido. En desconsolados grupos, centenares y millares de individuos contemplaban a distancia la vida familiar que codiciaban tan anhelosamente. Repitamos que muy al revés de sus feroces mayores, esas focas eran mansas e inofensivas y se las podía guiar como a corderos.

Las barcas llegaron a una playa, llena de piedrecillas, que separaba los dos principales cazaderos. Los hombres desembarcaron. El angosto espacio que quedaba libre los condujo a una reducida meseta arenosa por la que corrían y jugueteaban millares de focas. Por aquel camino, no mucho más ancho que la calle de una ciudad, circulaban sin cesar, ondulantes, lentas y flexibles formas anfibias.

Apartábanse del paso de los expedicionarios sólo para reagruparse tras ellos y seguirlos. En cambio los conjuntos familiares mostraban muy moderado interés por los visitantes. Desde luego, los machos cercanos tosían y mugían, amenazadores, pero las pequeñas focas hembras no se movían apenas.

Los hombres de Clark llevaban garrotes, cuchillos de desollar y piedras de afilar. A todos les esperaba una ingrata tarea que había de poner a prueba su aguante hasta el máximo límite. Además habían de actuar con la mayor velocidad, si querían salir bien. Tenían a su favor el que los días, larguísimos en aquella estación, dejaban, incluso a medianoche, claridad suficiente para proseguir la matanza.

Ya los aleutianos que Clark dejara en la costa habían reunido un rebaño de varios miles de animales escogidos y procuraban mantenerlos juntos. Luego apartaron obra de un centenar y comenzó la matanza.

Tarea era ésta que no complacía a ninguno de los hombres blancos de Clark. En realidad, la odiaban. No resultaba empero más ominosa que la matanza de bueyes. Pero Jonathan Clark era el primero en considerar vil y degradante el entregarse al exterminio en masa de las inofensivas y asombradas criaturas que eran las focas. Pero en más de un sentido bien podía Clark lavarse las manos. Aquellos animales le interesaban profundamente y le hubiese complacido sobremanera permanecer con calma a su lado para estudiar sus costumbres. Mas el momento no era propicio para ceder a sentimentalismos ni debilidades. Mientras las mujeres se vanagloriaran de poseer costosas pieles y los jactanciosos hombres respaldaran su orgullo, las buenas y retozonas foquitas de dulces ojos habían de morir.

El trabajo comenzó a un ritmo acelerado. Alzábanse los palos y descendían, y los aleutianos acuchillaban y desollaban a los animales con la destreza dimanada de una práctica de toda la vida. Los marineros se dirigían a las embarcaciones agobiados bajo pesadas cargas de pieles.

El clamoreo que sonaba al Este y al Oeste continuó hora tras hora. En los intervalos en que se alzaba la niebla o la aclaraba el viento, ofrecíase a los ojos de los expedicionarios el pasmoso espectáculo de una ribera cubierta apretadamente de focas hasta perderse de vista. La enormidad de aquellas manadas, más adivinadas que percibidas, reducía a insignificantes proporciones, relativamente hablando, el estrago que causaban los hombres de Clark.

El Hermana Peregrina se hallaba junto a la costa. Sus botes, tremendamente cargados, se acercaban de continuo a la borda y retornaban vacíos.

Aquel día con su noche, y el otro con la suya, prosiguió la tarea. Sólo cuando los hombres de Clark no podían sostenerse literalmente sobre los pies, se hizo el buque a la vela, dejando como recuerdo de su estancia una extensa zona cubierta de sangre y de miles de pequeños cadáveres despellejados sobre los que descargaba lentamente sus aguas el cielo gris…

* * *

El general Vorachilov estaba indignado. Aunque hombre ordinariamente benévolo y comedido, ahora se había entregado a una furia que pasmaba a Marina.

—¿Y para esto —gritaba— he pasado los mejores años de mi vida en un destierro? Soy un militar. Mi puesto estaba en Crimea. Allí podría haberme distinguido, y ¿quién sabe si mi presencia no hubiera influido en la evitación de ese humillante desastre? ¡Pero no! Tenían que destinarme a administrar una compañía y a sacar provecho del comercio de pieles de comadreja.

—Exageras en tu disfavor tu situación —reprochole la condesa—-. Este país es enorme y ha de mantenerse sometido por la fuerza. Tú eres aquí el brazo derecho de Su Majestad.

—¡Y ahora se envía al izquierdo para ver lo que hace el derecho! —replicó con sorna el general.

Ocurría esta plática al día siguiente de la llegada del príncipe Petrovsky, y era el primer momento en que Marina había podido hablar a solas con su pariente. Después de una noche de insomnio durante la que la mente de la joven se había entregado a conturbadoras meditaciones, procuró buscar al general y preguntarle qué motivos justificaban la llegada del príncipe. Resultó ser que su misión consistía en repasar las cuentas de la administración de la Compañía e informar sobre ellas.

La explicación, suficiente para el gobernador, no satisfacía del todo a la joven. No acababa de convencerse de que un hombre de hábitos tan maliciosos e indolentes como el príncipe hubiera emprendido tan fatigoso viaje por una mera cuestión de rutina. No era propio de él invertir el tiempo en asuntos triviales.

—Puesto que el brazo derecho —observó Marina— ha trabajado bien, nada podrá decir contra él el izquierdo.

—No tengo la misma certeza. Mañana los peritos que acompañan al príncipe comenzarán a revisar nuestros libros de contabilidad. En los montones de cifras que repasen, ¿acaso podrán leer los pensamientos, las perplejidades, preocupaciones y cuidados que implica la administración de un país grande como un continente? Eso requiere explicaciones e interpretaciones. Cualquier inspector de cuentas, con malicia en su corazón, sería capaz de embarullar los libros de San Miguel y probar que el arcángel era un ladrón. ¿Acaso no quisieron desacreditar al propio Baranov? Sus cuentas eran justas y sus balances perfectos, pero con todo cayó en desgracia.

—¿Crees que Semyon viene predispuesto contra ti?

El general titubeó antes de responder:

—¿Cómo puedo creer semejante cosa? En los hombres de su rango se espera encontrar honor siempre, al menos en materia de negocios, si no en cuestiones del corazón. Acerca de lo último sé lo que piensas y no soy yo menos sensitivo al respecto que puedas serlo tú. En fin, tan sensitivo soy en todas las cosas, que me ofende la simple idea de una investigación.

—¿Te ha hablado el príncipe algo acerca de mí?

-—No. ¿Qué había de hablarme? Tú eres una mujer libre. El orgullo de Petrovsky le impediría confesar sus sentimientos, ni aun si persistieran. ¿Has modificado tu opinión sobre ese hombre?

—Ni en lo más mínimo. Lo tengo por un sujeto sucio, vil y mezquino. Si intentase rozarme un solo dedo, me apresuraría a romper en gritos.

—¡Vamos, vamos! —dijo el general, frunciendo el entrecejo—. No quiero tonterías femeninas. Has de mostrarte hospitalaria y cortés, aunque sólo sea para Complacerme. Confío en que sepas dominarte.

Las seguridades de su tío distaron mucho de tranquilizar a Marina. Así, sentíase colmada de inquietudes mientras se vestía aquella tarde para asistir a la recepción y baile en honor del príncipe.

La comida fue cosa formularia y poco animada. Por suerte los oficiales del séquito de Petrovsky rivalizaron en atender a Marina. Más tarde, empero, hubo de permanecer al lado de su tío y del príncipe para recibir a los ciudadanos distinguidos de la capital, Pareciéronle a la muchacha gente muy elegante. Y la estancia era hermosa, con sus altos techos, sus paredes de elevados zócalos de cedro, sus espejos, sus rojas tapicerías de seda, sus grandes candelabros de bronce y sus retratos del emperador y la emperatriz.

El príncipe, por supuesto, bailó con Marina la primera danza y la joven se sintió aliviada cuando lo oyó referirse a la clandestina escapatoria de San Petersburgo como un mero infortunio personal, al que Petrovsky se había resignado hacía tiempo. De manera que no lo tomaba como una afrenta…

—Celebro escuchar solamente la cortés expresión de su disgusto. Esperaba algo peor —dijo Marina.

—¿Pues qué? ¿Acaso reproches? ¿La satisfaría más que fingiera un insoportable dolor o una falsa ira?

Marina rió.

—No, no. Ninguna de ambas cosas me complacería, aunque fuesen auténticas.

—Mi admiración y mi aprecio por usted son tan profundos como siempre, Marina. Pero soy demasiado viejo, demasiado experto y demasiado filósofo para correr detrás de lo inalcanzable. Tengo muchas otras cosas fácilmente conseguibles. Admiro su independencia de espíritu, aunque lamenté su falta de valor al no hablarme francamente y explicarme sus sentimientos hacia mí.

-—Hace falta mucho arrojo para ser francos con una persona de su posición, príncipe. Además, me disgusta hacer sufrir a los demás. Francamente, acaba usted de elevarse mucho en mi estimación.

—¿Sí? No será por mi resignación estoica, asaz propia de un hombre maduro.

—No me refiero a eso. Lo que admiro es su abnegada devoción al Zar.

Petrovsky miró a su compañera sin comprenderla. —Sí —siguió ella—, porque es casi un acto de heroísmo el que un hombre tan amante de los placeres como lo es usted, emprenda tan terrible viaje con tan trivial propósito.

—¿Trivial? —repitió el príncipe, enarcando las cejas.

—El Zar conoce tan perfectamente como usted que Iván Vorachilov es un hombre íntegro. Me sorprende que Su Majestad expida a un hombre de la importancia de Petrovsky a tan larga distancia para ejecutar la mera formalidad de comprobar unas cifras. Así la prontitud de usted al venir y perder su valioso tiempo revela la profundidad de su abnegada devoción.

Petrovsky contempló a su encantadora compañera con avivado interés.

—Tiene usted un intelecto tan notable como su belleza. La hermosura rara vez coincide con el talento. Pero la verdad es que mi misión se extiende a algo más que a revisar las cuentas de su tío. Traigo el encargo de resolver ciertas disputas fronterizas entre nuestro país y el Dominio del Canadá.

—-Eso ya se halla más a la altura de su capacidad y rango. ¿Está mi tío enterado de ello?

El príncipe se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Por qué confiarle nada hasta que pueda serme útil? Yo siempre me muevo despacio y a mi manera, pero con certidumbre.

—Gracias por haberme convertido en su confidente. ¿Puedo hablar a mi tío?

—-Si quiere, sí. Pero ¿para qué, si él nada ha preguntado y lo sabrá todo a su debido tiempo? Tiene usted harto talento para eso. Es lástima que una joven de su inteligencia y encanto se resigne a vegetar en estas soledades. Podría usted tener un gran porvenir, Marina.

El príncipe no volvió a bailar con la muchacha. Ella lo celebró, porque seguía mirándolo con la misma aversión que en San Petersburgo. Su taciturnidad, su dominio de sí mismo, la llenaban de inquietudes agravadas por la certeza de la continuidad de su presencia.

¡Disputas fronterizas! No era esa la razón del viaje de Petrovsky.

SEGUNDA PARTE

10

El Hermana Peregrina anclaba en la bahía de la Decepción. Había desembarcado a los cazadores aleutianos y cruzado el estrecho de Unimak. Era aquélla la primera oportunidad que se le ofrecía al buque para terminar de salar, preparar y embalar su cargamento de pieles. Además necesitaba repostarse de agua dulce, porque sus barriles se hallaban vacíos.

No lejos de la nave fondeaba otra: el Isabel, mandada por el español José Ramírez. La tripulación estaba compuesta de portugueses. Al divisar la embarcación de Clark, José se había puesto a voz y seguido a su compañero.

Cuando dos piratas de las pieles se encontraban, lo que no sucedía muy a menudo, intercambiaban o fingían intercambiar informes acerca de los cazaderos y del peligro que podían encerrar las próximas patrullas rusas. De suerte que aquellas entrevistas se caracterizaban por algo muy distinto a la franqueza, porque cada uno de los interesados procuraba afianzar el propio beneficio sin beneficiar apenas a sus camaradas de profesión.

Tan cerca había anclado Ramírez del Hermana Peregrina, que pudo ver cuanto sucedía a bordo de ésta. Así, era inútil negar nada cuando el capitán español pasó a bordo.

Al fin y al cabo las pieles de foca en tanta abundancia sólo podían tener una procedencia. Y al reír al venturoso contrabandista, José estalló en admirativas expresiones:

—¡Qué afortunado es usted, Clark! Diez días he pasado en Cook Inlet, y ¡con qué resultado! ¿Quiere que trabajemos juntos?

El español José nunca había llegado hasta las Pribilov. Ello le constaba a Clark, quien dudaba mucho de que jamás aquel sujeto osara emprender semejante viaje. Él y sus hombres eran lo bastante valerosos para acometer cualquier empresa, pero trataban tan mal a los indígenas que no les cabía confiar en ellos. José no negó ese hecho cuando bajó a la cámara para tomar unas copas.

—El negocio se ha ido al diablo —declaró—. Las nutrias marinas han desaparecido casi y los diablos indios se han tornado demasiado sabihondos. Cottonmouth concordó con el capitán.

—Cierto. Tratar a los indios como a seres humanos disminuye los provechos.

—¡Claro! Hay demasiadas iglesias. Y hasta en algunos lugares tienen escuelas. Con lo cual no hay indio que no conozca el valor real de las pieles. ¡Y mejor que nosotros! Saben también el valor de la harina, de los anzuelos y de todo.

—Los ídolos de los paganos son de oro y de plata —observó Cottonmouth—. Y el Señor nos los ha concedido para entregárselos como despojos.

—¡Los sacerdotes tienen la culpa! —exclamó José. —Ellos echan a perder a las mujeres. Ya no hay manera, por culpa de ellas, ni de medio emborrachar a los hombres.

Cottonmouth asintió, como quien se hace perfecto cargo de las cosas.

—Explica la Biblia: «El que se embriaga siente el deseo de proseguir continuamente absorbiendo la bebida pagana y acaba olvidando lo que es». En consecuencia conviene emborrachar a la gente y mantenerla siempre borracha. Pero si en cambio se retira el licor a los indios, ¿qué les queda? Salvo su salud, nada. De suerte que si no se hace algo para contrarrestar la influencia de los misioneros, pronto ,no habrá en estas costas un mal mestizo dispuesto a tripular una barca.

Ramírez rió dubitativamente. Clark dijo:

—Tiene usted la suerte de no llevar como segundo de a bordo a un condenado predicador. Y sin embargo, los indios se emocionan oyendo las palabras que éste les dirige en nombre de Dios. ¿Ha hallado usted algún barco ruso en el mar de Behring?

—Uno en las islas, pero la bruma nos favoreció. Y usted, ¿ha sido afortunado?

—Bastante —respondió Clark, pareciendo complacerse en su sinceridad.

—¿Piensa usted seguir fondeando aquí? —inquirió José.

—No. Nos proponemos zarpar al rayar la aurora.

—¿Rumbo a San Francisco?

—Todavía no. Hemos de realizar algunos asuntos un poco más al Este.

—Pues yo levo el ancla esta noche —manifestó Ramírez, tornando a llenar su vaso y procurando seguir satisfaciendo su curiosidad mientras bebía.

Cuando volvió a hablar se expresó en términos de la mayor buena voluntad y la más efusiva admiración.

Y partió al fin.

-—Si hay un hombre que merece lo mejor que una cárcel puede ofrecer, es ese —dijo adustamente Cottonmouth.

Los asuntos que tenía que resolver Clark en el Esté no eran imaginarios ni corrientes, sino que se referían a su piloto Ogeechuk. Como en la bahía de la Decepción no había misionero alguno, el joven había pedido a Clark que llevase a Ahgoona a bordo de la nave, a fin de encontrar a alguien que se prestara a oficiar la ceremonia matrimonial tan largo tiempo aplazada.

Clark se apresuró a acceder. Por consecuencia, el enamorado piloto hubo de desembarcar para realizar sus preparativos.

Muy entrado el anochecer él y Ahgoona pasaron a bordo llevando consigo todas sus pertenencias. La joven había empaquetado sus valiosos regalos y sus escasos enseres domésticos, y los metió luego en la bidarka de Ogeechuk, en la que iban también las trampas y demás equipo cinegético del piloto. Sus arpones y lanzas se hallaban atados a la borda de su barquichuelo. La canoa y su contenido fueron izados a bordo y distribuidos oportunamente. Después Cottonmouth invitó a la pareja a cenar con él a medianoche.

Clark se alejó, dejando al trío discutir el lugar donde sería más verosímil encontrar un sacerdote.

Podía ocurrir que tuviesen que navegar hasta Seldovia, pero ello no le preocupaba a Ogeechuk. Ahgoona, aunque menuda y de poco talle, era, según él garantizó, una excelente remera. Los dos volverían, con toda seguridad, sanos y salvos.

—.¿Y por qué volver? —preguntó el segundo-. Un lugar vale tanto como otro.

—Yo pertenezco al poblado de Ahgoona —manifestó el piloto—. Yo he contribuido a engrandecer ese poblado.

—Ya, ya… El ardiente enamorado… El macho de las focas en la época del celo… Pero puedes engendrar hijos donde quiera que te encuentres. No veo por qué has de exponerte a los riesgos de un viaje de retorno.

—Hace mucho yo habitaba en un lugar muy vasto —explicó el indio—. Sus habitantes comían ballena todos los días. Llegaron luego los soldados rusos y hubo mucha pelea. Ahora apenas queda gente allí, todos son pobres y todos están enfermos. Vivir así no merece la pena. Os he acompañado a ti y al capitán a san Francisco en vuestro último viaje. He visto cómo viven los blancos. Los blancos no están siempre enfermos. Yo soy rico. De modo que pienso instalarme aquí y vivir en mi país como los blancos en el suyo. No quiero tener hijos enfermos. Los aleutianos empezarán a vivir como vivirá Ogeechuk. Todos lo pasarán bien.

Cottonmouth reflexionó un momento y luego dijo:

—Me quito el sombrero ante ti, hermano. Lo que te propones es loable. Ahgoona y tú podéis desarrollar algún trabajo misional. Pero oídme: casaos primero y venid a San Francisco con nosotros. Que tu mujer conozca lo que tú has conocido, antes de volver a vuestra aldea. Deja de dedicarte al saqueo y abandona la compañía de hombres como Jonathan y como yo. ¿De qué te serviría tener un hogar limpio y honrado si no habías de vivir dentro de la Ley? Yo te adquiriré una balandra con la que puedes hacer los viajes cortos que te parezca bien. ¡Demonio! Por primera vez en veinte años me siento rebosante de virtud.

Clark, advirtiendo el entusiasmo de Cottonmouth, sonrió. Se sentía soñoliento. ¡Qué grandísimo mentiroso era su segundo!

Hacía una hora que venían sonando voces gruesas y fuertes juramentos a bordo del Isabel. En aquel momento se percibió el crujido metálico de su cabrestante. Al parecer José, el español, zarpaba.

Poco después el vigía del Hermana Peregrina gritaba:

—¡Ohé! Poned el timón a estribor. Si no, vais a tropezar con nosotros.

Respondió al aviso un tremendo clamor de aullidos y pisadas. Saltando de su litera, Clark echó mano a sus calzones. Si José el español tenía toda la amplitud de la bahía para maniobrar, ¿qué cosa podría obligarle a no obrar a derechas?

El griterío se aproximaba. Prodújose un choque que hizo perder el equilibrio a Clark. Oyó a Cottonmouth y al segundo piloto correr por las escalerillas, hacia cubierta. No tenía tiempo para ponerse las botas, y así salió, descalzo, al puente a punto de ver los talones de Ahgoona avanzando en la oscuridad.

Por todas partes reinaba confusión, rumor de pies, ruidos de roturas, grandes voces… Sin duda el Isabel había cogido de mala manera la marea al alzar el ancla y, al izar las velas, José o su piloto debieron de calcular mal la velocidad del buque. ¡Condenados borrachos! La tripulación portuguesa de José aullaba a voz en cuello.

Mas el sonido de aquellas voces dio a entender a Clark que el choque de ambos buques no era casual solamente. Y no se sintió sorprendido cuando comprendió la situación. Al este se levantaba una densa niebla, pero de cerca había claridad suficiente para columbrar bien las cosas.

Las dos naves estaban muy juntas, mas no todo se reducía a eso. Al parecer, el choque había lanzado a la mitad de los tripulantes portugueses sobre la cubierta del Hermana Peregrina. Y sobre ella seguían afluyendo aún desde proa y desde popa. Todos iban armados con sus palos foqueros. Arrojáronse sobre los tripulantes de la goleta cuando éstos salían de sus sollados.

Cottonmouth, por una vez sorprendido sin sus armas, emprendió una desesperada lucha que no debía durar más que unos segundos, porque eran muchos los que le atacaban.

Clark notó aquella y otras cosas en menos tiempo del necesario para decirlo. Casi inmediatamente fue asediado por todos, pero eludió la arremetida corriendo ágilmente hacia la toldilla. Celebró entonces ir descalzo, porque ello le permitía más agilidad para atacar a los individuos que cercaban a su piloto. Lanzose sobre ellos dando puñadas, y el tirarse desde arriba le concedió la ventaja de que sus doscientas libras de huesos y músculos contribuyeron a poner en momentánea fuga a los agresores.

Levantose a tiempo de esquivar un fuerte golpe. Arrancó el garrote de manos de su propietario y lo esgrimió con ira.

Cottonmouth yacía tendido sobre el puente. Asiéndolo por el cuello, Clark lo apartó de allí y lo arrastró hasta la relativa protección de la amurada. Después volviose para resistir otro ataque.

Entre tanto los marineros de Clark, comprendiendo lo que sucedía, emergían de los sollados de proa, empuñando palos y barras de hierro. Pero no cabía Juzgar del curso de la lucha a bordo del Hermana Peregrina, porque en su cubierta se libraba una desordenada batalla. Todo se volvía confusión y fiereza.

Seguramente José el español había persuadido a sus hombres de que ejecutaran aquel acto de piratería, asegurándoles que iban a tener así la ventaja de una completa y abrumadora sorpresa. Y si alguno albergaba dudas, una amplia cantidad de licor debía haber disipado sus incertidumbres. José debía dar por hecho que todo terminaría pronto y sin efusión de sangre, porque no hizo usar a su gente más que los garrotes, y no cuchillos ni arma alguna de fuego. Pero a la sazón José comprendió la necesidad de proceder enérgicamente.

No habiendo logrado atajar a Clark Cuando éste surgía de su cámara, ganó el lugar desde el que su atacado había salido y desde aquella posición de ventaja intentó matarlo a tiros. Dominando el vocerío ordenó a sus tripulantes que se diseminaran. No quería herirlos.

Una voz de Cottonmouth advirtió a Clark, quien se apartó a tiempo de ver el fogonazo del revólver de José y oír la detonación.

No sintió nada, mas un grito de Ahgoona le hizo temer que la joven hubiera sido herida. Así, desdeñando el peligro personal que corría, se precipitó hacia popa. Dos balazos más le largó Ramírez.

Clark no tuvo la oportunidad de combatir personalmente con el capitán extranjero, porque Ramírez murió súbitamente ante sus ojos en la forma más horrible que pudiera imaginarse. Tan tremenda, que espantó a cuantos la presenciaron.

Ogeechuk había oído un grito de Ahgoona en el momento en que ésta procuraba ponerse a salvo bajo la bidarka de su novio. Los que estaban cerca de él viéronle arrancar, con un crujido, su pesada lanza ballenera, atada a la chalupa. Un momento después la balanceó en el aire, como un arpón, y la lanzó con toda la energía de su recia musculatura. Voló el arma con la celeridad de una jabalina. Aunque el hombre a quien iba destinada la viera, no hubiese podido eludirla.

Jamás olvidó Clark el aspecto del capitán extranjero mientras intentaba débilmente arrancarse el dardo y se balanceaba, inseguro, antes de desplomarse desde el alcázar de popa hasta cubierta.

La furia de los atacantes se disipó rápidamente. La lucha podía darse por terminada. Casi tan diligentemente como habían abordado el buque de Clark, procuraron regresar al propio. Los demasiado confusos o malamente heridos fueron arrojados por la borda por los enfurecidos Hombres de Boston. Alguien extrajo la lanza del cadáver de Ramírez y arrojó el cuerpo del infortunado a las aguas de la bahía.

Los primeros tripulantes del Isabel que saltaron a bordo cortaron sus amarras. Moviose el buque, con las velas henchidas por el viento, y se alejó. Y así, entre gritos e imprecaciones, desapareció en el sombrío crepúsculo.

Fue Ogeechuk quien había disparado el dardo mortal, pero sin saber a punto fijo el papel que en el caso había desempeñado. Sólo se dio cuenta de la situación cuando advirtió que Ahgoona estaba herida. Entonces empezó a pedir socorro a voces.

—¡Lleva abajo a la muchacha, Cottonmouth! —mandó Clark—. Atiéndela en todo lo que puedas. Yo descenderé tan pronto como haya visitado a los muchachos.

Varios, en efecto, necesitaban atención inmediata. Muchos yacían en el suelo, en el mismo Jugar donde habían sido derribados. Otros se vengaban de sus heridas profiriendo blasfemias y palabrotas. Silas Atwater tenía un brazo fracturado. A uno de los Tucker le habían partido la nuca, y otros tenían en la cabeza sangrantes heridas que necesitaban inmediato cuidado. Pero por milagro no había habido pérdida de vidas.

El camarote de Clark se había convertido en enfermería. Aunque ni él ni Cottonmouth entendían gran cosa de cirugía ni medicina, aplicáronse a lavar y vendar las heridas, a refregar las contusiones y a enmendar las fracturas hasta tanto como alcanzaba su habilidad.

Poco pudieron hacer ya por Ahgoona. Nadie hubiera podido hacer nada tampoco. La jovencita parecía darse perfecta cuenta de ello. Transcurrido un breve rato, murmuró algunas palabras a Ogeechuk, que salió de la cámara para volver cargado con las galas nupciales de su novia. Los espléndidos chales, las cintas, las joyas de bisutería que ella nunca había usado ni en el futuro podría usar, venían envueltos en algodones. Los ojos de la muchacha siguieron a Ogeechuk mientras él desenvolvía paquete tras paquete, y todo lo tocaba con amantes dedos.

Uno de los marineros se dirigió a Clark.

—¡Esto es horrible, Jonathan! ¿No hay algún procedimiento para…?

Clark, con un gesto, le hizo callar.

Ogeechuk se inclinó sobre su prometida a fin de recoger sus últimos cuchicheos. Cuando alzó la cabeza tenia el rostro tan lívido como el de ella.

—Dice que va a morir —aseguró— y que necesita un sacerdote.

Reinó un profundo silencio en la hacinada cámara.

^Es triste morir así. Mi novia está asustada y me ha asustado a mí también.

Y Ogeechuk miró imperativamente a sus amigos.

-—Dile que no tema nada —indicó Clark.

El segundo piloto movió la cabeza.

—Es inútil. Tiene convicciones religiosas muy arraigadas y necesita un confesor. Precisamente está asegurando que no ha visto nunca a Dios. La pobrecita siempre ha vivido en tinieblas y le amedrenta la oscuridad.

—Lo que quiere esta muchacha —dijo alguien— es la absolución. Los creyentes dan mucho valor a eso y ¿quién sabe si, en el fondo no tienen razón de sobra?

—Si desea la absolución, la recibirá — declaró Cottonmouth.

Se secó las manos y se arremangó.

—No puedes hacer eso. No eres ni siquiera pastor protestante —razonó el que antes hablara.

—¿No puedo? ¡Un demonio! —respondió el piloto, frunciendo el entrecejo—. Casi lamento no haber casado antes a esa pareja.

Penetró en su camarote y salió vestido de predicador. Llevaba la levita abotonada hasta la barbilla, y sus manos sostenían un volumen chato, limpiamente envuelto en tela blanca. Al apartar aquella cobertura, el libro resultó ser una Biblia, que Cottonmouth procuraba sostener a cierta distancia de sus empecatados dedos, como seguro de que su contacto la contaminaría.

Dijo a Ogeechuk:

—Indica a tu amada que no tema, porque el Señor ha venido a bordo. Esta es la casa de Dios y yo soy su emisario.

El segundo piloto repitió el mensaje lo mejor que pudo. La gente se mostraba agitada y desazonada. Una voz dio aviso de la mascarada que se iba a representar.

—¡No puedes hacer eso! Ni siquiera eres un buen protestante.

Cottonmouth hizo guardar silencio a los discrepantes.

—Humillemos nuestros corazones en presencia de la muerte. Hagamos que se regocijen en la tierna clemencia de Aquel que ve más allá de los engaños y está dispuesto a acoger en sus brazos a su hija. Es preciso que ella vaya a Él sin temor y serena, segura del invencible amor del Señor.

Cottonmouth colocose de manera tal que los ojos de la muchacha hubieran necesariamente de fijarse en él, y dijo al segundo piloto:

—Hijo, sostén las manos de tu novia entre las tuyas, porque la infeliz es muy joven y su espíritu flaquea.

Cottonmouth abrió la Biblia y empezó a leer. Mientras leía, los marineros cambiaban miradas entre sí. Los heridos cesaron en sus quejas y se quitaron los gorros, porque el que hablaba no era el hombre que ellos conocían. Su talante, así como la expresión de su rostro, habían cambiado. Los sustituían una dignidad, una sinceridad y una profundidad de sentimientos que lo envolvían como una toga. Hasta su voz asumía un sonido balsámico :

—«El Señor es mi pastor; nada me faltará. Yo os lo aseguro.

»Porque me hará pacer en verdes pastos y me conducirá al borde de las aguas quietas…

»Y aunque yo recorra el Valle de las Sombras de la Muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo, y tu cayado me guiará.»

Cottonmouth parecía hojear las páginas al tuntún, pero su familiaridad con ellas era tal que cada versículo sonaba claro y obvio a todos. En el lenguaje del predicador había una majestuosa elocuencia que encantaba a cuantos lo oían. La extática atención de los tripulantes rendíase ante la melodía de la voz del predicador, y el conjunto convencía a la moribunda de que aquellas heterodoxos ritos eran auténticos. Se trataba de un engaño sacrílego, pero bien intencionado, porque ello mitigaba la congoja de la joven.

Nadie sospechó que Cottonmouth pensara recurrir a la plegaria hasta que le oyeron decir :

—«Los cachorros de león padecen hambre, pero los que buscan al Señor no tendrán carencias. Escucha el clamor de quien ha pecado mucho ante tus ojos y presentándose malo ante ti».

Los ojos del predicador se cerraron. Los marineros cerraron también los suyos.

—«Justos son tus juicios, ¡oh, Señor!, y con equidad Tú la has afligido. Que tu bondadosa clemencia se ejerza en su favor. Haz descender tus gracias sobre ella.

»Suplicámoste que mires a esta niña, que es pura de corazón y no ha hecho ningún mal. Mas tus enemigos la han herido, cortándola en flor como a un capullo verde.

»No había en su ánimo culpa alguna. Sus alabanzas estaban siempre en su boca y su lengua entonaba los loores de tu justicia. Acógela, ¡oh, Señor!, bendícela con tu amor, como a la hija del rey, porque es internamente limpia; y es su vestido de áureo brocado.

»Te lo pedimos en nombre de los merecedores. Amén».

Cottonmouth cerró los dedos de Ahgoona sobre la joya que sostenían, y suavemente plegó sus manos sobre su pecho. Volvió a envolver la Biblia en su inmaculada cubierta y tornó a su cámara.

Los hombres, silenciosos, salieron y subieron la escalerilla.

11

—Presumo que juzgarás que le he jugado un mal tercio a la pobre chica —comentó Cottonmouth, enseñando los dientes en una desagradable sonrisa.

—No —repuso Clark.

Se había barrido el puente del Hermana Peregrina; los daños causados por la partida de abordaje habían sido reparados y el piloto descendió a la támara con evidente mal humor.

—Algunos compañeros juzgan que he cometido un sacrilegio. Dicen que ninguna cosa buena puede salir de ahí y que habremos de enfrentarnos con muy mala suerte.

—No veo sacrilegio alguno en ejecutar una buena obra, incluso bajo el amparo de unas barbas falsas —dijo Clark—. Nadie sino un tonto o un supersticioso ignorante hubiera visto nada anómalo en tu servicio. Y si se ha de decir la verdad, creo que no has falsificado el oficio de difuntos.

—La dotación piensa que he asumido sin derecho el papel de sacerdote y entiende que de la misma boca no pueden salir bendiciones y maldiciones.

Clark se encogió de hombros.

—He visto a través de un hombre. Por primera vez pude verle por dentro. Dime, Cottonmouth: ¿por qué abandonaste el sacerdocio?

El piloto vaciló antes de responder broncamente:

—¿Cómo se puede renunciar a lo que nunca se ha tenido?

Clark no se dejó convencer.

—No hay quien predique o lea la Biblia como tú a menos de que lleve dentro de él algo de que carecemos el resto de nosotros. Tú has dominado la Palabra con más maestría que nadie a quien yo haya conocido. Mas eso se refiere a la Palabra. ¿Qué me dices del Espíritu?

—La Palabra vive conmigo, pero el Espíritu ha mucho que me abandonó. No fingí el ministerio que ejercía; fue el ministerio el que se fingió ejercido por mí.

—¿Sí? ¿Y por eso te burlas de la religión?

—¿Qué debe hacer un hijo a quien su madre aleja de su lado? ¿Hablar bien de ella?

—No me digas eso, Cottonmouth. No puedes decírmelo después de lo que te he oído hablar.

—Puede uno amar a su madre y burlarse de ella.

—Pero no te burlabas. ¿Qué te ocurría?

—Mira: fui criado por una familia que cifraba su ambición en tener un hijo eclesiástico. Buenas personas. Me educaron con ese fin y yo me sentía entusiasmado y orgulloso, porque sentía la vocación hacia la que me arrastraban.

»No me faltaba despejo y la gente me vaticinaba un gran porvenir.

El piloto prosiguió:

—He dicho varias cosas que no pensaba decir y he hecho otras en las que no creía. Y me comporté tan extrañamente que mis auditores me enseñaron la verdad acerca de mí mismo. Por primera vez aprendí que yo no era quien creía ser. Mi verdadero padre había muerto en la calle, beodo. Mi madre murió… en un sitio peor. Como dice David: “Engendráronme en la iniquidad y mi madre me concibió en pecado”.

»Quizá sea posible vencer el mal que nace con un hombre. Pero no tengo la probabilidad de intentarlo. Me han arrojado de mi hogar, que era mi Iglesia, y por ello he injuriado de continuo a quienes lo hicieron, aunque me constaba que era lo único que razonablemente podían hacer.

»No es grato ver pudrirse el cuerpo propio por culpa de la mala ralea de los que nos engendraron. Y mi alma está ahita de los venenos que ha heredado. Llevo una señal de nacimiento que no puedo ocultar. ¿Te extraña que parezca un renegado?

»Tú, Jonathan, has hallado algo precioso e inobtenible. Algo que no osarás mostrar al mundo. Has visto aquello que odio y que amo. Se halla envuelto en una sábana blanca y es el sudario de Cotton Mather Greathouse.

* * *

El príncipe Semyon Petrovsky sabía hacerse agradable cuando lo deseaba, y precisamente aquella mañana estaba en la mejor de sus maneras. Se despedía por algún tiempo, para ver de conciliar la discrepancia fronteriza ruso-canadiense, que antes mencionara a Marina, y se había presentado en su cuarto para despedirse de ella. La joven lo recibió, dando por hecho que la visita sería breve y formularia, mas el príncipe se hallaba en un momento simpático y facundioso.

—No osaba abandonarla —dijo Semyon— sin agradecerle antes sus muchas cortesías y sin expresarle mi admiración por lo perfecta y graciosa que es usted como ama de casa.

—Cualquier ama de casa sería perfecta y graciosa con un huésped gentil y considerado —repuso la joven—. No disponemos de muchos medios de agasajar a nuestros amigos, pero…

—Pero usted sabe sacar partido hasta de lo más mínimo. Y no me ataje asegurando que ello ha de agradecerse a su tío. El asegura que el castillo, antes de la llegada de usted, era una leonera. Mas usted lo ha convertido en una hermosa habitación humana.

—La prima Ana es una ama de casa muy experta.

El visitante movió la cabeza.

—No, no. La mano de usted se descubre por todas partes. Por ejemplo, en este gabinete, que refleja su personalidad y su inmaculado gusto. Es encantador. Exquisito. Me pareció, al entrar, hallarme en San Petersburgo.

Marina, sin poderse contener, repuso:

—¡Buen cumplido es ese, viniendo de quien conoce tantos gabinetes de damas!

El príncipe esbozó una leve sonrisa.

—Me he abierto camino hasta ellos porque soy un experto admirador de los encantos femeninos. El gabinete de una mujer suele ofrecer un compendio de su carácter.

—Lo mismo creo.

—Y un compendio —añadió el príncipe— acaso más revelador que su alcoba, porque pone al descubierto la parte íntima y la exterior de su personalidad.

La condesa rió.

—Es usted un desvergonzado, Semyon.

—Acaso. Cuando uno adquiere experiencia da cada vez menos importancia a la intimidad de una mujer, esto es, a lo que podemos llamar su encanto… clandestino. A la par los hombres maduros prestamos mayor importancia a sus atractivos externos, como por ejemplo, su tacto, sus gracias sociales, su inteligencia y su capacidad de persuasión.

»No se trata de que el hombre empiece a perder vigor, ni de que se encuentre harto. Imagino que sus impulsos entonces son dirigidos por el deseo de alcanzar influjo y satisfacer sus ambiciones.

»Llega un momento en que ese hombre no puede realizar sus deseos mediante sus esfuerzos propios, o al menos no tan de prisa como lo conseguiría con ajena ayuda.

»La admiro, condesa, porque posee usted las cualidades necesarias para asegurar el éxito de cualquier marido. Y conste, hablando con franqueza, que no me inclino mucho a admirar cosas que no me pertenecen. Puedo codiciar las propiedades ajenas, mas no les atribuyo su pleno valor hasta que son mías.

—Me da usted la impresión de que yo soy… un cuerno de la abundancia o una vaca de leche.

Brilló una chispilla divertida en las pupilas del príncipe Semyon, bajo sus gruesos párpados. No hizo comentarios directos. Respondió:

—Como iba diciendo, me parece una lástima que se malgasten tales y tan inapreciables talentos cuando podían aprovecharse con beneficio enorme. ¿Ha perdido usted todo deseo de volver a la patria?

—¡Por supuesto que no! Esta época del año es la más hermosa allí. ¡Oh, los lagos, las flores, el olor de las lilas! Crujen los carros de bueyes en los senderos campesinos, y en las anchas avenidas de la ciudad los caballos arrancan chispas al empedrado. Me encantan esos corceles de arqueados cuellos y de brillantes colas que besan el suelo. Los caballos me gustan mucho y no tenerlos aquí es lo que echo más de menos. Los nuestros me conocían y me seguían como falderos para que les diese terrones de azúcar v trocitos de zanahoria. Aún creo sentir en los dedos la impresión de sus blandos hocicos…

La condesa suspiró.

El príncipe dijo:

—En San Petersburgo se reanuda ya la vida corriente. Su Majestad incita a todos a que reparen los daños de la guerra. Ya llegan modas de París y Londres, las tiendas están atestadas y hay abundancia de dinero. Todo el que puede da reuniones. La Gran Duquesa Elena (que se interesa mucho por usted) ha iniciado una campaña en pro de que se establezcan nuevas mejoras sociales y de que se pongan en marcha grandes proyectos de cultura. Si usted la ayudara, ella se lo agradecería mucho.

Petrovsky mencionó otras amigas de Marina, explicando lo que hacían en la capital. Lord y lady Devon habían retornado a su casa de la avenida de los muelles del Neva, la esplendida calle petersburguesa bordeada de señoriales mansiones y palacios de grandes duques.

Describió escenas caras al corazón de la joven. El ancho río, entre sus paredones de granito, volvía una vez más a la vida, y al llegar el invierno se celebrarían fiestas sobre el hielo. Por el momento lo que resplandecía de animación eran los jardines de verano. Los niños de la aristocracia jugaban con sus niñeras francesas e inglesas y los tipos callejeros de más baja extracción voceaban en torno a la estatua del «abuelo Kryloff». La ópera era más popular que nunca y el ballet se elevaba a los pináculos del arte.

Jamás se había visto ciudad tan animada, excitante, interesante y satisfactoria como San Petersburgo. En ningún país del mundo, salvo en Rusia, ofrecía la vida tantas distracciones a los que tenían la suerte de poseer medios para sufragarlas, a los que vivían en el ambiente social adecuado para participar en ellas; y a los que gozaban de la cultura propia para saber apreciarlas.

Marina, viendo que el príncipe procuraba estimular sus sentimientos, confesó francamente su nostalgia.

Pero añadió:

—A pesar de eso, no puedo abandonar al tío Iván. Él me necesita y los dos nos hemos encariñado mucho. Alguna vez terminará su destierro, y entonces…

—Tal vez termine antes de lo que usted espera.

—¡Semyon! —exclamó alarmadísima la muchacha—. ¡No me diga que los puercos chupatintas han encontrado alguna irregularidad en la gestión de mi tío. No lo creeré, no…

—No he insinuado nada de eso.

—Respondo de la honradez de mi tío con mi vida. Sacrificaría cuanto poseo para defenderlo contra tal imputación.

—No lo dudo ni un momento. Pero la honradez en cuestiones económicas no es lo único que determina el éxito de un hombre en los asuntos coloniales. Tampoco lo es su capacidad para administrar una empresa semipública, como la Compañía Ruso-Americana. lista posesión ha sido fuente de serios gastos para el tesoro imperial año tras año. De hecho sólo Bairanov supo sacar provechos de aquí.

»No se trata, pues, de dinero, sino de cuestiones que implican el ejercicio de mucha previsión y sabiduría. Y cualquiera de las cosas que menciono están sometidas a opinión. Este país, en realidad, no es una posesión colonial propiamente hablando. Nunca se convertirá en un manantial de riqueza y carece de utilidad futura, ya sea política o de otra clase. Se trata meramente de una factoría de pieles que ha dejado de redituar. Podría convertirse en una buena colonia penal, pero ya tenemos una ideal: Siberia.

-—Si todos los actos del gobernador van a ser sometidos a examen, ¿quiere usted decirme quién se encargará de ello?

—Está usted hablando con esa persona.

—¿Es usted infalible? ¿Tiene poderes para instituirse en juzgador? —inquirió audazmente la muchacha.

—Infalible, no —respondió Petrovsky.

Hablaba con cierto enojo. Continuó:

—De todos modos nunca osaría yo ejecutar una misión importante de cualquier suerte que fuera, especialmente en un paraje tan remoto, sin antes investirme de las adecuadas facultades para proceder con arreglo a mi opinión, sea razonable o errónea.

—Esa vaguedad me inquieta —confesó la condesa—. Séame enteramente franco, Semyon. Yo quiero mucho al tío Iván. Me consta que es honrado, concienzudo y…

—Y no muy inteligente.

—Y un fiel servidor del Zar. Lo mismo diré a Su Alteza Imperial en persona y estoy segura de que me creerá.

—Nadie duda de su sinceridad, Marina, ni de deja de apreciar su lealtad y afecto a su familia. Pero se precipita usted en las conclusiones. Estoy autorizado para destituir a su tío del cargo, con o sin otras razones que las mías. Puedo sustituirle en persona o por un delegado. No he dicho que me proponga hacerlo. En realidad, supongo que su tío está cansado de su cargo y que acogería con agrado a un sucesor, siempre que le dieran el reingreso en el ejército con adecuado reconocimiento de sus servicios. También a usted le gustaría volver a San Petersburgo y a mí me placería que lo hiciera, porque aquél es su centro. Yo podría, en ese caso, ser un útil amigo para los dos.

—¡No me diga que ha recorrido tanto camino a fin de efectuar una proeza de abnegación!

—Yo no efectuó proezas de abnegación —repuso el príncipe con calma.

Marina se puso lívida. No obstante su mirada serena no mostraba temor alguno.

—Habló usted de ser en ese caso «un útil amigo». Ello implica una condición no expresada.

—Substituya el «en ese caso» por «con mucho gusto».

—Sus mismas expresiones implican que, caso de no ser amigo, sería usted un implacable enemigo nuestro. Ya lo sé. Mas no me agrada, Semyon, verme presionada de tal manera.

El príncipe protestó alzando las blancas manos.

—El tío Iván —siguió la joven— también rechazará su oferta, Semyon. O lo destituyen de] cargo, o no lo destituyen. No es un siervo ni un tendero. Las facultades que usted posee para terminar la carrera de un hombre de manera ora deshonrosa, ora honorable, es cosa que debe usted utilizar de acuerdo con su conciencia. Mi personal orgullo no me llevará a intentar influir en su decisión, príncipe. Me limito a poner entera confianza en su integridad.

Si Petrovsky se sintió ofendido por aquella salida, no dio pruebas de ello. Dijo, por el contrario, en tono aprobatorio:

—Cada vez aumenta más la estimación que le profeso. ¡Son tan estúpidas las demás mujeres! Pero esa referencia a su personal orgullo, ¿no llega, en esta coyuntura, un tanto inoportunamente?

—No entiendo lo que quiere usted decir.

—No me proponía hablar de ello ahora, pero me han contado una divertida historia a propósito de una joven noble rusa, rica, culta y caprichosa, que desdeñó un espléndido casamiento previamente dispuesto para ella, y abandonando una brillante carrera social, vino a América sólo para enamorarse de un truhán extranjero.

El príncipe movió la cabeza en amable reproche.

—Perdone. Nada me extraña ya en la vida, ni siquiera me sorprende. Hartos disparates cometo yo para osar censurarlos en los demás.

Marina, con voz viva, replicó :

—Confieso que tal historia es muy idónea para agradarle a usted. Pero si esa mujer tenía suficiente energía para asegurar su independencia, también debe tener la suficiente para resentirse de las murmuraciones maliciosas.

—Eso desgraciadamente no se puede evitar, porque pocas personas advierten que los ídolos tienen los pies de barro. Con todo, cabe que tal historia siga a la tal dama hasta San Petersburgo.

—¿Y qué tiene que ver eso con los asuntos de mi tío?

—Directamente, nada. Si he mencionado el caso ha sido por la referencia que ha hecho usted a su orgullo personal. Pero conste que a menudo esa admirable cualidad se confunde con el engreimiento. Mas tenga la certeza de que no tomaré ninguna decisión maligna o mal considerada respecto al general hasta que usted y yo celebremos otra plática. Entre tanto piense usted en su porvenir, así como en el de su tío

Petrovsky se levantó, besó los dedos de Marina y dejó la estancia.

—¡Lo sabía! —exclamó Marina a voces, cuando se reunió con la señora Selanova—. ¡Lo sabía! Algo me advertía que el príncipe estaba aquí por asuntos propios y que su nombramiento era una simple pantalla.

Y expresó, en resumen, lo que Petrovsky le había dicho.

—¿Crees —dijo la Selanova— que Semyon se propone emplear a tu tío como un arma contra ti?

—¿Pues qué otra cosa se propone? ¿Podría emplear palabras más claras, dentro de su manera de expresarse? Semyon es un maestro en el arte de las evasivas y las sutilezas. Nunca revela todos sus propósitos, no expresa por entero cuanto siente y se limita a invocar espectros en las mentes ajenas. Luego se va y deja que esos fantasmas atormenten al cuitado en quien ha sabido infiltrarlos. Ello es mucho más eficaz que las amenazas.

—¡No habrá osado Petrovsky amenazarte! —exclamó la Selanova, trastornada ante tal idea.

—No. Ya te digo que no es ese su sistema. Prefiere dejar a su víctima a merced de su imaginación. Uno se debate entre sus temores, más tremendos que cuantos él pudiera expresar con palabras. Sobreviene la aprensión, la incertidumbre, la indecisión, la duda… Petrovsky deja que sus insinuaciones ejecuten su puerco trabajo destruyendo el valor y la voluntad de resistencia de su víctima. Jamás le deja a uno obrar por impulso propio cuando le ve fuerte. Prefiere que el tiempo mine la fuerza de sus enemigos.

—No puede obligarte a que te cases con él. Porque nunca…

— Claro que no puede! ¡Y no lo hará! Por eso no te preocupes. Aquí de lo que se trata es de defender a mi tío Iván. ¡El pobre tío! Lucharé por él, y si es necesario, regresaré a Rusia y gastaré mi fortuna en su defensa. Pero más allá de eso no puedo ir, ni iré.

—Iván no consentiría que…

-—Tendré que explicarle lo que sucede, pero me aterra la idea de ponerlo sobre ascuas. ¡Oh, Ana¡Si al menos se hubiera hundido el buque de Semyon!

* * *

Pasó el tiempo. Marina aplazaba de un día a otro la desagradable tarea de confiar la verdad a su tío. Al fin, una mañana, se levantó resuelta a hacerlo.

Había arribado por la noche un buque: el mismo que llevara a la condesa desde San Francisco. Mientras Marina desayunaba, la señora Selanova entró en su saloncito y anunció:

—El Anadir ha llegado de Kodiak. Hay mucha excitación…

—Claro. Llegará el correo de Siberia.

—Probablemente. Pero el comandante Nickolievitch, que está ahora con el gobernador, dijo a no sé quién que reservaba una sorpresa al pueblo de Sitka. Algo extraordinario. Todos bajan hacia el muelle. Arréglate pronto, si quieres llegar a tiempo. Me muero de curiosidad.

Multitud de oficiales y sus mujeres se precipitaban por la Avenida del Gobernador. Marina y su prima descendieron los anchos peldaños cavados en la roca. El gentío se dirigía al amplio barracón de troncos que constituía la dependencia portuaria del gobierno. Sobre el techo campeaban los mástiles del Anadir.

Interesante era aquel almacén cargado de mercancías y tesoros procedentes de los más distantes parajes del planeta. Se atravesaba el almacén siguiendo una ancha galería que semejaba un túnel. Le servían de muro cajones de productos marineros, fardos de mercancías y apretadas hileras de toneles que se elevaban hasta las vigas labradas que sostenían el piso superior.

También éste se hallaba atiborrado de variados géneros de todas clases. Se aspiraba un centenar de indescifrables olores. Pieles y marfiles esperaban embarque. Se veían partidas de cereales, frutas y verduras en conserva, amén de buey salado, azúcar, tabaco, ron y especias de las Indias. Todo, en resumen, lo que hace pasadera la vida a una población colonial. El ancho pasillo central, limitado a entrambos extremos por vastos rectángulos de luz solar, recordaba el umbroso acceso de un bazar oriental. Parecíale al viajero hallarse en una calle de Bagdad.

Pasada la entrada se veía al fondo, recortada sobre la brillante aureola del sol, una hilera de hombres alineados como en una parada. Hacia ellos se dirigían los excitados ciudadanos de Sitka.

No bajaban de cuarenta aquellos individuos. Evidentemente no eran soldados, porque no usaban uniforme ni llevaban armas. Sus únicos distintivos eran los hierros que les ceñían las muñecas. Iban cubiertos de harapos y de ensangrentadas vendas. Aquellos , hombres, sucios y sin afeitar, parecían la tripulación de un buque pirata.

Y eso venían a ser: contrabandistas, lobos de mar, ladrones de las remotas Aleutianas. Nickolaievitch había realizado una hazaña histórica. De un solo golpe había capturado dos bandas de merodeadores del mar.

Y dos bandas que figuraban entre las más resueltas, esquivas y destructoras de todo.

Eso y otras cosas averiguó Marina y repentinamente se sintió algo mareada. ¡Era imposible que él figurase entre aquellas maltrechas criaturas! ¡Un hombre tan precavido y despejado! Otros hombres, más atezados y de espesas cejas, eran portugueses, según aseguraba el excitado público.

Y entonces Marina vio al capitán.

Resaltaba entre los demás por su elevada estatura, incluso superior a los de los otros hombres de Boston. Adelantaba el pecho, llevaba la cabeza alta y una leve y desdeñosa sonrisa vagaba por sus labios. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Marina sobrevino un cambio repentino en la faz de Jonathan. Inmediatamente su expresión tornó a endurecerse. Pero evidentemente el marino se había aprestado a la posibilidad de tal encuentro, porque no dio signo alguno de haber reconocido a la condesa.

Vagas fueron las memorias, que conservó Marina de su salida del almacén y su ascenso de las escaleras del castillo. Cuando entró en su primoroso gabinete, su corazón recobró su ritmo normal y el aliento pareció volver a sus pulmones. Enseguida, con un grito de congoja se dejó caer en brazos de la señora Selanova.

12

Aquél fue un día de asueto para los ciudadanos de Sitka. Incluso los tlingits llegaron desde su aldea para contemplar a los contrabandistas y oír la historia de su captura.

Se afirmaba que las dos tripulaciones rivales habían reñido un encuentro tan costoso y desmoralizador para los portugueses, que éstos fueron fácil presa para una patrulla del gobierno. El odio a los americanos hizo a los lusos explicar el paradero de sus conmilitones, lo que permitió a Nickolaivitch preparar un golpe. Habiendo harto a menudo fracasado en su intento de aproximarse al huidizo y rápido Hermana Peregrina, disfrazó de aleutianos a una cincuentena de sus marineros siberianos y los embarcó en umiaks, o grandes canoas de piel de morsa usadas por los indígenas en aquellas aguas.

Apostose el grupo en una caleta donde se suponía que debía recalar Clark. Tanto se parecían los siberianos a sus hermanos aleutianos, que los americanos nada sospecharon hasta que los hombres del Zar cerraron contra ellos. La maniobra fue hábil y diestramente ejecutada. Y ahora, como los cautivos de la antigua Roma, los malhechores eran exhibidos al populacho.

Jamás el comandante militar de Sitka había tenido que alojar a tanta gente a la vez, y menos cuando se trataba de dos partidas de rufianes prestas a lanzarse la una contra la otra. Mantenerlos separados constituía un problema, pero tras algunas demoras se consiguió encontrar para las dos tripulaciones sendos lugares en los que fueron encerradas.

Cuando se les quitaron las cadenas, Clark revisó a sus hombres para examinar sus mal suturadas heridas y procurar atenderlas en la medida de sus parvos medios. Los marineros estaban sombríos. Muchos expresaban su indignación ante el trato a que se les había sometido.

Cottonmouth, empero, no compartía el general resentimiento, y parecía incluso divertido.

—Mis antepasados inmediatos —explicó— pasaron tanto tiempo encadenados, que no tengo nada que aducir contra las cadenas. Poseo una herencia congénita a la curiosidad morbosa.

El ambiente que les rodeaba no deprimió el ánimo de los prisioneros. La estancia que ocupaban había sido evidentemente la sala de armas de un puesto militar. Los muros eran de planchas cuadradas de dura madera trabadas recientemente entre sí, y en uno de ellos se abría una tronera de seis pulgadas de longitud. En la pared frontera se abrían dos ventanitas, con rejas de hierro, que permitían pasar la luz y el aire. En uno de los rincones de la estancia se había construido una plataforma de seis pies de profundidad, que debía servir de lecho común. Lo cubrían unas viejas pieles de caribú, desgastadas por el uso. En otro rincón una artesa servía de letrina. Cerca había un barril de agua y un trapo para secarse.

El piloto contempló el panorama mientras se frotaba reciamente las muñecas.

—Esto no está mal —declaró—. Me he podrido en cárceles que olían mejor, pero en ninguna he tenido tan buena compañía. Esperemos que la justicia rusa sea lenta y el rancho gustoso. Entre tanto tendremos tiempo para meditar sobre nuestros pecados.

Clark notaba que desde que el infortunio se había abatido sobre ellos, Cottonmouth no profería una sola cita bíblica. Sospechaba la razón, pero se hallaba tan absorto en sus propios pensamientos que no se dejaba entregar a sus emociones, ni hacía comentario alguno. .Por el momento sólo evocaba la brillante visión de Marina Selanova, convertida de repente en la condesa Vorachilov. La veía con su sombrerillo parisién, su vestido y sus primorosos zapatos con las cintas cruzadas sobre los tobillos. Todos se habían dirigido a ella saludándola:

—Condesa. ¡Condesa Marina!

¡Qué bobo había sido! ¡Qué ciego! Aquello lo explicaba todo, incluso la forma en que la joven había partido de San Francisco. Con todo, el encuentro lo dejó abrumado. Y a ella al parecer también. Por un momento había parecido a punto de desmayarse.

Adivinando los sentimientos de su compañero, Cottonmouth dijo en voz baja:

—.Te sorprendiste, ¿eh? Es la primera cosa afortunada que en las dos semanas pasadas nos ha sucedido.

—¿Afortunada?

—La sobrina del gobernador podrá ayudarnos. Todo lo que necesitamos es una sierra mellada o una lima.

Clark miró fijamente al piloto.

—Nada puede hacer la condesa, y yo no aceptaré de ella el menor favor.

—Para ti, no. Pero tienes veinte hombres bajo tu responsabilidad, y ninguno desea danzar al extremo de una soga.

Clark se dirigió al camastro y se dejó caer en él. Las sucias pieles de caribú hedían tremendamente. Sin duda estaban pobladas de piojos.

* * *

—He visto el interior de esas mazmorras —dijo Marina a su tío—, y Clark no puede permanecer en ellas. No se trata de un criminal común.

El general asintió:

»—No, no lo es. Es un bandido tan poco común que me siento tranquilo al saberlo guardado bajo llave y cerrojos.

Advirtió la sinceridad de las emociones de la muchacha y dijo disgustado:

—Siento el percance. Yo creía que habías olvidado a ese hombre hacía mucho tiempo.

Ea emoción de su tío hizo afluir lágrimas a los ojos de la muchacha. Una mueca de dolor descompuso su faz. El general se puso en pie de un salto y exclamó con irritación:

—¿Es posible que persista ese malhadado enamoriscamiento? ¡Dios mío! ¡Que sea yo el que tenga que causarte tal dolor! ¿Por qué Nickolaivitch no colgaría en el acto a los piratas? Ello nos hubiera evitados sinsabores a ti y a mí.

—¡Cómo! ¡Ahorcarlos sin proceso!

—¿No iba el buque cargado de pieles robadas?

—El robo no se castiga con la horca.

—En circunstancias como las presentes, sí. Estos piratas conocen los riesgos que corren. Clark no merece el honor de dormir en una cárcel rusa. ¿Por qué, en nombre del cielo, ha de merecer mejor trato que los otros?

—Porque le amo. Una vez dijiste, tío, que si el dolor se abatía sobre esta casa nos hallaría unidos a los dos. El momento ha llegado, tío Iván. Te necesito y me necesitas. Te ruego que te sientes.

Marina comenzó con voz vacilante a explicar su conocimiento con Clark, y lo que a eso había seguido. Manifestó como el capitán había reaccionado ante el contacto, por breve que fuera, que ella quiso tener con las mujeres del mundo más bajo de San Francisco. Marina añadió que en el ansia de encontrar favor ante los ojos de Clark había intentado presentarse a él fingiendo ser lo que no era.

—Pero —prosiguió— él lo comprendió, tío Iván, y se sintió degradado. Incluso arriesgó su vida para protegerme de un insulto. Y has de saber que me trató con más cortesía y más respeto que ninguno de los hombres que he conocido. Mientras me hallaba dormida, apoyada sobre su hombro, me quitó la pintura y los polvos que cubrían mi faz. Y lo hizo porque tiene respeto a las mujeres decentes.

—Me asombras —confesó el gobernador.

—Ahora déjame que te hable de otro compañero suyo que es también «un gran caballero».

Relató lo que Petrovsky le había confiado. Cuando Vorachilov comprendió el significado de aquellas palabras, exclamó con ira :

—¿De manera que pretende usarme como instrumento para humillarte? ¡Es increíble! No sé cómo combatir contra un hombre tan inescrupuloso… Desde luego, debes ocultar el interés que te inspira ese americano.

—No ha faltado quien se encargara de decírselo. Desde que Petrovsky llegó he sospechado que me espiaban. Alguien debió de soltar la lengua. Semyon es de esos que no desperdician la menor ventaja. Te ruego que liquides este asunto antes de que él vuelva.

—Pero ¿en qué puedo ayudarte?

—Libertando a Jonathan.

—¡Santo Cielo!

—O favoreciendo su fuga.

Vorachilov, levantándose de su silla, empezó a pasear por la habitación.

—Has perdido la cabeza. Y por completo. Aseguras que crees en mi integridad y por otro lado me incitas a ejecutar lo que… lo que ofendería al mismo Petrovsky.

—Con un poco de ayuda, yo podría arreglar la cuestión.

—¡Basta!—dijo el general—. No quiero escucharte, Marina. Ya sé que ahora estás fuera de ti, porque si no, me sería difícil perdonarte.

—Reconozco que estoy fuera de mí —admitió la joven, acongojada—, pero algo ha de hacerse antes de que Semyon vuelva o intervenga de un modo u otro. Lo menos que puedes hacer es sacar a Jonathan Clark del horroroso lugar en que se encuentra.

-—Muy bien, muy bien… Y después, ¿qué? He prometido hacer con él un escarmiento y toda la población de Sitka está segura de que obraré como he dicho. Los portugueses merecen la horca, porque han cometido crímenes peores que el robo. Y los otros, ¿en qué son mejores que ellos? Fueron cogidos en la misma redada.

—Si ahorcas a Jonathan Clark yo me suicido —dijo la condesa.

Hablaba con voz queda, pero con evidente resolución. Su tío dejose caer en el butacón y se oprimió la cabeza con las manos.

—Déjame pensarlo —rogó a la joven.

* * *

La tripulación del Hermana Peregrina se puso en pie cuando crujió la puerta de la celda dando paso a un oficial y dos soldados siberianos. El oficial hizo un signo a Clark y le dirigió unas palabras en ruso, instaba a que le acompañase.

Caía la llovizna de Sitka, cálida y ligera, mientras Clark acompañaba a sus guardianes en dirección al castillo erigido sobre la roca. Era agradable sentir la humedad del agua sobre su rostro y sobre su desnuda cabeza. Y mientras subía la larga escalinata, Clark examinaba con curiosidad el vasto edificio de madera que campeaba sobre él.

Allí residía Marina. Clark se preguntó si entraría en lo posible que ella estuviese oteando a través de una de las ventanas, de cristales diminutos, que se abrían en los gruesos paredones. El joven pensó en sus ropas desgarradas, en su rostro sin afeitar hacía quince días, en su cabello sin cortar ni peinar. En nada se parecía al enlevitado elegante que tiempo atrás subiera las escaleras del Occidental con los brazos llenos de rosas.

Recorrió, con su escolta, un amplio vestíbulo. Pasó la ancha puerta y penetró en una estancia que supuso ser el despacho oficial del gobernador. En efecto, de un cuarto contiguo llegó un militar de edad, muy apuesto. La escolta de Clark se colocó en posición de firmes.

A un signo del general los dos soldados apoyaron en el piso sus fusiles y el joven oficial se situó junto a la puerta.

En la estancia contigua había sin duda alguien, probablemente un edecán del general, porque después de cerrarse la puerta percibiose tras ella un leve rumor.

—El capitán Clark? —preguntó el general.

El prisionero se inclinó.

—Jonathan Clark, de Boston.

—Siéntese.

A Clark le sorprendieron tanto la cortesía de aquella invitación como la soltura con que el gobernador hablaba el inglés.

Miró el marino sus ropas, reparó después en la butaca tapizada que le ofrecían y dijo:

—Gracias, señor. Llego del cuarto de guardia y tengo demasiado respeto por Jos buenos muebles para ensuciarlos. Permaneceré en pie, con su permiso.

—Cuando lo saquen de aquí lo llevarán a un alojamiento más limpio.

—Sin embargo, señor, preferiría quedarme con mi gente.

El general frunció el entrecejo.

—Irá usted donde lo lleven.

Hubo una pausa. El general parecía meditar sobre cómo debía principiar el coloquio.

—Éste no es un interrogatorio oficial —dijo al fin— Ha ganado usted una reputación tan exclusiva, que ha conseguido despertar mi curiosidad. Tengo además cierta idea de que podría usted darme algunos informes interesantes en el sentido oficial.

Clark meditó.

—Me parece —dijo— que puedo proporcionar datos importantes a cualquier funcionario celoso de sus deberes. Y los daría, Excelencia, si estuviese seguro de que el tal funcionario los acogería pensando en el bienestar del país y de sus habitantes. Pero temo que lo que yo diga se interprete erróneamente. Las gentes de Nueva Inglaterra tenemos fama de ser hábiles en nuestros pactos, y…

—¿Se considera usted en condiciones de pactar?

—Por lo que respecta a mí, no, señor. Pero de mí dependen veinte hombres, que por mi exclusiva responsabilidad se encuentran en este trance. Y esos hombres no son de la misma ralea que los portugueses.

—¿En qué se diferencian? —preguntó el general.

—Presumo que a usted le parecería absurdo que yo le dijera que mis hombres son gente decente y honrada.

El marino sonrió, como comprendiendo lo absurdo de que él pudiera albergar semejantes opiniones.

—Cierto que me lo parecería.

—Pues entonces permítame asegurarle que lo eran antes de embarcar conmigo. También añadiré que jamás han dado muerte a uno de sus soldados o de sus conciudadanos, general. Han evitado más de un encuentro con los rusos, incluso cuando nada tenían que temer de ellos. También han tratado bien a los indígenas y se han granjeado su amistad. Esto no pueden decirlo todos.

—No suscita usted mi compasión con sus asertos— repuso fríamente Vorachilov—. Esos hombres han quebrantado la ley.

—La de ustedes, sí —admitió Clark—. Pero a poca distancia de aquí se extienden otras aguas donde las actividades de mi gente serían consideradas perfectamente legales. ¿Vacilaría usted en traficar con los polinesios? Los mares están llenos de buques mercantes cuyos armadores trafican en todo, desde sedas y especias, a marfil de elefante y esclavos africanos de cabello rizoso. Por lo contrario, yo he preferido tratar sólo en pieles. Y cuando los marineros embarcan con un capitán de conciencia poco escrupulosa, les resulta difícil no ir a donde él les mande.

El gobernador rechazó tal argumento con un floreo de la mano.

—Había hablado usted de un pacto.

Clark gravemente repuso:

—No estoy en condiciones de pactar con usted, señor. Ni siquiera puedo ofrecerme en rehenes para garantizar la buena conducta de mi tripulación, pero sí solicitar que se me haga a mí exclusivo responsable de sus actos. Castígueme severamente, para hacer un escarmiento. Ahórqueme si lo desea. Esto servirá a sus finalidades tanto como el «extender su venganza a los demás.

—Es usted audaz —comentó Vorachilov—. ¡Lástima que no se dedique a una profesión honrada!

—Hace tiempo, Excelencia, antes de que esto ocurriera, venía yo sospechando lo mismo. En la esperanza de que atienda mi ruego en favor de mis hombres, ¿puedo aventurarme a sugerirle el modo de evitarse las pérdidas que le causamos los truhanes como yo, Excelencia?

—Hable si quiere.

—Gracias. El país de usted se apoderó de Alaska pensando en el comercio de pieles de nutria marina. Esta especie se ha extinguido, y las focas, segunda fuente local de riqueza, están extinguiéndose también. Mas usted podría salvarlas, señor, y a la vez alcanzar de ello un provecho acaso lo bastante grande para pagar los gastos de la colonia.

—¿Qué interés tiene usted en eso?

—Hay cosas que merecen la pena de hacerse por sí solas y ésta es una de ellas. No creerá usted que un hombre de mi profesión pueda tener un respeto rayano en la reverencia por las maravillas de la Naturaleza. Pero incluso un pícaro puede admirar la belleza y la grandeza de las cosas del mundo y lamentar su destrucción. Si las pieles de foca son tan maravillosas, ¿no es un sacrilegio el aniquilarlas?

»Me satisfaría infinitamente, Excelencia, que dentro de cincuenta años, por ejemplo, cualquier ciudadano de Sitka pudiera decir: “Aquí fue ahorcado Jonathan Clark. Era un rufián indigno, pero contribuyó a salvar las manadas de focas de las Pribilov”.

—¡Hum! ¿Cree que cabe hacer eso y obtener provecho? Siéntese. ¡Insisto en que se siente!

13

Clark temía que lo que iba a decir pudiera parecer ofensivo, pero no obstante, expuso francamente sus opiniones, esperando despertar el interés del general Vorachilov y con ello alguna ventaja para los suyos.

Principió recordando que ciertas islas de la costa de Siberia habían sido antaño tan ricas en criaderos de focas como las Pribilov, hasta que una codicia ilimitada había acabado extinguiendo los valiosos animales que frecuentaban aquellas zonas. De manera que las Pribilov se habían trocado en el único lugar del mundo donde podían «encontrarse pieles de foca de algún valor. Aquellos millones de pinnípedos constituían un manantial de grandes riquezas que, debidamente manejado, podía conservarse perennemente. Por desgracia, ya empezaba a agotarse. Estaba sucediendo lo mismo que sucediera en las demás islas.

Una vez repetida esa catástrofe, ya no cabría reparar el daño, porque la foca peletera sólo acude a criar en costas libremente elegidas por ella y en parajes cubiertos de bruma. De todas las islas septentrionales sólo las Pribilov ofrecían, a la sazón, condiciones gratas a las focas. De continuar las prácticas presentes pronto quedarían aquellas tierras exentas de toda población animal que no fuese la de las aves.

—Ya limitamos la matanza —dijo el general—, pero habiendo en acción hombres como usted, poco conseguimos.

Clark lo negó.

—Nuestras depredaciones ejercen poco efecto sobre los criaderos en sí. Además esas pérdidas, sean las que fueren, podrían atajarse con facilidad.

—¿Cómo?

Tras un instante de vacilación el americano repuso:

—-Vuestra Excelencia me ha dado buena tarea al permitirme extenderme en mi manía. Confío en que no se ofenda si le digo que los rusos tienen la culpa de las pérdidas que sufren. En cierto modo sus sistemas constituyen una invitación a hombres como yo. Ningún merodeador del mar osaría desembarcar en las Pribilov si los indígenas insulares se opusieran a ello y si los del continente no ayudaran a los que ejercen mi profesión.

—Los aleutianos no han sido nunca leales.

-—Para ello hay una razón, Excelencia. ¿Cree usted que traficarían con nosotros, gente extranjera, si recibiesen iguales consideraciones por parte de las brigadas peleteras del Zar? No. Esas gentes son sencillas y francas y se sentirían dispuestas a convertirse en leales súbditos si Rusia los reconociera como hijos. Pero han padecido cien años de cruel opresión y de ultrajes a manos de los cosacos. Además de lo cual sospecho que ha de rebasar sus facultades de gobernador tanto el salvar sus rebaños de focas como el obtener provecho de ellas. Ningún gobernador podría conseguirlo.

—¿Por qué no? Acaba usted de decir…

—Lo sé, señor. Pero la función del gobierno es gobernar y no comprar y vender. El Zar no es un mercader y sus funcionarios tampoco. Los provechos de las industrias sólo pueden conseguirlos personas tan expertas en ellas como ustedes en la administración de las leyes bajo las que han de vivir los comerciantes.

—¡Bah! ¿De manera que los criaderos de focas sólo podrán conservarse si se arriendan a tenderos y mercaderes, mucho más talentosos, sin duda, que Su Majestad?

Clark no quería dar a entender semejante cosa y se apresuró a decirlo así. Rusia no debía, en su opinión, hacer concesiones definitivas sobre los criaderos. Ello precipitaría su ruina más de prisa que nunca, y eso que la tal ruina era ya inminente. El gobierno imperial debía expedir leyes y reglamentos discreta y cuidadosamente meditados para evitar la matanza, y luego hacer arriendos temporales de Jos criaderos a las empresas privadas.

Seguramente podría encontrarse en Rusia un grupo de hombres de negocios que poseyeran previsión, experiencia y responsabilidad suficientes para encargarse de tal empresa y administrarla con la eficacia, economía y buen rendimiento característicos de los negocios privados. Rusia estaba consintiendo la destrucción de los rebaños de focas al mismo ritmo que América consentía la de sus búfalos. El búfalo había de desaparecer para dejar paso a la civilización, pero las focas no estaban en el mismo caso. Cabía conservarlas y cuidarlas con la misma diligencia y atención con que un granjero cuida sus vacas.

Sin dar tiempo a su interlocutor a que le interrumpiese, Clark siguió explicando las ventajas de su proyecto, que eran muchas.

La matanza indiscriminada de machos y hembras era criminal. Debiera virtualmente reducirse a Jos machos jóvenes, lo que permitiría la conservación de los rebaños. Ninguna hembra debía ser sacrificada. El procedimiento de matar las focas en la costa era costoso e imprevisor, ya que contribuía a depreciar la estima de las pieles buenas tanto como la de las mediocres. Sólo a principios de primavera debían organizarse cacerías. Las ventajas de esas y otras reformas fueron descritas por Clark concisamente, pero con la autoridad de quien sabe por experiencia lo que está diciendo.

—Dénseles escuelas, iglesias, casas habitables, buena nutrición y jornales decorosos. En ese caso no necesitarán ustedes mantener una armada, ni siquiera una guardia costera.

—Algo de verdad —confesó el gobernador— hay en lo de la conveniencia de limitar la matanza de focas. A pesar de nuestras ordenanzas cada año recogemos menos pieles y de calidad insegura.

—Situación, señor, que tenderá a empeorar. El proceder con miras a los intereses propios constituirá la mejor cura del mal.

Vorachilov movió la cabeza, dubitativo.

—Su plan es muy fantástico.

—Pues no creo —insistió Clark— que deba rechazarse a la ligera. Ahora ustedes no ganan nada. Fijen un precio a la concesión o concesiones parciales del monopolio, limiten la matanza y procuren mantener la buena calidad de las pieles. El mundo adquirirá pieles de foca de gran lujo, cuesten lo que cuesten, y la empresa privada ha de ganar con ello una cantidad satisfactoria, y el gobierno conseguirá sin duda lo suficiente para pagar los gastos de este país en su mayor parte.

—Temo que Su Majestad considere una impertinencia el pensar en quedarse solamente con parte de lo que le corresponde por entero. ¿Algo más sobre su plan?

El tono del general daba a entender claramente que las ideas de Clark no habían producido gran impresión.

—Cifras, pormenores… —repuso Clark—. Podría seguir hablando indefinidamente, pero ese es un bosquejo del proyecto. Poca cosa puedo ofrecer para salvar a mis hombres, pero por desgracia, es todo lo que tengo. Una vez más pido piedad, Excelencia, para mi tripulación. Para mí, nada pido.

Levantose y esperó.

—Procuraré darle mejor alojamiento —prometió e1 general:

Al regresar del castillo Clark tenía la certeza de haber producido una impresión muy pobre. Vorachilov carecía de visión e imaginación. No era extraño que semejante cabezota viviera en un barracón de troncos. ¡Bah! ¡Al infierno con él y con sus rebaños de focas!

Notando que le conducían a otras barracas distintas, Clark protestó vivamente y dijo a sus escoltas que prefería quedarse con sus hombres. Sólo le respondieron con un encogimiento de hombros y con un torrente de inteligibles palabras rusas.

El nuevo lugar de confinamiento de Clark no difería mucho del otro, salvo en que estaba limpio y algo mejor amueblado. Evidentemente se había previsto la ocupación de aquel aposento, porque había en él ropas limpias y un barbero lo esperaba para afeitarle y cortarle el cabello.

Clark se preguntó si aquello no implicaría un significado siniestro. Si la costumbre del país consistía en ejecutar en público a los merodeadores de pieles, convenía presentarlos lo mejor posible.

Poco después un mozo mestizo, envuelto en un impermeable, le llevó una comida espléndida. Clark pensó que también ésa era una costumbre que se aplicaba a los que estaban en capilla.

¿Comió con apetito, se acostó pronto y durmió hasta que por la mañana el guardián abrió la puerta para dar paso al muchacho, esta vez con el desayuno.

Aquel día y el siguiente transcurrieron sin novedad. Ni los guardianes ni el joven camarero hablaban una palabra de inglés, lo que impedía a Clark intentar comunicarse con Cottonmouth. Su irritación crecía de hora en hora, y aquel aislamiento le resultaba tanto más enojoso cuanto que le hacía pensar en Marina con más frecuencia que nunca.

Se preguntó si tendría noticias de ella. Probablemente no. Ella había tenido un capricho en San Francisco y aquel capítulo de sus aventuras se había cerrado. No obstante, ella debía encontrar la situación algo embarazosa. Sin duda a su manera, la manera leve propia de una persona de elevada educación, se sentía disgustada. Incluso cabía que ella hubiera influido en la mitigación de las molestias de la situación de Clark.

Marina podía hablar a su tío diciéndole: «Recuerda que ese hombre me llevó a comer y al teatro. Se comportó muy correctamente. Es casi un caballero. No me agradaría que lo ahorcases… Podrías condenarlo a otra cosa. ¿Prisión perpetua? ¿Siberia? ¡Ah, magnífico! Siempre ha de tenerse un poco de compasión, ¿verdad?»

La mente del joven se encontraba sumida en deprimentes pensamientos de semejante clase cuando el muchacho mestizo le trajo la cena. Cerrose la puerta, se corrió el cerrojo y Clark oyó pronunciar su nombre.

—Jonathan…

Clark se levantó de un salto. En el rostro del muchacho brillaban los ojos de Marina.

Cayó hacia atrás la capucha del impermeable, dejando al descubierto una mata de suave cabello negro, de tan finos pelillos que formaban en torno a la cabeza de la mujer como una aureola de humo.

Clark sintió el impulso de gritar, de asir a la joven en sus brazos y cubrirla de besos. Pero se reprimió.

—¿No es esto una imprudencia? —murmuró con voz ronca.

—¡Oh, Jonathan! —respondió ella con un tono que respondía de sobra a las íntimas preguntas que tanto le habían torturado a Clark últimamente.

La mente de Clark quedó libre de dudas y aprensiones. Una abrumadora emoción lo poseyó, cortándole la palabra. Un momento después los brazos de la joven enlazaban su cuello. Los labios de los dos se unieron en un apretado beso.

Pasó algún tiempo antes de que ninguno de ellos recobrase la compostura suficiente para hablar con coherencia o seguir un pensamiento concertado. Finalmente Clark se enteró de que Marina había arreglado aquella entrevista merced a los buenos oficios de Piotr Suchaldin, que tenía amigos entre la tropa. Uno de ellos estaba de guardia y Piotr ocupó su puesto. Pero la muchacha no podría permitirse el lujo de_permanecer allí largo rato. Acaso otro día pudiera llegar a una hora más tardía, lo que disminuiría el peligro.de que los descubriesen. Por desgracia, los días eran tan interminables ahora, que casi nunca sobrevenía la oscuridad completa. Aquella noche la había favorecido la niebla, pero Marina no osaría repetir muy a menudo la aventura. Había demasiadas personas por los alrededores.

—¿Tienes idea del tiempo que voy a permanecer aquí? —preguntó Clark.

—No lo sé…

Marina se oprimió estrechamente contra el marino. Su voz se quebró.

—El tío Iván no quiere decirme nada —manifestó—. Siempre que le menciono el asunto, se encoleriza. ¡Ay, Jonathan! Hace meses que venía temiendo esto.

—Pero no te disgustes —la consoló—; peor podían estar las cosas. Hace una hora todo me tenía sin cuidado, pero ahora la vida me parece apetecible.

—Ya te explicaré por qué partí de San Francisco como lo hice…

—¿Qué importa eso ahora?

—Espera. No quiero que pienses mal de mí, sino que te hagas cargo de las cosas.

Y Marina explicó la impresión que había sufrido al llegar al hotel por la noche y encontrar a Nickolaivitch y sus oficiales esperándola. Se habían hecho preparativos para partir inmediatamente, pero la joven quiso negarse, provocando la general consternación. Ella y su prima Ana tuvieron una disputa. Los demás intervinieron. Era terrible. Tantos contra una…

Y luego la revelación de la identidad de Clark.

Marina había caído en una crisis nerviosa que Ana alivió haciéndole beber una poción sedativa que ella usaba. Pero esa vez no debía ser tan ligera, porque Marina recordaba muy poca cosa después. Sólo el traqueteo de un carruaje, las luces, los muelles, el buque… Y tras esto había pasado varios días seguidos muy enferma.

Clark le explicó a su vez su congoja de aquella noche y la decisión que había tomado.

—No me importaba —añadió— lo que los demás pensasen, pero creí que el que yo continuase mi guerra privada contra el Zar no alteraría nada tus sentimientos.

Respondiendo a la presión de sus brazos, Clark besó apasionadamente a Marina.

-—Cuando supe que te habías ido —prosiguió— no supe qué pensar. Durante largo rato me fue imposible coordinar claramente mis pensamientos. Me entregué a una vida muy desordenada. Al fin zarpé. Y por eso estoy aquí. No me preocupaba mucho de lo que pudiera acontecerme cuando me hice a la mar con rumbo al Norte.

—Oí lo que dijiste al tío Iván. Me había escondido detrás de la puerta.

—No sabrá que nos queremos.

—¿Mi tío? Lo sabe todo.

—¡Dios mío! —exclamó Clark.

La muchacha escondió su rostro en el hombro del marino. Intensos temblores recorrían su cuerpo.

—No hablemos de mi tío ni de nada, no siendo de nosotros —imploró Marina—. Me basta oír tu voz y sentir tus brazos en torno a mi cuerpo. Pensé volver a San Francisco, pero tampoco habría podido hacerlo a tiempo de encontrarte.

—¿Pensaste eso realmente?

—Sí.

El éxtasis de aquel momento era tan completo que ninguno osaba interrumpirlo, ni revelar sus zozobras.

Cada uno de ellos comprendía claramente los sentimientos del otro, pero le faltaba valor para expresar los propios. Tiempo tendrían después, cuando hubiesen reprimido mejor sus emociones.

Dijérase que acababan de empezar a hablar cuando giró la llave en la puerta y sonó la voz amonestadora de Piotr Suchaldin, anunciando a Marina que había llegado la hora de marchar.

—Vendré en cuanto pueda —prometió ella— y entonces pensaremos lo que conviene hacer.

La separación fue tan dolorosa como aquel día de San Francisco. Constituyó una suerte para ambos el que la segunda advertencia de Piotr fuera imperativa. Cuando la muchacha separó finalmente sus labios de los de su amado y la puerta se cerró tras ella, Clark trató de organizar sus pensamientos.

Ahora comprendía por qué el general le había hecho llamar. No se trataba sólo de obtener informes, sino de satisfacer su curiosidad y comprobar qué clase de individuo había conquistado el afecto de su sobrina. La había consentido que escuchase la conversación, cierto, pero eso, ¿qué significaba? Nada. Tanto como el fingido interés de Vorachilov por la explotación peletera de las islas Pribilov.

Mas ¿y si el gobernador sintiese auténtico interés? En todo caso, ¿cómo lograría Clark librarse de la trampa en que había caído? ¿Y cuándo? Ya no estaba enamorado de una muchacha rusa vulgar, sino de. una personalidad importante. ¿Matrimonio? La idea parecía absurda, rayana en lo fantástico.

Absorto en sus pensamientos, Clark paseaba maquinalmente por la habitación.

14

En una fiebre de aprensión e incertidumbre Clark contemplaba desvanecerse con lentitud las postreras claridades del crepúsculo. Todos sus nervios estaban en tensión, porque aquel día había sido para él un día de suspensión e incertidumbre. Finalmente, convencido de que Marina había encontrado imposible cumplir su promesa de volver, cayó en un estado de abatimiento profundo.

Al fin rechinó la llave en la cerradura y Clark se levantó de un salto.

Aquella segunda entrevista fue, si cabía, más emotiva que la primera, porque los dos la habían esperado con ansiedad. Desde la primera noche de San Francisco les había sucedido lo mismo. Irresistibles fuerzas los atraían y tan pronto como los acercaban tan difícil era dominarlos como dominar un caballo desbocado. La entrega moral de Marina había sido más rápida que la del marino, pero a la sazón el abandono de éste era completo. Y los dos, cómo desesperados nadadores perdidos en un torrente, se limitaban a asirse fuertemente el uno al otro, permitiendo alternativamente al menos fatigado conducir la marcha.

Tras un tiempo interminable lograron dominarse lo bastante para hablar con cordura.

Resultó entonces que Marina, no menos desesperada que la tarde anterior, había empezado a planear la fuga de Clark. Cerca estaba el desierto. El marino era resuelto y audaz. Cabía fácilmente conseguir la ayuda de los indios. Desde luego habría grandes peligros y la joven viviría entre torturas hasta que supiera que él se hallaba a salvo.

—¿Y después? —preguntó él dulcemente.

—Te seguiré a San Francisco. O a donde quieras

—Te olvidas de mis hombres.

Marina miró a Clark con asombro. Costole trabajo al joven hacer comprender a la muchacha que no estaba dispuesto a evadirse dejando cautivos a sus hombres.

—Si están aquí es porque yo los embarqué en la aventura —concluyó—, y debo, por lo tanto, cargar con la responsabilidad de lo que les ocurra.

—¿Y si tu presencia no influyese en su suerte para nada? O bien, ¿querrías procurar ayudar a alguno de tus compañeros?

—¡Ya lo creo! Ayudarles a fugarse y compartir con ellos los riesgos de la fatiga. Es cosa muy diferente a escapar solo, como un cobarde. Un hombre ha de vivir a la altura de sus convicciones.

—¿Y porque hayas de vivir a la altura de tus convicciones, debo quedarme sola yo? ¿Sola por esos hombres.

—Escucha. Supongamos que yo huyera solo y tú me siguieses. Después de eso, ¿qué? ¿Has pensado en ello?

Marina asintió.

—He pensado. Nos reuniremos y viviremos juntos No creo que haya más que pensar.

Clark le recordó que ella era una aristócrata y él un criminal, al menos según la opinión de los compatriotas de Marina.

La muchacha estalló en una crisis nerviosa que sólo se calmó cuando Clark la oprimió más estrechamente entre sus brazos.

Marina aseguró que su carácter había cambiado mucho desde que partiera de Rusia. Si el rango había significado siempre poco para ella, ahora significaba menos que nada. ¿Dinero? ¿Posición social? Estorbos para quienes los poseían. La vida en una cabaña de troncos con el hombre amado sería para ella más grata que el palacio de un príncipe.

Al pronunciar esta palabra un estremecimiento de repulsión recorrió su cuerpo. Atrajo hacia sí la cabeza de Clark y le besó ávidamente y fiera, como si aquella fuese su última caricia. Y los labios de Clark gustaron el sabor salino de las lágrimas de la joven. Lo que al cautivo le enloquecía era su completa imposibilidad de emprender nada. Por otra parte era cosa celestial tener a Marina tan próxima a él en el oscuro silencio de la barraca.

Marina no acudió a la noche siguiente Clark pasó insoportables torturas, pensando qué podría haberle ocurrido a la joven.

Ésta reapareció a la otra noche. El contento de Clark al verla fue tan grande que apenas si acertó a balbucir torpes palabras.

Fuera caía una lluvia neblinosa, que mojaba las mejillas de la muchacha. En aquella humedad apagó Clark su fiebre.

—He estado en el infierno —confesó, desvalido.

— ¡Jonathan! Ten en cuenta que no siempre es posible salir del castillo. De vez en cuando hay días que…

—Pues esos días son para mí un mes de torturas. Pide a tu tío que ponga fin a esta incertidumbre. ¿Van a procesarme? ¿Van a dejarme pudrir aquí? Si el general ha de colgarme, que no lo demore.

—¡Chist! —repuso la muchacha, apoyando los dedos en la boca de Clark.

—¡Bien acertó al aislarme! —rugió Clark—. Si mis hombres estuvieran aquí conmigo, acabaríamos haciendo pedazos estos muros.

—Y os matarían a todos.

— ¿Y qué? Ya me muero cada vez que sales por esa puerta.

—Lo sé. Pero ¿acaso estás tú, ni por un instante, ausente de mis pensamientos? He inventado mil planes y no me he decidido por ninguno.

Era claro que la incesante tensión de los pasados días había dejado extenuada a la muchacha. Clark deploró su arrebato. Viéndola casi enferma de angustia y temor procuró consolarla y alentarla. Pero los dos tenían la fortuna de poder hallar la evasión del presente huyendo hacia un futuro maravilloso. Era, pues, un bendito alivio para ellos entregarse a construir castillos con piedras que les constaba que eran imaginarias. Podían esos castillos desvanecerse, pero el amor persistía sólido y real como una roca, y por lo tanto a él se aferraban. Quedaba, pues, poco que hablar del caso.

Cuando Marina partió, había espesado la niebla. Los edificios estaban a oscuras y de los aleros se desprendía un continuo goteo. Echándose la capucha sobre la cabeza Marina se lanzó a la noche.

Pero no había ido muy lejos cuando notó que alguien la seguía. Aminoró el paso para dejar que la otra persona se adelantase. Y prorrumpió en un sofocado grito cuando una mano firme la asió por el brazo.

Trató de desasirse del apretón, luego echó hacia atrás la capucha y se halló cara a cara con el príncipe Petrovsky. En respuesta a su involuntaria exclamación, el príncipe dijo ásperamente:

—No me dé explicaciones. Ya sé que viene de visitar a unos amigos. Estoy bien enterado de todo. Cuanto menos se hable de ello, mejor. Guardaremos en secreto esta visita nocturna a su galán. Seguramente su tío lo preferiría así.

—¡Desde luego! —respondió ella con furia sólo parangonable a la del príncipe—, ¡Figúrese su ira al saber que un invitado de la casa se había dedicado a espía!

Petrovsky intensificó la fuerza de su apretón. Prometió con voz aviesa:

—¡Mañana él será huésped mío! Sí, tiene usted al futuro gobernador de Alaska mojándose bajo la lluvia. No creía que fuese usted tan desenfrenada en sus afectos. Acaso he sido demasiado audaz al interrumpir su relación. Como es harto tarde para pedirle que me reciba en su gabinete, he de ser yo quien le ruegue que pase a bordo de mi buque, donde hemos de hablar unas palabras en privado.

—Nada tengo que hablar —declaró la condesa.

—Pero yo sí. Y también tiene su tío que decir unas cuantas cosas. Nos interesa mucho estudiar… las reformas que me propongo instituir cuando me encargue del gobierno. Una de ellas, innecesario es decirlo, será la rápida administración de justicia.

Marina sólo tenía una opción: 1a de ir, porque Petrovsky seguía estrechándole con fuerza el brazo. Bajaron en silencio desde la Avenida del Gobernador, hacia la ribera.

De no haber sido por la niebla que cubría el puerto aquella mañana, Marina podría haber visto retornar el Siberia, el buque de Petrovsky. En ese caso la impresión de la joven no habría sido tan fuerte. Pero en estas condiciones la situación se presentaba embarazosa, agorera…

Petrovsky se había propuesto visitar a la princesa tan pronto como arribase, pero antes de que saltase a tierra llegó su contable jefe, un tal Golovin, llevando a su señor nuevas que éste no esperaba.

Era Golovin una persona untuosa en quien el príncipe confiaba más para los informes confidenciales que para los libros de cuentas. Era investigador diestro, atento escucha, y en resumen, un rufián. Fue él quien transmitió a Petrovsky la historia del trato de Marina con Jonathan Clark.

Al saber que la encantadora condesita se había entregado a algún devaneo, pareciole verosímil que volviese a enredarse en otro, y así, en la esperanza de aprovecharlos, dio instrucciones a Golovin para que vigilase a Marina estrechamente.

Aquella misión era grata para el tenedor de libros Aquel hombre de ganchuda nariz estallaba de satisfacción cuando informó a su jefe de que Jonathan Clark había sido capturado, y de que la condesa Vorachilov le había mostrado prestamente su favor haciendo que lo trasladasen desde el barracón de la marinería a un departamento especial.

Mas eso no era todo. La misma noche de la llegada de Clark la condesa lo visitó clandestinamente. Iba disfrazada. Y ello se repitió la segunda noche y entonces la entrevista se prolongó más.

—¿Qué dice usted? —exclamó Petrovsky, pasmado ante tales noticias.

Golovin sonrió y bajó la cabeza afirmativamente. Probablemente la muchacha hubiera pasado toda la noche con el individuo si se le hubiese presentado la oportunidad.

¡Qué tremendo escándalo, no! ¡Y qué sensación si se divulgara!

El informador estaba encantado de su tarea. Parecíale que compartir con su ilustre jefe un secreto de tal envergadura establecía entre ellos una nueva y más íntima relación.

Pero su engreimiento suscitó el desagrado de Petrovsky, poco amigo de que sus secretos verdaderamente transcendentales fueran conocidos por sus subordinados. Y dada la peculiar naturaleza del presente caso, el príncipe decidió que Golovin había dejado de serle útil. El buen contador hubiera experimentado un estremecimiento de haber sabido interpretar la reacción del príncipe.

Tras someter al sujeto a un breve interrogatorio, Petrovsky anunció que él se encargaría del resto de la gestión. Y así lo hizo, comprobando, muy a su pesar, la verdad de las acusaciones de Golovin. Pero su dignidad se sentía muy humillada al tener que desempeñar el papel de su subalterno.

Hasta que no hubo escoltado a Marina hasta la cámara del Siberia, la muchacha no exteriorizó plenamente su enojo. Se frotó el brazo por el lugar donde él lo aferrara y lo miró con ojos llameantes.

—¿Con qué derecho —preguntó— me ha arrastrado usted aquí contra mi voluntad?

—Porque debemos llegar a una comprensión mutua antes de que yo vea a su tío.

—Creo que ya nos entendemos bastante bien.

Petrovsky movió la cabeza.

—No; yo no la entiendo a usted. Me asombra sobremanera que una joven de su inteligencia se olvide de sí misma hasta el punto de mezclarse en un asunto tan sórdido como el presente. Una cosa tan estéril, tan necia…

—Muy bien. ¿A qué venir a desahogar aquí su resentimiento contra mi tío Iván?

—No estoy resentido contra él —respondió Petrovsky con bastante sinceridad—. No tengo, en rigor, interés alguno por su tío. ¿Sabe él, a propósito, que suele usted visitar a ese joven americano?

—No.

—Supongo que el enterarse de ello le impresionaría aún más profundamente que a mí. Ya sé que las mujeres son necias, y no puedo reprender lo que a menudo he contribuido a fomentar. Pero, en cambio, su tío es severo como todas las personas de criterio angosto.

—Me constaba que me haría usted seguir —dijo la muchacha con amargura.

—No lo debía dudar.

—¡No dudo de nada! -—barbotó Marina— Diga donde he sido vista y lo que he hecho. Vocéelo desde lo alto del Keekor. Mi tío sabe que amo a Jonathan Clark y por lo tanto bien puede saberlo el resto del mundo.

Esta vez el asombro de Petrovsky llegó a sus límites. Pasó un momento antes de que pudiera reponerse.

—¿De manera que habla usted en serio? —dijo al fin—. ¿Es verdad que está usted enamorada? Había yo dado por hecho que se trataba de una mera aventura juvenil. Mis sentimientos hacia ese joven habían sido hasta ahora impersonales, como pueden serlo los de un esposo anciano. Pero ya veo que aquí hay algo más que un devaneo momentáneo.

—Tiene usted razón.

La impasible cara de Petrovsky palideció gradualmente. Dijo con brusquedad:

—Será para mí un placer colgar a ese hombre. Y en las horcas más altas que pueda construir. Le dejaré pendiente de ellas hasta que los cuervos le saquen los ojos y la carne le caiga de los huesos a tiras.

Marina repuso con plácida sencillez:

—Si lo hace así, puede ahorcarme a mí también. Y ahora, con su permiso, me retiro.

—Será lo mejor —concordó el príncipe—. Esperaba celebrar con usted una charla sensata acerca de los asuntos de su tío y de los nuestros, pero ninguno nos hallamos en disposición de hablar sosegadamente.

Preparose a tomar su capote. La joven dijo:

—Preferiría ir sola.

—Muy bien. Avisaré al oficial de guardia.

La joven desapareció en la húmeda noche. Durante unos instantes el príncipe permaneció absorto en sus pensamientos. Luego, llamando a uno de los tripulantes, le preguntó:

—¿Está Gerassim a bordo?

—Sí, Alteza.

—Envíalo a mi cámara.

Al entrar en ella se secó las gotas de lluvia que le salpicaban el rostro y se miró al espejo. Estaba peinándose la barba cuando Gerassim, uno de sus varios lacayos, apareció en el umbral.

—¿Sabes dónde se aloja Golovin, el contador?

—Sí, Alteza.

—Pues visítalo. Hazle salir de la cama sin que nadie se entere. Dile que quiero verlo inmediatamente.

—En seguida lo traigo, Alteza.

Petrovsky se volvió, peine en mano.

En realidad no me interesa verlo para nada. Ni ahora ni nunca. ¿Comprendes?

—Creo que sí, señor.

—Procura que nadie vuelva a verlo más. Tienes la noche entera para ello; y cuando regreses anúnciamelo. Y ahora apresúrate, porque quiero acostarme.

El príncipe reflexionó que constituía una gran fortuna el que Clark hubiera llegado a Sitka cuando lo hizo. También era satisfactorio que Marina hubiese confesado francamente su amor. Esto prometía arreglarlo todo. ¡Qué buen ánimo y qué independencia demostraba aquella muchacha a pesar de ser tan joven!

¡Y qué belleza poseía! Una vez enmudecido Golovin, no habría que temer ninguna indiscreción.

Empezaba a apuntar la aurora cuando volvió Gerassim para anunciar que su misión estaba cumplida. Petrovsky lo recompensó y se acostó sintiéndose contentó del curso que los acontecimientos habían tomado.

15

Petrovsky se levantó tarde, y supo que el general Vorachilov lo esperaba. Se vistió pausadamente y desayunó despacio.

El general, aun pasmado al saber que lo relevaban del cargo, expresó su sorpresa por el hecho de que la noticia le hubiera llegado indirectamente.

El príncipe se encogió de hombros, sin explicaciones ni comentarios. El general se encrespó:

—No creo que nuestras cuentas, revisadas por Golovin, hayan arrojado irregularidad alguna.

—No. Ni siquiera se ha terminado la revisión.

—Golovin no podrá terminarla —anunció el general—. Ha sido encontrado esta mañana con el cráneo partido.

Petrovsky fingió extrañarse de la noticia.

—¡Qué calamidad! —observó—. ¿Quién tendría interés en quitarlo del medio? ¿Y quién iba a ganar con ello nada?

—En las peculiares circunstancias presentes —respondió el irritado Vorachilov, enrojeciendo— no faltarán personas mal pensadas que me atribuyen el crimen a mí.

—¡Sería absurdo! —exclamó el príncipe, sin mucha convicción.

—No más absurdo, Alteza, que repasar mis libros esperando encontrar algún fraude en ellos.

—Nunca he dudado de su integridad, mi querido general. Supongamos que Golovin murió a manos de un marido ultrajado (suerte que puede recaer sobre cualquier hombre) y dejemos de acordarnos del asunto. Atribuyámoslo, por el momento al menos, a causas naturales. Desde luego anticipo que la comprobación de cuentas no redundará en desprestigio de usted, fuera del lamentable hecho de que la Compañía Ruso-Americana continúa siendo una empresa ruinosa.

—Espero sinceramente que Vuestra Alteza posea el toque mágico capaz de convertirla en provechosa. Pero es una tarea que exige algo más que llevar los libros con exactitud.

El general hablaba con mal oculto resentimiento.

—Yo no soy un mago —confesó el príncipe.

Siguió una pausa muy tensa, que el general interrumpió diciendo:

— Últimamente he venido meditando un plan que, en mi opinión, podría modificar la situación seriamente.

¿Sí?

Con el orgullo del entendido Vorachilov expuso el bosquejo del plan que le propusiera Jonathan Clark. El príncipe pareció poco impresionado.

—Alaska es un país agotado —expuso Petrovsky— Sus recursos peleteros se han agotado hasta llegar a un extremo en que constituyen más una carga que un provecho. ¿Qué hay aquí? Algo de cobre, hierro de mala calidad para usos locales y carbón de muy poco rendimiento. Estos son los minerales de que disponemos. Hay pesca y madera, pero ¿quién las usa? Nadie. Baranov espumó la crema y no dejó para sus sucesores más que leche agria. Francamente, general, no tengo deseo alguno de convertirme en uno de tantos gobernadores fracasados. No he venido aquí con ese propósito.

—Marina me ha explicado el motivo de su visita.

Petrovsky continuó impertérrito:

—Es probable que yo no tuviera más éxito como gobernador que usted o los que le han precedido. No obstante, aceptaría el cargo en caso necesario.

—¿Necesario? —repitió el gobernador.

—Le diré con franqueza que no me importa este país ni quiero gobernarlo. No puedo expresar suficientemente la extensión de mi indiferencia por el pasado, el presente y el futuro de Alaska. Mis ambiciones se centran en otras direcciones. ¡Hay tantos y tan deseables puestos diplomáticos de importancia desempeñados por tontos! Preferiría dar el asunto por terminado, renunciar al ajuste de cuentas y volver a San Petersburgo con Marina.

El rostro del general se endureció.

—No permitiré que mis intereses influyan en los sentimientos de mi sobrina.

—Ello me evitaría también la triste necesidad de someter a juicio a esa desagradable amistad de su pariente. Me refiero a Jonathan Clark.

—Creo, Alteza, que Marina no aceptará un matrimonio de conveniencia.

Petrovsky frunció el ceño con impaciencia.

—Todos los matrimonios son cuestión de conveniencia por una de las partes. Nunca consideré la ruptura de Marina conmigo más que como un movimiento impulsivo. Y la creo demasiado práctica para persistir en su actitud.

—¿Y si persiste?

Petrovsky meditó en tal posibilidad.

—-Sería inconveniente para mí el que yo considerara ese desaire como una afrenta personal. No creo a Marina tan obstinada, tan insensible, tan ciega a su propio bien y al bien de los otros. Asegúrele, general, en mi nombre, que mi admiración por ella es ilimitada, y que ha crecido extraordinariamente. Añádale que me niego a tomar un «No» como respuesta. Pídale que pondere los beneficios de su aceptación y las lamentables consecuencias de su negativa. Me proponía actuar hoy, pero bien podré relevarlo mañana en caso de que me vea obligado a hacerlo.

Y concluyó:

—Por lo cual confío en que hable usted a su sobrina lo más hábilmente que pueda. Hágalo en mi nombre. Piense en lo mucho que el caso significa para todos.

* * *

Inquieto fue aquel día y de insomnio la noche para la señora Selanova, quien asistía con simpatía a la lucha y la tensión que Marina soportaba. Tanto ella como el general estaban indignados por la propuesta de Petrovsky de cerrar un trato a costa de la felicidad de la muchacha. La Selanova lo consideraba un vil ultraje, y el gobernador prohibió terminantemente a su sobrina que se casase con el príncipe, o hiciera concesión alguna que tendiese a favorecer a su tío.

Esto era muy consolador para la joven, pero no la ayudaba en nada a estudiar los medios de afrontar la principal amenaza que esgrimía Semyon. Pensar en ella daba náuseas a la condesa. El príncipe estaba en condiciones de vengarse sádicamente de Clark y ella se sentía segura de que se vengaría si no se aceptaban sus condiciones.

El general acabó reconociendo que Marina había juzgado debidamente a aquel hombre. Petrovsky era venal e implacable. Carecía de honor y de lealtad. Mala hubiese sido la situación en caso de que estuviera enamorado de la muchacha, pero ni siquiera insistía seriamente en afirmar su amor.

—Ese pillo es incapaz de amar a nadie —aseguró la señora Selanova—. Desde luego le atrae la belleza de Marina, como atraería a cualquier viejo lascivo. Los hombres de su estilo sienten una morbosa atracción hacia las jóvenes. Pero en realidad lo que él busca es el dinero de la muchacha. Insisto en que se diga: no y no.

—Concuerdo con Ana —opinó el gobernador—. No me quedaría la conciencia tranquila si participase en semejante trato.

Ninguno de los dos allegados de Marina halló, sin embargo, la manera de liberar a Clark o de utilizar otros medios para desviar al principie de su propósito. Marina se sentía como encerrada en una jaula contra cuyos barrotes se llagaban e hinchaban las manos en su esfuerzo por romperlos. ¡Ah, si pudiera ver a Jonathan! Pero de momento no se atrevía a pensar en ello siquiera.

Poco después de medianoche Marina pidió a Ana que notificase a su tío que había llegado a una decisión. A la mañana siguiente, temprano, estaba dispuesta a recibir al príncipe. Pasó el resto de la noche de rodillas ante la imagen de su cuarto, o bien paseando por él y esforzándose desesperadamente en hallar luz en el caos que llenaba su mente. Estaba preparada a todas las consecuencias de lo que se proponía hacer.

Había llorado tanto que sus ojos estaban enjutos. Así era más fácil pensar y más fácil también reparar los estragos de la borrasca que había atravesado durante la noche. Muchas cosas podían depender de ello. Comió a la fuerza un trozo de filete y luego se vistió con extraordinario cuidado. Necesitaba todas sus fuerzas para la prueba que le esperaba, y no quería sacrificar en la lucha arma alguna, por débil que fuera.

Estaba blanca como un lirio y sus ojos brillaban febrilmente cuando entró en la sala donde le esperaban los dos hombres.

Abreviando secamente los saludos de Petrovsky, empezó sin preámbulos:

—Dijo usted ayer a mi tío Iván que usted terminaría esta investigación, aprobaría sus cuentas y lo dejaría en el cargo si yo me caso con usted.

—No recuerdo haber prometido semejante cosa.

Lo ofrecido ha de ser garantizado a satisfacción del general y mía.

—¡Marina! —exclamó el gobernador.

—En primer lugar han de aprobarse todos los actos del tío Iván y darle seguridades de que continuará en el puesto.

El príncipe sonrió.

—Muy bien. ¿Significa todo eso que ha recapacitado usted?

Significa que me casaré con usted.

Otra vez protestó el general, pero ella no le atendió.

—Pero me casaré con ciertas condiciones.

—No tiene usted más que mencionarlas, querida —repuso afablemente Petrovsky.

Las expondré por orden. Primero, el capitán Clark y su tripulación han de ser liberados inmediatamente.

Sobrevino una pausa embarazosa que el general interrumpió, preguntando:

—¿Cómo cabe hacer eso si se les ha apresado con un cargamento de pieles robadas?

—Semyon viene enviado por el Zar y tiene facultades para hacer eso y cuanto se le antoje. ¿Acaso la ley escrita es más sagrada que la no escrita? Porque hemos de advertir que Semyon está procediendo con tanta audacia y tan pocos escrúpulos como Jonathan Clark.

Petrovsky dijo con voz lenta:

—Eso podría arreglarse. Ya esperaba yo que fuese la primera de las condiciones.

La agitación del gobernador iba en aumento.

—Si de mí ha de depender el indulto… —empezó.

—Deje eso a mi cargo —atajó el príncipe—. ¿Qué más quiere, Marina? —preguntó mirándola fijamente.

Ella se hallaba sentada en el brazo del sillón que días atrás ocupara Clark. Sus manos menudas acariciaban el mueble que habían tocado las de su adorado

Marina comenzó:

—Como esta es la última vez que puedo hablar libremente, me cabe ser completamente sincera. Hágolo así, príncipe, porque sé también que nada lo apartará a usted de su decisión. No basta que Clark salga libre. Justo es que se le indemnice de que yo me haga princesa a sus expensas. Deseo que nunca vuelva a hallarse en la situación presente. Clark ha discutido con el tío Iván un plan para la explotación de la producción peletera mediante arriendo a una Compañía privada. Al parecer el asunto resultaría provechoso. Yo quiero que ese arriendo se conceda a Jonathan Clark.

Petrovsky no dijo nada. El general protestó débilmente:

—Hemos hablado de arrendar el monopolio de las islas a una compañía formada por compatriotas nuestros.

—¿Y por qué no puede arrendarse a una compañía americana?

—¡Marina! Ese hombre es un proscrito.

—No. Es un aventurero. Un viajero. Un explorador. Es otro Vitus Behring, otro Baranov, y además tiene el corazón concentrado en un solo objetivo: la organización de la producción de pieles de un modo racional.

Contempló los rostros de sus interlocutores y experimentó una singular satisfacción al agregar:

—¿Verdad que parece fantástico?

Hablaba burlonamente. Siguió:

—Bien. Por una vez soy yo quien empuña las riendas. Si me las arrebatan, un vuelco podría ser fatal. En cuanto a usted, tío Iván, no puede firmar la concesión de ese monopolio, que con sólo su firma sería un papel mojado. Con toda certeza se cancelaría. Y el resultado sería seguramente su destitución. En todo caso el documento ha de ir a la capital para ser aprobado. Pero Semyon está aquí en nombre de Su Majestad. Que lo que haya de hacer lo haga pronto y en forma que no permita revocaciones.

—¡Querida Marina! La idea de entrar en tratos con un proscrito es absurda. Las islas foqueras valen muchos millones.

-—Pues cuanto más valgan, más provecho habrá para la Corona. Todo eso ya está discutido. Establezca, usted, Semyon, una cantidad razonable por el arriendo. Eso era lo que el capitán Clark pedía… ¿Qué dice usted, Semyon?

—Que tiene usted demasiado cerebro para ser mujer —respondió acremente el príncipe.

—Bien, sí… Pero piense asimismo en mi encanto, y mis gracias sociales, sin hablar de la fortuna de mi familia, una de las más considerables de nuestro país. Buena falta le hará el dinero para prosperar en su carrera. Ya sabe que todo el mío puede invertirlo en la consecución de sus ambiciones siempre que se me conceda lo que he pedido antes.

—Pero obrar así con Clark —indicó el general— es como ofrecer una fortuna a un pordiosero.

—¡Bah! —exclamó Su Alteza—. Por mí se puede quedar en arriendo con toda esta miserable Alaska, si 1o, desea. Me disgusta el interés que muestra Marina por ese hombre, al que me complacería en ahorcar; pero una vez sufrida esa decepción, me tiene sin cuidado lo que sea de él en el futuro. Puede llegarse a un acuerdo sobre lo del arriendo.

La condesa prosiguió:

—Una cosa más. Clark no ha de saber que yo soy la autora de su destino. No lo debe sospechar en la vida. Porque no es hombre, ¿comprende?, que se venda por un puñado de pieles. No sé, príncipe, cómo puede usted soportar tan colosal desilusión. Me tiene sin cuidado que usted pueda hacerlo o no sin avergonzarse ante sí mismo. Pero ha de mantenerse a Clark en total ignorancia de la verdad, porque en ello radica toda la esencia de este asunto tan delicado. Mas ha de inventar usted un procedimiento. Hombres de su habilidad deben ser capaces de aceptar una cosa conveniente cuando se les ofrece. Pero decídase pronto o temo que me falte el valor para mantener mi oferta.

Salió de la habitación con la cabeza muy alta. Cuando llegó a sus habitaciones, toda su compostura había desaparecido y una vez más las lágrimas afluían a sus ojos.

La señora Selanova, oyendo sollozar a su sobrina, entró en su dormitorio y la encontró tendida sobre el lecho; Esforzose en consolarla, pero Marina gritó:

—¡Vete! ¡Vete! ¡No me toques! ¡No soy digna de que me toque nadie!

16

Clark pensó para sí que vivía en una época de milagros. Desde entonces en adelante lo extraordinario sería corriente y nada le podría sorprender. En el breve espacio de una hora su fortuna había prosperado tan inesperadamente, que se sentía atónito.

El general Vorachilov volvió a interrogarlo, pero no en el despacho de la ciudadela de troncos. Esta vez se dirigió, solo, a la celda de Clark. Comenzó su asombroso discurso con el brusco aserto de que imprevistos acontecimientos habían alterado la situación en términos tales, que la presencia de Clark y de sus hombres en Sitka había venido a constituir más que un motivo de satisfacción, un estorbo para el gobierno colonial. Ello explicaba las irregulares circunstancias en que se celebraba aquella entrevista.

El general explicó que un importante funcionario —el príncipe Semyon Petrovsky—. había llegado de San Petersburgo con autoridad directa para poner en ejecución ciertas medidas de vasto alcance estimuladas por el nuevo Zar. Algunas eran de tipo puramente interno; otras de carácter más vasto. El príncipe había mostrado vivo interés por la propuesta de Clark. Le parecía conveniente la idea de poder obtener más provechos de las islas Pribilov, pero antes de decidir en definitiva, necesitaba nuevos informes.

Por ejemplo, ¿qué cantidad podría exigir el gobierno por la concesión del monopolio solicitado? ¿Qué garantías de fiel cumplimiento darían los adquiridores de la concesión? ¿Qué cantidad de pieles podría recogerse cada año sin merma de los rebaños de focas? Ésas eran unas cuantas de las preguntas a las que había que responder.

Ya que Clark había hecho un cuidadoso estudio del asunto, convendría que volviera a bosquejar el plan, en forma de datos y cifras, mientras el general tomaba notas. Redundaría mucho en provecho de Clark, apuntó el general significativamente, cooperar en la máxima medida posible, a fin de que Su Alteza pudiera tomar una decisión.

El marino se aprovechó inmediatamente de aquella ventaja, por ligera que pareciese ser. Si el embajador del Zar deseaba desembarazarse realmente de él y de sus hombres, no debía él, por nada del mundo, desalentar tan laudable deseo.

Después de escuchar pacientemente a Clark y anotar los datos que le daba, el general habló en términos comunes, aunque con un obvio esfuerzo para medir sus palabras:

Rusia, dijo, acababa de salir de una guerra desastrosa. La política europea estaba en una situación de tan crítico equilibrio que el Zar consideraba imperativo mantener relaciones cordiales con ciertas potencias amigas. El mayor deseo del Zar consistía en fomentar las amistosas relaciones a la sazón existentes entre Rusia y los Estados Unidos de Norteamérica, la más cercana vecina del único dominio colonial de Rusia. Esa colonia había mantenido un creciente comercio con la costa americana del Pacífico, pero tal tráfico había sufrido una grave contracción desde el descubrimiento de oro en California. De manera que procedía restablecer a toda costa un comercio a la sazón reducido a la nada.

Estas razones habían motivado que el príncipe Petrovsky se sintiera muy disgustado por la situación con que se encontró a su llegada, ya que alcanzaba a algo más que al mero castigo de algunos piratas de pieles. Amplias eran las perspectivas que se habían de examinar. Clark y su tripulación eran americanos.

Y ello resultaba lamentable, porque precisamente, el príncipe pensaba arrendar el negocio peletero, no a un grupo de compatriotas suyos, sino a otro de hombres de negocios americanos, si ello era posible.

Aquella manifestación completó el desconcierto de Clark. Era claro que él y sus hombres resultaban más valiosos para el príncipe vivos que muertos, ya que, de hecho, su mera presencia en suelo ruso, como prisioneros, constituía una amenaza a los propósitos que a la sazón se acariciaban.

El jefe de los Hombres de Boston sintió un impulso de romper en gritos de júbilo.

—¿Posible? —exclamó—. Ese grupo, Excelencia, sería fácil de encontrar. En San Francisco sobran capitales dispuestos a participar en inversiones provechosas. Yo me encargaría de levantar los fondos necesarios.

—¿Usted?

—Sí, y en un día. En una semana a lo más. ¿Ha oído usted hablar de la Banca Cleghorn e Hijos? Les encantará la posibilidad de firmar un contrato de esta clase. Si en los planes de Su Alteza figura el establecer un intenso tráfico entre Alaska y los Estados Unidos, puedo ayudarle a realizar eso inmediatamente.

—Yo repetiré al príncipe sus palabras. Está deseando verle fuera de aquí cuanto antes, y no comparte mis prejuicios contra los que en una forma u otra conculcan la ley. Incluso podrá considerar que se trata de repartirse unas ganancias que hoy no se obtienen.

—Se obtendrían —dijo vehementemente Clark—; y confío, señor, en que ese prejuicio de que usted habla no se dirija personalmente contra mí.

—Sí se dirige —repuso fríamente el gobernador—. Lo miro a usted con desagrado y desapruebo su trato con mi sobrina. No puedo permitir que continúen ustedes viéndose y le he prohibido que le visite o se comunique con usted en forma alguna. Empero no quiero que mis sentimientos personales se mezclen en el asunto, siempre que se respeten mis deseos

—Yo le daré oportunidades que le permitan mejorar la opinión que de mí tiene —manifestó Clark.

—Cuando el príncipe haya resuelto, le avisaré.

El general se inclinó. Cerróse la puerta tras él y rechinó la llave en la cerradura.

¿De manera que el gobernador desaprobaba la relación de Clark con Marina y no veía con agrado a Clark? Pues ello le convendría mucho. En adelante, Clark sería un hombre libre. Sentía completa confianza en el futuro y experimentaba un alivio y una alegría abrumadoras. Una vez dueño de sí mismo, podía el general irse al infierno. ¡Mantenerle separado de Marina! Tendría Vorachilov que encerrarla en una prisión más sólida que aquella fortaleza de leños.

Sin contar con ella. Porque no era ella de las que se dejan intimidar.

Pero había otra cosa importantísima: la concesión del monopolio. ¡Había que buscar capital americano!

¡Entablar relaciones comerciales! ¡Traficar con la costa californiana! ¿Quién imaginaría poco antes que las horcas iban a quedarse sin veinte víctimas y que la justicia rusa había de perdonar a sus acusados? ¿Quién podía prever semejante cambio en los acontecimientos?

No obstante, era una cosa lógica. No hacía sino mostrar lo débil que es la mente humana y el imaginario ogro que es el miedo. ¿Qué venía a ser el miedo? Algo como el genio encerrado en la redoma del pescador. Nunca podría tomar forma si alguien no quitaba la tapa de la vasija. Esperar que el emisario del Zar permitiera a Clark manejar por su cuenta un asunto de tanta importancia era demasiado. Sin embargo, ello no parecía ya más sorprendente que lo que le había ocurrido hasta entonces. Si tan tentadora oferta no se aceptaba, no se iba a desmoronar ningún castillo de naipes. Por lo contrario, el que Marina y él habían construido en su imaginación cobraría realidad.

Ni el príncipe, ni Vorachilov, ni los nobles pertenecientes a la Compañía Ruso Americana, ni siquiera Su Majestad Imperial, tenían la menor idea de lo que podían valer aquellos criaderos de focas. ¿Cómo iban a tenerla? Pero él la tenía y Cottonmouth también.

Era lamentable no cambiar algunas impresiones previas con su primer piloto. Por otra parte, la incertidumbre de Clark respecto a la confirmación de su buena fortuna era casi tan congojosa como antes la suspensión en espera del castigo que pudieran imponerle por sus acciones.

Le costaba trabajo no proferir a voces el nombre de Marina.

* * *

El gobernador entró en la sala de su sobrina. La joven, sentada arte una ventana, contemplaba tristemente la goleta de Clark que, despojada de su botín, había llegado de Kodiak aquella mañana.

El Hermana Peregrina flotaba sobre las aguas del puerto con la ligereza de una gaviota. Sus audaces mástiles, el insolente ángulo de su bauprés, las bien cortadas líneas de su casco parecían dar al pequeño buque una expresión desdeñosamente orgullosa, como la de su dueño. Este pensamiento laceró el corazón de Marina.

—¿Qué hay? —preguntó a su tío.

—Vengo de los barracones. Dije cuanto me parecía discreto decir.

Y el general, en cuatro palabras, relató todo lo sucedido.

—¿Sospecha Clark algo?

—Nada. En realidad hay más verdades que engaños en lo que le he dicho. Me aliviará mucho saber a ese hombre lejos de nuestro alcance. Ahora voy a trazar el borrador del contrato y extenderemos una autorización a Jonathan Clark para que pueda reanudar su viaje.

—¿Será eso muy largo?

—Si es necesario, trabajaré toda la noche.

—Hazlo. Luego léelo con cuidado antes de que Semyon lo firme. Y ahora, tío, no permitas que Jonathan vuelva a entrar aquí. Mantenle donde está hasta que zarpe. Si le oyera pronunciar mi nombre…, correría hacia él.

Se inclinó y escondió el rostro entre las manos. Vorachilov salió de la estancia moviendo la cabeza, dubitativo.

* * *

Clark leyó con incrédulos ojos el documento que el general le entregó. Su sorpresa fue tal, que le impidió hacer comentario alguno sobre el texto.

—¿Debo dar por entendido —dijo— que estoy en libertad de dirigirme a San Francisco y…?

—Precisamente. Zarpará usted cuanto antes.

—¿Y mis hombres?

—Ya deben estar a bordo de su buque.

—¿Del Hermana Peregrina?

Jonathan no quería dar crédito a lo que oía.

—¿Se halla mi buque aquí?

—Aquí y presto a hacerse a la vela. Espero no volver a verlo nunca más en aguas rusas, a menos, desde luego, que logre usted organizar la compañía de que hablamos. Francamente, dudo de su capacidad de conseguirlo y nada sino las necesidades del momento me han inducido a suscribir un documento que respalda procedimiento tan anómalo.

Clark miró al general a los ojos.

—Si así es, no dejará usted de verme y de ver mi barco. Esté seguro de que no tardaremos en regresar.

El americano preguntó:

—¿Qué hago ahora?

—Se dirigirá usted al muelle, bajo escolta, y partirán sin demora. No dejaré de procurar que lo haga.

El general salió de la barraca seguido por Clark, que andaba como un sonámbulo. Incluso se dio un pellizco para cerciorarse de que se hallaba completamente despierto.

Una turba de gentes andrajosas y sucias lo acogió a bordo de la goleta. Todos se hallaban asombrados. Pasmábales su buena fortuna y desconocían por entero la razón a que se debía. Todos rodearon al capitán, haciéndole preguntas que él se sintió obligado a no contestar.

—Alegraos —dijo—. Os traigo buenas noticias. Las mejores que pudiera transmitiros. Pero ahora no es cuestión de hablar de ellas. Tenemos órdenes de levar el ancla sin demora ; así que debemos ponernos a la tarea. Cuanto antes nos alejemos, antes sabréis cosas que os regocijarán.

Estrechó la mano de Cottonmouth y dijo con una sonrisa jovial:

—Prepárate a una sorpresa, amigo mío. Yo he hecho de ti un hombre honrado. Anda, haz trabajar a esos haraganes.

Cuando el Hermana Peregrina comenzó a navegar con todas sus velas al viento, Clark hizo congregarse a la tripulación, y en breves palabras explicó lo sucedido.

—Así —dijo— que ni van a colgarnos, ni siquiera a someternos a proceso. Somos hombres libres y podemos en adelante navegar sin contravenir la ley. Lo cual es lo que vamos a hacer desde ahora. Hemos perdido nuestro cargamento, pero pronto volveremos en busca de otro. Todos los años vendremos a las Pribilov y no tendremos que desembarcar al amparo de la bruma. No viviremos más en temor e incertidumbre, ni habremos de correr a la vista de un pabellón ruso. Hemos iniciado un asunto, amigos, que nos hará a todos independientes, porque estoy resuelto a llevar esta transacción adelante. Nos repartiremos los provechos, por supuesto, como lo hemos hecho siempre.

Calvino Strong gritó:

—¡Tres hurras por Jonathan Clark y tres por el Zar de Rusia!

Desde la ventana de su aposento, en lo alto de la roca, la condesa Vorachilov contempló a Clark pasar a bordo de su bergantín. Oyó el débil chirriar de su cabrestante y los gritos de los marineros mientras se izaban las velas. Veíase la alta figura de Clark en la toldilla, con el rostro vuelto hacia el castillo. La joven lo miró fijamente hasta que las lágrimas borraron su campo visual y acabaron desvaneciéndolo por completo.

Aún seguía Marina apoyada en el antepecho de la ventana esperando columbrar un último atisbo del Hermana Peregrina, cuando oyó un tímido golpecito en la puerta.

—¿Quién? —preguntó.

Una voz menuda respondió:

-—La costurera, señorita, que viene a tomar medidas para su vestido de boda.

17

El Hermana Peregrina navegó rápidamente hacia el Sur. A poco, vientos del oeste lo hicieron virar de nuevo hacia el norte. Como voluntarioso caballo que no necesita espuela para sentir la impaciencia de su dueño, el buque daba de sí cuanto podía. Como regocijado de la respetabilidad que ahora poseía, empezó a dar corvetas cuando entró en el Océano Pacífico.

—El barco quiere ponerse a tono con los distinguidos pasajeros que va a albergar —dijo Cottonmouth a Clark cuando éste salió a cubierta temprano la mañana del día en que el buque inició su viaje de retorno. ¡Lástima que Cleghorn y su hijo tengan tan poca vocación marinera! Si no, les gustaría mucho el viaje.

—Cuando volvamos, nuestra nave estará más orgullosa todavía de su nuevo nombre.

¿Marina?

Clark asintió.

—Será, en adelante, el barco insignia de nuestra flota. Porque vamos a construir una flota, Cottonmouth. Los Cleghorn desean tanto como yo hacer las cosas bien. Vorachilov no cree que yo pueda salir adelante en esta empresa. Me gustará ver su cara cuando arribemos a la bahía de Sitka.

—¿Su cara? —preguntó el macilento piloto—. Entonces, ¿por eso colgaste tus botas y dejaste tu chaqueta en el suelo para…? Mas todavía no comprendo por qué te han ofrecido semejante posibilidad.

Era lo único sensato. El príncipe debe de haber comprendido que hacía con nosotros un trato mucho mejor que con los suyos, y también le consta que somos los únicos americanos que conocemos suficientemente las Pribilov. Y está en lo cierto. A propósito : por qué no has entonado unos cuantos hosannas? ¿Acaso los milagros han dejado de conmoverte?

—Éste me conmueve profundamente —confesó Cottonmouth con gravedad—. Me ha llenado de tanta maravilla y auténtica gratitud, que me siento obligado a prorrumpir en una sincera acción de gracias. Pero ¿a quién? No se puede girar sobre un banco donde se carece de cuenta. Tampoco se puede bromear con extraños, que a lo mejor le dan a uno un disgusto. Me enorgullezco de hallarme por encima de las supersticiones…, o mejor dicho, me enorgullecía hasta que sentí sobre mí el rayo de la venganza. Ya que una vez ese rayo me perdonó, no seré yo quien otra vez lo desafíe. No volverás a oírme recitar la Sagrada Escritura hasta que pueda hacerlo con sinceridad y no por mofa. Estoy convencido, Jonathan, de que las cosas no se consiguen gratis y de que quien quiere cazar pieles gratuitas ha de afrontar con buen ánimo los males que de ello nazcan. No creía yo que llegásemos nosotros a tener la suerte de salir airosos con tanta facilidad.

* * *

Los Cleghorn, padre e hijo, procuraron seguir los rápidos pasos de Clark cuando éste recorrió los almacenes del gobierno, donde poco antes de un mes atrás conociera Sitka y en circunstancias asaz penosas. Pero los dos negociantes jadeaban cuando alcanzaron la cúspide de la roca sobre la que se elevaba el castillo de troncos de Baranov. Con gusto se hubiese Clark parado unos instantes para recobrar un tanto el aliento y contemplar el panorama, colorido y exótico para ellos, que se extendía a sus pies. Pero Clark tenía una prisa febril. Brillábanle los ojos, movía la cabeza de un lado a otro y parecía esperar una acogida proporcionada a su importancia.

Mas no hubo ninguna de tal estilo, ni siquiera cuando se halló en presencia del general. Voracliilov se inclinó ante él no menos rígidamente que ante sus compañeros cuando le fueron presentados.

—Rápido ha sido su viaje, capitán —dijo fríamente.

—Y venturoso —añadió Clark—. Ya prometí a Vuecencia que tardaría poco en volver.

Apartando con dificultad los ojos de la puerta que se abría a espaldas de la mesa del general, anunció:

—Mi tarea está cumplida. Los señores Cleghorn, padre e hijo, están aquí ya para finiquitarla. Están dispuestos a convencer a Vuecencia de su buena fe, capacidad y firme determinación de llevar la empresa adelante. Ellos hablarán lo demás.

Los interesados se enfrascaron en una conferencia tan interminable, que Clark sintió el vivo deseo de interrumpirla, por temor a volverse loco en caso contrario. Los dedos de sus pies se curvaban y enderezaban dentro de sus botas, le dolían los músculos y el sudor bañaba su cuerpo. Aquella maldita ciudadela de troncos estaba endemoniadamente bien construida —reflexionó—, porque no se oían en el piso superior ruido de pisadas ni voces de mujeres en los pasillos. El corredor exterior estaba en silencio, salvo cuando lo atravesaba algún edecán o sonaba un refrenado portazo.

La dura prueba terminó, al fin. Los Cleghorn, de excelente humor, reordenaban el contenido de sus carteras. El gobernador, bastante afablemente, los invitó a comer con él aquella noche para presentarles a algunos de los funcionarios coloniales con quienes habrían de tener contactos en el futuro. Suponiendo que entre tanto les agradaría conocer Sitka, el subgobernador les acompañaría. La catedral de San Miguel Arcángel era interesante y albergaba algunas preciosas reliquias y notables obras de arte. Allí se hallaba el icono del santo patrón, milagrosamente recogido en el mar. También se hallaba la famosa Virgen de Kazán, una de las más bellas del mundo. El palacio episcopal era digno de visitarlo, y por supuesto procedía recorrer los talleres y fundiciones.

Los Cleghorn se sentían encantados. Cuando hubieron estrechado las manos del gobernador, Clark rogó a éste que le concediera dos palabras a solas.

Una vez que la puerta se cerró, expuso:

—Me agradaría presentar mis respetos a la condesa Vorachilov.

El general, sorprendido en apariencia, contesto:

—No está aquí.

—¿Dónde puedo verla?

—Ahora va camino de San Petersburgo.

—Celebro que a Vuecencia le agrade bromear conmigo —dijo Clark, con obvio esfuerzo.

Pero notando la expresión inmutable de Vorachilov, preguntó :

—¿Es verdad lo que me ha dicho?

Se había demudado. El general repuso.

—¿Por qué no?

—Entonces ha sido obligada a alejarse. ¡Nunca hubiera ella partido por su propia voluntad!…

La furia que empezaba a aflorar a los labios de Clark hizo que el general asumiese un talante más severo.

—-Señor mío —dijo—, repórtese. Yo daba por hecho que usted lo sabía.

—¿Que sabía qué?

—Que mi sobrina ha dejado de ser la condesa Vorachilov para convertirse en la princesa Petrovsky. Ella y Su Alteza contrajeron matrimonio hace una semana y se hicieron anoche a la mar.

El general se expresaba como si sus palabras no tuviesen importancia alguna.

El Hermana Peregrina había amarrado en el muelle del gobierno. Sus tripulantes se regocijaban de la impresión que su llegada producía y se mofaban muy a su sabor de los mirones. En esto distinguieron a su capitán, que se aproximaba. Su apariencia los sobrecogió. Parecía un hombre herido de muerte.

Mientras bordeaba la pasarela, Cottonmouth corrió a su lado, gritándole:

—¡Jonathan! ¿Qué te pasa?

Clark estaba ensordecido, tenía los ojos cegados y no dio respuesta alguna hasta que el piloto y él se hallaron solos en su cámara y se hubo dejado caer en un asiento.

Dijo entonces:

—¡Se ha ido! ¡Se ha casado! Ha dado una virada y se ha alejado de mí. Un trago de ron, hazme el favor.

Se llenó una copa y la bebió. Lentamente su ofuscada mente comenzó a trabajar.

—Ha sido una impresión muy grande, ¿sabes? Como me dio tan de repente… Seguro estoy de que el general gozó inmensamente del efecto dramático que iba a producir. No oí todo lo que dijo, pero sí algo relativo a que la ambición de Marina había sido siempre ser princesa y casarse con un gran duque o algo semejante. Y el buen hombre parecía creer que yo debía considerar muy comprensible que la probabilidad de conseguirlo era una oportunidad que ninguna mujer de la nobleza menor (como una simple condesa, por ejemplo) podía desaprovechar. Casándose, Marina se ha convertido en una de las primeras damas de Rusia. El matrimonio se celebró en la catedral y ofició en persona el arzobispo. ¡Un magnífico espectáculo! Campanas al viento, música de coro, todo el mundo de uniforme…

Clark prorrumpió en un juramento y descargó un tremendo puñetazo en la mesa.

P—¡Y yo que me proponía cambiar el nombre del Hermana Peregrina! Aunque sí lo cambiaré, sí… Cuando zarpe hacia las Pribilov, nuestro barco se llamará La Condesa del Armiño.

¿Por qué? —preguntó Cottonmouth, como por decir algo.

—Porque de todos los animalitos de este país, el armiño es el único que cambia de piel. Ostenta las galas de la realeza en invierno, pero en verano se convierte en una comadreja. Conservaré ese nombre siempre presente en mi memoria y nunca más me dejaré tentar por promesas.

Ya caía la tarde, y desde el soberbio campanario de la catedral de San Miguel, que se erguía al extremo de la Avenida del Gobernador, llegó el melodioso son broncíneo de las campanas. Clark escuchó por un momento, luego cerró apretadamente los ojos, se tapó los oídos con las manos, y clamó:

—¡Dios maldiga esas campanas!

* * *

El muelle del Neva, la más espléndida arteria urbana de San Petersburgo, nunca parecía tan hermosa como en invierno. La nieve invernal desfiguraba o perjudicaba el aspecto de aquellas calles, pero a otras las embellecía, como el armiño del manto de una viuda de opereta contribuye a aligerar la gravedad de su negro vestido. La capital de Rusia ostentaba sus galas invernales con distinción y gracia, y en realidad podía decirse que la ciudad sólo despertaba a su plena actividad y sus energías cuando se acortaban los días y el silencio invadía campos y bosques. Como si fuese la savia que afluyera desde los planteles que en las soledades crecían, la vida procuraba amoldarse al ritmo del tráfico en las avenidas, algunas vastas como la del Neva. Esbeltos caballos de humeantes crines corrían al vivo son de los cascabeles.

Divertida era la vida en San Petersburgo, donde las horas ordinariamente destinadas al trabajo se consagraban por lo general a la diversión. Brillaban rojas estufas de carbón en los accesos a los arqueados puentes que cruzaban el Neva. Los peatones se paraban para calentarse o para bromear con los tranviarios, ataviados con botas de fieltro y chaquetas guateadas, cuya tarea consistía en enganchar nuevos tiros de caballos a los tranvías que necesitaban ascender con facilidad la empinada pendiente. Casi todas las gentes mascaban semillas de girasol y el placentero aroma de las castañas asadas uníase al olor de los humeantes animales y al de las raídas zamarras de piel.

Sonaban voces de niños que jugaban sobre el lecho helado del río. Más entrado el día, cuando cerraba el temprano crepúsculo, se encendían hogueras y otras luminarias para conveniencia de los niños y de sus familias. Majestuosas mansiones se alineaban una junto a otra y dominaban el helado río. Cruzaban ante ellas alegres muchedumbres tan distintas en forma y en color como las brillantes imágenes del caleidoscopio de un niño.

A su vez la amenazadora fortaleza de la margen opuesta del río dominaba, amenazadora, el conjunto de las mansiones. Aquella mole estaba siempre silenciosa y no brotaba de ella otro sonido que el que producían a intervalos regulares sus grandes campanas. Alzábase allí como un monumento a la tiranía y era un verdadero infierno de desesperación. Mas ni siquiera su inmediata proximidad bastaba para enfriar los ánimos de los alegres buscadores de diversiones, a los que les bastaba dirigir los ojos a la perspectiva del Neva para refocilarse con el espectáculo de la vida de los privilegiados y los magnates.

Allí la voluptuosa aristocracia rusa, sólo amante del placer, vivía rodeada de lujos y únicamente se dedicaba a las agradables tareas de la vida elegante. A menudo tales placeres rayaban en excesivos, porque las ambiciones personales y la6 rivalidades desenfrenadas conducían a extravagancias y locuras muy indicadas para estimular las soterradas cenizas del descontento.

Aquel contraste entre ricos y pobres, entre prisiones y palacios, era ya típico de Rusia. Aunque unos cuantos de los menos afortunados ardían de resentimiento, la mayoría aceptaba las diferencias como un fenómeno natural. Como viajeros que desde las llanuras contemplan con respecto las intimidantes cumbres del Cáucaso, así las gentes en general, miraban con los ojos muy abiertos a las majestuosas figuras del sistema social bajo el que vivían. Conocían lo que significaba el que las ventanas de las mansiones señoriales de San Petersburgo se iluminaran y el que los lacayos colocaran alfombras en las aceras. A respetuosa distancia, el pueblo contemplaba el ir y venir de los notables.

Aquellos dignatarios, con sus espléndidos uniformes y sus enjoyadas mujeres cubiertas de armiño, eran prueba de la grandeza y el poder de Rusia en el mundo. Y por eso se les aplaudía.

Una escena de esa clase se desarrollaba una noche de mediados de diciembre ante la residencia del príncipe Semyon Petrovsky, donde él y su esposa ofrecían una recepción. Durante toda la noche estuvieron llegando y partiendo magníficos carruajes, y criadas, lacayos, cocheros y músicos hacían comentarios sobre la fiesta. Los invitados eran altos funcionarios del gobierno, diplomáticos extranjeros, miembros de la nobleza, jefes superiores del ejército y la marina, hombres de letras, estrellas de ópera y bailarinas del Teatro Imperial. Una sociedad en verdad distinguida y brillante.

El príncipe acababa de adquirir aquella mansión, imperial por sus vastas proporciones. La esposa del príncipe era una de las mujeres más bellas y nobles de Rusia y gozaba del favor en la Corte. La gran duquesa Elena, la hermana del Zar, había honrado la recepción con su presencia. ¡Qué triunfo social tan enorme para la feliz recién casada!

Con cansados ojos, aquella feliz recién casada, contemplaba el desorden que dejaban sus invitados al despedirse. Cuando todo hubo terminado, se recogió las anchas faldas y ascendió lentamente las escaleras. El delicado tejido de su vestidura colgaba en jirones, porque los trajes de baile eran largos y los oficiales rusos tenían la costumbre de bailar con las espuelas puestas.

La señora Selanova esperaba a la princesa en su gabinete. Discutía los acontecimientos del día con Lly, la joven que les acompañara a Alaska.

Cuando Marina entró en el aposento y mostró los destrozos de sus galas, las dos mujeres prorrumpieron en protestas.

—¡Oh, señora! —exclamó Lily.

Se arrodilló y alzó el ribete de la falda de Marina. Casi llorando, murmuró :

—¡Un vestido tan bonito! ¡Con lo bien que le sentaba!

La señora Selanova concordó con ira:

—Los hombres se comportan en San Petersburgo como verdaderos vándalos. Danzan como osos. Gentes así no debieran ser toleradas en un país civilizado.

Marina, sonriendo ligeramente, se apartó del espejo al que se miraba.

—¿Ni siquiera proceden así en Norteamérica? —sugirió.

—¡Ni siquiera en Siberia! Los hombres de las tribus mongólicas son más considerados con sus mujeres que nuestros elegantes caballeros con sus damas.

— ¡Si vierais el salón de baile! —comentó Marina. —Está cubierto de andrajos.

—Sí, y las mujeres sólo protestan por puro compromiso. Les gusta mucho enseñar las carnes siempre que tengan bellas las piernas. ¿No reparaste en aquella condesa pelirroja? Un oficial borracho le rasgó deliberadamente la cola con las espuelas y, tirando de la tela, no paró hasta abrir el vestido hasta la cintura. Poco le faltó a la buena mujer para enseñar las nalgas. Y sin embargo ella se mostró muy satisfecha.

Mientras Marina empezaba a desvestirse y quitarse las joyas, observó:

—La recepción ha constituido un gran éxito, ¿no os parece? Y ello, gracias a ti.

—¿Gracias a mí? —repitió su prima—. El mérito es tuyo, hija, y supongo que él lo reconocerá así.

E hizo un signo con la cabeza en dirección a las contiguas estancias. Desde el casamiento de Marina, la Selanova nunca se refería al príncipe Semyon sino como «él».

—Lo reconoce —repuso Marina—, y además da demasiada importancia a mi corta contribución al éxito.

—¡Imposible! Ningún hombre es capaz de dar su debido valor a lo que significa organizar una cosa como ésta, que requiere tacto, estrategia y buen juicio. Bien sabes tú la tarea que exige contratar y adiestrar una servidumbre numerosa para una mansión de este género. No hay una sola mujer entre mil capaz de hacer lo que has hecho tú.

—Formaba parte de mi compromiso —dijo Marina. —Y además es cosa que haría feliz a cualquier recién casada. Pero…

Agitó su negra cabellera y suspiró.

—¿Entraba en tu compromiso recibir de una sola vez a todo San Petersburgo?

—Los empleos diplomáticos recaen en los que gozan de más prestigio social.

—Sí, y el prestigio puede conseguirlo cualquier tipo con la cabeza ligera, que tenga la suerte de contar con una mujer rica. ¿Sabes que él está gastando su dinero como agua?

Lily acabó de separar unos de otros los jirones que pendían del arruinado vestido. Marina lo dejó caer al suelo y apareció en una nube de ropas interiores, que la envolvían como blancas espumas. La doncella desapareció en el contiguo guardarropa. La señora Selanova continuó con temblorosa voz:

—Hiciste un trato monstruoso. Me parte el corazón verte llorar.

—Pues piensa que mis lágrimas no se enjugarán nunca. Sin cesar fluyen y fluyen en más abundancia. Acaso ello se deba a los muchos sueños que concebí en Sitka. La mayoría de ellos versaban en torno a una nueva vida y un nuevo hogar mucho más bellos que éstos.

—¿Más bellos que éstos? —exclamó, incrédula, la señora Selanova.

—Mi sueño era mejor, sí… Quería habitar en el bosque, en una casa de troncos. Y ahora —y Marina sonrió, dolorida— todo lo que tengo es un palacio junto al Neva y treinta servidores de librea. Para una muchacha sedienta de amor, ¿verdad que se trata de una pérdida considerable?

Las mujeres seguían hablando cuando las interrumpió un golpe en la puerta. En el umbral del cuarto contiguo apareció el príncipe. Vestía una larga bata a la francesa y unas zapatillas de tafilete.

—Ya debía yo contar con encontrar al alto mando en conferencia —comentó jovialmente—. ¿Puedo pasar? —Viendo levantarse a la señora Selanova añadió, presuroso—: No se vaya, Ana, sin recibir mis plácemes y agradecimiento por todo lo que ha hecho usted en nuestro favor. Su experiencia, su conocimiento del manejo de una casa, su buen gusto se han hecho patentes hoy en un centenar de sentidos. Estoy segura de que Marina aprecia su ayuda tan sinceramente como yo. Vamos a necesitarla constantemente de ahora en adelante. Mi mujer y yo uniremos nuestros esfuerzos para hacerle la vida tan agradable con nosotros, que nunca tenga motivos de querer dejarnos.

Y se inclinó. Ana Selanova, sorprendida ante la aparente sinceridad del príncipe, le correspondió con unas cuantas palabras de apagadas gracias. Cuando ella y Lily hubieron salido, Marina dijo a su esposo:

-—Has estado muy oportuno, Semyon. Ello facilitará las cosas.

—La diplomacia bien entendida empieza por el hogar —dijo él con una sonrisa—. Me interesa amenguar un tanto la antipatía que Ana siente hacia mí.

—Qué cosas tienes! A Ana no le eres antipático.

—Sí, sí que lo soy. Siempre he notado su resentimiento y su desaprobación, pero en verdad hay muchas gentes que me miran con desagrado. La verdad es que también Ana me era antipática, como los Suchaldin y Lily. Sus aires de propietarios (porque se diría que les pertenecías a ellos más que a mí) me parecían presuntuosos. Su misma presencia a nuestro lado después de casarnos, cuando yo contaba tenerte sola conmigo, me ofendía mucho. Pero luego descubrí que todo se debía a tu capacidad para suscitar un afecto desinteresado entre cuantos te rodean. Al principio no comprendía el cariño casi feroz que te dedicaban. Mas ahora me hago cargo de todo. Creo haber ahondado hasta lo más íntimo de tu carácter, pero nuestro interminable viaje de regreso me enseñó que te había apreciado en mucho menos de lo que vales.

—¡Muy galante!

—Debías haber oído los cumplidos que te dedicaban todos esta noche —dijo él animadamente—. ¡Elogios suficientes para trastornar la cabeza de cualquier mujer!

—Mi cabeza no la trastornan las lisonjas, Semyon.

—Pero eran lisonjas sinceras, tributos espontáneos, querida. Te has mostrado la más encantadora, ecuánime y graciosa dueña de casa de San Petersburgo. Todos comentaban lo mismo, y también que estás más hermosa que nunca. Puedes imaginarte mi satisfacción. Soy un hombre afortunado.

—Te prometí darte plenamente todo lo que pudiera —le recordó Marina—-. Mis capacidades, mis…

Petrovsky sonrió, radiante.

—Sí, y las has puesto rápidamente en uso. Francamente yo tenía ciertos temores acerca de la forma en que iban a recibirse aquí ciertas decisiones mías en la frontera. Temía que no consiguiesen la debida aprobación.

—Se lo expliqué todo a la Gran Duquesa inmediatamente después de nuestra llegada. Y ella me aprecia y Su Majestad sigue sus consejos.

—Exactamente. Además, el Zar confía implícitamente en tu sinceridad, honradez y buen juicio. Yo gozo de bastante predicamento en la Corte, pero la real familia se ha tomado interés personal en ti y en tus ambiciones. Me parece que te aprecian tanto como Ana. Espero que hagas comprender a los soberanos que tenemos los ojos puestos en sitios como Berlín, París o Londres, y no en alguna capital como Madrid o Copenhague.

—Haré lo que deseas.

—¿No te agrada, como a mí, buscar un buen puesto? ¿Te es indiferente adonde vayamos?

—No me importa mucho.

—Lo deploro. Creí que ibas a interesarte sinceramente por mi carrera.

—Y me intereso, Semyon. De antemano me comprometí a ayudarte en tu carrera cuanto pudiese. Ese trato hicimos, y…

—No hablemos de nuestra unión como de un trato —interrumpió el príncipe—. Ello ataca mi puntillo de honor, cualidad que es lo único que me distingue de un hombre ordinario.

—Quería decir —prosiguió Marina— que la vida en una ciudad viene a ser lo mismo que la vida en otra. Doquiera que estemos procuraré desempeñar lo más graciosamente posible la parte que me corresponde en nuestras obligaciones sociales.

Estaba exhausta y así lo confesó, pero Petrovsky, en su satisfacción, no reparaba en ello. Comenzó a pasear por la cámara, repitiendo las bromas que había oído y explicando el alcance de sus conversaciones con tal o cual persona. A los cumplidos que los demás dedicaban a su mujer, añadía los suyos, y, a medida que hablaba, la calidez y familiaridad de sus maneras iban en aumento. Su voz, de ordinario profunda y fuerte, sonaba ahora de un modo contenido, signo que para los suyos era harto familiar e indicaba un profundo entusiasmo. Pero en la joven aquello producía un efecto peculiar. En vez de responder a la animación de su marido, permanecía silenciosa, su rostro se tornaba inmóvil y el poco calor que quedaba en sus mejillas disminuía más. A medida que el pulso del príncipe se animaba, el de Marina decrecía y un estremecimiento continuo recorría su sangre.

Pasados unos instantes de conversación íntima, que no pasaron de la fase verbal, pese a los intentos del príncipe, éste, defraudado, derrotado, prosiguió:

—Me ocurre lo que a Ana y lo que a los demás. Vas despertando en mí el sentimiento que ellos experimentan. No hay para mí otras mujeres, porque las has alejado de mi mente.

—¡No puede ser! —dijo Marina en un tono que acreció el descontento del príncipe.

—Pues lo es. Nunca he esperado que me quisieras con locura. De hecho no esperaba más que lo que me das. Pero ahora ya no me satisface.

—Pues no tendrás más —repuso ella fríamente— porque nada más tengo que darte.

—Pues no puedo vivir así.

—Tampoco yo creía resistirlo, y sin embargo lo he conseguido hasta ahora. Tú hiciste el contrato y me obligaste a firmarlo.

—¡Contrato! —dijo él, casi a gritos—. Pareces un loro que acaba de aprender una nueva palabra. No soy un escultor que tenga la gracia de transformar el mármol en carne. Ni…

—No —respondió ella con súbita vehemencia—. Eres un viejo aristócrata que ha quemado sus fuerzas y no dispone de más. Entiéndete con las mujeres de cuya amistad siempre te jactabas.

—Bien: así lo haré.

—No esperaba otra cosa. Pero has de procurar ser discreto, porque ello, si no, significará el fin de tu carrera. Su Majestad es hombre de elevados principios y muy celoso de la dignidad de sus ministros. Temo que tus días de libertinaje público hayan terminado, Semyon, porque un hombre de tu categoría no puede permitirse ese lujo. Las relaciones de un príncipe llaman la atención lo bastante para no poder ser mantenidas en secreto. Cuando te casaste conmigo te comprometiste a llevar una vida de decoro exterior.

—¡Me asombra mi paciencia! —rugió Petrovsky—. Siento impulsos de estrangularte.

Marina lo miró sin parpadear.

—Impulsos de ese estilo pasan pronto. En la edad avanzada pocas pasiones persisten. Dos quedan: la codicia y la ambición. Y eres harto egoísta y personalista para sacrificar ninguna de ambas cosas.

El príncipe la miró por un instante. Luego, furioso ante su propia indecisión, salió presurosamente del gabinete y cerró dando un portazo.

18

Los días de gloria de Sitka se habían desvanecido. Su animado comercio con los puertos del Pacífico no refloreció nunca.

Varias eran las razones de aquel fracaso. En primer lugar los maliciosos rusos no obraban como grandes hombres de negocios. Además, los militares y marinos ocupaban puestos administrativos, se consideraban desterrados temporales de la Madre Patria. Así, su interés por el futuro de la colonia no era muy profundo.

Más fatal incluso para aquellas vagas esperanzas expresadas en sus discursos por el genial Vorachilov, resultaba el hecho de que muy cerca, al sur, la prosperidad aurífera de California se extendía progresivamente hasta el Oeste arrastrando en aquel sentido mercancías de todas clases. En la costa atlántica se construían buques que zarpaban con fletes para el Pacífico. Desde el Medio Oeste, la tenue hilera de los primeros colonos inundaba como un hilo de agua los fértiles valles de los territorios de Oregón y Washington, engrosando de continuo, hasta convertirse en riachuelos y luego en ríos.

Se erigían nuevas ciudades y se creaban nuevas industrias. Entre tanto, San Francisco crecía y prosperaba de mes en mes, convirtiéndose en el centro distribuidor del nuevo Oeste.

Durante aquella excitante época, colonos, aldeanos y ciudadanos no tenían tiempo para otra cosa que para fijarse en lo que les rodeaba y en aquello a lo que tenían que atender inmediatamente. Lo demás les interesaba poco. De manera que la colonia moscovita del lejano septentrión quedaba virtualmente ignorada.

Semejante indiferencia constituía una gran ventaja para Jonathan Clark y sus asociados, porque las rivalidades comerciales son enojosas y costosas a menudo. Por ello el grupo se limitaba a explotar su concesión peletera con el mínimo de publicidad. En corto tiempo resultaron ser el único eslabón práctico de enlace entre los funcionarios alaskeños y las costas americanas. Hicieron, desde luego, cuanto pudieron para afirmar aquel vínculo, pero no para estimular la formación de otros.

Su energía y decisión de propósitos produjo rápidos y satisfactorios beneficios comerciales Las reformas planeadas por Clark cuando se puso de acuerdo con sus hombres resultaron beneficiosas en la realidad. Pero de allí en adelante cesaba toda información pública. Las ganancias de cada socio de Clark quedaban veladas en un secreto tan impenetrable como las nieblas que envolvían las islas Pribilov. Tanto Clark corno sus hombres y sus asociados ganaban, según se decía, fabulosos provechos, pero de ello se sabía menos e San Francisco que en Londres, donde vendían todos las años las pieles recogidas.

En aquellos días era tan común hacer fortunas rápidas, que el conseguirlas despertaba pocos comentarios, porque la vida en la costa del oro se precipitaba a un ritmo de galope. las oportunidades se sucedían unas a otras con desconcertante rapidez. Un año de prosperidad allí equivalía a cinco en otra parte. Hombres sin más capital que su imaginación, persuasividad y audacia, frecuentemente alcanzaban el éxito de la noche a la mañana. Clark disponía de esas cualidades, a más del apoyo financiero de Cleghorn e Hijos. Además su notoriedad como jefe de los Hombres de Boston era una ayuda en su carrera, más que un estorbo. Lejos de desprestigiarlo, ello le investía de una singular distinción que él aprovechaba plenamente. Según una empresa tras otra iban adquiriendo éxito bajo su dirección, su importancia aumentaba y su estatura crecía.

Aquella carrera sólo tenía una finalidad: ganar dinero. Clark no permitía que ninguna cosa se interpusiese en su camino. Siempre rápido en sus decisiones, y un demonio para el trabajo, cada vez se tornaba más seguro de sí mismo y a la vez espoleaba sin piedad a los que dependían de él. Antes de concluir una empresa se embarcaba en otras y sus gastos se reintegraban casi antes de haberse desembolsado. Nada parecía satisfacer su salvaje apetito de adquisición. Poco a poco iba tornándose más hosco, más frío, más determinado, y el impulso de su carrera arrastraba a otros con él. Llegó el momento en que banqueros, hombres de negocios y especuladores cortejaban su favor tan anhelosamente como los camareros, vendedores de periódicos y limpiabotas, quienes habían descubierto que la más pequeña moneda que aquel hombre llevaba en los bolsillos era siempre un dólar de plata, por lo cual nunca daba menor propina.

Conocía a pocas personas aparte de aquellas a las que utilizaba en sus empresas. No perdía el tiempo cultivando amistades y no se procuraba apenas diversiones. Propiedades mineras, ranchos, fincas urbanas, empresas constructoras, todo se convertía en provecho para él. Compraba cargamentos y fletaba buques para llevar sus mercaderías a los puertos que le parecía más conveniente.

Se le consideraba el hombre mejor vestido de California y vestía con un aire de teatral distinción que acabó haciéndolo famoso. No obstante, vivía solo y con la mayor sencillez. Cuando daba reuniones (lo que sucedía rara vez) casi nunca invitaba a mujeres.

Todas las primaveras se hacía a la vela hacia el Norte en su veloz goleta La Princesa del Armiño. Vigilaba la matanza de focas en las islas Pribilov, hablaba con los funcionarios rusos de quienes dependía y dirigía el monopolio del que era prácticamente el único dueño. Hubiera viajado seguramente más cómodamente en uno de los vapores de la compañía, pero prefería gobernar con sus propias manos aquel diminuto y rápido bajel. Era su única diversión. En el curso de aquellos cruceros, vestido con ropas como las que llevara cuando se dedicaba a la caza de nutrias marinas, visitó muchas ciudades y poblados indígenas de Alaska. Su interés por aquel país seguía siendo tan intenso como siempre, y le agradaba mirar de cerca, con atentos ojos, la forma en que sus asuntos se administraban.

Fuera por lo que fuese, nunca recalaba en Sitka. El general Vorachilov dimitió su cargo y se retiró cubierto de honores. Clark sólo conocía a su sucesor a través de su correspondencia. En varias ocasiones, sin embargo, el gobernador envió a uno de sus ayudantes al Sur para conferenciar con el negociante americano, y como resultado de tales reuniones el último concibió un plan aún más ambicioso que cuantos imaginara hasta entonces.

Su amplitud y alcance sorprendieron profundamente a los ciudadanos de San Francisco, cuando un día leyeron una noticia periodística encabezada así:

«EL CAPITALISTA CALIFORNIANO

JONATHAN CLARK

OFRECE 5.000.000 DE DOLARES

PARA COMPRAR ALASKA

SE ESPERA LA ACEPTACIÓN

DE LOS RUSOS»

El texto decía:

«La más colosal transacción de tierras efectuada desde la adquisición de la Luisiana se halla en marcha ahora. Es, con mucho, la mayor empresa realizada jamás por el capital privado».

Así comenzaba la historia, y seguía:

«Jonathan Clark, millonario de esta ciudad, presidente de la Compañía de Fomento del Noroeste y Zar de la industria peletera de Alaska, anunció hoy, en nombre de un grupo de hombres acaudalados, que había propuesto a Rusia la compra de todas sus propiedades en el continente americano. Comprenden una región de unas 586.000 millas cuadradas, inexploradas en gran parte, con una costa de 26.000 millas. Alaska es tan grande como toda la región de los Estados Unidos comprendida al este del río Mississipi, por lo que la aceptación de la oferta de Clark hará a éste y a sus asociados los mayores propietarios individuales de tierras conocidos en la historia de la humanidad».

Seguía un breve relato del descubrimiento, exploración y ocupación del país por los rusos. Describíase la creación de la Compañía Ruso-Americana y se pintaba la rápida elevación de Jonathan Clark a la fortuna y el poder.

«Este hombre —concluía el artículo— desconocido para el mundo y prácticamente desconocido también para los vecinos de nuestra comunidad, está en camino de convertirse en uno de los hombres más ricos del áureo Oeste y en uno de sus mayores creadores del imperio. Es uno de esos hombres de acción, previsores, enérgicos y valerosos que han convertido a San Francisco en la ciudad reina de California y convertirá a California en el más glorioso estado de la Unión».

Aquella oferta de Clark era tan espectacular y revelaba tan claramente las enormes ambiciones de la nueva casta de hombres que el Extremo Oeste había forjado, que desde el primer momento ocupó un lugar sobresaliente en la historia.

Cotton Mather Greathouse, que había regresado recientemente de las islas Pribilov, entró en el despacho particular de Clark con el periódico de la mañana en la mano.

—Jonathan —empezó—, observo que pretendes hacerte dueño de la mayor nevera del mundo.

—Sí —asintió Clark—. Nada puede parecerme bastante grande ni bastante bueno. Tal es el espíritu de California. ¿Por qué no han de vendernos los rusos Alaska? Están hartos del país y quieren desembarazarse de él, pero no hallan manera de hacerlo.

—¿Y por qué quieres adquirir Alaska?

—No estoy muy seguro de ello.

Clark se recostó en su silla, colocó sus largas piernas sobre su bruñido pupitre y frunció el entrecejo, contemplando los tejados de la ciudad.

—Acaso sea la vanidad. O el despecho. O el engreimiento. Quizá todos estos ingredientes entren en el caso. Ayer este país puso precio a mi cabeza y hoy le pongo precio yo. ¿No te parece extraño?

Meditó los recuerdos evocados por aquellas palabras y Cottonmouth trató de medir el cambio que se había producido en su amigo.

Porque ambos hombres habían cambiado. La prosperidad, la responsabilidad, la dignidad y el decoro impuestos por la participación que ambos tenían en grandes empresas, los habían metamorfoseado. Cottonmouth era ahora duro, aislado, sardónico, mientras Clark se había madurado y suavizado. Hacía mucho que no usaba pistolas y se había desprendido de todas las afectaciones senatorialistas, por decirlo así, que antes le caracterizaran.

—Marina no esperó por mí… —dijo inesperadamente Clark—. ¡Qué valiosa lección aprendí aquel día en la oficina del general Vorachilov! Supe entonces lo que la ambición significa y lo que se hace para satisfacerla.

—Y ahora que la has satisfecho, ¿era digna del precio que has pagado por ella? —preguntó Cottonmouth.

—¿Precio?

—Llámalo esfuerzo.

Clark apartó la mirada.

—¡Por supuesto que valía ese precio! —respondió. —Un hombre debe consagrar su vida a un objetivo y trabajar por él. Y una mujer también. Mira cómo Marina sabía lo que deseaba y supo conseguirlo. ¡Muy bien! Nunca debemos dejar de ascender, Cottonmouth. Lo esencial es no perder pie.

—¿Has preguntado por Marina?

—No, pero me ha hablado de ella un funcionario de Sitka. Sabe que hemos adquirido la concesión de las islas y nos supone interesados en la prosperidad de Petrovsky. Como debemos nuestro éxito a Su Alteza sería ingrato ofenderse con él sólo porque posea una mujer inteligente y de medios expeditos. Otra cosa he sabido: el príncipe no era joven cuando se casó. Presumía yo que debía ser algún galán apuesto, pero doblaba la edad a Marina y no parece que sea un gran tipo. Además tiene infinidad de amantes. Ello no eleva a la dama en mi estima, pero, por otro lado, constituye un tributo a su sereno sentido común el que yo reconozca que hizo bien. Tal entiendo yo, Cottonmouth. Confía en tu cabeza y al infierno con los impulsos del corazón.

Clark alejó sus desagradables pensamientos y su tono cambió.

—¿Qué te parece —preguntó— mi interés por ser dueño de un continente?

El expiloto reflexionó antes de responder:

—Todo hombre debe tomar interés en algo ajeno a sí mismo, en algo real y duradero.

—Exactamente. Los rusos piensan que Alaska está agotada y yo creo que aún no ha nacido. Podrá no dar signos de vida en algún tiempo, pero no dejará de rendir ganancias. Allí hay oro, plata, hierro, carbón, madera y pescado. ¡Todo nuestro! ¿Y el salmón del Nushagak? Un milagro de riqueza, que sólo cede en valor al de nuestras focas. Ese país no es una nevera: es un arca de tesoros.

—¡Nuestras focas! —repitió Cottonmouth con singular expresión—. ¡Nuestro oro! ¡Nuestra plata! ¡Nuestro pescado! Todo te lo cedo, Jonathan. No quiero participar en nada.

Clark dijo, sorprendido:

—Has participado en todas mis ganancias y no has salido mal librado.

-—No mal, sino incluso mejor que tú, lo cual me disgusta más todavía. Yo he encontrado lo que buscaba y tú prosigues la búsqueda. No. «Yo agradeceré a Dios cada memoria tuya, pero ha llegado el tiempo de separarnos».

Clark se incorporó, con una expresión de sorpresa en el rostro.

—¿Separarnos? ¿Por qué hemos de separarnos tú y yo?

Por segunda vez Cottonmouth habló en citas. Años habían pasado desde que no lo hacía.

—.«Que éste no robe más, sino que trabaje, elaborando con sus manos las cosas buenas para los necesitados de ellas». La fe ha descendido sobre mí, Clark. Puedo ahora proferir la palabra con comprensión y humildad, porque el Espíritu está conmigo.

—¿Qué tiene eso que ver con nuestra separación? —preguntó bruscamente Clark—. Trabaja en las cosas buenas que te parezcan y vete al diablo. Yo toleraba tus manías predicadoras en los días de nuestra vida inmoral, y bien puedo tolerártelas ahora que somos hombres honrados.

Cottonmouth denegó con la cabeza.

-—No —dijo—. Tú has planeado tu carrera y yo he planeado la mía. Sigue tu destino, atrapa las mariposas que te fascinan y haz colección de ellas. Compra Alaska y amasa una fortuna no menos grande que tu posesión. Apila tus tesoros tras la puerta principal de tu casa, Jonathan. Yo aspiro a algo mejor y más grande.

—¿Vas a hacerte misionero?

—Eso exactamente, no. Los rusos no me permitirían predicar.

—No podrán oponerse.

—Pero tampoco me lo permitiría mi conciencia. Mas me cabe vivir entre las gentes de ese país inhóspito. Puedo ser su guía, su amigo y su instructor. Puedo convertirme en una especie de Johnny Appleseed y andar por las soledades con el hato al hombro, sembrando de vez en cuando una semilla cuando halle un suelo propicio.

—¡Muy excitado estás! —protestó Clark—. No te propondrás renunciar a cuanto posees…

—¿Renunciar? No renuncio a nada. Estoy adquiriendo algo grande, precioso y duradero. Hemos convertido en seres humanos a los isleños de las Pribilov dándoles un modo de hallar contento en la vida. Hay millares de otros indígenas en tan mala situación cómo antes los de las Pribilov. He de pagar una deuda y estoy dispuesto a efectuarlo.

Tras una pausa Clark dijo:

—No creas que doy gran importancia a la adquisición de Alaska. Desde luego sería cosa capaz de enorgullecer a cualquiera, pero ningún hombre o grupo de hombres podría poseer tal país y administrarlo debidamente. Habría, para ello, que poseer también personal muy numeroso, y esa posesión implica esclavitud.

«Lo justo es que los Estados Unidos se hagan cargo del país. No queremos que ninguna potencia europea o asiática comparta este continente con nosotros, como no deseamos dividirnos en dos grupos de estados. Los rusos han ofrecido la venta de Alaska, pero nuestro gobierno no parece interesado en el asunto. Por eso he hecho publicar semejante historia en los periódicos. He querido jugar un as para forzar un descarte. Me voy a Washington antes de muy poco y me agradaría que me acompañases.

—¿Para qué?

—Quiero instigar a los funcionarios y aun procurar hacerles comprender la conveniencia de que Alaska caiga en manos como las nuestras. Me agradaría que llevases tus ropas sacerdotales y tus dos revólveres de seis tiros.

—¿Llevarás tú los pantalones de piel de foca y el cuchillo de despellejar?

Clark contestó con una sonrisa.

—Me parece que mi historia es lo bastante interesante para que no necesite adornos. Cuando termine este asunto iré a Londres para arreglar asuntos de la Compañía. Hay mucho trabajo que hacer allí y tú y yo hace mucho que nos vemos con frecuencia. Sí, me placería que me acompañaras.

Cottonmouth declinó con voz grave.

—No, amigo mío. No deseo participar en esta mascarada. Mi trabajo no radica en Londres. Lleva adelante tus espléndidos planes de compra y venta de colonias. Mézclate con los poderosos, mientras yo ejecuto mis humildes hazañas entre los pobres y los humildes. He nacido para trabajar la tierra. Mi tarea está entre las gentes sencillas y nunca seré feliz entre otras.

Los dos discutieron durante algún tiempo, pero el expiloto se mostró firme. Clark hubo de resignarse finalmente a la pérdida de su antiguo camarada, único amigo íntimo que había tenido en su vida.

Era lástima, reflexionó, que un hombre no pudiera mantener a su lado a sus antiguos compañeros, sino que paulatinamente hubiera de ir separándose de ellos. Si un hombre se sentía muy desamparado cuando erraba por el límite de la vegetación, más solitario se sentía aún al alcanzar la cúspide de la montaña.

* * *

Clark llegó a Washington antes de que se olvidaran las informaciones periodísticas de San Francisco. Por lo tanto cayeron sobre él multitud de periodistas. Su inmaculada apariencia y sus majestuosas maneras sorprendieron a los reporteros, que le encontraron franco y atractivo. Aunque no disimulaba sus humildes orígenes ni sus éxitos presentes, no se vanagloriaba de una cosa ni de otra. Su naturalidad y su suprema confianza en sí mismo dejaban asombrados a sus oyentes.

Terminada su charla con los periodistas, Clark habló al senador californiano Gwin, explicándole que deseaba visitar al Secretario de Estado.

Los periodistas se superaron a sí mismos, y Washington leyó con avidez todo lo concerniente al pintoresco capitalista californiano, antiguo ladrón de pieles y jefe de los Hombres de Boston, que a la sazón fiscalizaba la producción mundial de pieles de foca. En todo lo que en aquel campo rozaba, sus dedos ponían el mágico contacto de Midas. Era una especie de Aladino personificado, sólo que llevaba sombrero de copa, levita y botas bruñidas. Bastaba que frotase su lámpara o la empuñadura de oro de su bastón para conseguir cuanto deseaba. Sus deseos se tornaban hechos.

Aquella era la historia más fascinante de cuantas venían del dorado Oeste. El hecho de que estuviese camino de Europa —posiblemente de San Petersburgo—, indicaba que se proponía, en efecto, adquirir aquellos vastos territorios alaskeños situados al noroeste.

El senador Gwin actuó con prontitud y Clark fue invitado a visitar el departamento de Estado. Sin pérdida de tiempo lo hizo así.

Después de cumplimentarlo por sus espectaculares éxitos el secretario preguntó:

—Me gustaría saber qué motivos impelen a ciertos hombres de negocios a comprar Alaska.

—Hay varias razones, señor. En primer lugar el precio es barato.

—Sus propietarios no lo juzgan así.

—Pues entonces sus informes sobre lo que poseen son muy de segunda mano.

—¿De segunda mano?

Clark asintió.

—Como los de ustedes. Los rusos ocuparon Alaska para aprovechar los criaderos de nutrias marinas y las nutrias ya no existen. Son ciegos a todo lo demás, incluso a cosas que he visto con mis propios ojos. Un zorro ha de conocer su campo mejor que los cazadores. ¿Qué hay en Alaska? Pues hay, por ejemplo, pepitas de oro tan buenas como las de California. Y cuchillos hechos de cobre puro que no se funden ni en un horno. Filones de mineral de hierro y negros yacimientos de carbón. Yo lo he utilizado en mi propia estufa y otros minerales que no conozco se hallan en Alaska.

—Pues para nosotros no es más que un país desconocido y lejano —observó el secretario.

—Los Grandes Bancos atrajeron exploradores a Terranova mientras Nueva Inglaterra era todavía un yermo. Atravesaron el Atlántico en busca de bacalao. Pues el Pacífico septentrional abunda en bacalao y en platija y en otra mucha pesca.

—También abundan en ella los ríos Oregón y Washington. Tenemos más pescado que cuanto podemos consumir.

-¿Está usted seguro de ello? —preguntó Clark—. Nuestra frontera ha llegado a la orilla del mar y en este sentido no podemos seguir avanzando. Algún día nuestros hijos buscarán nuevo espacio en el que desarrollar su vida.

El Secretario dijo francamente:

—Me sorprende, Clark. Supongo que es usted un especulador y un oportunista, pero habla con la lengua de un profeta.

—Comprenda que yo tenía que abrir unos ojos aún más despiertos que los rusos, porque de ello dependía mi vida. He dado varias razones en virtud de las cuales deseo comprar Alaska, pero no he mencionado la más importante.

—¿Cuál?

—Que creo que es una buena cosa para el país. Pero al país podría sucederle otra óptima.

—Explíquemela.

—Los Estadas Unidos deben comprar Alaska directamente. Piensen en la situación de esa comarca. Es un puente tendido hacia Oriente. ¿Por qué no construir por tierra una línea telegráfica hasta el estrecho de Behring y Siberia?

—Es usted un soñador. En nuestros tiempos no suceden cosas de ésas.

El Secretario hablaba sin convicción Y sin embargo se equivocaba, porque años después aquel mismo proyecto se puso en marcha y sólo terminó cuando llegó la noticia de que Ciro Field había logrado triunfar en fantástico intento de tender un cable a través del Atlántico.

—Atengámonos únicamente —añadió el funcionario —a los problemas del hoy y del mañana.

—Muy bien. Mañana Rusia sabrá tanto como yo sé y podrá ser tarde para actuar. Aquí estamos en pleno experimento de lo que es el funcionamiento de una democracia y no nos conviene tener vecinos tan cercanos, que pueden no simpatizar con nosotros en cualquier momento.

El interlocutor de Clark guardó un instante de silencio y al fin dijo:

—Más me interesaría en el asunto si éste fuera el principio de mi desempeño del cargo,y no el fin. Su propuesta habrá de ser examinada por el próximo gobierno.

—¿Y los asuntos de la nación han de permanecer en suspenso entre tanto? No pensaba yo sólo en el dinero cuando convencí a los rusos de que me arrendasen sus islas foqueras. Pensaba también en lo que le he dicho ahora.

El Secretario movió la cabeza.

—Estos días, señor Clark, son muy borrascosos. Nos hallamos ante una crisis que puede amenazar incluso ese experimento sobre el funcionamiento de una democracia al que usted aludía. El Presidente Buchanan se desvive por lograr una solución pacífica, pero parece que no la hay.

—Oportunidades como la que señalo no se presentan más que una vez en la vida de un hombre o de una nación —insistió Clark.

—El Presidente se niega a tomar medida alguna que pueda crear dificultades a Lincoln o forzarlo a tomar otro curso que el que ha elegido. Es inútil discutir la compra de un territorio extranjero en un momento como éste. Más vale que hable usted con mi sucesor.

—Muy bien. Así lo haré a mi regreso de Inglaterra. Si él rehúsa me consideraré en libertad de obrar por mi cuenta.

Clark se levantó. La entrevista había terminado. La conciencia del antiguo filibustero estaba tranquila.

Pasó un par de días pretendiendo sembrar idéntica semilla en otros lugares. En todas partes hallaba motivos que lo conturbaban. Veía claramente cuán preocupados estaban los círculos oficiales- por la actitud de los Estados del Sur. En California la posibilidad de un conflicto armado no se había tomado muy en serio, pero en Washington las gentes hablaban sin rodeos de que la California de Sur había pedido a otros estados confederados que se uniesen a ella en la secesión. Incluso se había convocado una conferencia a fin de elaborar una constitución provisional para la confederación del sur. Los esfuerzos del presidente Buchanan para sofrenar el creciente movimiento parecían estériles y poco decididos. Desde luego, varios miembros de su gobierno habían dimitido. Hasta el aire que Clark respiraba antes de partir para Nueva York parecía cargado de desasosiego.

Y Clark se preguntó qué clase de hombre podría ser Abe Lincoln.

19

Clark conocía tanto acerca de las pieles en bruto como el primer especialista de su tiempo. Pero sabía muy poco o nada de las dificultades que irrogaba poner en el mercado el producto una vez en disposición de venderlo. Las pieles grises plateadas, aun sin curtir, sobre las que él ejercía el monopolio, eran muy diferentes a las pieles obscuras de foca tan populares entre las personas elegantes. Después de salir de manos de Clark, las pieles atravesaban varios complicados procesos, cuyos secretos pertenecían exclusivamente a un grupo diestro de artesanos ingleses. Conveníale a Clark conocer a las gentes entendidas en la materia que moraban al otro lado del Atlántico.

Resultó ser el viajero más notable que iba a bordo del barco inglés. Por ello le dedicaban halagadoras atenciones sus compañeros de viaje y los oficiales del buque, todos anhelosos de conocer al propietario de tantos fabulosos rebaños de focas en el Ártico. Aquel hombre se proponía comprar un país. Clark acogía los intentos de amistad con cortesía, pero procuraba mantenerse al margen de todos.

Hacía mucho que deseaba visitar Inglaterra y le satisfacía comprender que llegaba a ella no como un Don Nadie, sino como un personaje distinguido. Sentía en cierto modo el fiero orgullo que experimentara cuando entró en la bahía de San Francisco con su cargamento de contrabando y se presentó, decidido, a Eben Cleghorn.

En Londres no necesitó aparecer con una ostentación teatral, ni hacer conocido su nombre escribiéndolo en la pechera de la camisa de un encargado de hotel. Su fama le había precedido, como lo supo cuando anotó su nombre en el más famoso de los hoteles de Londres.

El gerente en persona lo recibió e insistió en ayudarlo a instalarse con toda comodidad. La llegada del coloso californiano era ya de por sí una cosa notable, pero Jonathan Clark valía más que su fama. La Gran Bretaña poseía su Compañía de la Bahía del Hudson y sus funcionarios gozaban de elevado prestigio, mas era obvio que el Zar de Rusia, con su vasto imperio peletero, sobrepasaba con mucho al mayor de ellos. De esta suerte Clark fue honrado con el nombramiento de hijo adoptivo de la ciudad y una salva de veintiún cañonazos.

Ante el gerente del hotel, Clark era una especie de Sir Henry Morgan, barón Rothschild y sachem indio.

Evidentemente todos los indios eran iguales y un jefe comanche pesaba tanto en la escala social como un potentado de las Indias Orientales. Así lo entendió Clark cuando el gerente del hotel en persona lo condujo a la más elegante serie de habitaciones del hotel. Llamaban a aquel grupo de alojamientos «los aposentos del maharajá». Ocupaba toda la parte delantera del primer piso y se reservaba exclusivamente para personajes públicos o visitantes de extrema riqueza y distinción, atezados príncipes con enjoyados turbantes, mandarines de amarillas chaquetillas, virreyes y gobernadores generales con sus séquitos, solían ocupar aquellas habitaciones.

Clark no tenía séquito alguno. Ni siquiera un criado. Pero por un perverso refinamiento se sintió inclinado a manifestar que aquellas habitaciones eran las que cuadraban con sus necesidades. Al fin y al cabo, reflexionó, tendría que dar muchas reuniones y el gasto le importaba poco. Además, tras tanto tiempo de vivir solitario, se hallaba en la necesidad de desempeñar un papel social. Sería divertido ver cómo salía adelante su legendaria reputación.

Cuando al fin se encontró solo, comenzó a rememorar y anduvo de cuarto en cuarto de un hotel de California, tocando los pesados muebles y las gruesas cortinas de damasco con su bastón, mientras instaba a Jacob Stone a que quitara los candelabros de cristal, con sus pantallas de papel, para substituirlos por palmeras. También quería que se instalase un bar en las habitaciones.

«La elección de vinos, comidas y licores la dejo en su mano… Necesitaremos también una orquesta negra para que Cottonmouth pueda estirarse las piernas al son de la música.»

¡Oh, Cottonmouth! Al fin se había convertido en un verdadero hombre de Dios. Nada de pistolas al cinto ni de mujeres pintadas sobre las rodillas. Era lamentable. ¡Qué tiempos aquellos!

Creía oír una débil música de banjos y guitarras, de excitadas risas, de rítmico movimiento de danzarines pies. Veía el salón lleno de gente y de mujeres, todas vulgares excepto una: la joven de piel del color de la leche, de suavidad infinita, de obscuro y sedoso cabello. Era tan bella, tan lozana, brillaban sus grandes ojos con tan cándida sorpresa que él no pudo reprimir el impulso de tomarla en sus brazos.

«Me llamo Jonathan Clark. Bienvenida seáis a mi recepción».

¡Cuán aterciopelados eran los labios de la muchacha! No solía pensar en ella con frecuencia, porque un hombre de negocios no puede perder el tiempo pensando en la tumba de sus juveniles locuras. La vida era harto absorbente para que le permitiera hacerlo. Pero aquél era el mundo de Marina y he aquí que Clark entraba en él por primera vez. Sin duda por eso la había recordado.

Los fabricantes y mercaderes con los que Clark tenía que tratar ansiaban conocerlo y su propio interés los instaba a tratarlo con la mayor cortesía. Pronto supieron que ello no ofrecía ninguna dificultad, porque aquel hombre suscitaba en el acto su simpatía y su respeto.

Entre las mujeres causó una impresión más que favorable. Clark era completamente distinto al hombre que esperaban encontrar. La gente le llamaba apuesto, campechano, interesante, figura fascinadora arrancada de las páginas de un libro… Uno de los propósitos del viaje de Clark consistía en encontrar amistades, tarea que había descuidado durante mucho tiempo, y a ello dedicó gran parte de los días de su estancia en Londres. Todas las noches acudía a una recepción o daba alguna. Gozaba de la hospitalidad de los mejores círculos y sus amistades aumentaban rápidamente. Era agradable advertir que, a pesar de su reputación de grandeza, conservaba cierta efusividad en el trato y cierto magnetismo personal que ponía en juego con éxito siempre que lo deseaba. Y Clark se hacía cruces pensando lo que dirían sus conocidos en California si lo viesen desempeñar su presente papel.

Una sola cosa descomponía su júbilo. Y era la actitud inglesa hacia la causa confederada. Perturbábale ello no poco y sólo la cortesía le impidió más de una vez hablar con la franqueza que hubiera querido.

La conferencia convocada por Carolina del Sur había atraído representantes de seis estados más. Se elaboró un plan de constitución y se eligieron un presidente y un vicepresidente.

Clark no quería creer lo que leía. Para él aquello tenía profunda transcendencia, y sus inquietudes crecían de un día para otro.

Un atardecer, al regresar al hotel, leyó en los diarios unos titulares que lo sobresaltaron. Compró un periódico, entró presuroso en sus habitaciones y se sentó junto al ventanal de una sala de recepción. Leyó que las autoridades de Carolina del Sur habían negado permiso a un barco cargado de pertrechos federales para anclar en Charleston. El navío llevaba municiones con destino a Fort Sumter, y fue obligado a abandonar el puerto sin dejar su carga.

Mientras Clark ponderaba tan inquietantes noticias una voz se dirigió a él diciéndole:

—No medite. Las meditaciones ahondan las arrugas de la cara.

Volvióse y se halló ante una muchacha que lo miraba desde un diván colocado ante la chimenea incrustada en plata y ónice. Clark apenas podía distinguir más que su cabeza y sus brazos apoyados en la barbilla. Evidentemente llevaba algunos minutos mirándolo.

Era muy bella y muy rubia. Tenía los ojos tan azules como los lagos de las montañas.

Tras un primer momento de sorpresa, Clark dijo:

—Buenas tardes. No sé cómo ha entrado usted aquí. Me parece haberla visto antes. Sólo que entonces se hallaba usted muy en las alturas. Tenía usted alitas sobre los hombros y había dos o tres seres parecidos a usted. Bienvenida a Londres, señorita Rafael.

La joven hizo un mohín.

—¡Espléndido! ¡Qué hermoso! En mi cuarto, cuando era niña, había un cuadro representando varios angelitos. ¿Por qué se les pintará solo con cabeza y sin lugar donde apoyarse cuando se sientan?

—Pero, ¿tiene usted dónde apoyarse?

La muchacha sonrió e intensificó su sonrisa. Clark movió la cabeza con incredulidad.

—Me jacto de saber conocer a un ser celestial cuando lo encuentro.

—Todo se debe a la luz —repuso ella—. Tengo más años que un druida y soy más terrenal que un molino de barro.

Movióse y él se acercó para saludarla. La mujer iba muy elegantemente vestida, era exquisitamente femenina y ofrecía, sin embargo, un cierto aspecto muchachil. Posiblemente ello se debía a su completo dominio de sí misma o bien a la franqueza de sus modales.

—Me llamo Lady Cecilia Yarborough —murmuró.

—Muy honrado en conocerla —repuso él—. Voy a pedir que traigan luces.

—Le ruego que no lo haga. No estoy completamente despierta todavía. En tiempos, este diván solía ser mi mueble favorito. Aquí solía recostarme. Y ahora que usted ha llegado, mis sueños se han convertido en realidades. Estas cuartos son para mí como mi propia casa.

Se arregló el cabello y se sentó junto a Clark. Cruzó las piernas y lo miró con abierta curiosidad. Tenía la figura ágil de una amazona y a Clark le pareció el tipo perfecto de la belleza inglesa, sobre la cual había leído tanto y visto tan poco.

Ahora que oía el nombre de la mujer, su presentación no le resultó desconcertante como le hubiese resultado en otro caso. Había oído mencionar más de una vez el nombre de aquella dama. Procuró recordar lo que le habían dicho de ella, mas la mujer puso fin a sus dudas preguntándole:

—¿No cierra usted nunca sus puertas?

—No siempre. A veces las dejo abiertas de par en par con la esperanza de entablar nuevos conocimientos. Véanse las felices consecuencias de mi proceder.

—Me tranquiliza usted —dijo la visitante—. No me extraña que todos hablen de usted. Le llaman otro Leif Ericson, especie de vikingo con ropas a la inglesa.

—No lo sabía.

Lady Cecilia hizo un signo confirmatorio de sus palabras.

—No sé con cuántas personas de mi ambiente trata usted —dijo—, pero he oído lo que de usted se dice y creo que va siendo hora de que los separados por barreras sociales nos tendamos las manos. En sus tiempos ha sido usted un personaje notable, ¿verdad?

—Sí. Era una oveja negra vestida de piel de foca. Eso constituye mi principal derecho a considerarme un hombre distinguido. Experimento en su presencia una sensación de torpeza. No soy más que un vikingo de visita, que procura portarse con corrección.¿Quiere una taza de té?

Lady Cecilia rió.

—Muy bien. Estaremos más a nuestro gusto.

Clark cruzó la estancia. Recordaba con más claridad fragmentos de lo que había oído a propósito de la visitante y de su padre, el llamado rajá de Janipur. Lady Cecilia era una mujer original, extraña, una traviesa entre las del bello sexo aristocrático, que por una razón u otra solía salirse de la órbita que se le tenía señalada, para recorrer como un cometa incandescente los cielos nocturnos de Londres. Su padre era también desarreglado en su conducta, pero sus excentricidades no resultaban tan palmarias.

Clark volvió a sentarse. La joven confesó :

—No sólo la curiosidad me ha impelido a venir aquí. Se trata de que tengo una desmedida pasión por las pieles. Si me atreviera, las robaría.

—Ande con ojo —la amonestó— Es cosa que no resulta conveniente.

—Algunas mujeres adoran las joyas, los encajes la música. Yo sueño con las pieles. Me atraen de un modo rarísimo. Poseo algunas, por supuesto, pero codicio tener más. Me gustaría poseer todas las del mundo. Armiño, marta, nutria marina…

—¿Y no le agrada la piel de foca? —preguntó él.

—¡Por supuesto! Me gusta toda piel suave, rica y bella de aspecto. Ya ve que tenemos cosas en común. Quiero oírle hablar de todo lo que usted ha visto y hecho. No puedo esperar.

Clark respondió, titubeante:

—¿Cómo voy a hablar sinceramente a una muchacha de su edad?

—Tengo veintiséis años.

—¡Es increíble!

—Pues parezco muy vieja para mi edad. Si se sienta usted con calma le relataré mis grandes crímenes y desafueros.

—Estaba seguro de que lo haría —respondió Clark. —Creo que su padre procede con la misma plausible franqueza.

—De ello alardea. Como sus achaques le impiden salir, es el único consuelo que al pobre le queda. A veces descarga algún bastonazo a su criado cuando éste no anda listo, pero por fortuna el mozo es ágil. Durante muchos años el rajá ha sido objeto de muchas picantes conversaciones en las sobremesas, cuando las señoritas se retiran. Comparto con él esa distinción. Sepa, de paso, que ni él es rajá de Janipur ni yo su heredera en el título. Los indígenas nos llaman así y el nombre ha prosperado.

—¿Por qué?

—Presumo que porque mi padre vive como un auténtico rajá. Los malayos adoran a los grandes señores naturales en sus hábitos y son indulgentes con sus inclinaciones. Podrán no comprender su sinceridad, su imparcialidad y otras virtudes oficiales, pero comprenden sus flaquezas y las consideran el verdadero signo de la soberanía. Había varios jugando en los jardines del palacio. Aquella indelicadeza me ofendió tanto, que resolví marcharme a Inglaterra. Afortunadamente tengo dinero propio. Después del ataque apoplético que sufrió, me siguió el rajá. Ahora tiene que andar en una silla de ruedas, con una manta sobre las piernas y en estado continuo de magnífica exasperación. A usted le agradaría mucho conocer a mi buen papá.

Llegó el servicio de té, llevado por un digno y maduro camarero, cuyo rostro se iluminó al ver a Lady Cecilia, mientras su lengua expresaba el placer que el verla le producía.

—También yo celebro encontrarle, Parkins —manifestó la joven—. ¿Cómo está su hijita?

—Completamente recobrada, gracias a su Señoría. No pasa día sin que hablemos de usted.

El hombre explicó a Clark.

—La muchacha tenía débiles los pulmones. Lady Cecilia la envió a reponerse al sur de Francia. Porque milady es un ángel bendito, sobre todo para los pobres como nosotros.

Lady Cecilia interrumpió explicando:

—Siempre que venimos a Londres nos alojamos aquí. Resulta agradable encontrarlo todo lo mismo, sin que haya variaciones ni siquiera en el personal. ¡Cuánto me agrada la baranda de mármol de la escalera principal! Es magnífica para deslizarse por ella. Hasta a los querubines de Rafael les parecería lo mismo. Ya le enseñaré lo bien que lo hago.

—¡Lady Cecilia! —exclamó Parkins—. ¡No debe usted hacer eso!

La joven, impaciente, arrugó el entrecejo.

—Ya sé que no debería. Probablemente por eso lo haré, aullando salvajemente mientras desciendo. La única cosa que hace la tentación soportable es el gusto de ceder a ella.

Parkins salió de la estancia moviendo la cabeza con ademán desaprobatorio.

Lady Cecilia, mientras servía el té, preguntó :

—¿Por qué me habló con tanta brusquedad cuando lo saludé?

—Estaba disgustado porque he leído noticias recientes de mi país.

—¿Malas?

—Pésimas.

Y Clark explicó el curso de los acontecimientos en los Estados Unidos.

Su visitante contestó :

—Me parecen muy valientes esos estados algodoneros que quieren sacudir el yugo de la dependencia. A mí no me agradan los yugos.

—Ni a mí —dijo Clark—. Pero eso que los meridionales quieren hacer constituye una traición a la patria. ¡Es una locura! Aparte de eso estoy atareado en un asunto, el más importante que hasta ahora he desarrollado. La guerra pondría completo fin a mi proyecto.

Otra vez frunció el entrecejo. La joven lo miró, fascinada. Al poco rato anunció:

—Además de por el gusto de conocerle he venido por otro motivo aquí, señor Clark. Pero no quería mencionarlo hasta que nos conociésemos mejor. En realidad he venido a hacerle víctima de un chantaje.

¿Y me retiene en rehenes?

—En cierto modo, sí.

—Bien sabe que he resistido hasta el final —dijo Clark jovialmente—. He de resignarme a salir con usted. ¿Vamos?

Lady Cecilia movió su reluciente cabeza.

—Tiene usted que vestirse y yo también. Después de saber cómo es usted necesito presentarme tan hechicera como me sea posible. Todo lo que le pido es que dedique unas horas de su tiempo a conocer a la mujer más inusitada y estrafalaria de Londres.

—Ya estoy gozando tal placer en el momento presente.

—No. Yo podré ser algo rara, pero mi amiga es un carácter de cuerpo entero. En su casa se juntan dos mundos diferentes y… Pero ¿a qué entrar en explicaciones? Esa mujer me envió a buscarlo. ¿Nos citamos a las diez?

La muchacha se levantó, y Clark la escoltó hasta su carruaje. Mientras se alejaba, Cecilia le lanzo un beso y repitió:

—Esta noche a las diez.

20

Dolly Bogardus se jactaba de conocer a más personas que nadie en Inglaterra. Debía ser verdad, por que desde la muerte de su marido, unos cuarenta años antes, Dolly se había entregado de continuo a la ocupación de recibir gentes notables en su casa. No daba mucha importancia al campo específico en que tales o cuales personas se distinguían. Era la única aristócrata de Londres que no andaba con remilgos ni tenía prejuicios de clase. En consecuencia, cualquiera cuyo nombre apareciese en los periódicos tenía la seguridad de encontrarse como invitado de honor en una de las recepciones de Dolly, o reuniones, como ella prefería llamarlas. Aquellas recepciones venían constituyendo desde hacía tiempo una característica única y distintiva de la vida social de Londres, principalmente porque los que iban a ellas nunca sabían a quién iban a encontrar allí, aunque después no deseaban con frecuencia continuar el conocimiento con la nueva figura. Diplomáticos, ventrílocuos, jugadores de cricket, agitadores políticos, artistas italianos, toreros españoles y, en resolución, cualquiera que atrajese momentáneamente la atención era un personaje a juicio de la Bogardus.

Lady Cecilia explicó todo esto mientras ella y Clark se dirigían a casa de Dolly Bogardus.

—Se le ha metido en la cabeza conocerlo —dijo—, pero temía que usted rehusase su invitación si comprendía lo que significaba Dolly es tía mía segunda y yo espero heredar su dinero, de manera que no me conviene decepcionarla. Usted probablemente no se divertirá esta noche.

—¿Por qué no?

La muchacha se encogió de hombros con indiferencia.

—Porque yo suelo divertirme muy poco. Aborrezco la monotonía, el hacer lo mismo siempre, el ver a las mismas personas, con el aditamento cada vez de algunas extrañas. Sería maravilloso encontrar algo interesante, nuevo, digno de vivirlo y de pensar en ello. Clark miró con curiosidad a Cecilia. Ya iba a hablar, cuando ella le atajó la expresión de su pensamiento.

—Me iba a preguntar si estoy casada. No. ¿Que por qué no me enamoro? Bastantes veces lo he procurado. El cielo lo sabe, y no debo repetírselo, porque habrá usted oído hablar de ello muchas veces. La excentricidad es cosa congénita con la sangre de los Yarborough. Siempre estamos ávidos de algo, siempre cansados de todo, siempre incapaces de saber lo que en realidad queremos. Nos acucian constantemente los lebreles del deseo, siempre a nuestros talones. Conste que estoy fatigada, pero no agotada. Tengo tanta curiosidad como tía Dolly, pero no por las personas ajenas. Me interesa la vida y principalmente me interesa usted. Ya le advertí esta mañana que soy más vieja que una druida.

Lady Cecilia hablaba con rotunda finalidad, pero distaba mucho de parecer vieja cuando el lacayo de la señora Bogardus le quitó la capa, lo que permitió a Clark distinguir a la mujer más a su sabor. Era una joven lozana, fresca y desde luego la más hermosa que había visto en Inglaterra.

Llegaba desde el piso superior un cadencioso son de instrumentos de cuerda y el murmullo apagado de muchas voces. Un momento después el americano abrió los ojos, sorprendido, porque el salón principal de la antigua y señorial residencia estaba lleno de gente tan arbitrariamente distribuida como los pasajeros en una estación de ferrocarril. Algunos de los presentes eran, sin duda, personas distinguidas, pero otros muchos daban la impresión de dar sus primeros pasos en sociedad. Lady Cecilia sonrió advirtiendo la sorpresa del invitado.

La señora Bogardus era una viejecilla cargada de joyas, de facciones agradables y vulgares, viva sonrisa y ojos brillantes e inquisitivos como los de un niño. Tenía el cuello corto y la voz algo áspera. En cualquier caso recordó al americano una especie de perrillo amistoso, lucio, gordezuelo y bien alimentado, como los que entonces estaban de moda en las principales mansiones elegantes de Londres.

La señora Bogardus recibió a Clark con deleite no fingido, y comenzó a presentarle a una multiplicidad de personas. Cuando aquella prueba concluyó, lo condujo a un asiento, a su lado, y principió a bombardearlo a preguntas. Su mente era muy despejada, su curiosidad insaciable y parecía querer explorar hasta los últimos recovecos de la mente de su invitado.

Cuando él pasó a hacer, a su vez, algunas preguntas, la señora Bogardus lo atajó diciendo :

—No pierda el tiempo con mis asuntos, joven. Nunca he estado en ningún sitio ni he hecho nada. No me conozco apenas, porque vivo enteramente para los demás. Por eso envidio a Cecilia. Es un alma libre y aventurera, única que conozco en su estilo además de su padre. Yo soy víctima de un millar de inhibiciones y ella no padece ninguna. Me gusta la vida sedentaria y a ella le place explorar la existencia. Nunca he tenido ánimos para hacerlo, ni belleza que me ayudase. Yo siempre he sido vulgar y fea, y ella magnífica. ¿No le parece?

Clark asintió.

Lady Cecilia me habló de que a ustedes los lebreles de la impaciencia o de no sé qué andan siempre mordiéndoles los talones. ¿Está usted en el mismo caso?

La señora Bogardus lo miró fijamente.

—Sí. ¡Siempre! Mucho deben ustedes haber congeniado para que ella le haya hablado así. Yo por mi parte encuentro refugio en esto. Ella no puede.

—Pero esos lebreles…

La anciana señora meditó.

—No estoy segura del todo. Acaso mi sobrina se refiera a las desaforadas hazañas y malandanzas de los antepasados de los Yarborough. Eran gente inquieta, obstinada y no muy amante de guardar las leyes… Me atreveré a decir que se parecían algo a usted, señor Clark. Las más antiguas familias padecen esa maldición: las peculiaridades hereditarias que se imponen a ellas y cuyas características no pueden sondear. Cecilia, por ejemplo, vive en una especie de casa hechizada y no me extraña que procure escaparse de ella. Yo debía censurar ciertas cosas suyas, pero no lo hago porque veo en la muchacha lo que yo pude haber sido y reconozco las posibilidades que se le ofrecen.

—Muchas debe tener, por supuesto.

—Cierto. Sería una espléndida reina virginal de alguna nación turbulenta, o haría una excelente esposa de un ranchero australiano. Necesita ser la mujer más sobresaliente en un determinado círculo suyo, suyo propio… Quedarse en Londres sería la ruina para ella.

Entraron nuevas visitas que hicieron a la señora Bogardus separarse de Clark, al que dijo:

—Baile y diviértase. Luego vendré y emprenderé con usted otro viaje.

Clark pensaba, con interna satisfacción, lo que sus compañeros de California dirían si le vieran recibido en aquella forma en las mejores casas de Londres.

Sin duda el caso les sorprendería tanto como a él mismo. Aquello no duraría, ni se repetiría con frecuencia. ¡Qué contraste entre las gente de Inglaterra y las que conocía de América! Sobre todo, ¡cuánta diferencia con el mundo frívolo de San Francisco, que él apreciara tanto en sus tiempos, durante las locas noches en que el Occidental se estremecía al fragor de las diversiones que Clark organizaba en sus aposentos. ¡Otra vez volvía a bailar! Pero ahora lo hacía con una dama cuyo nombre se empezaba a escribir con L mayúscula. Y eso lo había conseguido el ladrón de pieles, Jonathan Clark, de Boston. Parecía increíble. Los hombres junto a cuyo lado se sentaba no eran jugadores del Bella Unión, sino pares del Reino Británico.

Clark se preguntó qué sucedería si en una reunión como aquélla se le ocurriese besar a la rubia beldad que llevaba entre los brazos. Presumía que lady Cecilia no se opondría con demasiado vigor. Sin embargo, había pasado el tiempo de semejantes ocurrencias. Jonathan Clark, de San Francisco, fantástico millonario de la industria peletera, no podía entregarse a bromas ni ligerezas de cierto género. Tal era uno de los inconvenientes del triunfo.

Aún seguía con la mente fija en el pasado, cuando sucedió algo que lo atrajo a la realidad con una desagradable impresión. Él y su compañera de danza estaban ante una de las mesas del bufete cuando alguien, un invitado, cerca de ellos, mencionó a la princesa Petrovsky con una voz que a Clark le pareció emitida a gritos.

Notó que se le tensaban los músculos de la faz. Costole un esfuerzo sostener su vaso sin que el vino cayera sobre el mostrador.

Puso oído atento. El grupo de gentes que junto a Clark estaba, parecía muy familiarizado con la vida de Su Alteza. Algunos la conocían lo suficiente para llamarla por el nombre de Marina. Vivía en Inglaterra. ¡Era una de las lumbreras de la alta sociedad!

Clark se sentía como un sonámbulo que al despertar se encontrara al borde de un abismo. Oía retazos sueltos de lo que se hablaba:

—Es la mujer más solicitada de Inglaterra. Su marido, embajador en la corte de Saint James…

—¡Pobre Marina! Teniendo admiradores tan distinguidos, ¿cómo ha podido elegir a ese…?

Clark procuró reportarse. Notó que lady Cecilia lo miraba con curiosidad.

—¿Tiene usted amistad con la princesa? —le preguntó.

—No. Pero la conocí hace ya mucho tiempo. ¿Es verdad que tiene tantos admiradores?

—Es joven aún y extremadamente atractiva. ¿Cómo no había de tener un…?

—¿Joven aún? ¿Y un…? ¿O es que ha muerto el príncipe?

—Claro —asintió lady Cecilia—. Es raro que usted no lo supiera.

Clark explicó que California estaba muy apartada de los centros mundiales y que a sus atareados ciudadanos no les quedaba mucho tiempo para ocuparse en la vida social de los dignatarios de Europa.

¡Viuda! Eso explicaba lo de «¡Pobre Marina!». Evidentemente su dolor había durado poco. Ello era característico de la dama. Sin duda debía parecer asombrosamente bella en su vestido de luto. Con una fortuna como la suya no era raro que los hombres se precipitasen tras ella. Mas ¿quién podía casarse con una princesa y mejorar su posición social? Porque parecía obvio que si ella contraía matrimonio no debía hacerlo sino para ganar.

Clark se preguntaba qué convenía hacer y cómo debería conducirse si por casualidad su sendero y el de Marina se cruzaran. Sería algo parecido a su encuentro con ella en Sitka. Una experiencia que no le agradaría repetir. Por supuesto Clark no sentía por Marina lo que sintiera. Se notaba, en ese aspecto, completamente curado. En cualquier caso la herida que ella le había causado no le dolía ya. A lo sumo experimentaba un ciego enojo contra la humillación antaño sufrida. Pero con aquello le había bastado. Dudaba mucho de su capacidad de comportarse con ecuanimidad si por casualidad encontraba a Marina.

—¿Viene la princesa a estas recepciones? —preguntó Clark.

—No —repuso sinceramente Cecilia—. Tampoco la tía Dolly va a las suyas.

Más tarde, cuando Clark se encontró solo, buscó a la señora Bogardus y procuró obtener de ella más noticias.

La princesa Marina, al parecer, era extremada mente popular, especialmente entre los hombres. Sin duda se casaría cuando pasara el tiempo protocolario ¿Amor? Las mujeres jóvenes no se casan por amor con hombres como Petrovsky. Los príncipes compran mujeres bellas por ostentación y se divierten con otras. El difunto embajador no desmentía la regla. Hacía la vida imposible a lady Marina, y daba a la murmuración un objetivo en el que fácilmente clavaban los maldicientes sus afilados dardos.

Cecilia declaró con energía:

—El príncipe era un verdadero cerdo. Nadie se disgustó cuando le pasó el accidente, y menos que nadie Su Alteza.

—¿Un accidente?

—Un accidente extraño. No se sabe exactamente lo que pasó.

—El príncipe murió de una caída. Se le encontró con la cabeza rota

La que había hablado era lady Cecilia, que en aquel momento se acercaba a dar a su tía las buenas noches.

Poco habló mientras regresaban, y Clark se sentía harto preocupado para mantener una conversación. No se dio cuenta de cuán conturbado estaba hasta que pudo reflexionar con calma sobre lo que había oído.

Le parecía haber escapado a la desdicha por casualidad. Aquel episodio echó a perder todo el placer de este episodio de su estancia en Londres. Resolvió que, durante el resto de su estancia allí, le convenía eludir reuniones como la de aquella noche. Resultaba poco probable que pudiera encontrar a la «Princesa del Armiño», porque ella seguramente saldría poco, pero la posibilidad, no obstante, existía.

Ella debía saber que Clark estaba en Londres. Nunca se saben los derroteros que puede tomar la curiosidad femenina. ¿No la impeliría a ella a procurarse una entrevista con él?

En conclusión Clark se dijo que le convenía no buscar presentaciones nuevas e incluso rehuir las reuniones como las de aquella noche. Ni siquiera iría a comer con nadie si no sabía de antemano quién era.

Lady Cecilia todavía contribuía más que Clark al mutismo que entre ambos reinaba, porque se sentía conturbadísima también.

* * *

Algo peculiar había sido, en efecto, la muerte del príncipe Semyon Petrovsky. Tan peculiar que había desconcertado a las autoridades que investigaron el caso. Gracias, empero, a la complacencia oficial y también para tranquilizar a los miembros de la familia, se consiguió que la causa del accidente fuera conocida de sólo una persona.

Ni siquiera la princesa Marina sospechó lo sucedido, aunque se originó en una olvidada escena que transcurriera en su saloncito poco después de que ella y Semyon regresaran de Alaska. El incidente se había escapado a su memoria porque había sido el primero de una serie de otros parecidos.

Para poder apreciar el ascenso de Petrovsky a la eminencia, y para hacerse cargo de la marcha de sus asuntos domésticos, convendrá hacer algunas observaciones sobre ambos. Gracias al tacto e inteligencia de su mujer más que a su capacidad, el éxito de Petrovsky en su esfera había sido tan notable como el de Jonathan Clark en la suya. La influencia de Marina en los altos ambientes había dado al príncipe un excelente comienzo, y ello, unido a los esfuerzos de la joven, había permitido al príncipe dejar satisfactorio historial en Roma y en París. A su debido tiempo fue a Londres como jefe del cuerpo diplomático ruso, con lo que su meteórica ascensión alcanzó su cénit. Y entonces fue cuando se realizó su ambición final.

A pesar de ello se sentía amargamente insatisfecho. Se consideraba un hombre fracasado.

Otra fuente de irritación yacía en el hecho de que Petrovsky reconocía tan plenamente como sus conocidos la parte que Marina había desempeñado en su éxito. En circunstancias ordinarias, le hubiese importado poco lo que de él se dijera, porque era indolente y de los que cuando pueden ir en coche no andan a pie. En todo caso le ofendía reconocer la deuda de gratitud que ella le había hecho contraer. No le era grato no ser el capitán de su propio buque, sino meramente el mascarón de proa.

Así el príncipe llegó a Inglaterra sintiéndose mortificado y derrotado.

Siempre extravagante, se complacía en derrochar el dinero de su mujer. Cuando sentía la necesidad de una compañía femenina la buscaba en otro sitio. Cargaba de costosas joyas los blancos hombros de las mujeres que atraían sus ilícitas atenciones; jugaba de un modo exagerado, especialmente sin juicio, y daba costosas reuniones. En tales ocasiones comía mucho y bebía más.

En el cumplimiento de sus deberes oficiales se tornaba cada vez más brusco, más insoportable, más dictatorial. Y en la espléndida soledad de su casa obraba como un duro tirano y encontraba faltas en todo.

A Gerassim, su leal criado siberiano, lo trataba con cierta consideración, pero con los demás se mostraba tan irritable e intolerante que la señora Selanova hallaba muchas dificultades para mantener en la casa el apropiado número de sirvientes. Ella, Lily y los dos Suchaldin sólo soportaban al príncipe porque se consideraban tan necesarios para Marina como los cinco dedos de su mano derecha.

Una noche, no mucho antes de la llegada de Clark a Londres, los dos hermanastros discutían la situación en el aposento de Pavel. Allí guardaba éste sus libros de cuentas y ejercía la mayor fiscalización posible sobre la marcha de los bienes de su señora.

Estaban esperando a Ana Selanova, pero ésta se retardaba. Cuando llegó la vieron profundamente agitada. Le temblaban las manos, tenía la faz descolorida y sus ojos estaban muy dilatados como a consecuencias de un susto reciente.

—No pude venir antes —explicó—. Era imposible dejar sola a Marina.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Llegó él a casa? — preguntó ansiosamente Pavel.

—No. No volverá a lo mejor en algunos días.

—¿Otra mujer?

La señora Selanova se encogió de hombros.

—No sé. Lo que me consta es que empezó a beber ayer y eso usualmente le conduce a alguna lamentable orgía.

Piotr habló en un enojado murmullo.

—Ese hombre es un malvado. ¡Dios le quite pronto la vida!

Sin atender a la interrupción, la mujer prosiguió:

—Esta mañana sospeché que pasaba algo peor que lo de costumbre, porque Marina procedía de un modo extraño. Noté que había estado llorando durante la noche. Casi no me atendió cuando le hablé.

Suchaldin exclamó, acongojado:

—No puedo ni concebir el pensamiento de que Marina se quede a solas con él. ¡Pensar que una persona de nuestra sangre y carne está entre las manos de un mono! ¡De un monstruo! Esto me pone frenético.

—Fué Lily la que descubrió lo ocurrido. No la creía ni quería creer a mis propios ojos cuando vi…

—¿El qué…?

—¡Contusiones! Las marcas negras y azules de sus dedos clavados en su piel. ¡Señales de que ese hombre la había aporreado!

Pavel se puso en pie de un salto, como galvanizado. Su corpulento hermanastro profirió un juramento que parecía el lamento de un animal herido. Era una brutal explosión de rabia y de pena. Pero, enterrando sus gruesos dedos en sus cabellos, se balanceaba de un lado a otro.

—Llegó muy borracho —siguió Ana— y empezó a importunar a Marina con sus celos a propósito de las atenciones que le dedicaban los hombres.

—¡Como si ella pudiera evitarlo! —estalló Pavel—. Su belleza y su dulzura atraen los hombres hacia ella como las moscas hacia la miel. Y lo hacen sin mal pensamiento. Porque los ingleses…

—Te comprendo. Pero él no entiende lo que es el decoro. A sus ojos nada es sagrado, y sólo lo mira como cosa susceptible de mancillarlo. Cree que todas las mujeres son sensuales y todos los hombres viles. Cuando ella quiso salir de la habitación, él la sujetó con rabia. Debieron forcejear. Él parece complacerse en hacerle daño. Ese es un vicio común en los hombres que dan demasiado pábulo a sus pasiones. Temo que no sea ésta la primera vez que Marina haya sido maltratada por él.

—¡Lo mataré! —declaró Pavel.

—¿Quieres ir a la horca? ¿Quieres, además, que el mundo conozca la afrenta de nuestra prima? Más valdría que la matases a ella y lo terminabas todo,

—Esto no puede seguir así. Hay que hacer algo.

—Pero no debes hacerlo tú. ¿Quién quedaría para cuidar de ella? ¿Tú, Piotr, tan débil e incompetente como yo?

—Y además más estúpido —concordó Piotr—. No valgo para nada si no es para coger a un hombre y darle un golpe. Las cifras me confunden. Tengo poco caletre.

—Antes de poco no quedarán muchas cifras para confundir a nadie —declaró Pavel.

—Razón de más para que uno se mantenga sereno —indicó la señora Selanova—. Ni tú ni yo podemos levantar una mano contra él, porque ella necesita de nosotros. Es una situación terrible. No sé adónde volverme.

—Dios acumula los infortunios sobre las gentes comunes como nosotros porque soportamos el dolor como los animales —dijo Piotr—. Pero él no debía pegar a su esposa. Es demasiado delicada y demasiado sensitiva para sufrir. Es injusto que… El hombre tenía los ojos rebosantes de lágrimas. Su ancha faz se contraía como la de un niño enfadado.

La mujer le hizo signos de que permaneciera callado y se volvió a su otro interlocutor.

—Marina se propone tomarse un viaje de descanso; Lily le está preparando ya el equipaje. Saldremos temprano de mañana y tú has de acompañarnos.

—Desde luego. ¿No he ido siempre con vosotras a todas partes? Ea, es tarde. Voy a echar una mano en los preparativos para que todos puedan dormir algo.

Pavel y la Selanova salieron del cuarto. Piotr enterró su rostro entre las manos y lloró hasta que las lágrimas corrieron a torrentes entre los dedos con que intentaba contenerlas.

21

Era poco más de medianoche. La mansión de los Petrovsky se hallaba muy silenciosa cuando el príncipe volvió a su hogar tras dos días de ausencia. Mientras subía la escalera débilmente iluminada se paró dos veces para despejarse y procurar mantenerse derecho. Al entrar en sus, habitaciones llamó a Gerassim, que era el criado de confianza de su señor. Advirtiendo que no había respuesta alguna anduvo, tambaleándose, por el cuarto, asió el cordón de la campanilla y tiró de él con violencia. Dejóse caer en un profundo sillón tapizado. Cerró los ojos, eructó con fuerza y murmuró con rudeza:

A los pocos instantes oyó abrirse la puerta y murmuró con rudeza:

—Cada día te descuidas más en tu servicio. ¡Ves que yo tardo y te acuestas tranquilamente!

No hubo respuesta alguna. Abrió los ojos y en vez de Gerassim vio ante él al macizo Piotr Suchaldin, que era el que había respondido a su llamada. Emitió un gruñido y preguntó:

—¿Qué haces aquí?

—Gerassim está durmiendo.

—¿Durmiendo? ¡Despiértalo, mentecato, y mándale venir a desvestirme!

—No le despertaría ni a trompetazos. Está beodo. Tiene el estómago delicado como el de un niño.

—¡Beodo! Te juro por el vino que bebo que no lo había notado antes.

—No bebe vino, sino vodka, Alteza. El vodka embota el cerebro antes que el vino. Hablo de las gentes corrientes. Conmigo no cuenta eso, por el poco cerebro que tengo. Pavel asegura que no es más grande que una castaña. En todo caso…

—¿Qué me importa tu cerebro? —rugió el príncipe—. Vete. No me agrada hablar contigo.

Con la grave persistencia de los borrachos Piotr continuó:

—Tener el cerebro pequeño es conveniente, Alteza. No hay lugar en él para los pensamientos dudosos. Cuando alguna idea acude a él sé que tiene su misión definida. Obro de acuerdo con ella y desde entonces no soy responsable de mis actos. Por ejemplo, en Rusia, antes de que fuésemos a América, cierto sujeto me habló mal de Vuestra Alteza. Por un momento no supe qué hacer. Luego se me ocurrió una idea clarísima. Dios me pone el pensamiento oportuno en la mente y no tengo más que dejarme regir por él.

—No me molestes. Estoy muerto de sueño —bostezó el príncipe.

—Un oficial del buque, en nuestro camino a América, faltó al respeto a la señora. Un soldado siberiano hizo lo mismo. En cada momento supe exactamente lo que debía hacer.

—¿Y qué hiciste? —dijo el príncipe, mirando fijamente a Piotr.

—Les rompí la nuca.

—Es posible? —exclamó Petrovsky, abriendo mucho los ojos.

—Sí, y les quebré el vientre. Los dejé convertidos en inválidos. No lo hice por mi voluntad, sino como un mero instrumento. No quiero darme una importancia que no tengo.

Por primera vez el príncipe empezó a sospechar que la presencia de Piotr Suchaldin allí no era enteramente casual y que la mente del hombre procuraba centrarse en un punto todavía no precisado. El noble, irguiéndose, habló con autoridad y con voz hiriente como un latigazo.

—Basta. ¡Vete!

En lugar de obedecer, Piotr se acercó más a él.

—A los hombres de que le hablé les partí la columna vertebral. No fueron en lo sucesivo capaces de dar un solo paso. Pero con Vuestra Alteza seré más piadoso. Me limitaré a romperle el cráneo.

Petrovsky se levantó de su silla, pero se sintió repelido sobre ella y fuertemente sujeto. Abrió la boca para gritar, mas la manaza de Piotr se cerró sobre él, extinguiendo todo sonido en su garganta. El príncipe golpeó a su agresor, pateó, movió el cuerpo intentando soltarse. El corpulento Piotr se limitaba a rechazarlo con leves balanceos de lado a lado o de adelante hacia atrás. Simultáneamente oprimió con la mano izquierda la nuca de su víctima, dejándola sujeta como en una trampa. Su peso y su fuerza eran abrumadores. Petrovsky se retorcía en el sillón, pero inútilmente. Sus gritos quedaron sofocados, aunque la violencia de sus esfuerzos estaba a punto de hacer saltar sus cuerdas vocales. Luego, aprovechando que tenía sujeto al príncipe por la nuca y el cuello, Piotr, con repentino empuje, lo levantó en vilo.

Un momento después habló dirigiéndose a aquella faz ennegrecida, vuelta hacia arriba en un ángulo grotesco.

—Constituía un problema —dijo Piotr— resolver este asunto, porque era tan sencillo que ninguna persona inteligente sabría cómo proceder. Vuestra Alteza llamó a Gerassim, y Gerassim estaba borracho. Naturalmente, Vuestra Alteza salió a llamarlo. Las escaleras de servicio son empinadas y obscuras. Si un hombre sobrio rueda por ellas se expone a partirse cualquier hueso del cuerpo. Nadie sino un necio como yo podría ser elegido por Dios para cumplir tal misión.

El cuerpo del príncipe había cesado en sus movimientos convulsivos. Piotr dejó de apretarle con la mano y se lo echó al hombro. Abrió la puerta, escuchó unos instantes y pasó a la escalera de servicio, cerrando a sus espaldas. A cada paso, la cabeza de Petrovsky oscilaba de un lado a otro, como en muda protesta contra aquel ultraje a su dignidad.

Su cuerpo produjo un rumor sorprendentemente apagado cuando cayó, rebotando de escalón en escalón, por la escalera de piedra. Aquel ruido, en todo caso, no turbó los sueños alcohólicos de Gerassim.

* * *

Los amigos de Marina consideraron una fortuna que Marina se hallase en París cuando murió su esposo, porque esto le ahorró la impresión del descubrimiento del cadáver y el cumplimiento de las depresivas formalidades consiguientes. Todos comprendieron por qué regresaba al continente después de las exequias fúnebres. Lo hacía para huir de los ingratos recuerdos.

A algunos les sorprendió verla reaparecer en Londres mucho antes de lo que esperaban, pero sólo lady Devon, la más vieja e íntima de sus amigas, adivinó el motivo de su retorno.

—¿Crees que ese hombre ha venido a Inglaterra a buscarte? —preguntó.

Marina denegó con la cabeza.

—No ha tenido tiempo de enterarse de la muerte de Semyon.

—Quizás no haya podido esperar más.

—Si así fuese, antes me habría dado noticias suyas. No. Mi comportamiento lesionó su orgullo. Debió juzgarme muy mal y en realidad hice lo posible para conseguirlo. El tiempo por sí solo no podría modificar esa realidad. Desde luego nada de lo que Jonathan me hubiera hecho habría destruido mi fe en él, pero los hombres carecen de la intuición de las mujeres.

—Pero a la par no olvidan tan fácilmente como nosotras. Es curioso, sin embargo, que no se haya casado.

—Por eso he venido, a pesar de esto…

Marina señaló el luto que llevaba.

—Era necesario que viniese —continuó—. Me sentía como un prisionero que, sumido en una profunda mazmorra, ve de repente el sol. Me siento ciega, ofuscada… No sé qué camino tomar. Esperaré y después, si Clark viene a mí, yo iré a él.

—¡Querida mía! ¿Y si te equivocaras?

—Ana dice lo mismo y mi cabeza comprende que tenéis razón, pero mi corazón habla muy diferentemente. En Sitka me prometió acudir a buscarme, y en cierto modo lo hizo. Desde entonces me aferró a la convicción de que volverá otra vez.

—¡Pobre amiga! Temo que hayas de quedarte con la convicción.

—Si nos encontráramos casualmente… Si nos viéramos y yo pudiera leer en sus ojos…

—Yo me encargaré de ello —dijo lady Devon— y lo haré con tacto, para que no parezca una cosa preparada. Se juegan en esto muchas cosas y no podemos correr el riesgo de nuevos sufrimientos. Confía en mí, Marina.

La buena señora hizo lo posible para concertar una entrevista, pero Jonathan Clark había puesto fin a sus actividades sociales. No iba a sitio alguno. Se limitaba a moverse en un ambiente propio, con lady Cecilia y un grupo de los bohemios compañeros de la muchacha. La mayoría eran obscuros artistas, escritores y músicos con los que ella mantenía amistad. Constituían un grupo errático, bullicioso y amigo de las diversiones. Una vez que hubieron gustado el sabor de la generosa hospitalidad de Clark y le perdieron su inicial respeto, acudían a menudo a verlo y saciaban a sus expensas su apetito y su sed.

Lady Cecilia se arrogó el cargo de señora oficiosa de los aposentos del maharajá, y allí pasaba gran parte de su tiempo, incluso en ausencia de Clark. Con frecuencia Jonathan, cuando llegaba, hallaba una nota de ella o una caricatura representando a una desconsolada joven con los ojos bajos y un rictus de dolor en la boca. En realidad aquellos dibujos se parecían bastante a Cecilia. Una vez, en su dormitorio, Clark halló el perfumado pañuelo de la joven acomodado en forma de diminuta muñeca. Reposaba sobre la almohada y dos picos del lujoso tejido se abrían como dos extendidos brazos.

Clark supo por Cecilia que la princesa Petrovsky estaba en Londres, hecho que coincidió con un incidente ingrato. Al salir un día del hotel divisó una faz conocida. Era la de Pavel Suchaldin, el desconfiado mayordomo que había visitado a Clark en sus habitaciones del Occidental mientras el triunfante capitán se entregaba a su fiebre de disipaciones en San Francisco.

Pavel se inclinó. Ya se disponía a. hablar cuando Clark volvió la espalda, saltó a un coche y cerró dando un portazo.

¡Maldición! La próxima vez le harían ver a la princesa contra su voluntad. Londres se ponía demasiado difícil.

Ignoraba, empero, lo cerca que otra vez había estado de encontrarse con Marina y no sabía lo que había hecho fracasar los desesperados esfuerzos de la joven.

Más de una vez ella había estado a punto de escribirle, pero la razón le dijo que el momento había pasado. No salía mucho, mas hasta una joven princesa enlutada tiene derecho a tomar un té en público. ¿Y dónde mejor que en el principal hotel de Londres?

Supo allí lo que sucedía en las aposentos llamados de los maharajas y oyó mencionar a lady Cecilia Yarborough.

Sintió pánico. Necesitaba ver a Clark, y cuanto antes mejor. No podía perder una hora ni un momento, porque allí no se trataba ya de un asunto de vida o muerte, sino de amor y de fe en las cosas eternas. Su ansia de lo primero y su necesidad de lo otro eran harto de desesperadas para admitir dilaciones. Subir la escalera de mármol del hotel fue penoso como subir las de un patíbulo, pero Marina tuvo el valor de hacerlo.

Desde el regreso de Marina a Londres, Cecilia había comprendido que la felicidad de que gozaba con Clark estaba amenazada. Por esa razón procuraba monopolizar celosamente el tiempo de su amigo y ocupar sus habitaciones en su ausencia. Y por eso fue ella quien abrió la puerta en respuesta a la tímida llamada de Marina.

Hubo un momento embarazoso para entrambas mujeres. Su Señoría palideció y Su Alteza estuvo a punto de desmayarse. Con débil voz Marina dijo al fin que debía a Clark ciertas cortesías que deseaba agradecerle. Si lady Cecilia tuviese la bondad de transmitirle sus saludos…

—Desde luego. Jonathan sentirá no haberla visto. Pero ¿no pasa? Me parece que no se encuentra usted bien.

Marina declinó la invitación, aunque pasaron unos instantes antes de que pudiera confiar en sus piernas lo suficiente para atreverse a descender la escalera. Y mientras salía del hotel casi a ciegas, recordaba cuantas palabras había hablado con lady Cecilia.

Al parecer, Jonathan debía mencionarla a menudo. Tanto que debía haber suscitado celos en Cecilia. Así se inducía de las cortas palabras que la joven cambiara con Marina antes de marchar. San Francisco debía de ser una ciudad maravillosa… Tan interesante, tan turbulenta, tan americana… A Cecilia le trastornaba la perspectiva de residir allí. Era asombroso pensar en cuán rápida e insólitamente podía cambiar el curso de una vida, ¿no?

La visitante reflexionaba confusamente, ¡Qué extraño y qué terrible era aquello!

* * *

El encuentro con Pavel Suchaldin conturbó profundamente a Clark. Y una noche en que se sentía harto inquieto para poder conciliar el sueño, encaminó sus pies hacia la mansión de los Petrovsky. Quería satisfacer su curiosidad.

La casa, grande y majestuosa, se alzaba en una pequeña plaza aristocrática. Clark la examinó con interés.

¿Así que era aquello a lo que Marina aspiraba…? Cuatro pisos de granito, verjas de bronce y una puerta cochera. Desde luego eso valía mucho más que una choza en las soledades. Clark recordó cuán estrechamente se había apretado la joven contra su pecho durante la última visita que le hiciera en la celda y cómo él se había embriagado al aspirar su cálido aliento.

Ahora tenía cerca otra mujer, casi tan fragante, cálida y atrayente como la primera. Desde luego Cecilia era demasiado complicada. Podía considerársela una «déclassée». A Clark le recordaba un pájaro marino arrastrado por el vendaval, intentando incesantemente llegar a tierra. Era muy egoísta, pero no interesada. Su impulsividad y su total desdén de las consecuencias de lo que hacía distaban mucho de la cautela y timidez características de las personas calculadoras.

Tales pensamientos no eran buena receta para el insomnio y, con todo, Clark volvió repetidamente al parquecillo que se extendía frente a la elevada casa de piedra. Halló bajo los árboles un banco desde el que podía, acaso, contemplar la silueta de Marina recortándose sobre una ventana iluminada. Clark estaba seguro de reconocerla hasta por la sombra. Y no se trataba, no, de que ella despertase en él sentimiento alguno, porque su indiferencia era harto completa para eso.

Los criados de la vecindad, cuando salían a tomar un rato el aire, hablaban del caballero de elegante sombrero de copa, larga levita y calzones claros que solía permanecer sentado hasta muy tarde en un banco de la plaza, con las manos unidas sobre el puño de su bastón.

Ya Clark había despachado casi todos sus asuntas y tenía encargado billete para el viaje de regreso. Pasaba más tiempo que nunca con lady Cecilia y sin embargo no hacía esfuerzo alguno para alterar lo que era hasta entonces una amistad superficial. Cecilia ocupaba su mente y despertaba sus emociones, pero cuando la imaginaba seriamente como esposa, la sombra de otra mujer venía a obstruir la imagen. Las dos se entremezclaban y confundían. Y aquel torturante juego de doble visión persistió hasta que él perdió la paciencia y resolvió poner fin a todo.

Probablemente lo que más le preocupaba era que no acertaba a pensar sino en Marina Vorachilov, no en la princesa Petrovsky, a la que nunca había visto. Debía ser una persona muy diferente… Mas, puesto que el espejo mental de Clark estaba empañado, ¿por qué no limpiarlo inmediatamente? Así podría ver a Cecilia con mayor claridad.

Decidió visitar a Su Alteza, ofrecerle su sentido pésame y volver para siempre aquella página en el libro de sus recuerdos.

22

A la tarde siguiente, vestido con el más severo de sus trajes, Clark descendió las escaleras para dirigirse a la residencia de Marina. Pero al cruzar el vestíbulo de] hotel sus planes cambiaron repentinamente.

Unos titulares de prensa atrajeron su atención. Compró el periódico y leyó la sorprendente noticia de que Fort Sumter había sido bombardeado, rindiéndose a los dos días a las fuerzas de la Confederación.

Todo no quedaba allí. El presidente Lincoln solicitaba 75.000 voluntarios. Casi simultáneamente el presidente Davis extendía patentes de corso autorizando a los buques mercantes a apoderarse de los barcos de la Unión.

Esto era algo interesante, y más para un hombre próximo a hacerse a la mar.

Seguían nuevas noticias, y peores. El 19 de abril, Lincoln había decretado el bloqueo y aquel mismo día había corrido la sangre en las calles de Baltimore. Tropas federales que marchaban hacia Washington habían sido tiroteadas.

Sin reparar en lo que le rodeaba, Clark leyó por segunda vez, con consternación creciente, las informaciones de Prensa, devorando literalmente todas las palabras.

¡Guerra civil! ¡La unidad del país amenazada! Los americanos peleaban y morían y él entre tanto permanecía en Londres, danzando y bebiendo con principiantes del arte.

Los trágicos sucesos acontecidos entre el 12 y el 19 de abril se agolpaban en un solo relato, y las noticias resultaban ya trasnochadas. ¿Qué habría sucedido después?

Si la línea telegráfica a través de Alaska hubiera sido una realidad en vez de un sueño, pensó Clark, él, enterado a tiempo de lo que ocurría, se hallaría a la sazón en Nueva York, presto a tomar parte en aquellos históricos acontecimientos.

Con la rapidez de un rayo acudió a su mente la idea de que necesitaba actuar sin demora y ello alivió su inquietud. Aquello marcaba el fin de sus indecisiones. No era extraño que su vida resultase huera y decepcionante. La había malgastado y agostado dedicándola a la lucha por el dinero y centrándola en tal o cual mujer. Gracias a Dios él no tenía vínculos ni obligaciones. No le retenía rémora alguna, ni nadie le echaría los brazos al cuello en una dolorosa separación.

¡Voluntarios! ¡Dios mío! El aportaría todo un regimiento de curtidos hombres del Oeste, adiestrados, uniformados y equipados a sus expensas. ¡Los californianos de Clark! Y proporcionaría también a la causa una flota.

Al día siguiente se hacía un vapor a la mar y Clark se apresuró a reservar pasaje en él. Aunque el buque iba atestado, la magia del apellido de aquel hombre y su furiosa determinación consiguieron lo imposible.

Faltaban por hacer muchas cosas, y quedaban pocas horas por delante. Había que despedirse de docenas de personas, empezando por lady Cecilia. La prueba era temible y por tanto convenía afrentarla inmediatamente.

En casa de la muchacha le dijeron que había ido a tomar el té en casa de Dolly Bogardus. Corrió, pues, hacia la casa y transmitió las noticias a las dos mujeres.

Le afligió notar el efecto que sus palabras producían en la joven. Por un momento Cecilia no acertó a articular palabra. Fijó sus ojos en el rostro de Clark, mientras la sangre abandonaba sus mejillas.

—Volveré pronto —aseguró Clark—. Los estados del sur no pueden resistir mucho. Un año a lo sumo

Tomó entre las suyas la mano de Cecilia y ella dijo en voz baja y quebradiza:

—Llévate esto, Jonathan, como un recuerdo de la alegre Inglaterra.

Y, alzando el rostro, lo besó por primera vez.

Clark dio sinceras gracias al cielo por no hallarse solo en aquel instante.

—Has recibido la noticia con bastante calma —manifestó la señora Bogardus a su sobrina cuando Clark partió—. Los Yarborough tienen sus debilidades, pero por su sangre circula hierro. Son insufribles a la victoria e indomables en la derrota, como dijo no sé quién.

—No me consideres derrotada —dijo la muchacha—. Me voy con él.

—No puedes hacer semejante cosa, querida.

—Puedo y lo haré, a menos de que ese hombre tenga hielo en las venas. Como esposa o como amante, casada o sin casar, me iré con él.

Aquel atardecer, una vez preparados sus equipajes, Cecilia penetró en el hotel de Clark y subió, como de costumbre, a sus habitaciones. Él la había dicho que no iría a preparar sus bagajes hasta que los últimos pormenores de sus negocios quedasen resueltos, lo que no podría ser antes de medianoche.

Cecilia comenzó a buscar los efectos de Jonathan y a llenar las maletas. Sabía que los hombres odian el hacer equipajes y nunca, de todos modos, los hacen bien. Eliminada esa tarea, Jonathan y ella podrían hablar con calma. Y entonces ella se sentía segura de convencerle de que, a pesar de los lebreles de los Yarborough, una gran paz había descendido sobre ella desde que lo conociera.

Descubrió sobre el tocador el pañolito convertido en muñeca y lo besó apasionadamente, preguntándose si los labios de Clark lo habrían tocado. Plegó los trajes de su amigo con mimoso esmero y apoyó en ellos su mejilla, como si así pudiera percibir las pulsaciones del corazón que solía latir debajo.

Clark regresó más tarde de lo que Cecilia esperaba. Además no llegó solo. Le oyó hablar con otra persona y, deslizándose cautelosamente fuera de la sala de recepción, se escondió en uno de los aposentos contiguos.

Clark, mientras regresaba al hotel, se felicitaba del inesperado sesgo que los acontecimientos habían tomado. Su corazón se había sosegado y su ánimo se sentía fortalecido. Se había desencadenado una borrasca y necesitaba afrontarla. Su curso le conduciría a nuevas y emocionantes aventuras. No cabía volverse atrás. Y cuando hubiera extinguido el último cabo de la bujía de su romance hasta que la llama se extinguiese y la mecha quedara helada, podría, con los ojos despejados, enfrentarse con el porvenir. Los hombres no deben mirar a su alrededor antes de iniciar una empresa, sino hacia adelante.

Junto a la puerta de sus habitaciones, una mujer lo esperaba. Se levantó al verlo aparecer. Clark, con un sobresalto, reconoció a la señora Selanova. Estaba demacrada y nerviosa. Como obviamente su visita debía tener un objetivo concreto, Clark la invitó a pasar.

Ella lo precedió en silencio. Volvióse al fin y Jonathan leyó en sus ojos la misma expresión de fiera hostilidad que siempre manifestaran hacia él.

Sin intentar ocultar sus sentimientos, la mujer empezó:

—¡Otra vez viene usted a turbar nuestras vidas! ¡Otra vez a traernos miseria y desesperación! Mil veces le he deseado la muerte, créalo.

La ponzoñosa rabia de aquella exclamación sorprendió a las dos personas que la escuchaban, Clark dijo con serenidad:

—No entiendo por qué me desea usted tal cosa, tanto más cuanto que nunca la he hecho un favor ni una ofensa.

—Es ofensa herir a una persona a quien adoro.

La mujer seguía mirando fijamente a Clark, y al fin, como desconcertada por la expresión de su semblante, exclamó:

—El conocerlo a usted durante un día o una semana ¿vale una eternidad de sufrimientos? Hombres como usted son una maldición.

Clark respondió con cierta aspereza:

—Si todo lo que quiere usted es maldecirme, podía haberse ahorrado el tiempo de venir a verme. Su prima hizo muy bien cuando se apartó de la ruta de mi vida cogida del brazo de su príncipe. Pero supe soportar el desengaño y hasta me convino. Cuando la conocí yo era un pobre diablo, y ahora…,

—Ahora es rico y poderoso. ¿No se propone comprar la Rusia Americana?

—Ciertamente. ¿Le parece curioso? Antaño no tenía nada, salvo un corazón rebosante de amor. Y ahora —y con un ademán señaló lo que les rodeaba— tengo todo lo que deseo. Hubiese dado mi vida por la princesa, pero con sólo eso no tenía bastante.

—¡Grandísimo idiota! ¿Piensa que fue Iván Vorachilov quien le hizo tan poderoso? ¿O Petrovsky? ¿O se atribuye el mérito a sí mismo? La princesa se burlaría si le oyera. ¡Un corazón rebosante de amor! ¿Qué sabe usted lo que son el amor ni los sacrificios? ¡Dar la vida no es nada, puesto que en un momento se pierde. Pero Marina le ha dado, a usted el cuerpo y el alma! ¡Y los ha dado, no a un hombre, sino a una bestia!

—Marina sabía muy bien lo que hacía. Debía constarle que los príncipes compran a sus mujeres, y usualmente las pagan con moneda falsa. Ésa siempre ha sido la tónica de su vida.

—Desde luego que lo sabía. Y ése fue el precio que pagó por su vida. ¡Por la vida de Jonathan el Gigante! Marina obligó a hacer a aquellos dos hombres todo lo que ella deseaba y…

—Espere.

Clark apoyó las manos con fuerza sobre los hombros de la mujer. Sentía un tremendo impulso de zarandearla.

—Hable. Sugiere usted algo increíble, terrible…

¿Comienza a despertar a la realidad, eh? Para eso he venido aquí: para quitarle de los ojos la venda de orgullo y error que se los cubre.

—Quiero saber la verdad —repuso Clark.

Cerró los párpados y se dijo:

—¡Dios mío! ¿Será verdad?

—Puede averiguar todo esto por Marina si ella consiente en decirlo. Presumo que lo hará, porque en estos momentos no tiene más voluntad que cuando, para atraerle, se vistió y se pintó como una ramera. Incluso ha venido a visitarlo aquí.

—¿Aquí?

—Y fue recibido por otra mujer. Por la última de la lista. Eso debió convencerla de que sólo se complace usted en la sociedad de las malas pécoras. Mas ella sigue creyendo en su decencia y su honor. ¡Me pone frenética oírla! Y voy a decirle algo más que usted no creerá: Marina es pobre. Una mendiga. No tenemos nada. Petrovsky se gastó todo el dinero en mujeres como las que usted trata. Ella le dio su gran fortuna como le dio su gran talento y su exquisita belleza, a cambio de que usted saliera de la cárcel y pudiera abrirse camino en el mundo.

Clark no pudo oír más, porque salió de la habitación a la carrera.

Poco después lo siguió la señora Selanova. Cecilia emergió de su escondite. Tenía una expresión aterrorizada en sus ojos muy abiertos. Y se fue, sollozando apagadamente, como una niña perdida en la oscuridad de la noche.

Clark corrió a lo largo de las desiertas calles como

un hombre perseguido. Al llegar a la mansión granítica de la plaza, empuñó primero el llamador de bronce, empujó luego la puerta y al fin golpeó los batientes con el puño.

Cuando se abrieron al fin, Clark empujó a un lado al asombrado lacayo que le abrió, y entró gritando con voz que resonó en toda la casa:

—¡Yo soy Jonathan Clark, de Boston! La señora me espera.

Penetró en una sala de recibo de alto techo, iluminada por candelabros de cristal. Arrancaba de allí una ancha escalinata curva y a mitad de ella una esbelta figura vestida de negro permanecía inmóvil. Era Marina. Resultaba más alta y más frágil de lo que él esperara y más encantadora que cuanto cualquier mujer pudiera ser. Con una mano se oprimía el pecho y con la otra se aferraba fuertemente a la baranda. Dijérase que las fuerzas la habían abandonado al llegar a aquel escalón.

Tras un momento de suspensión, Marina tendió los brazos a Clark y le dijo:

—Sí, Jonathan. Siempre te he esperado.

El corrió hacia Marina. Parecióle no levantar peso alguno cuando la tomó en sus brazos.

Los dos estaban sentados juntos. Marina hablaba. Clark apoyaba la cabeza entre las manos. Cuando la princesa hubo terminado, él dijo roncamente:

—-¡Soy un necio! ¡Un ciego, obstinado y disparatado necio! ¿Me perdonas?

—¿Qué te voy a perdonar? También yo obré neciamente por dudar de ti. Es equivocado obrar con la cabeza cuando el corazón dice que no.

—Me ha parecido en estos días balancearme sobre un abismo. Sentía verdaderos vértigos.

Un leve estremecimiento recorrió el cuerpo de Clark. Tras un momento continuó:

—Nunca podré compensar tu sacrificio ni conseguir tu perdón; pero desde mañana lo ensayaré.

—Sí. Nuestro mañana vendrá pronto. Y lo olvidaré todo. Y puedo soportar la espera porque entre tanto me cantará el corazón dentro del pecho.

Clark levantó la cabeza.

—Nuestro mañana empieza hoy. ¡Ahora! ¿Crees que voy a dejarte ni que pienso volver solo a mi país?

Notando la expresión de asombro de Marina, se levantó

—Ya, ya comprendo. Tu esposo ha muerto hace pocos meses ¿Qué dirían las gentes si te casaras conmigo? ¡Al infierno con eso! Tu luto no empezó al morir el príncipe: terminó entonces. Y si esta noche él viviese y estuviera aquí, no dejaría yo tampoco de llevarte conmigo. Ya has sufrido bastante. No mereces sufrir más.

Hablaba con el rostro encendido, moviéndose sin cesar nerviosamente.

—Me voy a la guerra, sí, pero necesito llevarme conmigo una mujer que me atienda.

—He esperado tanto, Jonathan, que bien puedo seguir esperando.

—¡No! —insistió él casi a voces—. Hay tiempo para casarnos. Si logro encontrar un sacerdote que bendiga la ceremonia, nos casaremos, pero, soltera o casada, tú embarcarás conmigo.

Se oyó ruido fuera. Clark, volviéndose, divisó a la señora Selanova parada en el ancho umbral. La mujer dirigiose a Marina en tono que él nunca la había oído usar.

—No te preocupes, querida. Hay tiempo, en efecto, y tu equipaje quedará hecho muy pronto.

Clark se dirigió velozmente a la anciana, le tomó las manos y se las besó.

—Le debo el pasado a Marina y el futuro se lo deberé a usted. Marina es preciosa para mí. Habré de dejarla sola por algún tiempo. Usted y los demás que la aman, ¿querrán acompañarla a América?

—¿A la bella América? —dijo la señora Selanova, radiante—. No tenemos otra intención.

Empezaban a apuntar las primeras luces del alba, y en la casa sentíanse ya rumores. Marina levantó la cabeza que apoyaba en el hombro de Clark, y dijo:

—¿De modo que te propones poseer Alaska? ¡Qué grande te has tornado, Jonathan¡

Clark miró a Marina a los ojos, sonrió y movió negativamente la cabeza.

—¿Para qué voy a proponerme poseer un continente —dijo—, si teniéndote a ti tengo todo el mundo en mis manos?

REX ELLINGWOOD BEACH (Atwood, Michigan, 1 de septiembre de 1877 – 7 de diciembre de 1949) fue un novelista, dramaturgo y waterpolista estadounidense.

Emprendió estudios de Derecho en Chicago a finales del siglo XIX, que abandonó para dirigirse a Alaska, atraído por la fiebre del oro de Klondike.

En 1904 formó parte del equipo estadounidense que ganó la medalla de plata en la competición de waterpolo de los Juegos Olímpicos de Saint Louis. En 1905, influenciado por la obra de Jack London, empezó a escribir novelas de aventuras, ambientadas en el Gran Norte. Una de sus novelas, The Spoilers, publicada en 1906, se basa en la historia real de un grupo de miembros del gobierno de Estados Unidos que quiere apropiarse de las minas de oro. Fue adaptada al cine en cinco ocasiones entre 1914 y 1955.

Algunas novelas posteriores de Beach pertenecen al género de aventuras y otras al western. Algunos de sus cuentos fueron adaptados al teatro.

En 1949, dos años después de la muerte de su esposa, Edith, se suicidó de un disparo en su casa de Sebring, Florida.